campo de golf de Layos

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Ritmos complementarios
Por Miguel de ORIOL E YBARRA
E
L hombre tenía entre los cuarenta y
los cincuenta y cinco años. Había
trabajado con enorme tesón desde
que acabó su carrera. Su ambición siempre había apuntado a la diana intelectual,
pero la vida, que sigue la vieja teoría de
los vasos comunicantes, le pagó, con dinero, su esfuerzo. Así que se propuso
comprar un escenario, con aureola, donde
descansar los fines de semana su frenesí
urbano y soñar en paz.
Tras mucho mirar encontró una finca,
pobre de tierra pero con posibilidades de
transformación —se proyectaba un pantano—, que tenía una gran casa de labor,
sublimada en el «señorío» que, con encajes mudejares, se apoyaba en el pueblecito. La arquitectura en ruinas era, en potencia, un sueño para su mente barroca, y
dedicó muchos afanes a su restauración,
que resultó agradecida. Los tonos toscanos, entre cipreses y arideces castellanas,
restañaban, todos los sábados, las heridas
visuales recibidas, durante la semana, en
la gran ciudad. El pueblo fue, al mismo
ritmo que la finca, enriqueciéndose.
El pantano proyectado se hizo realidad:
había agua en el desierto. Poco a poco
empezaron a surgir verdes entre los ocres
del secarral. El agua, ahora dulce, antes
salitrosa, hizo que la tierra se comportara
de desconocida manera: apagaba, con su
belleza, su fragancia y jugosidad, la sed de
aplauso, aunque fuera inorgánico, del rico
castellano. Empezaron a surgir, en los
bordes del pueblecito, casitas, pocas, que
los emigrados se hadan para pasar sus
vacaciones sin romper la escala. La noble
mole de la iglesia mantenía su autoridad
volumétrica sobre el modesto caserío de
viviendas unifamiliares con corral y una o
dos plantas. El venerable olmo carolingio
presidía la plaza, ya empedrada, en la que
se reunían los viejos junto a las piedras labradas que, recogidas de su anterior desorden desperdigado, prestaban una modesta solera al conjunto.
El hombre, como era su costumbre,
había empujado mucho: urgió para la construcción de la presa, tuvo parte muy activa
en la valoración de las tierras que el pantano había de inundar. Muchas eran suyas
y no dudó en aceptar una baja tasación a
pesar de amarlas, porque ya gozaba imaginándolas reflejadas en el espejo del agua.
Estuvo siempre condicionado a su sensualidad visual, ya que era de natural esteta.
Preparó su proyecto de regadío, de dudosa
rentabilidad y, tan pronto como fue realidad, «su campo» empezó a significarse.
Era más que los otros campos y así pudo
aumentar su cabana, que le hizo sufrir
mucho: al principio se le morían las ovejas
que, no acostumbradas al regalo, en el
calor, de la hierba húmeda y fresca, se hinchaban a reventar. Le gustaban tanto
negras porque en ellas no se apreciaba la
suciedad y parecían, cuando juntas, una
gran mancha de terciopelo oscuro sobre el
fondo esmeralda de la alfalfa. De todos
ABCA(Madrid)
- 31/03/1981,
11 de
B C es independiente
en Página
su linea
modos, las más, al cabo de una temporada
de educación biológica, se fueron haciendo
más guapas y mejores. Tanto entusiasmo
dedicó a sus manchegas que las construyó
una espectacular majada de grandes luces,
que permitieran libertad y orden para poderlas comprender. Siempre sintió sospechas de los manejos de los pastores que,
en la oscuridad y amparados por la rusticidad de sus apriscos y la falta habitual de
espacio, obligaban a una enigmática convivencia a las paridas, las lecheras, las
madres; los corderos, los lechales y ios
cameros. Con sobresaliente construcción
preparó también una sala muy moderna de
ordeño, que haría posible que la leche pasara de la ubre a la ciudad sin haber sido
tocada por las manos de tos hombres. Los
controles sanitarios y los tratamientos farmacéuticos fueron reduciendo las enfermedades. Y el conjunto, aunque no daba dinero, era cada vez más y además ya se
dejaba mirar. En mitad de la seca Castilla
se fundían suavemente aquellas verdes y
húmedas blanduras que esperaban inspirar
a otros para extender la afabilidad en vez
de la ira.
Entretanto, otro hombre de la misma
quinta, agricultor desde su cuna en el
mismo pueblo, se dolía de la parca superficie de sus tierras. Las sucesivas divisiones
entre hermanos le habían dejado escaso
para aplicar las fuerzas y ambiciones de
las que se encontraba lleno. Veía llegar de
la ciudad a quien, sin saber, hacía, con
errores continuos pero con potencia, lo que
él, con medios, hubiera hecho a la primera.
Su ambición tenía que encontrar cauce
donde verterse, y cuando llegaron las elecciones municipales se presentó para alcalde. Ya vería el rico cómo le haría cumplir la ley a rajatabla.
Tan pronto como fue alcalde empezó a
llamar la atención al que era objeto de sus
envidias y resquemores.
En ningún momento pensó lo útil que
podría ser, para la comunidad que presidía, animar, en vez de impedir, y guiar, en
vez de taponar, el caudal de deseo sano y
vigorizador que el aire y el dinero urbano
traían a su pueblo.
Y ya, un día, tras larguísimas deliberaciones con el concejo —seis o siete meses
consumieron en ellas—, citaron al rico ciudadano en el modesto Ayuntamiento:
«Después de darle muchas vueltas hemos
decidido denegar la licencia a su majada y
sala de ordeño. Dése usted cuenta de que
estando a menos de 500 metros del grupo
escolar —pequeño edificio construido a
costa de la finca en cuestión y en sus terrenos— puede traer una peste mortal y
acabar con todos los niños y entonces,
¿qué?: el alcalde, culpable. Pero no acaban aquí nuestras quejas: tenemos la impresión de que está usted regando con el
agua que nosotros necesitamos para
beber, por lo que le vamos a precintar las
tomas —por las que el propietario había
pagado justamente cuatro veces más que
ei alcalde—, a ver si de este modo cumple
usted la Ley, que ya está bien de caciquismos, reservados a la época anterior,
cuando usted quitaba y ponía alcaldes a su
medida. Yo hago cumplir la Ley y más vale
andar derechito, porque si no se lo haremos pasar muy mal.»
La amenaza directa hizo saltar al silencioso empresario que, si había sufrido la
sarta de falsedades tendenciosas y primarias, no estaba dispuesto a dejarse arrollar.
«Cada una de sus familias tiene unas
ovejas, vacas y cerdos con los que, no a
500 metros, sino en ja misma casa, conviven, lo que les hace inmunes a las influencias que la moderna e higiénica majada
pueda ejercer sobre ustedes. De las tomas
de agua no hago uso, pues he conectado
la casa con la línea concesionaria del regadío para no reducir el caudal destinado a
abastecimiento del pueblo. En cualquier
caso, pienso que la riqueza que, si me
dejan seguir, recibirá este pueblo, beneficiará a todos; mientras que la postura de
abandono conformista y secular, que parecen ustedes propugnar, devolverá al pueblo su vieja y austera miseria, que borrará
hasta las suaves verdes de su vida.»
El alcalde interrumpió para dejar «muy
clara» su postura: «Mire usted: nosotros no
queremos responsabilidades; si las enfermedades surgen por causas que existían
ya cuando nos hicimos cargo, nadie nos
echará ¡a culpa; si la pobreza es semejante
a la vieja, no nos dirán nada. En resumen,
preferimos ser todos pobres a tener que
aguantar a uno de la ciudad sus favores.»
«Creo —interfirió el aludido— que usted,
alcalde, que, aparte de mí, es el mayor
propietario del pueblo, es el único que
quiere detener mi ánimo emprendedor, porque se encuentra culpable y reducido en
su importancia, por contraste.» Los concejales empezaron a apoyar a quien hablaba,
que siguió: «Así que piénselo bien y legalice mis deseos de futuro y haga usted posible que presumamos de este rincón de
España. Que si después sueñan y se
arriesgan otros, la haremos más rica y, lo
que es más importante, más bonita.»
Creyéndose vencedor de la batalla, el
hombre se retiraba desde el sórdido Ayuntamiento con andar suave, hacia su palacio
mudejar. Se sentía injusto. Pensaba que
no sólo tenía más, sino que además sabía
más y, por si fuera poco, era más, porque
jugaba con su generosidad, fácil desde una
altura.
Pensaba que era urgente impregnar dé
buen conocimiento a un pueblo que, si
cuando se te aplaude crece hasta el heroísmo, cuando se le avisa se esconde y
sólo enseña su miseria.
¿No sería que tanto él, con su dinámico
ritmo cívico, como el alcalde, con su rústico y filtrante espíritu crítico, eran las dos
caras necesarias de una moneda que
rueda hacia un mañana mejor?
pensamiento y no acepta necesariamente como suyas las ideas vertidas en los artículos firmados
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