La Devaluación de 1982 (Excélsior, 10 de Agosto de 1984) Por Adrián Lajous (Sr.). Tardíamente me decidí a señalarle al presidente López Portillo que en mi opinión el peso estaba sobrevaluado, haciendo necesario que se reajustara su paridad con el dólar. Intempestivamente llegué a esa decisión durante lo que me parecería una surrealista reunión de gabinete de Comercio Exterior que tuvo lugar más o menos a mediados de Enero de 1982. Como este episodio figura en el reciente libro, El juicio, del distinguido periodista Carlos Loret de Mola, siento que debo precisar lo que sucedió y narrar su secuela. A principios del régimen, el Gabinete de Comercio Exterior estaba compuesto de aproximadamente ocho personas, pero poco a poco fue creciendo. Ya a la reunión a la que me refiero hubo cerca de 50 funcionarios. El objeto de la junta era analizar el alarmante descenso de la exportación de productos no petroleros, especialmente de los manufacturados. Uno de los puntos de la orden del día se titulaba “discusión libre”. Sin embargo, no resultó tan libre puesto que previamente se habían seleccionado los oradores y se les había asignado que el tema que cada uno iba a desarrollar. Uno por uno lo oradores que figuraban en el guión confidencial que yo conocía señalaron problemas individuales y prescribieron parches porosos, cataplasmas, chiqueadores y otros remedios similares para curar la enfermedad. Cuando me di cuenta se había ya cerrado la discusión y López Portillo empezaba a tomar decisiones. Lo interrumpí para pedir la palabra. De memoria trataré de hacer un resumen de lo que dije en esa ocasión. “Se ha hablado con algún detalle del descenso de las exportaciones no petroleras pero no se ha tocado la causa; la sobrevaluación del peso. Nunca me han entrado las matemáticas, por lo cual no me es posible aplicar las complicadas fórmulas algebraicas que algunos sabios alegan que les permiten determinar la paridad real del peso con el dólar. Recurro entonces a un método rústico que creo que es mucho más eficaz; observo la competitividad coyuntural del algodón. “Si hay algo en lo que somos comprobadamente eficientes, es precisamente la producción de algodón. En promedio cosechamos más kilos por hectárea que Estados Unidos y al mayoría de los demás países productores. Normalmente lo podemos exportar en tiempos buenos y en tiempos malos. Aun en aquellos años de sobreproducción mundial en que los precios internacionales llegaron a caer a niveles muy bajos, lográbamos vender todo nuestro sobrante y la mayor parte de los productores recuperaban sus costos y todavía les quedaba alguna ganancia. Sólo los agricultores menos eficientes eran los que sufrían pérdidas en las épocas de precios bajos. Ahora, en 1982, aun los productores más eficientes, los que producen cuatro, cinco o más pacas de hectárea, están teniendo dificultad en recuperar sus costos al precio que predomina en el mundo, precios al cual otros países si pueden ganar. Esta es señal inequívoca de que el peso mexicano está sobrevaluado. Ha sido precisamente en las épocas anteriores en el que el peso ha sido mantenido a un valor artificialmente alto cuando hemos tenido dificultades para vender algodón. La situación actual de incompetitividad de nuestra fibra prende un foco rojo que nos avisa que dejemos ajustar la paridad del peso. Esta mañana se ha tomado la decisión de gastar diez millones de pesos adicionales para continuar un estudio sobre la ventaja comparativa de los diversos productos mexicanos. En este momento de crisis me parece incongruente preocuparnos de un tema académico y no de la sobrevaluación, siendo que ésta es la verdadera causa de que se caigan nuestras exportaciones.” El presidente me contestó secamente que esos problemas se estaban estudiando en le Gabinete Económico y no en el de Comercio Exterior. Le dio enseguida la palabra a David Ibarra, Secretario de Hacienda, quien le había solicitado antes de que yo hablara, y a Gustavo Romero Kolbeck, Director del Banco de México, quién la pidió después. Ibarra ignoro mi proposición y habló de otras cosas. Romero Kolbeck, en cambio, me refutó. Cantinfleando seudoelegantemente dijo que mi visión era unilateral porque no tomaba en cuenta otros factores. Sólo en el contexto de la interacción de todas las partes que los integran es que se puede apreciar la correlación de los fenómenos económicos… y de otras lindezas por el estilo. Sabía, porque lo había discutido muchas veces con ambos, que estaban en contra del gasto público exagerado, al cual culpaban de la inflación y de la consecuente sobrevaluación del peso. En estas circunstancias, al terminar la junta me fui con ellos a un rincón del salón de Palacio Nacional donde ésta se había celebrado. Abusando de la confianza que nos teníamos, le reclame duramente sus actitudes. En calor del diálogo los tres nos cruzamos palabras gruesas que atenuaré por respeto a los lectores. Empecé diciéndoles: “Son un par de maricones. Se merecen que las finanzas se manejen desde Los Pinos y que el Presidente se ensucie en ustedes todos los días”. Ibarra respondió: “Se lo he dicho muchas veces en privado, pero ya van tres veces que me rompe el hocico por plantear esta tema en el Gabinete Económico. No tiene caso repetírselo en público a quien ya no quiere oír ni en privado”. “Entonces”, le preguntaré “¿qué demonios haces en la Secretaria de Hacienda?” Explicó: “Estoy dando una batalla de retaguardia para defender la hacienda pública de las fuerzas del mal. Estoy tratando de conservar un mínimo de disciplina fiscal y preparándome para rescatar lo que se pueda de las finazas mexicanas cuando se venga la debacle”. Romero Kolbeck me reviró: “Como David fingió demencia en su última intervención, tuve que entrar al quite para atajarte, aún cuando para ello me vi obligado a comer estiércol. Claro que tienes razón.¿Qué crees que son un penitente? Aun si lo crees hazme el honor de reconocer que aunque fuera sólo por mi puesto sé mejor que tú cual es la situación del peso. Créeme también que tengo al corriente al Presidente y constantemente le toco el tema”. “El que no entiende eres tú. No entiendes que no se puede arrinconar al Presidente de la República en público y menos en un asunto tan delicado. No se ni quienes son la mitad de los jóvenes que estuvieron en esa junta. Si López Portillo siquiera hubiera admitido discutir la paridad del peso quién sabe cuántos hubieran salido de aquí directamente a comprar dólares y, lo que es peor a correr la voz. Se podría haber creado un pánico en el cual se produjera una devaluación incontrolable. “No seas irresponsable. Ya te sientes tan maldito ve a picarle la cresta a López Portillo pero en privado, no en público”. Un par de semanas después tuvo la llamada reunión de la República en Guadalajara, el 5 de febrero. Durante su curso con frecuencia funcionarios y edecanes llevaban notas del asiento de Romero Kolbeck al del Presidente. Algunas semanas después supe que le estaban informando de la baja de reservas de divisas, pues en esos días había gran demanda de dólares. El último de los recados reiteraba la sugerencia previa de Romero Kolbeck en el sentido de que sería mejor que el presidente no tocara el tema, que podría resultar contraproducente como en efecto resultó. Haciendo caso omiso, al terminar los discuros previamente programados de los gobernadores y secretarios de estado, el Presidente tomó el toro por los cuernos. Apeló al pueblo para que tuviera fe en el peso. Por segunda vez ofreció defenderlo como un perro. Inició su arenga quejándose amargamente de que cuando del régimen se empezaba a cuestionar al presidente incluso por algunos colaboradores. Aparentemente consideraba que ni siquiera el ya evidente desastre financiero que se venía justificaba que sus colaboradores tuvieran opiniones diferentes de las de él. Supuse que encabezaban la lista el secretario de Hacienda y el Director del Banco de México, Estaba en lo justo; los destituyo a raíz de la devaluación un par de semanas después. ¡Qué ironía!; los que se habían estado resistiendo a su política manirrota fueron implícitamente culpados cuando se presentó el principio del desastre que ellos habían previsto. Con perdón de Sor Juana Inés de la Cruz diré: Presidentes necios que acusáis a vuestros colaboradores sin razón siendo que sois la ocasión de lo mismo que culpáis. Dada mi intervención en la entonces reciente en la entonces reciente reunión del Gabinete de Comercio Exterior di por hecho que estaba incluido en la lista de los cuestionadotes de quienes se quejaba. Consideré que no me quedaba más que presentar mi renuncia. Mientras seguía hablando López Portillo, fue redactando mentalmente los términos de la misma y al terminar la reunión salí convencido de que sería mi último día en el servicio público. La mayor parte de los concurrentes teníamos programado irnos directamente al aeropuerto para tomar el avión especial que nos traería de regreso a México, pero sabía que el Presidente permanecería en Guadalajara. Saliendo del Hospicio Cañabas vi que uno de los autobuses que se había usado para nuestro traslado Estaba cerrando sus puertas y arrastrando.Corrí a alcanzarlo, toqué en la puerta y entré. Al hacerlo me di cuenta de que era el autobús presidencial, pues el general Godinez, jefe del Estado Mayor, estaba parado al lado del chofer. Lo confirme al voltear y ver al Presidente en el primer asiento. Corroboré con el General Godínez que no iban al aeropuerto, le pedí que detuviera el vehículo y descendí. Quizá López Portillo supuso que se me negaba cupo en el autobús. Como quiera que sea, oí que ordenaba al chofer que parar otra vez y reabriera la puerta. Se asomó por la ventana y me dijo: “Súbase, Adrián”. Le expliqué que yo regresaba a México y entonces respondió: “Muy bien, como usted quiera. Pero si se quiere venir con nosotros, súbase. Usted es de casa”. Sentí que el Presidente usaba este camino para demostrarme que yo estaba incluido entre aquellos de quienes se habían quejado o que, si hubiera estado, me había concedido la absolución. Esta fue la tercera vez durante el régimen en que el Presidente me extendía la mano en un momento crítico. Dadas las realidades del sistema, digo esto último ya sin asomo de ironía y con toda sinceridad. En ese momento sentí un gran alivio; no tengo empacho en confesarlo. Además, hasta el primero de septiembre de ese año día en que partimos compañía, siempre me escuchó con paciencia y amabilidad en todas las ocasiones en que señalé, ya fuera en público o en privado, alguna duda o algún desacuerdo con acciones del gobierno. Por último, aunque fuera a proposición de sus secretarios de Estado, me nombro a dos puestos importantes. No he olvidado la buena voluntad que me mostró José López Portillo hasta la diferencia final. Esto me ha llevado a guardarle un recuerdo cordial. Hago pues, una distinción entre el hombre que me simpatiza y el funcionario que condujo el país por mal camino. El conflicto entre ánimo y razón me hace cuesta arriba criticar su gestión, pero, cada vez que me he decidido, el calor del recuerdo ha llevado a mi pluma más allá de lo que yo me había autorizado así mismo. Si he de tomar en serio mi nuevo papel de analista de la cosa pública, tendré que dar mis puntos de vista sobre algunos de aquellos asuntos en los cuales participé directa aunque marginalmente o, cuando menos, que observé de cerca. Hago esta aclaración porque algunas de las cosas que JLP trató con los fantasmas que se le aparecieron en Roma, en la sesión espiritista de la cual nos da cuenta el libro de Loret de Mola.