El túnel del tiempo

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EL TÚNEL DEL TIEMPO
Gustavo Hoffmann se dividía entre el ronroneo desafiantemente amical de los doce
cilindros de su Mercedes deportivo y el paisaje tirolés que esplendía Alpes arriba a
ambos lindes de la carretera. Todo era verde reluciente que solo abdicaba, camino del
cielo, ante las crestas todavía blancas. Era una formidable tarde de agosto. Poco
después de Feldkirch, la autopista inconclusa devenía una serpeante pero amable
pincelada de alquitrán entre el río encabritado allá abajo y la impasible muralla norte
del valle. El tránsito era nominal: todos se habían ido ya de vacaciones y nadie volvía
aún salvo alguna que otra caravana prematura o rezagada.
Gustavo era alemán para todo menos el volante. Argentino por los avatares de
una guerra mundial desfavorable que habían llevado a sus padres a buscar refugio en
un país propicio, había conservado de aquellas infancia y adolescencia en dos idiomas
la profunda convicción de que el auto era un tercer zapato. Ser el único argentino en
ruta austríaca resultaba una auténtica bendición; no se habría sentido más a sus anchas
un lobo entre borregos. El detector de radar iba tendiendo allende la estrella de plata
una invisible red de seguridad que permitía los sesenta o cien kilómetros de exceso
sobre los noventa reglamentarios. Los camiones se dejaban pasar como mansos
paquidermos y los automóviles, todos de menor enjundia, casi que se encogían para
abrirle camino. Se sentía tan dueño de la carretera como de la vida. La fábrica de su
padre, abastecedora pionera de sabrosos insumos para la industria militar argentina,
había sido siempre una mina de oro, incluso cuando, treinta años después, Videla
abrió las importaciones y hubo que competir de igual a igual con el Norte poderoso y
en desventaja con el Brasil artero, y cuatro lustros más tarde, cuando el peso se puso
ya democráticamente a la par del dólar y se consumó el acabose de la producción
industrial vernácula. Desconfiado de los excesivamente meridionales nativos, Herr
Hoffmann había cuidado siempre de resguardar sus utilidades en diversos bancos de
Lichtenstein. Además de una planta perpetuamente modernizada y de aquellos
previsores ahorros, el hijo había heredado asimismo las dos propiedades en la Austria
ancestral que, con la invalorable ayuda de la Providencia, nunca fueron confiscadas.
Y como Dios es menos tonto de lo que da a entender el proverbio y tradicionalmente
ha preferido dar pan a los que tienen dientes, Gustavo sumaba a su abultada hacienda
una apostura envidiable. Tenía cincuenta y dos años inverosímiles bajo su frondosa
cabellera rubia y dentro de su complexión de atleta. El rostro, habituado al sol del
Caribe y a al gélido viento de las pistas de esquí, no tenía más arrugas que las de la
virilidad.
A mediados de los años sesenta, Herr Hoffmann aprovechó que Europa se
había vuelto indulgente con los díscolos del Tercer Reich para regresar a afincarse
también en su Viena natal y tomarse vacaciones cada vez más dilatadas de una esposa
envejecida más allá de toda utilidad. Gustavo terminó el Colegio Alemán e ingresó en
la Facultad de Ingeniería, que acabó perfunctouriamente para hacerse cargo de la
tajada rioplatense de las operaciones. Fallecido el padre, llevaba ahora dos decenios
aplicado a un ping pong transatlántico y transecuatoriano que coincidía ajustadamente
con lo mejor de cada temporada. Ese verano europeo, como tantos, había rasgado con
su bólido un surco de Viena a París y ahora regresaba, despreocupado y veloz, a los
negocios que, en rigor, ya no necesitaban de él.
El percance ocurrió casi a la entrada del túnel del Voralberg, una lombriz
hueca de casi quince kilómetros en la manzana gigantesca de la montaña. Se distrajo
un momento admirando el paisaje y cuando sus ojos volvieron a la ruta, tenía encima
el lomo casi inmóvil del camión cisterna. No por nada argentino, dio apenas un golpe
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de timón que abrió la trompa del Mercedes los centímetros indispensables, intuyó que
tenía justo el espacio para pasar entre la mole y el Audi que le salía al encuentro, no
piso el freno, evitó la coleada con otro levísimo toque de muñeca y salió airoso del
otro lado de la muerte. La conciencia del peligro superado casi por milagro no lo
perturbó: no era la primera vez que se batía en duelo criollo con la Parca sin más
armas que su audacia, su sangre fría y sus reflejos de émulo de Fangio. Unos cientos
de metros más adelante pagó el peaje y se introdujo en la abrupta noche. Delante de él
arrastraba los pies con toda la parsimonia que imponía la Ley un semirremolque
corpulento que le bloqueaba completamente la visión. Había que tener paciencia
teutona quince kilómetros y luego los genes adoptivos estarían nuevamente a sus
anchas. El primer vehículo en cruzársele fue una furgoneta fantasmal detrás de la cual
venía un Mercedes exactamente igual al suyo que lo saludó con un cómplice guiño de
luces, seguido de un Rover al que un pretérito encontronazo había dejado sin parrilla.
Como siempre que el tráfico lo contrariaba o lo esquivaba el sueño, su reflejo fue
evocar mujeres. Estaba particularmente orgulloso de aquella profusa galería de
hembras de todos los colores y de todos los orígenes. Esta vez empezó por la
paraguaya aquella que trabajaba de sirvienta en la casa de su tío, en los arrabales de
Asunción, y que en sus escasos ratos libres controlaba mal el crecimiento de un crío
que le había hecho, según le contó en un momento que ella creyó de intimidad, el hijo
de un vecino de sus patrones de Buenos Aires. Era una india mansa, ingenua y voraz,
como tantas de las razas menos agraciadas, que parecían ver en él una especie de Thor
hercúleo y dotado de un gigantesco aparato reproductor. Trató de evocar la piel
sedosa, los pezones descomunales y el olor a sexo comprimido de su ingle y sus
axilas, pero no pudo sacar la imaginación de los dos dientes que le faltaban, una
indudable ventaja a la hora de la fellatio pero, como espectáculo, poco edificante.
Procuró deslizar la cámara hacia abajo o, al menos, al costado, pero no: se le quedó
clavada en esos dientes que no estaban y que le causaron una repugnancia
desconocida, mucho mayor que el momentáneo rechazo de entonces, que se arreglaba
con evitar los besos. Pasó un camión de Coca Cola, con aire de pata que arrastraba
una paciente recua de patitos encabezada por otro Mercedes humillado. Cuando
regresó la vista al camión, se encontró inesperadamente con el recuerdo de Werner, su
compañerito de primer grado, a quien no tuvo empacho en robarle aquella magnífica
locomotora Märklin. Habían llevado el tren eléctrico de Werner para armar con
ambos un circuito maratónico. El segundo tren pasó casi un mes en casa de los
Hoffmann y regresó a la suya huérfano de la mejor locomotora. Werner lloró y
pataleó. Gustavo insistió en que él había devuelto todo lo que quedó en su casa y el
doctor Weiner, poco deseoso de contrariar al Presidente del Club Alemán, resolvió
que era más prudente volver a invertir en material ferroviario infantil. A Gustavo,
claro, le hubiera bastado pedir una locomotora igual, pero la gracia estaba en la
impotencia y la humillación de su mejor amigo. Salvo que no fue la vieja sensación de
victoria la que había acudido, sino el ruido insoportable del llanto de Werner. Eran
unos berridos incontrolados, ensordecedores, que destrozaban el cuarteto de Schubert
difundido por el portentoso estéreo. Alzó el volumen, pero el ruido resultante fue
peor. Se cruzó entonces una Ferrari Testarossa conducida por un imbécil que la
mantenía a los 80 kilómetros reglamentarios. Como cogerse una mina a oscuras y sin
desvestirla, pensó, y a remolque de la reflexión apareció su prima, la pecosa Gerlinde,
que había desvirgado un poco a la fuerza, sin poder llegar, precisamente, a desvestirla,
durante las festividades familiares de aquel fin de año en el cuarto adonde ella lo
había llevado para mostrarle las fotos de su reciente viaje a Europa. Apenas pudo
arrancarle el calzón y, ya dentro de ella, que comenzaba a dejar de debatirse, logró por
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fin desabrocharle a medias la blusa y entrever un seno sin estrenar que la eyaculación
inesperada le impidió disfrutar como se proponía. El incesto no duró demasiado:
Cuando comprendió que la cosa traía cola sentimental, dejó plantada a la pobre
Gerlinde en medio de sus dieciséis años sin salida aparente. Ella no logró reponerse
de aquel amor que le quedó clavado donde antes tenía el himen, y la juventud se le fue
yendo entre manoseos menores. Para su sorpresa, en vez de recordar, como cada
tanto, aquellas pecas que dos días más tarde fue besando una a una camino de cada
pezón casi transparente y del vellón casi impalpable, solo lograba evocar las lágrimas
postreras que le lavaban aún más la blancura del rostro llovido de ínfimos lunares.
Trató de retroceder a los suspiros iniciales y a la sensación de triunfo, más sabroso por
totalmente inesperado, pero no hubo caso. Se le quedaban en las neuronas las mejillas
empapadas y los ojos color carmín, y por todo el cuerpo la pegajosa insistencia de
unas manos que no lo querían dejar. Comprendió que tenía la camisa ensopada de
sudor y trató de bajar la temperatura del aire acondicionado, pero los controles se
desbarataron inesperadamente y la perilla se le quedó en la mano. Cuando por fin cejó
en su intento por volverla a calzar, le salió al encuentro un camión de bomberos que
multiplicaba en aquella interminable caja de resonancia el trepidar inútil de su sirena.
Gerlinde dejó entonces el sitio al viejo Hucha, el linyera loco que había armado un
endeble cuchitril de cartones, latas y tablas en uno de los baldíos que se interponían
entre los chalets de la loma de Acassusso y la vía del ferrocarril tras la cual se
extendía la interminable manta del río. Los pibes del barrio solían burlarse del orate, y
le arrojaban piedras o se ponían a hacer el mayor alboroto posible en las
inmediaciones del risible rancho. Pero una tarde, él, líder indiscutido de la pandilla,
resolvió que era hora de pasar a la acción directa y encabezó la partida que,
aprovechando que Hucha estaba cambiando por un poco de comida de ayer y sobras
de ropa tres horas de cortar céspedes bajo el sol, destrozó minuciosamente la tapera.
Dentro encontraron, aparte de los cacharros mugrientos y los trapos hediondos, un
sorprendente botín de fotos de familia deslavadas, un antiguo crucifijo de plata, y una
oxidada lata de duraznos con los pacientes ahorros del viejo, que sufragaron un
espléndido banquete de pizza, coca cola y helados para todos los expedicionarios.
Pero lo mejor había sido la vuelta de Hucha y sus aullidos de coyote, al que se
sumaban los crueles armónicos de la risa y los insultos de la pandilla. Los alaridos se
hicieron más y más agudos, más y más penetrantes, más y más insoportables. Poco
podían hacer los dos violines, la viola y el violoncelo. El cráneo estaba a punto de
reventarle. Lo distrajo el traqueteo asmático de un Opel que iba, sin duda, camino de
la tumba. Detrás, dejó, vaya a saber cómo, unas sombras que fueron deshaciéndose en
el rostro de Raquel, la judía puta. Raquel era la mujer de un empleado de la fábrica,
desaparecido durante los años de oro como favor especial a Hoffmann padre. Porque
el ex coronel de la Waffen SS, ablandado a medias por treinta y tantos años de
posguerra, podía llegar a tolerar un judío, un representante sindical o un comunista,
pero por separado. La rusa había venido a suplicarle al viejo que intercediera ante sus
amigos militares, pero esa semana lo sustituía Gustavo, que estaba haciéndose a la
administración que pronto le tocaría heredar. Raquel era pelirroja encendida, de ojos
insondablemente celestes, y portadora del mejor par de tetas de la colección. Tenía
camino de los cuarenta años, que a él desde sus veintiséis se le hicieron
admirablemente perfectos. Fingiendo conmiseración, comenzó a acariciarle las llamas
del cabello. Ella, entre hipos, se dejó hacer. Entonces le insinuó más o menos
bestialmente que si se ponían de acuerdo, él tenía palancas decisivas que mover. Fue
una jugada magistral: la rusa, que se estremecía con cada caricia, jamás habría
aflojado sin la coartada del chantaje. Como tácita primera cláusula, Raquel le chupó
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largamente la verga, deglutió con avidez el torrente repentino y siguió chupando hasta
la nueva erección, que llegó casi en el acto. Y ahí se la cogió salvajemente sobre el
escritorio, entre cartapacios, teléfonos y agendas. A la rusa la cosa la entusiasmó por
encima de lo decoroso. Seguramente por eso le entró aquella culpa incontenible y se
puso a llorar desconsoladamente y a decirse, en efecto, puta, para luego echársele
encima a rasguñarlo enloquecida. Más que el dolor, había sentido entonces el dulce
lenitivo de la venganza por la derrota y el exilio forzado de su padre y aquellas tetas
se la hicieron doblemente suculentas. Salvo que ahora no las podía ver. Solo podía oír
el sollipeo insoportable y sentir las uñas desesperadas perforándole la carne. El
recuerdo del dolor se le sumergió en el mar que le cubría la espalda y pareció
multiplicarse con la sal del sudor. ¡Hijo de puta! ¡Fascista hijo de puta!, clamaban las
uñas enterradas como garfios y siguieron clamando después entre los brazos de los
custodios que se llevaban a la rastra el cuerpo epiléptico. Raquel desapareció
convenientemente pocos días después. Pero ahora sus uñas habían resucitado para
hacerle jirones la carne impregnada de sudor. Lo distrajo momentáneamente la
entrañable gracia de un maltrecho Jaguar MKII que, ajeno a su rauda estirpe,
desapareció cojeando hacia el poniente. Detrás venía más un estruendo que una
imagen: la cacofónica orquesta de chapas maltrechas y vidrios astillados que lo habían
despedido ese mismo día a la salida de Zurich. Distraído por una morena cimbreña
erró de pista y cuando reaccionó tuvo que hacer una maniobra brusca para subir al
viaducto que desembocaba en la autorruta. El Mercedes calzó justito delante del
desprevenido descapotable, pero se conoce que el otro, asustado, pisó el freno y el que
venía a su zaga se lo llevó por delante. Él solo oyó el golpe de platillos (de los
muertos solo se enteró por los periódicos al día siguiente), pero la colisión
originalmente breve y seca reverberaba negándose a terminar, mezclada con los
gemidos de Gerlinde, los aullidos de Hucha, los berridos de Werner y los gritos de
Raquel, como si su prima, aquel menesteroso, su amiguito de la infancia y la rusa
agonizaran dentro del Peugeuot 306. Los ayes se mezclaron con el ruido de una
sirena, que cobró cuerpo en una ambulancia que pasó aullando innecesariamente con
su baliza azul brillándole como una diadema. Compareció entonces la imagen de
Vera, la siempre enjoyada mujer de su socio. A Heinz no le había sacado únicamente
hasta el último centavo, sino también aquella mujer que, sin ser despampanante, cogía
como los dioses. En realidad, se la culeó para enterarse de las cuentas y de los
negocios paralelos de Heinz, pero los asiduos polvos hubieran valido lo suyo aun sin
peculado. Heinz quedó en la ruina, pero Gustavo tuvo la delicadeza de devolverle su
mujer, que regresó a las piltrafas de su marido destrozada por el remordimiento y la
nostalgia de aquella verga de antología. Excepto que no pudo rememorar, como se
proponía, la complicada mecánica de Vera en permanente celo, sino el sonoro y
certero bofetón de despedida, que él no encontró cómo disimular durante casi una
semana. Volvió a sentir la mejilla sacudida por aquel ramalazo implacable que, esta
vez, le arrancó un torrente de gotas pastosas. Mezclado con la laceración de la
espalda, al paso de un Audi de escape defectuoso, sintió también de nuevo el fuego
hiriente como si, además, le hubieran echado un chorro de alcohol. Ahí resonó
nuevamente el disparo, y los sesos de Heinz enchastraron el parabrisas. Gustavo se
tapó la cara con un ademán aledaño del terror. Para cuando volvió a agarrar el
volante, se encontró nuevamente con el parsimonioso dorso del camión. Abrió la
ventanilla, pero la cabina se le inundó del mefítico escape de un turismo diesel.
Volvió a cerrarla. Era menos insoportable el calor. La perilla del acondicionador,
entretanto, había desaparecido en los arcanos de la consola o entre el túnel de la
transmisión y los asientos y se le destrozaron los dedos tratando de encontrarla.
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Recordó el chasquido quebradizo de los dedos del estudiante comunista al que con
cinco o seis camaradas del Sindicato Universitario le había propinado la tremenda
paliza en un baño de la facultad y oyó una vez más la seca percusión de cada golpe,
excepto que con el ruido venía la tenebrosa vivencia del impacto. Sintió que las cejas
y los labios se le quebraban, que los dientes salían disparados hacia la garganta, que
los pómulos se le pulverizaban, pero sobre todo el insufrible dolor de los dedos
prisioneros al costado de la butaca. Todo en medio del calor insoportable y el ruido
más y más ensordecedor entre cuyos intersticios sonaban incongruas las cuerdas de
los cuatro Stradivarii. Un moroso utilitario azul depuso tras sí la sinuosa figura de
Laura, la santafesina que servía café a los empleados. Tenía quince años y los ojos
como carbones. Él supo inmediatamente que ella se le había enamorado (¡qué carajo
les pasaba que se le enamoraban sin remedio!, se preguntó, y el amague de sonrisa le
agudizó el dolor de labios, mejillas, mandíbula y nariz): todo lo que hacía falta para
que se le abriera de par en par eran unos instantes de privacidad. Le pidió un café
postrero cuando ya se iban los últimos contadores. Nunca se lo llegó a tomar. Ella le
decía, ¡Lo quiero, patrón, lo quiero con toda mi alma!, y el redoblaba el ritmo de su
pistón. Le encantaba fornicársela a escondidas y en los sitios menos pensados: el
baño, el cuarto de los trastos, la cocina, el ascensor… Tardó semanas en aceptar que
en un hotel el margen de maniobra sería más cómodo y podría ensayar las demás
posiciones del Kama Sutra. Debió ser el primer día horizontal el que la dejó
embarazada. Como buen caballero, puso el dinero para el aborto y explicó a Laura
que, para evitarle un dolor innecesario, mejor no volvieran a verse, que él no se podía
casar porque tenía novia (lo cual, bien mirado, era múltiplemente cierto); le dio,
además, doscientos dólares de doble indemnización y se la sacó de la memoria activa.
De eso, sin embargo, se acordaba ahora, de la expresión de incredulidad, dolor y odio
en que nacía y al que regresaba aquel gesto de desamparo que aceptaba los billetes
como si fueran de ácido sulfúrico. En todo caso esa era la sensación que le quedaba en
los dedos resentidos por la ingrata búsqueda de la perilla. Trató de borrarla frotando
de a una las palmas contra el cuero del asiento, pero fue peor. Y en vez de aquellas
piernas que, como las de Gerlinde, se abrían por primera vez, temblorosas y ávidas, el
recuerdo se le enredó en el amargo fulgor de aquel odio que lo miraba y en la violenta
quemadura de los billetes que no podía soltar. Detrás de un turismo que casi no llegó
a ver venía un ómnibus cargado de chiquilines, de cuyo alegre trajinar nació la
llamada de Ángela, la contadora e hija de un proveedor, a quien conoció el día que
vino a ver si podía hacer algo para que le saldaran a su padre y patrón por las buenas
las últimas tres entregas. Era una tana menudamente perfecta, con los labios más
carnosos que jamás se habían paseado por verga alguna. El polvo inicial en el sofá del
estudio vino con la merecida yapa de un plazo adicional para el pago. Ángela era una
mina como para casarse: un budinazo de pro, rica, inteligente y contadora pública.
Fue la primera relación asidua y prácticamente exclusiva. La cosa fue viento en popa
hasta el día en que Ángela dijo que se había olvidado de ponerse el diafragma, quedó
nomás encinta y se negó a hablar siquiera de un aborto. Él tampoco quiso saber nada
de que vinieran a mancillarle una vida diáfana con cacas, regurgitaciones y mocos. A
la mañana siguiente de la frustrada negociación, se encontró con una nota en la que
Ángela le decía que era un flor de hijo de puta y que ni tratara de buscarla.
Respetuoso por una vez de la voluntad femenina, no hizo, en efecto, el menor
esfuerzo por volverla a ver. Pero varias veces se sorprendió extrañándola; incluso
llegaba a metérsele en la cama a distraerlo en los peores momentos, o sea, en los
mejores. Ocho meses después recibió aquella única llamada, que le descerrajó por el
tubo la noticia de que Ángela había tenido por fin la criatura y que jamás le iba a
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permitir conocerla. Casi ni recordó el rostro lánguido que emergía entre aquel
cortinado azabache; tampoco logró evocar los senos pequeños que parecían hechos a
la medida de sus manos. No, todo se le quedó en la necesidad imperiosa de ver el
rostro de aquella hija cuyo nombre nunca logró saber. ¿Cuántos años tendría ahora,
trece... catorce? ¿Se le parecería? ¿Se reconocería él en ese rostro de niña? De
improviso, por primera vez en su vida, sintió unas ganas enormes de ponerse a llorar,
pero los lagrimales no le facilitaron sino un conato de gota que se quedó molestándole
en el ojo derecho. ¿Y por qué carajo le importaba esa chiquilina desconocida justo
ahora, dentro de este túnel que no terminaba nunca? Por cierto, ya tenía que ver la luz,
pero la bamboleante espalda del camión seguía impidiéndoselo. Quiso poner atención
a los mojones que iban indicando kilómetro a kilómetro la distancia, pero antes de que
llegara el siguiente lo distrajo la imagen -inventada quién sabe cómo- de su hija
mamando, o aprendiendo a caminar, o jugando a las muñecas, o en uniforme del
Colegio Alemán... No podía ser, claro, porque Ángela jamás lo habría consentido. La
certeza, vaya uno a saber por qué, lo perforó como una espada candente. ¿A qué
escuela iba, entonces? ¿Y cómo se llamaría? ¿Tendría otro padre al que quisiera como
jamás iba a quererlo a él? Aferró el volante con tanta impaciencia que fue como si le
abrasaran aún con más impiedad los dedos y las palmas. Apenas llegara a Viena iba a
ver de ubicar a su hija… ¡Túnel de mierda! -se oyó exclamar casi que en voz alta-.
¡Cuánto más hasta que te acabés, me cago en la puta madre! Y vos, ¿por qué no te
apurás un cachito, camionero hijo de remil putas? Y entonces vio que volvía a pasar el
coche fúnebre seguido del Mercedes idéntico al suyo, que volvió a saludarlo con un
guiño cómplice.
A un kilómetro escaso de la cabina de peaje del túnel de Voralberg, mientras la
primera ambulancia se llevaba el cuerpo agonizante del conductor del Audi, los
bomberos seguían tratando de arrancar el acordeonado techo del Mercedes. Dentro, el
cadáver estaba abrazado al volante que se le había metido en el esternón. La bolsa de
aire había fallado misteriosamente y lo que podía verse del rostro ensangrentado era
un rictus de horror. Uno de los bomberos no pudo contenerse y masculló, ¡Un animal
que maneja como este imbécil debiera estar en el infierno!
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