Cap 01 - Tertulia Churchill

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REFLEXIONES SOBRE LA REVOLUCIÓN EN FRANCIA
Edmund Burke
Publicado en 1790
PRIMERA PARTE
Introducción
Quizá no esté de más informar al lector que las Reflexiones que siguen
tuvieron su origen en una correspondencia mantenida por el autor con un muy
joven caballero de París el cual le hizo el honor de solicitar su opinión acerca
de los importantes acontecimientos que entonces, y a partir de entonces, han
ocupado en tan gran medida la atención de todos los hombres. Una primera
respuesta a su solicitud fue escrita durante el mes de octubre de 1789, pero,
debido a consideraciones de prudencia, el autor decidió guardarla. A esa carta
se alude al comienzo de las páginas siguientes. Ya ha sido remitida a su
destinatario. Las razones de este retraso en cursarla han sido expuestas en
una breve nota que también le fue enviada al mismo caballero. Esto dio lugar a
una nueva solicitud por su parte, instando al autor a seguir expresando sus
sentimientos.
El autor inició, pues, un segundo y más completo comentario sobre el mismo
asunto. Había tenido la idea de publicarlo al comienzo de la primavera pasada,
pero al ir entrando en el tema, se dio cuenta de que había emprendido una
tarea que no sólo excedía las dimensiones de una carta, sino que su
importancia requería una consideración más detallada de la que en aquel
momento tenía tiempo de concederle. Sin embargo, como sus primeros
pensamientos sobre la cuestión habían sido expresados en forma de epístola,
cuando se sentó de nuevo a escribir, al haberlo hecho antes en forma de carta
privada, le resultó difícil cambiar el modo de hacerlo, ahora que sus
sentimientos se habían multiplicado en gran medida y habían tomado otra
dirección. El autor es consciente de que quizá un plan diferente hubiera sido
más favorable a una conveniente división y organización de la materia.
1. Los amigos ingleses de la Revolución en Francia.
Estimado señor:
Se ha complacido usted en solicitar de nuevo, y con alguna urgencia, mis
pensamientos acerca de los últimos acontecimientos que han tenido lugar en
Francia. No le daré razones para imaginar que yo pienso que mis sentimientos
son de tanto valor como para hacerme desear que se me pregunte acerca de
ellos. Son pensamientos de demasiada poca importancia para ser
comunicados o para ser silenciados. Fue la atención hacia usted, y sólo hacia
usted, lo que me hizo vacilar cuando por primera vez expresó usted el deseo
de recibirlos. En la primera carta tuve el honor de escribirle a usted; lo que
escribí no fue para ningún otro tipo de hombres, ni tampoco fue inspirado por
hombre alguno. Tampoco lo será en esta ocasión. Mis errores, si los hay, serán
errores míos. Sólo mi reputación habrá de responder por ellos.
Verá usted, señor, por la larga carta que le mando, que aunque deseo con
todas mis fuerzas que Francia sea animada por un espíritu de libertad racional,
y aunque pienso que ustedes, sirviéndose de una política honesta, constituirán
un sistema permanente en el que pueda residir ese espíritu y un organismo
eficaz mediante el que pueda ponerse en práctica, albergo, por desgracia,
grandes dudas acerca de varios puntos concretos contenidos en los últimos
acontecimientos de su país.
Imaginaba usted, cuando me escribió la última vez, que quizá pudiera yo ser
contado entre quienes dan su aprobación a algunas cosas que están pasando
en Francia, por la solemne aprobación que tales acontecimientos han recibido
de dos asociaciones de caballeros londinenses, llamadas la Sociedad
Constitucional y la Sociedad Revolucionaria.
Ciertamente, tengo el honor de pertenecer a más de un club en el que la
Constitución de este Reino y los principios de la gloriosa Revolución1 son
altamente reverenciados; y me cuento entre los más dedicados en lo que se
refiere a mi celo por mantener esa Constitución y esos principios en su máxima
pureza y vigor. Es precisamente por esto por lo que estimo necesario que no
haya errores. Quienes respetan la memoria de nuestra Revolución y son
afectos a la Constitución de este Reino, cuidarán mucho el modo de asociarse
con personas que, bajo pretexto de un celo en favor de la Revolución y de la
Constitución, se desvían con demasiada frecuencia de los verdaderos
principios de las mismas, y en toda ocasión están dispuestos a apartarse del
firme, pero cauteloso y deliberado espíritu que produjo la primera y que preside
la segunda. Antes de pasar a responder a las cuestiones más notables de su
carta, le ruego me permita ofrecerle la información que he sido capaz de
obtener acerca de los dos clubs que han estimado oportuno intervenir
corporativamente en los asuntos de Francia, no sin asegurarle primero que ni
pertenezco, ni he pertenecido nunca a ninguna de esas dos sociedades.
La primera, que se da a sí misma el nombre de Sociedad Constitucional o
Sociedad de Información Constitucional, o un título parecido, creo que lleva
existiendo siete u ocho años. La misión constitutiva de esta sociedad parece
ser de una naturaleza caritativa y, hasta el momento, loable. Fue establecida
con el propósito de procurar la circulación, a cargo de sus socios, de muchos
libros que muy pocos individuos harían el gasto de comprarlos y que de otro
modo se quedarían en manos de los libreros, con gran pérdida para un útil
número de hombres. Que esos libros, tan caritativamente puestos en
circulación, fueran o no fueran leídos con un espíritu igualmente caritativo, es
algo que está más allá de lo que sé. Posiblemente varios de ellos fueron
exportados a Francia y, como otros productos que no están aquí en demanda,
quizá encontraran allí un mercado con ustedes. He oído hablar mucho de las
luces que se sacan de los libros que se envían desde aquí. Qué mejoras han
experimentado esos libros al pasar de un país a otro (como se dice que
mejoran algunos licores al cruzar el mar), yo no lo podría decir; pero nunca he
oído a ningún hombre de normal capacidad de juicio o de un mínimo grado de
información, pronunciar una palabra elogiando la mayor parte de las
1
Revolución en Inglaterra que resultó en la deposición de Jacobo II y la ascensión al trono de Guillermo
III y María II (N.del T.)
publicaciones puestas en circulación por dicha Sociedad, ni han sido las
consecuencias de dichas publicaciones consideradas de gran importancia,
excepto por algunos de sus miembros.
La Asamblea Nacional de ustedes parece tener la misma opinión que yo acerca
de este pobre club de caridad. Como nación, ustedes han reservado todos sus
elocuentes reconocimientos para la Sociedad de la Revolución, a pesar de que
sus colegas de la Sociedad Constitucional tenían, en justicia, derecho a
compartirlos en cierta medida. Como ustedes han seleccionado a la Sociedad
Revolucionaria como la gran depositaria de sus agradecimientos y alabanzas,
espero que me excusen si hago del reciente comportamiento de la misma el
objeto de mis observaciones. La Asamblea Nacional de Francia ha dado
importancia a estos caballeros por el hecho de haberlos adoptado; y ellos
devuelven el favor actuando como un comité en Inglaterra para la diseminación
de los principios de la Asamblea Nacional. De ahora en adelante hemos de
considerarlos como una suerte de personas privilegiadas, como miembros
nada despreciables del cuerpo diplomático. Ésta es una de esas revoluciones
que han dado esplendor a la mediocridad, y distinción al mérito insignificante.
No recuerdo haber oído de este club hasta hace muy poco. Puedo afirmar con
toda seguridad que jamás ocupó mis pensamientos ni por un instante, ni los de
ninguna otra persona ajena a la asociación misma. `Tengo entendido; después
de haber investigado el asunto, que en el aniversario de la Revolución de
1688', los socios de un club de disidentes (no sé de qué denominación
religiosa) han tenido desde hace mucho tiempo la costumbre de escuchar un
sermón en una de sus iglesias, para después pasar el resto del día
alegremente, como hacen otros clubs, en la taberna. Pero no he oído nunca
que una medida pública o sistema político, ni, mucho menos, que los méritos
de la Constitución de una nación extranjera hayan sido objeto de un homenaje
especial en sus festivales, hasta que, para mi indecible sorpresa, me encontré
con un homenaje público así, expresado mediante un mensaje de felicitación
en el que se daba autorizada sanción a las actuaciones de la Asamblea
Nacional Francesa.
En los antiguos principios y en el funcionamiento del club, al menos en la forma
en que han sido públicamente declarados, no veo nada a lo que oponerme.
Considero muy probable que por algún motivo hayan entrado en él nuevos
miembros, y que algunos políticos verdaderamente cristianos, los cuales se
complacen en dispensar beneficios pero se cuidan mucho de esconder la mano
que distribuye la limosna, hayan hecho de ellos los instrumentos de sus píos
designios. Mas cualesquiera que sean mis razones para sospechar acerca de
cuestiones de administración interna, no hablaré aquí corno de cosa cierta
excepto de lo que es público.
Para empezar, sentiría que se pensase que directa o indirectamente tengo yo
algo que ver con sus actuaciones. Ciertamente, asumo mi parte completa, junto
con el resto del mundo, en la individual y privada capacidad de especular
acerca de lo que ha tenido o está teniendo lugar en la escena pública de
cualquier lugar de la Antigüedad o de la época moderna, ya sea la república de
Roma o la república de París. Pero al no tener una general misión apostólica, al
ser ciudadano de un Estado particular, y al estar limitado en grado considerable
por su voluntad pública, me parecería, cuando menos, impropio e irregular el
que yo iniciase una formal correspondencia pública con el Gobierno actual de
una nación extranjera, sin la autoridad expresa del Gobierno bajo el que vivo.
Aún más reacio me sentiría a mantener esa correspondencia, silo hiciera bajo
un título equívoco que a muchos, desconocedores de nuestros usos, pudiera
darles la apariencia de un acto realizado por personas en una posición de
responsabilidad pública, reconocidas por las leyes de este país y autorizadas a
expresar el sentir de una parte del mismo. No por simples cuestiones de forma,
sino por razón de la ambigüedad e incertidumbre de los títulos generales no
autorizados y del fraude que puede ser perpetrado acogiéndose a ellos, la
Cámara de los Comunes rechazaría hasta la más mínima petición sobre la
cosa más trivial, si se hiciera bajo el tipo de signatura al que ustedes han
abierto de par en par las puertas de su sala de recepción y han llevado
inmediatamente hasta su Asamblea Nacional, con igual pompa y ceremonia, y
con igual clamor de aplauso que si estuvieran siendo ustedes visitados por todo
el cuerpo oficial representativo de la entera nación inglesa. Si lo que esta
Sociedad hubiera juzgado oportuno enviar [a Francia] hubiera sido una pieza
argumentativa, poca importancia habría tenido saber de quién provenía. No
hubiera sido ni más ni menos convincente por provenir de un partido o de otro.
Pero lo que tenemos aquí es exclusivamente un voto y una declaración. Su
único fundamento es la autoridad, yen este caso la mera autoridad de
individuos, pocos de los cuales aparecen identificados. En mi opinión, sus
firmas deberían haber sido añadidas a su declaración. De este modo el mundo
habría tenido medios de saber cuántos son, quiénes son y de qué valor pueden
ser sus opiniones en razón de sus capacidades personales, sus conocimientos,
su experiencia, ó su liderazgo y autoridad en el Estado. A mí, que soy un
hombre ordinario, su actuación me parece un poco demasiado refinada y
demasiado ingeniosa; tiene un aire excesivo de estratagema política adoptada
para dar, bajo un nombre altisonante, importancia a las declaraciones públicas
de este club, las cuales, cuando fueron examinadas con detalle, no resultaron
ser tan merecedoras de ella. Se trata de una medida política que tiene un muy
marcado aspecto de fraude.
Me precio de amar una libertad viril, moral y regulada, en la misma medida en
que pueda hacerlo cualquier otro caballero de esta sociedad, sea quien sea. Y
quizá haya dado pruebas igualmente buenas de mi apoyo a esa causa en el
curso de toda mi actuación pública. Creo que envidio la libertad tan poco como
puedan hacerlo en cualquier otra nación. Pero no puedo alzarme y alabar o
censurar algo que se relaciona con las acciones humanas y las preocupaciones
humanas, mirando el objeto a simple vista, despojado de toda referencia,
aislado en toda la desnudez y soledad propias de las abstracciones
metafísicas. Son las circunstancias (que para algunos caballeros no cuentan
nada) las que en realidad dan a cada principio político su color distintivo y su
efecto particular. Las circunstancias son las que hacen que un sistema civil y
político sea beneficioso o pernicioso para la humanidad. Hablando en
abstracto, tanto la sujeción a un gobierno como la vida en un régimen de
libertad son buenas. Sin embargo, ¿podría, en mi sano juicio, haber yo
felicitado a Francia hace diez años por disfrutar de un gobierno (pues entonces
tenía gobierno), sin averiguar primero qué clase de gobierno era, o cómo era
administrado? ¿Y podría yo felicitar ahora a esa misma nación a cuenta de su
libertad? ¿Es porque la libertad en abstracto puede ser clasificada entre las
bendiciones de la humanidad, por lo que yo podría felicitar seriamente a un
loco que hubiera escapado del protector confinamiento y de la oscuridad de su
celda, por haber logrado recuperar el gozo de la luz y de la libertad? ¿Es que
debería yo felicitar a un asesino salteador de caminos que se ha escapado de
la cárcel, por el hecho de que ha recuperado sus derechos naturales? Tal
actuación sería recrear la escena de aquellos condenados a galeras y de su
heroico libertador, el metafísico caballero de la triste figura;.
Cuando veo en acción el espíritu de libertad, veo funcionando un principio
poderoso; y esto es todo lo que puedo saber de él por un lapso de tiempo.
Evidentemente, el gas natural, el anhídrido carbónico, se ha escapado; pero
nosotros deberíamos suspender nuestro juicio hasta que la primera
efervescencia se haya aplacado un poco, hasta que se disipe el licor y veamos
algo más profundo que la mera agitación de una superficie espumosa. Antes de
aventurarme a felicitar públicamente a los hombres por la bendición que han
recibido, debo estar razonablemente seguro de que de hecho han recibido una
bendición. La adulación corrompe a quien la recibe y a quien la da, y la lisonja
no hace mayor servicio al pueblo que a los reyes. Por lo tanto, debo suspender
mis palabras de enhorabuena por la nueva libertad de Francia, hasta ser
informado de cómo esa libertad ha sido hecha compatible con las normas de
gobierno, con las fuerzas de orden público, con la disciplina y obediencia a los
ejércitos, con la recaudación de un impuesto bien distribuido, con la moralidad
y la religión, con el derecho garantizado a la propiedad privada, con la paz y el
orden, con los buenos modales de convivencia civil y social. Todas estas cosas
son también buenas (a su manera), y sin ellas la libertad no es un beneficio
mientras dura, y no es probable que continúe por mucho tiempo. El efecto de la
libertad en los individuos es que éstos pueden hacer lo que quieren; pues bien,
hemos de ver primero qué es lo que quieren hacer, antes de arriesgarnos a
felicitarlos por algo que pronto pueda ser motivo de nuestras quejas. La
prudencia nos dictaría esto en el caso de individuos separados, aislados,
privados; pero la libertad, cuando los hombres actúan en grupo, es poder. La
gente considerada, antes de declararse, observará qué uso se hace del poder,
y particularmente cuando se trata de un nuevo poder en manos de nuevas
personas de cuyos principios, temperamentos y disposiciones tienen poca o
ninguna experiencia, yen situaciones en las que aquellos que parecen alborotar
más en el escenario, quizá no sean los que realmente manejan las riendas.
Sin embargo, todas estas consideraciones estaban por debajo de la
trascendental dignidad de la Sociedad de la Revolución. Mientras yo permanecí
en el país desde el que tuve el honor de escribirle a usted, sólo alcancé a
poseer una idea muy imperfecta de lo que la Sociedad hacía. Al llegar a la
ciudad hice que se me enviara un informe con sus actas, que había sido
publicado con su autorización y que contenía un sermón del Dr. Price, junto con
la carta del duque de Rochefoucault y del arzobispo de Aix, y varios otros
documentos anejos. La totalidad de esa publicación, con su manifiesto deseo
de conectar los asuntos de Francia con los de Inglaterra, arrastrándonos a
imitar la conducta de la Asamblea Nacional, me produjo un grado considerable
de incomodidad. El efecto de dicha conducta sobre el poder, crédito y
prosperidad y tranquilidad de Francia, se hizo más evidente cada día. El tipo de
Constitución propuesto para ser adoptado como futura fórmula política se hizo
más claro. Ahora estamos en condiciones de discernir, con exactitud tolerable,
la verdadera naturaleza del objeto que se nos ha presentado para que lo
imitemos. Si la prudencia de la reserva y el decoro exige que se guarde silencio
en algunas circunstancias, en otras una prudencia de más alto rango puede
justificar que expresemos en voz alta nuestros pensamientos. Los conatos de
desorden en Inglaterra son todavía bastante débiles. Pero hemos visto cómo,
entre ustedes, una infancia todavía más débil ha ido creciendo por momentos
hasta alcanzar una fuerza capaz de superar montañas y hacer la guerra hasta
con los mismos cielos. Cuando la casa de nuestro vecino arde en llamas, no
está de más hacer que las bombas de agua actúen un poco sobre la nuestra.
Es mejor que se nos ridiculice por ser demasiado aprensivos, que sufrir la ruina
como consecuencia de ser confiados en exceso.
Preocupado, sobre todo, por la paz de mi propio país, pero en modo alguno
despreocupado por la del de usted, es mi deseo comunicarle con más detalle lo
que en un principio sólo iba dirigido a procurarle satisfacción personal. Seguiré
observando los acontecimientos que están teniendo lugar entre ustedes, y
continuaré dirigiéndome a usted. Permitiéndome las libertades propias del
intercambio epistolar, le ruego me dé licencia para expresar mis pensamientos
y sentimientos tal y como se me van viniendo a la cabeza, prestando poca
atención al método formal.
He empezado hablando de las actuaciones de la Sociedad de la Revolución,
pero no me limitaré a ellas. ¿Cómo sería ello posible? Me parece a mí que
estamos ante una gran crisis, no solamente en lo que se refiere a los asuntos
de Francia, sino de toda Europa, y tal vez más que de Europa. Si se tienen en
cuenta todas las circunstancias, vemos que la Revolución Francesa es el
acontecimiento más asombroso que hasta ahora ha sucedido en el mundo. Las
cosas más extrañas son en muchos casos realizadas por los medios más
absurdos y ridículos, de la manera más ridícula y con los instrumentos más
despreciables. Todo parece estar fuera del curso natural en este extraño caos
de frivolidad, de ferocidad y de toda clase de crímenes revueltos con toda clase
de locuras. Cuando se observa esta monstruosa escena tragicómica, nos
asaltan necesariamente las pasiones más encontradas, y algunas veces se
mezclan en nuestra alma las unas con las otras: el desprecio con la
indignación, la risa con las lágrimas, la burla con el horror.
No puede negarse, sin embargo, que esta extraña escena es vista por algunos
desde una perspectiva totalmente diferente y que ha inspirado en ellos
sentimientos de exultación y de éxtasis. En lo que se ha hecho en Francia sólo
ven un firme y moderado ejercicio de la libertad, en general tan consistente con
la moral y la piedad, que no sólo lo hace merecedor del aplauso secular de
audaces políticos maquiavélicos, sino que lo convierte también en tema
adecuado para toda devota efusión de elocuencia sagrada.
En la mañana del pasado día cuatro de noviembre, el doctor Richard Pierce, un
eminente y singular predicador, predicó a los miembros de su club o sociedad
en la disidente sala de reuniones de la Vieja Judería un sermón sobremanera
extraordinario y variado, en el que hay algunos sentimientos morales y
religiosos, no mal expresados, mezclados con una especie de popurrí de
diversas opiniones y reflexiones políticas. Pero la Revolución en Francia es el
ingrediente principal en ese potaje.
Considero que la misiva transmitida a la Asamblea Nacional [Francesa] y por la
Sociedad de la Revolución mediante el conde de Stanhope, tuvo su origen en
los principios de dicho sermón y es un corolario de ellos. Fue presentada como
moción por el predicador de tal discurso. Fue aprobada por aquellos que aún
estaban enardecidos por los efectos del sermón, y lo fue sin la menor censura
o enmienda, ni explícita ni implícita. Sin embargo, si algunos de los caballeros
afectados desean separar el sermón de la resolución, sabrán cómo dar
reconocimiento a lo uno, negándoselo a lo otro. Ellos podrán hacerlo; yo no
puedo.
Por mi parte, yo considero ese sermón como la declaración pública de un
hombre que está muy relacionado con los caballeros literarios y los filósofos
intrigantes, con los teólogos políticos y los políticos teólogos, tanto en su país
como en el extranjero. Sé que ellos lo han puesto ahí como una especie de
oráculo, porque, con la mejor intención del mundo, este hombre filipiza y
entona su canto profético exactamente al unísono con sus designios.
Ese sermón está compuesto en un tono que creo que no ha sido oído en
ninguno de los púlpitos que son tolerados o fomentados en este reino desde el
año 1648, cuando un predecesor del Dr. Price, el reverendo Hugh Peters, hizo
resonar la bóveda de la capilla del rey en Saint James con el honor y privilegio
de los santos, los cuales, con «altas glorias de Dios en su boca, y una espada
de doble filo en sus manos, iban a dictar juicio sobre los gentiles y castigar al
pueblo; a sujetar a sus reyes con cadenas, y a sus nobles con grilletes de
hierro» 2. Pocas arengas desde el púlpito, excepto en los días de la Liga en
Francia 3 o en los días de nuestra Solemne Liga y Alianza en Inglaterra 4, han
participado menos del espíritu de moderación que este sermón en la Vieja
Judería. Aun suponiendo, sin embargo, que algo así como moderación fuese
apreciable en su sermón político, lo cierto es que la política y el púlpito son
términos poco compatibles entre sí. Ningún sonido debería oírse en la iglesia,
excepto la voz curativa de la caridad cristiana. La causa de la libertad civil y del
gobierno civil, así como la causa de la religión, tienen muy poco que ganar
como resultado de esta confusión de deberes. Quienes abandonan su propio
carácter para asumir otro que no les pertenece, desconocen, en general, tanto
el carácter que abandonan como el carácter que asumen. Absolutamente
ignorantes del mundo en el que tienen tantas ganas de participar, y faltos de
experiencia en todas las cuestiones sobre las que se pronuncian con tanta
confianza, nada poseen de la política, excepto las pasiones que ésta suscita.
2
Salmo 149
La Santa Liga Católica organizada por el duque de Guisa para suprimir a los hugonotes e impedir que
Enrique IV accediese al trono de Francia. (N. del T.)
4
Alianza entre Inglaterra y Escocia firmada en 1643. En recompensa por el apoyo de los escoceses en la
guerra contra Carlos I, el Parlamento inglés garantizó la seguridad de la Alianza Nacional Escocesa para
el mantenimiento de la religión presbiteriana. (N. del T.)
3
Ciertamente la iglesia es un lugar en el que una tregua de un día 5 debería
concederse a las disensiones y animosidades del género humano.
El estilo de púlpito, resucitado tras una larga época durante la que estuvo en
desuso, tuvo para mí un aire de novedad, de novedad no enteramente libre de
peligro. No digo que ese peligro exista con igual intensidad en todas las partes
del discurso 6. El consejo dado a un noble y reverendo teólogo laico a quien se
supone en un alto cargo en una de nuestras universidades, y a otros teólogos
laicos «de rango y letras», puede ser apropiado y oportuno, aunque en cierto
modo nuevo. Si los nobles buscadores no encontraran nada que pudiese
satisfacer sus pías aspiraciones dentro del marco básico de la iglesia nacional,
o en la rica variedad que se encuentra en los bien surtidos almacenes de las
congregaciones disidentes, el Dr. Price les aconseja afirmarse en su
inconformismo erigiendo cada uno de ellos una congregación separada,
basada en sus particulares principios.7 Es en cierto modo notable que este
reverendo teólogo esté tan dispuesto a erigir nuevas iglesias; y sea tan
indiferente respecto a la doctrina que pueda enseñarse en ellas. Su celo es de
un carácter curioso. No es un celo por la propagación de sus propias opiniones,
sino de todas las opiniones, cualesquiera que sean. No es un celo por la
propagación de la verdad, sino por la propagación de la controversia. Que los
nobles maestros disientan, no importa de quién ni de qué. Una vez que este
punto haya sido asegurado, se da por supuesto que su religión será racional y
viril. Dudo que la religión coseche todos los frutos que el calculador teólogo
estima que pueden derivarse de esta «gran compañía de grandes
predicadores». Sería ciertamente una valiosa adición de entidades sin valor
especial, que habrían de ser sumadas a la amplia colección de clases
conocidas, géneros 'y especies que en el presente adornan el hortus siccus
[seco huerto] de la disensión. Un sermón proveniente de un noble duque, o un
noble marqués, o un noble earl o intrépido barón, de seguro que aumentarían y
diversificarían los entretenimientos de esta villa, la cual empieza a estar
cansada de la serie uniforme de sus insípidas diversiones. Lo único que yo
estipularía es que estos nuevos MessJohns8 de manto y corona impusieran
algún tipo de límite a los democráticos e igualitarios principios que se espera
oír de sus titulados púlpitos. Me atrevo a decir que estos nuevos evangelistas
defraudarán las esperanzas que se han puesto en ellos. No alcanzarán a ser,
literal y figurativamente, teólogos polémicos, ni estarán dispuestos a disciplinar
a sus congregaciones hasta el extremo de que éstas puedan, como en
benditos tiempos pasados, predicar sus doctrinas a regimientos de dragones y
a cuerpos de infantería y artillería. Estos arreglos, por muy favorables que sean
a la causa de la libertad obligatoria, tanto civil como religiosa, puede que no
conduzcan igualmente a la tranquilidad nacional. Espero que estas pocas
5
El descanso reconciliador del domingo. (N. del T.)
Lo que sigue son referencias directas al sermón de Price, Discourse on the Loveof our Country, 4 de
noviembre, 1789. (N. del T.)
6
7
«Aquellos a quienes disguste el modo de culto prescrito por la autoridad pública,
deberían, si no encontrasen fuera de la iglesia ningún otro modo de culto que mereciese
su aprobación, establecer para sí un culto separado; y haciendo esto y dando ejemplo de
un culto racional y viril, los hombres de peso por su rango y sus letras, podrían hacer a
la sociedad cal mundo el mayor servicio.» P. 18. Sermón del Dr. Price.
8
Vieja expresión escocesa que significa «clérigo».
restricciones no se tomen como grandes excesos de intolerancia ni como muy
violentas manifestaciones de despotismo.
Mas podría yo decir de nuestro predicador aquello de «utinam nugis tota illa
dedisset tempora saevitiae» 910. No todo lo que se contiene en su bula
fulminadora es de tendencia inocua. Sus doctrinas afectan nuestra Constitución
en puntos vitales. En su sermón político dice a la Sociedad Revolucionaria que
Su Majestad «es casi el único rey legítimo del mundo porque es el único que
debe su corona a la elección del pueblo». En cuanto a los reyes del mundo, a
todos los cuales, excepto a uno, este sumo pontífice de los derechos humanos,
con fuerza y determinación aún mayores que las del poder destitutivo del Papa
en el fervor meridiano del siglo XII, los aniquila en una sentencia de prohibición
y anatema, y los denuncia copio usurpadores diseminados a todo lo largo y
todo lo ancho del globo. Y les insta a que admitan en sus territorios a estos
misioneros apostólicos para que les digan a sus súbditos que ellos no son sus
reyes legítimos. Eso es lo que ocupa a estos apóstoles. Lo que ha de
ocuparnos a nosotros, como cosa que posee un interés doméstico de
importancia, es considerar seriamente la solidez del único principio en virtud del
cual estos caballeros reconocen que un rey de Gran Bretaña puede tener
derecho a ser respetado.
Esta doctrina, cuando se aplica al príncipe que hoy se sienta en el trono
británico, o bien es una insensatez y, por lo tanto, no es ni verdadera ni falsa, o
afirma algo que carece del menor fundamento y que es peligroso, ilegal e
inconstitucional. Según este doctor espiritual de la política, si Su Majestad no
debe su Corona al hecho de haber sido elegido por su pueblo, no es un
monarca legítimo. Ahora bien, nada podría ser más falso que decir que la
Corona de este reino ha sido obtenida de este modo por Su Majestad. Por lo
tanto, si seguimos su regla, el rey de Gran Bretaña, el cual no debe en modo
alguno su alto puesto a elecciones populares de ningún tipo, no será en modo
alguno superior al resto de la banda de usurpadores que reinan, o, por mejor
decirlo, que roban por toda la faz de este mundo miserable sin tener ningún
derecho o título a que su pueblo les obedezca. La aplicación política que se
desprende de esta doctrina es de sobra evidente. Los propagadores de este
evangelio político actúan en la esperanza de que su principio abstracto (el
principio de que una elección popular es necesaria para la existencia legal de la
magistratura soberana) fuera pasado por alto mientras el rey de Gran Bretaña
no se viera afectado por él. Mientras tanto, quienes les escuchan en sus
congregaciones se irían habituando gradualmente a dicho principio, como si
fuera un principio admitido sin disputa. Para el tiempo presente sólo funcionaría
como mera teoría, preservada en la vinagreta de la elocuencia sermonil para
hacer uso de ella en el futuro. Condo et compono quae mox depromere possim
10. Mediante esta política, nuestro gobierno es tranquilizado porque se hace
una excepción a su favor; pero no debería tranquilizarse, pues se le está
privando de la seguridad que tiene en común con los demás gobiernos.
9
Cita parcial de Juvenal, Sátiras IV. 150151: «Ojalá hubiera dedicado a bromas y bagatelas todo el
tiempo empleado en hacer violencia».
10
Acumulo y arreglo las cosas a fin de poder sacarlas después.» Horacio, Epístolas I
Así van avanzando estos políticos, aprovechándose de que se presta poca
atención a sus doctrinas. Pero cuando se examina más de cerca el significado
de sus palabras y la directa tendencia de dichas doctrinas, entonces nos
damos cuenta de que están utilizando términos equívocos y construcciones
resbaladizas. Cuando dicen que el rey debe su Corona a la elección del pueblo
y es, por tanto, el único soberano legal del mundo, quizá nos aclararán que lo
que quieren decir no es más que algunos de los reyes que le precedieron
fueron llamados al trono por una suerte de elección, y que por lo tanto él debe
su corona a una elección popular. Y así, mediante este miserable subterfugio,
esperan que su proposición resulte aceptable por el procedimiento de
trivializarla. Bienvenidos sean al asilo que buscan por su ofensa, ya que se
refugian en su insensatez. Pues si admitimos su interpretación, ¿en qué difiere
su idea de elección de nuestra idea de sucesión hereditaria?
¿Y cómo el establecimiento de la corona en la dinastía Brunswick procedente
de Jacobo I pudo haber legitimado nuestra monarquía en mayor medida que en
ninguno de los países vecinos? Ciertamente, en uno u otro momento, todos los
individuos que iniciaron una dinastía fueron elegidos por quienes los llamaron a
gobernar. Hay fundamento suficiente para sostener la opinión de que todos los
reinos de Europa fueron, en un período remoto, resultado de una elección, con
mayores o menores limitaciones. Pero cuales quiera que hayan sido los
monarcas aquí o en cualquier otra parte hace miles de años, o cualquiera que
sea el modo en que se han originado las dinastías de Inglaterra o Francia, el
rey de Gran Bretaña es, en el día de hoy, rey conforme a una estricta línea de
sucesión acorde con las leyes de este país. Y mientras las condiciones legales
del pacto de soberanía sean por él cumplidas (tal y como de hecho lo son),
conservará la corona independientemente de lo que diga la Sociedad de la
Revolución, la cual no tiene voto alguno, ni individual ni colectivo, para elegir a
su rey, aunque no dudo que pronto se erigiría ella misma en colegio electoral,
si las cosas madurasen de modo favorable a sus deseos. Los herederos y
sucesores de Su Majestad, cada uno en su tiempo y lugar, accedieron a la
corona sin pensar para nada en la elección original en virtud de la cual Su
Majestad ha sido el sucesor en el trono que ahora ocupa.
Cualquiera que pueda ser el modo de lograr evadirse de dar una explicación al
grave error de hecho que consiste en suponer que Su Majestad (aunque posea
la corona de acuerdo con los deseos del pueblo) debe dicha corona a una
elección popular, no hay manera alguna de justificar la explícita declaración del
principio que afirma que el pueblo tiene derecho de elección, principio que [los
miembros de la Sociedad de la Revolución] siguen manteniendo, y al que se
adhieren con tenacidad. Todas las indirectas insinuaciones relativas a la
elección popular se resuelven en esta proposición y pueden ser referidas a ella.
Por temor a que el fundamento del exclusivo derecho legal del rey a la corona
fuese tomado como mera expresión rimbombante de adulación a la libertad,
nuestro político teólogo prosigue con la dogmática afirmación 11 de que, por los
principios de la Revolución, el pueblo de Inglaterra ha adquirido tres derechos
fundamentales, todos los cuales, según él, componen un sistema y se
armonizan en una breve sentencia, a saber: que hemos adquirido el derecho
11
Discourse on the Love of our Country, por el Dr.Price,p.34
1)
2)
3)
a elegir a nuestros gobernantes,
a destituirlos por su mala conducta,
a establecer un Gobierno por nosotros mismos.
Esta nueva, y hasta ahora jamás oída, declaración de derechos, aunque hecha
en nombre de todo el pueblo, pertenece exclusivamente a esos caballeros y a
su facción. El grueso del pueblo de Inglaterra no participa en ella y la rechaza
manifiestamente. Resistirá con sus vidas y fortunas toda aplicación práctica
que se haga de ella. Está abocado a hacerlo así en virtud de las leyes de su
país promulgadas en tiempos de esa misma Revolución a la que se apela en
favor de los falsos derechos reclamados por la Sociedad que abusa de su
nombre.
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