Comunin fraterna en el pluralismo

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XXX SEMANA DE ESTUDIOS MONÁSTICOS
“Comunión fraterna en el pluralismo,
testimonio para una sociedad dividida”
Queridos participantes de la XXX Semana de Estudios Monásticos. Hace seis años
me encontraba entre vosotros en la Semana XXVII celebrada en el monasterio del Valle de
los Caídos. Entonces me tocó exponer el tema de “La integración de los jóvenes en la
realidad actual de las comunidades”. Después de seis años, los jóvenes o se han
integrado o se han marchado, pero la realidad de nuestras comunidades no ha mejorado,
sino que ha empeorado por la falta de vocaciones, por la falta de estos jóvenes que
buscan pero que no encuentran lo que les llena. Quizás me preguntéis qué es lo que
buscan. Os puedo decir que buscan comunidades vivas, que respondan a sus
inquietudes, lugares donde se sientan acogidos y comprendidos, donde puedan
desarrollarse como personas, comunidades abiertas y atentas a nuestro mundo actual, un
mundo dividido, complejo, desestructurado, que evoluciona a un ritmo vertiginoso. Un
mundo en búsqueda y con un gran deseo de paz.
En esta treintena Semana Monástica me han pedido que os hable de la comunión
fraterna y el pluralismo, demostrando que desde estas dimensiones podemos ser
testimonios del Evangelio en un mundo dividido. Intentaré exponeros, siempre partiendo
de mi propia experiencia y vivencia personal, lo que pienso de este tema tan importante.
1. Comunión y pluralismo: retos comunitarios urgentes.
• La comunión como fuente de vida comunitaria
Creo que la comunión y el pluralismo son dos retos muy importantes que tenemos
en nuestra vida monástica. Dos retos que, en la práctica, son muy difíciles de llevar a cabo
debido a la larga historia de nuestras estructuras y a las maneras de entender el rol que
desempeñan los monjes y las monjas. Sobre todo las monjas. El “ora et labora”
benedictino ha tenido diferente connotación para los monjes que para las monjas. Quizás
el “ora” sea más semejante para ambos, pero en lo que se refiere al “labora” sí que
encontramos más diferencias. A la mujer, a la monja, se le ha asignado el papel de apoyo
espiritual, de vida escondida, de trabajo callado y silencioso. Y todo dentro de una
clausura que, a mi parecer, le falta contenido y sentido. Una clausura instaurada por los
hombres para que la observemos y guardemos las mujeres. Y hoy día este concepto del
mundo femenino es insostenible. Igual que en la sociedad civil, también en la vida
monástica las mujeres tenemos algo que decir y aportar en el seno de la Iglesia y de
nuestro mundo. Es evidente que para realizar este papel necesitamos una formación
teológica y humana seria, saliendo de nuestras cerrazones. Hemos de demostrar que
somos personas adultas y responsables. Pienso que ya comienza a ser hora de que entre
monjes y monjas no haya tanta diferencia en el tema de la clausura y sobre todo en lo que
se refiere a la formación humana e intelectual.
1
Nuestras comunidades han entendido y vivido la comunión fraterna partiendo de la
uniformidad y de la sumisión a la autoridad, concepto que hoy también está fuera de
contexto dentro de nuestra sociedad y mentalidad democrática. La uniformidad de la
vida de antes es, hoy día, impensable, y no sólo para las nuevas generaciones, sino para
nosotros mismos. Este modelo rígido y uniforme, basado en la regularidad, se ha roto y su
fruto no ha sido otro sino el individualismo dentro de las comunidades donde “la
afirmación absoluta de cada individuo como centro de la galaxia, conduce a la existencia
de infinidad de galaxias y no de un sistema solar”1. Necesitamos un nuevo modelo de vida
comunitaria que esté de acuerdo con el valor de cada persona, con los valores
emergentes femeninos, con su singularidad, y sobre todo más coherente con el mensaje
de Jesús: “He venido para que tengan vida y la tengan en abundancia”2. Tan solo si
vivimos desde la humildad bien entendida, que es la propia verdad de cada uno, desde
la aceptación de lo que somos, con nuestras cualidades y valores, con nuestros límites y
miserias, seremos capaces de vivir con “los mismos sentimientos de Cristo”, seremos
capaces de negarnos a nosotros mismos para hacer una comunidad centrada en el amor
sin perder la propia identidad, ya que todo nuestro obrar estará marcado por la libertad
interior, por la fuerza que nos otorga el vivir en plenitud el potencial que Dios nos ha
dado y que nos hace seres únicos pero también capaces de vivir este sacramento de la
comunión como un don y un regalo de su mismo amor.
Hoy día, más que nunca, el nuevo modelo de vida monástica que hemos de vivir ha
de fundamentarse en la comunión y el diálogo, en el respeto y la tolerancia, dentro de la
diversidad de cada persona. Esta es la fuente de vida de las comunidades. Hemos de
saber convivir, apoyarnos mutuamente, para poder dialogar a pesar de que pensemos de
diferente manera. Este ha de ser el gran signo a hacer visible en nuestro mundo
intolerante, violento, excluyente, disgregador, donde crecen los fundamentalismos que
cierran las puertas al diálogo y a la convivencia pacífica. Esas teorías han engendrado el
terrorismo y las guerras como la que hemos vivido recientemente en Irak. Nosotros, como
monjes y monjas, hemos de hacer todo lo posible por trabajar en bien de la comunión
de las personas, entre las diferentes culturas y religiones. Y esto hoy nos es un reto y una
dimensión esencial en nuestra vocación a la comunión.
La comunión fraterna es espacio teologal y espacio humano, o mejor dicho, el
espacio humano es también teologal y viceversa; no son dos espacios diferentes. Si no
existe el espacio humano no podrá existir el teologal. De ahí que el desafío para nuestros
monasterios sea crear espacios humanos y humanizadores. Y muchas de nuestras
comunidades están lejos de este ideal. Parece que más bien nos conformemos con una
coexistencia lo más pacífica posible, intentando hacernos la vida agradable mutuamente.
Pero esta manera de vivir de forma paralela los unos con los otros no es imagen de la
Trinidad ni revela la presencia del Resucitado en medio nuestro. Vivir desde Cristo lleva a
la unidad, no a la yuxtaposición. Existe espacio humano cuando se vive la comunión
humana que incluye y abarca todas las dimensiones de nuestra persona: cuerpo, mente y
corazón. Y esto lo encontramos cuando nuestras relaciones son cercanas y cuando
sabemos demostrar con ternura, afecto y empatía nuestro amor. Cuando sabemos pasar y
perder el tiempo juntos, cuando tenemos la capacidad de involucrarnos con los otros y
1 Luis Casalá
2 Jn 10, 10
2
cuando llegamos a comunicarnos sin máscaras. El P. Luis Casalá dice que “ el renacimiento
en este milenio de la vida religiosa –y podemos decir perfectamente también de la vida
monástica – (en muchos lugares incluso de sus propias cenizas), estará relacionado con la
capacidad que tengamos para engendrar hombres y mujeres apasionados por la
comunión y por la posibilidad de formar y desarrollar comunidades que, por ser espacios
humanos y humanizadores, sean espacios teologales que ofrezcan al mundo la “vida en
abundancia” que está anhelando”.
• El pluralismo como fuente de dinamismo
La pluralidad y el hecho de que cada persona sea diferente, es un tema que más
bien espanta en nuestras comunidades, marcadas, como he dicho antes, por la
uniformidad vivida como un valor, por la voluntad de no sobresalir, por una falsa humildad
y el miedo al orgullo y la vanagloria. Lo que muchas veces se ha hecho ha sido cortar las
alas en lugar de hacer personas libres y responsables y esto, si no hay una sólida madurez
humana, no crea sino personas neuróticas. Y esta realidad la hemos sufrido mucho las
monjas, más que los monjes. Así, teniendo todos la misma tesitura, la misma medida, la
misma manera de pensar, de hacer, de relacionarnos, sin que nadie sobresaliera, teníamos
asegurada una paz superficial, y la fuerza de la autoridad se convertía en indiscutible,
totalitaria y piramidal. Si este sistema o manera de vivir fue válido en una determinada
época y llevó a muchos hombres y mujeres a Dios, hoy día no dudo en que no puede
permanecer en pie. San Benito, en el segundo capítulo de la Regla, cuando nos dice
cómo debe ser el abad, ya tiene en cuenta la debilidad de las personas y sus diferencias:
“Tenga presente qué ardua y difícil es su misión de gobernar almas y acomodarse genios
tan diferentes: porque a unos los ha de tratar con halagos, a otros con reprensiones, a
otros con consejos, acomodándose al genio y capacidad de cada uno”. Por tanto, hablar
de pluralismo implica hablar de la persona como individuo concreto, teniendo en cuenta
su singularidad. Se trata de poner el acento en lo que cada uno tiene de único y personal,
y cada persona es única y un misterio.
Es evidente que no podemos entrar en relación con los demás si no aprendemos a
ser realmente nosotros mismos, si no tenemos una verdadera identidad propia. La vida
monástica nos ayuda a conocernos a nosotros mismos, nuestra más profunda identidad,
nos ayuda a la integración total de la persona. Por otra parte, el sentido principal de la
palabra “monje” no es el que vive solo, aislado, sino el que sólo tiene una finalidad, un
deseo, un amor en su vida. Cuanto más unificada sea y viva una persona, más podrá entrar
en relación con Dios y en relación con los demás, sean las que sean sus ideas y
convicciones. Esta profundidad de vida nos puede abrir a la amistad profunda, al
sacramento de la amistad, gran tabú en muchas de nuestras comunidades. La singularidad
que nos hace plurales implica que la persona pueda expresar lo que vive y siente, una
realidad de la vida, de una manera diferente. De ahí que la noción de pluralismo nos lleve,
en el fondo, a la unidad, a ver y valorar los hechos y acontecimientos desde diferentes
prismas que nos permiten abrir nuevos horizontes y una comprensión más amplia de la
misma realidad.
“La vida monástica es un arquetipo universal. Esto quiere decir que no sólo está y ha
estado presente en todas las tradiciones espirituales de la humanidad, sino que hay una
3
dimensión monástica en todo ser humano. Los que se llaman monjes y monjas son
aquellos que han puesto esta dimensión en el centro de su vida e intentan organizar toda
su existencia en torno a esta realidad.” 3 Y esta realidad es la búsqueda de Dios, la
experiencia profunda de su amor. Por eso, cuanto más vive una persona en el nivel de la
experiencia, del encuentro personal de fe con Dios en la oración, más capaz es de entrar
fácilmente en comunión con los demás seres humanos. Lo que nos puede diferenciar a
los unos de los otros es relativo ante esta realidad fundamental y esencial. Cada persona,
dice Ernesto Cardenal, “aspira, en último término, a un amor incondicional, a un amor que
hace valiosa su vida y le permite ser a ella misma una persona única y valiosa”. Este
pluralismo es lo que dará un nuevo dinamismo a nuestra vida monástica en un tiempo de
precariedad, de preocupación por la falta de vocaciones y por el envejecimiento de
nuestras comunidades.
• Comunión y pluralismo como signo de una nueva vida monástica
Si la comunión es fuente de armonía en la comunidad, y la pluralidad es fuente de
dinamismo, es evidente que vivir estas dos dimensiones en la propia vida personal y
comunitaria es el futuro de nuestra vida monástica, a la vez que es un signo del Dios
trinitario: personas diferentes en profunda comunión y comunicación de amor. La
naturaleza divina no anula la naturaleza humana porque el amor encarnado se autoafirma
necesariamente como proceso histórico. “Ante cada llamada a amar gratuitamente,
dirigida en lo concreto del espacio y del tiempo a su naturaleza humana, la persona de
Jesús responde en positivo, llevando así a su máximo existencial su naturaleza humana e
identificándola con la misma naturaleza divina”. 4 “Somos comunión, y sólo en el dar, el
recibir y el compartir, encontramos nuestra felicidad”. 5 “El Padre es porque “se da”. El Hijo
es porque “se recibe”. El Espíritu es porque “se comparte”. Nosotros podemos dar
porque el Dios que nos ha dado el ser y nos fundamenta es Padre (Padre – Madre).
Podemos recibir porque el Dios que nos ha dado el ser y nos fundamenta es Hijo (Hijo –
Hija). Podemos compartir porque el Dios que nos ha dado el ser y nos fundamenta es
Espíritu”.6
Este trabajo comunitario de aceptación del otro y de interrelación, viviendo la
diferencia como un don y como un enriquecimiento, nos ha de llevar a ser testimonios
del Reino. Siempre es importante preguntarnos si realmente la vida monástica es
testimonio y profecía de este absoluto, y si se fomenta en ella la pasión por Dios. Esta vida
de interrelación entre nosotros ha de manifestarse en la aceptación del otro que no
piensa como yo, a quien a menudo no tolero. Es propio de la vida monástica comunicar
la plenitud de vida que procede de la unidad entre comunión y pluralismo, de oración y
trabajo, del desprendimiento y de la ausencia de toda forma de dominación. “Todo esto,
hoy día, no tiene buena prensa, e incluso se puede decir que es contracultural. Y para
que lo que es contracultural llegue a ser profético, es necesario que brote de una fuente
sana, creíble, feliz e íntegra. Necesita brotar de un estilo de vida equilibrado y surgir de la
autoestima, de la comunicación interior y de la tolerancia”.7
Raimon Paniker
Teresa Forcades. Tesina : Unidad en la Trinidad
5 Teresa Forcades. Tesina : Unidad en la Trinidad
6 Teresa Forcades. Tesina : Unidad en la Trinidad
7 Javier Meloni. De una conferencia.
3
4
4
Para la reunión ibérica de abades y abadesas del año pasado en Salamanca,
previamente pasamos en las comunidades una encuesta sobre la realidad que vivimos. Las
respuestas fueron muy valientes y realistas, con un deseo profundo de cambiar nuestros
esquemas envejecidos o pasados. Me permito citar textualmente una de las respuestas
que me parece muy significativa:
“Los más de mil quinientos años de monaquismo benedictino nos han aportado
muchas cosas buenas y positivas, pero cargamos con unas complejas y pesadas
estructuras que están siendo un freno para la adecuación de nuestra vida a la realidad
actual. Hemos perdido ligereza y flexibilidad.
Decir esto sé que asusta, a mí es la primera que me asusta, pero miro el mundo de
hoy, “abro los ojos”, y veo que estamos a mil años luz del hombre y la mujer de nuestros
días. Cuando me muevo entre la gente normal de la calle, no entre el pequeño grupo de
personas que están alrededor de nuestros monasterios, descubro que muchos ni siquiera
saben lo que es una monja; más aún, sienten total indiferencia hacia nuestra vida, pues nos
ven y nos eluden, no somos ningún tipo de interrogante y mucho menos de testimonio
para ellos.
El Vaticano II marcó unas pautas para situarnos en el mundo de hoy y, después de
cuarenta años, no solo no hemos sido capaces de seguir estas pautas sino que la entrada
de la post-modernidad hace que nos refugiemos más y más en esquemas y fórmulas del
pasado. E incluso, hay una corriente, muy minoritaria, de jóvenes inseguros que buscan
refugio en monasterios “tradicionales”, baste ver la paradoja del aumento de vocaciones
en determinados monasterios; lo que hace reafirmarse a más de una en la idea que
hemos de anclarnos en los valores de antes.
Me parece que es una equivocación poner nuestros esfuerzos en cambios
externos. Lo que nos exige la realidad actual es tener la valentía de un cambio radical que
surja desde las raíces de nuestra propia vida monástica. Para ello sería bueno ser capaces
de dejarnos ver por los otros y oírles cómo nos ven. También será muy positivo que nos
mirarnos a nosotras mismas sincera y humildemente. Aquí podrían surgir un sin fin de
preguntas: ¿nos amamos de verdad entre nosotras?, ¿nos respetamos?, ¿confiamos
ilimitadamente unas en otras?, ¿nos perdonamos de corazón?, ¿el rencor y la envidia
están erradicadas de nuestras comunidades?, ¿nos alegramos con los éxitos de las
demás?, ¿nos conocemos unas a otras?, ¿somos mujeres libres?, ¿tenemos integrada
nuestra sexualidad?, ¿somos felices?… A veces parece que una cosa es lo que decimos
y otra lo que verdaderamente vivimos y hacemos; esa dicotomía entre lo uno y lo otro los
de fuera la perciben, y mucho más los jóvenes, ellos se dan cuenta del abismo que hay
entre nuestras palabras y nuestros actos. Sencillamente, en buena medida, pasan de
nosotras porque no les contagiamos valores que para ellos sean vida.
Según escribo esto soy muy consciente de lo que digo, y no me vale consolarme con mi
limitación y pobreza. Dios me ha dado el don de la vocación monástica y me siento
responsable ante él, deseo, quiero y siento la obligación de poder pasar el testigo; por
eso me parece vital que nos preocupemos por ser capaces de hacer nuestra vocación
inteligible en la sociedad en la que vivimos. Para ello estoy dispuesta hacer, cuantas veces
sea necesario, el ejercicio de desmontarme una y otra vez de esquemas que lo dificulten.
La mayor dificultad que tenemos me parece que es el miedo. En el fondo
tenemos pánico al cambio. Y es que hemos de abrirnos a un mundo cuyos esquemas
mentales son totalmente insospechables por nosotras (lo digo desde mi experiencia), un
5
mundo en rápida y constante evolución que ni él mismo sabe a ciencia cierta a dónde se
dirige. Ha evolucionado tanto nuestra sociedad que es imposible “entenderla” desde
nuestras categorías. Además, no son los de fuera los que deben esforzarse en
conocernos, somos nosotras las que tenemos que abrirnos a ellos. Abrirse es mucho más
que modificar unas cuantas cosas y aparecer como monjas “modernas”.
Incluso he llegado a la conclusión de que nosotras no tenemos capacidad
suficiente para hacer los cambios necesarios. Soy una monja de mediana edad y
sinceramente me doy cuenta que lo que tengo ante mí desborda mi capacidad de
creatividad, para ofrecer algo lo suficientemente “nuevo” que se adapte a nuestro mundo
de hoy.
Opino que la mayor aportación que podemos hacer ante todo esto es ser
mujeres espirituales, mujeres que vivamos la experiencia de Dios desde la cotidianeidad y
normalidad. Desde la experiencia de Dios podremos abrirnos ante lo nuevo sin
asustarnos, sin ponerle freno, sin estar aprisionadas por el miedo y ancladas en el pasado.
Aunque, quizá, un problema es que somos mujeres religiosas pero no mujeres
espirituales, hablamos de Dios, rezamos el oficio, hacemos obras buenas… pero no
tenemos verdadera experiencia de Dios. Porque si fuéramos mujeres espirituales es
imposible que la vida monástica esté en la situación que está. Sabríamos discernir entre lo
fundamental y lo secundario, seríamos capaces de entusiasmar a los que nos rodean.
Seríamos, también, capaces de acoger con esperanza e ilusión la apuesta que alguna de
nuestras comunidades está haciendo de apertura y adaptación a las jóvenes que tienen
en sus monasterios”.8
Quizás resulte algo dura esta respuesta, pero creo que es muy realista y que nos
sirve de toque de atención para estar despiertos, ya que por aquí se perfila el camino de
la nueva vida monástica. Con todo, no hemos de olvidar que nuestra precariedad, que es
evidente, -pensemos por ejemplo que más de un monasterio, de aquí a pocos años, ya
no existirá – es común a la vida cristiana en general. En todas las congregaciones, en todas
las comunidades religiosas y monásticas, también en la Iglesia en su conjunto, existe esta
situación de precariedad. Y en general, la sociedad también conoce la precariedad, tanto
a nivel de familia, de trabajo, de política, de inseguridad motivada por el terrorismo, e
incluso en el campo de la educación. Esta situación nos ha de conducir a no cerrarnos en
nuestros propios problemas ni a pensar que tenemos soluciones para todo. Lo que
debemos hacer es aportar nuestro pequeño granito de arena, contribuyendo, como
monjes y monjas, a ofrecer un testimonio de coherencia y intentando llevar a la práctica el
deseo de unidad entre comunión y pluralidad. Tiene razón Armand Veuilleu cuando dice:
“la crisis que vive la Iglesia en la sociedad occidental es la misma crisis que conoce la vida
religiosa y monástica, y es debida, en gran parte, a una situación de adaptación a una
condición nueva. La crisis de vocaciones que vivimos no es una crisis que nos afecte
solamente a nosotros, sino que es una crisis de toda la Iglesia. Y la esta crisis de la Iglesia
tampoco le es propia. Es una crisis de la sociedad. Y creo que esta crisis es una crisis de
crecimiento”. 9
8
9
Encuesta Encuentro Ibérico
Armand Veuilleu OCSO Monasterio de Sciurmont. Bélgica
6
2. Comunión y pluralismo como signo de mística y profecía en nuestra
sociedad dividida.
• Desde una vida en sintonía con nuestro mundo
Vivimos en un mundo plural, un mundo de sensaciones, de marketing, de ídolos,
donde prima el poder del dinero y de las modas. En esta sociedad, donde lo que
importa es lo inmediato, lo eficaz y provocador, la vida sencilla, el silencio, la
contemplación, la misericordia, la verdad, resultan cosas extrañas, incomprensibles e
incluso fuera de contexto. Sin embargo, en el fondo, lo que vive este mundo nuestro,
sediento de novedad y de sensaciones, es un gran vacío existencial. La post-modernidad
produce una cierta desilusión, un cierto sentido de fracaso. Con tanto progreso, con tanta
técnica con la que contamos, y no somos capaces de solucionar el drama del terrorismo,
del hambre, de la exclusión. Por eso, la vida monástica ha de ser para nuestro mundo un
signo de fuerte mística, es decir, capaz de presentar personas que viven centradas en
Dios y en comunión con todos los hombres. Y también ha de ser signo de profecía,
desde la actitud de atención, de escucha a lo que Dios nos pide, para saber decir una
palabra de denuncia ante las injusticias y de reconocimiento ante la verdad.
“Nuestras vidas necesitan, como nunca, un horizonte inmenso y un corazón que
arda. Necesitamos llegar a la auténtica mística y a la verdadera profecía. Pero esto sólo se
consigue si tenemos como horizonte la creación entera, que es la mayor garantía del amor
de Dios. La mística hará que, ante esta creación, sentamos ardor en las entrañas, sed,
anhelo, carencia, pasión, entusiasmo. También donación y agradecimiento. Convertirá en
algo imposible la indiferencia, la apatía, el menosprecio y la exclusión. La profecía nos
recuerda que allí donde no hay lugar para la injusticia, la mentira y la dominación, allí hay
un verdadero respeto por la vida. Esta profecía nos abre un gran horizonte: justicia para
los pobres, para las mujeres, para los hambrientos, para los jóvenes; justicia para los
animales, para la tierra y el mar, justicia para Dios y para el hombre. Al final se nos pasarán
cuentas de lo que no hemos amado, de lo que no hemos vivido. En una palabra, como
dice S. Juan de la Cruz, “al atardecer de la vida se nos examinará del amor”. De ahí la
importancia de escuchar al mismo tiempo la voz, que se hace sinfonía en el mundo, que
viene del místico y del profeta”. 10
Hemos de amar el mundo en el que vivimos; es nuestro mundo. Como Jesús,
también nosotros hemos de pasar por él haciendo el bien, colaborando en la obra de la
redención. De ahí la importancia de que los hombres y mujeres que entran en contacto
con nosotros nos sientan cercanos, que nuestra acogida no excluya a nadie, y, sobre
todo, que nuestro vivir esté lleno de Dios ya que, en el origen de nuestra realidad
personal, siempre ha de estar presente la experiencia de Dios. Esto es lo que hace que
“monjas y monjes podamos tener un papel tan importante de comunión en todas las
esferas de la vida humana, ya que toda nuestra vida está centrada sobre la experiencia de
Dios. Esta experiencia es una relación personal que implica todo nuestro ser. Aquí radica
el sentido de la simplicidad, de la unidad, que caracteriza a la vida monástica”. 11
10
11
José Mª Arnaiz. Del libro: Místicos y profetas.
Armand Veuilleu OCSO. Monasterio de Sciurmont. Bélgica.
7
• Desde la coherencia
En este mundo fragmentado, donde el poder y el quedar bien pasan por encima
de todo, necesitamos recuperar la autenticidad, la coherencia, la verdad. Y los monjes y
monjas tenemos el deber de ser un desafío a esta vida superficial y sin sentido. Esta
coherencia la hemos de hacer bien real y presente, sobre todo, en la vida fraterna que
nos prometemos, en nuestro proyecto de vida monástica, en la comunión y el amor
auténtico, desde el respeto, la tolerancia, la compresión. Sólo así haremos realidad lo que
San Benito nos pide en el capítulo 72 de su Regla, cuando habla del buen celo que han
de tener los monjes: “Que practiquen, pues, los monjes este celo con un amor ferviente;
es decir, que se anticipen a darse unos a otros muestras de honor y de respeto, que se
toleren con gran paciencia sus defectos, tanto corporales como morales”.
“Dadas las circunstancias actuales, el tejido social tan quebradizo, la soledad y la
falta de valores que aguanten a las personas, nuestras comunidades monásticas deberían
convertirse en comunidades sanadoras. Lo que sana es el ambiente de la comunidad. Lo
que ha hecho y hace mal es la falta de confianza y de seguridad básica, la falta de afecto
y de reconocimiento, la falta de autonomía y de posibilidad de expresar lo más auténtico
de uno mismo, las críticas que descalifican, que nos obligan a sobrevivir bajo una coraza.
Cuando una comunidad sabe generar un ambiente de respeto y amor incondicional por
cada uno de sus miembros, está haciendo posible la curación de las heridas del pasado y
permite el crecimiento humano y espiritual”. 12
Si queremos que el seguimiento de Cristo al que nos hemos comprometido sea
creíble en nuestro mundo, ha de ser muy coherente tanto en el ámbito de la comunión
como en la estimación, tanto en la pobreza como en la fidelidad. “El amor de Cristo nos
empuja” a hacer de nuestras vidas un signo visible de su amor. “Este seguimiento, junto a
la conversión profunda que exige, no es compatible con la instalación, el inmovilismo y la
involución. Las condiciones del seguimiento de Jesús siempre implican rupturas y
renuncias. La espiritualidad del seguimiento es una espiritualidad de cambio, de apertura a
la novedad evangélica, de constante desinstalación, de disponibilidad a la conversión, de
búsqueda del Reino.”13 La coherencia nos pide saber morir, saber aceptar nuevos
caminos para la vida monástica si es que queremos continuar pasando la antorcha que
nosotros hemos recibido de nuestros hermanos y hermanas. “Si el grano de trigo no cae
en tierra y muere, no da fruto…”14
• Desde nuestra realidad
Hemos de vivir la comunión y el pluralismo desde nuestra realidad concreta, una
realidad que hemos de asumir con coraje. Como ya he dicho, muchas veces nos toca
vivir desde la precariedad y también desde el cansancio. Un cansancio que se puede
presentar por diversos motivos: cansancio de esperar nuevas vocaciones que no llegan;
cansancio por la falta de personal y por el envejecimiento de las comunidades;
12
P. Luis Casalà. Marianista
13
F. Martínez. Refundación de la vida religiosa.
Jn. 12, 24
14
8
cansancio, en el caso de las comunidades donde tenemos gente joven, por el esfuerzo
constante que supone la adaptación a las nuevas generaciones; cansancio por el ritmo de
vida tan acelerado de nuestro mundo al que ya no damos alcance… Todo esto puede
llevarnos al desánimo, a preguntarnos por el valor de la vida monástica hoy, si vale la pena
continuar luchando. Si a los jóvenes no les interesa nuestra vida, ¿qué hemos de hacer?.
Esta puede ser nuestra realidad, pero de ninguna manera podemos ceder al desánimo.
Aquí podríamos recordar el texto del profeta Elías, cuando se siente fracasado y
desanimado: “¡Basta ya, Señor! … Se acostó y se quedó dormido bajo una retama, pero
un ángel le tocó y le dijo: “Levántate y come, porque el camino es demasiado largo para
ti”. Se levantó, comió y bebió, y con la fuerza de aquella comida caminó cuarenta días y
cuarenta noches hasta el monte de Dios”.15
Pienso que también nosotros, como Elías, tenemos un largo camino por recorrer. El
Evangelio, con todo su vigor y actualidad, es el pan caliente que Dios, cada día, pone a
nuestro alcance para que, en él, encontremos la fuerza que necesitamos para vivir nuestra
vocación monástica en este siglo XXI. En el Evangelio hemos de encontrar el frescor y el
dinamismo de una nueva vida monástica en y para nuestro tiempo, sin olvidar por ello la
tradición de nuestros Padres en aquello que es realmente esencial. La pasión por Dios nos
ha de ayudar a dejar las formas caducas para abrirnos a la creatividad de una vida
monástica más en sintonía con la realidad actual, más humana y humanizadora, donde
cada uno vivamos nuestra vocación desde la propia realidad personal, donde las monjas
sepamos dar lo mejor de nosotras mismas sin miedo ni falsa humildad. Hemos de poner
en juego los talentos que hemos recibido. Y para esto es necesario que se nos facilite y
se nos dé confianza, para poder dar lo que tenemos y somos como personas y mujeres
de nuestro tiempo.
Sólo desde una vida profunda en Dios sabremos retornar a lo que es esencial. No
nos ha de preocupar tanto el hecho de anunciar algo nuevo como el vivir lo esencial de
una manera nueva. La forma de hacerlo ha de ser trabajo de cada comunidad, partiendo
del diálogo y del deseo sincero de encontrar juntos nuevos caminos. Lo que, a nivel
personal, ya podemos comenzar a hacer es vivir el amor incondicional que Cristo nos
ofrece desde su muerte y su pascua. Esto es lo que el mundo espera de nosotros.
Porque, tal como dice Ernesto Cardenal, “ en los ojos de todos las personas hay un
anhelo insaciable. En las pupilas de la gente de todas las razas, en las miradas de los niños
y de los ancianos, de las madres y las mujeres que aman, en los ojos del policía y del
trabajador, del aventurero y del asesino, del revolucionario y del dictador, en los ojos de
los santos, en todos existe una misma llama de deseo, un mismo fuego, un mismo abismo,
la sed infinita de felicidad, de alegría y de una posesión sin límite. Cada persona aspira, en
último término, a un amor incondicional, un amor que es lo único que hace valiosa la
vida”.16
4. Conclusión
15
16
1Re 19, 4-8
Ernesto Cardenal: El libro del amor, p. 20.
9
De todo lo expuesto, creo que es fácil hacer una conclusión. La vida monástica, la
comunión fraterna, todavía tiene y tendrá sentido, y, en un mundo dividido, será
testimonio si la vivimos desde una nueva dimensión de comunión dentro de la pluralidad
de cada persona, con lo esto conlleva de respeto y tolerancia hacia el que es diferente.
Esto nos exige salir de nuestros viejos esquemas que tienden a unificar, a hacer que todos
sean iguales en lugar de valorar la singularidad, la pluralidad que enriquece y dinamiza las
comunidades. Creer en el otro que no es como yo, que no piensa como yo, pero que
quiere vivir el mismo amor que yo, es lo que constituye una comunidad fraterna y plural.
Entonces podemos presentar la comunidad como un diamante que brilla desde la
diversidad de sus aristas. Esta es su grandeza y su esplendor.
Hemos de recordar que “la comunión fraterna es un espacio teologal en el que
podemos experimentar la presencia mística del Señor Resucitado”. 17 Por tanto el desafío
para nuestras comunidades es crear “espacios humanos y humanizadores, para que
seamos un signo del amor y de la comunión que Jesús nos revela con su vida y su
testimonio de donación a la voluntad del Padre.”18 Con esto no quiero decir, de ninguna
manera, que la obediencia, el bien común, la capacidad de renuncia, no sean
importantes. Pienso que cuanto más aceptemos la pluralidad y el respeto, y cuanto más
centrada esté nuestra vida en Cristo, el vivir para los otros, el renunciar al propio parecer
por el bien de la comunidad, surgirá desde la estimación verdadera, desde la propia
libertad, y podremos llevar a cabo lo que todos realmente queremos: construir
comunidades cohesionadas, centradas en el amor y en la libertad que nos trae Jesús.
“Nuestras comunidades deberían convertirse en “laboratorios” donde pudiera
comenzar a vivirse una “espiritualidad de comunión alternativa”, es decir: fundada en la
verdad, en la justicia, la libertad, la igualdad, el reconocimiento de la dignidad y de la
diferencia de cada miembro, en el diálogo sincero, en la corresponsabilidad y la
participación de todos y todas. Estas actitudes harán posible el nuevo modelo de Iglesia
que necesitamos: más inclusiva, más horizontal, samaritana, participativa e igualitaria”.19
Y ya para acabar, puesto que he hablado de la necesidad de vivir una vida
monástica en sintonía con nuestro mundo y, sobre todo pensando en los jóvenes, me
permito dejar en el aire, y a la consideración de cada uno y de cada una, unos
interrogantes que, desde hace tiempo me planteo para ver si, realmente, nuestra manera
de hacer y de vivir es significativa para las nuevas generaciones:
•
•
•
¿Por qué los monjes pueden salir del monasterio sin hábito, vistiendo de una
manera sencilla, y para las monjas, mayoritariamente, es algo tan difícil? ¿Es que
para las monjas ir diferente de la gente es un signo y para los monjes no?
El tema del velo de las monjas, ¿queréis decir que es significativo? ¿No es, más
bien, para nuestras jóvenes un signo de sumisión? No podemos olvidar que el
referente que hoy día tienen es el velo de las mujeres musulmanas.
Nuestras porterías, la clausura, las construcciones medievales, ¿no nos apartan de
la gente?
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Luis Casalà
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No querría acabar esta reflexión dejando en el aire estas preguntas que pueden
parecer, más bien, superficiales, pero también pienso que hemos de plantearnos qué es
lo que, en concreto, dificulta la transmisión de los valores de la vida monástica. Hemos de
confiar en el Dios de la vida que nos ha llamado, en la fuerza y los valores que la vida
monástica tiene y tendrá. Nuestro mundo dividido y sediento de unidad necesita, más
que nunca, personas que sepan transmitir el valor de una vida diferente, centrada en el
amor, en la paz, en la alegría, en la acogida, en la oración. Por eso, dejarme acabar con
una oración por nuestras comunidades:
Señor Jesús,
haz de nosotras
unas comunidades abiertas, confiadas, pacíficas y dialogantes,
invadidas por el gozo de tu Espíritu.
Unas comunidades entusiastas, que sepan cantar a la vida,
vibrar ante la belleza, estremecerse ante el misterio
y anunciar el Reino del amor.
Que hagamos fiesta en el corazón
aunque sintamos la presencia del dolor en nuestro camino,
la dificultad en la convivencia,
la aceptación de quien no piensa como yo,
porque sabemos, Jesús Resucitado,
que tú has vencido al dolor y a la muerte.
Que no nos acobarden las tensiones
ni nos ahoguen los conflictos que se puedan presentar;
que siempre sepamos perdonar
porque contamos –en nuestra debilidadcon la fuerza creadora y renovadora de tu Espíritu Santo.
Regala, Señor, a estas familias tuyas,
una gran dosis de buen humor
para que sepamos desdramatizar las situaciones difíciles
y sonreír abiertamente a la vida.
Haznos expertas en deshacer nudos y romper cadenas,
en sembrar ilusión,
en curar heridas y mantener viva la esperanza.
Y concédenos ser, humildemente,
en un mundo abatido por la tristeza,
testimonios y profetas de la verdadera alegría.
Montserrat Viñas
Monasterio de St. Benet de Montserrat
XXX Semana de Estudios Monásticos.
Loyola, septiembre 2005
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