“LOS DERECHOS FUNDAMENTALES EN LA UNIÓN EUROPEA” (IV Jornadas Internacionales sobre Derechos Humanos y Libertades Fundamentales) ZARAGOZA, 7 y 8 de Noviembre de 2002 “Contexto y dimensión constitucional de la Carta de Derechos Fundamentales de la Unión Europea” (Tercer Panel: “Constitución y Carta de los Derechos Fundamentales de la UE”) por Miguel Ángel Alegre Martínez Profesor Titular de Derecho Constitucional. Universidad de León Campus de Vegazana. 24071-LEÓN. Tf.: 987 29 13 73. Fax: 987 29 13 74. [email protected] INTRODUCCIÓN 1. LOS CIUDADANOS ANTE EL “PROCESO CONSTITUYENTE” ABIERTO EN LA UNIÓN EUROPEA 2. ENTIDAD CONSTITUCIONAL DE LA CARTA REFLEXIONES FINALES INTRODUCCIÓN Mucho se ha hablado y escrito sobre el papel protagonista que debería corresponder a los ciudadanos en la construcción europea, en contraposición al que se les ha venido reservando, como meros destinatarios de ese proyecto. Se trata de una cuestión cuya importancia no puede ignorarse, puesto que nos sitúa en la raíz misma de la compleja problemática que viene acompañando a ese proceso: el carácter “político” o no de la Unión Europea, y el difícil encaje de ésta en las clásicas categorías conceptuales. En un momento como el actual, en que se trabaja sobre la futura “Constitución” de un hipotético “Estado federal” europeo, parece claro que el debate abierto al respecto puede reconducirse sin dificultad a la pregunta sobre la entidad política de la Unión: baste pensar que mal vamos a poder llegar a un “Estado federal”, si resulta dudoso que podamos identificar a la Unión Europea siquiera con el primer término de este binomio (el Estado como comunidad política). En relación con ello, si queremos atenernos a los conceptos que tradicionalmente hemos manejado, para hablar de Estado Federal habrá que hablar, al menos, de una Constitución Federal que coexista con los Textos constitucionales de los Estados miembros. 1 Desde luego, existe general coincidencia en la dificultad de “etiquetar” a la Unión Europea, encasillándola en alguno de los modelos “estatales” clásicos. Con base en el argumento de que estamos ante una realidad nueva y peculiar, se prefiere hacer tabla rasa de conceptos y esquemas preconcebidos. Lo que ocurre es que esta actitud no está en absoluto exenta de riesgos. No sólo porque suponga dar un salto en el vacío o entrar en una dinámica de “huida hacia adelante”, al menos desde un punto de vista conceptual; sino además, y sobre todo, porque ese abandono de los referentes tradicionales no hace sino debilitar la posición del ciudadano. En efecto, el problema del “doble y contradictorio fenómeno del ensanchamiento de los espacios económicos y sociales en los que hasta ahora los hombres desarrollaban su existencia, al tiempo que se produce la más escandalosa reducción de sus ámbitos políticos”, ha sido planteado con evidente acierto por el profesor Pedro DE VEGA (1998, 13), en el contexto de la creciente globalización de la Economía. Por nuestra parte, creemos que el razonamiento es trasladable a la Unión Europea, y resulta aplicable al problema que aquí venimos apuntando; por cuanto que, como indica este autor (ibidem, 16 y 17) “nuestra obligada conversión en ciudadanos del mundo [ciudadanos de la Unión Europea] a la que, por necesidad, mandato y exigencia del mercado nos vemos sometidos, sólo puede producirse a costa de la renuncia cada vez más pavorosa de nuestra condición de ciudadanos en la órbita política del Estado, dentro de la cual el hombre es, ante todo, portador de unos derechos (rights holder) que en todo momento puede hacer valer frente al poder. Difuminada la ciudadanía en una organización planetaria [comunitaria], difícilmente podrá nadie alegar derechos y esgrimir libertades (que es, a la postre, donde radica la esencia de la ciudadanía), ante unos poderes que sigilosamente ocultan su presencia” [en el contexto de la Unión Europea, diríamos que se trata de poderes más lejanos para el ciudadano que las tradicionales órganos de poder estatal]. Por eso, y aun a riesgo de insistir en reflexiones sobre aspectos que pudieran adjetivarse como “tópicos”, no estará de más seguir haciendo hincapié en la necesidad de dotar de mayor peso específico a la ciudadanía europea, y fortalecer la posición del ciudadano en el proceso de reformas actualmente en curso. Para ello, nos fijaremos en primer lugar en el contexto “constituyente” en el que se inscribe la Carta de los Derechos Fundamentales, para preguntarnos después por su entidad constitucional. 2 1. LOS CIUDADANOS ANTE EL “PROCESO CONSTITUYENTE” ABIERTO EN LA UNIÓN EUROPEA. Después de que la Cumbre de Niza de diciembre de 2000 se limitara a “proclamar” la Carta de los Derechos Fundamentales, aplazando la cuestión de su plena eficacia jurídica; y no habiéndose superado los obstáculos que han impedido la entrada en vigor del Tratado de Niza (firmado el 26 de febrero de 2001), se ha puesto recientemente en escena una Convención, apellidada “sobre el futuro de Europa”, que encuentra su antecedente inmediato en la que se gestó en las reuniones del Consejo Europeo celebradas en Colonia y Tampere (junio y octubre de 1999) para redactar la Carta de Derechos. Cabe recordar al respecto que fue el propio Parlamento Europeo (en su Informe sobre el Tratado de Niza y el futuro de la Unión Europea aprobado el 31 de mayo de 2001) el que se mostró partidario, no tanto de que los Parlamentos nacionales continuaran adelante con la ratificación del Tratado, como de abrir un “proceso constitucional” transparente y participativo, canalizado a través de una Convención similar a la puesta en marcha en 1999. Como es sabido, la nueva Convención (cuya estructura y líneas de trabajo fueron establecidas en la Cumbre de Laeken de diciembre de 2001), inició sus trabajos en marzo de 2002 tras la solemne inauguración que tuvo lugar en Bruselas el 28 de febrero. Fue, por tanto, en marzo de este año cuando comenzó a contar el plazo con el que este cónclave europeo cuenta para entregar unas conclusiones que no tendrán carácter vinculante para la Conferencia Intergubernamental de 2004, por más que no puedan ser obviadas. Las tareas sobre las que la Convención está llamada a emitir sus propuestas, son bien conocidas y vienen a coincidir con los grandes retos planteados en Niza y en Laeken como cuestiones clave para el futuro de la Unión: delimitación del reparto de competencias entre ésta y los Estados miembros, simplificación de los instrumentos normativos, mayor transparencia, eficacia y democratización de las instituciones, y necesidad o conveniencia de un texto constitucional; lo cual, a su vez, guarda relación con la necesidad de clarificar el alcance jurídico de la Carta de los Derechos Fundamentales. No resulta difícil percibir que todas esas tareas pendientes se encuentran de algún modo relacionadas, y llamadas a confluir en la definición de la estructura política y territorial de la Unión Europea. Aunque no puede ignorarse el loable esfuerzo de ambas Convenciones por fomentar la participación ciudadana, incluyéndola en sus propios esquemas de trabajo, lo cierto es que, por lo que se va conociendo hasta la fecha, los trabajos de la Convención caminan por 3 derroteros que ya son habituales: los mayores esfuerzos se dedican a intentar resolver la compleja problemática relacionada con el reparto interno del poder entre los Estados y entre las instituciones en una Unión ampliada; y ello resta protagonismo a otros objetivos que pudieran resultar más cercanos e ilusionantes para los ciudadanos. De la labor llevada a cabo hasta ahora por la Convención, ha dado cuenta su Presidente, Valery GISCARD D’ESTAING, durante el Consejo Europeo celebrado en Sevilla los días 21 y 22 de junio de 2002, que marcó el fin de la presidencia española, y también posteriormente a través de los medios de comunicación (“Las últimas noticias sobre la Convención Europea”, El País, 22 de julio de 2002). Al parecer, su actividad ha consistido básicamente en escuchar a la sociedad civil, para ir dando forma a un futuro “proyecto de Tratado Constitucional”, con el que pretende culminar sus trabajos. Por lo demás, el Presidente Giscard avanzó algunas propuestas orientadas a simplificar la terminología y el sistema normativo comunitarios. Sin embargo, aparte de hacerse eco de esta necesidad tan obvia como unánimemente sentida, la Convención no ha podido aportar en Sevilla propuestas concretas en materia de reforma institucional. Ello ha motivado que el Presidente de la Comisión, Romano PRODI, haya puesto en evidencia esta falta de progresos tangibles, y manifestado que la institución que encabeza se propone presentar sus propias ideas al respecto en los próximos meses. En todo caso, está quedando patente la vigencia de la principal dificultad a la que hacía referencia el propio Giscard en el acto inaugural de la Convención: la de “conjugar un fuerte sentimiento de pertenencia a la UE y el mantenimiento de una identidad nacional”. Por otra parte, no podemos olvidar que, incluso el más urgente de esos desafíos (que, en cierto modo, sería el de dotar de mayor claridad al Ordenamiento comunitario), tendrá que hacer frente a importantes dificultades desde el punto de vista de su viabilidad. En efecto, el más elemental sentido común nos indica que difícilmente será posible hacer más sencillos los instrumentos normativos cuando la realidad a la que van destinados es cada vez más compleja, no sólo por la ampliación a un mayor número de Estados, sino también por el propio crecimiento de la Unión como proyecto político y económico. Cabe afirmar, por tanto, con la profesora FREIXES SANJUÁN (2002, 2), que “una organización que presenta elementos tan complejos, necesita reflexionar acerca de cómo organizar mejor su sistema normativo para adecuarlo a las actuales necesidades”. Está claro, por tanto, que algo hay que hacer; si bien la realidad se presenta suficientemente complicada como para que resulte fácil encontrar el modo de actuación más adecuado. Así, la autora citada pone de manifiesto que no se sabe con certeza a dónde quieren llegar las instituciones comunitarias con ese proceso de “constitucionalización” que se ha puesto en marcha: “por una parte, se habla de Constitución; y por otra, de constitucionalización de los Tratados, incluso de simplificación o reorganización de los Tratados”. Puesto que la fórmula consistente en elaborar un texto constitucional es, al menos sobre el papel, la que podría presentar un mayor atractivo, y la que parece contemplarse como objetivo último, la doctrina se ha dedicado en los últimos tiempos a estudiar esa posibilidad, y a poner de manifiesto los importantes problemas que la misma plantea. 4 Así, por citar sólo algunas aportaciones recientes, el profesor Martín ORTEGA (2002, 1) se pregunta: “¿Es que acaso Europa puede ser ya considerada como una comunidad política coherente, capaz de dar lugar a un pacto político global de la naturaleza de una Constitución? ¿Cuál es la consecuencia para los Estados? ¿Y cuál es la relación entre las constituciones existentes y la nueva Constitución europea?” Por su parte, el profesor Luis ORTEGA (2002, 2-3) ve como principales obstáculos “el conflicto cada vez más evidente entre el Consejo y la Comisión acerca de quién debe tener la iniciativa política de los problemas comunitarios”, así como el hecho de que esa constitucionalización haya de llevarse a cabo en el contexto de la ampliación, “con lo que cobran mayor relevancia, la articulación de procesos de decisión que, al mismo tiempo, no haga de meros acompañantes a los países pequeños, pero que no fomente las tácticas de bloqueo de las decisiones adoptadas por la mayoría de los países”. No olvida este autor la disyuntiva que plantea la institucionalización de la cooperación reforzada (que nos sitúa, por un lado, ante “el peligro de una Europa a distintas velocidades que podría quebrar procesos de integración” y, por otro, ante “la virtud que se derivaría de un efecto de impulso y ejemplo de integraciones más profundas que son posibles de alcanzar”). Ni tampoco el salto cuantitativo y cualitativo que la aprobación de un hipotético texto constitucional supondría en cuanto a los poderes de control del Tribunal de Justicia. A esta última cuestión alude también la profesora FREIXES (cit., 3) al indicar, como uno de los “criterios básicos de legitimidad” de ese proceso constituyente, la necesidad de establecer “instrumentos de autogarantía, ya que las normas de valor constitucional han de tener una eficacia contrastada para garantizar a su vez la cohesión y la coherencia del sistema jurídico”. A algunas de estas cuestiones (no, desde luego, a las más problemáticas desde el punto de vista de la clásica dogmática constitucional) intentó dar respuesta el Tratado de Niza. No parece, sin embargo, que esa empresa se haya visto coronada por el éxito; pues, sin haber entrado en vigor el Tratado, se han abierto ya nuevos cauces de reflexión, como ya hemos visto. Si en los Estados miembros falta el consenso y voluntad política necesarios para que el Tratado de Niza pueda alcanzar vigencia, ¿qué nos hace pensar que uno y otra puedan existir a la hora de dar el visto bueno a reformas de calado político aún mayor? Quizá por ello, son numerosos los autores que, con buen criterio, prefieren dejar a un lado el altisonante objetivo de un texto constitucional propiamente dicho, y centrarse más bien en determinar hasta qué punto el actual Ordenamiento comunitario puede identificarse con (o evolucionar hacia) un Derecho constitucional común europeo, expresión que va 5 adquiriendo el sello de tradicional [cfr., entre otros, como aportaciones recientes al respecto, GAMBINO (2001, 56-57), o LÓPEZ PINA y GUTIÉRREZ GUTIÉRREZ (2001, 75)]. Creemos que desde estos planteamientos puede encauzarse adecuadamente la cuestión de la viabilidad o conveniencia de un texto constitucional. La pregunta ha sido planteada en términos directos (“¿Está usted a favor de que la Unión Europea se dote de una Constitución?”) dentro del cuestionario que ha servido como punto de partida al Debate académico puesto en marcha por el Consejo para el Debate sobre el Futuro de la Unión Europea. Limitándonos a mencionar algunas de las aportaciones, vemos cómo la profesora BIGLINO CAMPOS apunta que “sería preciso aclarar qué se entiende por Constitución”; pues “si por tal se comprende una norma dotada de fuerza superior y naturaleza rígida, la Unión ya tiene constitución, porque los tratados presentan tales caracteres. Si, además, se añaden requisitos materiales (como hacía el art. 16 de la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789) sería preciso incorporar a la Unión la división clásica del poder y los derechos fundamentales”. En opinión de esta autora, más que una Constitución de esas características (que parece incompatible con la actual estructura de la Unión Europea) sería oportuno “reorganizar y simplificar los Tratados, así como garantizar los derechos de los ciudadanos frente a los crecientes poderes de la Unión”. En suma, la doctrina es consciente de las incógnitas que plantea la aprobación de una Constitución europea, y considera prioritario resolver problemas más urgentes, aunque no menos complejos. Lo decía hace unos meses el profesor Álvaro RODRÍGUEZ BEREIJO, presidente del Consejo para el Debate sobre el Futuro de la Unión Europea: “el problema no es en estos momentos si la UE debe hacer ahora o no una Constitución. Lo importante en este proceso de formación de una nueva Europa ampliada es que se lleven a cabo las reformas de los Tratados, las reformas institucionales necesarias para hacer posible el funcionamiento de una UE ampliada a 27 miembros, que se simplifiquen los Tratados, que se integre en ellos la Carta de Derechos Fundamentales de la UE, que se articule la participación de los Parlamentos nacionales en las tomas de decisión del Parlamento Europeo. Si lo que ocurre es eso, al final, Europa tendrá materialmente una Constitución en el pleno sentido de la palabra, aunque formalmente a eso no se le llame Constitución y se le siga llamando Tratado de la UE” (ABC, 17/12/2001). Precisamente esta última reflexión nos proporciona una de las claves para enfocar correctamente el asunto que nos ocupa, y que también ha sido puesta de manifiesto por la 6 doctrina de modo reiterado: la conveniencia de no perderse en debates terminológicos que sólo pueden servir para aumentar la confusión y conducir a oscuros callejones sin salida. Así lo ha entendido, por ejemplo, el profesor RUBIO LLORENTE (2002, a), para quien el “galimatías” generado en torno a la Constitución europea, reviste el doble y grave riesgo de que esta discusión pueda “servir de pantalla para eludir la discusión de los problemas reales” y, sobre todo, venga a ser un “síntoma de una peligrosa tendencia a buscar para éstos soluciones meramente nominales, a caer en el fetichismo de las palabras”. Ahora bien, como indicábamos al principio, independientemente del resultado final al que se llegue en este proceso “constituyente”, todo lo anterior conduce inevitablemente a preguntarse cuál es el papel que, en la misma, se ha reservado a los ciudadanos. De este tema se ha ocupado con especial acierto el profesor JIMENA QUESADA, que en uno de los trabajos citados (2002) pasa revista a cada uno de los tres elementos del Estado tradicionalmente considerados (pueblo, territorio y poder, añadiendo la proyección o integración internacional), relacionándolos entre sí, y situándolos en el contexto de la realidad comunitaria, elaborando así un modelo de Teoría del Estado europeo. Sin tratar de repetir la labor llevada a cabo por este autor, tomaremos como punto de apoyo sus reflexiones a la hora de sustentar nuestro propio punto de vista en relación con el papel de los ciudadanos en el diseño de la Unión Europea del futuro. No es posible estudiar en este momento la compleja problemática institucional a la que se enfrenta la construcción europea, y que tiene que ver con el elemento que, acogiéndonos al esquema tradicional, podemos denominar poder o gobierno de la Unión. Tampoco resulta difícil comprender que a buena parte de esos problemas no es ajeno el propio elemento territorial (ampliación, construcción de la Europa de las Regiones...). En todo caso, donde se acumulan los retos pendientes, no sólo de cara al futuro sino también como urgentes desafíos para el presente, es en relación con el pueblo; esto es, con lo que el profesor JIMENA denomina “la ciudadanía como elemento humano de la construcción europea”. Dejando aparte los escasos progresos y avances que se han ido registrando en el camino hacia una Unión de mayor calado político (destacadamente, los derechos ligados a la “ciudadanía europea” recogidos en el Tratado de Maastricht), nos proponemos ahora, simplemente, hacer referencia esquemática a los aspectos que, a nuestro juicio, presentan implicaciones más conflictivas en la actualidad. 7 Desde este punto de vista, y en primer lugar, no podemos dejar de referirnos a lo que el profesor JIMENA QUESADA (2001, 76) llama gráficamente el “enmarañado entramado normativo” comunitario, que no ha hecho sino crecer desde los Tratados constitutivos hasta la actualidad. Estamos ante un problema de extrema gravedad, puesto que el Ordenamiento comunitario, en lugar de ser (como se espera de todo sistema jurídico) un instrumento al servicio de sus destinatarios, se ha venido convirtiendo, como apunta este autor, no sólo en un obstáculo para la seguridad jurídica, sino también para la formación y consolidación de un deseable “sentimiento constitucional europeo”. En segundo término, debemos insistir con el autor citado en que, en buena medida, el papel destinado a los ciudadanos en el proceso de construcción europea, no ha sido el de sujeto activo, sino que más bien ha tenido un carácter pasivo o de “mero objeto”. A pesar de los numerosos fracasos (referendos con resultados sumamente ajustados, e incluso negativos, datos de participación alarmantemente bajos en las elecciones al Parlamento Europeo, lento pero constante avance, en diversos países europeos, de fuerzas políticas de extrema derecha que utilizan, como una de sus principales bazas electorales, un mensaje abiertamente antieuropeísta...), los máximos responsables de la construcción europea, vienen apostando, en cada una de sus cumbres semestrales, por seguir adelante a toda costa (“Más Europa”), tratando de hacer creer a la ciudadanía que las decisiones se toman por su bien; y en algunos casos, como el español, sin darle siquiera la oportunidad de pronunciarse: todo para el pueblo, pero sin el pueblo. En tercer lugar, se plantea la concepción de la “Europa del ciudadano” como “Europa de las personas” (JIMENA, 2001, 84-85), que nos lleva a aludir brevemente al fenómeno inmigratorio que vive la Europa comunitaria. Esa fue una de las cuestiones que centró la atención en el pasado Consejo Europeo de Sevilla. La puerta que ha quedado abierta a la expulsión masiva de este tipo de inmigrantes a finales de este año, y la traducción que ello puede tener en una próxima reforma de nuestra legislación de extranjería, ha hecho saltar la alarma sobre lo que se ha dado en llamar la “Europa fortaleza”, a la que ya se venía refiriendo desde hace tiempo la doctrina. Consideramos al respecto que la política de la Unión Europea en esta materia debería venir orientada en una doble dirección, sobre la base ineludible de la dignidad de la persona, y marcada por la búsqueda del (difícil) equilibrio entre las medidas que eviten el denigrante tráfico de personas que suele ir unido a la inmigración clandestina, y las dirigidas a fomentar la integración de los inmigrantes, en un 8 contexto intercultural. Resulta decisivo aquí el papel de la educación en torno a los pilares básicos de la convivencia democrática, en los términos del artículo 27.2 de la Constitución. En cuarto y último lugar, y en un plano más técnico pero no menos próximo a los intereses del ciudadano, debemos hacer alguna referencia a la problemática planteada en torno a las garantías de los derechos fundamentales en el ámbito comunitario, habida cuenta de la falta de vinculatoriedad jurídica de la Carta de Niza (cfr. ALEGRE, 2002 a) y de la tradicional negativa de la Unión a ratificar el Convenio Europeo para la Protección de los Derechos Humanos y de las Libertades Fundamentales firmado en Roma el 4 de noviembre de 1950 (JIMENA, 1997, 105, 324; ALEGRE, 2000 a, 116 ss.). A la opinión de este autor y a la nuestra propia, favorables ambas a dicha ratificación, podemos añadir la del profesor MATÍA PORTILLA, quien, en el foro académico abierto en nuestro país por el Consejo para el Debate sobre el futuro de la Unión Europea, ha mantenido también la conveniencia de que la Unión se adhiera al Convenio de Roma. Como acertadamente apunta este autor, “con la garantía suministrada por el Tribunal de Estrasburgo lo que se aseguraría es un control externo a la actuación de la Unión Europea”. Como puede observarse, en la respuesta que se dé a estas cuestiones, se encuentra la clave del futuro de la Unión entendida como espacio habitado por ciudadanos-personas. Ni que decir tiene que no resultará fácil ni se vislumbra cercano el progreso en torno a los temas planteados. Pero lo que sí parece claro, es que ese progreso debe resultar prioritario respecto a temas comparativamente accesorios, como por ejemplo, los debates terminológicos en torno al modelo territorial o a la forma en la que deba cristalizar el proceso de reformas emprendido. En todo caso, este es el marco en el que se inscribe la Carta de los Derechos Fundamentales, como pieza esencial de esta dinámica “constituyente”. La aproximación al lugar que ocupa la Carta dentro de dicho proceso (o, dicho de otro modo, su dimensión constitucional) resultará imprescindible para su correcto entendimiento y valoración. 2. ENTIDAD CONSTITUCIONAL DE LA CARTA Como es sabido, la Carta de los Derechos Fundamentales fue solemnemente proclamada en Niza, el 7 de diciembre de 2000, por el Parlamento Europeo, el Consejo y la Comisión. El hecho de que no se haya optado por dotar a la Carta de plena vinculatoriedad jurídica, es la causa de que la entidad constitucional de la misma venga condicionada en gran medida (aunque no exclusivamente, como en seguida veremos) por su virtualidad y eficacia. 9 En este sentido, el estudio de las diversas cuestiones relacionadas con la eficacia jurídica de la Carta de Niza debería abordarse, al menos, desde una doble perspectiva. Por una parte, habrá que estar a las previsiones contenidas en la Carta sobre su propia eficacia. Por otra, habría que tomar la Carta en su conjunto, situarla en el contexto comunitario, y examinar las dificultades de su encaje normativo en los Tratados, así como las consecuencias que de tales dificultades se derivan. Puesto que esta labor ya la hemos intentado en otro lugar (ALEGRE, 2002 a) nos limitaremos a resaltar aquí, con necesaria brevedad, alguno de los aspectos de mayor relevancia desde la primera de las perspectivas mencionadas. De todas formas, tampoco podemos olvidar que, como ha apuntado el profesor JORGE DE ESTEBAN (2000), y también hemos tratado de desarrollar en el mismo trabajo citado, no todos los aspectos de interés constitucional relacionados con la Carta de Niza se centran en la mayor o menor probabilidad de que llegue a adquirir carácter vinculante. En efecto, como indica este autor, en el supuesto de que esto sucediera, la problemática generada por la Carta “no habrá hecho más que empezar”. Tampoco nos es posible aquí detenernos a analizar dicha problemática, que el autor citado cifra en la necesidad de adecuación de las Constituciones y legislaciones de los Estados miembros, la necesidad de resolver de un modo preciso la cuestión del alcance de los derechos (es decir, en qué medida son válidos únicamente para los nacionales de los Estados miembros, o por el contrario, los inmigrantes podrán gozar de todos o de casi todos ellos; cuestión de gran importancia a la vista de la dimensión que está adquiriendo el fenómeno de la inmigración), o los problemas de articulación de jurisdicciones entre el Tribunal Europeo de Derechos Humanos (que aplica el Convenio Europeo de Roma de 1950, suscrito por los 15 Estados miembros de la Unión) y el ya actualmente sobrecargado Tribunal comunitario de Luxemburgo. Centrándonos, pues, en las previsiones contenidas en la Carta en torno a su propia eficacia, se hace necesaria la referencia al Capítulo séptimo y último de la Carta, que, bajo la rúbrica “Disposiciones generales” contiene diversas previsiones en torno a su “ámbito de aplicación”, al “alcance de los derechos garantizados”, así como al “nivel de protección” y a la “prohibición del abuso de derecho”. Desde el punto de vista que aquí nos interesa, es sin duda el artículo 51 (Ámbito de aplicación) el que nos ofrece más elementos ilustrativos: “Las disposiciones de la presente Carta están dirigidas a las instituciones y órganos de la Unión”, respetando el principio de subsidiariedad, así como a los Estados miembros únicamente cuando apliquen el Derecho de la Unión. Por consiguiente, éstos respetarán los derechos, observarán los principios y promoverán su aplicación, con arreglo a sus respectivas competencias. La presente Carta no crea ninguna competencia ni ninguna misión nuevas para la Comunidad ni para la Unión y no modifica las competencias y misiones definidas por los Tratados”. 10 Como puede verse, este precepto se ocupa del delicado asunto de los destinatarios de la Carta, o sujetos obligados por la misma. Interesa aquí especialmente el segundo párrafo, respecto del cual, el profesor DÍEZ-PICAZO (2001, 26) apunta que la afirmación de que la Carta no altera el orden de competencias “no deja de ser equívoca, como quedó patente con el dictamen de 28 de marzo de 1996 sobre la eventual adhesión de la Comunidad al Convenio Europeo de Derechos Humanos. En aquella ocasión, el Tribunal de Justicia afirmó, en sustancia, que hoy por hoy la Comunidad carece de competencia en materia de derechos fundamentales. Esta afirmación es discutible, pues los derechos fundamentales, más que una materia sobre la que se puede tener competencia, son un límite a la acción de los poderes públicos”. En todo caso, “una cosa es clara: decir que la Carta no supone ampliación de las competencias comunitarias sólo puede significar que la Comunidad no puede adoptar iniciativas normativas tendentes a promocionar los derechos proclamados por aquélla”; lo cual, por otra parte, “no puede significar que las instituciones comunitarias no puedan tomar en consideración las exigencias dimanantes de tales derechos a la hora de aprobar reglamentos o directivas sobre materias de competencia comunitaria; y, por esta vía indirecta, hay sin duda márgenes para una política comunitaria de los derechos fundamentales”. Lo cierto es que este precepto permite descartar el peligro de que la actuación de la Unión para tutelar los derechos pueda dar lugar a una importante extensión de sus competencias. Al respecto, el profesor RUBIO LLORENTE (2002 c, 51) entiende que tales riesgos, “aunque probables, no son ciertos y sobre todo sólo aparecen como peligros para quienes en esos cambios ven un mal”. Como deja apuntado este mismo autor, las previsiones del artículo 51 adquieren un sentido más pleno a partir de su interpretación conjunta con el artículo 53, (“Nivel de protección”), que caracteriza a la Carta como un Texto de mínimos en cuanto a la interpretación de los derechos: “Ninguna de las disposiciones de la presente Carta podrá interpretarse como limitativa o lesiva de los derechos humanos y libertades fundamentales reconocidos, en su respectivo ámbito de aplicación, por el Derecho de la Unión, el Derecho internacional y los convenios internacionales de los que son parte la Unión, la Comunidad o los Estados miembros, y en particular el Convenio Europeo para la Protección de los Derechos Humanos y de las Libertades Fundamentales, así como por las Constituciones de los Estados miembros”. Esbozados así algunos de los aspectos problemáticos relacionados con una hipotética vigencia de la Carta, pretendemos simplemente quedarnos con la idea de que, hecho de que la Carta contenga previsiones relativas a su propia eficacia, significa que nace con vocación 11 de ser norma jurídicamente exigible. Así lo ha entendido, por ejemplo, el profesor CARRILLO SALCEDO (2001, 14-15), al indicar que, “aunque en los meses anteriores a la sesión de Niza ya existían fundados temores respecto de cuál sería finalmente la posición de los Jefes de Estado y de Gobierno, la Convención, con el apoyo de la Comisión y por impulso del Presidente Herzog, adoptó el proyecto como si hubiera de tener carácter jurídico vinculante”. De esta actitud de la Convención, el profesor DÍEZ-PICAZO (2001, 22) deduce, por su parte, que el hecho de que la Carta no sea, al menos hoy por hoy, obligatoria no significa que quepa atribuirle una naturaleza puramente ‘programática’”. La propia redacción y el contenido de la Carta permiten afirmar, en efecto, que ésta “es un documento que fija con precisión los criterios para valorar la legitimidad de la actuación de todos los poderes públicos dentro del ámbito de la Unión Europea”. Parece que tendremos que seguir a la espera si queremos saber qué sucede finalmente con la Carta de Niza. Algo tendrá que decir al respecto la actual Convención sobre el futuro de Europa, a quien corresponderá formular propuestas sobre si la Carta debe incorporarse a los Tratados, o si ha de pasar a ser algo así como la parte dogmática de un hipotético Texto constitucional; texto que, como indica Jorge DE ESTEBAN (2000) debería recoger, además, “una distribución clara de las competencias entre la Unión y los Estados miembros y, finalmente, una organización de las instituciones comunes que descanse tanto en su ineludible legitimidad democrática como en su eficacia y operatividad políticas”. En cuanto a la primera posibilidad, y como apunta el profesor DÍEZ-PICAZO (2001, 26) la eventual inclusión de la Carta en los Tratados le otorgaría la misma fuerza normativa de éstos y, concretamente, “implicaría que la Carta operaría como criterio de validez tanto del derecho comunitario derivado como, en virtud del principio de supremacía, del derecho nacional”, comportando además “la introducción de una cierta dosis de justicia constitucional difusa en todos los Estados miembros”. Suceda lo que suceda, resulta innegable que, desde su proclamación, la Carta ha tenido y tiene una relevancia jurídica, aunque sólo sea por su significado como salto cualitativo en la óptica desde la que se contempla a la persona en el proceso de construcción europea. En este sentido, el profesor CARRILLO SALCEDO (2001, 17 a 20, citando a su vez al profesor ALONSO GARCÍA) afirma que la Carta “implica un avance en la ‘constitucionalización’ de la integración europea” y “supone también intensificar la sensación de que esa organización de Estados sui generis que es la Unión Europea va más allá de la inicial consideración de la persona como mero factor de producción, haciendo 12 realidad ‘la unión progresivamente más estrecha de los pueblos europeos’, que ya vislumbraba en su preámbulo el Tratado CEE en 1957 y que impulsaron los Tratados de Maastricht, de 1992, y Amsterdam, de 1997”. En resumen, el profesor CARRILLO SALCEDO viene a concluir que “la ausencia de fuerza jurídica formalmente vinculante de la Carta de Derechos Fundamentales de la Unión Europea no implica, pues, ausencia de efectos jurídicos”. Por lo pronto, y a la vista del contenido de la Carta, “su rigurosa formulación jurídica y su valor simbólico, ésta “llegará a ser obligatoria a través de su interpretación por el Tribunal de Justicia de las Comunidades Europeas en tanto que síntesis y expresión de los principios generales del Derecho comunitario”. Y además, mientras la cuestión siga abierta, “la Carta de Derechos Fundamentales va a ser tomada en consideración como fuente de inspiración no sólo por el Consejo y la Comisión cuando actúen como legislador comunitario, sino por el Tribunal de Justicia” en el ejercicio de su labor de precisar los principios generales del Ordenamiento comunitario”. REFLEXIONES FINALES El “proceso constitucional” (utilizando las palabras del Informe del Parlamento Europeo de 31 de mayo de 2001 anteriormente citado) que actualmente está abierto, y que vino precedido por la elaboración de la Carta de Derechos Fundamentales, ha supuesto un progreso respecto del concepto de “ciudadanía” que se desprendía del Tratado de Maastricht. Sin embargo, hasta el momento, los avances logrados merced al contenido de la Carta y a la potenciación de los mecanismos participativos en la Convención y en los demás foros abiertos en torno al futuro de la Europa comunitaria (a los que aquí se ha ido haciendo referencia), no resultan suficientes para poder afirmar la existencia de un status constitucional del ciudadano, a falta de la plena eficacia jurídica de la Carta, y de una verdadera concepción participativa de la ciudadanía, esencial para que la democracia en la Unión vaya (por decirlo gráficamente) más allá que la participación periódica en las elecciones al Parlamento Europeo. Piénsese que, mientras no se otorgue a la Carta plena eficacia mediante su inclusión en los Tratados, su mayor o menor grado de influencia en las disposiciones normativas y en las actuaciones comunitarias y estatales, dependerá de la voluntad política de las autoridades correspondientes. Mientras esa eficacia jurídica llega a producirse, habrá que considerar a la Carta, en los términos ya indicados, como un importante logro, de gran valor programático y 13 simbólico, y como un punto de apoyo que oriente la actuación de los órganos estatales y de las instituciones comunitarias. Tampoco debemos olvidar, como cuestión conclusiva de fondo, que, aun en el caso de que la Carta de Niza llegue a alcanzar vigencia jurídica, ello no significará necesariamente, y en todo caso, la eficacia real de los derechos en ella recogidos; puesto que esa vigencia real dista mucho de existir en el interior de los Estados miembros. El ejemplo más claro de lo que pretendemos decir nos lo proporciona, sin ir más lejos, el derecho a la vida, proclamado en el artículo 2 de la Carta. Pensemos en la falta de acuerdo que, por ejemplo en nuestro propio país, existe en torno a la titularidad del más básico de los derechos, reconocido en el artículo 15 de la Constitución. Desde luego, ni en España, ni en la Unión Europea en su conjunto, existe un consenso sobre el alcance del derecho a la vida (y, concretamente, sobre la titularidad del mismo en relación con el comienzo de la vida humana). Lo cual, como hemos mantenido en otro lugar, es especialmente grave en cuanto que su desprotección supone tal quiebra en el consenso alcanzado en el respeto a los derechos fundamentales en general, que lo hace tambalearse en su misma raíz (ALEGRE, 2000 b, 191). Resulta lamentable, en este sentido, que el Parlamento Europeo, en su informe sobre “salud sexual y reproductiva” de 3 de julio de 2002 (aprobado por 280 votos a favor, frente a 240 en contra y 28 abstenciones), haya recomendado, entre otras cosas, que “para proteger la salud reproductiva y los derechos de las mujeres, se legalice el aborto con objeto de hacerlo accesible a todos y eliminar así los riesgos de las prácticas ilegales”. Esta recomendación (en la que se olvida que el derecho a la vida, por ser el más básico de todos, debe prevalecer sobre cualquier otro en caso de conflicto), viene a oscurecer la labor llevada a cabo, especialmente en los últimos años, por el Parlamento Europeo en materia de promoción de la cultura de los derechos humanos. De hecho, la propia Asamblea parlamentaria había declarado en 1986, en un sentido mucho más coherente con el respeto a los derechos, que “el ser humano comienza a partir del óvulo fecundado”. Prueba elocuente y trágica de la aludida falta de consenso, serían los más de tres millones y medio de interrupciones voluntarias de embarazo realizadas en Italia en los últimos veinte años, las más de cincuenta mil que se practican cada año en España, o las trece millones en Europa. Quienes mantenemos que el concebido y no nacido, es titular del derecho a la vida, no podemos aceptar que traten de hacernos creer que en Europa o en España se respetan los derechos fundamentales, cuando sabemos que se produce una quiebra tan grave y lacerante del más fundamental de los derechos. Pero, desde luego, este sería otro debate, y en torno a estas cuestiones me he pronunciado con mayor extensión en otros trabajos (así, recientemente, ALEGRE, 2002 c). A falta de que se resuelvan todas estas cuestiones, y en ausencia también de mecanismos participativos reales y efectivos, como podría ser la “consulta popular a escala europea” que propone el profesor JIMENA (2001, 63) y apuntada también (“referéndum europeo”) por la profesora FREIXES (2002, 3), que bien podría venir apoyado por otras medidas, tales como el “procedimiento uniforme para la elección del Parlamento Europeo” (JIMENA, 2001, 73), el ciudadano sigue sin poder participar en las grandes decisiones “constitucionales” de la Unión. Indudablemente, la sensación de lejanía que los ciudadanos sentimos respecto de la Unión Europea, irá mitigándose poco a poco con la adopción por parte de las instituciones de medidas con las que podamos identificarnos por encontrarlas próximas o beneficiosas. A este respecto, y aparte de la adopción de determinados símbolos europeos (cfr. JIMENA, 2001, 68; ALEGRE, 2000 a), pueden citarse sin ánimo de exhaustividad, como ejemplos recientes, la ratificación por la Unión Europea del Protocolo de Kioto sobre emisión de gases de efecto invernadero (llevada a cabo ante la 14 ONU el pasado 31 de mayo); la definición comunitaria del “acoso sexual” (aprobada por el Parlamento Europeo el 12 de junio y que se plasmará en una directiva sobre igualdad laboral entre hombres y mujeres); la directiva sobre imposición del uso obligatorio del cinturón de seguridad para los niños (acordada por los Ministros de Transportes el 18 de junio), la ratificación del Protocolo de Cartagena sobre bioseguridad (decidida por el Consejo de Ministros de Medio Ambiente el 25 de junio), una actitud positiva en foros como la Cumbre de la Tierra (agosto de 2002) o una postura valiente y decidida a favor de la eficacia del Tribunal Penal Internacional. Pero no es menos cierto que esa aproximación en puntos concretos no resultará suficiente sin el fomento de una cultura democrática y participativa a nivel comunitario. Ojalá los diversos foros actualmente abiertos a la participación ciudadana tengan el debido eco en las instituciones. Urge, en definitiva, atajar el déficit democrático. Y para eso, lo primero que hay que hacer es redefinirlo, siendo conscientes de que se trata de algo mucho más grave que una mera cuestión técnica de separación de poderes, puesto que afecta a la raíz misma del proceso integrador europeo. Por eso conviene insistir en la necesidad (apuntada por algunos autores antes citados) de dar a los ciudadanos ocasión de pronunciarse en referéndum europeo (sin perjuicio de las consultas que se celebren en cada Estado miembro) para dar mayor legitimidad y solidez a la construcción europea. Sólo así podría romperse el círculo vicioso en que actualmente nos encontramos (como los ciudadanos no están interesados, no hace falta referéndum, y ni siquiera sería fiable su resultado; como el referéndum no se celebra, los ciudadanos pierden el interés). Por último, no debemos olvidar que, como acertadamente apuntan los profesores FREIXES y REMOTTI (2002, 97-98), “se llegue a redactar una Constitución, a reorganizar los Tratados distinguiendo entre un Tratado constitucional y los otros Tratados comunitarios o a simplificar los Tratados dotándolos de algunas regulaciones de valor constitucional, resulta absolutamente necesario que el resultado de este proceso incorpore los derechos fundamentales como elementos de legitimación del sistema”. En definitiva (concluimos con los autores citados), “no se puede concebir una futura organización de la Unión Europea sin que sus textos constitucionales reconozcan y garanticen con eficacia los derechos fundamentales”. ------------------------------------------------------------ 15 BIBLIOGRAFÍA - ALEGRE MARTÍNEZ Miguel Ángel (2000 a), “El himno europeo: notas musicales en clave constitucional”, Cuadernos Constitucionales de la Cátedra Fadrique Furió Ceriol, nº 32, págs. 107-123, Universidad de Valencia. - (2000 b) “Derechos humanos y construcción europea (A propósito del libro de Luis Jimena Quesada La Europa Social y Democrática de Derecho, Madrid, Dykinson, 1997)”, Revista de Estudios Políticos (Nueva Época), nº 107, págs. 179-196. - (2002 a) “Los derechos sociales en la Carta de Derechos Fundamentales de la Unión Europea”, ponencia presentada en el Congreso “Cuarenta años de democracia social en Europa: la Carta Social Europea de 1961 y su proyección constitucional en España”, Valencia, 17, 18 y 19 de Octubre de 2001 (En prensa). Este trabajo sirve de punto de partida para la presente Comunicación, que reproduce algunos de sus planteamientos. - (2002 b) “La búsqueda de un modelo organizativo para la Unión Europea: el papel de los ciudadanos”, en Actas del Congreso Internacional “El futuro de Europa a debate”, (Universidad de Valladolid, Instituto de Estudios Europeos, Septiembre 2002). Próxima publicación. Este trabajo sirve de punto de partida para la presente Comunicación, que reproduce algunos de sus planteamientos. - (2002 c) “Apuntes sobre el derecho a la vida en España: Constitución, jurisprudencia y realidad”, Revista de Derecho Político, nº 53, págs. 337-358. - ALONSO GARCÍA Ricardo (2000), “La Carta de los derechos fundamentales de la Unión Europea”, Gaceta Jurídica de la Unión Europea, nº 209. - CARRILLO SALCEDO Juan Antonio (2001), “Notas sobre el significado político y jurídico de la Carta de Derechos Fundamentales de la Unión Europea”, Revista de Derecho Comunitario Europeo, nº 9, págs. 7-26. - CONSEJO PARA EL DEBATE SOBRE EL FUTURO DE LA UNIÓN EUROPEA (2002), creado por Real Decreto 779/2001 de 5 de julio: ha promovido y recogido foros de debate, aportaciones y diversa documentación, disponible en http://www.futuroeuropa.es (Consulta: mayo 2002). Se citan aquí las contribuciones de los profesores: Benito ALÁEZ CORRAL, Paloma BIGLINO CAMPOS, José Joaquín FERNÁNDEZ ALLES, Francisco Javier MATÍA PORTILLA, Ignacio VILLAVERDE MENÉNDEZ, INSTITUTO DE ESTUDIOS EUROPEOS de la Universidad de Valladolid. - Cuadernos de Derecho Público, nº 13 (Monográfico: Constitución europea, constituciones internas e integración); Ministerio de Administraciones Públicas – INAP, mayo-agosto 2001. - DE ESTEBAN Jorge, “La Constitución irreformable”, El Mundo, 4 de marzo de 2002. - DÍEZ-PICAZO Luis María (2001), “Glosas a la nueva Carta de Derechos Fundamentales de la Unión Europea”, Tribunales de Justicia, Revista Española de Derecho Procesal, nº 5, ed. 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Universidad de León Campus de Vegazana. 24071-LEÓN. Tf.: 987 29 13 73. Fax: 987 29 13 74. [email protected] RESUMEN Mucho se ha hablado y escrito sobre el papel protagonista que debería corresponder a los ciudadanos en la construcción europea, en contraposición al que se les ha venido reservando, como meros destinatarios de ese proyecto. Sin embargo, y aun a riesgo de insistir en reflexiones sobre aspectos que pudieran adjetivarse como “tópicos”, creemos que no está de más seguir haciendo hincapié en la necesidad de dotar de mayor peso específico a la ciudadanía europea, y fortalecer la posición del ciudadano con ocasión del proceso de reformas actualmente emprendido en la Unión Europea. Esa necesidad se comprende fácilmente si se tiene en cuenta la general coincidencia en la dificultad de “etiquetar” a la Unión Europea, encasillándola en alguno de los modelos “estatales” clásicos. Con base en el argumento de que estamos ante una realidad nueva y peculiar, se prefiere hacer tabla rasa de conceptos y esquemas preconcebidos. Lo que ocurre es que esta actitud no está en absoluto exenta de riesgos. No sólo porque suponga dar un salto en el vacío o entrar en una dinámica de “huida hacia adelante”, al menos desde un punto de vista conceptual; sino además, y sobre todo, porque ese abandono de los referentes tradicionales no hace sino debilitar la posición del ciudadano. Por ello, esta comunicación se fija, en primer lugar, en el contexto “constituyente” en el que se inscribe la Carta de los Derechos Fundamentales, para preguntarnos después por su entidad constitucional. El estudio realizado nos lleva a concluir que, por más que el “proceso constitucional” actualmente está abierto (y que vino precedido por la elaboración de la Carta), haya supuesto un progreso respecto del concepto de “ciudadanía” que se desprendía del Tratado de Maastricht, esos avances no resultan todavía suficientes para poder afirmar la existencia de un status constitucional del ciudadano, a falta de la plena eficacia jurídica de la Carta, y de una verdadera concepción participativa de la ciudadanía. En espera de que eso suceda (lo cual es, al fin y al cabo, una cuestión de voluntad política), habrá que considerar a la Carta como un importante logro, de gran valor programático y simbólico, y como un punto de apoyo que oriente la actuación de los órganos estatales y de las instituciones comunitarias. La Carta supone, en definitiva, un salto cualitativo en la óptica desde la que se contempla a la persona en el proceso de construcción europea. 18