Excelentísimo Sr. Rector Autoridades y claustro de la Universidad de Montevideo, Queridos alumnos, Señoras y señores Permítanme que comience mostrando mi agradecimiento por estar aquí, por estar en Montevideo, por estar en la Universidad que lleva y honra su nombre, y por asistir a la graduación de las Facultades de economía y de Comunicación. Algunas veces me han acusado, con razón, de preferir a los alumnos uruguayos frente a otros. Es verdad. Me siento muy bien aquí y entre ustedes. Me siento en casa. Pero, además, los graduados de comunicación –aunque conozco sólo a unos pocos- son para mí como nietos. Muchos de sus profesores fueron alumnos míos. Son pues, alumnos de mis alumnos. También eso explica la alegría de abuelo que siento hoy. Gracias, pues, señor Rector, gracias Decana, por llamarme para impartir la lección de este acto, que hemos querido titular “Profesionales para un mundo cambiante”. Ciertamente, nuestro mundo es un mundo cambiante, marcado por las incertidumbres. Hasta hace muy poco, la gran incertidumbre se refería sólo a la gran certeza: sabíamos que moriríamos, pero no cuándo. Ahora, además, hemos de enfrentarnos a la incertidumbre tecnológica, que afecta de manera gravísima tanto al mundo de la empresa como al de los medios de comunicación. El desarrollo tecnológico avanza a una velocidad pasmosa y nadie podía predecir hace apenas diez años la situación que hoy atraviesa la industria de la comunicación, por ejemplo. Quizá tampoco podamos predecir la que nos espera dentro de otros diez. Tenemos algunas ideas, unas cuantas intuiciones y pocas, muy pocas, certezas. En una situación tal, puede parecer imposible formar profesionales de la comunicación o de otro ámbito, puesto que cualquier conocimiento que se les transmita quedará obsoleto en cuestión de pocos años o aun de meses. Pero no es cierto. O mejor dicho, es cierto para quienes se forman en universidades que sólo instruyen. No es cierto para quienes se forman en Universidades que responden a la esencia de la institución: la búsqueda corporativa de la sabiduría, mediante la investigación y la docencia. Sabiduría es mucho más que conocimiento y, por descontado, mucho más que información. Lo decía Eliot en aquel famoso poema de los Coros de la Piedra: “¿Qué ha sido de la sabiduría que hemos perdido en conocimiento?/¿Qué ha sido del conocimiento que hemos perdido en información?” Sé, porque conozco a vuestros profesores, que han sabido transmitiros sabiduría, que es conocimiento aplicado al saber vivir. La sabiduría supone un equilibrado cultivo de la razón y del corazón, sin menospreciar nunca a ninguno de los dos, sin sublimar tampoco ninguno de ellos. Decía Flannery O’Connor que vivimos tiempos caracterizados “por un aumento de la sensibilidad y una pérdida de la visión”. Es decir, por la primacía absoluta del corazón sobre la cabeza, sobre el logos. Pero lo contrario también sería muy peligroso. El buen profesional, particularmente en el ámbito de la comunicación, se caracteriza por la búsqueda de ese equilibrio, por el trabajo constante para formar su cabeza y construir su corazón. Dice el Libro: “El corazón del necio es como un vaso roto, que no puede contener la Sabiduría, porque se derrama”. Es la necedad del frívolo, incapaz de mantener unido su corazón, desparramado en mil cosas, propenso a seguir el viento que sople en cada instante, atolondrado. Un corazón así no puede ser compasivo ni razonable, no puede ser el corazón de un comunicador. Pero, ¿qué se puede hacer? Debo responder muy brevemente, y diré sólo algunas cosas que son fruto de la experiencia propia y de mucha experiencia ajena. En primer lugar, apúntense a lo difícil. Es relativamente sencillo ser un profesional de lo fácil. Lo decía con versos breves el poeta español Luis Rosales: “Facilidad/ mala novia/ pero me quería tanto...” No se paren en lo difícil. Afróntenlo. Es difícil seguir estudiando, pero tienen que seguir estudiando o se embrutecerán. Es difícil sostener y defender opiniones contrarias a lo políticamente correcto, a lo que sostiene y quiere defender la mayoría, pero si son verdaderas, aunque resulte difícil, manténganlas. Aun con riesgo de la propia fama o de la estima social. Es difícil, sobre todo, ser buenos, pero para ser buenos profesionales hay que ser, antes, simplemente buenos. Amar lo difícil es un modo de evitar la soberbia, aunque no lo parezca. El que permanece en lo difícil es humilde, sabe trabajar con otros, ver el lado positivo de las situaciones y, como consecuencia, sabe aprovecharlas y mejorarlas. El soberbio, sin embargo, trabaja para sí, escucha lo que quiere oír, y entiende lo que quiere entender. Todo lo que no le conviene le parece mal. Es un experto en distribuir culpas entre los demás. Adora que lo adoren. Y por fin, sólo habla de si mismo. Constituye la definición perfecta del pésimo comunicador, del peor profesional. Ningún ser en el mundo resulta más manipulable que el vanidoso y el soberbio. Basta con conocer los puntos débiles de su ego. Y nadie es más resistente a la manipulación que el humilde, porque la humildad del comunicador consiste, esencialmente, en permitir que la realidad sea como es, sin intentar forzarla para que quepa en los estrechos límites de un entendimiento pequeño. Por eso el humilde sabe mirar y escuchar y pensar. Por eso es capaz de contar lo que sucede con limpieza, sin trampas. Por eso también, el humilde sabe querer, porque no vive para la propia vanidad. No escribe para que le quieran, sino queriendo a los demás. Sabe que de su trabajo depende la libertad de los otros, de su comunidad. Sabe que puede generar odios o que puede integrar. Es responsable. Comunicar es hacer comunidad, tender puentes entre grupos y personas, integrar. De ahí que la neutralidad informativa no sea un valor. Más aún, la neutralidad frente a valores como la libertad, la paz, la vida o la protección de los más débiles podría resultar obscena. No podemos ser neutrales frente a los grandes valores que construyen nuestra comunidad: debemos defenderlos, rehuyendo actitudes objetivistas. Quiero añadir aún una última consideración. El buen profesional ama y respeta la palabra. Las palabras son como potrillos difíciles de domar, salvajes. Pero cada una tiene su significado, que no se puede pervertir ni desportillar. Las palabras pueden curar. Pero también herir, si se las utiliza mal, si se las manipula o se las convierte en objeto arrojadizo. Termino ya. Quizá piensen que he hablado de cualquier cosa menos de lo que prometía en el título. Pero en fin... esta es mi idea de buen profesional, alguien capaz de responder siempre con creatividad y energía a cualquier incertidumbre por sorprendente que parezca. Alguien que convierte el trabajo en mucho más que trabajo. Hay un libro poco conocido y de título extraño que recomiendo mucho: Despegando la sombra del suelo. El autor, Dell Giudice, despliega una gran metáfora de la vida como vuelo. Bruno es un instructor de vuelo, un maestro de pilotos. Un hombre que habla poco y dice mucho, alguien que enseña permitiendo a los demás que se equivoquen, pero acompañando siempre para evitar al final el desastre. Sus padres y sus profesores han hecho lo mismo. Ahora ustedes ya saben volar y lo harán solos –uno siempre está solo-, sin nadie que les acompañe en la cabina. Como Bruno cuando mandaba despegar en solitario, por primera vez, a sus aviadores, ellos se quedan también solos en la pista, temblando, pegados a la radio por si les pasa algo. Y esperando, esperando a verlos entrar uno a uno en el Cielo. Agradézcanselo mucho. Gracias