Seguimiento radical Xto

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XXIX SEMANA DE ESTUDIOS MONÁSTICOS
SALAMANCA, 29 AGOSTO – 6 SEPTIEMBRE DE 2003
EL SEGUIMIENTO RADICAL DE CRISTO
P. JOSEP M. SOLER OSB
ABADIA DE MONTSERRAT
1. Introducción
Palabras de presentación.
Por supuesto, esta no va a ser una exposición erudita, y menos
científica. Es más bien fruto de la experiencia. Mi agenda de abad de
Montserrat no me permite otra cosa. Por otra parte, mi trabajo como
maestro de novicios durante 16 años, mi responsabilidad de Visitador
Sublacense y ahora el servicio abacial que me fue encomendado, son un
lugar privilegiado para vivir y observar “desde la experiencia” la lucha de
cada monje por el seguimiento radical de Cristo. Compartir algo de esta
experiencia, espero que pueda ser interesante para ustedes.
Voy a tomar como punto de partida un texto del cardenal Martini: “La
mediocridad no da la felicidad” (en “A dónde va el cristianismo? El
ejercicio del Sábado Santo, II, 3). En esta sencilla frase creo que se
concentran tres elementos importantes de nuestra vida, que merece la pena
tener en cuenta:
1. La búsqueda de la felicidad es esencial también en nuestra vida de
monjes/as. “¿Quién es el hombre que quiere la vida y desea gozar
días felices?” (Ps 33, 13, citado por RB Prol. 15)
2. Por lo tanto hay que situar el tema de la radicalidad en el contexto
de la “vita beata” tal como es presentada en la Escritura. La
radicalidad no es un fin en si misma; no buscamos ser campeones
de nada.
3. Uno de los grandes peligros, por no decir el mayor, de nuestro
estilo de vida es la mediocridad. El “ir tirando”, esa especie de
amodorramiento espiritual y psicológico que mata la ilusión y la
audacia.
Si la felicidad no viene de la mediocridad, por supuesto viene menos
todavía de la infidelidad. Lo digo porque la tentación de la “transgresión”,
del “romper con todo” como camino hacia la felicidad, puede cruzarse en
nuestro camino.
Además de inspirarme en esta cita del cardenal Martín, me muevo
asimismo en la línea de la carta apostólica del papa Juan Pablo II “Novo
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Milenio Ineunte” (citada NMI), en la que se nos invita a partir nuevamente
de Cristo para progresar en el camino de la santidad y del amor. En otras
palabras, nos invita a un seguimiento radical de Cristo.
2. ¿Qué es lo que puede dar la felicidad?: la radicalidad
Vemos, pues, que el camino de la felicidad en nuestra vida monástica
debe estar marcado y animado por la radicalidad. Es como si dijéramos el
tono que debe marcar nuestra marcha, el distintivo de nuestro estilo de
andar (o casi mejor de correr) por este camino que nos devuelve a la
comunión con Dios.
Vamos a detenernos un momento en el contenido del término
“radicalidad”. Se trata de un concepto que encierra dos acepciones
distintas, aunque complementarias.
a. Espontáneamente la palabra “radicalidad” nos hace pensar en
lo que podríamos llamar una actuación radicalizada, es decir
un estilo de vida marcado por los extremos: fuertes ayunos,
pobreza extrema, soledad total...
b. Ahondando en la etimología de este término llegamos a la
palabra “raíz”. Así, pues, vivir radicalmente será sinónimo de
“vivir desde la raíz”, es decir de identificar claramente qué es
aquello que nos sostiene y nos da vida, de localizar nuestra
verdadera raíz para reforzar la unión con ella. Evidentemente,
esto nos remite al Evangelio y más concretamente a Cristo.
Así, pues, el seguimiento radical de Cristo puede comprenderse también
como la labor de retorno a la fuente o a la raíz de nuestra vida cristiana. Se
trata, una y otra vez, de redescubrir la persona viva y verdadera de Cristo,
muerto y resucitado por nosotros; de redescubrir la vinculación íntima que
hay entre El y nosotros. Se trata de sentir de nuevo su amor creador y
salvador por el cosmos y por cada uno de los hombres y mujeres.
Para utilizar una cita de la Regla de San Benito, podríamos decir que el
seguimiento radical de Cristo no significa otra cosa que poner el práctica
los instrumentos de las buenas obras tal como aparecen en el capítulo
cuarto, y más concretamente el que dice así: “No anteponer nada al amor
de Cristo” (RB 4, 21).
Nótese que, al referirse al “amor de Cristo” nos encontramos ante un
genitivo que tiene un doble significado. En primer lugar, se trata del amor
que Cristo nos tiene, ese amor con el que nos ama profundamente desde el
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seno de la Santa Trinidad, y que nos da vida y aliento. En segundo lugar, se
refiere también a nuestro amor a Cristo.
“No anteponer nada al amor de Cristo” querrá decir, pues, dejarnos
amar infinitamente por El. Dejar que su amor inunde nuestra vida y llegue
hasta los rincones más escondidos de nuestro ser, para que lo transforme y
lo divinice. Que nada sea más importante ni más grande que el amor con el
que El nos ama.
Y, como consecuencia, hacer de nuestro amor hacia El la exigencia
primera y más fundamental de nuestra vida monástica. Un amor que se
expresa de distintas maneras, desde el interés y la participación en el oficio
divino hasta la vida de comunidad y los gestos más delicados de caridad
fraterna.
3. El ritual básico de la Profesión (RITUALE ROMANUM. Ordo
Professionis Religiosae. Editio Typica, 1970, n. 57)
Esta realidad que configura nuestra vida monástica está expresada
perfectamente en la liturgia de la profesión. Les propongo, pues, continuar
con nuestra reflexión a partir del ritual básico de la Profesión religiosa, tal
como fue publicado en su edición típica en 1970, y que ha servido para
elaborar los rituales de las distintas órdenes y familias religiosas.
No hay que olvidar que el contenido de las celebraciones de la Iglesia,
lo que rezamos, la “lex orandi”, da los criterios para formular la fe de la
Iglesia, su “lex credendi”, y determina cómo debe ser la vida de la Iglesia y
de los fieles, la “lex vivendi”.
Los dos aspectos del amor de Cristo a los que acabo de referirme creo
que quedan bien reflejados en el interrogatorio del ritual básico de la
Profesión. Dicho interrogatorio, que nos da la clave para comprender el
sentido de la radicalidad en el seguimiento, los concreta así:
a. parte de la consagración bautismal, por la cual hemos muerto
al pecado, y pregunta por el deseo de una consagración más
íntima a Dios. Es decir, partimos –como hemos dicho antes–
del amor de Cristo hacia nosotros, de la salvación que hemos
recibido de Dios por medio de los sacramentos de la iniciación
cristiana. Nuestra vida, nuestra consagración a Dios no es otra
cosa que una respuesta de amor a la iniciativa libre y gratuita
de quien es Amor, así en mayúscula.
b. sigue con los elementos característicos de la vida religiosa y
monástica, siempre “Dei adiuvante gratia”, es decir con la
ayuda de la gracia de Dios:
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1) Castidad perfecta. Vivida con radicalidad, es decir
desde la raíz. Esto significa implicar de lleno nuestra
afectividad, nuestro corazón, como fuente de nuestros
actos, de nuestros deseos, de nuestros pensamientos...
2) Obediencia como la de Cristo y María
3) Pobreza
Castidad, pobreza y obediencia tienen como punto de
referencia a Cristo. Deben enraizarse en la participación
con su Espíritu para que tengan consistencia en nuestra
vida y lleguen a “afectarnos” realmente. En este sentido
Cristo no sólo es “ejemplo” para nosotros, sinó algo
mucho más importante: El es el origen de nuestra vida
cristiana, de nuestra vocación, que se resume en un
proceso de “cristificación”. En cambio María sí que es
ejemplo, en la medida en la que como “primera cristiana”
ha llevado a cabo de un modo perfecto, por la acción del
Espíritu Santo, la cristificación de su persona entera.
4) Progresar con constancia y firmeza “hacia la caridad
perfecta para con Dios y los hermanos”, de acuerdo
con el Evangelio interiorizado, sintetizado en las
Bienaventuranzas y en el Mandamiento nuevo, y
“guardando la propia Regla”.
Un aspecto interesante aquí de la radicalidad es la
“constancia y la firmeza”. A veces se atribuye fácilmente
a los jóvenes el llevar la antorcha de la radicalidad, y se
achaca a los mayores el hecho de ceder a la mediocridad.
Puede ser así, es cierto. Pero también ocurre que a los
jóvenes les cuesta ser constantes y mantenerse firmes en
sus decisiones. Pueden “comprometerse” durante un
tiempo, más o menos largo, con una ONG o con un
proyecto solidario, o encerrarse unos días en un
monasterio para vivir una “experiencia” nueva y
atractiva. Pero creo que esto queda todavía bastante lejos
de la radicalidad que implica dar “la vida entera” por
Dios y por los demás en un lugar y con un proyecto
concretos. En el camino monástico –y en otros– hay que
procurar que los entusiasmos de un momento se
conviertan en convicciones y en compromisos de una
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vida. Es decir, en estabilidad. Contando siempre –claro
está– con el papel primordial de la gracia de Dios.
5) Dedicación total a Dios “en la soledad y el silencio, la
oración asidua, la penitencia gozosa, el trabajo
humilde y las buenas obras”
Traduzco por “dedicación total a Dios” la expresión
clásica: “soli Deo vacare”. Parece como si en los
monasterios se hubiera descubierto hace ya siglos esto
que hoy se denomina la “sociedad del ocio”. Nuestra
consagración “radical” a Dios nos lleva a “soli Deo
vacare”, lo cual no significa precisamente a dedicar
nuestras “vacaciones” sólo a Dios, sinó a darnos a Dios
libremente, sin constricciones ni cortapisas. Como cuando
en vacaciones utilizamos el tiempo libre sin ociosidad
pero sin urgencias. Fijémonos en los elementos
característicos de esta dedicación total a Dios: el silencio,
la soledad, la oración asidua, la penitencia gozosa, el
trabajo humilde y las buenas obras. Algo que afecta a
todo nuestro ser: desde el corazón, el pensamiento, los
deseos, las pulsiones... hasta nuestro quehacer diario. Así
pues, el dominio del pensamiento, o de los pensamientos,
y por consiguiente también de la lengua (ese musculito
que puede hacer estragos entre las comunidades), se nos
presenta no como el objetivo de un trabajo de
autosuperación personal, meramente ascético, sinó como
el resultado de vivir constantemente en la presencia de
Dios (RB 7, 13 primer grado de la humildad).
6) Por supuesto este programa de vida se nos antoja
inalcanzable para nuestras reducidas fuerzas. Pero lo
que es imposible a la flaqueza humana no lo es con la
ayuda de Dios y el don del Espíritu. Ahí están las
letanías de los santos y la oración consecratoria (id. n.
62 y 67) para recordarlo y hacerlo presente
sacramentalmente. Ya antes, al final del interrogatorio
(n. 59) se concluye con una frase de rico significado
espiritual y teológico: “Que Dios, que comenzó en
vosotros esta buena obra, El mismo la lleve a término
el día de Jesucristo”.
Recordemos, una vez más, los fundamentos de la teología
de la gracia. Todo depende de Dios, incluso el deseo de
hacer el bien, y no digamos la posibilidad de cumplirlo
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hasta el final (cf. Colecta de Laudes del lunes Iª semana).
Pero para que Dios nos dé la gracia debe encontrar una
disponibilidad en nosotros.
4) Traducir la radicalidad a tres niveles
Llegados a este punto, propongo completar otro círculo de esta
reflexión, viendo cómo aplicar la exigencia de radicalidad a tres niveles
complementarios de nuestra vida.
- En primer lugar consideremos lo que podríamos llamar la
vida “mística” en el sentido que da Rahner a esta expresión: de
relación / experiencia de Dios. El decía que en nuestros
tiempos, los cristianos seremos místicos o dejaremos de ser
cristianos, porque sociológicamente no encontraremos mucho
apoyo. Lo mismo se puede decir de los monjes. O nos
sostenemos a partir de nuestra vivencia interior o nos
diluiremos. Por otra parte, esta vivencia mística nos ayuda a
sanar muchas heridas y a abrir muchos horizontes. No
deberíamos tener miedo a ser tachados de “espiritualistas” por
el hecho de insistir en la primacía de la relación personal con
Dios en nuestra vida consagrada. Es prioritario que tengamos
una experiencia personal de Dios; lo cual resulta a menudo
algo bastante duro y exigente. Basta leer atentamente los
relatos de vocación de los profetas o las vidas de los santos. Y,
sin embargo, de esta experiencia de Dios es de lo que están
más hambrientos nuestros contemporáneos. Es uno de los
elementos que pueden hacernos significativos ante los que
entren en contacto con nosotros. Y por otra parte, como ya he
dicho anteriormente, en esta comunión con el Dios Uno y
Trino, revelado por Jesucristo, está la raíz de nuestra vida
consagrada.
- Si esta experiencia de Dios es auténtica, nos abrirá
inmediatamente a la vida fraterna. La vida trinitaria es
relación, comunión, donación, apertura al Otro, y si estamos
dispuestos a participar de esa vida divina, nos sentiremos
empujados a intensificar mucho más nuestra vida fraterna. No
hace falta que les diga que esto exige “sangre, sudor y
lágrimas”, porque no es el resultado espontáneo de la simple
convivencia (no somos ángeles, sinó seres humanos heridos
por el pecado original) sinó el fruto de la configuración con
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Cristo, que “se humilló, obedeciendo hasta la muerte y muerte
en cruz” (Fl 2,8).
Hay que conectar la vivencia del amor fraterno a la realidad de
cada día, yendo más allá de las propias obligaciones, dándose
gratuitamente en el servicio abnegado a la comunidad y a cada
hermano o hermana, dispensando un trato afable a todos.
Es otro elemento que puede hacernos significativos a los ojos
de muchos. En cambio, si falta, fácilmente se capta desde el
exterior, lo cual es un contratestimonio, además de no facilitar la
integración de postulantes y novicios.
- Hay, finalmente, un tercer nivel que es el de la apertura a los
demás, en el sentido de aquellos que fácilmente pueden quedar
fuera de nuestro círculo inmediato de relaciones. Me refiero a:
1) A las situaciones de pobreza (que toma tantas formas),
de marginación, etc... Se pueden poner varios ejemplos
concretos.
2) A los que están en búsqueda: a nivel de fe, de oración,
y que a menudo frecuentan nuestros monasterios y
acuden a nuestras comunidades en busca de algo
“auténtico”. No buscan “superhombres” o “supermujeres”
en el sentido de “seres perfectos”; buscan simplemente
hombres y mujeres que sean sinceros y “radicales” en su
vida. En el fondo necesitan que les hablen más de Dios
que de nosotros o de nuestras obras o de nuestras
comunidades. Que les inicien en la experiencia de
relación con un Dios vivo y verdadero, personal y
comprometido con la humanidad.
3) Al diálogo ecuménico e interreligioso. Nuestro papel
en el diálogo ecuménico puede ser muy beneficioso
porque nuestra vocación y nuestro carisma están
enraizados en la Iglesia indivisa. En cuanto al diálogo
interreligioso, la vida monástica responde a anhelos
profundamente inscritos en el corazón humano, y por lo
tanto comunes a distintas religiones y culturas. Hay ahí
todo un trabajo a realizar en el sentido de identificar los
elementos culturales comunes, así como los
específicamente cristianos, para no caer en sincretismos
estériles.
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5) Conclusión
Con nuestra radicalidad, es decir nuestra vida desde la raíz que es
Cristo, podemos ser signo atrayente para los hombres y mujeres de nuestro
tiempo. Porque no vamos a ser más atractivos mediante la adopción de las
formas y estilos de la sociedad, sinó por contraste, como decía Pablo VI a
los Abades en Montecassino, en octubre de 1964. A esto nos invita,
también, la NMI mediante la llamada a la santidad. De este modo
podríamos decir que el seguimiento radical de Cristo en nuestra vida es
sinónimo de la vocación a la santidad recibida ya en el bautismo.
Hoy día se habla poco de la santidad, quizás por miedo a
desviaciones misticoides o por temor a que nos desarraigue del
compromiso concreto. Y sin embargo es un tema fundamental en la
constitución sobre la Iglesia Lumen Gentium concilio Vaticano II, que le
dedica un capítulo entero (el quinto). Este tema lo ha vuelto a proponer el
papa Juan Pablo II a todos los miembros de la Iglesia en su carta apostólica
NMI, como fundamento de la renovación de las personas y de las
instituciones eclesiales y como medio eficaz para dar testimonio de Cristo
al comienzo del nuevo siglo. De hecho, la consecuencia del bautismo es
una vida santa, porque supone el “ingreso en la santidad de Dios mediante
la inserción en Cristo y la inhabitación de su Espíritu” (NMI 31). Ya hemos
visto que algo parecido se puede afirmar de la profesión monástica, a la luz
del interrogatorio que propone el ritual.
La llamada a la santidad tiene su origen en la Palabra de Dios. Dios
quiere que seáis santos, afirma la primera carta a los Tesalonicenses (4, 3);
Dios nos eligió en él antes de crear el mundo, para que fuéramos santos,
como está escrito en la carta a los Efesios (1, 4); y todavía, para citar un
tercer texto, recuerdo la primera carta de san Pedro (1, 15-16): igual que es
santo el que os llamó, sed también vosotros santos en toda vuestra
conducta, porque la Escritura dice: ‘Seréis santos, porque yo soy santo’
(Lv 19,1).
En último término, todos estos textos repiten las palabras de Jesús en
el sermón de la montaña: Sed perfectos como lo es vuestro Padre del cielo
(Mt 5, 48). En realidad, tan sólo hay una manera auténtica de ser cristiano y
de ser monje, que consiste en procurar poner en práctica estas palabras. Por
esto, “preguntar al catecúmeno ‘¿quieres recibir el Bautismo?’ significa al
mismo tiempo preguntarle: ‘¿quieres ser santo?’( NMI, 31) porque el
Bautismo lo configurará radicalmente con Jesucristo. Nadie puede decir,
entonces: yo no tengo madera de santo. La tenemos todos porque Dios nos
la ha dado, sólo que cada cual puede llegar a serlo, por gracia de Dios,
siguiendo su propio camino, de acuerdo con su situación personal, su
psicología, su forma de ser, sus circunstancias concretas.
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Cuando san Benito, en el capítulo 60 de la Regla, pregunta al monje
“Amigo, ¿a qué has venido?, podemos responder así: a avanzar por el
camino de la santidad. O, con otras palabras: a complacer a Dios
reproduciendo en mí la imagen de Jesucristo. Comprendemos mejor la
importancia de nuestra vocación a la santidad, a dejarnos trabajar y llevar
por el Espíritu, que en último término es lo mismo, a partir de lo que
Jesucristo ha hecho precisamente para que fuéramos santos: Cristo amó a
la Iglesia, dice la carta a los Efesios, y se entregó por ella: quiso así
santificarla (...) para prepararse una Iglesia radiante, sin mancha ni
arruga ni nada parecido, una Iglesia santa e inmaculada (5, 25-26).
Precisamente, el tipo de esta Iglesia es la Virgen María, que participa de
lleno de la resurrección de su Hijo. Lo hemos visto también siguiendo el
interrogatorio del ritual.
El deseo de ser santo –o de vivir la filiación divina, o de disponerse a
que el Espíritu trabaje en cada uno– es compatible con la experiencia de la
propia debilidad y del propio pecado, y por eso esta experiencia no nos
debe desanimar. Lo único incompatible con la santidad, como hemos
venido diciendo, sería la indiferencia y el “ir tirando” sumidos en la
mediocridad.
Y, ¿qué debemos hacer para avanzar por este camino de la santidad?
Ya lo hemos dicho: hay que traducir la radicalidad a tres niveles: el de la
vida mística, el de la vida fraterna y el de la apertura a los demás. Para ello
hay que intensificar los tres elementos siguientes:
1) Lo que los Padres llaman “guardar los mandamientos”, en el sentido
amplio de la expresión, es decir acoger de corazón y poner en
práctica no sólo el decálogo sinó también las enseñanzas de Jesús.
Hacer que el sermón de la montaña, en una palabra, se convierta en
el programa de nuestra vida. Esta es la forma de corresponder a la
alianza que Dios ha hecho con nosotros, por amor, desde el bautismo
y que ha renovado en la profesión. El camino consiste en utilizar “los
instrumentos de las buenas obras” (RB 4), como consecuencia de
haber acogido la Palabra que escuchamos en la celebración litúrgica
y que recibimos en la lectio divina.
2) Junto a esto, inseparablemente unida está la humildad, el saberse
pobre. Ser consciente de las propias debilidades, de la propia
incongruencia y confiar en Dios. La humildad, vivida radicalmente,
lleva a contentarse con poco, a no ser exigente, a saberse quedar el
último, siempre con el gozo espiritual en el fondo de uno mismo. La
humildad hace que no juzguemos a nadie, conscientes como somos
de nuestro pecado y de que no hemos penetrado en el secreto del
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corazón de nuestros hermanos para conocer el grado de su donación
a Dios.
3) Para vivir así hace falta, y con esto termino, lo que san Benito y los
demás Padres del monacato llaman la “guarda del corazón” o el
“control de los pensamientos”; es decir de nuestro mundo interior y
de las pulsiones que experimentamos. Se trata de ir unificando, con
constancia y firmeza –como dice el interrogatorio del ritual–, con
abnegación y buen humor, las voces, las atracciones, los afectos que
hay en nuestro interior. Al mismo tiempo, se trata de evitar la
dispersión y la divagación, tanto de la mente como de sus
traducciones en la vida concreta. Este proceso lleva a una
maduración afectiva, a progresar en el silencio y en la paz interiores
y nos conduce a vivir la bienaventuranza de los limpios de corazón,
que verán a Dios (cf. Mt 5,8).
El seguimiento radical de Cristo no es un camino fácil, ni corto (por
lo menos para la mayoría de los mortales). Sin embargo, contando con la
ayuda del Espíritu Santo, es verdaderamente un camino de humanización,
de conocimiento de Dios y de si mismo, de iluminación y de gozo. Estamos
llamados a vivirlo con esperanza y con alegría, con el anhelo profundo de
llegar un día a la comunión plena con el Señor, que nos ha llamado a la
vida y a la vida en plenitud.
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XXIX SEMANA DE ESTUDIOS MONÁSTICOS
SALAMANCA, 29 AGOSTO – 6 SEPTIEMBRE DE 2003
P. JOSEP M. SOLER OSB
MONTSERRAT
EL SEGUIMIENTO RADICAL DE CRISTO
2. Introducción
No una exposición erudita, y menos científica. Es más bien fruto de la experiencia
Parto de un texto del cardenal Martini: “La mediocridad no da la felicidad” (en “A
dónde va el cristianismo? El ejercicio del Sábado Santo, II, 3)
Evidentemente, la da menos todavía la infidelidad
Me muevo en la línea de la carta apostólica “Novo Milenio Ineunte”
3. ¿Qué es lo que puede dar la felicidad?: la radicalidad
El concepto de radicalidad: dos acepciones
- actuación radicalizada = estilo extremo: fuertes ayunos, pobreza extrema,
soledad total...
- vivir desde la raíz = Evangelio de Cristo
Ideal: No anteponer nada al amor de Cristo (RB 4, 21)
4. El ritual básico de la Profesión (RITUALE ROMANUM. Ordo Professionis
Religiosae. Editio Typica, 1970, n. 57)
El Ritual básico de la Profesión lo concreta así en el interrogatorio:
- parte de la consagración bautismal = muerte al pecado, consagración más
íntima a Dios
- Sigue con los elementos característicos de la vida religiosa y monástica
1) Castidad perfecta (desde la raíz = afectividad, corazón)
2) Obediencia
como las de Cristo y María
3) Pobreza
4) Progresar con constancia y firmeza “hacia la caridad perfecta
para con Dios y los hermanos, de acuerdo con el Evangelio
interiorizado, sintetizado en las Bienaventuranzas y en el
Mandamiento nuevo
5) Dedicación total a Dios “en la soledad y el silencio, la oración
asidua, la penitencia gozosa, el trabajo humilde y las buenas obras”
6) Lo que es imposible a la flaqueza humana no lo es con la ayuda
de Dios y el don del Espíritu = letanías de los santos y oración
consecratoria (id. n. 62 y 67)
5. Traducir la radicalidad a tres niveles
- En la vida “mística” en el sentido que da Rahner a esta expresión, de
relación / experiencia de Dios. Hay que profundizarlo: ayuda a sanar
muchas heridas y a abrir muchos horizontes
- En la vida fraterna: hay que intensificarla mucho más
- En la apertura a los demás
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1) A las situaciones de pobreza (que toma tantas formas), de
marginación, etc... Algunos ejemplos concretos
2) A los que están en búsqueda: a nivel de fe, de oración
3) Al diálogo ecuménico e intereligioso
6. Conclusión
- Con nuestra radicalidad (nuestra vida desde la raíz: Cristo) podemos ser
signo atrayente. Porque no atraeremos a través de la adaptación de las
formas y estilos de la sociedad, sinó por contraste, como decía Pablo VI
a los Abades en Montecassino, en octubre de 1964. A esto nos invita la
Novo Milenio Ineunte
¿Qué aspecto de la radicalidad crees que deberíamos primar para ser signos del Reino?
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