MENTALIDAD COLONIAL Rafael Tomás Caldera Globalización, identidad y la mentalidad colonial 1. Acaso nada resulte tan paradójico en esta época de economía mundial y discurso globalizante, época de la red, como hablar de la identidad de una nación. Sin embargo, es condición de supervivencia. Por ello, sin acritud pero de la manera más franca posible, parece necesario considerar lo que podríamos llamar mentalidad colonial, problema que afecta gravemente la vida del país en sus personas y en sus instituciones. A este respecto, quisiera plantear primero unas ideas de base, para hacer enseguida una breve exposición acerca de qué significa y ver luego sus repercusiones, de manera particular en la educación. Desde el comienzo, nos encontramos en la realidad como en un conjunto, una totalidad. No solemos pensarlo a diario, pero nadie está solo ni aislado en el universo. En algunos momentos singulares de la vida uno puede sentirse solo, por algún problema afectivo; pero ello no corresponde a la experiencia del ser humano desde el inicio de su existencia, cuando no sólo se encuentra con otros hombres sino que se descubre en un conjunto de seres, eso que llamamos justamente el universo. La realidad toda es un conjunto y dentro de ella nosotros somos uno más. Esto significa para el hombre, también desde el comienzo, una cosa muy suya: que no estamos simplemente puestos allí en la realidad, en la totalidad de lo que es, sino que debemos (o podemos) estar en ese conjunto de una forma positiva, integrada; pero podemos estar de forma negativa. Digámoslo así: podemos sentir que pertenecemos al conjunto o, por el contrario, sentirnos extraños, alienados o separados. Más que afectar al resto, ese sentimiento nos afecta en primer término a nosotros mismos. Es una suerte de substrato de nuestra existencia —si nos sentimos bien o mal en el mundo—, que se traduce de inmediato en sentir como nuestro y bueno el ambiente que nos rodea o en sentirlo como ajeno y malo. De hecho, es propio del mal —cuando se hace presente en nuestra vida— separarnos del conjunto. Se podría decir que nos coloca en un rincón, a padecer allí. Si no encontramos manera de conjurar su fuerza, de cambiarle el signo, nuestra existencia parece vana. Con razón se ha dicho que el problema del sentido de la historia es precisamente el problema del mal. El bien no necesita ser explicado; trae consigo su propia justificación. Basta que encontremos algo bueno para que digamos, como por instinto, que eso es lo nuestro, que queremos quedarnos allí, que ese es nuestro lugar en el mundo. E1 bien es otro nombre del ser, de la plenitud del ser, con lo cual está en la lógica de la creación. El mal no. Sentirnos perteneciendo a la realidad es entonces sentir que de alguna manera aquello es propio nuestro; que nuestra relación con el conjunto está bien, que nos hallamos bien puestos en la realidad. Pero hay una mediación inicial. No estamos ante el universo entero sino, en primer término, ante lo que podríamos llamar un lugar acotado, como la casa y la ciudad. A través de ellos nos referimos al todo. Nuestra comunicación inmediata es con la familia, en el hogar; y con los conciudadanos en aquella ciudad y país a los que pertenecemos. Esas mediaciones cobran por ello mucha importancia para nuestra 1 posición en el conjunto como integrados y pertenecientes; o alienados, excluidos, separados. Lo cual quiere decir algo que conocemos bien: que si una persona no tiene hogar desde el comienzo, es muy difícil que se reconcilie luego con la vida y con el resto de la gente. Debería haber sido bien recibido; debería haber encontrado quienes le dijeran con su actitud que él era algo en si mismo bueno; un lugar donde pudiera sentirse reconocido y como necesitado. En cambio, no tuvo nada de eso. Carece así de la primera referencia; le faltó la puerta de entrada y como el primer alvéolo dentro del cual debía de haber experimentado la realidad del mundo como buena. Cuando se traslada esta consideración a problemas del país, se entiende por qué puede haber tanto resentimiento en la vida social, derivado de las dificultades en una vida familiar ausente. Parte de nuestra historia se explica por los resentimientos, muchos de los cuales tienen su origen en hogares incompletos. Desde luego, ello no quiere decir que la situación de la persona sea irremediable; pero hay que tener la valentía de reconocerlo como lo que es, como una situación difícil que la afectó sin su culpa. No hay nada peor que ocultarlo o encubrirlo, por lo menos en la conciencia del propio sujeto. Si uno ha nacido como hijo natural no reconocido por su padre, es decir, rechazado de alguna manera por aquel que lo trajo al mundo, esto tiene que poder ser enfrentado en la conciencia de cada uno; de otro modo estaría viviendo al margen de un hecho que, sin embargo, colora su posición en la existencia y sobre lo cual se construye un resentimiento que se verterá después en el resto de la conducta; esto es, en el modo de enfocar la vida y de actuar frente a los demás. El hogar es entonces el primer sitio donde uno puede sentirse como perteneciendo. Y, con el hogar, la ciudad. La ciudad en un sentido amplio; esto es, la patria, la tierra de nuestros padres. Somos por naturaleza ciudadanos del universo. Pero para que una persona llegue no sólo a pensarlo sino a sentirse ciudadano en el mundo entero, se requiere que haya abierto su comprensión de una manera poco frecuente. Lo normal es que seamos ciudadanos del mundo de un modo virtual, por ser humanos y estar potencialmente dispuestos al contacto con cualquier otro ser humano, aun cuando no hubiéramos tenido todavía experiencia inmediata de hombres pertenecientes a otras culturas. Pero es sólo de manera potencial; para que ello sea realidad en la vida de una persona se requiere un esfuerzo singular. Uno puede pensar, por ejemplo, que el romano pontífice es un hombre que vive frente al planeta entero y toma en cuenta las preocupaciones de los seres humanos en todos los lugares del mundo. En cambio, es difícil que nosotros nos acostemos un día preocupados por la situación en Afganistán y por no sé qué más y los chinos, a pesar de las grandes cadenas de televisión con sus programas informativos. No por mala voluntad de nuestra parte sino porque la existencia discurre en un contexto concreto al cual tenemos que atender en primer término, sin lo cual corremos el riesgo de no estar en ninguna parte, de no estar de verdad en el universo, lo cual es precisamente parte del fenómeno de la mentalidad colonial. La experiencia del hogar y la experiencia de la patria no son, pues, algo trivial para la persona, sino por el contrario muy importantes para su inserción en la realidad. 2. Porque resulta que nosotros no simplemente vivimos sino que vivimos desde una interpretación de nuestra vida. El yo no es una cosa sino algo que se va construyendo en nosotros. Acaso diríamos: pero ¿no está dado desde el comienzo con nosotros? Si, ése que dice 'yo' está desde el comienzo de nuestro ser; pero justamente se interpreta a sí mismo, aprende a conocerse, tiene experiencias distintas, positivas o negativas y, por lo tanto, va formando una imagen de sí que esperamos sea adecuada, ajustada a la realidad, pero que puede no serlo. En todo caso, esa imagen no es algo estático; tiene el carácter de una narración. Es decir, si le preguntaran a uno cualquiera de nosotros: y usted ¿quién es?, para responder tendría que contar su historia. No hay forma de hacerlo de otra manera; no se puede producir una fórmula 2 química o el número de una cédula de identidad. Esas serían quizás indicaciones necesarias, pero dentro de la narración. Uno tendría que decir: "yo soy..." Y empezar a contar su historia —nací tal día, en tal sitio, de tales padres; he vivido en tal lugar y en tal otro, he hecho tales cosas... indicando desde luego lo que da sentido a tales experiencias y acciones: qué pretendía, qué he logrado, qué busco aún... Todo ello porque el hombre tiene libertad y, por consiguiente, vida personal. Su existencia no puede ser reducida, como la de cualquier animal, a lo típico. De los animales hay propiamente biología y no historia porque ésta resultaría irrelevante salvo en la medida en que estén asociados a la vida de un hombre. Puede haber una cierta historicidad en la biología en la medida en la que haya cambios de especie, mutación o adaptaciones; pero ello también se rige por un orden general, que no requiere ni permite, propiamente, descripción individual. Con el hombre, el fenómeno es completamente distinto. Formamos parte de una especie, pero cada uno de nosotros es persona. Alguien delante de Dios y para siempre —decía Carlos Cardona1—, absolutamente irreductible a cualquier otro, no intercambiable. Esa persona que somos hace su vida en una circunstancia determinada; pero la hace con libertad. La explicación de cada uno es entonces una biografía, una narración de su vida. En ella se incorpora la interpretación que tenemos de nosotros mismos y que se lleva a cabo en las circunstancias del universo, del hogar, de la ciudad. De tal manera que nunca es irrelevante (todo lo contrario) haber nacido cuando y donde nacimos. A veces nos da por pensar: podría haber nacido en el siglo XIII y estudiar en la Universidad de París con Tomás de Aquino... Suponiendo que ello fuera así, que hubieras pertenecido a ese siglo, quién sabe dónde habrías venido al mundo o si habrías tenido la oportunidad de ir a la universidad, cosa muy dudosa dado el escaso número de gente que estudiaba para la época; pero y sobre todo, si ello hubiera sido verdad, simplemente no serias el mismo. Estás incurriendo en una ficción, que consiste en pensarte tal como eres pero cambiando cosas que te parecen relativamente externas a ti. Lo son en cierto sentido, pero sólo en un cierto sentido, porque nada de lo que hemos vivido es externo del todo a nosotros puesto que lo hemos asumido en nuestra vida. Haber nacido donde y cuando nacimos no es irrelevante para la vida personal; al contrario, es la trama de la biografía, aun cuando lo más importante de ella sea lo que hacemos en esa circunstancia con nuestra libertad. En esta interpretación de nosotros mismos es donde entran los valores, valores que se encarnan en actitudes y que determinan el modo de las experiencias que tenemos. Hay por cierto como una realimentación, porque las experiencias nos hacen ver con más claridad los valores y modifican parcialmente nuestra conducta. Si uno se refiere, por ejemplo, al hogar, vemos su importancia para la formación ética (como se dice ahora). Aprehendemos los valores, en primer término, encarnados en las personas de nuestros padres. Se suele decir: el deber de dar ejemplo. Pero es más que el ejemplo: es, en la relación mutua, el modo como reaccionan. Cuando la mamá le sonríe al niño a pesar de que ha estado molestando un buen rato, le está enseñando el amor. El niño no está contemplando un ejemplo; está siendo el destinatario de un valor encarnado en la actitud de su madre, que es para él una experiencia. Eso es formación ética. Pero si uno intentara darla más tarde, a una persona sin esas experiencias iniciales, que no ha recibido tales signos positivos, resultará difícil obtener lo que se pretende. Algunas de estas experiencias tienen un carácter crucial en la biografía de cada uno. El momento cuando tomamos una decisión importante en la vida o padecemos un sufrimiento grave, que nos marcó mucho. La primera vez que la belleza de la música nos absorbió por completo o que sentimos -en forma aguda- la 1 Metafísica del bien y del mal, Pamplona, EUNSA, 1987, p. 90. 3 punzada de la nostalgia. Las experiencias cruciales van dando como un relieve, lo que hace que nuestra vida se entienda especialmente desde tales experiencias: history is a pattern of timeless moments, escribió Eliot2. Ha sido así para nosotros y seguirá siendo así hasta el final, hasta la experiencia última del encuentro con Dios en la muerte. 3. La interpretación de nosotros mismos tiene lagar en una comunidad. La biografía es personal; pero se inscribe dentro del proceso de los demás, como ya comentábamos en el caso de la familia y los valores. Comenzamos a narrar nuestra vida y descubrimos que la narración debe abarcar la vida de nuestros padres, de nuestros hermanos. No por entero, ciertamente. Pero hay una parte de nuestra historia que no se puede narrar sin narrar al mismo tiempo la de esas personas con las cuales, literalmente, hemos convivido. En la sociedad a la cual pertenecemos ocurre lo mismo: convivimos, es decir, compartimos la vida no como algo externo sino desde su interior, lo cual supone que algunas o muchas de nuestras acciones son compartidas. Para que una acción sea en verdad compartida ha de iniciarse en creencias y valores similares, partir de actitudes semejantes, de experiencias comunes. Si le quitamos eso a una sociedad, se deshace. Es lo que ocurre en un proceso de anarquía, de desintegración, donde tiende a perderse el carácter de proceso compartido para transformarse en historias individuales que no armonizan unas con otras, aunque se hallen de alguna manera mutuamente referidas. Una sociedad aparece pues como un pequeño cosmos de sentido, que forma unidad y actúa en la historia. Lo que es la biografía para la persona es la historia para la comunidad. Hay que narrar lo que le ha ocurrido y sólo se la puede entender desde esa narración. No son poblaciones animales, que puedan ser entendidas suficientemente por la biología o la ecología; hay que contar su historia. 4. Con estas nociones de base podemos plantearnos ahora el problema de la mentalidad colonial. Dicho en pocas palabras, se trata de que sufrimos una enfermedad crónica, espero que no incurable, que es tener mentalidad colonial. El historiador español Claudio Sánchez Albornoz, que vivió largos años en la Argentina, decía en un articulo suyo titulado "Estos hispanoamericanos": «El pensamiento y las creaciones artísticas y literarias cruzan siempre, siempre, las fronteras. No pongamos puertas al campo. Pero tengamos fe en nosotros todos los hispanohablantes. Rompamos el más que secular colonialismo voluntario que nos ha aprisionado a todos en España y en América...» 3. Si eso puede decirse de España, de Hispanoamérica puede afirmarse con mayor razón y de Venezuela mucho más. ¿Qué significa decir que tenemos una mentalidad colonial? Que seguimos pensando como si fuéramos una colonia, es decir, un territorio de ocupación donde hay unas personas intentando trasladar la cultura de su lugar de procedencia. Desarrollamos nuestra vida, pero como un reflejo pálido de la verdadera vida, que tiene lugar en la metrópoli, sea cual fuere en el caso la metrópoli efectiva o soñada. Manifestaciones de esta mentalidad las hay muy visibles. Se podría hacer un largo inventario. Falta de estilo, en casi todos los casos. Si toman un libro sobre la arquitectura en Caracas, quizá se asombrarán al ver cómo en la presentación de las obras más relevantes se puede insistir en señalar que repiten o copian algún estilo de moda en otro lugar. Pero si recorren la ciudad, verán que los edificios traducen lo que se encuentra en las revistas norteamericanas, incluyendo las atrocidades estéticas del postmodernismo, bastante discutido en los Estados Unidos, pero que para ellos tenía un sentido propio. Robert Venturi pudo escribir un libro titulado Aprendiendo de Las 2 Four Quartets, "Little Gidding", V, 234-235. 3 Recogido en Postrimerías. del pasado hacia el futuro, Barcelona, Planeta, 1981, p. 183. 4 Vegas; nosotros, que no tenemos tales vegas aquí, ¿por qué tendríamos que aprender de ellas en esa forma? Los resultados están a la vista. Además, si ustedes construyen por ejemplo un Cubo Negro, puede resultar (el cálculo se hizo) que, si en lugar de ser de vidrio negro fuera de ladrillos, parece que se gastaría como un tercio de lo que se gasta actualmente en refrigeración. ¿A quién se le ocurre un edificio así en pleno trópico? En verdad, se trata de un traslado. Y más allá se edifica un palacio de cristal, cuyos reflejos (es también la conclusión de un estudio) queman la vegetación del parque... No está bien adaptado a las condiciones naturales en estas latitudes. Pero, dirán con toda razón, ¿por qué incurrimos en tales errores, si nuestros arquitectos son buenos y conocen su oficio? La respuesta es básicamente una sola: porque nos parece que lo bueno es lo que se hace en otros sitios y que nosotros hemos de reproducirlo aquí. Igual ocurre con nuestra forma de vestir, con nuestra manera de comer. Si nos fijamos luego en cosas más delicadas -más delicadas por su naturaleza, no necesariamente por ser más importantes-, como la actividad cultural o científica, nos encontramos con lo mismo. Mariano Picón Salas escribía: «Nuestra cultura superior ha sido —como en todos los países sudamericanos— algo extraño al medio; flotante sobre nuestra realidad, ajeno al misterio propio que se llama el país»4. La cultura superior. Esto quiere decir, por ejemplo, que si quieren saber de la fauna marina de Venezuela, tienen que consultar la obra en varios volúmenes de Fernando Cervigón, un biólogo nacido y formado en España, que se vino al país en el año 1960. ¿No había ningún venezolano que se interesara por los peces marinos? No, los biólogos criollos se interesan sobre todo por temas presentes en las revistas internacionales, que acaso les permitan publicar alguna contribución en esas mismas revistas para poder acreditarse aquí. Esto que encontramos en la investigación científica se aplica por igual en la vida de la cultura. La producción literaria parece que deba reflejar lo que se está haciendo en las capitales de moda, las instituciones acomodarse a lo que está en boga. ¿Un grupo de sabios legisladores venezolanos debe resolver un problema? Se designa una comisión para el caso, que de inmediato se traslada al extranjero a ver cómo resuelven allá el problema (si acaso lo han resuelto, que no siempre ocurre, porque pueden estar en fase de tanteo, y asumiendo que tengan un problema esencialmente similar, lo que no puede darse por supuesto). En carta a Fernández Madrid5, decía Andrés Bello: "¡Qué situación la de nuestros países! ¡Y aún no acabamos de desengañarnos de que la imitación servil de las instituciones de los Estados Unidos no puede acarrearnos más que estrago, desorden, anarquía falsamente denominada libertad, y desmoralización militar temprano o tarde!". En los grupos intelectuales o científicos se vive así de afiliaciones, de pertenencia a determinada escuela o corriente. Ello tiene traducciones muy negativas en la práctica. Vamos de visita a un alto centro de matemáticas y encontramos a dos matemáticos, de buen prestigio, especializados en álgebra, trabajando en oficinas contiguas. Hablamos con uno de ellos y, en el curso de la conversación preguntamos ingenuamente acerca del trabajo del otro. Nos responde que, en realidad, no lo sabe porque —atención: eran las únicas dos personas allí que trabajaban en esa área del conocimiento— están tan especializados que él tardaría como unos dos años en ponerse al día para poder entender lo que hacia su vecino colega. Pero, si hacia eso, se retrasaría en lo suyo y dejaría de publicar donde publicaba. Uno podría preguntarse: 4 "Proceso del Pensamiento Venezolano", en Obras selectas, Madrid-Caracas, Edime, 2a ed., 1962, p.191. 5 Santiago de Chile, 20 de agosto de 1829. 5 ¿qué hay de grave en ello? Intrínsecamente, nada. La gravedad del asunto tiene que ver con la posibilidad de formar una comunidad científica en el país. Porque la dificultad estriba en que la acreditación de cada uno de ellos aquí depende de lo que publique allá. Y para publicar allá, ambos tienen que mantenerse en contacto, por ejemplo, con los grupos de trabajo de los lugares donde hicieron sus respectivos estudios de doctorado. Pero estaban trabajando juntos aquí... Me corrijo: juntos no, yuxtapuestos. ¿Puede construirse de esa manera una comunidad científica? Parecería que no. Se trata de una como formación parasitaria. En términos de dinero, acaso resultaría más barato becar a todos nuestros científicos para que vivan en el extranjero de manera permanente, poniéndoles como condición el que cada vez que publiquen un articulo o ganen un premio, digan: "doy las gracias a mi país de origen, que es Venezuela". Su función sería quizá la misma y podrían trabajar con mayor comodidad y rendimiento. ¿Exagero? Digamos que hago una caricatura para subrayar el error de intentar construir una comunidad sin apropiarse del juicio que la sustenta: cuando la acreditación (de la cual depende el puesto mismo de trabajo) se hace pasando por el extranjero, no se puede tener una comunidad aquí porque hemos puesto fuera la regla de juicio y el juicio mismo. Desde luego, puede tratarse de un estudio específico cuya valoración exija el concurso de expertos que se hallan en otros lugares del planeta. La investigación ha sido siempre global, mucho antes de la globalización económica o de las telecomunicaciones. La cuestión es otra; el problema está en adoptar, como medida del equipo de trabajo, la evaluación foránea. Si yo no puedo o no me atrevo a decir que Jesús Soto es bueno a menos que lo digan los franceses, no tengo el menor criterio en arte. Estaré repitiendo una cosa sin saber lo que digo; seré siempre un eco, lejano y apagado, de la metrópoli. No alcanzaré un verdadero desarrollo. 5. Sin embargo, la cultura no es una acumulación de productos externos. Eso estaría en el orden del tener. La cultura es algo más simple y más radical. Es el cultivo del hombre. Más: el cultivo de lo humano del hombre. Es esto lo que importa por encima de todo. ¿De qué sirve que alguien se recubra de elementos técnicos si no ha asimilado nada? Hay experiencias dramáticas en este sentido. Cuando la expedición del Beagle pasó por la Tierra del Fuego, repatriaron a tres nativos que, en un viaje anterior, el capitán había recogido y llevado a Inglaterra, donde permanecieron unos años y, presuntamente, se culturizaron. Al volver a su lugar de origen, volvieron también a su pasado. Tiempo más tarde, ya se habían despojado de toda la (pátina de) cultura adquirida. Experiencias similares se han dado con africanos o con latinoamericanos que pasaron por centros de ilustración en las grandes capitales; pero la cultura no fue en su caso sino como un recubrimiento, no un verdadero cultivo de la persona. Y, reinsertados en el medio, volvieron a la "barbarie". ¿En qué consiste entonces la mentalidad colonial? En primer término, es una suerte de desvalorización de nuestro entorno inmediato. Estaríamos ciertamente en el mundo a través de nuestros hogares y de la ciudad; pero ese ambiente carece de valor ante nosotros mismos. Así, nos encontramos extrañados en lo que sin embargo nos es más propio. Como si nos estuviéramos diciendo a nosotros mismos: "yo debería haber nacido en otro lugar". Donde es buena la vida es en otra parte, siempre otra. La referencia cambia con los tiempos —ahora predominan los Estados Unidos, hace setenta años Europa y, dentro de Europa, Alemania o Francia—; nuestra manera de enjuiciar el ambiente permanece constante. Al aparecer desvalorizado lo nuestro ante nosotros mismos, nuestra actitud es —diríamos— de importación. Para que esto de aquí sea soportable (mientras me voy, si puedo irme), déjenme traer cosas, porque las cosas buenas son (siempre) las que se hacen allá. Digo importar cosas, pero se trata igualmente de procedimientos, de 6 tecnología, de importación de maneras de pensar y —lo que es más grave— hasta de estilos. Se da así una imitación en el cultivo mismo de la persona, que se transforma en un falso cultivo, porque atrofia e impide el desarrollo del sujeto. En definitiva, lo inhibe y provoca una gran desorientación en la persona, que ha perdido su verdadero principio. Ejemplo de ello podría ser ese profesor de una Facultad de Derecho que ha leído mucho, obras de distintas tradiciones jurídicas (precisamente, no se contenta con una sola, también por nuestro mismo sentimiento de inferioridad), pero no sabe discernir lo que conviene aquí en este momento. Vemos entonces cómo se producen leyes, formalmente bien hechas, inaplicables en el país porque no corresponden ni a la mentalidad ni al desarrollo cultural de sus destinatarios. Lo peregrino no es ni siquiera que esto ocurra, con frecuencia, sino que cuando se produce concluimos que la no aplicación de tales leyes es una desgracia adicional nuestra, como si la medida de lo bueno fuera tener ese tipo de ley determinada. En lugar de darnos cuenta de que buena ley es la que realmente ordena la vida y permite realizar la justicia. Alguno podría decir: la ley de los guajiros es mala, muy primitiva. Por lo pronto, la ley guajira es la ley de los guajiros. Para que cambie tiene que transformarse desde dentro, por la elevación de su mentalidad. Si asimilan el Evangelio, empezarán a perdonar, lo que parece no practican ahora. Pero asimilar el Evangelio es justamente modificar la cultura desde dentro. En cambio, si simplemente los despojamos de sus tradiciones, introduciéndolos en la ciudad moderna, les habremos quitado -al menos a los de la primera generación- la posibilidad de tener una vida integrada. Los habremos arrojado sin defensa a la desorientación, a la pérdida. Es aquí donde se insertan las críticas -por lo demás, injustas tantas veces- de los antropólogos que querrían dejar a los indios en la selva. Toda crítica tiene un punto de razón, que en este caso se sitúa aquí. Me resulta injusta la crítica porque si un misionero se traslada a la selva, como de hecho ha sido el caso desde el siglo XVI hasta hoy (fueron ellos quienes recogieron las lenguas y nos han dejado los testimonios de la cultura), y en la convivencia intentan que los indígenas cambien sus modos de conducta, están haciendo un trabajo de integración. Por supuesto, no hay labor humana sin errores. Pero todo ello es muy distinto a trasladar una población entera en camiones y colocarla en un barrio, en un ambiente donde esa gente no puede tener puntos de referencia claros. Aparentemente los habríamos traído a una mejor situación (quizá es así desde el punto de vista de los servicios a los que puedan tener acceso); en realidad, los hemos sustraído a lo que desde dentro hacía la vida más significativa para ellos. 6. El impacto de la mentalidad colonial en personas e instituciones es constante y grave. Grave por lo siguiente: si un muchacho cualquiera de los que estudian en los liceos o en la universidad, en realidad de verdad querría estar en los Estados Unidos, entonces no se está formando; está recibiendo un revestimiento superficial, unas capas de pintura. No se está formando como persona integral, porque no está ni allá ni aquí. Su vida está construida sobre una irrealidad que no le permite asumir el medio donde se encuentra; ni tampoco se integra al otro ambiente, donde no se encuentra, sino por su imaginación. En el caso de una persona decidida a emigrar, no hay reparo. Se trata de una opción válida; costosa ciertamente, pero válida en muchas ocasiones. Costosa, porque en toda emigración se paga un precio humano alto, tanto en lo que se deja como en las dificultades de la vida en el nuevo ambiente, donde acaso nunca será recibido del todo. Pero ese costo puede tener su compensación en otras cosas y muchas veces un hombre tiene que tomar una decisión así por razones de peso, válidas e incluso admirables. Aquel muchacho no. Ese lo que quiere es pasar las vacaciones allá; vestirse como ellos e imitar sus modismos al hablar; usar los nuevos productos de aquella tecnología... aquí, porque en fin de cuentas, él o ella están aquí. Ese muchacho o esa muchacha no se están formando verdaderamente. No se podrá 7 contar con ellos para construir la sociedad. Ni en agricultura, ni industria, ni en nada. Su actividad será parasitaria. Buscarán luego aquello que les dé el máximo rendimiento con el menor compromiso posible, de tal manera que puedan hacer lo que realmente quieren, que es pasar la mayor parte del tiempo en aquel lugar donde (a sus odas) la vida es verdadera vida, en este caso, en los Estados Unidos. Al oír esto ahora alguien podría preguntar: pero, ¿está usted en contra de los Estados Unidos? No, en absoluto. No es ése el punto. El problema es esa especie de esquizofrenia latente, esa dicotomía en la vida que impide toda verdadera formación y hace ilusoria la madurez de la persona (ilusoria porque, no estando comprometido en la construcción de esa sociedad a la que pertenece, al menos por derivar de ella su sustento, difícilmente escapará a la actitud del playboy o del parásito). ¿Cuál podría ser el resumen de estos planteamientos? Si nosotros no reflexionamos y nos percutamos de lo grave de una mentalidad colonial; si no comenzamos a detectar sus manifestaciones en la vida diaria para poder proponer el adecuado antídoto -por una vía constructiva, no de simple denuncia-, no podremos impartir formación a las nuevas generaciones. Nuestros esfuerzos educativos estarán en la superficie, pasando por encima de sus cabezas. No se asimilará nada verdaderamente esencial. Al cabo de unos años veremos cómo, sin querer, se han repetido los mismos vicios que pretendíamos evitar. Sería lamentable que, en fin de cuentas, lo más constante de nuestra cultura terminara siendo lo negativo. ¿En qué se traduce entonces el problema para nosotros educadores? En intentar mostrar el valor de las cosas, mediante la experiencia. A través de la práctica de ese análisis que nos trae a la realidad. «Quizá el secreto —como ya lo entrevió un educador de la grandeza de Andrés Bello— sea [escribe Picón Salas] utilizar esos métodos, formas y experiencias que recibimos de las culturas más viejas, para definir lo intrínseco de nosotros»6. Y el punto clave es la comprensión, no el uso de fórmulas de moda. En ello es especialmente importante la enseñanza de las humanidades. Necesitamos conocer la historia de nuestra comunidad para entendernos a nosotros mismos; para entender por qué nuestra familia es como es y no de otra manera; por qué las instituciones de nuestro país son de un modo determinado y no de otro; para entender el porqué incluso de esas cosas no deseables, no infrecuentes por otra parte: saber —por ejemplo— por qué tenemos determinados enemigos. Recuerdo a un erudito profesor peruano, ya fallecido, de ascendencia china, que nos contaba cómo cuando le preguntaban a su abuelo, muy chino, si era peruano, respondía: "mire usted, yo lo que sé es que soy antichileno". Pues bien, hasta esos defectos, que hemos de superar pero que indiscutiblemente marcan una identidad, hay que conocer de dónde nos vienen para poderlos entender en su significación completa. En la buena literatura, por otra parte, es donde se ha reflejado el estilo propio de un ambiente; son las obras en las cuales se manifiesta el valor de lo hecho allí. Ése es un camino por el cual llegamos a la experiencia de lo valioso. En la buena música, en la pintura, en las expresiones superiores del arte, es en las cuales mejor se refleja el estilo o el ser que hemos decantado. Hay que nutrirse de ello para poder mantener la identidad propia, en el buen sentido del término. Werner Jaeger ha podido decir que «la educación no es otra cosa que la forma aristocrática, progresivamente espiritualizada, de una nación»7. Lo mejor de una nación, ésa es su forma aristocrática. 6 "Regreso de tres mundos", en: Obras selectas, Madrid-Curacas, Edime, 2ª ed., 1962, p. 1451 7 Paideia. Los ideales de la cultura griega, México, Fondo de Cultura Económica, 1967, p. 20. 8 Porque se pretende enseñar, transmitir, lo bueno, aunque se enseñe también mucho malo. El cultivo de una persona tiene lugar dentro del estilo de una nación, aun cuando se trate de un estilo abierto porque, como veíamos al comienzo, las obras de la cultura no tienen fronteras. Pero han de ser recibidas por unas personas que están en la realidad de su propia vida. 7. ¿Por qué no procuramos entonces que se lea la buena literatura del lugar que, además de estar adaptada al propio ambiente, permite valorizar aquella realidad y encontrar su mayor perfección? Desde luego, hay que ser oportuno. Teresa de la Parra es una gran escritora, donde quiera que se la considere. Pero no se puede pretender que un niño de doce o trece años lea con provecho las Memorias de Mamá Blanca. Con ello lo que estamos es matando la obra y el afán que pueda tener ese niño por leer. A esa edad hay que ponerlo a leer aventuras, historias más interesantes por lo que sucede que por la acción interior. Recuerdo como momentos verdaderamente estelares cuando, en los bancos del cuarto grado de la primaria, un buen maestro nos leía por los tardes episodios de Venezuela Heroica. Uno asistía embobado a una batalla, narrada en la forma romántica que puede conmover a unos muchachos. Acaso muchos de los detalles en el libro no sean exactamente históricos; pero no sólo se pasaba bien el rato, sino que uno se introducía en la situación, en la epopeya de la lucha por nuestra Independencia. No se trata de fomentar el localismo. Este punto es muy importante y hay que tenerlo bien claro. T.S. Eliot, en un ensayo sobre la literatura norteamericana 8, observa la diferencia entre ese cosmopolitismo, hecho de imágenes superficiales —un café en París, aquella calle de Nápoles, el puerto de Hong Kong—, y la verdadera universalidad. ¿Qué hay, en cambio, de más español que Cervantes, de más inglés que Shakespeare, de más ruso que Dostoiewsky? Y, por eso mismo, son universales. Porque cuando se profundiza en la verdad del hombre, se llega a lo universal, que es común. El intento pues no es el de propiciar un localismo, demasiado fácil, sino tomar lo mejor de lo que tenemos para abrirse en la experiencia —una experiencia real— a aquello que tiene valor universal y permanente. Tampoco se trata de construir un modelo de la identidad venezolana. Aparte de que se correría el riesgo de imponer un corsé a la actividad (lo que siempre esteriliza y lleva a extremos ridículos como aquel de señalar un modo criollo fijo, normativo, en que se ha de comer una comida), la identidad humana es siempre la de un proyecto, una misión, una tensión en la cual el hombre se trasciende a si mismo. Todo modelo sería, en ese sentido, una reiteración de lo pasado. En ese caso, podríamos decir que nuestro futuro está en nuestro pasado, cuando lo que queremos por lo contrario es mantener vigente y activa la creatividad de las personas. Es esto lo que nos hace oponernos a una mentalidad colonial, que conspira contra la independencia en su verdadera raíz, esa capacidad activa, espontánea, del ser humano de apropiarse el valor, darle cuerpo en sus actitudes y realizar obras —acciones y producciones— de buena calidad. La cuestión de la identidad nacional (de la cual me he ocupado en algún ensayo a partir de Rómulo Gallegos9) no puede ser un reducto del resentimiento nacional. Ni la oposición al colonialismo una excusa para la mediocridad. Preocupa lo que comentábamos, esa especie de endoso de nuestra capacidad de juzgar y discernir, que nos hace dependientes en el mal sentido de la palabra. Y que 8 "American Literature and The American Language", en: To Critize the Critic and other essays, London, Faber, 1978, pp. 55, 56. He variado los ejemplos, ajustándome sin embargo al sentido. La formulación de su planteamiento se resume en lo siguiente: "universality can never come except through writing about what one knows thoroughly" (p. 55). 9 La respuesta de Gallegos, Caracas, Academia Nacional de la Historia, 2º ed. 1995. 9 conduce a convertirnos en extranjeros en la propia tierra 10. En las universidades, en los centros de investigación, en la planificación de las actividades educativas: siempre el mismo desaprecio de lo realizado en el medio y la atención privilegiada a lo que se hace en algún otro lugar del planeta, para luego aplicarlo aquí. La educación debe llegar a los principios, en la experiencia, para tener un efecto liberador. Si me he dado cuenta de que esto es bueno, no puedo estar toda la vida esperando a ver si viene alguien de fuera y me dice: si, tienes razón, eso es bueno. Casi como si nos ocurriera pensar: si, ya me parecía a mí que esta hallaca estaba sabrosa; tú me das ahora una gran tranquilidad diciendo que, en efecto, está sabrosa, porque tú eres francés y ustedes son los que más saben de cocina; ahora si que me como mi hallaca con toda satisfacción... ¡Seria ridículo! Pero, ¿no es lo que hacemos de continuo? Resulta clave el esfuerzo personal por asimilar, por entender, por encontrar la mejor respuesta a las preguntas que tenemos planteadas. Eso acaso nos conduzca tan lejos como Aristóteles; quizá, pero también nos lleve a valorar lo que pueda haber dicho -bien dicho- Andrés Bello, talento de primer orden, o Rómulo Gallegos. Si asumimos el problema de la formación cultural como un programa abstracto, careceremos de orientación. Se trata en cambio de un crecimiento orgánico, que parte de la circunstancia propia, con sus preguntas, y no vacila en ir a donde nos lleve la pregunta misma. La cuestión no es entonces qué se hace en California o en Japón (con todo lo interesante que pueda resultar conocerlo), sino preguntarse: ¿mis estudiantes están aprendiendo a leer a fondo? ¿Piensan ya por su cuenta? ¿Saben luchar con una pregunta y persistir en la búsqueda? ¿Cultivan su sensibilidad, de tal manera que logren discernir calidades en la expresión o niveles en la problemática? Esas son preguntas reales, que conducen a buscar respuestas verdaderas. ¿Habrá entonces que leer a Simón Bolívar? Si, pero en el contexto relevante. E igual ocurre con cualquier otro autor, reciente o antiguo, próximo o remoto. La orientación de Alfonso Reyes11 es la más equilibrada: hay que decirle a los jóvenes que hemos de leer todo; pero hay que lanzarse a la navegación personal, so pena de quedarse en una indefinida acumulación de materiales para hacer la casa que por eso no se construye nunca. La creciente globalización de la economía, con una vida social cada vez más intercomunicada por una red mundial, lejos de hacer anacrónico el tema de la identidad personal y nacional, parece acentuarlo. Porque no hay integración provechosa sino entre personas y comunidades de suficiente autonomía e independencia. De otra manera, lo que resulta es una suerte de sometimiento al más fuerte que hace imposible toda creatividad y toda riqueza de vida interior en el más débil. Con lo cual, por otra parte, se empobrece el conjunto, que ha reducido a homogeneidad sus partes componentes. 10 Julián Marías, "Innovación y arcaísmo", en: Revista de Occidente, Madrid, 1973, p. 36: «ya que resulta inconmovible la verdad de aquella vieja definición: el colonialismo es cuando uno se convierte en extranjero en su propia tierra». 11 El texto completo al cual me refiero, del prólogo a El deslinde (Obras completas, tomo XV), dice: "Nuestra América, heredera hoy de un compromiso abrumador de cultura y llamada a continuarlo, no podrá arriesgar su palabra si no se decide a eliminar, en cierta medida, al intermediario. Esta candorosa declaración pudiera ser de funestas consecuencias como regla didáctica para los jóvenes —a quienes no queda otro remedio que confesarles: lo primero es conocerlo todo, y por ahí se comienza—, pero es de correcta aplicación para los hombres maduros que, tras de navegar varios años entre las sirtes de la información, han llegado ya a las urgencias creadoras". México, Fondo de Cultura Económica, reimpresión 1980, p. 18. 10 No hay en ello alternativa. En cualquier circunstancia, se trata de una realidad humana esencial, que el progreso tecnológico no sabría alterar. Es ese cultivo de lo humano del hombre que llamamos en su sentido más propio cultura, del cual depende el valor de su vida sobre esta tierra. 11 12