JÓVENES ENTRE EL MAL DE VIVIR Y LA

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JÓVENES ENTRE EL MAL DE VIVIR Y LA BÚSQUEDA DE LA FELICIDAD
Por: Giancarlo Maria Bregantini, obispo de Locri-Gerace.
Los jóvenes de frente al mal: miedo, malestar, falta de referencias válidas… entre el
mal de vivir y la búsqueda de la felicidad. ¿Su experiencia? ¿Su propuesta?
–La relación entre los jóvenes y el mal es una de las más complejas. Quizá la más
decisiva, en términos de relación con la felicidad.
Y de cómo se logra plantearla brota la fuerza de sonreír también en tiempos difíciles,
porque sólo entonces el mal no causa más miedo, por el contrario, se busca darle un
sentido.
Y me expreso con una breve narración, fácil, capaz de darnos una respuesta precisa.
“Había una vez un gran árbol, en una villa marcada de muchos problemas.
Todos lo admiraban, por la belleza de los frutos. Pero al mirarlo, cada uno
recordaba un antiguo aviso: no te acerques, porque una parte de los frutos
es buena, pero otra es venenosa. Sin embargo, ninguno sabía distinguir los
frutos venenosos de los buenos. Y así, por el miedo a la muerte, ninguno se
atrevía a recoger los frutos del grande árbol a pesar de ser apetitosos.
Un día, en aquella región vino una terrible carestía. No se encontraba nada
más para comer. Sólo los frutos del árbol resplandecían, todavía más
bellos. Hasta que una tarde, un campesino que moría de hambre, dijo a sus
amigos: “¡Morir por morir… ya, mientras tanto, yo pruebo. Si va, bien; de
otra manera muero lo mismo!”. Y arrancó del grande árbol, que tenía dos
partes bien distintas, un coloradísimo fruto y lo comió.
No sucedió nada de mal. Por el contrario, se reanimó rapidísimo.
Enseguida la gente comprendió cuál era la parte venenosa del árbol. Y,
todos juntos, decidieron cortar aquella rama, para que después, a la
mañana siguiente, venir con las canastas para recoger los frutos buenos.
A la mañana, estaba la fila; pero la amarga sorpresa: se había secado la
rama buena y todos los frutos habían caído a tierra, marchitos”.
La historia es clara: bien y mal, como nos decía claramente Jesús en la parábola de la
cizaña y de la buena semilla, crecen juntas. Juntas se entretejen en nuestro corazón. No
se puede pensar en una persona toda y solamente buena. Hace siempre su sobra. Ni un
acontecimiento todo negativo.
Entonces, frente al mal, que normalmente es de una evidencia terrible, hay un sólo
modo de ponerse, evitando dos errores, facilísimos, que se encuentran en el corazón de
todo muchacho, en cualquier latitud. El primero, es pensar que el mal sea un contagio
que todo contamina y arruina, que todo ensucia, que ninguno se salva, entrando así en
un pesimismo estéril.
Por otra parte, sin embargo, no debemos pensar que sea sólo un simple y periférico
incidente de un recorrido.
No. El mal es una realidad verdadera, insidiosa, tristísimo. Está dentro de nosotros, está
en mi mismo desarrollo, estoy entretejido con él.
No es, por lo tanto, un imprevisto. Lo debo hacer presente siempre y constantemente.
Sobre mi sendero y los senderos de los demás. Con lucidez y claridad, debo hacer algo,
sabiendo analizarlo con estilo, en un análisis pleno de fe, que me permita decodificarlo
con esperanza.
Después, otro tanto claramente –evitando la posición de quien piensa que todo sea malo,
que no exista un pedacito de cielo limpio, que todo sea infestado de grama–, debo poner
al mal un límite preciso, en su mismo existir. Él, de hecho, es ontológicamente vacío,
aunque sea punzante. Me asalta, pero no me vence. Es como un perro, que provoca
miedo pero está atado a una gruesa cadena. Cierto, no me debo acercar mucho, debo
actuar con sagacidad eligiendo gestos bien sopesados. Pero, juntamente, puedo y debo
permanecer sereno, optimista, lleno de fe, capaz de gozarme los ojos limpios de un niño
o la mano casta de una muchacha o el corazón puro de un amigo o la gloria de un
atardecer sobre el mar azul.
El mal, un espacio para crecer
Justo ahora, puedo plantearme una pregunta decisiva: “¿Pero qué cosa es el diablo?”.
Me lo pregunto con el Papa Juan Pablo II, que tanto ha analizado este nudo, en su libro,
casi testamento: Memoria e identidad (Pág. 27).
Es una pregunta difícil, exigente, que requeriría una encendida discusión.
El Papa, reflexionando sobre el siglo XX marcado por el mal como quizá ningún otro
siglo antes, llegaba a una conclusión inesperada, trayéndola de un famoso escritor
alemán, Goethe, que en el célebre Fausto escribe así: “¡El diablo es una parte de aquella
fuerza que quiere siempre el mal, pero de hecho, obra siempre el bien!”.
Sí, porque dentro de ti, aquel mal que el diablo provoca con su acción, lo puedes hacer
espacio de bien. Sus trampas, si las sabes decodificar, se transforman en ocasión donde
sientes que su insidia terrible pone en acto una serie de bellas respuestas, entusiastas,
abiertas a la esperanza.
Como la infección: puede llevar a la muerte, pero en su mismo ser, sabe crear también
en nuestro organismo, sano, aquellos anticuerpos que hacen más fuerte tu corazón y más
decidido tu paso.
El mal no es nunca para la muerte, sino que es un espacio para la vida. Y también la
noche más obscura puede tener las estrellas en el cielo. Estrellas capaces de hacer la
noche una noche de amor y no de traición.
Cierto, va activado, en mi corazón como en el tuyo, un mecanismo exigente pero bello:
transformar el mal en bien. Y lo haces, si sabes amar. Siempre. Si crees en el bien, si
esperas también en condiciones difíciles. Si no te resignas al destino amargo de un Sur
seguido olvidado.
Por lo tanto, el mal ni sufrirlo ni difundirlo. Hace sólo mal. Sino saberlo transformar, es
decir, ver con fe los pasos sobre el sendero en subida, acoger todo encuentro como
ocasión de gracia, las tentaciones como espacio al amor, la enfermedad como invitación
a la solidaridad, las caídas como heridas que se abren a la gracia, el peso de la vida
como espacio a la amistad verdadera.
En una palabra, dentro de mi experiencia de obispo, he hecho mío el camino de
esperanza del apóstol Tomás: no ha reconocido a Cristo resucitado en un vistoso
milagro ni en un libro voluminoso. No. Sino sólo dentro de las heridas abiertas, que el
mismo Cristo le ha pedido ver para meter la mano. Y, aquella mano, ha encontrado un
rostro. Ha sentido un gesto de amor. Así aquellas heridas se han hecho aberturas de
gracia.
Es el itinerario a la felicidad al que aspiro: transformar las heridas en aberturas de bien.
No eliminar las heridas. Ni pensar poderlas hacer de menos. Se asumen, vistas en cara,
analizadas con claridad. No para eliminarlas, sino para transformarlas.
Es, cierto, un camino en subida, pero es el único posible, el único que puede saciar tu
sed de felicidad.
A este punto, es inevitable la pregunta, casi la siento dentro: ¿Pero cómo hacer para
transformar las heridas en aberturas de bien? ¿Cómo lograr poner un límite al mal y
darle un sentido? ¿Cuáles consejos da un obispo?
A partir de los muchachos de mi diócesis, dialogando con ellos, secando tantas de sus
lágrimas, me parece poder sugerir la imagen de una cisterna. Sí, porque la cisterna, que
en la Biblia tiene la misma raíz etimológica de la palabra “esperanza”, recoge la fuerza
del agua. Si bien, custodiada y valorizada, difunde vida. Si se descuida o despedaza,
crea el desierto.
Una cisterna se puede vaciar o también alimentar. Es decir, se puede luchar contra el
mal o también resignarse a eso. Vencerlo con el bien, o también dejarse contagiar, ya en
el pensamiento o en el comportamiento, por lo cual no espero, no lucho, no reacciono…
“¡Quienes esperan en el Señor adquieren fuerza, ponen alas como águilas, corren sin
afanarse, caminan sin cansarse!” (Isaías 40, 31).
Si vivimos contra el amor y la verdad, nos destruimos mutuamente y destruimos el
mundo.
Benedicto XVI
Traducción: P. José Luis Quintana Pérez, ssp
(Se Vuoi, revista di orientamento, anno 47, No. 5, 2006, pp. 15-20)
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