Irene Mariñas Fernández. Inicio de Mae. Doña Brígida Ferrer supo

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Irene Mariñas Fernández.
Inicio de Mae.
Doña Brígida Ferrer supo una noche antes que iba a morir. Durante aquella mañana se
dedicó a ordenar la mísera habitación de la pensión que se convirtió en su casa desde
que su marido la abandonó por una joven de 20 años. Extrañada de no ver venir a la
muerte salió a dar un paseo por el barrio y mientras caminaba por sus callejuelas oscuras
y malolientes, escudriñaba los rincones sombríos, buscando a la Dama de la guadaña.
Como no aparecía, su mente se relajó y empezó a divagar. Fantaseaba con la idea de un
gran entierro y al entrar en el parque confundió a las putas y los paseantes nocturnos con
la gente del cortejo fúnebre que se movía bajo la sombra de los cipreses del cementerio.
Los borrachos temblones se convirtieron ante sus ojos en los hombres de la familia,
que como era tradición, se turnaban para cavar la fosa. Doña Brígida se imaginaba dentro
del ataúd abierto y con los ojos cerrados, mientras escuchaba como sus antiguos
amantes, familiares y amigos, iban construyendo su biografía. Explicaban anécdotas,
historias, secretos conocidos y otros no tan conocidos. Intervenían, en susurros o casi a
gritos, porque todos guardaban un trocito de ella para compartir y de vez en cuando
estallaban en risas colgadas de lágrimas o callaban tras advertir que hablaban en pasado.
Las destrozadas mesas del parque se vistieron de manteles blancos adornados con
flores silvestres e iluminadas con velas rojas, azules y amarillas, fuentes creadoras de los
demás colores y protectoras de hechizos. El tentempié estaba servido en vajillas de
porcelana fina, el vino en copas de la mejor cristalería, los cubiertos eran de plata, las
servilletas de hilo y la comida variada, para cubrir los gustos de todos los presentes.
Había platillos con caviar de esturión y salmón, para complacer a sus amistades y
amantes de juventud, fresitas con chocolate para los más golosos, champaña francés
para complacer a las viejas urracas, compañeras de cartas, vino rosado a gusto de su
madre y bocaditos de perdiz confitada, porque para su padre no había banquete si no se
servía caza.
Cansada de andar se sentó en un banco y con los ojos cerrados pudo ver el Campo
Santo de su pueblo natal, blanqueando entre el silencio de dos montes y mirando a las
huertas. se vio envuelta en un lienzo de algodón mientras la bajaban a la fosa,
acomodándola sobre un manto de helechos y tomillo de flores rosadas, para que la
espiritualidad y el olor de las plantas la protegieran de todo mal. Contempló como la
cubrían de tierra mezclada con hinojo para darle fuerza y romero con la esperanza de que
el entusiasmo de su aroma tapase la tristeza del momento. Finalmente y ya con las
lagrimas lamiéndole las mejillas, pudo ver a su querido marido depositando sobre su
féretro las últimas flores, sus preferidas, capuchinas naranjas, para que nunca le faltase la
presencia del sol.
Comenzaba a clarear y despertándose de un ligero sueño, doña Brígida aprovechó las
primeras luces del día para acercarse a la lápida y emocionada leyó la esquela de un
diario abandonado como si fuera su epitafio: “aquí sólo descansan los huesos de Doña
Brígida Ferrer porque ella sigue recorriendo el mundo”
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