Boullosa

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* Treinta años no es una novela exaltada ni violenta, dice la narradora
Los lectores me infunden energía, impulso y temor:
Carmen Boullosa
* "No quiero repetirme y tampoco escribo en función de gustarle a los que leen mis
libros"
César Güemes * Si fuera posible colocar una al lado de otra todas las libretas que ha llenado
desde hace 21 años de su puño y letra, la fila le daría una vuelta entera a su casa. A cambio de
esa constancia de todos los días y de mantener su trabajo como poeta, novelista, dramaturga y
cuentista, el dios de los que escriben le confirió el mejor de los regalos: la asiduidad de los
lectores. Carmen Boullosa inició su trayectoria con El hilo olvida, en 1978, y hoy es posible
encontrar ejemplares de sus libros en alemán, inglés, italiano, francés, holandés y chino. Es
parte de la mesa directiva del Parlamento Internacional de Escritores, que preside el Nobel
Wole Soyinka, y ha merecido premios como el Xavier Villaurrutia o el Anna Seghers, de la
Academia de las Artes de Berlín, y becas como la Guggenheim. Y aun así es difícil hacerla
aceptar que en ella y en tres o cuatro plumas más descansa la representación de las letras
mexicanas en el mundo actual.
De lo complejo a lo sencillo
–Es peculiar que en este libro parte de los agradecimientos sean por un lado a instituciones
literarias y por otro a su señora abuela. ¿La ve como una institución?
–Desde luego que lo fue. Y más que eso, fue una especie de universidad de la fábula. Era una
extraordinaria conversadora. Contaba unos cuentos muy complicados de forma muy simple.
Todos llenos de dobles mensajes y de cosas escondidas que ella no quería formular
directamente. Casi todas sus historias me las vendía como si fueran verdad, muchas pensé que
eran mentira y luego me di cuenta de lo contrario y viceversa. Aunque todos sus cuentos
estuvieron eternamente botando en una cancha que era mitad real y mitad ficción, siempre
tenían un sentido.
–¿Es posible que Treinta años esconda una novela detrás de la aparente?
–Creo que en comparación con el arte de fabular de mi abuela, esta novela es bastante simple.
Claro, como todos los cuentos que escuchamos desde que éramos niños, tiene un sustrato y
éste se podría contar de otra manera. Escribí este libro después de Cielos de la tierra, que es
una novela compleja, con tres historias sobrepuestas. Pienso que un autor se va volviendo hijo
de su propia obra y en ese sentido, la aguja de novelar en Treinta años se fue al otro polo: de
lo muy complicado a lo sencillo.
–Sin embargo, ciertamente la obra comprende tres décadas y construir todo ese pasado no
puede ser sencillo.
–Escribir una novela no es fácil de suyo. Tienes que respetar las propias leyes que la novela te
exige y entonces es como hacer un edificio: poner los cimientos y luego levantar cada frase
que respete la estructura del todo. Vista así, nunca es sencilla una novela, no es un cuento
arrojado como botella al mar. Una novela es algo afincado con su propia base y que crece.
Treinta años, de esta forma, es una visita a lo que ocurrió efectivamente en el pasado de los
personajes, a partir de un arco introductorio y de cierre que comienza y termina en Alemania.
Ahí se habla de la infancia del personaje femenino como si fuera una confesión, como si ella
lo estuviese contando para un extranjero que no conoce nada de lo que la mujer vio. No es una
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visita a ella misma en la cual reflexione sobre lo que le pasó, sino una invitación a quien está a
su lado para darle noticia de su vida. La novela en este sentido es un artículo verbal.
–Sostener la primera persona, como sucede en su novela, debe ser complejo. Sin embargo la
estructura de capítulos breves y rápidos soluciona en buena medida ese aspecto técnico.
–Intencionalmente quería que fuera una novela murmurada. Cuando se recurre al murmullo no
puedes tomar demasiado aire en los pulmones y aventarlo a grandes bocanadas. El personaje
está haciendo una confesión, platicando cómo fue su mundo cuando era niña, por eso requiere
narrar los hechos al ritmo del murmullo. Y es por esto que se permite incorporar las historias
de otros, la descripción de su pueblo o de lo que le sucede a su cuerpo. Para mí este tono de
murmullo es el más difícil. Cuando digo que es una novela sencilla es por la visita a posteriori
que hice al libro. Lo más difícil para mí es ser sencilla y adquirir este tono. Mi manera
narrativa natural es violenta, exaltada. Treinta años no es una novela ni exaltada, ni violenta,
sino en baja voz, casi con el tono de mecedora. Conseguir eso y sostenerlo fue un reto, un
ejercicio de la profesión, una novela que hice muy cerebralmente.
Conservar la emoción
–Tiene en su haber una considerable cantidad de libros. ¿En qué momento se descubrió lo
suficientemente segura para escribir uno después de otro?
–En realidad nunca me he sentido segura y no tengo la sensación de que escriba rápido. Lo
que pasa es que escribo siempre, todos los días y un libro me lleva al otro. A Treinta años me
llevó un pasaje de Cielos de la tierra, el cual desde que escribí supe que de él iba a
desprenderse una novela. Soy aplicada, me gusta mi oficio. Encuentro en eso una pasión
mecánica, por una parte, al corregir la frase o el párrafo, y por otra nunca pierdo la emoción, el
asombro y el sentido de la escritura. No escribo con facilidad, me cuesta mucho trabajo, no
tengo el puño suelto. Sé de narradores que hacen una plana prácticamente sin corregir; yo no
soy así, hago una cuartilla y tengo que corregirla diez mil veces. Nunca me he sentido segura,
ni creo ser una escritora en plena madurez. De forma contraria al oficio del bailarín o del
futbolista, el del escritor es para viejos, uno ha de trabajar décadas para por fin conseguir lo
que busca. Empecé a publicar hace sólo 21 años y espero que me resten muchas décadas para
decir entonces cuál es mi libro de madurez. Quiero creer que todavía me queda mucho por
delante.
–Hace ya algún tiempo me mostró ciertas libretas o cuadernos pequeños en los que iba
trabajando sus libros. ¿Mantiene el sistema?
–Sí, en esas libretas escribo todo, poemas, narraciones o conferencias. Luego viene el paso a
la computadora, versión que imprimo y sobre el papel la vuelvo a corregir.
–En algunas ciudades de Europa, durante diversos festivales, hay carteles con su imagen y su
nombre. ¿Qué sensación le despierta un hecho así, Carmen?
–No es algo que se perciba de manera concreta. El escritor quiere un lector y lo necesita para
tener sentido. Si hay lectores, sabes que no hablas solo. No soy una escritora de best-sellers,
pero afortunadamente cuento con varios lectores en distintos lugares, que a su vez observan
diferentes aspectos de mis libros.
"Sé que los lectores me proporcionan energía, me empujan y me hacen también más temerosa.
Hoy ya las cosas no son como cuando publiqué mi primera novela, ¿qué tal si doy a conocer
algo nuevo y no llena el espacio de lo anterior? Además, no me quiero repetir ni escribo en
función de gustarle a los lectores."
–¿Se sabe igualmente leída en México que fuera de él?
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–Es muy arbitrario, cada libro tiene su propio destino. De pronto cuento con más lectores en
Alemania de cierta novela y menos en castellano de esa misma obra. Duerme está en segunda
edición en francés, por ejemplo, mientras que en Holanda sólo tuvo una. Siento que mis libros
en particular tienen un destino extraño, son intelectuales, literarios y están lejos de la fórmula
para vender. No sé cómo el azar influye en todo esto. Tampoco sé a qué responde el que los
lectores te sigan en varios países, y no es algo que me despierte mucho interés. Lo que me
importa es saber que puedo publicar mis libros porque de otra manera me asfixiaría.
"Sé que tengo un editor porque detrás hay lectores, es una ley que prevalece hoy. Antes a la
literatura no la regía el mercado. Por fortuna he sobrevivido modestamente a esa ley. Creo que
eso se debe a que hay muchos dioses, uno de ellos es el de la literatura, que cuida de los
escritores."
La certeza de un oficio
–Vamos a ver: está dentro del primer circuito de la literatura mexicana, incluso fuera del país,
¿y no lo acepta del todo?
–Soy una autora que escribe a contrapelo. No hablo de las cosas que debería tratar una mujer
escritora, no me parezco a quienes hacen artículos de exportación. Me interesan otras cosas y
a pesar de eso tengo editores fuera de México. Eso se debe a un misterio. No me llego ni a
intrigar sobre ello. Casi me lo pregunto hasta ahora que me lo planteas. Lo único que sé es que
no tendría caminos si no contara con los editores; necesito publicar mis libros para continuar
con el trabajo, para entender que la literatura es un diálogo con los otros libros y con los
lectores. Ahora, soy una mujer rara, mis novelas lo mismo y también hay lectores raros.
Somos muchos dentro de este otro círculo. Eso me da una alegría jubilosa. Vivimos en una
época en que se habla de la aldea global, en la cual al parecer se han homogeneizado todos los
gustos, y no, no es verdad. Todavía hay espacio para los diferentes, extraños, locos,
perturbados o de malas costumbres. Yo soy todo eso.
–¿No será que quiere verse así?
–De veras que no, me encantaría ser sensata y tener sentido común, pero no es mi caso. Mira,
cuando empecé a escribir y a publicar, mi papá cuestionaba que me fuera a dedicar a esto.
Entonces hacía mi propio retrato de cómo iba a ser de más grande y me veía a mí misma sin
un clavo, sin un lector, pero haciendo lo que me gustaba. Ya con eso el corazón se me llenaba
de júbilo. Yo quería eso: escribir aunque nunca nadie me publicara. Tenía una certeza ciega y
loca de que ese era mi oficio. En ese futuro imaginario me observaba sin hijos, sin dinero, sin
compañero, y no me importaba. Y es lo que he hecho, escribir, que a su vez me da lectores y
ellos me llevan a nuevos libros. Tengo hoy más ganas de escribir que cuando contaba con 15
años, más necesidad de producir novelas que a los 18, más pasión por el oficio que cuando
tenía 21 y más emoción para mi siguiente libro que cuando cumplí 40.
(Treinta años se presentará el jueves 15 en el Claustro de Sor Juana –Izazaga 92, Centro
Histórico–, con una lectura a cargo de Claudia Ramírez y los comentarios de Sergio Pitol y
Mario Bellatín.)
http://www.jornada.unam.mx/1999/jul99/990713/cul–boullosa.html (13.10.2000)
La Jornada Semanal, 1 de agosto de 1999
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(h)ojeadas
Signos como pequeñas
heridas
Mario Bellatín
Carmen Boullosa,
Treinta años,
Alfaguara,
México, 1999.
Hace mucho tiempo, cuando la escritura estaba reservada sólo para algunos, hubo una mujer
que recorría poblado tras poblado contando historias. Tenía la piel tan llena de arrugas que
parecía la de un elefante. Los pobladores aprovechaban las primeras horas de la noche para
sentarse a su alrededor y escuchar una serie de relatos que se extendían hasta que los oyentes
caían rendidos de cansancio. A cambio la mujer recibía cobijo y alimentación. Incluso le
daban un atado con víveres para que se sostuviera hasta su llegada al poblado siguiente. La
mujer era conocida como la Mujer Historias. Algunos decían que tenía grabada en la espalda
una serie de signos. Alguien que los había visto afirmó que parecían pequeñas heridas
causadas por una aguja.
Lo curioso era que, a pesar de que se lo preguntaban una y otra vez, la mujer no sabía de
dónde provenían las narraciones que iba elaborando. No recordaba haberlas soñado, ni que le
hubieran sucedido a ella o a otras personas. Sentía que alguien se las soplaba al oído mientras
las iba diciendo. Afirmaba no conocer cómo aparecían las andanzas, las alegrías, las muertes y
aventuras de una serie de personajes que cobraban vida al ser nombrados. Sólo una vez se
atrevió a desafiar a la musa que la acompañaba en su peregrinaje. Fue cuando de manera
consciente decidió hablar de un pasaje de su infancia. En el momento de mencionar el lugar
donde había nacido, la lengua se le trabó. A partir de entonces la Mujer Historias enmudeció
para siempre.
Este suceso, que no recuerdo dónde leí, apareció repetidas veces en mi mente mientras iba
recorriendo las páginas del libro Treinta años, de Carmen Boullosa. ¿De dónde provienen
realmente las ficciones que se van contando? ¿Hasta qué punto un hacedor de relatos tiene la
libertad para decir lo que verdaderamente se propone? ¿Cuán necesarios son los disfraces y las
máscaras, incluso la necesidad de creer que lo narrado es cierto para poder sentirnos
amparados en esta credibilidad? Me parece que el tema central de esta novela es un recuento
de las angustias por las que pasa el acto de narrar. ¿Quién nos cuenta la novela? ¿Cuál es la
perspectiva de este relator? La Mujer Historias era un personaje de carne y hueso sentado
frente a una fogata, que incluso pese a su corporeidad estaba entrampada en un universo de
ficciones que no era capaz de entender. En este caso nos encontramos con una voz narrativa
que se atreve a preguntarse por las esencias que mueven a las personas a contar y oírse entre
ellas.
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Para lograr este cuestionamiento, la novela se zambulle en una búsqueda para mostrar las
distintas formas como se puede narrar algo, y es precisamente en este despliegue de registros
donde se halla la vitalidad literaria de este libro. Desde las páginas iniciales es evidente la
necesidad de hacer real lo irreal y viceversa, de demostrar que las cosas del mundo por todos
conocido obedecen a lógicas muchas veces absurdas. Comenzamos siendo testigos de una
extraña epidemia de gripe que amenaza con extinguir al género humano, para pasar de
inmediato al mundo fantástico del poblado de Agustini. Es excepcional el contrapunto que se
comienza a establecer entre Europa y el pequeño poblado, entre el inusitado pensamiento
racional de la niña Delmira y el espacio desbordante que debe habitar; entre la historia política
oficial y la contrastante visión que de ella tienen sus protagonistas. Este juego en conjunto
produce atmósferas tan extrañas como las que se viven durante la ensoñación, donde no
sabemos si es más real el cocodrilo albino que hace piruetas en la habitación de Delmira o los
niños tosiendo al unísono en el U-Bahn de Berlín.
El planteamiento es simple en apariencia. A partir de los recuerdos de una intelectual
latinoamericana radicada en Alemania, se descubre la crónica oculta de un pueblo que no sólo
se representa a sí mismo, sino donde están contenidos los mitos que sostienen a todos los
pueblos. Desde un inicio se advierte que la novela está codificada. El pueblo se llama Agustini
y la protagonista Delmira. Delmira la de Agustini, suelen nombrar al personaje. Desde el
comienzo se sabe entonces que se trata de una ficción dentro de la ficción, que se está ante el
infinito espacio de lo literario, donde las intenciones conscientes y propósitos extra narrativos
se diluyen hasta entrampar al narrador en el laberinto que él mismo creó. Ignoramos quién
cuenta, no conocemos los alcances y la razón de ser de los mundos representados, no podemos
creer que sean la misma persona la Delmira de Agustini y la intelectual que vive en Berlín.
Pero precisamente el hecho de no saberlo, de sólo intuirlo, nos hace entender que estamos ante
una verdadera novela, frente a una estructura literaria que se sostiene precisamente en lo
literario para cobrar sentido. Con esto se podría decir que considero que existen novelas que
son más o menos literarias. A lo que me refiero en realidad es a que Treinta años pertenece a
esa línea de obras narrativas que no llevan a remolque una carga de realidad para que
funcionen como texto. En este libro están los elementos para lograr que lo verosímil no tenga
que ver con lo creíble.
Es importante señalar el instante en el que se encuentra esta intelectual al momento de
empezar la narración. Está encerrada en su departamento europeo. Ella misma afirma que ha
cometido un grave error de orden académico y que por ese motivo debe abandonar la vida que
ha elegido. Por ciertos indicios se descubre que su falta fue plagiar a Lope de Vega; peor aún,
modificó a su antojo las traducciones que debía hacer del español al alemán. Este hecho es
suficiente para desmoronar el universo construido a base de racionalidad y al instante
establece un puente con aquel pasado de fábula que parecía sepultado. Pienso en Felipillo, el
traductor traidor que durante el Imperio Incaico motivó el asesinato de Atahualpa. Recuerdo
las noticias políticas de algunos diarios, donde un traductor traidor representa otra realidad.
Quizá la modificación de las traducciones no fue sino un acto inconsciente cometido por el
personaje para reencontrar un pasado del cual no sabe si debe arrepentirse o no debió
abandonar. No lo sé.
Aunque se suponía que iba a escribir sólo de Treinta años de Carmen Boullosa, empecé
refiriéndome a la vieja leyenda de la Mujer Historias. Repito que se me apareció varias veces
durante la lectura del libro. Ahora sé que quizá fuera porque este libro es la mejor prueba de
que la lengua de Carmen Boullosa no se trabará. Y lo creo porque a pesar de la insistencia del
narrador por establecer una serie de registros literarios, alcances, enigmas al lector; de ser un
claro reto a las voces que quién sabe de dónde nos soplan cosas al oído mientras escribimos,
el relato se sitúa en un más allá abstracto que no creo que ninguno de nosotros esté en
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capacidad de analizar sino tan sólo de someternos al disfrute estético que nos ofrecen estos
mundos representados. ¿Habrá querido Carmen Boullosa poner punto final a toda una
tradición donde el exotismo es una de las marcas definitorias? ¿Su intención habrá sido la de
llevar las cosas al límite para que todo lo que venga después no pueda ser sino una parodia de
la parodia? ¿Nos encontraremos en una situación similar a la de hace cinco siglos, cuando era
necesarísimo acabar de una vez por todas con el acartonamiento al que habían llegado las
novelas de caballería?
Estoy seguro de que se acabó la inocencia para mencionar nuestras realidades. Bienvenido
quien lea este libro disfrutando abiertamente con los sucesos y ocurrencias de la serie de
personajes entrañables que flotan en las pupilas de una niña, pero serán recompensados
verdaderamente los que traten de desarticular este tratado villano donde cada palabra parece
contener una clave. Carmen Boullosa parece decirnos que sin conocer lo inmutable no se
pueden construir los cimientos de una nueva literatura, pero también que sin conocer lo
mudable el estilo no puede renovarse.
Cuando acababa el libro me preguntaba qué significarían los signos marcados en la espalda de
la Mujer Historias. Aquellas como heridas hechas por una fina aguja, a cuya contemplación
pocos tenían acceso. Quizá le servían para salvaguardar su condición de Mujer Historias, y tal
vez desaparecieron cuando su lengua quedó trabada. No creo que los signos en Carmen
Boullosa estén marcados en la piel. No los imprimió ninguna aguja. Son imperceptibles, y el
hecho de que no se vean pero se intuya su presencia, hace que esté garantizado el vigor de su
literatura.
http://www.jornada.unam.mx/1999/ago99/990801/sem–libros.html (13.10.2000)
La Jornada Semanal, 22 de marzo de 1998
EL PADRE, EL HIJO Y EL HUERFANO
Carmen Boullosa
La novela más reciente en la ya vasta producción de Carmen Boullosa es Cielos
de la tierra. En este ensayo, combina la memoria, los espejos psicológicos y el
estudio de género para llegar a una personalísima interpretación de Cervantes.
Desocupado lector: sin juramento me podrás creer que quisiera que este libro, como hijo del
entendimiento, fuera el más hermoso, el más gallardo y más discreto que pudiera imaginarse;
pero no he podido yo contravenir el orden de naturaleza; que en ella, cada cosa engendra su
semejante. Y así, ¿qué podría engendrar el estéril y mal cultivado ingenio mío, sino la
historia de un hijo seco, avellanado, antojadizo, y lleno de pensamientos varios y nunca
imaginados de otro alguno...?
Miguel de Cervantes Saavedra,
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Prólogo a El Quijote
¿Cuál es el prólogo de la Biblia? Si el prólogo es lo que antecede al logos, al discurso, o que
es anterior al Verbo, a la Palabra, en el prólogo de la Biblia conviven confundidas o separadas
la Luz y la Oscuridad, el agua y la tierra, y el creador innombrable. Pero también en el prólogo
del texto sagrado está el Caos. El Caos antecede a la Creación, aunque en el principio era el
Verbo y parecería que antes de la palabra ya estaba ahí la palabra.
Si vamos a pescar un Padre Primero de este bíblico enredo, el anzuelo puede obtener:
a) Dios, Elohim ("y un viento de Dios aleteaba por encima de las aguas"), el Verbo,
b) caos y confusión,
c) "y una oscuridad por encima del abismo".
Las primeras líneas del Prólogo a El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, antes de
que el autor se decida a consagrarlo al humor, entregan al desocupado lector un puño de
padres y padrastros, y distintas opiniones, algunas contradictorias, sobre la paternidad del
personaje el Quijote y del texto El ingenioso hidalgo... También hablan sobre la maternidad,
el innegable vínculo que hay entre la mamá y el niño. Sin ponerme mujerista, echando sólo
mano del sentido común, distingo maternidad y paternidad como dos vínculos de naturaleza
muy distinta. Al padre y al recién nacido los une la estrecha o distante liga de las ideas o de
los afectos, dependiendo enteramente de la voluntad de paternidad que tenga el padre. La
mamá puede, si le da la gana, romper todo vínculo sentimental y racional con el ser que va
naciendo, pero a ojos vistas ese ser es su hijo. Bien puede ella alegar que el chico es un Alien,
que le fue inoculado por un extraterrestre, que lo han puesto ahí por error, pero no convencerá
a sus testigos.
La maternidad es inevitable ante el recién nacido, aunque efímera, si no se alimenta de
voluntad y afecto. Si no es así, el niño puede recorrer el trayecto que va del parto directamente
a la casa-cuna.
Cervantes renegará a menudo de la maternidad frente a su texto. Reniega del cuerpo literario
que en ese instante le va saliendo de su puño, y tiene la desfachatez de acusar a un mozárabe
extranjero, y digno de expulsión en esas fechas, de ser la verdadera paridora del ser que él
(ella) todavía sostiene sobre su regazo. Cervantes paternaliza su autoría-maternidad,
sometiéndola a comprobación continua.
Cervantes conjetura en su prólogo que:
1. el libro es hijo del entendimiento;
2. el entendimiento es lo que engendra lo "más hermoso, más gallardo y más discreto que
pudiera imaginarse";
3. el hijo está sujeto a las leyes de la naturaleza, y no de la imaginación, como dice el punto 2,
por lo que
4) el hijo es "seco, avellanado, antojadizo", porque es hijo del "estéril y mal cultivado ingenio
mío".
Pero de inmediato el prólogo rebate los puntos 3 y 4, pues:
5. el hijo es "seco, avellanado y antojadizo" porque es como "quien se engendró en una cárcel,
donde toda incomodidad tiene su asiento y donde todo triste ruido hace su habitación";
6. si al hijo se lo hubiera hecho amparado por naturaleza, hubiera sido "el más hermoso y más
gallardo" descrito en el punto 1, porque: "El sosiego, el lugar apacible, la amenidad de los
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campos, la serenidad de los cielos, el murmurar de las fuentes, la quietud del espíritu, son
grande parte para que las musas más estériles se muestren fecundas, y ofrezcan partos al
mundo que le colmen de maravilla y de contento";
7. el hijo, a pesar de ser (y porque es) hijo de la naturaleza, y por haber sido engendrado como
en una cárcel (sitio creado por el rigor de la Ley), está "lleno de pensamientos varios y nunca
imaginados de otro alguno";
8. el padre es padrastro del hijo, porque es capaz de verle sus defectos, el amor no le pone
(cito:) "una venda en los ojos".
Antes del Hijo no tenemos el Caos, ni a la Luz revuelta con la Oscuridad, o por lo menos no
antes del prólogo que fue escrito, por cierto, a la hora del epílogo.
El Hijo, medido en relación con el padre, no es descendiente de la ley natural. Es hijo de la ley
humana, de la voluntad y de la imaginación.
El Hijo de Cervantes es el hijo de la voluntad, la civilización, lo cultivado por la educación, lo
que gobierna el espíritu, "el estéril y mal cultivado ingenio mío", pero sería mejor si no fuera
un hijo, si hubiera brotado de lo no-voluntario, si fuera un hijo ajeno. Sería mejor porque es
mejor: porque es hijo de un padre que reniega de su hijo.
El ingenioso hidalgo... asevera desde las primeras líneas que en el lugar que el libro ocupa, el
orden del padre queda afuera, "debajo de mi manto al rey mato". El Quijote es un padre sin
hijo. Si algo reina aquí es el desorden, el quebrantamiento de la ley, la liberación del orden
impuesto por el padre. Por un pacto social, los individuos y las comunidades deben caminar
pisando las casillas asignadas sobre las rígidas tablas de la ley, pero en el terreno del Quijote
no hay ley, el mundo se ha vuelto una gran broma, insensata pero genial. No hay obediencia
sino a la orfandad del libre albedrío.
Y en lugar de que aparezcan la tiranía y la barbarie, como pasa cuando el pacto social se
rompe, o el vandalismo o el asesinato o el suicidio, tenemos frente a nosotros al Quijote y su
manto de risa.
***
De niña tuve la suerte de un padre lector, y de que, no contento con practicar su pasión a solas,
leyera en voz alta a sus tres hijas. De él oí, con perfecta dicción, a veces de memoria,
declamando, y otras corriendo páginas, a muchos de nuestros clásicos de lengua española.
Entre ellos El ingenioso hidalgo... Mi papá tenía algo más que la delgadez para que lo
asociara la niña-hija-auditora con el caballero de la triste figura. Yo no sabía lo joven que él
era, desde mis diez u once años me daba lo mismo que tuviera cincuenta y tantos que los
treinta y tres de Cristo, y entonces tenía un espíritu aventurero que lo hizo desde husmear los
recintos del Opus Dei hasta convertirse en oblato de Lemercier, pasando por llevarnos a todos
a una experiencia de familia misionera en la Huasteca hidalguense.
Recuerdo muchas de sus lecturas, pero ninguna con mayor claridad que algunos pasajes de El
ingenioso hidalgo... Ese universo donde la creación no quedaba comisionada a unas manos
responsables, donde antes de imponerse la sensatez a la realidad se debe pasar por tránsito del
desacato y la sinrazón, en el cual se debe cruzar por el ámbito de la alucinación antes de que la
imagen de la verdad llegue a nuestros ojos, me hechizó desde la primera lectura.
A lo largo de El Quijote la paternidad queda entredicha, y la realidad sólo es asimilable si
obedece a la imaginación y voluntad. De pronto no somos hijos de nadie. ¡Podemos lamentar
que no haya un rey que nos rija! ¡Podemos llorar la muerte del monarca, porque a la luz de El
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ingenioso hidalgo... el mandato divino que legitima al rey y que trae orden paterno al cuerpo
social ha quedado destrozado!
No seremos ya seres creados por la vara mágica de un soplo divino, provistos de alma y
destino por la fuerza del Verbo abracadabra. Antes de nuestra existencia autónoma nadie nos
regalará la condena de la vida. Atiéndase bien las posiciones éticas a que nos lleva esta
postura, que nos obliga a la defensa a ultranza de los derechos humanos y la democracia, y a la
necesidad extrema de poner en la mano de todos los métodos de control natal, incluyendo la
interrupción voluntaria del embarazo.
***
De primera intención pensé, al recordar a la niña oyendo leer el texto de Cervantes, que ahí se
engendró mi pasión por la escritura, que ahí comencé a nacer como autora. ¿Qué hace y qué
deshace a un escritor? ¿De dónde sale la pasión por la escritura, la vocación? ¿Qué mueve a
un carácter que por instinto desea hacer, educado por hacer, entrenado para hacer, qué lo
mueve, decía, a abandonar la existencia tangible y la razón, para emprender la aventura de lo
no realizable, de lo que no se puede tocar, de lo que no está aquí y no es real? Porque el
temperamento de un escritor no es el contemplativo sino el de un fundador de ciudades. El
escritor no es el eremita a quien le sabe a pifia el mundanal ruido, y que con un pan bajo el
brazo se adentra para siempre en el desierto a meditar en el mal, renunciando para siempre a
todos los placeres. No es su alma un ente etéreo que sofoque por banal todo instinto práctico.
El novelista es un ser proclive a la acción, tiene un alma práctica y de instinto utilitario, como
una llave milimétrica. No es contemplativo sino adicto a los sucederes, un verdadero
accióndicto. Conforme más practica su oficio, más crece su adicción. Desea convertir en
acción a toda materia inerte, espiritual o corporal. Todo debe ocurrir más rápida y
precipitadamente de lo que lo haría si obedeciera al reloj. El tiempo para el escritor corre
como agua corriente. El escritor es el vampiro de las horas y los actos. Bebe de su sangre. Se
alimenta de manera anómala.
El novelista es necio e insensato. Apuesta por la acción sin actuar, opta por la cárcel de que
habla Cervantes, desertando de Natura. No es fiel ni obediente al orden paternal de la
creación. Se fía más de la imaginación y de la lengua, y con ellas construye en terreno firme
los edificios habitables y reales que llamamos novelas. Los del oficio no pueden ser espíritus
dóciles, resignados a que esto es silla, aquello es mesa, aquello otro el mar o el cielo.
Se ha suplido al Creador, padre omnipotente, por el estéril Quijote, luchador de banales
irrealidades. La imaginación, la loca de la casa, tomada de su brazo, pasa al lugar
preponderante. Deja la buhardilla donde se embodegan los candelabros para las fiestas, y
declara con voz tipluda que ahora Ella ocupa el lugar preponderante. La realidad es solamente
una tormenta temporal, una abastecedora de materia prima, un espacio de reflexión y un
espejo, pero no es ahí donde pasa lo que el escritor celebra. La fantasía ocupa el lugar de la
verdad, y a la luz de su insensatez iluminaremos los días con antorcha crítica. Con esta
artificialidad buscaremos despegarnos de ella.
Volviendo a la escena del padre aquijotado que leía a sus hijas, aunque racionalizo que por
ceder el padre la voz al genial loco Cervantes, y desautorizar de manera doble a la realidad y
al orden paterno, yo nací a la pasión de la escritura; aunque lo racionalizo, repito, no siento
que no fue así. Oyendo El Quijote nací o prenací a comprender que mi cuerpo era
estrictamente mío, que la ley del padre no tenía el poder para someterlo al velo cubriendo mi
rostro. Tal vez es por esto que siempre asocio aquella primera lectura de El ingenioso
hidalgo... con el momento en que los velos largos se redujeron a la ridícula e incómoda forma
de redondos mantelitos que se perdían al menor descuido, pero que, coincidiendo con el alza
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paulatina del largo de las faldas y la baja paulatina del tacón de los zapatos, anunciaron aires
de libertad "twiggidamente" etérea para mi generación.
Volviendo al punto, más que certificar si con aquella lectura me picó una pasión literaria
distinta a la lectura, ahora que la recuerdo me parece que ahí me sentí por primera vez atraída
por una tendencia democrática, y la asocio a las votaciones que mi papá dio a organizar en la
casa, por los más disímbolos motivos. Sólo una pequeña élite podíamos votar por algo, por lo
que fuera. La Democracia para México parecía ser un sueño jarocho, irrealizable, quijotesco.
Pertenecía al terreno de la exageración y anidaba en imaginaciones desbordadas.
Y debo decirlo: todo es exceso sobre el ser natural del hombre. Todo es civilización y cultura,
incluso en la barbarie. Sólo tenemos un arma para no trastabillar en la vida: y es la
imaginación.
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"Desocupado lector", dice Cervantes: "sin juramento me podrás creer...", y lleva al lector y al
texto a la tierra donde no hace falta la pronunciación de la palabra del padre, ni el orden del
trabajo y la disciplina. Con El Quijote llegó la hora de la fiesta y de la celebración. Aquella
niña que recibió del papá en la lectura el hilo de la risa y el tesoro de la alegría inútil e
irracional que proviene del humor, entendió que en el festivo discurso parricida había una
decapitación. La figura del padre perdía la cabeza porque ya no era la cabeza del cuerpo
figurado por la Iglesia, porque El Quijote no admite la existencia de esos cuerpos sin voluntad
enfundados adentro del gran cuerpo de Cristo. Por el cuello desprovisto de cabeza se lleva a
cabo un parto anómalo: el padre da a luz a sus hijos para que sean libres, y para que
desconfíen de sus orígenes y los recreen, inventen su linaje y gesta.
En esa decapitación venturosa, el padre del poder perdido transmitía a la hija una moraleja
más: la del dolor, junto con una probadita de muerte.
Tal vez sí, ahí fue que comenzó mi enfermedad –por llamar así a la vocación de escritor. No
tanto al escuchar la extraordinaria escena en que Don Quijote libera a los rufianes, desoyendo
el poder de la ley, y en que es de inmediato apaleado por ellos, desoyendo los buenos
sentimientos, como en el poder que esta y otras escenas tenían para simbólicamente decapitar
al padre, provocando un chasquido de dolor en las auditoras fieles y su vehemente lector.
Ese dolor –que no digo debiéramos haber rehuido, porque el dolor es parte esencial de nuestra
conciencia–, ante el que reaccioné blandiendo la misma arma que había comenzado la cadena
que lo había provocado al degollar el poder del padre, puede haber causado mi inclinación por
la escritura, inoculándome del virus de mi oficio. Porque ávidamente me arrojé a enfrentar el
dolor con el arma de la imaginación. Repetí ejercicios, rutinas y rituales que pudieran
cauterizar insensiblemente la herida, pero cada uno de ellos la hacía más notoria: soy la hija
del padre que se hizo derrocar por la risa. Y entonces me convertí en lo que es una novelista:
una huérfana accióndicta. Había que reconstruir cada instante para que el Caos no regresara a
reinar, para que el universo no se desvaneciera como una mancha de tinta. Había que
contrarrestar la fuerza hipérbola del disolvente. Había que volver a hacerlo todo, porque el
padre no podía hacer valer su ley. Había que evitar el imperio de la muerte. Puesto que todos
somos padres de nuestro propio e imaginario destino –y padres efímeros por ser padres sin
paternidad sustentable–, había que inventar y hacer tierra firme a nuestras invenciones.
Cervantes, que tanto reniega de paternidades, termina por ser el padre verdadero de los
escritores. Él es el gran decapitador, pero es también el gran Alegre, y por esto se vuelve el
padre. Porque para fabular el escritor necesita la noción de la ley del padre rota (que es dolor
en su decapitación), pero también necesita una gran dosis de alegría que le permita festejar la
existencia de la palabra sobre la marcha de la anécdota, y ahí, a más alegría corresponderá más
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narración. Un escritor fiel solamente al dolor, no dejará caber la dicha de la anécdota o la
trama, alargará en sus párrafos la lamentación pesarosa de la ausencia de vida y vitalidad.
Así me volví un "hermano demonio", como llama Cervantes al enamorado de Leandra, vuelto
por despecho narrador y bardo de las breñas. Adquirí, entonces, echando mano a una frase de
Angela Carter, "the inhuman sweetness of a child born from something other than a mother",
y aquí estoy, caminante sin pies, preguntándome si será que, como en el principio, "la tierra
era caos y confusión y oscuridad por encima del abismo", ahora El Quijote es el texto que más
estrictamente nos regresa preguntas renovadas, y que es él de quien debemos ataviarnos para
cruzar en su baño de risa, con un soplo de esperanza, con preguntas y cuestionamientos pero
también con la alegre soltura del que formula cuentos y respuestas, este difícil fin de siglo.
Leído en el Coloquio Cervantino, organizado por el Instituto de Cultura del Gobierno de
Guanajuato, en febrero de 1998.
PIRATAS Y FANTASMAS
Jean Franco
Jean Franco es una de las principales voces del ensayo y la academia de Estados
Unidos, y actualmente prepara la edición de su libro The Committed Critic (El
crítico comprometido). Hace unos meses participó en Berlín en un congreso
sobre Carmen Boullosa. Ofrecemos un fragmento de su ponencia.
Algunos críticos feministas de la cultura latinoamericana han insistido mucho en la oposición
de casa y calle. La casa es un santuario, el cuarto propio está separado de la esfera pública. La
arquitectura de la casa tradicional hispana, que da espaldas a la calle, que se concentra
alrededor de patios interiores, parece resaltar este espacio privado, un ambiente dominado por
mujeres. Este ambiente de santuario doméstico ha sido captado en muchas novelas,
incluyendo Cien años de soledad, de García Márquez. Pero en Mejor desaparece y Antes de
Carmen Boullosa, la casa no coincide con la seguridad o lo familiar: es unheimlich; es una
casa que no tiene nada que ver con el oikos –la economía doméstica–, invadida por la malicia,
el asco, la muerte y protegida por la ley. Anticipando la pregunta "por qué no escapamos", la
narradora contesta "salir de aquí es imposible, he aclarado que vivimos una única vida y no
podemos pensar en una escisión". Pero se puede pensar en la venganza. Al final de la novela,
la que narra, la "guerrera", se ha convertido en fuerza destructiva: la casa es invadida por
niños, por una voz que dice "mejor desaparece". Pero el que desaparece es el padre, que
encuentra la casa cerrada, impenetrable, ocupada. Despojado de su poder, disminuido, el
padre ya no tiene la palabra. Mejor desaparece es una toma de poder por vía de la narración.
La novela Antes, que la narradora describe como una plática o conversación con lectores,
relata "lo antes" de la adolescencia. Como en el caso de Mejor desaparece, hay un fuerte
ambiente de paranoia –aunque usar la palabra "paranoia" es quizá poner una rúbrica a manera
de explicación. Las intuiciones se insinúan en forma de ruidos que no llegan a ser palabras ni
discursos. Se escuchan pasos fantasmales en la casa y también en la escuela. En una
conferencia que Carmen dio sobre Pedro Páramo en Canadá, y que se titulaba "En el nombre
del Padre, del Hijo y de los fantasmas", describía al niño, Pedro Páramo, como una persona
que busca una zona de intimidad en el baño, intimidad que encuentra vedada por las voces de
la abuela y la madre. Las intrusiones de las voces crean los fantasmas que lo visitan toda la
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vida. Como escribe Boullosa: "El ser fantasmal creado en el territorio donde debió nacer el
cuerpo y el placer de la carne será un afantasmador contagioso." Citando el Diccionario del
uso del español, de María Moliner, transcribe dos definiciones de fantasma: "1) Ser no real
que alguien cree ver soñando o despierto y 2) Aparecido, figura de una persona muerta que se
aparece a los vivos" –y que la lleva a la conclusión: "Según los diccionarios, fantasma es una
palabra tan sucia como la palabra coño, tan sucia como bajo el jabón del rezo es el cuerpo." Se
puede deducir que para Boullosa la literatura es una suerte de conjuro, una forma de exorcizar
esta suciedad fantasmal que tiene su origen en las instituciones, en la escuela, en la familia, en
la iglesia.
A principios de los años noventa, Boullosa publica novelas sobre temas históricos, que sería
erróneo denominar "históricas". Dos de ellas son relatos de piratas, tópico que recurre sobre
todo en la literatura popular, en el cine, en la novela, en relatos para niños y en la literatura
romántica, de Byron en adelante. En esta tradición, una de las novelas más destacadas es A
High Wind in Jamaica de Richard Hughes, publicada en 1929, donde unos niños en viaje a
Inglaterra después de la emancipación de los esclavos en Jamaica son capturados por piratas.
Cito esta novela porque la preocupación del autor por la discontinuidad entre niñez y edad
adulta le da cierto parentesco con las novelas de Boullosa. En la novela de Hughes los niños,
como el joven Smeeks en Son vacas, somos puercos, participan acontecimientos terribles –
incluyendo el asesinato y la violación.
El interés de Boullosa por los piratas seguramente se debe a la negación que hacen de sus
orígenes. En Pirates, Filibustiers et Corsaires. Histoire et légends d'une société d'exception,
Gerard Jaegar describe los sitios de refugio de los piratas como "heterotopías" o lugares de
diferencia donde los hombres se liberaban de su pasado. Según Jaegar: "en las islas y sobre las
aguas que las bañan, los hombres determinados a olvidar el pasado viven su presente
frecuentemente con desmesura y simbólicamente". Según uno de los cronistas caribeños
citados por Jaegar, "pretenden dar todo al olvido, hasta sus apellidos, que son sustituidos por
otros ridículos, como Bise-Galet, Vent-en-Panne, Passe-Partout, Chassee-Maree y otros miles
de este tipo, sin que sea posible hasta el fin de sus días hacerles admitir sus propios apellidos".
Dos libros de Boullosa: Son vacas, somos puercos: filibusteros del mar Caribe (1991) y El
médico de los piratas (1992), se basan en el relato de Exquemelín (publicado en 1678).
Exquemelín nació en Honfleur y salió por la puerta de Dieppe el día 2 de mayo de 1666:
estudiante de medicina, llegó a la isla de Tortuga el 7 de julio del mismo año como engagé (o
forzado) de la Compañía Francesa de las Indias Occidentales, fundada por el cardenal
Richelieu.
Smeeks (o Exquemelín) llega como esclavo a las tierras de la Compañía, donde es testigo de
la crueldad de un sistema que sólo se alivia gracias a la amistad del Negro Miel, quien le
transmite su sabiduría y ayuda a las mujeres de Jamaica a abortar.
Debe destacarse que el bucanerismo nació en la costa norte de la isla de Santo Domingo,
cuando fugitivos de San Cristóbal vinieron a vivir de la carne de las vacas cimarronas.
Después, los bucaneros franceses escogieron como refugio la isla de Tortuga, que tenía
muchos víveres, incluyendo cerdos cimarrones. En estas islas, vacas, puercos y hombres se
convierten en cimarrones, o sea, regresan a un estado natural. La diferencia entre vacas y
puercos es totémica: alimentan a la máquina de guerra, la máquina de la barbarie. El narrador
de la novela describe la isla de Tortuga como un mundo en desorden, en donde "cada hombre
parecía fabricado con un molde único, y la crueldad era la llaneza en un mundo flotando en
sangre". Además, el término bucán está asociado con "barbacoa", es decir, la práctica de asar
carne humana atribuida a los indios salvajes.
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Después de la muerte de Pineau, Smeeks cambia de persona, cambia de nombre, se transforma
en el Trepanador. En vez de vivir como mujer (o sea, protegida por una casa y penetrada por
el amo Pineau), vive como macho y filibustero, "espejo de los días que pasan, rehuimos la
rutina, todas las rutinas". El narrador es a la vez partícipe, memoria y el que sobrevive para
contar. En su relato se cruzan géneros, razas, naciones, y ayuda en el proyecto contradictorio
de salvar, curar y matar. Frente a la explotación despiadada de la Compañía que fomenta la
producción, crece la ferocidad pirata, que es la otra consecuencia de las interdicciones de la
cultura –de un lado, la disciplina de la Compañía, del otro, la emoción positiva de la
transgresión, dualidad que ha señalado Georges Bataille.
Ni novela histórica ni libro de aventuras, Son vacas, somos puercos pertenece al corpus
enorme de la literatura de piratería –un género muy popular desde La isla del tesoro hasta la
tira cómica. En el siglo XIX, la novela de piratas en América Latina alegorizaba la lucha entre
países protestantes y católicos. La novela de Carmen Boullosa está en el límite del corpus –
puesto que los piratas no pertenecen a un Estado y no proponen una sociedad alternativa; su
propósito es únicamente la destrucción y el gasto. Entre la arbitrariedad de la ley paterna en
Mejor desaparece y la crueldad de los piratas, la autora no ofrece una alternativa humanista al
desarrollo del capitalismo, ni la posibilidad de regeneración mediante la libertad absoluta. La
irresponsabilidad consistiría en apartarse de dos posiciones que se sostienen mutuamente.
En un postscriptum a la colección de relatos Fireworks, Angela Carter hace una distinción
entre el cuento y el relato (en inglés, tale) y dice lo siguiente: "El relato no registra la
existencia cotidiana como lo hace el cuento; interpreta esta experiencia por medio de un
sistema de imágenes derivadas de las áreas subterráneas más allá de ella, y por lo tanto, el
relato no traiciona a los lectores ofreciendo un conocimiento falso de dicha experiencia
cotidiana." Hablando de la tradición gótica y los relatos de Edgar Allan Poe, escribe Carter
que esta tradición no conoce los sistemas de valor de nuestras instituciones y trata enteramente
de lo profano. Sus grandes temas son el incesto y el canibalismo. El estilo tiende a lo artificial
y por lo tanto opera en contra del deseo perenne de creer en la palabra como si fuera un hecho.
Aunque habla sobre el relato, me parece que estas palabras son pertinentes al considerar la
obra de Carmen Boullosa. Mejor desaparece y Antes no son referenciales, no hacen creer en la
palabra como si fuera un hecho; no leemos Son vacas, somos puercos como una novela
histórica aunque se basa en la documentación. Como los relatos de Carter, su propósito es
desconcertar. Dicho esto, me pregunto si sus novelas más recientes, Duerme, Milagrosa y
Cielos de la tierra no representan una especie de aterrizaje después de tanto viaje por la niñez
y el Caribe. Me interesa particularmente Duerme y Cielos de la tierra por la forma
imaginativa en que trata a la Colonia. Duerme es una novela perturbadora porque explora las
áreas subterráneas que ha producido el mestizaje, en un momento en que se opera un cruce de
géneros, lenguajes, razas y clases, creando un México profundo –un subconsciente no
individual donde se han fundido elementos subalternos, donde no parece irracional la
posibilidad de "hacerse de esta nación en lengua mexicana".
Cielos de la tierra, publicada en 1997, es una novela de gran envergadura, que representa en
forma intensificada muchas de las preocupaciones que he señalado en el curso de este trabajo,
y al mismo tiempo se refiere más directamente al fin de las utopías, a las memorias truncas y a
la literatura y el lenguaje como formas, si no de permanencia, sí de hermandad a través de
siglos y experiencias dispares. En su nota al lector, Boullosa señala la violencia subyacente:
"De ella, y con ella, avance en la forma irregular y múltiple de Cielos de la tierra. Cada línea
sabe atrás de sí a la destrucción." Y en la nota del autor escribe, "el cielo baja a la tierra en la
literatura".
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Novela en tres tiempos, Cielos de la tierra presenta la historia como ruptura –la gran
destrucción del mundo indígena–, la separación del niño Hernando de su familia –de su
lengua madre– y su reeducación en el colegio de Santa Cruz de Tlatelolco, donde se está
proyectando la formación de una posible tradición que abarque el náhuatl, el latín y el español.
Narra también la destrucción de esta tradición por la disolución del colegio. En tiempo
presente, una traductora trabaja en un texto de Hernando, cuya traducción se entrelaza con su
propia biografía; finalmente, en un relato puesto en tiempo futuro, Lear, miembro de la
comunidad de L'Atlantide se siente marginada cuando la comunidad decide prescindir del
lenguaje. Los tres tiempos están marcados por violentas rupturas, por la soledad de los
narradores y por la destrucción de proyectos alternativos de comunidad. Los tiempos se
vinculan no por la historia sino por la experiencia de frustración compartida.
Sin embargo, Carmen Boullosa no es una autora nostálgica. La ruptura es destructiva, pero ha
creado el mundo que tenemos forzosamente que habitar. El cielo ha bajado a la tierra. En estas
coyunturas posutópicas, la literatura puede ser, si no un consuelo, sí un vaso comunicante.
http://www.jornada.unam.mx/1998/mar98/980322/sem–carmen.html (13.10.2000)
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