Concurso de relatos de Hislibris

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I Concurso de relatos de Hislibris
La noche había sido fría. La manta estaba húmeda y le calaba los huesos. Mientras los
otros muchachos se acurrucaban, buscando la posición fetal o la proximidad con el
compañero, él saltó de la cama. Aún faltaba tiempo para que los demás se levantaran,
así que aprovechó para salir del edificio y contemplar la salida de sol.
El orto se dibujaba en el horizonte, pujaba por salir en aquella helada noche. Al
fondo, el mar; más allá, Asia. Los pensamientos del muchacho comenzaron a divagar,
que era vagar dos veces perdido en la inmensidad de sus sueños. Ensimismado como
estaba, notó cómo las ganas de vivir se mezclaban con el rocío de la vegetación que le
rodeaba, cómo la pálida luz del este, de su anhelado oriente, comenzaba a animar su
cuerpo; sintió cómo la luz alargaba las sombras donde antes había oscuridad, cómo el
olor del campo le inundaba el corazón, alegrándolo todo. El frío, poco a poco, le
empezó a abandonar para dar paso al cálido sentimiento del mundo de las potencias y
los proyectos. Entonces se tumbó y, entrecruzando sus brazos bajo la cabeza, dejó que
pasara el tiempo, con los ojos cerrados y en contacto íntimo con el terreno; ahora veía
de manera diáfana lo que pensaba y dejó volar su mente hacia lo imposible. «Pero yo lo
conseguiré —se decía—, yo haré que sea posible». Y así, con esos pensamientos y
mientras sus compañeros daban los últimos abrazos al catre, transcurrió un rato que a él
se le antojó largo, muy largo; tal era la cantidad de cavilaciones que alumbró en un
espacio corto de tiempo.
—Manzano, ¿qué haces ahí?
La voz del camarada no le sobresaltó, pues sus sentidos habituaban a estar alerta
producto del día a día, asunto importante porque su capacidad de concentración era
enorme.
—Ya, ya me levanto —contestó—. He estado pensando. ¿Sabes?, el...
—No me cuentes tus penas, Manzano, y levántate si no quieres que los demás te
pateen. La noche ha sido lo suficientemente gélida como para que el resto se caliente
con tus riñones —dijo, dejando salir un rebufo.
El muchacho se levantó. No le quedaba otra opción. Sabía que era verdad, que
aunque se debatiera como un león, le caería una buena paliza. «¡Mira a Manzano!, ya
anda comiendo hierba —diría alguno—. Sí, y como siempre en las nubes. Tiene alma de
filósofo», y comenzarían los golpes y él tendría que defenderse. Le habían dicho que,
con el tiempo, su actitud terminaría por ganarse el respeto del resto; aun más, le habían
transmitido que ese respeto se convertiría en admiración. «Confía en cómo eres y en lo
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que serás. Tus valores, si firmes, se verán recompensados con el transcurrir de los
años».
Él creía en esas palabras; se veía admirado por todos los que le rodeaban. Lo
necesitaba, lo ansiaba. Lo conseguiría. Se veía comandándolos; se veía amado por
todos. A veces le asaltaban las dudas: ¿no sería esa seguridad, la que tenía en que todo
fuera a ser así, pura fantasía, una más entre tantas otras? En esos momentos no soñaba,
ni anhelaba honores ni gloria, tan sólo sentía ira de ver su amor hacia los demás
traicionado. Porque había reflexionado acerca de ello: él amaba todo lo que le rodeaba y
daría su futuro, su vida por ello. Amaba a sus compañeros pese a sus burlas; amaba a
sus padres; amaba a sus maestros; amaba a su pueblo; amaba la compañía y la soledad,
la noche y el día, la ciudad y el monte, el mar y la arena. Pero ante todo, se amaba a sí
mismo, punto de partida para todo lo demás, y de ese sentimiento que nacía dentro le
brotaba por cientos de canales la afición hacia lo que percibía, desperdigándose al
exterior como el agua de una cisterna. Era tanto su afecto por el mundo sensible que le
tocó la voluntad como una nereida arrulla a las olas del mar. Debía cambiar, tenía que
abandonar esa inseguridad que le hacía débil; sus fantasías serían realidad. Pondría todo
su empeño en sus anhelos. Una voluntad que movería montañas y juntaría tierras. ¡Sería
un Posidón!
Regresó al cuarto en donde se hacinaba el resto de muchachos, que ya se afanaban
por colocar sus cuatro pertenencias y tener dispuesto el equipo con el que más tarde se
entrenarían. Uno, a la que pasaba, le arreó un pescozón.
—Vamos, Manzano, que hoy toca física. El maestro se muere por tocarte un poco
el culo, y lo haría si no le fuese la mano en ello. —Rió de forma grosera, y como si le
hubiera iluminado un dios, añadió—: A lo mejor te la meto yo.
—Qué más quisieras, palurdo —contestó con la cabeza alta, girando el cuerpo hasta
darle la espalda y elevando el trasero.
Este tipo de contestaciones, junto con la incomprensión de la que gozaba, le hacían
blanco del desprecio juvenil, que vive siempre en presente y rechaza tanto lo extraño
como lo altanero.
Cuando llegó al lugar que en sus noches ocupaba, recogió rápidamente sus bártulos
y se adelantó al resto. Se dirigió hacia detrás del grupo de edificios, un lugar que hacía
de orquestra, lleno de rocas, y que poseía una fuerte y corta pendiente que terminaba en
una pequeña planicie, con una pareja de plátanos en un lugar que podía pasar por como
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escena. Sabía que allí encontraría a su maestro, pues era el lugar en donde poco después
daría sus clases y habituaba a prepararlas in situ.
—¡Que el cielo te alumbre, preceptor!
—Igual que a ti, dilecto alumno. Dime, ¿qué te trae por aquí tan pronto? No
deberías descuidar el contacto con tus compañeros.
—Es la inquietud por lo que soy, por lo que seré y por lo que quiero ser. No dejo de
darle vueltas.
El maestro sonrió. Poniéndole la mano derecha en el hombro, le contestó:
—¿Qué es la física?
—El estudio de lo que nos rodea, de los fenómenos visibles y de la naturaleza —
respondió tras un primer momento de sorpresa—. Pero no comprendo qué relación
guarda.
—Bien. Lo primero que tienes que aprender es a ser paciente. Cuando lo aprendas,
serás. —En ese momento retiró su mano y buscó a tientas alguna roca cercana en la que
descansar, como si previera un largo diálogo—. Bajo lo que has respondido, tú eres lo
que eres. No importa lo que quieras ser ni lo que serás, pues tu existencia siempre será
el presente de lo que seas. Ahora eres Manzano.
—Pero…
—Sé paciente. No confundas mis pausas con un final. ¿Aún no te he enseñado
nada?, ¿acaso no te he explicado miles de veces que la física sólo se ocupa de una
realidad acotada y particular? ¿Dónde anda tu mente cuando hablo de lo que está más
allá de la física, de la dificultad del término «ser»?
»En ti está el germen de lo que serás. Tan sólo hay que echar una ojeada a cómo
eres. Lo que quieres ser y lo que eres forman tu sustancia, al igual que la forman tu
interior y tu aspecto, tu materia y tu forma. Tu búsqueda de la virtud dependerá de tu
voluntad, y ésta de tu razón y de las costumbres que adquieras. En potencia, eres todo lo
que quieres ser, Manzano, está en tu materia. Ahora, moldea tu forma con voluntad y tu
sustancia cambiará. De Manzano a Magno apenas hay letras1, Alejandro.
El muchacho se quedó pensativo. Dio las gracias a su maestro y regresó al edificio,
junto a sus compañeros. Tendría mucho que aprender, pero estaba seguro de ser grande,
de poder hacer todo lo que se había propuesto realizar.
1
En griego antiguo, aún menos.
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