El Nuevo Día Martes, 20 de Noviembre de 2007 Hermenegildo Ortiz “Mereyo” La ciudad como obsesión Por Luis Rafael Rivera La música que lleva por dentro se plasma en una partitura en la que cada sección de la gran urbe está en armonía con las demás y forman un todo sinfónico. De momento, es sólo música en su cabeza. Alto, fibroso y esbelto, Hermenegildo Ortiz bien podría pasear su lazo, su talante y su negrura como lo hacen los hombres de pasarela. Mas él es un ser reservado y discreto que no se apunta a esas frivolidades. Prefiere, con su sonrisa amplia, coronada por un bigote blanco, recomponer el País para hacerlo más ordenado, más habitable y más humano. La cita es en la fonda más bulliciosa de San Juan y él toma la precaución de que su voz pueda esconderse detrás de los gritos de los mozos y el ruido de los teléfonos celulares. Pide un café negro sin azúcar y un vaso de agua. Y, como si despejara caminos emboscados, habla a su aire para mostrar que detrás del disfraz hay un hombre inconforme que cabalga en su propio caballo con otra manera de andar por la vida. Nace en Humacao en 1931 y es uno de los cuatro hijos de una pareja curtida en el amor y la generosidad. En aquel ambiente urbano y comunitario, conoce al puertorriqueño jovial, trabajador y dadivoso. Y mientras admira a Rafael Muñoz y Davilita, estudia música con el maestro Solier y Juan Peña Reyes (el padre de Lito Peña). Como compañero de clases tiene a Julio Augusto, el hijo mayor de don Águedo Mojica. “Yuyo llegó a tocar bien el violín, yo me quedé en el solfeo”, confiesa con resignación y picardía. Hermenegildo Ortiz “Mereyo” (Wanda Liz Vega) ''Hay que intentar hacer de la utopía algo viable. Hay que quitarse de la cabeza la idea que hace de Puerto Rico un país abandonado a su suerte'' Su pasión son los deportes: baloncesto, béisbol, voleibol, pista y campo. Por eso, mientras se hace ingeniero civil, es receptor del Colegio y también maneja la trocha para los Mulos del Valenciano (Juncos), equipo que dirige Perucho Cepeda y que cuenta con Roberto Clemente en el jardín central y con Manolín Maldonado Denis como lanzador. Son tan buenas las ejecutorias de “Mereyo”, sobrenombre por el que Ortiz se hace más reconocible, que le ofrecen jugar béisbol profesional con Mayagüez. Pero él se decanta por los libros. Aunque la cosa no fue fácil. Cuando muere su padre en 1947, Armando, el mayor de los hermanos, estudiaba el tercer año de Medicina en los Estados Unidos; Eddie estaba en segundo año de Comercio; Carmen Aurora, en cuarto año de escuela superior, y “Mereyo”, en tercero. “Para ayudarnos en los estudios, Eddie se fue a trabajar a un banco. No fue hasta que yo terminé ingeniería que él regresó a concluir sus estudios en la UPR. Luego hizo una maestría en Derecho en Yale. Ahí está mi héroe, una verdadera vida única”, dice con orgullo “Mereyo”. Una experiencia en el ejército tuerce la vida del ingeniero. Después de servir en Texas y Washington, D.C., se encuentra en una base en las afueras de Londres cuando se discutía allí el British New Towns Act, una ley que intentaba regular el desarrollo de nuevos pueblos en la periferia de la ciudad. Queda marcado con aquel debate y, cuando regresa a Puerto Rico, en 1955, ve el cielo abierto cuando sabe de una beca para estudiar Planificación. Solicita y la consigue. En Harvard descubre los trabajos de José Luis Sert sobre arquitectura, planificación y paisajismo, los que lo preparan para trabajar en la Junta de Planificación. En 1961 pone salero a su existencia cuando se casa con la madrileña Carmen Pajarín. “Ella me endulzó la vida; también me ha ayudado a tomar decisiones difíciles”, admite. En esos años participa en la elaboración del Plan de Transportación y Uso de Terrenos dirigido a reorganizar el área metropolitana. Sus miras están puestas en la fijación de los límites de expansión de las urbes, atender el problema del desparrame, reducir la necesidad del automóvil y proteger las reservas agrícolas. En 1965, cuando Salvador Padilla funda la Escuela de Planificación de la UPR, se convierte en profesor y va a Cornell a terminar su doctorado en Planificación Urbana. En 1974, durante la presidencia de Rafael Alonso, es miembro alterno de la Junta de Planificación. Tres años después regresa a la academia, donde, más adelante, lo reclaman como decano de estudiantes del Recinto. Con su talento y verticalidad, “Mereyo” se va convirtiendo en el gran referente del urbanismo. Se gana el respeto de sus colegas, sus discípulos y la gente más sensibilizada del País. No hay político que no quiera consultarle a la hora de reflexionar sobre aquellos temas que interesan en esta isla atrapada entre las filosas alambradas de la pésima planificación. Durante la gobernación de Rafael Hernández Colón (1989-92), ocupa la Secretaría de Transportación y Obras Públicas, momento en que se comienza a diseñar el tren urbano. A la pregunta de qué piensa sobre la novedosa empresa, pica el anzuelo y explica cómo la peripecia no resultó lo esperado. “Ese tren se concibió en la década de los sesenta, cuando comenzaba a preocupar el crecimiento urbano desmedido. La idea era tener un sistema que creciera con el tiempo y se desarrollara como el de Nueva York, el de Madrid. Pero lo que se hizo no fue un proyecto de transportación, sino un proyecto de construcción”, afirma sin poder ocultar la pena que siente por la obra que reverberó en una serpiente cara y desangelada. “No había que empezar con un Cadillac, podía ser un Toyotita. Compraron los vehículos más caros, construyeron estaciones faraónicas y asépticas. El transporte colectivo hay que verlo como un ordenador de la ciudad; como un sistema multimodal (autobuses, carros públicos, tranvías), no como una línea o una ruta”, concluye sobre el mastodonte descoyuntado. Aunque no es político, en 1996 algunos grupos de diversas tendencias le piden a “Mereyo” que sea candidato al Senado por San Juan (PPD). Ponen la esperanza en él porque saben que este humacaeño es incapaz de pasar de largo sin fijarse en todas esas manchas que degradan la ciudad. Esas manchas que sufre todos los días cuando sale a caminar y tropieza con los torombolos mal ubicados en las aceras o cuando enfrenta la contaminación visual de los rótulos. Es que esta ciudad, su escala, sus geometrías, su desorden, su sinsentido urbanístico, no coincide necesariamente con la ciudad habitable que “Mereyo” lleva trazada en su cabeza, con la ciudad que sueña como espacio para la convivencia: una ciudad que tenga vida de 24 horas; no una ciudad en desuso durante la noche y los fines de semana, como ocurre con la Milla de Oro. Una ciudad viva, abierta, en funcionamiento real, no ficticio, en un tipo de urbanismo participativo, mezclado, que combine usos en lugar de generar guetos. En fin, “Mereyo” aboga por una ciudad pensada para el ser humano, no para el automóvil. Sin embargo, pasar a ser un héroe popular no salvó al propulsor del tren urbano de poner fin a sus días en el Gobierno de forma abrupta. “Mereyo” es demasiado soñador para dejarse absorber por la lenta máquina de la burocracia y, como presidente de la Junta de Planificación durante el mandato de Sila Calderón, un jarro de agua fría le cayó encima. “Cuando más confiado estaba, ¿quién se iba a imaginar aquel desenlace?”, recuerda ahora con la sonrisa que nunca desaparece. La experiencia fue tan dolorosa y frustrante que todavía le resulta difícil compartir todos sus detalles. Pero promete revelarlos algún día. Y como es felizmente espontáneo y no está dispuesto a enganchar los guantes, dice: “Hay que intentar hacer de la utopía algo viable. Hay que quitarse de la cabeza la idea que hace de Puerto Rico un país abandonado a su suerte, un país atrapado en el laberinto de una enfermedad terrible y de difícil control y desorden”. Él sabe de qué habla. Fue él quien le negó el permiso a la Marina para las prácticas militares porque el veinte por ciento de las bombas caían en la zona marítimo-terrestre. Por eso hoy, con tres hijos profesionales y tres nietos (Mónica, Sofía y Antonio), “Mereyo” saca tiempo para colaborar con la Autoridad para el Redesarrollo de Roosevelt Roads. También participa en la elaboración del plan estratégico del sistema de transporte colectivo de Ciudad Mayor, un programa de desarrollo que integra economía, cultura, transportación y ambiente en el Área Metropolitana. Se podrían adjudicar cientos de elogios a este hombre porque todos le cuadran. A este personaje querido y popular, campechano y asequible, dotado de un enorme talento para imaginar. Un hombre con ojos brillantes y sonrisa amplia que sólo se quita el lazo (heredado de Albizu Campos por vía de don Ágüedo Mojica) cuando “yoguea” por las calles de San Ramón y echa mano del solfeo aprendido en su adolescencia para entonar: “¡Qué bonita bandera!”.