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MÍSTICA Y VIDA MONÁSTICA.
En realidad, los organizadores de esta Semana Monástica me habían encomendado
desarrollar el tema “El fenómeno místico”, pero al tener que hacerlo en el contexto de
una semana monástica y con un auditorio formado sobre todo por monjas y monjes de
distintas familias me ha parecido conveniente prolongar la exposición sobre el
fenómeno místico hacia una consideración de las relaciones entre vida monástica y
mística y la contribución del monacato al desarrollo de la mística en el seno del
cristianismo.
Introducción sobre la actualidad de la mística.
A lo largo del siglo XX, sobre todo en su segunda mitad, se vienen sucediendo las
manifestaciones sobre la actualidad de la mística con dos orientaciones opuestas. Las de
quienes declaran la mística y su cultivo ajenas a la sensibilidad y tal vez a las
necesidades del hombre contemporáneo y la de aquellos otros que la consideran
indispensable para la supervivencia de la religión y para la salvaguarda de la humanidad
del ser humano.
Como representante de la primera orientación A. M. Haas, el gran estudioso suizo de la
mística, especialista sobre todo en los místicos de habla alemana, cita a su compatriota
el teólogo crítico Hans Küng, cuyos escritos gozan de extraordinaria audiencia. A
propósito de la fórmula patrística, que ha inspirado la mística cristiana tanto oriental
como occidental, “Dios se ha hecho hombre para que el hombre se haga Dios”, el autor
de Ser cristiano se expresaba en estos términos: “¿Quiere todavía hoy un hombre
razonable llegar a ser Dios?”. La fórmula en cuestión “choca hoy con una
incomprensión casi completa. El tema, altamente actual para el creyente helenista, del
intercambio entre Dios y el hombre […] no es, para un tiempo que vive tan agudamente
la experiencia de la ausencia de Dios y su eclipse, tema en absoluto. Nuestro problema
hoy no es la divinización, sino la humanización del hombre”1. La mística según este
teólogo carecería, pues, de pertinencia y actualidad para el hombre de nuestro tiempo.
Desde la conciencia aguda de la crisis de las religiones establecidas y sus instituciones,
K. Rahner escribió unos años antes en forma de pronóstico: “El hombre religioso de
mañana será un místico, una persona que ha experimentado algo o no podrá seguir
siendo religioso”; para precisar poco después: “El cristiano de mañana será místico o no
podrá seguir siendo cristiano2 . Numerosos estudios más recientes, sobre todo en el área
de habla alemana, vienen mostrando lo atinado del pronóstico y lo justifican sobre todo
en el hecho de que la crisis de las instituciones religiosas y la secularización de la
sociedad y la cultura hacen que sólo una religión personalizada garantiza la pervivencia
de la religión.
1
A.M. Haas, “Typologie der Mystik”, en, Mystyk als Aussage. Erfahrungs-, Denk-, und
Redeformen christlicher Mystik. Frankfurt, Suhrkamp, 21997, p. 62. El texto citado de
H. Küng se encuentra en Ser cristiano, Cristiandad, Madrid, 1977, p.562.
2
Referencias a los textos de K. Rahner y a estudios posteriores sobre el alcance y la
actualidad de los mismos en nuestro estudio El fenómeno místico, Trotta, Madrid,
2
2003, p. 476, n.55.
1
A lo largo de las últimas décadas ha venido atribuyéndose a A. Malraux la sentencia:
“El hombre del siglo XXI será espiritual o no será”. Él mismo precisó en 1975 que
nunca había hecho tal afirmación, y que se había referido a algo más incierto: “No
excluyo la posibilidad de un acontecimiento espiritual a escala planetaria”. De hecho, ya
en 1955 había afirmado: “El problema capital del final del siglo XX será el problema
religioso”, añadiendo: “se trata de reintegrar a los dioses frente a la más terrible
amenaza que haya conocido la humanidad”3. Unas afirmaciones que como otras muchas
expresaban la convicción de que sólo el cultivo de la dimensión espiritual – en estrecha
relación con la mística – podrá poner una barrera al peligro de deshumanización que
amenaza a la humanidad al comienzo de este tercer milenio4.
Mi ponencia se inscribe en la línea de las últimas afirmaciones y se propone ofrecer las
razones de la actualidad de la mística mostrando la importancia del elemento místico
para la comprensión, la realización y el futuro de la religión, y la necesidad del cultivo
de la espiritualidad para contrarrestar las tendencias actuales a la deshumanización de lo
humano.
La justificación de la hipótesis o, mejor, de la convicción que acabo de expresar
requiere como primer paso la exposición de la comprensión de “mística” y de “religión”
en que se basa . A nadie se le escapa la necesidad de esta tarea dada la polisemia y hasta
la ambigüedad y la confusión que origina el empleo indiscriminado del término
“mística”, tanto en el lenguaje ordinario como en los lenguajes “técnicos” en no pocos
campos de estudio, que lleva a algunos a dudar de su operatividad para el estudio del
hecho al que se refiere.
Los testimonios en este sentido son incontables y aparecen en todas las etapas por las
que han pasado tales estudios”5. G. Scholem resumía la situación lamentando “la
infinita confusión de los estudios sobre la mística"6. Las razones de la ambigüedad e
imprecisión del término son muchas: la complejidad del fenómeno, que, como la
religión de la que es una modalidad, afecta al sujeto en su raíz más íntima y se
manifiesta en todos los niveles y dimensiones de su ser; la variedad de formas,
religiosas y no religiosas, en que el hecho se realiza; la pluralidad de saberes que
abordan su estudio: teologías, filosofía, ciencias de la religión, psicología en sus más
distintas orientaciones, psiquiatría, ciencias del cerebro, historia, sociología, ciencias del
lenguaje, antropología y hasta la lógica7 y la física. Este hecho exige que cualquier
estudio sobre la mística deba comenzar por precisar, al menos inicialmente, el
3
Referencias en H. Tinq en el suplemento con ocasión del nuevo milenio, Le monde.
L’Avenir. Questions au XXI siècle, p.26.
4
Otros indicios de la actualidad de la mística en mi libro, Mística y humanismo, PPC,
Madrid, 2007, pp. 36-51.
5
Referencias en , El fenómeno místico. Estudio comparado, o.c., 17
6
A. Haas constata los lamentos de quienes se ocupan de la mística y su historia sobre la
imprecisión y la vaguedad del término; descubre la causa del agravamiento actual de
esas quejas en la enorme cantidad de hechos a los que se refiere; y no puede dejar de
constatar la necesidad de quienes producen tales quejas de seguir empleándolo. Cf.
Mystik als Aussage, Suhrkamp, Frankfurt a. M.,21997, 29.
7
Cf. el texto de B. Russell, Misticismo y lógica, Edhasa, Barcelona, 2001, 29-70.
2
significado que atribuye a una palabra tan polivalente, a la espera de que el desarrollo
del estudio lo perfile y justifique. Para que tal precisión no responda a un intento de
definición personal puramente arbitraria, comenzaré refiriéndome brevemente a la
palabra, su etimología y la historia de su uso.
“Mística”, etimología de la palabra y breve historia de su significado8.
La palabra castellana "mística" es la transcripción de un término griego, el adjetivo
mystikòs, derivado de la raíz indoeuropea my, presente en myein: cerrar los ojos y la
boca, de donde proceden "miope","mudo", y también "misterio", que remite a algo
oculto, no accesible a la vista, de lo que no se puede hablar. La palabra mystikòs nos
remonta a la Grecia clásica y, más propiamente, a las religiones de misterios, ta mystikà:
las ceremonias en las que el mystes, el fiel, es iniciado (myeisthiai) en los grandes
misterios. Pero de ese uso de la palabra no se llega directamente al uso posterior del
término en el cristianismo y en las demás religiones que hablan de fenómenos, hechos o
experiencias místicas. Eslabón imprescindible entre el uno y el otro significado ha sido
Platón y su doctrina de la contemplación, caracterizada con toda razón por A.J.
Festugière como una "espiritualidad filosófica"9. Al cristianismo la palabra le llega
seguramente por influjo de esta última corriente, pasando por Filón (de quien san
Jerónimo decía que o él platonizaba o Platón filonizaba, y a quien corresponde el mérito
de haber introducido las ideas platónicas sobre la contemplación en el monoteísmo
estricto del judaísmo), y por el neoplatonismo, especialmente el representado por
Plotino.
De hecho, el término mystikòs no aparece en el Nuevo Testamento y comienza a ser
utilizado como adjetivo, "en dependencia semántica de "misterio"", en tres contextos
principales: el de la interpretación de la Escritura, que descubre en ella, más allá del
sentido literal, otro espiritual, profundo o místico; el de la liturgia, (copa mística para
referirse al cáliz), en la que a través de realidades mundanas puede vivirse en la
celebración la realidad presente y misteriosa de Cristo; y el de una forma determinada
de conocimiento de Dios, a la que se refiere ya Orígenes y que desarrollará más tarde el
Pseudo Dionisio, que se caracteriza por ser un conocimiento inmediato y experiencial.
Este último autor, uno de los padres de la mística cristiana, se refiere con la expresión
"teología mística" a un conocimiento religioso, no sólo teórico (discere), sino
experiencial y padecido (pati), aquel que, superando el propio entender, asciende hasta
la unión con lo divino que está más allá de todo, el "rayo de tiniebla" de la "divina
supraesencia".
Así, la palabra "mística", utilizada como adjetivo, designa, aplicada a “teología”, una
forma especial de conocimiento de Dios que consiste en una determinada experiencia de
unión con lo divino. Esto explica la frecuente alusión a estos elementos en la definición
8
El trasfondo de lo aquí expuesto está contenido en el libro ya citado (n. 5) El
fenómeno místico. El texto que presento es la reelaboración de dos versiones anteriores:
“El fenómeno místico en la historia y en la actualidad” en J. Martín Velasco (ed.) La
experiencia mística. Estudio interdisciplinar, Trotta-Centro Internacional de Estudios
Místicos, Madrid-Ávila, 2004; y el libro Mística y humanismo, cit. supra, n.4, pp. 5396
9
Espiritualidad formulada de forma tan precisa como hermosa en tres lugares de su
obra: El Banquete (201D-212A); Fedro (243E-257B); y el libro VII de La República
(514A-518B) Cf., A.J. Festugière, Contemplation et vie contemplative selon Platon,
Vrin, Paris, 21950.
3
del término "mística" por autores de todas las épocas, desde la inicial del Pseudo
Dionisio, pasando por santo Tomás, que habla de una cognitio Dei experimentalis, por
J. Tauler, para quien consiste en “una experiencia de la presencia de Dios en el espíritu
por el gozo interior que de ella nos procura un sentimiento íntimo”, y San Juan de la
Cruz que define la contemplación, término equivalente en su tiempo a teología mística,
como "advertencia amorosa de Dios presente", hasta las de numerosos autores de
nuestros días tales como J. Maritain que la describe como "experiencia fruitiva del
absoluto", B. MacGinn que habla de ella como de un “conocimiento directo de la
presencia de Dios”, o R. C. Zaehner que la define como "toma de conciencia de una
unión o unidad con o en algo inmensamente mayor que el yo empírico".
De la experiencia mística, al fenómeno místico.
Esta primera aproximación nos lleva a la experiencia como elemento fundamental
del fenómeno místico. Un elemento que, sin embargo, no lo agota. Sin poner en duda el
lugar central de la experiencia en el significado de “mística”, esta palabra contiene un
significado más amplio del que pretende dar cuenta la expresión “fenómeno místico”.
De hecho, a partir del siglo XVII, como observó M. de Certeau, la palabra, utilizada
hasta entonces sólo como adjetivo, comenzó a ser utilizada como adjetivo sustantivado,
para designar las personas que viven o padecen experiencias místicas, y como
sustantivo para definir un ámbito, para referirse a un hecho, objeto de un saber especial,
la teología mística, que se distingue de la teología positiva y de la teología escolástica.
Para la definición de ese hecho, que traspasa las fronteras confesionales y que pronto
será objeto también de otros saberes que la teología, van a ser decisivos varios pasos: la
identificación de un “elemento místico” en el interior de la religión, junto al
institucional, el racional o el ritual; la percepción de las diferencias de lo místico en
relación con otros aspectos de lo humano: la filosofía, la estética; y el descubrimiento de
elementos en otras religiones que poseen un evidente aire de familia con el elemento
identificado como místico en la propia religión y que puede ser, por tanto, designado
con el mismo término. A partir de ese momento la palabra “mística” designará un
elemento del complejo fenómeno místico, un hecho humano, como el mismo hecho
religioso, presente en todas las religiones, y que, más tarde, comenzará a manifestarse
en formas incluso no religiosas.
A partir de ahí, de la misma manera que el estudio de las religiones había conducido
a la identificación de un fenómeno religioso, comenzará a hablarse de “fenómeno
místico” o de “hecho místico”, expresión con la que E. Underhill, titulaba ya en 1911, la
primera parte de su obra Mysticism, que en realidad constituye una fenomenología,
avant la lettre, de la mística10. Se ha observado con toda razón la aparente contradicción
en los términos que comporta la expresión “fenómeno místico”, ya que el adjetivo
parece hacer imposible la manifestación a la que se refiere el sustantivo. Pero la
expresión se impondrá porque el hecho no deja de contener aspectos visibles,
observables, que confieren a lo “místico” un cuerpo histórico. Tales aspectos son el
lenguaje de los místicos, los peculiares estados de conciencia, en algunos casos estados
alterados de conciencia, y los fenómenos psicofísicos que padecen muchos de los
sujetos que viven las experiencias místicas, así como los hechos sociales:
congregaciones contemplativas cristianas, tarikas sufíes musulmanas, ashrams hindúes,
sanghas del budismo theravada, etc., con sus respectivas formas peculiares de vida que
favorecen el cultivo de experiencias místicas. Los más recientes descubrimientos de la
10
Trad. Cast., La Mística, Trotta, Madrid, 2006.
4
base cerebral de las experiencias de los místicos constituyen un nuevo elemento del
lado observable, visible, del hecho místico. La identificación y la descripción de tales
lados visibles del fenómeno constituyen de hecho la primera etapa del camino hacia su
descripción.
Manifestaciones más importantes del fenómeno místico:El lenguaje de los místicos
La primera de las manifestaciones del fenómeno místico es el modus loquendi, la
forma de hablar, el lenguaje que origina la experiencia, en el que la experiencia es
vivida por los místicos, y con el que dan cuenta de ella a las personas de su entorno. Ya
desde antiguo, la forma de expresarse de los místicos llamó la atención de sus
contemporáneos. Los propios místicos habían sido los primeros en vivir la dificultad
para expresar sus experiencias y habían justificado determinados recursos de su
lenguaje a la naturaleza enteramente peculiar de las realidades percibidas y de la
experiencia que les ponía en relación con ellas. Pero es en la época moderna cuando se
ha llamado la atención sobre la peculiaridad de la forma de expresarse de los místicos y
se ha desarrollado el estudio sistemático de sus características.
Ese estudio subraya, en primer lugar, que tal lenguaje no es sólo un instrumento
racional posterior a la experiencia, un medio para comunicarla una vez que ésta se ha
producido, sino un elemento de la experiencia misma, ya que el sujeto no puede vivir
humanamente nada de lo que vive sin tomar conciencia de ello, lo que supone nombrar
lo vivido, decírselo a sí mismo con alguna forma de lenguaje. El lenguaje místico es,
pues, el lado expresivo, la primera corporalización o encarnación de la experiencia
mística. Hasta el frecuente recurso al silencio de los místicos tiene, de alguna manera,
valor verbal; es una forma de expresar la incapacidad de dar adecuadamente cuenta de
la intensidad de la experiencia y de la inconmensurabilidad de su contenido. La estrecha
relación entre lenguaje y experiencia, la pertenencia del lenguaje a la experiencia,
fundamenta la posibilidad y la necesidad de pasar por ese lado expresivo para
profundizar en el conocimiento de la experiencia que se expresa en él.
El primer rasgo del lenguaje de los místicos tiene que ver con su proximidad a la
experiencia; su lenguaje es el lenguaje de una experiencia. El místico se distingue en su
forma de saber sobre el Dios del que habla en que no sabe de él de oídas, sino como de
alguien a quien "han visto sus ojos". El lenguaje místico no se refiere tampoco al saber
por conceptos, sino que habla de lo que el sujeto ha vivido en su propia experiencia. Por
eso el místico teme que los que no hayan hecho la experiencia de la que él habla no
entiendan su lenguaje, y afirma una y otra vez que "el que ha visto, sabe lo que digo"
(Plotino). De ahí, la frecuencia con que muchos místicos remiten a la experiencia como
garantía de la verdad de lo que dicen: "esto lo tengo por experiencia", repite una y otra
vez santa Teresa aludiendo a los momentos en que esa experiencia se produjo. San Juan
de la Cruz, tan reacio a referencias biográficas, no deja de anotar en el prólogo a las
“Declaraciones” a sus poemas que las canciones que comenta han sido compuestas "con
algún fervor de amor de Dios"; que tienen por contenido "el ejercicio de amor entre el
alma y el esposo Cristo"; y que "sólo el que por ello pase lo sabrá sentir, mas no decir".
Por eso también, aunque los géneros literarios del lenguaje místico son muy variados: el
relato autobiográfico, el poema, la exhortación, la instrucción pedagógica e incluso la
reflexión filosófica o teológica, existe una distancia entre este último género y los
primeros, entre el lenguaje sobre la mística y el lenguaje propiamente místico, y los
autores místicos muestran una clara preferencia por el lenguaje expresivo, el de los
primeros niveles, y desconfían de las interpretaciones de segundo nivel, incluso de las
que ellos mismos ofrecen.
5
J.Ángel Valente resume perfectamente este rasgo, cuando dice de la palabra de los
místicos que es: “esencialmente experimental, portadora de experiencias radicales”, y,
como la del poeta, “una invitación a la experiencia”. Jean Joseph Surin ha expresado
de la forma más viva algo que es común a todos: “Vuestros discursos son tal vez
verdaderos, les dice a los teólogos, pero ese punto concreto yo lo he experimentado”11.
Por eso, dice M. de Certeau, los místicos se comportan con los teólogos que no lo son
como los exploradores con los geógrafos o cartógrafos, permitiéndoles levantar mapas
de tierras ignotas y corregir los que tienen ya establecidos12. Por eso muestran con tanta
frecuencia el temor a que no los comprendan quienes no han pasado por la misma
experiencia. “Entenderme ha quien tuviere alguna experiencia”, dice Santa Teresa
repitiendo sin saberlo al mismo Plotino.
Característica común a todas las formas de lenguaje místico y a los textos de todos
los místicos es la convicción que sus autores comparten de la "insuficiencia de su
lenguaje"13. Todos dan muestras de asumir que el lenguaje que emplean no puede por
menos de referirse a las realidades mundanas, captadas conceptualmente o cantadas
simbólicamente, y que por tanto se queda irremediablemente corto - ¡Oh cuanto è corto
il dire e come fioco / al mio concetto!, exclama Dante en las últimas etapas del Paraíso
(La divina comedia, XXXIII, 121) - para dar cuenta de una experiencia que le ha puesto
en contacto con un nivel de realidad enteramente nuevo. De ahí que, si, porque no puede
dejar de hacerlo, el místico intenta expresar lo vivido, tal intento le parezca condenado
al fracaso, de manera que su esfuerzo de expresión constituya "una lucha contra el
lenguaje", "una tormentosa carrera contra el concepto y la palabra"14; “la lucha sin
cuartel con el lenguaje humano que parecería se le quema entre las manos y se le queda
siempre corto”. M. de Certeau habla a este propósito de “la guerra de los cien años que
el místico libra sobre la frontera de las palabras”
Pero el carácter insuficiente del lenguaje no supone un "naufragio" total del mismo
en esta guerra permanente que sostienen los místicos. Al contrario, tal lucha libera las
fuerzas creadoras que generan un lenguaje nuevo, despiertan las capacidades expresivas
del sujeto y llevan al límite el poder significativo de las palabras, mediante eso que J.
Baruzi llamaba "transmutaciones operadas en el interior de vocablos tomados del
lenguaje normal", transmutaciones logradas por medio de adjetivos: "místico",
"sobrenatural"; prefijos: "sobre-eminente", "super-esencial"; superlativos, signos de
admiración, etc. Santa Teresa se queja de esta insuficiencia cuando exclama: “¡Oh Dios
mío, quién tuviera entendimiento y letras y nuevas palabras para encarecer vuestras
obras como lo entiende mi alma!”15
11
Cit. en M. de Certeau, L’absent de l’histoire, Mame, Paris, 1973, 52.
La imagen puede tener un apoyo en H. Bergson y en E, Underhill. Ésta, en su obra
clásica ya citada, se refiere con frecuencia a los místicos como “exploradores del
Espíritu”, “aventureros del Espíritu”, etc.
13
La expresión es de J. Guillén en su estudio sobre San Juan de la Cruz, pero
constituye un lugar recurrente en todos los escritos sobre el lenguaje de los místicos.
Numerosas referencias en nuestro estudio El fenómeno místico, Trotta, Madrid 22003,
49-64. A los textos allí citados pueden añadirse, Luce López-Baralt, Asedios a lo
indecible. San Juan de la Cruz canta el éxtasis transformante, Trotta, Madrid, 1998;
también, W. Haug, “Zur Grundlegung einer Theorie des mystischen Sprachen”, en K.
Ruh, (Hsg.), Abendländische Mystik im Mittelalter, J.B. Metzlersche Verlag, Stuttgart,
1986, 496-508.
14
J. Quint, cit. en W. Haug, loc. c. en nota anterior.
15
Vida, 25, 17.
12
6
Aspecto central entre las características del lenguaje místico es su condición
simbólica. No sólo porque los escritos de los místicos estén esmaltados de símbolos,
sino porque el lenguaje místico es todo él simbólico. Lo es porque la "anagogía" de la
experiencia mística, la ruptura de nivel que en ella tiene lugar, el ejercicio de la hondura
y la verticalidad, es decir, de la trascendencia que habita a la persona, lleva al místico a
mirar la realidad con unos ojos que ven en todas las cosas la misma presencia con la que
él está agraciado: "Mi amado las montañas... " (San Juan de la Cruz); y al
descubrimiento de que todas las criaturas "de Dios llevan significación" (San
Francisco). Los símbolos concretos: "las figuras, comparaciones y semejanzas", son
recursos que "rebosan algo de lo que sienten" y esto permite que "de la abundancia del
espíritu viertan secretos y misterios" (San Juan de la Cruz). La plenitud simbólica de
este lenguaje hace que no sea posible traducir la "anchura y copia (abundancia)" de
significado de que está henchido16. Por eso, raras veces adquiere el lenguaje humano la
densidad simbólica propia del lenguaje místico, que realiza como ningún otro la
condición de "metáfora viva" de los símbolos auténticos. Esa condición "que es mucho
más que una figura estilística, comporta una innovación semántica [...] un testimonio a
favor de la virtud creadora del discurso" (P. Ricoeur).
De ahí, la permanente "transgresividad" del lenguaje místico que aparece en el
constante recurso al oxímoro, la paradoja, la antítesis, la negación y la coincidentia
opposittorum, que son probablemente los recursos que más claramente muestran la
peculiaridad de la experiencia vivida. De ahí, la utilidad de detenerse en la
consideración de la presencia de esta figura, su significado y su función. Su presencia
puede desempeñar un papel más relevante o central en los escritos de algún místico
como Eckhart o Ángelus Silesius, pero se da en todos ellos. Recordemos,
remontándonos a los padres de la mística cristiana, a San Gregorio de Nisa, que
introduce paradojas tan elocuentes y de tan larga vida como sobria ebrietas, sueño
vigilante, herida dichosa; y al Pseudo Dionisio, que acuña el oxímoro tal vez más
celebre: “rayo de tiniebla”, para referirse a la divinidad. El recurso a las paradojas es tan
característico del lenguaje místico que aparece en los escritos místicos de todas las
tradiciones religiosas: Upanishads, taoísmo, sufismo y mística judía. Recordemos, como
caso particular de esta figura, el koan, recurso del budismo zen que consiste en una
formulación, tomada de un sutra, cuyo carácter fundamental es la paradoja, es decir, el
hecho de que trascienda el razonamiento de orden lógico. Los koan son utilizados de
forma sistemática por el zen como medios de formación, porque, al sustraerse a toda
solución racional, permiten a los discípulos tomar conciencia de los límites del
entendimiento y les obliga a trascenderlos por medio de una intuición que les transporta
a un universo situado más allá de todas las contradicciones17.
La gran cantidad y variedad de paradojas que utilizan los místicos hace que no siempre
presenten la misma intensidad y hondura. A veces el oxímoro se reduce a una figura
retórica, un recurso estilístico que, al proponer la síntesis de realidades contrarias, o de
propiedades contrarias de una misma realidad, parece destinado a provocar la atención y
el asombro del lector que le permita captar la complejidad o la profundidad de lo
descrito o evocado por él. La paradoja, a una primera consideración, sería, pues, un
recurso para manifestar la vivencia por el místico de la insuficiencia de su lenguaje
para expresar la densidad de su experiencia y la eminencia y profundidad de la realidad
a la que se llega en ella. Pero la paradoja, que es ciertamente muestra de la insuficiencia
del lenguaje es también muestra de la capacidad expresiva que otorga al sujeto una
16
17
Expresiones tomadas del prólogo a la Declaración al Cántico espiritual.
Cf. Dictionnaire de la sagesse orientale, Robert Laffont, Paris, 1989, 291.
7
experiencia que le conmueve y le implica enteramente y despierta en él energías que
ninguna otra experiencia es capaz de suscitar. Por otra parte, las expresiones
contradictorias que contienen las paradojas, consideradas más atentamente, no se
reducen a un recurso expresivo; son la huella en el lenguaje de la radical peculiaridad de
la experiencia del místico. De ahí, la existencia de paradojas que expresan a la vez la
virtualidad noética de la experiencia, es decir, su capacidad de poner en contacto
efectivo con una realidad enteramente incognoscible para el pensamiento racional. Así,
Gregorio de Nysa, refiriéndose al orden afectivo, habla de la experiencia mística como
sobria ebrietas; y Eckhart, en el orden del conocimiento, se refiere a ella como a un
incomprehensibiliter comprehendere, o a un non intelligendo intelligere. Ya el Pseudo
Dionisio había descrito el conocimiento místico de Dios diciendo que “se alcanza no
sabiendo”18. Santa Teresa, por su parte, tras una finísima descripción de una experiencia
contemplativa, escribe: “Esto no era manera de visión. Creo lo llaman mística teoloxia.
Suspende el alma de suerte que parecía estar fuera de sí. Ama la voluntad; la memoria
me parece estar casi perdida; el entendimiento no discurre, a mi parecer, mas no se
pierde; mas, como digo, no obra, sino que está como espantado de lo mucho que
entiende; porque quiere Dios entienda que de aquello que su Majestad le representa
ninguna cosa entiende”19.
Pero la paradoja no sólo refleja la condición paradójica de la experiencia es, además,
el eco de la condición misteriosa del sujeto que realiza la experiencia: Un sujeto finito e
infinito, yo interior y exterioridad vuelta hacia el mundo, sentido y alma, pero también
espíritu. En última instancia, las paradojas del lenguaje místico remiten, más allá
todavía, a la condición misteriosa de la realidad dada en la experiencia, de su contenido,
del Dios que se hace presente en ella. De ahí, las paradojas en las que se intenta
evocarlo como absolutamente trascendente en la más íntima inmanencia; como totus
alius y por eso mismo non aliud en relación con todas las realidades creadas, como la
luz que nos ve, viéndonos nos crea, y nos hace ver, pero cuya intensidad ciega, siendo
para los ojos humanos rayo de tiniebla o tiniebla luminosa. Tan consustancial es al
lenguaje del místico la paradoja que Nicolás de Cusa, que ha ofrecido tal vez el marco
teóricamente más elaborado della necesidad de la paradoja en el lenguaje sobre Dios,
ofrece como último paso del mismo: la coincidentia oppositorum, como límite, “muro
del paraíso, al que puede llegar la experiencia humana de Dios, más allá del cual queda
la esencia de Dios que excede la misma coincidencia de los contrarios”.
En este contexto de recurso permanente a la paradoja se explica que los místicos
describan el ascenso del hombre a Dios como un proceso en el que tiene que pasar por
la nada para llegar al todo, tiene que negarse a sí mismo para salvarse, tiene que
vaciarse de todo para llegar a la plenitud de Dios. Este somero análisis del lenguaje de
los místicos nos permite concluir, parafraseando a Heidegger: “La violencia del
lenguaje no es en este campo una arbitrariedad, sino una necesidad fundada en la cosa”.
La paradoja lingüística es la expresión de la condición paradójica del ser humano,
reflejo e imagen del Misterio, incomprensible para el hombre, de Dios.
En la batalla contra el lenguaje inexorablemente conceptual y objetivo de que se
sirve, el místico se ve forzado a remitir al silencio como supremo recurso expresivo de
quien se debate "entre la imposibilidad de decir y la imposibilidad de no decir... límite
extraño y extremo en que la palabra profiere el silencio"20. De ahí la confesada
inefabilidad de lo vivido, a pesar de todos los esfuerzos por comunicarlo.
18
Sobre los nombres de Dios, VII, 382, A.
Vida, 10, 1.
20
J. A. Valente, cit. en L. López-Baralt, o. c., 13.
19
8
Los fenómenos psicosomáticos extraordinarios.
A la misma experiencia como "excessus" que inunda al sujeto remite este segundo
aspecto del fenómeno místico. La expresión abarca una notable variedad de hechos:
estados alterados de conciencia, éxtasis, fenómenos somáticos tales como la levitación,
la inedia, ayuno prolongado o anorexia, los estigmas, la agudización de la conciencia,
etc.21 No entramos aquí en las interpretaciones unilaterales de los que, desde posturas
opuestas, consideran tales fenómenos o bien milagros que garantizarían el carácter
sobrenatural de los estados místicos22, o, por el contrario, síntomas de patologías que
sufren quienes los padecen, y mero producto de una enfermedad mental. En todo caso,
tales fenómenos, a los que los propios sujetos no atribuyen el valor de criterio de
autenticidad de su experiencia, pueden ser considerados como la huella en la psicología
y la corporalidad de quienes los padecen del carácter enteramente original de la
experiencia a la que acompañan. Experiencia original, al menos, por la autoimplicación
radical del sujeto, por la intensidad de la vivencia, y por la tensión extrema a que somete
a las facultades que intervienen en ella. Por otra parte, tal vez no se haya dado, después
de incontables esfuerzos por conseguirla, mejor explicación de estos fenómenos que la
que proponía del rapto Jerónimo Gracián en tiempos de Santa Teresa: “Las causas del
rapto son dos contrarias: exceso y defecto, superabundancia de devoción, luz interior o
deleite espiritual y falta de vigor [...]. Así como el emborracharse nace de abundancia y
fortaleza y exceso de mucho vino que se bebe y de la flaqueza de la complexión y
debilidad de cabeza, que el que la tiene fuerte y gallarda no se embriaga, aunque beba
mucho, y otros que la tienen flaca que con poco se trastornan”23. Tales fenómenos
pueden por eso ser vistos como indicios del acercamiento del sujeto en la experiencia
mística a la frontera de lo humano y lo mundano con el más allá, con la trascendencia
que los habita y los envuelve. Estos fenómenos han constituido, desde el siglo XIX, el
“lenguaje corporal” que ha hecho accesible el hecho místico a los científicos que no
habían prestado atención al lenguaje de los escritos espirituales de los místicos. Con
estas manifestaciones, la mística encuentra gracias al cuerpo el “lenguaje social
moderno”, lo mismo que el lenguaje de sus escritos había sido su “cuerpo” en las
épocas anteriores24.
Las formas de vida de los místicos.
21
Más detalles sobre tales hechos en El fenómeno místico, o. c., 64-80.
Como pretendía una “apologética que, como decía un autor de principios del siglo
XX, pretendía encontrar lo sobrenatural en el mundo entre los fenómenos”, cayendo así
en una “ilusión tan grave como la de atribuir moralidad a una piedra”, Recéjac, cit en E.
Poulat, Critique et mystique, 260, n. 8. Como muestra de esa apologética valga el texto
de Dionisio el Cartujo: “De aquellas cosas que aparecieron en torno a algunos cristianos
divinísimos [...] se demuestra experimentalmente que la ley cristiana procede del
verdadero Dios [...] pues tal enajenación, rapto y éxtasis no pueden proceder de una
causa natural”. Cit. en H. de Lubac, Mystique et Mystère, en Théologies d’occasion,
Desclée de Brouwer, Paris, 1984, 48. Sobre este testigo eminente de la tradición
espiritual, Ch.-A. Bernard, Un theoricien de l’expérience mystique: Denys le chartreux
(1402/3-1471) “Studies in Spirituality” 2 (1992), 127-138.
23
Cit en P. Sáinz Rodríguez, Espiritualidad española, Rialp, Madrid, 1961, pp.60-61.
24
M. de Certeau, “Mystique”, en Encyclopaedia Universalis, vol XI, 523.
22
9
El estudio del fenómeno místico, aunque centrado en la experiencia personal,
termina mostrando que esa experiencia, preparada o al menos favorecida por
determinados actos, con frecuencia origina la constitución de grupos más o menos
organizados, en el interior de la religión tradicional en la que han nacido, y que se
distinguen por una forma de vida peculiar.
En relación con lo primero, el místico desarrolla un largo proceso del que forman
parte un cierto recogimiento y retiro de la comunidad religiosa en la que vive, el
ejercicio de prácticas ascéticas con las que pretende dominar el uso desordenado de sus
sentidos, tendencias y afectos, el recorrido de una serie de etapas que van de la
observancia de los mandamientos, pasando por la purificación del sujeto, hasta el
contacto o la unión con la realidad divina. Especial importancia en el camino de los
místicos tiene la etapa de la purificación que termina en el desprendimiento del apego a
los bienes y a sí mismo, y en el vaciamiento del sujeto al que viene a colmar la plenitud
de Dios25.
Aunque el hecho místico tenga su centro en una experiencia personal, es frecuente
que los que buscan esta experiencia se asocien en grupos de distinta naturaleza que
organizan la vida de sus miembros con vistas a favorecer el nacimiento, desarrollo y
culminación de la experiencia mística. El monaquismo y las congregaciones de vida
contemplativa cristianas, las tarika sufíes, los ashrams hindúes y la sangha monástica
del budismo theravada son la mejor expresión de una ordenación de la vida personal y
una organización de la vida en común en las que se manifiestan los aspectos esenciales
de la particular forma de vivir religiosamente que suele caracterizar a los místicos.
De las manifestaciones del fenómeno místico, a la experiencia mística
De la importancia de la experiencia en el fenómeno místico dan idea las definiciones
iniciales a que hemos aludido. ¿De qué experiencia se trata? La gran dificultad para
obtener una descripción aceptable para todos está en la enorme variedad de hechos a los
que se refiere la expresión. Pero ¿por qué tantos y tan variados fenómenos se prestan a
ser designados con ese nombre? Sencillamente, y en primer lugar, porque las
experiencias místicas comparten con otras muchas experiencias humanas una serie de
rasgos en el nivel psíquico que las hace aparentemente semejantes e incluso idénticas.
Se trata, en concreto, de todas aquellas experiencias que la psicología personalista
identifica como experiencias cumbre26. Éstas, que pueden darse en muy diferentes
ámbitos de la vida humana: el de las experiencias éticas, estéticas, filosóficas y el de las
relaciones personales en un determinado nivel de intensidad, se caracterizan por superar
el orden de lo objetivo; por ser metamotivadas, es decir, poner en contacto con valores
que, más que valer por los beneficios que reportan al sujeto, por el hecho de responder a
determinadas necesidades suyas, valen por sí mismos y hacen valiosa la vida del sujeto;
25
Detallada descripción del camino místico en E. Underhill, “La vía mística” ,. O. c., pp
192-495. También, El fenómeno místico, 302-304.
26
Una notable descripción de tales experiencias en, A. Maslow, El hombre
autorrealizado, Kairós, Barcelona, 61985. Sobre la cuestión cf. P. Rodríguez Panizo, El
fenómeno místico, corazón de toda auténtica religión, “Frontera”19 (2001), 279-283.
Decisivas para la caracterización del tipo de experiencias en que se sitúa la experiencia
religiosa y, por tanto, la mística es el texto de M. García-Baró, Del dolor, la verdad y el
bien, Sígueme, Salamanca, 2007, pp. 65-105. Aportaciones importantes sobre la
experiencia mística y su relación con la filosofía en Philippe Capelle (éd.) Expérience
philosophique et expérience mystique, Cerf, Paris, 2005, 2005.
10
por salirse del orden de lo meramente funcional e instrumental; por afectar
profundamente al sujeto y comportar fuertes repercusiones afectivas; por operar un
cambio importante en la visión de la realidad y dotar a ésta de dimensiones de
profundidad, de intensidad y de valor antes desconocidos; y por producir un impacto
importante y más o menos duradero en la vida de las personas. En ocasiones, las
experiencias de trascendencia van acompañadas de estados alterados de conciencia del
estilo de los identificados como trance, “sentimiento oceánico”27, fusión con la realidad,
“sueño lúcido”, impresión de abandonar el cuerpo, y algunos tipos de “éxtasis”. El
elemento decisivo para la aparición de tales experiencias es el paso de un umbral, tan
invisible como real y eficaz, posible gracias a la ruptura de nivel existencial por el que
el sujeto supera la forma de vida y la experiencia del hombre distraído, limitado a ser
sujeto de objetos, centrado en la utilidad y la posesión.
El primer paso para identificar las experiencias místicas exige aclarar la naturaleza
de esta gama amplísima de experiencias y situar en ellas las de carácter propiamente
místico. Y esa naturaleza se deriva fundamentalmente del contenido de todas ellas. Tal
contenido presenta modalidades tan diferentes como los que sugieren los ámbitos de
realidad en que se inscriben: contacto con la naturaleza, mundo del arte, experiencias
interpersonales, experiencias éticas, etc., pero lo común a todas ellas puede expresarse
calificándolas de “experiencias de trascendencia”. Como tales, podrían ser descritas
como “episodios más o menos breves en los que un sujeto entra en relación con una
realidad que le supera absolutamente, o, mejor, con dimensiones y aspectos de lo real
que superan absolutamente las dimensiones y aspectos con los que entra en contacto en
su vida ordinaria”28. El estudio de sus muchas formas muestra que todas ellas se
producen de acuerdo con pautas semejantes que comportan una preparación,
determinadas ocasiones y situaciones de los sujetos propicias a su desencadenamiento,
el momento central de la “iluminación”, y la interpretación, presente ya en el momento
anterior, con la que el sujeto se hace cargo de ella.
Pues bien, las experiencias místicas comparten con las experiencias de trascendencia
la mayor parte de los rasgos que les hemos atribuido. ¿Dónde está lo que las diferencia?
Para responder a esta cuestión es indispensable referirse de la forma más precisa a su
contenido. Quedarse, cuando se trata de identificar de las experiencias místicas, en los
rasgos psicológicos, en los componentes psíquicos o psicosomáticos que comportan, en
los datos observables en el cerebro de quien las vive, o contentarse a la hora de
identificar ese contenido con referencias tan vagas que lleven a confundirlo con
cualquier tipo de realidad es condenarse a desvirtuar lo propio de tales experiencias. De
ahí la necesidad de remitir, de la experiencia todavía sólo vagamente identificada, a la
realidad que se da en ella, que, más que su objeto, constituye su origen y su raíz, y que
podemos también identificar como su contenido.
De la experiencia mística, al Misterio como fuente y contenido de la misma
Pero ese contenido estrechamente entremezclado con la experiencia en la que
27
Sobre la expresión, procedente de Romain Rolland y el tratamiento que de ella hace
S. Freud, cf., C. Domínguez Morano, El psicoanálisis freudiano de la religión. Análisis
textual y comentario crítico, Paulinas, Madrid, 1991, 261-266.
28
Descripción inspirada, libremente, en L. Roy, Le sentiment de Transcendence
¿expérience de Dieu?, Cerf, Paris, 2001. Más reciente y más desarrollado, del mismo
autor, Experiencias de trascendencia. Fenomenología y crítica, Herder, Barcelona,
2006.
11
aparece no resulta fácil de percibir y describir. En primer lugar, por la variedad de
sistemas religiosos en que tales experiencias pueden aparecer - tan numerosos y
variados como lo son las religiones dotadas de manifestaciones místicas - que se
distinguen entre otras cosas por la forma de representarse la realidad central de la que
viven ; además, porque, las religiones no poseen el monopolio de las relaciones del ser
humano con la realidad última, y ésta puede entrar en contacto con el hombre al margen
del contexto históricamente identificado como religioso, por lo que la experiencia de la
relación puede revestir formas no explícitamente religiosas. Ante la dificultad de
identificar con precisión el contenido de las experiencias místicas, propongo comenzar
distinguiendo entre posibles casos de experiencia mística no religiosa o profana,
presentes en algunas de las que acabamos de identificar como experiencias cumbre o,
más precisamente, experiencias de trascendencia; y experiencias místicas religiosas, que
se producen en el interior del mundo humano específico, del Lebenswelt o mundo vital
que describe la categoría de lo sagrado. Por razones de claridad, dejo aquí de lado la
descripción de las experiencias místicas no religiosas o profanas29, y paso a precisar la
fuente y el contenido de las experiencias místicas religiosas. Ya hemos anotado que ese
contenido puede aparecer configurado bajo formas diferentes en los distintos contextos
religiosos, pero la fenomenología de la religión, tras una comparación sistemática de
tales configuraciones cree estar en disposición de descubrir unos rasgos fundamentales
comunes a todas ellas que reúne en la categoría interpretativa del “Misterio”. Se trata en
todos los casos de una realidad anterior y superior al hombre – el prius y el supra al que
se refería U. Bianchi, como presente en el centro de todas las religiones – trascendente
al uso ordinario de todas sus facultades, íntimamente presente, de manera inobjetiva, en
lo más profundo de su ser, y en acto permanente de comunicársele, de dársele a
conocer. Los nombres y las caracterizaciones con que se identifica tal realidad son
variados de acuerdo con el sistema religioso en que se inscribe. Así, unos sujetos
identifican esa realidad como Dios, dando a esta palabra el significado que le atribuye
la propia tradición teísta; otros la identifican con lo Uno, lo Divino, lo Infinito, lo
Absoluto, o más genéricamente, con la Trascendencia que envuelve el mundo del
hombre y su propia existencia. A esa realidad, raíz, contenido y polo de atracción de
todos los elementos del fenómeno místico nos referimos con la categoría de “Misterio”.
Con ella designamos, pues, una realidad que contiene los rasgos de: Presencia
inobjetiva, en la inmanencia, es decir, en el centro de lo real y en el corazón del sujeto,
de la más absoluta Trascendencia30.
La importancia decisiva de este contenido de la experiencia mística del que
recibe su naturaleza y los rasgos que la caracterizan nos invitan a ofrecer una
descripción más detallada de los tres rasgos con que lo caracteriza la fenomenología de
la religión y que confirman los muchos estudios sobre el tema del “Dios” de los
místicos o de las tradiciones místicas. El Misterio santo se revela como la Presencia, en
lo más íntimo del sujeto, de la más radical Trascendencia. Los tres términos de la
expresión: “presencia”, “intimidad”, “trascendencia” son igualmente esenciales,
igualmente imprescindibles y estrechamente interrelacionados. Esto significa que
ninguno puede entenderse correctamente sin la referencia a los otros dos, aunque la
29
Algunas indicaciones sobre las mismas en, El fenómeno místico, o.c., 97-129; y mi
estudio, más reciente, “Experiencias de trascendencia al margen de las religiones
establecidas”, en A.. López Tobajas y M. Tabuyo (eds.), El conocimiento y la
experiencia espiritual, José J. de Olañeta, Editor, Palma de Mallorca, 2007, pp.133-168.
30
Desarrollo del significado de esta categoría en nuestra Introducción a la
fenomenología de la religión, Trotta, Madrid, 72006, pp.117-159.
12
claridad de la exposición exija desarrollar el contenido de los tres de forma sucesiva.
El Misterio santo como la más absoluta Trascendencia.
La palabra "trascendencia" contiene un esquema espacial, cuyo contenido es
indispensable para captar el significado del término, pero que debe ser superado si se
quiere que ese significado sea aplicable a la realidad a la que se refiere. Compuesto del
prefijo "trans" y del verbo "scandere", “trascendencia” evoca un doble movimiento de
travesía y de ascensión31. El recurso a este esquema espacial tiene su origen en el hecho
de que el sujeto sólo tiene acceso a la realidad calificada de trascendente en la medida
en que se trasciende a sí misma y va más allá de las posibilidades humanas en todos sus
aspectos: pensamiento, lenguaje, deseo, dominio, etc. Este primer elemento nos orienta
hacia el significado peculiar que el uso de esta imagen introduce en relación con lo
divino. El que la relación con ella requiera el trascendimiento incluido en la imagen
significa ya la incapacidad del sujeto para hacerle objeto de sus sentidos, imaginación,
pensamiento, deseo, y dominio. Con "realidad trascendente" el sujeto religioso se
refiere, pues, a una realidad sólo accesible yendo más allá del uso de las propias
facultades. Una realidad que se "hace presente" de una forma enteramente distinta a la
forma de aparecer de todas las demás realidades. Que no se reduce, pues, a estar más
allá de las realidades mundanas, pero de alguna manera contigua a ellas, por encima de
ellas o "contemporánea" con ellas, sino que debe ser comprendida como el más allá de
realidad que se hace presente al hombre cuando éste entra en contacto con todas las
demás realidades; especie de horizonte ilimitado de inteligibilidad en el que se inscribe
todo lo que conoce y que hace posible el hecho mismo de conocer; especie de horizonte
de bondad y “deseabilidad” en el que se inscribe todo lo que el hombre desea y valora y
el hecho mismo de desear y valorar. Así, esta primera aproximación al significado de
“trascendencia” nos indica que con esta palabra nos referimos, no a una realidad más,
por mucho que después la califiquemos, sino a una realidad de otro orden; a otro orden
de realidad.
Las imágenes y los símbolos de las tradiciones religiosas para la Trascendencia
son incontables y están culturalmente condicionadas, pero se dejan agrupar en unas
pocas familias semánticas.
La primera es la representada por las realidades mundanas presentes, pero inalcanzables
para el hombre. Así, el firmamento, el cielo, como realidad que envuelve al hombre en
todos sus desplazamientos, pero al que no tiene posibilidad de acceso; una realidad muy
estrechamente ligada con Dios para toda una serie de culturas humanas que le han visto
reflejado en el cielo o se lo han representado como el altísimo: “Dios del cielo”, “que
habita en las alturas”, “ser supremo” o superior a todo. Seguramente, de esta conexión
entre Dios y el firmamento tenemos una huella en el lenguaje, ya que en numerosas
lenguas indoeuropeas la raíz "div" o "deiw", con la que se designaba el firmamento está
en las palabras “Dios", Theos", "Deus" con las que se designa a Dios en esas lenguas.
31
E. Levinas ha insistido como pocos pensadores contemporáneos en la trascendencia
de Dios y ha renovado la comprensión de la misma. Cfr., por ejemplo, Dieu, la mort et
le temps, Le livre de poche, Paris, 1995, p. 190; también Transcendence et hauteur, en
Cahier de l’Herne, Paris, 1991, pp. 50-74 ; y especialmente, Autrement qu’être ou au
delà de l’essence, M. Nijhoff, The Hague, 1973. Trad. Cast. De otro modo que ser o
más allá de la esencia, Sígueme, Salamanca, 1987. Así como, De Dieu qui vient à
l’idée, Vrin, Paris, 1982. Trad. cast. De Dios que viene a la idea, Caparros, Madrid,
1994.
13
El segundo registro semántico para expresar la Trascendencia toma como fundamento la
relación con la visión, órgano primero para la captación de lo que se nos hace presente.
Por eso es tan frecuente que se designe a Dios como el invisible. Así, nuestra propia
tradición bíblica habla de Dios como "Dios escondido" (Is 45, 15); afirma que "a Dios
no le ha visto nadie jamás" (Jn 1,18); y llega a afirmar de él que "habita una luz
inaccesible (I Tim 6, 16)” ya que "no puede el hombre ver a Dios y seguir en vida" (Ex
33, 20 ).
Un tercer registro significativo, frecuentemente utilizado en las religiones, es el
relativo a la semejanza y la diferencia. De acuerdo con él, la realidad suprema con la
que el sujeto religioso entra en contacto es designada con frecuencia como "otra" en
relación con todas las realidades mundanas en un grado no comparable, sino superlativo
o, mejor, absoluto. Así, las Upanishads se refieren al Brahman, el nombre para el
Misterio en los escritos del Vedanta, como "lo totalmente otro": "Lo absoluto,
totalmente heterogéneo y trascendente, distinto y diferente de todo lo que el hombre
puede conocer e imaginar32". En la misma línea significativa, san Agustín se refiere a
Dios como "Aliud valde", muy otro, y como “Totus alius", todo otro. Su radical
diferencia hace que entre él y el resto de las realidades no quepa comparación ni
proporción alguna, por ser de otro orden que todas las realidades y no connumerable
con ninguna de ellas, ni con su conjunto: "primero sin segundo" como dice otro texto de
las Upanishads. "Es nada de todo lo que es", dicen pensadores y místicos cristianos,
"en cuanto es distinto y está separado de todo supersustancialmente”. ”Deus propter
excellentiam non inmerito nihil vocatur: a causa de su excelencia, Dios es llamado, no
sin razón, nada, escribe San Isidoro de Sevilla33.
La radical “otredad” o diferencia hace del Misterio la realidad que escapa a toda
posibilidad de conocimiento por parte del hombre o, mejor, que hace que sólo sea
cognoscible como desconocido. Es, dice en este sentido, la Kena Upanishad, "Distinto
de lo conocido y distinto de lo desconocido"; o, en expresión del Pseudo-Dionisio, que
hace suya santo Tomás, superincognoscibilis. De ahí que sólo pueda ser conocido por
los humanos en términos negativos: "No es así, no es así", es en una Upanishad lo
único que puede decirse de Brahman ; o, como dice santo Tomás: "de Dios no sabemos
lo que es, sino lo que no es". Por eso, el progreso en el conocimiento de Dios consiste,
no en saber cada vez más cosas sobre Dios, sino en saber cada vez mejor que no le
conocemos, añade el mismo santo Tomás34. Con ello, el gran maestro medieval no hace
más que continuar con la tradición de la teología negativa que venía afirmando desde
san Gregorio de Nysa que, "cuando Moisés ha progresado en la gnosis, en el
conocimiento, declara que ve a Dios en la tiniebla, es decir, que conoce que la divinidad
es esencialmente lo que trasciende todo conocimiento y escapa a la captación del
espíritu"35, ya que pretender hacerse una idea de Dios, sería una locura36.
32
F. Tola, Introducción a su antología: Upanishads. Doctrinas secretas de la India,
Barral, Barcelona, 1973, p. 19.
33
Cit. en A. Vergote, Interprétation du langage religieux, Seuil, Paris, 1974, 122.
34
Las afirmaciones del Santo en este sentido son constantes en su obra, como lo son en
documentos del magisterio y en la tradición de la Iglesia. Sobre el tema, cfr. La
excelente monografía de A. de Luis Ferreras, La incomprensibilidad de Dios en K.
Rahner, Publicaciones de la Universidad Pontificia de Salamanca, 1995. Esp., pp. 220
ss. Sobre el contenido de la categoría de “Misterio” en las religiones me permito remitir
a mi Introducción a la Fenomenología de la religión, Trotta, Madrid 72006, pp.117-159.
35
La vida de Moisés, II, 162,ss
14
La trascendencia del Misterio es reconocida en nuevos registros significativos
como cuando se reconoce que los caminos de Dios no son los de los hombres y que sus
planes distan de los de los humanos como el cielo dista de la tierra (Is 55, 8). El Corán
expresa la misma idea de otra forma cuando afirma que la voluntad de Allah se impone
al hombre de manera absoluta, de forma que su única respuesta es islam, es decir, el
sometimiento incondicional a ella.
Del Tao, nombre para el Misterio en la tradición que lleva su nombre, se dice en
el Tao te ching: “El Tao que puede ser expresado no es el Tao perpetuo... el Tao en su
estado perpetuo es innominado... El hombre tiene por norma a la tierra; la tierra, al
cielo; el cielo, al Tao; el Tao, él es su propia ley"37.
Del nirvana, término tal vez homólogo en el budismo al de Dios en las religiones
teístas, se dice: “Nadie puede medirlo. Para hablar de él no hay palabras. Lo que el
espíritu podría concebir se desvanece. Todo camino está cerrado al lenguaje".38
En numerosas tradiciones se recurre como nuevo camino para la afirmación de la
trascendencia del Misterio a la coincidentia opposittorum, es decir la aplicación al
mismo de apelativos contradictorios en el orden intramundano: " Se mueve y no se
mueve; está cerca y está lejos; es grande y pequeño". De ahí que, como veíamos a
propósito del lenguaje de los místicos, el oxímoro, la paradoja y la negación sean un
recurso frecuente en el lenguaje religioso y especialmente en el de los místicos.
Las expresiones sobre la trascendencia del Misterio podrían multiplicarse sin
esfuerzo. Las hay en los niveles expresivos más originarios: el de las oraciones de
alabanza, en las que el sujeto se hace eco de la majestad del Dios al que adora, de su
bondad, de su belleza y de su gloria. Las hay, en el mismo nivel originario de la oración,
cuando el orante invoca la divinidad desde lo profundo de su pequeñez o de su angustia,
consciente de su ser en peligro, de su ser en pecado, ante la Santidad augusta, y “levanta
los ojos a los montes, hacia lo alto, de donde le vendrá el auxilio”. Pero más importante
que acumular las expresiones del sujeto religioso sobre la trascendencia de su Dios es
descubrir el sentido de las mismas.
Trascendencia en la más íntima inmanencia.
Para ello, nada tan urgente como resaltar que afirmar la trascendencia del
Misterio no es ubicarlo en la más completa lejanía. Resaltar, pues, que con la afirmación
de la trascendencia, el sujeto no quiere remitir el Misterio al más allá de todo lo que
existe, como si fuese ajeno a todo y al propio hombre que lo reconoce. El sujeto
religioso afirma o, mejor, reconoce la absoluta trascendencia del Misterio desde la
conciencia de su presencia en la entraña de lo real y en el corazón de la persona. El
reconocimiento de la absoluta Trascendencia, lejos de oponerse a su presencia en la
intimidad de la persona, la supone. Porque, para decirlo con una expresión que sólo
aparentemente resulta paradójica, sólo el que es Totus alius, totalmente otro, puede ser
reconocido y afirmado a la vez y por lo mismo como non aliud, no otro en relación
con todo lo creado39. Sólo el que es Superior summo meo, más elevado que lo más
elevado de mí mismo, puede ser vivido como Interior intimo meo, más íntimo a mí
36
Como dice expresamente Justino en su Apología, 61: Nadie es capaz de poner nombre
al Dios inefable, y si alguien se atreve a decir que hay un nombre que expresa lo que es
Dios es que está rematadamente loco”.
37
Tao Te Ching,,Ed. de Carmelo Elorduy, Tecnos, Madrid, 1996, 25.
38
Referencias en El fenómeno místico, Trotta, Madrid, 22003, pp. 157-173.
39
N. de Cusa, Du non-autre, trad, y notas por H. Pasqua, Cerf, Paris, 2002.
15
mismo que mi propia intimidad, en fórmula difícilmente superable de San Agustín40.
La tradición hindú lo afirma con toda radicalidad en las mismas páginas en las
que expresa la conciencia de la radical trascendencia del Brahman. Sólo del Brahman,
totalmente otro en relación con todo lo mundano, se puede decir que sea la raíz de todo
lo que existe, hasta el punto de afirmar que Brahman es todo y que todo es Brahman.
Sólo quien ha comprendido que es incapaz de pensar el Brahman, puede, superando la
forma objetiva de pensar, descubrirse a sí mismo, descubrir su Atman, surgiendo del
Brahman: "Él es la realidad, él es la esencia y tú eres eso", dice el maestro al discípulo
en una serie de parábolas contenidas en una de las más célebres Upanishads41.
El mismo Nuevo Testamento donde leemos que "a Dios no le ha visto nadie
jamás", y que "habita una luz inaccesible", leemos que "no está lejos de ninguno de
nosotros" y que "en él vivimos nos movemos y existimos" ( Hech 17, 27-28). El mismo
san Juan de la Cruz que ha sembrado sus comentarios al poema En una noche oscura de
las más radicales afirmaciones de la trascendencia divina42, afirma de Dios que se
encuentra con el hombre "del alma en el más profundo centro" para asegurar, al tratar de
precisar cuál es ese centro del alma, que "el centro del alma es Dios”43, remitiendo así a
un último nivel del hombre, el del espíritu, característico de las antropologías religiosas
y de las de los todos los místicos.
El mismo Corán que ha afirmado la trascendencia de Dios insistiendo en su
condición inaccesible e indominable para el hombre, añade que "está muy cerca" del
hombre; "más cerca que su propia yugular44", como subrayan con otras imágenes los
textos de los sufíes.
Cuando los filósofos y teólogos mantienen su reflexión sobre lo divino en
relación con lo que sobre Dios afirman los sujetos religiosos y, tal vez, sobre todo, en
alguna relación con la referencia a Dios que ellos mismos mantienen como sujetos
religiosos, llegan a expresiones conceptuales en las que sigue reflejándose lo
fundamental de las afirmaciones religiosas. X. Zubiri ha afirmado y justificado la
relación entre trascendencia e inmanencia en la comprensión de lo divino en estos
términos: “Ese carácter según el cual Dios está presente en las cosas con una presencia
intrínseca y formal y que, sin embargo, las cosas no sean Dios, es justo lo que yo llamo
trascendencia de Dios en la realidad: la fundamentalidad de Dios es trascendente ...
Trascender no significa estar más allá de las cosas, porque, por el contrario, Dios está
formalmente e intrínsecamente en ellas. La trascendencia de Dios no es un estar más
allá de las cosas... la trascendencia es justamente un modo de estar en ellas, aquel modo
según el cual éstas no serían reales en ningún sentido sino incluyendo formalmente en
su realidad la realidad de Dios, sin que por ello Dios sea idéntico a la realidad de las
cosas. Y esto es lo esencial de la trascendencia divina: no es ser trascendente a las cosas,
sino ser trascendente en las cosas mismas"45.
Pero trascendencia e inmanencia no son para el sujeto religioso dos predicados
con los que pretenda hacerse cargo de la forma de ser, de la esencia de la realidad del
Misterio convertida en objeto de su pensamiento. Trascendencia e inmanencia son el
contenido significativo de una serie de imágenes para expresar las modalidades de una
Presencia con la que se ha encontrado o, mejor, por la que se siente habitado y
40
Confesiones, 3, 6.
Chandogya-Upanishad, 6,9-6,14.
42
Cfr., por ejemplo, Subida, 2, 8, 2-3; 3, 2, 3; 3, 12,1
43
Llama B 1, 12
44
Corán, 50, 16.
45
X. Zubiri, El hombre y Dios, Alianza, Madrid, pp.174-175.
41
16
embargado, y a la que intenta responder con toda su actividad religiosa, que es antes que
nada toda su vida humana vivida de una forma peculiar. La trascendencia y la
inmanencia del Misterio no son para el sujeto religioso ideas con las que delimite
conceptualmente o defina una realidad que fundamente su explicación del mundo.
Trascendencia e inmanencia son las palabras-nociones con las que los intérpretes del
fenómeno religioso tratamos de expresar el significado de las incontables imágenes y
símbolos en los que las tradiciones religiosas han formulado la Presencia enteramente
peculiar de la que surgen y a la que invocan con las palabras-nombre, las palabrassímbolo de los estratos más originarios de la vida religiosa.
Para avanzar, pues, en la comprensión de lo que significa el Misterio es
indispensable que desglosemos el significado de ese tercer rasgo expresado con la
palabra "presencia".
El Misterio santo, Presencia inobjetiva y originante.
Probablemente esta palabra-símbolo sea la fundamental de las tres en las que
venimos resumiendo el significado de las incontables imágenes de los sujetos religiosos
para aquel a quien cada uno de ellos invoca como su Dios. No designa, en realidad, un
objeto, ni siquiera un sujeto considerado como algo con lo que el ser humano entable
una relación de tipo “yo-ello”. “Presencia”46 designa la existencia en reciprocidad, la
existencia de un sujeto que existe relacionalmente en ese acto de darse a conocer, de
automanifestarse e incluso autodonarse que llamamos precisamente hacerse presente.
Un acto, con todo, que requiere para poder ser aplicado a Dios ser elevado a un grado
extremo que expresa el uso del superlativo "Praessentissimus" al que recurren san
Agustín, San Buenaventura, Tauler y otros místicos. El superlativo, que de alguna
manera supone una transgresión de la gramática, intenta expresar la calidad
enteramente original de la presencia a la que se refiere.
Calificada como trascendente, la Presencia se torna, por necesidad, inobjetiva, y,
por tanto, presencia percibida en una cierta ausencia. Pero, por otra parte, la Presencia,
percibida como trascendente en la más íntima inmanencia, aparece no como presencia
dada, añadida al ser ya constituido del sujeto, sino como Presencia que le precede
absolutamente, que le está constantemente originando, que con su acto permanente de
presencia provoca, convoca a la existencia personal, al acto de presencia responsiva
que cada ser humano llama su propia vida.
Por preceder radicalmente al hombre, por ser presencia que lo origina, esa
Presencia se le desvela en todas las modalidades de su ser y se refleja en todas las
facetas de su existencia.
Así, la Presencia trascendente, que escapa por necesidad al conocimiento
objetivo -¿cómo podría ver la presencia gracias a la cual veo? ¿Cómo podría conocer
al gran cognoscente? se preguntan las Upanishads y san Agustín- se me revela como la
verdad por excelencia, al descubrirme a su luz mi ser verdadero y hacerme posible el
conocimiento de la maravilla de todo lo que es. A esto se refiere San Agustín, cuando,
convertido en un “enigma para sí mismo”, y, tras confesar que a ese enigma y a la
pregunta que origina no es capaz de responder su propia alma, comienza la indagación
central de su vida refiriéndose a Dios como el único capaz de ofrecerle una respuesta:
46
Cfr. El desarrollo de la categoría de “presencia” por G. Marcel, en Position et
approches concrètes du mystère ontologique, tr. castellana, Aproximación al misterio
del ser, Encuentro, Madrid, 1987, pp. 64 ss.
17
"¿Quién soy, pues, Dios mío? ¿Cuál es mi condición?”47. A eso se refieren también
numerosas tradiciones religiosas que, cuando hablan del conocimiento de Dios
entienden la expresión como un genitivo subjetivo, el conocimiento que procede de
Dios, que tiene en Dios su sujeto, como condición para que pueda entenderse el
conocimiento de Dios por parte del hombre, siempre precedido por su previa presencia
originante. A este hecho, que supone una inversión en la forma ordinaria del conocer del
hombre, se refiere Pascal cuando escribe, refiriéndose a Dios: "No me buscaríais si no
me hubieseis encontrado”; de ese hecho son un eco las palabras que un místico
musulmán atribuye a su Dios: "Cada grito tuyo: Allah está precedido por un heme aquí
de mi parte”; del mismo hecho dan cuenta las incontables parábolas que narran cómo el
Dios por el que se preguntan los hombres y a quien buscan en peregrinaciones
inacabables no está delante de ellos, en la lejanía, ni por encima de ellos, en las alturas,
sino detrás, a su espalda, como una especie de vis a tergo, en su mismo origen,
moviéndolos a buscarle48. Tras haber creído poder conocer a Dios por las criaturas, los
que progresan en su experiencia descubren "conocer por Dios a las criaturas y no por las
criaturas a Dios"49.
Con estas alusiones no hemos pretendido ofrecer un resumen del contenido que
tienen para los místicos de las diferentes tradiciones la realidad con la que le pone en
contacto su peculiar experiencia. Aun habiendo confesado la incapacidad de su lenguaje
para decir el contenido inagotable de su experiencia, los distintos registros expresivos
de que se sirven y especialmente los más próximos a la experiencia, como son sus
oraciones, multiplican las palabras con las que se refieren a lo más valioso, para dar
cauce a la riqueza de su experiencia y dejar barruntar a sus más próximos algo de la
misma. Entre tales palabras nunca faltan la bondad y el bien sumos, la verdad por
excelencia y la hermosura soberana, nombres para expresar el impacto de la realidad
con la que han entrado en contacto con las dimensiones fundamentales de su propia
condición humana50.
La teología católica ha insistido a lo largo del siglo XX en la necesaria
referencia al Misterio, concebido en los términos precisos que éste término recibe en el
cristianismo, como rasgo esencial y distintivo de la mística cristiana. Éste es, sin duda,
el núcleo de la importante contribución a la teología de la mística de H. de Lubac51. Para
él “Fuera del misterio acogido por el creyente, la mística se desvanece o se degrada (en
“misticismo” podría decirse). Pero fuera de la mística – de una mística al menos
incoativa – el misterio se exterioriza, corre el riesgo de perderse en puras fórmulas, en
abstracciones vacías”. “Entre el misterio y la mística [...] el cristianismo católico
reconoce, pues, una fecundación y una inadecuación recíprocas”. “Siempre el misterio
47
Confesiones, 4, 4; 10, 17.
Algunas referencias a este tema constante en las religiones en J. Martín Velasco, El
encuentro con Dios, Caparrós, Madrid, 31997, pp. 51-54.
49
San Juan de la Cruz, LB 4,5.
50
Cf. a este propósito ,nuestra Introducción a la fenomenología de la religión, cit.
supra, n. 34, pp. 149-159.
51
Una contribución que, a pesar de la cantidad relativamente pequeña de páginas
consagradas expresamente a la mística, constituiría, según el propio autor, uno de los
núcleos centrales de su obra. “Es, escribía en una nota que data de 1956, desde hace
bastante tiempo la idea de mi libro sobre la mística lo que me inspira en todo; de él saco
mis juicios; él me aporta el criterio para la clasificación de mis ideas. Pero este libro no
lo escribiré. Está por encima de mis fuerzas físicas, intelectuales y espirituales”.
Mémoire sur l’occasion de mes écrits, Culture et Vérité, Namur, 1989, 113.
48
18
planea sobre el místico; determina su experiencia, la especifica, es su norma absoluta”.
De ahí, la relación indisoluble y estrechísima de la experiencia mística con la fe, a la
que nosotros nos referiremos, desde el punto de vista de la fenomenología, en el
apartado siguiente. “La experiencia mística del cristiano no es una profundización de sí
mismo; es, en lo más íntimo de su ser, profundización de la fe. La interioridad cristiana
no es nunca y no puede ser interioridad pura; cuanto más se ahonda, más realiza el
movimiento intencional que lleva al místico más allá de sí mismo, en la dirección de la
Fuente que no deja de llenar su abismo”. “La mística es interioridad de la fe, por
interiorización del misterio, Pero a medida que es interiorizado el misterio, la fe en este
misterio remite al místico fuera de sí”52.
La actitud teologal, respuesta original del sujeto a la presencia del Misterio.
La naturaleza del contenido de la experiencia mística condiciona la naturaleza del
encuentro con ella y exige y muestra como su raíz una peculiar actitud humana en la que
el sujeto deja de ser el sujeto activo y el centro de la relación y se descubre descentrado
y convocado por la realidad que la provoca. En el contexto religioso tales experiencias
son una modalidad concreta de la respuesta humana que origina el conjunto de la vida
religiosa: la del reconocimiento, la aceptación, la acogida de la presencia de esa realidad
enteramente trascendente que se le desvela y se le autoentrega desde lo más íntimo de
su propia intimidad. Tal respuesta coincide con lo que en el cristianismo denominamos
actitud teologal, es decir, fe-esperanza-caridad; el judaísmo se refiere a ella como
actitud de obediencia y fidelidad; la religión musulmana como islam: sometimiento
incondicional a la voluntad de Allah; otras tradiciones, como determinadas corrientes
del hinduismo, viven e interpretan esa actitud con términos homólogos tales como
bhakti: entrega amorosa en las manos de la Divinidad; en el budismo tal actitud es
representada como nirvana; en el taoismo, como wu-wei, es decir, no acción o
conformidad plena con el Tao, etc53.
Sin entrar en una fenomenología de la actitud creyente, a la que nos referiremos con
algún detalle más adelante, puede ser útil subrayar su radical novedad frente a las
actitudes que el hombre adopta frente al resto de las realidades mundanas, y su
condición de único medio posible para toda relación, sea cual sea su modalidad
concreta, del hombre con el Misterio. Si frente al resto de las realidades mundanas el
hombre se comporta como sujeto que las convierte en objetos de sus diferentes
facultades, como centro en torno al cual todas ellas giran y en función del cual ellas
existen, es evidente que la realidad absolutamente trascendente del Misterio no puede
ser término de una relación de ese estilo. Para que el Misterio pueda aparecer en el
horizonte de su vida, el hombre debe comenzar por trascenderse a sí mismo, por salir de
sí y descentrarse, para que la realidad del Misterio pase a ocupar el lugar de centro de la
iniciativa que corresponde a su condición de ser y bien sumo. Frente al Misterio, el
hombre deja de ser sujeto único de la relación, y sujeto activo y centro de la iniciativa,
para pasar a ser, no objeto, pero sí sujeto fundamentalmente pasivo de la relación. Deja
de ser, se ha dicho, “conciencia intencional”, para pasar a ser “conciencia convocada”54.
52
“Mystique et Mystère”, en, Théologies d’occasion, Desclée de Brouwer, Paris, 1984,
37-76; las citas en pp. 58-61.
53
Desarrollo de esta descripción en El fenómeno místico, o. c., 271 ss.
54
Para el desarrollo de la descripción aquí apuntada, me permito remitir a las páginas
citadas en la nota anterior y a La experiencia cristiana de Dios, Trotta, Madrid, 52006,
pp 37-45.
19
Los místicos tienen plena conciencia de la necesidad de esta inversión de
intencionalidades para entablar la relación con lo divino e insisten incansablemente en
que la fe es el único medio para llegar a la unión con Dios. Para ellos la experiencia
mística no es, por tanto, una forma de relación con Dios que tenga lugar al margen de la
fe o que la sustituya, sino la “vivenciación” en las diferentes facetas de la condición
humana: la razón, el sentimiento, la voluntad, y en el conjunto de la vida, del acto de
entrega de sí a la Presencia originante y convocante de la realidad sobrehumana raíz y
contenido de la experiencia. De la experiencia mística, como de las “visiones” que
puedan acompañarla dirán todos ellos, como San Juan de la Cruz dice de María
Magdalena y de los primeros discípulos, que no creen porque vean, sino que ven
porque creen55. Todos los místicos cristianos parecen haber interiorizado las palabras de
Jesús a Marta ante el sepulcro de Lázaro: “si crees, verás la gloria de Dios” (Jn 11, 40).
De esta raíz creyente que la presencia del Misterio impone a la experiencia mística,
se deducen las propiedades que caracterizan a las diferentes experiencias místicas.
Rasgos característicos de las experiencias místicas.
La primera es la convicción que en ellas se expresa de haber entrado en contacto con
un más allá de lo visible, de haber sido agraciado con el descubrimiento de una realidad
enteramente nueva o con la desvelación de zonas, dimensiones o niveles enteramente
nuevos de lo real. Bajo formas negativas: "esto, es decir, la vida ordinaria y el mundo
que en ella se ofrece, no es todo"; o positivas, el sujeto místico tiene conciencia de
alcanzar otro nivel de realidad, un nivel más elevado y más íntimo que no puede ser
percibido ni por los sentidos ni por la mente que actúa sobre la base de los sentidos.
Esta primera propiedad, derivada directamente de la naturaleza enteramente peculiar
de su contenido, produce una transformación completa de su estructura, cuya primera
manifestación es la superación por las experiencias místicas de la condición de
objetivas, común a todas las experiencias intramundanas. En ellas el hombre no se
comporta como sujeto frente a una realidad objetiva, que le salga al paso y de la que
pueda hacerse cargo. Bajo formas distintas, como la impresión de estar sumido en la
totalidad de lo real, de fundirse con aquello que se le da en la experiencia, o de estar
engolfado en ella, o haber sido "tocado" por ella, el místico entra en contacto con una
realidad que le precede, le envuelve y le llama a unificarse con ella.
De esta primera propiedad se sigue la completa pasividad de la misma. Las
experiencias místicas no son el resultado de búsquedas o esfuerzos personales.
"Acaecíame", dice Santa Teresa cuando se refiere e ellas. Se trata, añaden otros, de una
"infusión en el alma" por parte de la misma realidad experienciada, de un "toque
sustancial" que ella produce. La misma palabra con la que el Pseudo Dionisio expresa el
carácter experiencial del nuevo contacto con lo divino que llama "teología mística",
pati, en oposición a discere, significa experienciar y padecer, es decir comportarse
pasivamente. Lejos del hacerse cargo que comporta el conocimiento intelectual como
aprehensión de lo real, la experiencia mística es vivida como un ser tomado por la
realidad conocida. Refiriéndose a una experiencia que todos sus intérpretes califican de
mística, Simone Weil la describe en estos términos: "Jesucristo mismo descendió y me
tomó"56. De ahí que, cuando el místico habla de los actos de conocimiento, deseo o
amor de Dios en que se desgrana su experiencia mística, el genitivo tenga en todos los
casos, como indicábamos hace un momento, valor de genitivo subjetivo, como
55
56
3 Subida, 31, 8
A la espera de Dios, Trotta, Madrid, 1993, 41.
20
conocimiento, deseo y amor que tiene en Dios su origen, y no de un genitivo objetivo
que se refiera a actos que tengan a Dios por objeto.
Desde la descripción que ofreciera W. James de la experiencia se viene subrayando
como una de sus peculiaridades su carácter "noético", es decir su condición de
experiencias cognoscitivas, que ponen en comunicación con lo real. La experiencia
mística puede comportar sentimientos y estados de ánimo, pero que ponen en contacto
con la realidad. En la estela de su descripción, otros psicólogos han destacado la
"penetración intuitiva" de la experiencia mística que permite a quien la vive entrar en
contacto con lo que se le ofrece en ella de una manera particularmente íntima, más allá
del orden de las apariencias vigente en la vida ordinaria, el orden de la ilusión, maya,
en que vive el sujeto que se limita a ella. "Por primera vez, escribe un autor que ha
pasado por una “experiencia mística profana”, he entrado en contacto con la realidad
real, el orden escondido de las cosas” (A. Koestler). Los místicos de las diferentes
tradiciones religiosas, confiesan no saber más cosas sobre Dios, no disponer de nuevos
contenidos conceptuales, pero después de su experiencia califican todo lo que hasta ese
momento sabían como un saber de oídas, en comparación con el saber, enteramente
nuevo, gracias al cual han "visto y oído" por ellos mismos.
De ahí, la certeza subjetiva que acompaña los estados místicos. Una certeza tal que
quienes los viven confiesan dudar antes del testimonio de los sentidos que de lo que se
les ha ofrecido en ellos. Santa Teresa, refiriéndose a la experiencia de la presencia de
Dios escribe: "Acá sí; que sin verse se imprime con una noticia tan clara que no parece
se pueda dudar, que quiere el Señor estar tan esculpido en el entendimiento que no se
puede dudar más que lo se ve ni tanto; porque en esto (en lo que se ve) algunas veces
nos queda sospecha si se nos antojó; acá, aunque de presto dé sospecha, queda por una
parte gran certidumbre que no tiene fuerza la duda". "Una palabra de éstas... trae
consigo esculpida una verdad que no la podemos negar"57.
Tal certeza no se traduce, sin embargo, en la perfecta claridad de quien se hace una
idea clara y distinta, una idea adecuada, de lo que conoce. Por entrar en contacto con la
realidad conocida por otros cauces de los ordinarios de los sentidos y los conceptos, la
certeza, basada en una luz que viene de más allá que el propio sujeto, es
consustancialmente oscura, tanto por el tipo de experiencia, como por el medio de
conocimiento, la fe, como por la realidad conocida, la "tiniebla luminosa", el "rayo de
tiniebla" de la Divinidad que está más allá de los objetos del conocimiento ordinario.
San Juan de la Cruz resume estos dos aspectos contrapuestos de la experiencia en el
verso estribillo del Cantar del alma que se huelga de conocer a Dios por la fe: "Que
bien sé yo la fonte que mana y corre, aunque es de noche".
La oscuridad nunca superada de la experiencia mística da lugar a la utilización por
toda una tradición mística del símbolo de la noche para referirse a una fase insoslayable
del proceso, o, mejor, a un elemento consustancial de su estructura. Tal tradición tiene
su origen, en la historia de la mística cristiana, en San Gregorio de Nisa, para quien el
itinerario espiritual, siguiendo el modelo de Moisés, discurre, de la llamarada de la zarza
ardiente, pasando por la nube que envuelve el Sinaí, a la más profunda oscuridad que
supone para el hombre la condición misteriosa de Dios, que se expresa en el “paso” de
Dios, de espaldas, ante Moisés, escondido en la hendidura de la roca y protegido por la
mano de Dios, porque “no puede el hombre ver a Dios y seguir en vida” (Ex 33, 18-23).
A esa tradición pertenece también el Pseudo Dionisio que introduce dos imágenes que
servirán de referencia permanente a la tradición apofática: la del “rayo de tiniebla de la
divina supraesencia” y la de la “misteriosa tiniebla del no saber”. El símbolo de la noche
57
Vida, 38, 16
21
adquiere un lugar central en la experiencia y la obra de J. Tauler, quien la presenta
como obscura ac tenebrosa, tiempo de desierto, tentación y duda, al mismo tiempo que
como momento de luz, de gracia y de dicha.58. San Juan de la Cruz es seguramente el
místico de la noche por excelencia. Por la densidad y la belleza que reviste el símbolo
en el poema que lleva su nombre y por la profundidad del comentario que le consagró.
Sin entrar aquí en la interpretación de ese símbolo extraordinariamente denso, baste
recordar que la noche es para el carmelita español un componente de toda experiencia
de Dios, porque el tránsito al que se refiere la supone por “el término de donde el alma
sale”, que comporta la privación del gusto de todas las cosas, “la cual negación y
carencia es como una noche para todos los sentidos del hombre”; la supone también por
el medio o camino que conduce a la unión que es “la fe, que es también oscura para el
entendimiento como noche”; y la supone, finalmente, por el “término a donde va, que es
Dios, el cual ni más ni menos es noche oscura para el alma en esta vida”59. Señalemos
que también para nuestro místico en la noche el alma va “en amores inflamada”, con la
“luz y guía” que “en el corazón ardía” y que la noche es a la vez “amable más que la
alborada”.
Anotemos, sin entrar en su desarrollo, como nuevos rasgos característicos de la
experiencia mística su simplicidad o sencillez extrema; su carácter holístico o
totalizador, por tener lugar en el centro mismo del sujeto y afectar a todas sus
dimensiones; su inefabilidad radical, su condición de experiencia fruitiva: "que a vida
eterna sabe", como canta el poema Llama de amor viva60.
A pesar de la variedad de las experiencias místicas y las notas no siempre fáciles de
reducir a la unidad que las caracterizan, la comparación de las descripciones que de
ellas ofrecen los místicos, producen una profunda impresión que expresó por todos sus
estudiosos Evelyn Underhill: “Estas descripciones poseen una extraña nota de certeza,
una nota de pasión todavía más extraña, un misterioso realismo que les es propio y que
significa, donde quiera que las encontramos, que su origen no es la tradición sino la
experiencia directa. Impulsados a negar todo lo que sus mentes racionales han conocido
[...] estos contemplativos todavía son capaces de comunicarnos un algo difuso, de
darnos noticia de una realidad específica y actual, de un Absoluto inmutable en el que
han logrado una visión verdadera. Los místicos coinciden de tal manera en los informes
que nos dan acerca de esta realidad que resulta obvio que todos ellos han estado en el
mismo país y han experimentado el mismo estado espiritual. Aún más, nuestras mentes
interiores dan testimonio a su favor. Nos encontramos con ellos a mitad de camino.
Sabemos instintiva e irrefutablemente que dicen la verdad; y suscitan en nosotros una
nostalgia apasionada, un sentimiento amargo de exilio y de pérdida”.61
La experiencia mística como unión con Dios.
Apoyándonos sobre todo en los textos de los místicos cristianos, aunque advirtiendo
que nuestras afirmaciones encuentran también apoyo en místicos musulmanes y judíos,
podemos ofrecer, como centro y resumen de la experiencia mística, que en ella, el sujeto
58
Cf., A.M. Haas, “Die Arbeit der Nacht”, en Mystik als Aussage, o.c., 411-445.
Tratamiento más detenido del tema en nuestro estudio “La experiencia de Dios desde
la situación y la conciencia de su ausencia”, en La experiencia cristiana de Dios, Trotta,
Madrid, 52006, 149-184.
60
Desarrollo de todas estas propiedades en El fenómeno místico, o. c., 319-356.
61
Mysticism, Methuen, London, 1967, 338. Trad. cit., pp. 381-382.
59
22
vive, en la inmediatez mediada del contacto amoroso, la unión más íntima con la
realidad misma de Dios presente en lo más profundo del ser del sujeto. Tres elementos
aparecen en esta descripción quintaesenciada de la experiencia mística: la unión íntima
con Dios como contenido y meta de la experiencia; su condición de experiencia
inmediata en la mediación del alma y en la huella que deja la presencia de Dios en ella;
y el amor como camino y medio para la unión.
La unión es la forma más frecuente de expresar el grado último, la esencia, la forma
más perfecta de la experiencia mística62. Porque, aunque las categorías para expresar esa
esencia son ciertamente variadas: éxtasis, contemplación, visión de Dios, deificación,
estado teopático, etc., la categoría clave es probablemente la de la unión con Dios.
Unión con Dios remite a un ideal realizado de muchas maneras; éstas dependen sobre
todo de la comprensión que la palabra Dios tenga en el contexto vital y religioso o no
religioso del místico. Ciñéndonos al contexto monoteísta y más propiamente cristiano,
en los primeros siglos del cristianismo la presencia de la expresión es ciertamente
escasa, aunque no falten expresiones equivalentes. En cambio, a partir del siglo XII el
vocabulario de la unión invade toda la literatura de la experiencia y sobre la experiencia
mística. Curiosamente para referirse a esa unión, muchos estudiosos de la mística
remiten a la expresión unio mystica, aunque tal expresión no aparezca como tal en los
propios místicos hasta el siglo XVII. La referencia a la unión por parte de los místicos
se alimenta de dos fuentes: la Escritura y, en especial los escritos joánicos y paulinos; y
la "espiritualidad filosófica" contenida en la tradición platónica y sobre todo en Plotino.
Para comprobar la importancia de la expresión "unión con Dios" en la vida y la
literatura mística basta observar los “rótulos”, títulos e introducciones de los grandes
comentarios de San Juan de la Cruz a sus poemas: "Trata de cómo podrá un alma
disponerse para llegar en breve a la divina unión" (Subida); "Declaración de las
canciones del modo que tiene el alma en el camino espiritual para llegar a la unión con
Dios" (Voche); "Declaración de las canciones que tratan de la muy íntima y calificada
unión y transformación del alma en Dios" (Llama).
B. MacGinn ha puesto de relieve en su citado estudio la existencia de dos formas
principales de unión, tanto en la mística cristiana como en la islámica: la que denomina
unitas spiritus, que tiene en los autores cristianos como base el texto Paulino: "Quien se
adhiere al Señor se hace un solo espíritu con él" (1 Cor 6, 17); y la unitas indistinctionis.
La primera, presente en san Bernardo, los cistercienses y los victorinos, se presenta
como una unión afectiva, operacional, realizada por la voluntad y el amor; la segunda es
descrita como unión ontológica y sustancial, se basa especialmente en expresiones
tomadas del Evangelio de Juan y aparece en los escritos de las mujeres místicas del
siglo XIV Hadewij de Amberes, Mechthilde de Magdeburgo y Marguerite Porete, así
como en los textos del maestro Eckhart y de J. Ruusbroec. Santa Teresa y San Juan de
la Cruz, aunque utilicen a veces imágenes que pertenecen a un acervo común con las
tradiciones de la unión de indistinción, mantienen con claridad que la unión del
matrimonio espiritual no conlleva la fusión de las sustancias, sino la conformidad de las
voluntades. Semejante en todo a esta clasificación es la que otros autores proponen de
“místicas del encuentro” y “místicas del Absoluto” o de la sustancia.
Expresada en términos de unión, la experiencia del místico parece llegar al contacto
directo inmediato por el que el místico parece suspirar a lo largo de todo el proceso:
62
Para este tema es fundamental el estudio de B. McGinn, “Love, Knowledge and Unio
mystica in the Western Christian Tradition”, en M. Idel/B. McGinn (eds.), Mystical
Union and Monottheistic Faith. An Ecumenical Dialogue, VewYork-London, 1989, 5986
23
"Dime tu nombre"; “muéstrame tu rostro"; "manifiéstame tu gloria"; "véante mis ojos";
"descubre tu presencia", etc. El conocimiento que tal unión procura se distingue de
todas las otras formas de conocimiento: "la diferencia está en la experiencia tanto
objetiva como subjetivamente más directa, a veces incluso inmediata de la presencia
divina63". Pero la verdad es que ni en los momentos supremos termina de romperse "la
tela de ese dulce encuentro" (san Juan de la Cruz), que constituye la condición corporal,
mundana de la persona en su vida terrena. Por eso hablamos, con otros muchos autores,
de una "inmediatez mediada" en el contacto con Dios que procura la experiencia
mística. Se trata de contacto "inmediato" en la medida en que nada ajeno al sujeto en su
centro más personal se interpone entre la presencia divina y su propio ser. Pero tal
inmediatez se declara mediada porque es en la huella de la acción de Dios en el alma, en
el alma misma convertida toda ella en medio de percibir a Dios (J. Maritain), donde se
le hace presente al sujeto la presencia, "los ojos deseados que llevo en mis entrañas
dibujados".
En cuanto al tercer elemento aludido, el del amor como medio privilegiado para la
unión, es bien sabido que se ha distinguido una mística de talante intelectual, para la
que la experiencia consistiría esencialmente en la contemplación de Dios, y sería por
tanto obra de la inteligencia, y otra de talante afectivo para la que la unión se realiza por
medio del amor, que tiene en la voluntad su órgano principal. Sin entrar en esta
"cuestión disputada", baste observar que el encuentro con Dios, por realizarse "del alma
en el más profundo centro", tiene lugar más allá de los actos propios de las facultades
humanas, pero que en las dos, entendimiento y voluntad, redunda la unión de Dios con
el sujeto. En este sentido decía san Gregorio en una sentencia frecuentemente citada:
"amor ipse notitia est", el mismo amor es conocimiento. Por eso puede afirmarse que,
"si hay diferencias entre los místicos en esta cuestión, éstas se refieren más bien al papel
que desempeñan el intelecto y el amor en el camino hacia la unión y en el disfrute de la
misma"64. Recordemos además la permanente referencia a las dos facetas del sujeto
cuando se describe la esencia de la contemplación, que no deja de ser otro nombre para
la unión: "la contemplación es ciencia de amor... noticia de Dios amorosa"; "advertencia
amorosa simple y sencilla, como quien abre los ojos con advertencia de amor"65.
Como conclusión de esta demasiado compendiada exposición de lo fundamental de
la estructura del fenómeno místico cabe afirmar que, si todo en sus principales
manifestaciones remite a la experiencia como su elemento central, una fenomenología
fiel de la experiencia mística descubre por debajo de ella la actitud teologal de la que la
experiencia es vivenciación en las diferentes dimensiones de la persona. Parafraseando
el credo ut intelligam, todo místico podría decir, como un autor medieval: Credo ut
experiar, creo para llegar a la experiencia. Donde se percibe, a la vez, que la fe “tiene
vocación de experiencia” (H. De Lubac), “necesita experiencia” (G. Lohfink) y que, en
lugar de escapar al orden de la fe, la mística pertenece de lleno a la vida de la fe, es una
“vida de pura fe”, una “vía de pura fe” (Fénelon). Es decir, que la experiencia mística
depende, vive y se alimenta de la fe66.
63
B. McGinn, The Presence of God. A History of Western Christian Mysticism. The
Foundatios of Mysticism, SCM Press, London, 1991, p. 330
64
B.McGinn, loc. cit, supra, n. 62, p. 85
65
San Juan de la Cruz, 2 Voche, 18, 5; Llama B, 3, 33.
66
Desarrollo de este aspecto central en nuestra concepción de la experiencia mística en
El fenómeno místico, o. c., 271ss. Numerosos y elocuentes textos en apoyo de esta
interpretación de la experiencia mística en H. De Lubac, “Mystique et Mystère” en,
Théologies d’occasion, Desclée, Paris, 1984, 57-61.
24
Pero la misma fe, vertiente subjetiva de la relación con Dios, surge de, descansa en y
se orienta hacia la Presencia trascendente con la que esa actitud pone en contacto.
Imposible, pues, dar cuenta de la experiencia mística sin la referencia al Misterio,
entendiendo por tal la presencia, es decir, la autodesvelación y autodonación en el
centro de la persona humana de la absoluta trascendencia que precede, acompaña y atrae
hacia sí la vida toda de la persona. La experiencia mística aparece, pues, como el lado
subjetivo de un hecho que tiene su raíz última más allá del sujeto.
La necesaria referencia de la experiencia mística a la fe, hace que, en las formas de
mística religiosa, la experiencia nunca pueda ser tomada por camino ajeno al de la fe o
alternativo a ella. Sólo desde ese más allá reciben una explicación adecuada los rasgos
peculiares del lenguaje místico, de los estados de conciencia, de las formas de vida de
los místicos, así como las características de la experiencia que se expresa en ellas. De
ese origen trascendente da testimonio la experiencia y la vida toda del místico, sin que
consiga convertirlo en objeto directo de captación ni para sí mismo ni, por supuesto,
para los que reciben su testimonio. Si estos últimos pueden sospechar algo de la realidad
de la que el místico tiene ese conocimiento experiencial, será porque también ellos
participen en alguna medida de su misma experiencia, o porque sin haber pasado por
ella tienen en su propia condición humana, en la apertura de su razón y en la
profundidad de su deseo, la huella de la realidad trascendente que permite a la
descripción del místico despertar en ellos ecos de lo que él ha vivido.
La atención a la presencia del Misterio como núcleo y manantial del que fluye el
fenómeno en su conjunto hace que la condición de místico no sea exclusiva de una
minoría de sujetos agraciados con experiencias extraordinarias. Como ha escrito H.
Bremond, “Buenos o malos, paganos o cristianos ( y yo añadiría: personas religiosas o
no religiosas ), Dios está en nosotros. O, mejor, nosotros estamos en él... Él está en
nosotros anteriormente a todos nuestros actos y desde el mismo momento en que
existimos. Él es como el principio viviente de toda vida, presente en lo que hay de más
yo en mí mismo. (De manera que) todos somos místicos en potencia y nos convertimos
en tales desde el momento en que tomamos de alguna manera conciencia de Dios en
nosotros, desde que experimentamos de alguna manera su presencia; desde el momento
en que ese contacto permanente y necesario entre él y nosotros se nos hace sensible,
adquiere el carácter de un encuentro, un abrazo, una toma de posesión”. “Los místicos,
añade, no son superhombres. La mayoría de ellos no sufre éxtasis, no tiene visiones.
Puede ser, yo estoy persuadido de ello, que en la más modesta oración, más aún, en la
menor emoción estética, se esboce ya una experiencia del mismo orden y ya mística,
aunque imperceptible y evanescente”67
Así descrita la estructura del fenómeno místico, y dejando de lado cuestiones como
la de la presencia de alguna forma de mística en toda religión y la posibilidad de
experiencias de alguna manera místicas al margen de las religiones, pasamos a
preguntarnos por la relación entre mística y vida monástica en el interior de la tradición
cristiana68.
Vida monástica y mística69.
67
Autour de l’humanisme, Bernard Grasset, Paris, 1937, 248-249.
Para esas dos cuestiones remito a las obras ya citadas: El fenómeno místico. Estudio
comparado, Trotta, Madrid, pp. 25-34 y 97-130, y, de forma resumida, Mística y
humanismo, PPC, Madrid, 2007, pp.97-111.
69
Sobre la cuestión me parece imprescindible B. McGinn, o.c. supra n. 63,
especialmente: El giro monástico y la mística, pp. 131-182. Algunas ideas sobre la
68
25
Tengo la impresión de que, tanto en la presentación de la historia y la fenomenología
del monaquismo, como en la imagen que prevalece en nuestro tiempo sobre los monjes
y su vida predomina una visión que subraya la forma de vida, el ordo monastichus,
sobre la condición contemplativa de esa vida y, por tanto, la experiencia y la vida
mística de quienes la viven. Ahora bien, basta asomarse al estudio de la historia de la
mística – sobre todo cristiana – para descubrir que desde los comienzos de la vida
monástica hasta bien entrada la Edad media la historia de la mística cristiana está
compuesta casi exclusivamente por monjes y que los escritos por los que ha llegado
hasta nosotros esa historia son escritos de monjes. El hecho no es casual. El estudio del
monaquismo muestra igualmente la estrecha y permanente connivencia existente entre
vocación y vida monástica, por una parte, y experiencia de Dios, por otra. Además, los
monjes han desarrollado a lo largo de su historia una teología, una forma peculiar de
“conocimiento de Dios”, la teología monástica, que constituye una peculiar forma de
teología mística, de una riqueza inagotable, y de la que se han alimentado todas las
personas y las corrientes místicas posteriores. De hecho, de varios de los grandes
testigos de la vida monástica: Gregorio de Nysa (él mismo no monje), Agustín,
Pseudodionisio, Casiano, Gregorio Magno, se ha dicho con razón que son, tras el
Evangelio de Juan y los escritos de Pablo, la fuente o los padres de la mística cristiana70.
La raíz de este hecho está sin duda en la proximidad y la convergencia del ideal de vida
monástico con la contemplación, la experiencia vivida de Dios y la búsqueda de la
transformación en Él. Buscando el rasgo distintivo de la espiritualidad monástica, Dom
J. Leclercq lo ha descrito en estos términos: “La vida monástica puede definirse como
una vida religiosa que no tiene fin secundario. El monje se propone pura y simplemente,
en su esencia y en todas sus circunstancias, buscar a Dios y nada más”; “vivir para Dios
solo”. A esto se ordenarían los dos elementos característicos de la ordenación de la vida
del monje: el retiro del mundo, y la parte privilegiada otorgada en la distribución de su
tiempo a la oración.
En realidad textos como los citados no hacen más repetir temas presentes desde los
orígenes del monaquismo. Recordemos, por ejemplo que de Evagrio Póntico se ha
escrito que es “uno de los primeros en haber hecho de la oración contemplativa,
entendida como conocimiento esencial de la Trinidad, toda la esencia de la vida
monástica, ligando así las fuerzas del monaquismo y las de la mística”71.
En realidad puede afirmarse sin vacilación que todos los elementos de la ordenación
monástica de la vida tienden a eso: a facilitar al monje la mejor realización de la
contemplación. Retiro del mundo, soledad, silencio, privaciones y ejercicios ascéticos,
la práctica de la oración y la compunción (san Gregorio Magno), todo está orientado a
hacer posible “vacar al cuidado del alma”, “vacar a Dios”. “La finalidad del monje y la
cuestión en mis dos notas: “Los monjes, identidad y misión en nuestro tiempo”, en
RET, 55 (1995), 5-27; y “Aportación de la vida monástica a la pastoral de la experiencia
de Dios”, en Cistercium 53 (2001) 249-272.
70
Es sabido que ese título ha sido atribuido a varios de ellos. Cf., K. Richstäter, “Der
Vater der christlicen Mystik und sein vorhängnisvoller Einfluss”, Stimmer der Zeit, 114
(1928); y H. Crouzel, “Grégroire de Nysse est-il le fondateur de la théologie mystique?
RAM 33(1957),pp.189-202, ambos citados en Isabel de Andía, “Union mystique et
théologie mystique” en Philippe Capelle (éd.), Expérience philosophique et expérience
Mystique, Cerf, Paris, 205, pp. 147-167.
71
B.McGin, Patricia Ferris McGinn, La transformation en Dieu. Douze grands
mystiques, Cerf, Paris, 2006, pp. 50-51
26
perfección del corazón tienden a una sola cosa: la perseverancia continua e
ininterrumpida en la oración”72. Ésta es la esencia de la vida monástica: la oración pura
y perpetua; una oración que tiende a la “absorción en la unión de amor que une a las
personas de la Trinidad”.
Guillermo de Saint Tierry escribe, siglos más tarde, en la misma dirección: “A los
demás toca servir a Dios, a vosotros, uniros a él. A los demás pertenece creer en Dios,
tener noticia de él, amarle y adorarle. A vosotros, saborearle, entenderle, conocerle,
gozarle”. E Isaac de Stella: “El gozo, el amor, la delectación y la suavidad, la visión, la
luz, la gloria es lo que Dios exige de nosotros, aquello para lo cual Dios nos hizo […]
Que todas nuestras actividades, el trabajo como el reposo, la palabra como el silencio,
estén orientados a este fin”73.
De esa compenetración entre vida monástica y contemplación da testimonio el
rasgo que, según las descripciones antiguas y las modernas fenomenologías del
monaquismo, constituye su centro. “Los monjes, escribe el primero en haber utilizado la
expresión “teología mística”, el monje conocido como Pseudodionisio, son llamados así
porque su vida, lejos de estar dividida, permanece perfectamente una, porque se
unifican a sí mismos por un santo recogimiento que excluye toda disipación, de forma
que tiendan a la unidad de una conducta conforme a Dios y hacia la perfección por el
amor divino”74. “El monje, dirá otro autor antiguo, debe realizar su nombre de manera
efectiva y ser unificado en su interior y en su exterior. Y no debe haber en él nada que
no sea él y aquel que habita en él, Cristo, el cual no consiente establecerse en él si no
está sólo” (es decir unificado). O como resume una excelente fenomenología de la vida
monástica: “El monachos, pariente del aplous es el no dypsijós, el que no es doble de
alma. El que no se divide en actividades; el que realiza la unidad en su vida,
consagrándose por entero al servicio del Unum necessarium, el consagrado al servicio,
al amor Dios, con todo el corazón”75.
Basta recordar nuestra anterior descripción de la actitud teologal, centro de la
vida mística, para ver que la esencia del monaquismo así descrita no es otra cosa que la
puesta de toda al vida al servicio del reconocimiento de la presencia amorosa del
Misterio en el que “vivimos, nos movemos y existimos”, como lo único necesario. La
vida monástica es por eso la puesta en ejercicio del “sólo Dios basta”; la ejercitación
permanente del más estricto monoteísmo: Dios es Dios y sólo Dios es Dios. Dios es el
Absoluto para el hombre y sólo Dios es Absoluto para él. Vista así, la vida monástica no
es sólo una organización de la vida que favorezca la contemplación, la experiencia de
Dios. Es el propósito de convertir la propia vida en experiencia de Dios.
Pero esta implicación entre experiencia de Dios y vida monástica ha dado a esa
experiencia unos rasgos peculiares que ponen de manifiesto las peculiaridades de la
mística monástica, forma por excelencia de mística hasta el siglo XII. Tales
72
Casiano, Collationes, Vol II, traducción y edición de Dom E. Pichery, Sources
chrétiennes, Conférences VIII-XVII, nº 54, Cerf, Paris, 1958, p. 40.
73
Citados en Dom Bernardo Olivera, “¿Escuela de amor místico?”, Mística
Cisterciense. I Congreso Internacional sobre Mística Cisterciense, Ávila, 9-12 de
octubre, 1998. Ediciones de Monte Casino, 1999.
74
La jerarquía eclesiástica, VI, 1, 3
75
A. Guillaumont, “Esquisse d’une phénoménologie du monachisme”, y “Perspectives
actuelles sur les origines du monachisme” reunidos en su obra Aux origines du
monachisme chrétien , Col. Spiritualité chrétienne, nº 30, 1979. También R. Pannikar,
Elogio de la sencillez, Verbo Divino, Estella, 1993; y Juan Mª de la Torre, “El sentido
fundamental de la vida monástica”, Cistercium, 42 (1990), 49-64.
27
peculiaridades aparecen con claridad en las grandes creaciones de esa peculiar teología
mística que es la teología monástica.
Sin entrar en los muchos problemas que encierra la expresión, me contentaré
con ofrecer una resumida descripción de su contenido que permite percibir su
parentesco con una verdadera teología mística en el doble sentido, tradicional desde el
Pseudodionisio, de forma enteramente peculiar de conocimiento de Dios, y moderno, de
descripción y reflexión sobre ese conocimiento.
J. Leclercq distingue, refiriéndose a la Edad Media, tres teologías: la pastoral, no
sistemática, que se estudia en las escuelas de las ciudades y tiene como fin dotar a los
clérigos de los conocimientos indispensables para el cuidado de los fieles; otra,
especulativa o escolástica, organizada en tratados y sumas, elaboradas siguiendo un plan
sistemático, que se sirve de la lógica y la dialéctica, procede por cuestiones y a partir de
definiciones nocionales; y otra teología, la monástica, propia de los claustros
monásticos y canonicales, de estilo sapiencial, que toma como punto de partida la
experiencia y que utiliza como géneros literarios los sermones, cartas e instrucciones
espirituales. Ésta última es una teología cultivada fundamentalmente por monjes,
determinada por el fin y las ocupaciones de la vida monástica, alimentada por la lectura
de la Sagrada Escritura y los Padres, centrada en los misterios de la salvación y
orientada al desarrollo de la vida espiritual. Se trata de una reflexión que prolonga la
cultivada por los Padres, aunque menos preocupada por las polémicas contra las
herejías, dedicada a contemplar pacíficamente, en el marco de la vida litúrgica, los
esplendores de la revelación76.
Su punto de partida, tomando como fuente principal el texto bíblico, es una
“experiencia interior, que es experiencia de Dios”, que esa teología describe para
comunicarla y hacer posible la participación en ella por parte de sus lectores. En
resumen, y centrándonos en lo esencial, la teología monástica sería la descripción de y
la reflexión sobre la experiencia de Dios. Esa relación con la experiencia orienta el
significado de “teología monástica” hacia una forma peculiar de conocimiento, de
contacto, de experiencia de Dios. En ese sentido, la teología monástica continúa la
tradición de Evagrio para quien la teología es el conocimiento que une a Dios; el
teólogo no es el que habla de la Trinidad, sino el que está habitado por ella y en quien la
teología está tan unida a la práctica de la contemplación que, en su Tratado sobre la
oración, pudo escribir: “¿Eres teólogo? Tu oración es verdadera. ¿Es tu oración
verdadera? Eres teólogo”.
Pero ¿qué significa el término “experiencia” en esta forma de teología monástica
y mística a la vez? Se ha insistido mucho y con razón en la comprensión notablemente
diferente del significado de “experiencia” en esa teología y en la mística y la reflexión
sobre ella surgida en la época moderna. En efecto, en la época del descubrimiento y el
cultivo de la subjetividad y en estrecha relación con ella, la mística cristiana ha cobrado
la forma de una experiencia en la que se subraya la vivencia por el sujeto – dispuesto
por un más o menos largo camino de preparación ascética - de la relación en lo más
íntimo de la persona con la Presencia divina que lo habita, vivencia dotada de especiales
rasgos de intensidad, certeza, fruición y autoimplicación del sujeto, con fuertes
68 Cf., Dom Jean Leclercq, “La théologie monastique”, en L’amour des lettres et le
désir de Dieu, Cerf, Paris, 31990, 179-218. También, Philippe Nouzille, Expérience
deDieu et théologie monastique au XII siècle. Études sur les sermons d’Aelrede de
Rievaulx, Cerf, Paris, 1999, obra que contiene muy interesantes precisiones sobre la
naturaleza de la experiencia de Dios
28
repercusiones sobre el psiquismo de la persona. La mística cristiana en la época
moderna aparece así como una experiencia marcadamente subjetiva, aunque, eso sí,
caracterizada siempre por el “objeto” enteramente peculiar, el Misterio de Dios, realidad
incomparable con las realidades creadas, ya que sin esa referencia que regula y
especifica la experiencia mística, ésta no pasaría de ser un fenómeno subjetivo, un
estado de ánimo sin contenido teologal alguno.
La mística contenida y descrita en la teología monástica se caracteriza en cambio
por su condición de toma de contacto, de conocimiento del Misterio, tal como se
manifiesta en la revelación que de él ofrecen los textos de la Escritura. De ahí el lugar
central, en la teología monástica y en la experiencia a la que remite, de la lectura de la
Biblia, lo que ha permitido hablar a propósito de ella de la “naturaleza exegética de la
mística cristiana primitiva”. En este punto central, la teología monástica toda depende
de Orígenes, el “mayor exégeta de la Iglesia primitiva, el autor omnipresente, a veces de
forma no consciente, en la historia del cristianismo” (Urs von Balthasar). Su camino
espiritual tiene el centro en la lectura de la Escritura, una lectura triple: literal, moral y,
en sus últimos pasos, anagógica, que se corresponde con los tres niveles de la persona:
corporal, psíquico y espiritual, y que por eso está en íntima conexión con el
conocimiento verdadero de sí mismo y, en su último nivel, el anagógico, en íntima
conexión con la elevación del alma a Dios, por la apropiación personal y la enseñanza
del Logos, presente tanto en el alma en la que habita como en la Escritura a la que
inspira.
El leitmotiv de la mística de Orígenes ha sido resumido así: “Por el encuentro
con la Escritura y el recurso a los instrumentos de la interpretación espiritual, el alma se
remonta hasta su fuente en Dios de quien procede. Para él, la vida espiritual es un
proceso fundamentalmente exegético. La experiencia mística se realiza por el acto en el
que el lenguaje de la Biblia en su sentido más profundo se convierte en el lenguaje del
alma”, gracias a la intercomunicación en una especie de sistema de vasos comunicantes,
del agua del Espíritu, presente en el hombre por su condición de creado a imagen y
semejanza de Dios, con el agua procedente del mismo Espíritu que ha inspirado los
libros sagrados. De ahí que la mística monástica, centrada ciertamente en el Misterio, no
excluya en absoluto el aspecto “subjetivo”, ya que sin el recurso a la propia interioridad
– una interioridad visitada, habitada por el Misterio – sería imposible entrar en esa
relación con el Misterio que tiene lugar en la identificación con el sentido anagógico de
la Escritura77.
La contemplación, dirá posteriormente san Gregorio Magno sólo es posible por
el recurso a la Escritura leída, interpretada y asimilada por el monje. Para J. Casiano la
contemplación está ligada al texto bíblico y constituye la “forma adecuada de
conocimiento de la Escritura” que, más allá de la interpretación histórica, se convierte
en “inteligencia espiritual” que, en su nivel más alto, el anagógico, “eleva al alma a los
secretos celestiales”. Porque la meditación de la Escritura procura algo más que el
conocimiento de los hechos a los que se refiere. Tiene una virtud verdaderamente
transformante del alma, gracias a una meditación en la que “el texto sagrado viene a
77
Sobre Orígenes y su presencia en la historia de la mística cristiana, cf. la obra de B.
McGinn cit. supra, nota 63, pp. 108-130, y el resumen de esas páginas en B. McGinnPatricia Ferris McGinn, o.c., supra, n. 70, pp. 19-36, obra de la que son grandemente
deudoras las páginas que siguen. Sobre san Gregorio de Nysa y su Vida de Moisés, cf.,
además de las páginas que le consagra la obra inmediatamente citada, pp. 125-140, la
introducción de J. Danielou a su edición de La vie de Moïse, Sources chrétiennes, n.
1bis, Cerf, Paris, 21955, pp. I-XXXV.
29
inscribirse en el texto del alma” (Gregorio de Nysa). Cuando rezamos los salmos “en
perfecta conformidad con nuestra experiencia personal somos animados espiritualmente
por el mismo movimiento del corazón por el que surgió el salmo cuando fue escrito o
cantado por primera vez” y nos hacemos así, de alguna manera, sus autores. De esa
forma, la meditación de la Escritura acorde con el Espíritu que la inspira termina
convirtiendo al alma en “arca de la alianza” (Casiano). Eso explica que el monje
perfecto se convierta, como se dijo de Evagrio, en “alguien cuya vida encarnaba la
Escritura; en un Testamento vivo”78.
Así entendida la oración-contemplación, finalidad esencial de la vida monástica,
se comprende el lugar central de la Escritura en la vida de los monjes, en la práctica de
la oración bajo la forma de la lectio divina, que la tradición monástica irá
perfeccionando hasta llegar a esa sucesión de pasos que comprende lectio, meditatio,
oratio, contemplatio, collatio, discretio y actio. Eso explica también el recurso
permanente de la teología monástica a la interpretación de la Escritura como fuente
principal de su reflexión, junto a la experiencia personal y en permanente y estrecha
relación con ella. Así se entiende también la referencia a textos y personajes bíblicos
como paradigmas tanto de la verdadera condición humana, como de la explicación de su
estado de caída y del camino a seguir para la consecución de su realización perfecta.
Pero la referencia constante a la Escritura explica, además, la primacía del
Misterio, en la vivencia y la comprensión monástica de la mística, sobre las condiciones
de la experiencia en la que el sujeto pueda vivir su relación con él. La unión del cultivo
de la contemplación y de la frecuentación de los libros sagrados como medio de ese
cultivo explica la extraordinaria riqueza de la teología monástica, es decir, de la visión
de Dios y de su Misterio que ofrecen sus grandes textos. La misma noción de “teología
mística” remite a Dios como Misterio que precede al sujeto, excede todas sus
posibilidades y sólo puede ser conocido en la medida en que condesciende a hacerse
presente a los humanos. Por eso los grandes místicos monjes de los primeros siglos
insisten, como san Gregorio de Nysa - él mismo no monje y hombre casado, pero
identificado con la obra monástica de su hermano Basilio - en la infinitud divina y su
consiguiente incomprensibilidad. “Por no tener limite alguno, Dios es por esencia
incomprensible en su Deidad. No sólo está más allá del espíritu. Está más allá del más
allá”79.
Pero la absoluta trascendencia del Misterio no condena al hombre a la más
completa lejanía en relación con él. Primero, porque su condición de absolutamente
trascendente permite su presencia en todo lo que existe haciéndolo ser, ya que, en
palabras de san Gregorio Magno, “Dios abraza al mundo al mismo tiempo que lo
trasciende”; y, en segundo lugar, porque, “aunque la esencia de la Divinidad permanece
en sí misma Misterio insondable, en el orden de la economía de la creación y la
redención Dios se revela como Trinidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo”. Así,
los Padres capadocios inician la doctrina clásica en la teología ortodoxa oriental de la
distinción entre la esencia divina escondida y las energías divinas manifestadas en el
mundo. “Él es invisible por naturaleza, pero se hace visible en sus energías, porque
puede ser contemplado en las cosas que tienen relación con él”. De ahí, los tres
momentos o las tres condiciones de todo conocimiento humano de Dios: el catafático o
78
Sobre Evagrio, cf., “Pratique ascétique et vie contemplative”, en B. McGinn Patricia
Ferris McGinn, o. cit., 37-52. También, la introducción de Antoine et Claire
Guillaumont, a su traducción del Traité pratique, ou, Le moine de Evagrio en Sources
chrétiennes, nº 170-171, Cerf, Paris, 1971.
79
Comentario al Eclesiastés, 7, cit. En B. McGinn, Patrica Ferris McGinn, o.c., 127
30
afirmativo; apofático o negativo y el de eminencia que impone su condición de
simbólica o metafórica a todas las expresiones teológicas y de las que es perfectamente
consciente la teología monástica.
El Misterio divino, origen, contenido, raíz y meta del hombre y de toda posible
relación con él aparece, por más que la teología de algunos Padres utilice categorías
neoplatónicas, nombrado con los términos bíblicos de la teología trinitaria que algunos
de ellos contribuyeron a acuñar. Por eso, si a propósito de algunas formas de mística
cristiana ha podido hablarse del “enigma de la mística”, por la dificultad de integrar en
su comprensión del Misterio la persona de Jesucristo, la mística que subyace a la
teología monástica se caracteriza, al contrario, por el lugar central que en ella ocupa la
presencia de Cristo y del Espíritu. Esa presencia es afirmada con claridad incluso en los
autores más influidos por el neoplatonismo. Así, Gregorio de Nysa, cuando en su Vida
de Moisés comenta que sobre la montaña se le muestra el tabernáculo no hecho por
mano de hombre, modelo celeste del que se había de construir en la tierra como lugar de
la presencia divina, ve en él a Cristo “poder y sabiduría de Dios” (Col 1, 24) que, en
cuanto ha revestido carne humana es el segundo tabernáculo gracias a su cuerpo, un
cuerpo que se refiere también a la Iglesia. La presencia de Jesucristo en la economía
divina que hace posible el ascenso del hombre a Dios se explica por la presencia en él
de Dios en carne humana y por su poder reparador, por su la muerte y resurrección,
sobre la condición humana, creada a imagen y semejanza de Dios y ocultada por el
pecado.
El papel de Cristo y de la Iglesia en la mística patrística brilla con claridad en
los escritos de san Agustín sobre todo en su comentario a algunos salmos. De la
condición eclesial de la mística según san Agustín, escribe con rotundidad B. McGinn:
“La afirmación de que todo verdadero progreso hacia Dios tiene necesariamente una
dimensión social, y nuestra búsqueda de Dios, lejos de ser una empresa solitaria, tiene
lugar en el seno de la Iglesia y mediante el ejercicio de una caridad que se extiende a
todos, constituye el corazón del mensaje agustiniano”80. En cuanto al lugar de Cristo, se
halla particularmente resaltado en la obra de san Bernardo y de otros monjes y místicos
medievales. Tal vez esto explique que la mística en ellos, sin perder la condición de
mística “objetiva”, centrada en el Misterio revelado en la creación y la Escritura, que
precede y determina toda posible mística, toda posible experiencia de Dios por el
hombre, adquiere unos acentos personales, subjetivos, que han llevado a algunos
estudiosos de la mística monástica a hablar a propósito de ellos de una mística
“subjetivo-objetiva”, intermedia entre la marcadamente “objetiva” de los primeros
siglos y la más decididamente centrada en la experiencia subjetiva de los místicos
modernos. Recordemos, por ejemplo, la importancia en san Bernardo del nivel corporal
como punto de partida de nuestro itinerario hacia Dios, así como la existencia de un
nivel “carnal” en el amor del cristiano orientado a Jesús, Hombre-Dios, amable por
excelencia y capaz de ejercer su atracción incluso sobre nuestra condición corporal, una
atracción sin la cual nos sería imposible vencer la atracción que ejerce sobre nosotros el
pecado. “La dulzura del amor, incluso carnal, a Cristo es para Bernardo condición
necesaria para expulsar la falsa dulzura de los amores ilícitos. Este amor es el comienzo
del itinerario que conduce al amor espiritual, y el paso del primero al segundo en la
experiencia del cristiano se realiza gracias a la Resurrección y Ascensión de Cristo al
cielo. Así, la mística en san Bernardo adquiere, junto a la predominante dimensión
crística del Misterio, acentos particularmente vivos e intensos de la dimensión amorosa
de la experiencia vivida por el cristiano en su ascenso hacia la divinización. De ahí
80
O. c., 155.
31
también la referencia en san Bernardo a sus propias experiencias81. Por eso san
Bernardo y tras él otros místicos medievales constituyen el eslabón que empalma la
mística volcada al Misterio, de los primeros siglos, con la mística centrada en la
experiencia por el sujeto de la presencia del Misterio en el interior de la persona, propia
de la época moderna de la mística cristiana. Por eso también, la descripción por san
Bernardo de los grados en el camino hacia Dios sigue, más que los diferentes sentidos
de la Escritura, las diferentes formas que cobra la experiencia del amor de Dios, fuente
perenne de todo posible amor del hombre hacia él, desde el amor carnal por el que el
hombre se ama a sí mismo, ordenado gracias al seguimiento del modelo del hombreDios término de ese amor, hasta el amor a Dios por Dios mismo.
Idéntica atención a los aspectos experienciales-subjetivos de la contemplación
aparecen en la obra de Ricardo de san Víctor cuando en Los Doce Patriarcas (Benjamin
minor) describe la Preparación del alma intelectual a la contemplación; en El Arca
mística (Benjamín maior) describe la contemplación como “contemplativo y en el tono
de la contemplación”, enumerando las seis formas de contemplación, con referencia a
las diferentes facultades del hombre que intervienen en ella; y en Los cuatro grados de
la caridad impetuosa (o violenta) da muestras ”de la gran penetración psicológica que
lo caracteriza”, describiendo con gran finura las diferentes formas y grados del amor82.
Estas pocas alusiones muestran no sólo la connivencia entre vida monástica y
vida contemplativa o mística. Muestran además que la mayor parte de los temas que la
teología mística moderna ha destacado en su caracterización de la contemplación y la
experiencia mística habían sido introducidos por la teología monástica, y tienen en la
experiencia vivida por los monjes que subyace a esa teología el modelo práctico y la
fuente teórica que ha alimentado y sigue alimentando más o menos conscientemente la
praxis de la contemplación y la reflexión de la teología espiritual hasta nuestros días.
Como confirmación de tales afirmaciones podrían aducirse temas permanentes
de la teología mística tales como la peculiar antropología que supone la vida mística; la
relación entre entendimiento y voluntad, entre conocimiento y amor en la experiencia de
Dios; la cuestión de la universalidad de la llamada a la mística y la explicación del
reducido número de personas que responden a ella; la función de la preparación
ascética; la relación entre contemplación y acción y entre amor a Dios y amor a los
hermanos; las diferentes formas y grados de la unión con Dios, y la consideración de la
transformación de la propia vida y la propia persona, entendida preferentemente como
conformación de la propia voluntad a la voluntad divina, como grado supremo de esa
unión; el lugar central de la oración en sus diferentes formas y grados como medio de
realización de la experiencia, y su desarrollo que tiende a convertir la vida toda en
medio y lugar de la experiencia de Dios. A todos estos temas cabe añadir el de la
transmisión de la experiencia de Dios, centrada en la conversión de la propia persona y
la propia vida en imagen viva de Dios que reproduce a Cristo, imagen de Dios invisible,
y convierte esa vida en palabra eficaz, en discurso efectivo, en speculatio, no en el
sentido actual de “especulación”, sino en el del adjetivo “especular”, que se refiere a la
81
Los textos fundamentales de san Bernardo sobre el amor de Dios están contenidos en
su célebre Carta 11 y en el Tratado sobre el amor de Dios. Texto recientemente editado
en castellano (San Pablo, Madrid, 1997). Sobre el tema del deseo en san Bernardo, cf.,
L. van Ecke, Le desir dans l’expérience religieuse. L’homme reunifié. Relectura de
Saint Bernard, Cerf, Paris, 1990.
82
Excelente exposición sintética de su obra en B. McGin y P. Ferris McGin, o. c., 105122.
32
conversión de la propia vida en espejo de la realidad invisible del Misterio83.
Estas últimas observaciones permiten a los monjes y monjas de nuestros días
reconocerse herederos de una tradición de la que han bebido las diferentes familias
religiosas y las muchas personas que han perpetuado a lo largo de la historia del
cristianismo el carisma, el don de la contemplación, indispensable para la pervivencia
de la Iglesia. Pero esta herencia les impone la responsabilidad de actualizarla en el
tiempo en que viven, convirtiendo los monasterios en hogares permanentes de difusión
del fuego, la luz y el calor de la experiencia de Dios en las sociedades de nuestros días,
y produciendo para ellas nuevas formas de teología monástica capaces de expresar y
formular esa experiencia desde la sensibilidad y la mentalidad contemporáneas,
procurando a las personas que vivimos en ellas modelos que despierten nuestros oídos a
la Presencia del Misterio con la que también nosotros estamos agraciados, y palabras e
imágenes con las que hacerla aflorar a nuestras conciencias y hacerla significativamente
presente en la cultura en la que vivimos.
83
Como dice Philippe Nouzille a propósito de Elredo en la obra cit. supra, n. 68.
33
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