http://www.BPI.org/publ/arpdf/ar2014_1_es.pdf

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I. En busca de una nueva brújula
La economía mundial continúa afrontando serios desafíos. Pese a un repunte del
crecimiento, no se ha liberado de su dependencia de los estímulos monetarios. La
política monetaria sigue aún pugnando por normalizarse tras muchos años de
extraordinaria acomodación. A pesar de la euforia de los mercados financieros, la
inversión sigue siendo débil. En lugar de añadir capacidad productiva, las grandes
empresas prefieren recomprar acciones o embarcarse en fusiones y adquisiciones.
Y a pesar de las deslucidas perspectivas de crecimiento a largo plazo, la deuda
continúa aumentando. Se habla incluso de estancamiento secular.
¿A qué se debe? Para entender estas dinámicas hemos de remontarnos a la
crisis financiera, que estalló en agosto de 2007 y tocó techo aproximadamente un
año después, marcando un hito decisivo en la historia económica. Fue un punto de
inflexión tanto en lo económico como en lo conceptual: ahora categorizamos de
forma natural los acontecimientos en anteriores o posteriores a la crisis. La crisis
proyectó una alargada sombra hacia el pasado: no surgió de la nada, sino que fue
el resultado casi inevitable de intensas fuerzas que llevaban años operando, cuando
no décadas. E igualmente la proyectó hacia el futuro: su legado aún perdura y
determina el rumbo a seguir.
Comprender los actuales desafíos de la economía mundial exige adoptar una
perspectiva de largo plazo, que trascienda con mucho del lapso temporal en que
se producen las fluctuaciones del producto (los «ciclos económicos») que dominan
la forma de pensar la economía. Según se definen y miden, estos ciclos completan
su curso en periodos no superiores a ocho años. Este plazo constituye el marco
temporal de referencia del grueso de la política macroeconómica, el que influye en
la impaciencia de las autoridades ante la parsimonia de la recuperación económica
y el que ayuda a saber con qué rapidez cabe esperar que retorne el producto a su
valor normal o durante cuánto tiempo se desviará de su tendencia. Es el marco de
tiempo en el que se analizan los últimos datos de producción industrial, los
procedentes de las encuestas de confianza de consumidores y empresarios o las
cifras de inflación, en busca de pistas sobre la economía.
Pero este marco temporal es demasiado corto. Las fluctuaciones financieras
(los «ciclos financieros») que pueden acabar en crisis bancarias como la más
reciente duran muchos más años que los ciclos económicos. Por irregulares que
sean, suelen desarrollarse en promedio a lo largo de entre 15 y 20 años. Al fin y al
cabo, para encender una gran hoguera hace falta mucha yesca. Aun así, los ciclos
financieros pueden pasar en gran medida inadvertidos: su dinámica es simplemente
demasiado lenta para las autoridades económicas y para los analistas cuya atención
se centra en fluctuaciones a más corto plazo del producto.
Las consecuencias del ciclo financiero pueden ser devastadoras. Cuando los
auges financieros se tornan en contracciones, las pérdidas de producto y empleo
pueden ser enormes y extraordinariamente perdurables. En resumidas cuentas, las
recesiones de balance pasan una factura mucho más onerosa que las recesiones
normales. Las contracciones revelan la mala asignación de recursos y las deficiencias
estructurales que los auges ocultaron temporalmente. Por ello, las respuestas de
política que no adoptan una perspectiva de largo plazo corren el riesgo de atacar
el problema inmediato a costa de generar uno mayor en el futuro. La acumulación
de deuda a lo largo de sucesivos ciclos económicos y financieros se convierte en el
factor decisivo.
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El Informe Anual del BPI de este año explora esta perspectiva de largo plazo1.
Al hacer balance de la economía mundial, establece un marco en el que la crisis, las
respuestas de política económica y su legado son los protagonistas. La perspectiva
de largo plazo complementa el enfoque más tradicional basado en las fluctuaciones
a más corto plazo del producto, el empleo y la inflación (en el que pueden influir
los factores financieros, si bien de forma accesoria).
La conclusión es sencilla: la economía mundial ha ofrecido numerosas señales
alentadoras en el transcurso del último año, pero sería imprudente pensar que ha
finalizado ya su convalecencia tras la crisis. La vuelta a un crecimiento sostenible y
equilibrado podría continuar siendo esquiva.
Retomar el crecimiento sostenible exige políticas de amplio espectro. En los
países azotados por la crisis, es necesario acentuar el énfasis en el saneamiento de
balances y las reformas estructurales, y por extensión, atenuarlo en los estímulos
fiscales y monetarios: el lado de la oferta es fundamental. Una política correcta no
es tanto una cuestión de buscar inflar el crecimiento a toda costa como de eliminar
los obstáculos que lo retienen. La mejora de la coyuntura mundial brinda una
valiosa oportunidad que no debería desperdiciarse. En las economías que escaparon
a los peores efectos de la crisis financiera y que han estado creciendo apoyadas en
intensos auges financieros, es preciso poner mayor énfasis en moderar esos auges y
en reforzarse para afrontar una posible contracción. Especial atención requieren las
nuevas fuentes de riesgos financieros vinculadas al rápido crecimiento de los
mercados de capitales. En estas economías, además, las reformas estructurales
revisten demasiada importancia como para postergarlas.
Existe un elemento común en cuanto antecede. En buena medida, las causas
del malestar posterior a la crisis son las de la propia crisis; a saber, un fallo colectivo
para hacerse cargo del ciclo financiero. Eliminar este fallo exige ajustes en los
marcos de política económica —fiscal, monetaria y prudencial— para garantizar
una respuesta más simétrica ante expansiones y contracciones. Y exige prescindir
de la deuda como principal motor de crecimiento. En caso contrario, el riesgo es
que la inestabilidad arraigue en la economía mundial y se agote el margen de
maniobra de la política económica.
La sección a continuación toma el pulso a la economía mundial. La segunda
interpreta los acontecimientos desde la óptica del ciclo financiero y evalúa los
riesgos futuros. La tercera analiza las implicaciones de política económica.
La economía mundial: ¿dónde estamos?
La buena noticia es que el crecimiento ha repuntado durante el último año y el
consenso sugiere que seguirá haciéndolo (Capítulo III). De hecho, se prevé que el
crecimiento del PIB mundial se aproxime a las tasas registradas en la década
anterior a la crisis. Las economías avanzadas (EA) han cobrado impulso aun cuando
las emergentes lo han perdido en parte.
Sin embargo, en conjunto, el periodo posterior a la crisis ha sido decepcionante.
Por el patrón de ciclos económicos normales, la recuperación ha sido lenta y débil
en los países azotados por la crisis. En ellos el desempleo todavía se sitúa, pese a su
reciente reducción, en niveles muy superiores a los previos a la crisis. Las economías
de mercado emergentes (EME) han destacado como los principales motores del
1
Véanse también J. Caruana, «Global economic and financial challenges: a tale of two views»,
conferencia en la Harvard Kennedy School en Cambridge, Massachusetts, 9 de abril de 2014, y
C. Borio, «The financial cycle and macroeconomics: what have we learnt?», BIS Working Papers,
nº 395, diciembre de 2012 (de próxima aparición en Journal of Banking & Finance).
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crecimiento tras la crisis, de la que se recobraron con fuerza, antes de experimentar
recientemente un debilitamiento. En general, si bien el crecimiento del PIB mundial
no está lejos de las tasas de la pasada década, persiste la caída de la senda del PIB.
No hemos recuperado el terreno perdido.
Además, las perspectivas de crecimiento a largo plazo distan de ser brillantes
(Capítulo III). En las EA, especialmente en las azotadas por la crisis, el crecimiento
de la productividad ha decepcionado durante la recuperación, acentuando una
tendencia ya descendente a largo plazo. Hasta ahora, la productividad ha resistido
mejor en las economías menos afectadas por la crisis y sobre todo en las EME,
donde por lo general no se observa esa tendencia descendente a largo plazo. Con
esto y con todo, los problemas demográficos no dejan de acrecentarse, y no solo
en las economías más maduras.
¿Y la inflación? En una serie de EME sigue siendo un problema. Pero, en líneas
generales, ha permanecido reducida y estable, lo que constituye una buena noticia.
Al mismo tiempo, en algunas jurisdicciones afectadas por la crisis, así como en
otras regiones, la inflación se ha situado sistemáticamente por debajo del objetivo.
En algunos casos han surgido nuevos temores de deflación, especialmente en la
zona del euro. Esto plantea la cuestión, abordada más adelante, de cuánto
deberíamos preocuparnos.
Desde la perspectiva financiera, el panorama presenta fuertes contrastes.
Al menos en las EA, los mercados financieros exhibieron una extraordinaria
pujanza el último año, moviéndose principalmente al ritmo de las decisiones de los
bancos centrales (Capítulo II). La volatilidad en los mercados de renta variable,
renta fija y divisas se ha desplomado hasta mínimos históricos. Obviamente, los
participantes en los mercados apenas están incorporando los riesgos en los precios.
En las EA se ha intensificado una potente búsqueda generalizada de rentabilidad,
al tiempo que se han estrechado los diferenciales de rendimiento. La periferia de la
zona del euro no ha sido una excepción. Los mercados de renta variable se han
movido al alza. Sin duda, la subida ha sido mucho más irregular en las EME. Al
primer indicio en mayo del año pasado de una posible normalización de la política
de la Reserva Federal, los mercados emergentes sufrieron presiones, al igual que
sus tipos de cambio y los precios de sus activos. Tensiones análogas reaparecieron
en enero, impulsadas más esta vez por cambios en el clima de confianza sobre la
situación de las propias EME, pero desde entonces la confianza de los mercados ha
mejorado gracias a decididas medidas de política económica y a una renovada
búsqueda de rentabilidad. En general, es difícil evitar una sensación de
desconcertante desconexión entre la pujanza de los mercados y la evolución
subyacente de la economía mundial.
La salud del sector financiero ha mejorado, aunque permanecen las secuelas
(Capítulo VI). En las economías azotadas por la crisis, los bancos han progresado en
la captación de capital, básicamente a través de beneficios no distribuidos y nuevas
emisiones, bajo presiones sustanciales de mercados y reguladores. Dicho esto, en
algunas jurisdicciones persisten las dudas sobre la calidad de los activos y el grado
de saneamiento de los balances. No es sorprendente que la relativa debilidad de
los bancos haya alentado una considerable expansión de los mercados de deuda
corporativa como una fuente alternativa de financiación. En otras partes, como en
numerosos países menos afectados por la crisis y apoyados en un rápido
crecimiento del crédito, los balances parecen más sólidos, si bien han comenzado a
deteriorarse en ciertos casos.
Los balances del sector privado no financiero se han visto profundamente
afectados por la crisis y por las tendencias anteriores a la misma (Capítulo IV). En
las economías afectadas por la crisis, la expansión del crédito al sector privado ha
sido lenta, pero los cocientes de deuda sobre PIB, aun habiendo caído en algunos
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Los niveles de deuda continúan aumentando
Gráfico I.1
135
250
110
200
85
150
60
100
35
50
10
EA
EME
Mundial
finales de 2007
Escala izquierda, en billones de USD:
Total mundial
EA
EME
Mundial
finales de 2010
EA
EME
Mundial
finales de 2013
Escala derecha, en porcentaje del PIB:
Hogares
Sociedades no financieras
0
Gobierno general
Entre los países que integran la muestra mundial se encuentran: Arabia Saudita, Argentina, Australia, Brasil, Canadá, China, Corea, Estados
Unidos, zona del euro, Hong Kong RAE, Hungría, India, Indonesia, Japón, Malasia, México, Polonia, Reino Unido, República Checa, Rusia,
Singapur, Sudáfrica y Turquía. EA = economías avanzadas; EME = economías de mercado emergentes.
Fuentes: FMI; datos nacionales; cálculos del BPI.
países, se han mantenido por lo general altos. En el otro extremo del espectro,
varias economías no afectadas por la crisis, especialmente EME, han registrado
auges crediticios y del precio de los activos que solo recientemente han comenzado
a moderarse. A escala mundial, la deuda total del sector privado no financiero ha
aumentado alrededor de un 30% desde la crisis, elevando su cociente sobre PIB
(Gráfico I.1).
El limitado margen de maniobra en materia de política macroeconómica
resulta especialmente preocupante.
La política fiscal continúa por lo general bajo presión (Capítulo III). En las
economías azotadas por la crisis, el déficit presupuestario se disparó con el colapso
de los ingresos, el estímulo de emergencia a las economías y, en algunos casos, el
rescate de bancos por las autoridades. Más recientemente, diversos países han
tratado de consolidar sus cuentas. Aun así, los cocientes de deuda pública sobre
PIB han seguido creciendo; en varios casos, su senda parece insostenible. En los
países no afectados por la crisis, el panorama es más heterogéneo, con cocientes
de deuda sobre PIB de hecho cayendo en algunos casos y aumentando en otros,
solo que en este último caso desde niveles mucho más bajos. La deuda agregada
del sector público de las economías del G-7 ha crecido en el periodo posterior a la
crisis cerca de 40 puntos porcentuales, hasta alrededor del 120% del PIB, siendo un
factor clave que explica el aumento en 20 puntos porcentuales de los cocientes de
deuda total (pública y privada) sobre PIB a escala mundial (Gráfico I.1).
La política monetaria está poniendo a prueba sus límites (Capítulo V). En las
economías afectadas por la crisis y en Japón, la política monetaria ha sido
extraordinariamente acomodaticia. Con tasas oficiales iguales o próximas al límite
inferior cero en las principales monedas internacionales, los bancos centrales han
acentuado esa laxitud pronunciándose sobre la futura orientación de la política
monetaria y adoptando agresivas políticas de balance, como compras de activos a
gran escala y préstamos a largo plazo. Nunca antes habían lanzado los bancos
centrales una ofensiva de tal calibre. La normalización del tono de la política
monetaria apenas ha comenzado. En otros países, las tasas de interés posteriores a
la crisis también han sido bastante reducidas y los bancos centrales han ampliado
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vigorosamente sus balances, en este caso a través de intervenciones en los
mercados de divisas. Principalmente a raíz de turbulencias en los mercados, algunos
bancos centrales de EME elevaron sus tasas en el último año.
La impresión general es que la economía mundial se está recuperando pero
continúa desequilibrada. El crecimiento ha repuntado, pero las perspectivas a largo
plazo no son tan prometedoras. Los mercados financieros están eufóricos, pero los
progresos en el saneamiento de los balances bancarios han sido desiguales y la
deuda privada sigue creciendo. La política macroeconómica cuenta con escaso
margen de maniobra para afrontar cualquier sorpresa desagradable que pudiera
surgir, incluso una recesión normal.
La economía mundial desde la óptica del ciclo financiero
¿Cómo hemos llegado hasta aquí? ¿Y cuáles son los riesgos macroeconómicos
futuros? Para entender la travesía, es necesario estudiar la naturaleza de la última
recesión y la posterior respuesta de política económica.
Una recesión de balance y sus consecuencias
El prólogo de la Gran Recesión es bien conocido. Se produjo una gran expansión
financiera en un contexto de inflación baja y estable, sobrealimentado, como muy a
menudo en el pasado, por innovaciones financieras. El crédito y los precios de los
activos inmobiliarios se dispararon, sorteando una leve recesión a principios de la
pasada década y fomentando nuevamente el crecimiento económico (Capítulo IV).
Los ánimos estaban exultantes. Se habló de una Gran Moderación: la sensación
general de que las autoridades habían finalmente domado el ciclo económico y
descubierto todos los secretos de la economía.
La recesión subsiguiente destrozó esta ilusión. Al tornarse el auge financiero en
contracción estalló una crisis financiera de inusitadas proporciones. El producto y
el comercio mundial se desplomaron. El espectro de la Gran Depresión se alzó
amenazador.
Ese espectro moldeó la respuesta de política económica. Sin duda, los primeros
síntomas de problemas se malinterpretaron. Cuando los mercados interbancarios
se bloquearon en agosto de 2007, la opinión predominante fue que las tensiones
se mantendrían contenidas. Pero las tornas se volvieron cuando aproximadamente
un año después quebró Lehman Brothers y la economía mundial sufrió una
repentina sacudida. Se hizo un uso agresivo de las políticas monetarias y fiscales
para evitar una repetición de la experiencia de la década de los 30. Este uso
trascendió los países directamente azotados por la crisis, embarcándose China en
una expansión masiva impulsada por el crédito.
Al principio, la medicina pareció funcionar (no es fácil saber qué hubiera
pasado de no aplicarse esas medidas). Pero, sin duda, la rápida respuesta de política
económica amortiguó el golpe y evitó lo peor. En particular, una agresiva relajación
de la política monetaria en los países azotados por la crisis restauró la confianza y
evitó que el sistema financiero y la economía cayeran en picado. Precisamente para
eso está la gestión de crisis.
Aun así, al desarrollarse los acontecimientos, el alivio dio paso al desencanto.
La economía mundial no se recuperó como se esperaba, con repetidas revisiones a
la baja de las previsiones de crecimiento, al menos en las economías afectadas por
la crisis. La expansión de la política fiscal no logró reactivar la economía. De hecho,
aparecieron enormes déficits en las finanzas públicas. Y en la zona del euro, debido
en parte a sus singularidades institucionales, estalló una crisis de deuda soberana
BPI 84o Informe Anual
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de gran intensidad, que amenazó con crear un «círculo vicioso» entre bancos
débiles y soberanos. En todo el mundo, la inquietud por la insostenibilidad fiscal
indujo una corrección parcial en el rumbo de las finanzas públicas. Mientras tanto,
en un intento por alentar la recuperación, la política monetaria continuó
experimentando con medidas cada vez más imaginativas. Al mismo tiempo, por su
parte, las autoridades reguladoras pugnaban por reconstruir la solidez del sistema
financiero. La economía mundial no se estaba recuperando.
Al menos en retrospectiva, esta secuencia de acontecimientos no debería
sorprendernos. La recesión no fue la típica recesión de posguerra para contener la
inflación. Fue una recesión de balance, asociada a la fase contractiva de un enorme
ciclo financiero. Como resultado, los excesos de deuda y de stock de capital fueron
mucho mayores, los daños infligidos al sector financiero fueron mucho más
importantes y el margen de maniobra de la política económica fue mucho más
limitado.
Las recesiones de balance presentan dos rasgos fundamentales.
En primer lugar, son muy costosas (Capítulo III). Suelen ser más profundas, dar
paso a recuperaciones más débiles y generar pérdidas permanentes de producto: el
producto puede volver a su anterior tasa de crecimiento a largo plazo, pero
difícilmente a su anterior senda de crecimiento. Sin duda, operan varios factores.
Los auges propician una sobrestimación del producto y el crecimiento potenciales,
así como una deficiente asignación de capital y trabajo. Y durante la contracción,
los excesos de deuda y stock de capital pesan sobre la demanda, mientras un
sistema financiero deteriorado se debate por engrasar el motor económico,
dañando la productividad y menoscabando más las perspectivas a largo plazo.
En segundo lugar, conforme sugieren cada vez más evidencias, las recesiones
de balance son menos sensibles a las medidas tradicionales de gestión de la
demanda (Capítulo V). Un motivo es que los bancos necesitan sanear sus balances.
Mientras la calidad de los activos sea baja y el capital escaso, los bancos tenderán a
limitar la oferta de crédito a la economía y, aún peor, a asignarlo deficientemente.
Mientras curan sus heridas, contraerán de forma natural su actividad. Pero
continuarán prestando a deudores problemáticos (para evitar el reconocimiento de
pérdidas), mientras reducen el crédito o lo encarecen a aquellos en mejor situación.
Un segundo motivo, e incluso más importante, es que los agentes excesivamente
endeudados querrán pagar sus deudas y ahorrar más. Si se les facilita una unidad
adicional de renta, como haría la política fiscal, la ahorrarán, no la gastarán. Si se les
incentiva a endeudarse más reduciendo las tasas de interés, como haría la política
monetaria, declinarán la oferta. Durante una recesión de balance, la demanda de
crédito es necesariamente endeble. El tercer motivo está relacionado con los fuertes
desequilibrios sectoriales y agregados en el sector real acumulados durante el auge
financiero precedente (por ejemplo, en la construcción). Estimular la demanda
agregada de forma indiscriminada apenas contribuye a resolverlos. E incluso podría
empeorar las cosas si, por ejemplo, unas tasas de interés muy bajas favoreciesen a
sectores en los que ya existe demasiado capital invertido.
En realidad, solo algunos países registraron una genuina recesión de balance
(Capítulo III). Los países que la sufrieron experimentaron desproporcionados ciclos
financieros internos, como sucedió en Estados Unidos, el Reino Unido, España e
Irlanda, junto con numerosos países de Europa central y oriental y la región báltica.
Allí, los excesos de deuda en los sectores de hogares y empresas no financieras
fueron acompañados de problemas bancarios sistémicos. Otros países, como
Alemania, Francia y Suiza, experimentaron graves tensiones bancarias sobre todo
por la exposición de sus bancos a contracciones financieras en otros lugares.
Los balances de sus sectores privados no financieros resultaron mucho menos
afectados. Otros incluso, como Canadá y numerosas EME, quedaron expuestos a la
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crisis básicamente a través de sus relaciones comerciales, no de sus bancos; sus
recesiones no fueron de balance. Lo mismo ocurrió en el caso de Japón, un país
que ha venido debatiéndose bajo el peso de una prolongada insuficiencia de
demanda vinculada a razones demográficas; su propia recesión de balance se
produjo en la década de 1990, por lo que difícilmente explica las tribulaciones más
recientes del país. Y solo en la zona del euro se manifestó un «círculo vicioso» entre
bancos y soberanos.
Esta diversidad también explica por qué los países se encuentran ahora en
diferentes posiciones dentro de sus propios ciclos financieros (Capítulo IV). Los que
experimentaron genuinas recesiones de balance se han esforzado por reducir sus
excesos de deuda privada en un entorno de caída de los precios de los inmuebles.
Ahora bien, algunos de ellos ya están registrando nuevos aumentos de los precios
inmobiliarios aunque los niveles de deuda aún son altos, y crecientes en algunos
casos. En otros lugares, el panorama varía, pero el crédito y los precios inmobiliarios
han continuado por lo general al alza después de la crisis, al menos hasta fechas
recientes. En algunos países, el ritmo de expansión financiera se ha mantenido en
los rangos históricos habituales. En otros, en cambio, ha ido mucho más allá y ha
generado intensos auges financieros.
A su vez, los auges financieros en este último conjunto de países reflejan, en
no poca medida, la interacción de las respuestas de política monetaria (Capítulos II,
IV y V). Las condiciones monetarias extraordinariamente laxas en las economías
avanzadas se han propagado al resto del mundo, fomentando allí auges financieros.
Esta propagación ha sido directa, porque el uso de las divisas trasciende las
fronteras del país emisor. En concreto, el volumen de crédito denominado en
dólares fuera de Estados Unidos asciende a unos 7 billones, y ha venido creciendo
con fuerza tras la crisis. También ha sido indirecta, mediante el arbitraje entre
divisas y activos. Por ejemplo, la política monetaria tiene potentes efectos sobre el
apetito por el riesgo y la percepción de éste (el «canal de asunción de riesgos»).
Influye en los indicadores de apetito por el riesgo, como el VIX, así como en las
primas por plazo y de riesgo, que presentan una fuerte correlación en todo el
mundo, en lo que constituye un factor que ha cobrado importancia a medida que
las EME han desarrollado sus mercados de renta fija. Y también han influido las
respuestas de la política monetaria en los países no afectados por la crisis. Las
autoridades de estas economías se han encontrado con la dificultad de maniobrar
con tasas de interés significativamente superiores a las de las mayores jurisdicciones
azotadas por la crisis, por temor a una sobrerreacción del tipo de cambio y a atraer
oleadas de flujos de capital.
En consecuencia, la política monetaria para el mundo en su conjunto ha sido
extraordinariamente acomodaticia durante un periodo inusualmente prolongado
(Capítulo V). Aun omitiendo el impacto de las políticas de balance de los bancos
centrales y sus prácticas de comunicación orientativa, las tasas de interés oficiales
han permanecido muy por debajo de los valores de referencia tradicionales durante
bastante tiempo.
Riesgos macroeconómicos y financieros en la actualidad
Desde la óptica del ciclo financiero, la actual configuración macroeconómica y
financiera plantea una serie de riesgos.
En los países que han venido experimentando enormes auges financieros, el
riesgo es que éstos se tornen en contracciones y ocasionen problemas financieros
(Capítulo IV). A tenor de indicadores adelantados que se han revelado útiles en el
pasado, como la evolución del crédito y de los precios inmobiliarios, las señales son
inquietantes. Los cocientes de servicio de la deuda parecen menos preocupantes,
BPI 84o Informe Anual
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pero la experiencia sugiere que pueden elevarse en anticipación de tensiones. Tal
sería especialmente el caso si las tasas de interés repuntasen, lo que podría ser
necesario para defender tipos de cambio tensionados por grandes exposiciones a
moneda extranjera no cubiertas o por la normalización de la política monetaria en
las EA.
Además, en comparación con el pasado, las vulnerabilidades particulares
pueden haber cambiado de forma insospechada (Capítulo IV). Durante los últimos
años, las sociedades no financieras de un grupo de EME se han endeudado
intensamente en los mercados de capitales a través de sus filiales en el extranjero,
con deuda denominada principalmente en moneda extranjera. A esto se ha llamado
la «segunda fase de liquidez mundial» para diferenciarla de la etapa anterior a la
crisis, básicamente centrada en la expansión de las operaciones transfronterizas de
los bancos. La correspondiente deuda podría no figurar en las estadísticas de deuda
externa o, si los fondos se repatriasen, podría aparecer como inversión extranjera
directa. Podría constituir una vulnerabilidad oculta, especialmente si está respaldada
por flujos de efectivo en moneda nacional derivados de sectores sobreendeudados,
como el inmobiliario, o si se utiliza para operaciones de carry trade u otras formas
de inversiones especulativas.
Igualmente, la creciente presencia del sector de gestión de activos en las EME
podría amplificar la dinámica de los precios de los activos en contextos de tensión
(Capítulos IV y VI). Esto es particularmente cierto en los mercados de renta fija, que
han crecido con fuerza en la última década, aumentando la exposición de los países
afectados a las fuerzas que operan en los mercados mundiales de capitales. La
enorme disparidad de tamaño entre las carteras de los inversores internacionales y
los mercados receptores puede amplificar las distorsiones. No es tranquilizador en
absoluto el hecho de que estos flujos hayan aumentado como resultado de una
búsqueda agresiva de rentabilidad: intensamente procíclicos, fluyen con fuerza en
un sentido u otro conforme varían las condiciones y el clima de confianza.
Sin duda, muchas EME han adoptado medidas muy oportunas a lo largo de los
años para aumentar la resiliencia. A diferencia del pasado, estos países registran
superávits por cuenta corriente, han acumulado reservas de divisas, han aumentado
la flexibilidad de sus tipos de cambio, se han esforzado por fortalecer sus sistemas
financieros y han adoptado toda una gama de medidas macroprudenciales. De
hecho, en los dos episodios de tensión en los mercados de mayo de 2013 y enero
de 2014, fueron los países con condiciones macroeconómicas y financieras más
sólidas los que salieron mejor parados (Capítulo II).
Aun así, la experiencia pasada invita a la cautela. Las tensiones en los mercados
observadas hasta ahora aún no han coincidido con contracciones financieras;
más bien se han asemejado a las usuales tensiones de balanza de pagos. Los
superávits por cuenta corriente pueden contribuir a amortiguar contracciones
financieras, pero sólo hasta cierto punto. De hecho, algunos de los auges financieros
históricamente más dañinos ocurrieron en países con sólidas posiciones externas.
Estados Unidos en la década de los 20, antes de la Gran Depresión, y Japón en la
década de los 80 son solo dos ejemplos. Y las medidas macroprudenciales, aunque
útiles para reforzar bancos, se han demostrado incapaces por sí mismas de limitar
eficazmente la acumulación de desequilibrios financieros, en especial allí donde las
condiciones monetarias se han mantenido acomodaticias (Capítulos V y VI). Una y
otra vez, tanto en países avanzados como en economías de mercado emergentes,
ha resultado que unos balances bancarios en apariencia sólidos enmascaraban
vulnerabilidades insospechadas que solo salieron a relucir una vez que el auge
financiero se hubo tornado ya en contracción (Capítulo VI).
Esta vez sería poco probable que, ante graves tensiones financieras en las EME,
las EA saliesen indemnes. El peso de las EME ha aumentado sustancialmente desde
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su última gran crisis, la crisis asiática de 1997. Desde entonces, su participación en
el PIB mundial se ha ampliado, a paridad de poder adquisitivo, desde alrededor de
un tercio a la mitad. Y otro tanto ha ocurrido con su peso en el sistema financiero
internacional. Las consecuencias serían particularmente graves si China, que registra
un enorme auge financiero, flaquease. Especialmente en riesgo estarían los países
exportadores de materias primas que han experimentado fuertes aumentos del
crédito y de los precios de los activos, y en los que las ganancias en los términos
de intercambio tras la crisis han apuntalado la elevada deuda y los precios
inmobiliarios. Igual sucedería en aquellas áreas del mundo donde el saneamiento
de balances aún no hubiese finalizado.
En las economías afectadas por la crisis, el riesgo es que el ajuste de los
balances quede incompleto, tanto en el sector privado como en el público. Esto
aumentaría su vulnerabilidad ante cualquier nueva desaceleración de la actividad
económica, independientemente de su origen, y obstaculizaría la normalización de
la política económica. De hecho, en las principales economías más adelantadas en
el ciclo económico, especialmente Estados Unidos y el Reino Unido, resulta un
tanto inquietante contemplar patrones de crecimiento similares a los observados
en etapas más tardías de los ciclos financieros, aunque la deuda y los precios de los
activos aún no se hayan ajustado plenamente (Capítulo IV). Por ejemplo, los precios
inmobiliarios han exhibido una pujanza extraordinaria en el Reino Unido, y en
Estados Unidos la efervescencia de segmentos del mercado de crédito corporativo,
como las operaciones apalancadas, ha sido incluso mayor que antes de la crisis
(Capítulo II). En ambos casos, como reflejo de un ajuste incompleto, la carga del
servicio de la deuda del sector privado parece muy sensible a subidas de las tasas
de interés (Capítulo IV). Mientras tanto, en especial en la zona del euro, persisten
dudas sobre la solidez de los balances bancarios (Capítulo VI). Y todo esto está
ocurriendo en un momento en el que, en casi todo el mundo, las posiciones fiscales
continúan siendo frágiles si se las evalúa desde una perspectiva de largo plazo.
Desafíos de política económica
Con base en este análisis, ¿qué habría de hacerse ahora? Diseñar la respuesta de
política económica para el futuro inmediato requiere tener en cuenta la evolución
del ciclo económico y la inflación, lo que podría plantear incómodas disyuntivas.
¿Y cómo deberían ajustarse los marcos de política económica a más largo plazo?
Desafíos para el futuro inmediato: ¿qué hacer ahora?
Como siempre, las respuestas idóneas de política económica a corto plazo varían
en función de cada país. Aun así, y a riesgo de simplificar en exceso, es posible
ofrecer algunas consideraciones generales dividiendo los países en dos conjuntos:
los que han sufrido una contracción financiera y aquellos que han experimentado
auges financieros. Vale pues la pena explorar un reto que afecta a ambos grupos:
qué hacer cuando la inflación ha estado persistentemente por debajo de los
objetivos.
Países que han experimentado una contracción financiera
En estos países, la prioridad es el saneamiento de balances y las reformas
estructurales. Esta es la consecuencia lógica de tres rasgos de las recesiones de
balance: el daño de las distorsiones en el lado de la oferta, la menor sensibilidad a
las políticas de demanda agregada y el margen de maniobra mucho más estrecho
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de la política económica, ya sea fiscal, monetaria o prudencial. El objetivo es sentar
las bases de una recuperación autónoma y sólida, eliminar los obstáculos al
crecimiento y elevar su potencial. Esta es la mejor manera de evitar una debilidad
crónica. Las autoridades económicas no deben desperdiciar la oportunidad que
brinda el fortalecimiento de la economía.
La prioridad número uno es culminar el saneamiento de los balances bancarios
y reforzar los balances de los sectores no financieros más afectados por la crisis.
Lamentablemente, pese a todos los esfuerzos hasta el momento, las calificaciones
crediticias intrínsecas de los bancos —que excluyen el apoyo externo— se han
deteriorado de hecho tras la crisis (Capítulo VI). Sin embargo, aquellos países cuyas
autoridades económicas se han implicado más en promover el reconocimiento de
pérdidas y la recapitalización, como Estados Unidos, se han recuperado con más
vigor. Esto no es nuevo: antes de la reciente crisis, las formas antagónicas en que
los países nórdicos y Japón abordaron sus crisis bancarias a principios de los 90 se
consideraban un importante factor explicativo de sus divergentes evoluciones
económicas posteriores. Las evaluaciones de la calidad de los activos y las pruebas
de resistencia que próximamente se realizarán en la UE son esenciales para lograr
este objetivo. Con carácter más general, debe alentarse a los bancos a seguir
reforzando su capital, pues constituye la base más sólida para la posterior concesión
de crédito (Capítulo VI). Es crucial culminar las reformas financieras posteriores a la
crisis, de las que Basilea III es un componente fundamental.
Esto sugiere que el fracaso en sanear los balances puede debilitar el producto
y el crecimiento potenciales a largo plazo de una economía (Capítulo III). Dicho de
otra forma, lo que los economistas denominan «histéresis» —el impacto sobre el
potencial productivo si persisten condiciones transitorias— se presenta en distintas
formas y dimensiones. Existe la percepción de que los efectos de histéresis suelen
manifestarse a través de una insuficiencia crónica de la demanda agregada. En
concreto, los desempleados pierden destrezas, reduciéndose su productividad y
capacidad de encontrar un empleo. Pero también existen efectos importantes,
probablemente preponderantes, que operan a través de asignaciones deficientes
del crédito y de otros recursos, así como de una falta de flexibilidad en los mercados
de bienes, trabajo y capital. Si bien la literatura económica apenas los menciona,
merecen más atención. Como corolario, tras una recesión de balance, la asignación
del crédito importa más que su cuantía agregada. Dados los excesos de deuda, no
es sorprendente que, según indica la evidencia empírica, las recuperaciones
posteriores a las crisis suelan producirse «sin crédito». Pero incluso si, en términos
netos, el crédito agregado no lograse crecer con fuerza, es importante que lo
obtengan los buenos prestatarios en vez de los malos.
Junto al saneamiento de los balances, también será importante acometer
determinadas reformas estructurales. Las reformas estructurales desempeñan una
triple función (Capítulo III). Primero, pueden facilitar las necesarias transferencias
de recursos entre sectores, tan esenciales tras las recesiones de balance,
contrarrestando así la debilidad económica y acelerando la recuperación (véase el
Informe Anual del pasado año). Por ejemplo, probablemente no sea coincidencia
que la recuperación de Estados Unidos, cuyos mercados de trabajo y de bienes son
bastante flexibles, haya sido más vigorosa que la de Europa continental. Segundo,
las reformas contribuirán a elevar la tasa de crecimiento sostenible de la economía
a más largo plazo. Habida cuenta de las adversas tendencias demográficas, y al
margen de unos mayores porcentajes de población activa, aumentar el crecimiento
a largo plazo pasa necesariamente por incrementar la productividad. Y, por último,
en virtud de ambos mecanismos, las reformas estructurales pueden garantizar a las
empresas que habrá demanda en el futuro, impulsándola con ello en el presente.
Aunque la inversión empresarial en capital fijo no es débil a escala mundial, allí
16
BPI 84o Informe Anual
donde lo es, la limitación no procede de condiciones financieras restrictivas. La
combinación de políticas estructurales variará necesariamente según el país, pero
frecuentemente incluirá desregular sectores protegidos, como el sector servicios,
aumentar la flexibilidad del mercado laboral, elevar los porcentajes de población
activa y recortar los excesos del sector público.
Un mayor énfasis en sanear y reformar implica hacer un hincapié relativamente
menor en una gestión expansiva de la demanda.
Este principio es aplicable a la política fiscal. Tras el impulso fiscal inicial, se ha
redescubierto en parte la necesidad de garantizar la sostenibilidad a largo plazo.
Esto es positivo: es imperativo poner en orden las cuentas públicas y, a tal fin, ha de
resistirse toda tentación de desviarse de esta senda. Cualquier margen de maniobra
que exista, por limitado que sea, deberá utilizarse antes que nada para contribuir a
sanear balances, recurriéndose a fondos públicos únicamente en última instancia.
Cuando la necesidad acucie, cabría además utilizar ese margen de maniobra para
catalizar recursos financieros del sector privado hacia proyectos de infraestructuras
cuidadosamente seleccionados (Capítulo VI). Podría ser necesario ahorrar en otras
partidas presupuestarias para hacer hueco a estas prioridades.
Y este mismo principio se aplica también a la política monetaria. Unos mayores
esfuerzos de saneamiento y reforma también contribuirían a aliviar la enorme
presión sobre la política monetaria. Aunque cierto grado de acomodación
monetaria es sin duda necesario, tras la crisis se le ha exigido demasiado. Las
limitaciones de la política monetaria se tornan especialmente graves cuando las
tasas de interés se aproximan a cero (Capítulo V). En ese punto, la única forma de
aportar estímulos adicionales es gestionar las expectativas sobre la senda futura de
la tasa oficial y utilizar el balance del banco central para influir en las condiciones
financieras trascendiendo la tasa de interés a corto plazo. Estas políticas tienen un
impacto sobre los mercados y los precios de activos, pero tienen límites claros y los
beneficios que aportan son cada vez menores. El estrechamiento de las primas por
plazo y de riesgo tiene un límite, y en los últimos años éstas ya han alcanzado o
rondado sus mínimos históricos. Indiscutiblemente, depreciar la propia moneda
puede ayudar. Pero, como se explica más adelante, también plantea delicadas
cuestiones internacionales, especialmente si se entiende como una política de
«empobrecimiento del vecino».
El riesgo es que, con el tiempo, la política monetaria pierda tracción mientras
proliferan sus efectos secundarios. Estos son de sobra conocidos (véanse Informes
Anuales anteriores). La política monetaria podría contribuir a posponer ajustes en
los balances, por ejemplo fomentando la refinanciación indefinida de deudas
problemáticas. Podría, de hecho, dañar la rentabilidad y la solidez financiera de las
instituciones al comprimir sus resultados de intermediación financiera. Podría
favorecer formas equivocadas de asumir riesgos y propagar efectos indeseados
hacia otras economías, especialmente cuando los ciclos financieros no están
sincronizados. Es revelador que el crecimiento haya sido decepcionante incluso con
unos mercados financieros extraordinariamente pujantes: la cadena de transmisión
parece estar gravemente dañada. La incapacidad para estimular la inversión pese a
unas condiciones financieras extremadamente acomodaticias es un buen ejemplo
(Capítulo III).
Esto plantea la cuestión del balance de riesgos relativos a cuándo y con qué
rapidez normalizar la política monetaria (Capítulo V). A diferencia de lo que suele
aducirse, los bancos centrales deben prestar especial atención a los riesgos de una
salida demasiado tardía y demasiado gradual. Esto refleja las consideraciones
económicas que acaban de señalarse: el balance de beneficios y costes se deteriora
conforme se perpetúan unas condiciones excepcionalmente acomodaticias. Las
consideraciones de economía política también desempeñan un papel esencial.
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Como indican experiencias pasadas, habrá enormes presiones de índole financiera
y de economía política para tratar de posponer y prolongar la salida. Las ventajas
de unas políticas monetarias excepcionalmente laxas pueden parecer bien
tangibles, especialmente juzgados a tenor de la respuesta de los mercados
financieros; los costes, lamentablemente, solo se pondrán de manifiesto con el paso
del tiempo y en retrospectiva. Esto ha sucedido bastante a menudo en el pasado.
Y con independencia de los esfuerzos de comunicación de los bancos centrales,
es poco probable que la salida sea apacible. Preparar a los mercados especificando
los fines perseguidos podría involuntariamente infundir más confianza en el público
de la que el banco central desearía transmitir. Esto podría alentar una mayor
asunción de riesgos, sembrando las semillas de una reacción incluso más brusca.
Además, aun cuando el banco central fuese consciente de los factores en juego,
podría verse coartado por temor a precipitar el brusco ajuste que está procurando
evitar. Puede generarse así un círculo vicioso. A la postre, podrían ser los mercados
quienes primero reaccionasen, si empezasen a entender que el banco central no
lleva la iniciativa. Esto sugiere, además, la conveniencia de prestar especial atención
al riesgo de retrasar la salida. El nerviosismo de los mercados no debería ser motivo
para ralentizar el proceso.
Países en los que se está gestando o corrigiendo un auge
En los países menos afectados por la crisis y que han venido experimentando auges
financieros, la prioridad es abordar la acumulación de desequilibrios que podrían
amenazar la estabilidad financiera y macroeconómica. Esta tarea es irrenunciable.
Como se demostró en mayo del año pasado, la definitiva normalización de la
política monetaria en Estados Unidos podría ocasionar renovadas tensiones en los
mercados (Capítulo II). No debería desperdiciarse esta oportunidad.
El reto para estos países consiste en encontrar fórmulas para contener el auge
y reforzar las defensas frente a una eventual contracción financiera. En primer lugar,
la política prudencial deberá ser más estricta, especialmente utilizando instrumentos
macroprudenciales. La política monetaria debería operar en la misma dirección,
mientras que las medidas fiscales deberían preservar un margen de maniobra
suficiente para hacer frente a cualquier inflexión del ciclo. Y, como en otras partes,
las autoridades deberían aprovechar el clima actual, relativamente favorable, para
acometer las necesarias reformas estructurales.
El dilema al que se enfrenta la política monetaria es especialmente grave.
Hasta ahora, las autoridades económicas han recurrido principalmente a medidas
de tipo macroprudencial para contener los auges financieros. Estas medidas han
mejorado sin duda la resiliencia del sistema financiero, pero su eficacia en la
contención de los auges ha sido dispar (Capítulo VI). Las cargas de la deuda han
aumentado, al igual que la vulnerabilidad de la economía a tasas oficiales más
altas. Después de haber permanecido las tasas tan bajas durante tanto tiempo, el
margen de maniobra se ha reducido (Capítulo IV). En especial en los países que
transitan por las últimas etapas de auges financieros, la disyuntiva actual se sitúa
entre el riesgo de adelantar la fase bajista del ciclo y el de sufrir una contracción
mayor más adelante. Los ajustes más tempranos y graduales resultan preferibles.
Interpretando la reciente desinflación
En los últimos años, diversos países han experimentado una inflación inusual y
persistentemente baja, o incluso auténticas caídas de precios. En algunos casos,
esto ha coincidido con un crecimiento sostenido del producto e incluso
preocupantes señales de acumulación de desequilibrios financieros. Un ejemplo de
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ellos es Suiza, donde los precios han disminuido gradualmente mientras el mercado
hipotecario experimentaba un auge. Otro ejemplo son algunos países nórdicos, en
los que la inflación se ha situado por debajo de los objetivos y la evolución del
producto ha sido algo más débil. El ejemplo más notorio de descenso duradero de
los precios es Japón, donde comenzaron a caer tras la contracción financiera de la
década de 1990 y han continuado a la baja hasta fechas recientes, si bien la caída
acumulada solo ha sido de 4 puntos porcentuales. En los últimos tiempos, la baja
inflación de la zona del euro ha sido motivo de preocupación.
A la hora de decidir una respuesta, es importante evaluar detenidamente los
factores que determinan los precios y su persistencia, así como analizar con ojos
críticos la eficacia y los posibles efectos secundarios de los instrumentos disponibles
(Capítulos III y V). Por ejemplo, hay motivos para creer que las fuerzas de la
globalización siguen ejerciendo una presión bajista favorable sobre la inflación.
Antes de la crisis, esta circunstancia facilitó a los bancos centrales el control de la
inflación pese al desarrollo de auges financieros. Cuando las tasas oficiales han
descendido al efectivo límite inferior cero y persisten las secuelas de una recesión
de balance, la política monetaria no es el mejor instrumento para impulsar la
demanda y, consecuentemente, la inflación. Además, pueden formarse percepciones
dañinas sobre depreciaciones competitivas, dado que en un contexto de debilidad
generalizada el canal más eficaz para impulsar el producto y los precios es la
depreciación de la moneda.
Con carácter más general, es esencial evaluar con imparcialidad los riesgos y
costes de los descensos de precios. El término «deflación» tiene connotaciones
muy fuertes, al evocar inmediatamente el espectro de la Gran Depresión. En
realidad, la Gran Depresión fue la excepción más que la regla en lo que respecta a
la intensidad tanto de las caídas de precios como de las concomitantes pérdidas de
producto (Capítulo V). Históricamente, los periodos de descensos de precios han
tendido a coincidir con crecimientos sostenidos del producto, y la experiencia de
las décadas más recientes no es una excepción. Además, la situación ha cambiado
sustancialmente desde los años 30, sobre todo en cuestión de flexibilidad salarial a
la baja. No es éste un motivo para ser complaciente sobre los riesgos y costes de
las caídas de precios: deben vigilarse y evaluarse cuidadosamente, especialmente
cuando los niveles de deuda son elevados. Pero es una razón para evitar respuestas
reflejas desatadas por emociones.
Desafíos a largo plazo: ajuste de los marcos de política económica
El principal desafío a largo plazo es ajustar los marcos de política económica para
promover un crecimiento saludable y sostenible. Esto implica dos retos relacionados
entre sí.
El primero es reconocer que la única fórmula para fortalecer el crecimiento de
manera sostenible es acometer reformas estructurales que eleven la productividad
y aumenten la resiliencia de la economía. Estamos ante un viejo y conocido
problema (Capítulo III). Como se ha mencionado, la caída del crecimiento de la
productividad en las economías avanzadas viene manifestándose desde hace
mucho tiempo. En realidad, al madurar las economías, parte de esa caída podría ser
resultado natural de cambios en los patrones de demanda hacia sectores donde el
indicador de productividad es menor, como el sector servicios. Pero a buen seguro
otra parte es resultado de no acometer reformas ambiciosas. La tentación de
posponer el ajuste puede resultar irresistible, y más en épocas de bonanza en las
que los auges financieros fomentan riquezas ilusorias. La consecuencia es un
modelo de crecimiento excesivamente dependiente de la deuda, tanto privada
como pública, y que con el tiempo siembra las semillas de su propia destrucción.
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19
El segundo reto, más novedoso, consiste en ajustar los marcos de política para
dar un tratamiento más sistemático al ciclo financiero. Los marcos incapaces de
colocar el ciclo financiero en su punto de mira podrían sobrerreacionar de forma
inadvertida a dinámicas a corto plazo del producto y la inflación, generando
problemas mayores en el futuro. Más en general, las políticas asimétricas aplicadas
a sucesivos ciclos económicos y financieros pueden conferir un grave sesgo con el
tiempo, con el consiguiente riesgo de enquistar la inestabilidad en la economía. La
política económica no actúa a contracorriente durante los auges y, sin embargo, se
relaja de forma agresiva y persistente durante las contracciones. Esto induce un
sesgo bajista en las tasas de interés y un sesgo alcista en los niveles de deuda, lo
que a su vez dificulta subir esas tasas sin dañar la economía; es decir, estaríamos
ante una trampa de deuda. Las crisis financieras sistémicas no reducen su frecuencia
o intensidad, la deuda privada y pública continúa creciendo, la economía es incapaz
de situarse en una senda sostenible de mayor crecimiento y las políticas monetaria
y fiscal agotan su munición. Con el paso del tiempo, las políticas pierden su eficacia
y pueden propiciar precisamente la situación que buscan evitar. En este contexto,
los economistas hablan de «inconsistencia temporal»: medidas de política que, por
sí solas, pueden parecer convincentes en el momento en que se adoptan, pero que,
consideradas en secuencia, apartan de hecho a las autoridades de sus objetivos
iniciales.
Como se ha señalado, hay indicios de que podría estar sucediendo así. El
margen de maniobra de la política económica se está estrechando incluso mientras
la deuda sigue aumentando. En retrospectiva, no es difícil encontrar ejemplos en
los que la política económica pareció centrarse excesivamente en las dinámicas a
corto plazo. Considérese la respuesta a los desplomes de los mercados bursátiles
de 1987 y 2000 y a las desaceleraciones económicas asociadas (Capítulo IV).
En ambos casos la política económica, en especial la monetaria, se relajó
considerablemente para amortiguar el golpe, endureciéndose después solo de
manera gradual. Sin embargo, el auge financiero, en forma de expansión crediticia
y alza de los precios inmobiliarios, cobró impulso aun cuando la economía se
debilitaba, en parte como respuesta a la relajación de la política. El auge financiero
acabó estallando pocos años después, generando graves tensiones financieras y
perjuicios económicos. Paradójicamente, la globalización de la economía real
añadió intensidad y amplitud a los auges financieros: elevó las expectativas de
crecimiento, sobrealimentando así los auges, mientras contenía los precios,
reduciendo de este modo la necesidad de endurecer la política monetaria.
Esto también tiene implicaciones para la interpretación de la tendencia a la
baja descrita por las tasas de interés desde la década de 1990. Algunos observadores
consideran que tal disminución refleja fuerzas más profundas generadoras de una
escasez crónica de demanda. Según esta interpretación, la política económica ha
respondido pasivamente a dichas fuerzas, evitando de ese modo mayores perjuicios
para la economía. Pero nuestro análisis indica que las políticas con un sesgo
expansivo sistemático pueden contribuir sustancialmente, al interaccionar con la
fuerza destructiva del ciclo financiero. La acumulación de deuda y las distorsiones
en los patrones de producción e inversión que comportan unas tasas de interés
excepcionalmente bajas dificultan el retorno de éstas a niveles más normales. En
efecto, las bajas tasas de interés se validan a sí mismas. Al amenazar con debilitar
los balances aún más, la presión a la baja sobre los precios de los activos asociada a
tendencias demográficas adversas no hace sino exacerbar este proceso.
¿Qué haría falta para ajustar los marcos de política económica? Los necesarios
ajustes afectan a los marcos nacionales y a su interacción a escala internacional.
En el caso de los marcos nacionales de política económica, debería garantizarse
la acumulación de colchones durante un auge financiero a los que recurrir durante
20
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la contracción. Estos colchones dotarían a la economía de mayor resiliencia ante
una desaceleración y, al actuar como una especie de ancla, podrían también
moderar la intensidad del auge. Como resultado, la política económica devendría
menos procíclica al ser más simétrica con respecto a las fases expansiva y contractiva
del ciclo financiero. Se evitaría de este modo un progresivo agotamiento de su
margen de maniobra con el paso del tiempo.
En el caso de la política prudencial, esto implica potenciar la orientación
sistémica o macroprudencial del marco. Los instrumentos disponibles, como los
requerimientos de capital o las relaciones préstamo-valor, deben ajustarse para
reducir la prociclicidad. En cuanto a la política monetaria, implica estar dispuesto a
endurecerla ante indicios de acumulación de desequilibrios financieros, aun cuando
la inflación esté aparentemente bajo control a corto plazo. Y, en el caso de la
política fiscal, significa extremar la precaución al evaluar la solidez de las finanzas
públicas durante los auges financieros, así como adoptar las oportunas medidas
correctoras. También implica diseñar un sistema tributario que no favorezca la
deuda frente a los recursos propios.
Tras la crisis, las políticas se han orientado de hecho en esta dirección, pero en
distinto grado. Y todavía queda por hacer.
La política prudencial es la más avanzada. En concreto, Basilea III ha introducido
un colchón de capital anticíclico en la regulación bancaria en el marco de una
tendencia más general a la creación de marcos macroprudenciales nacionales.
La política monetaria ha cambiado en cierta medida. Ahora suele reconocerse
que la estabilidad de precios no garantiza la estabilidad financiera. Además, una
serie de bancos centrales han ajustado sus marcos para incorporar la opción de un
endurecimiento durante los auges. Un elemento esencial ha sido la ampliación de
los horizontes temporales de la política monetaria. Con todo, no existe consenso
sobre la conveniencia de dichos ajustes. Y prosigue el debate sobre los efectos
secundarios de una relajación prolongada y agresiva tras la contracción.
La política fiscal es la más rezagada. Apenas se reconoce el enorme efecto
favorecedor que los auges financieros ejercen sobre las cuentas públicas: llevan a
sobreestimar el producto y el crecimiento potenciales (Capítulo III), son en
particular generosos con las arcas públicas y enmascaran la acumulación de pasivos
contingentes necesarios para afrontar las consecuencias de las contracciones. Por
ejemplo, durante sus auges, España e Irlanda pudieron exhibir cocientes de deuda
pública sobre PIB decrecientes y superávits presupuestarios que, al final, resultaron
no estar debidamente ajustados en función del ciclo. Del mismo modo, apenas se
comprenden las limitaciones de una política fiscal expansiva durante una recesión
de balance; de hecho, la opinión predominante es que la política fiscal es más
eficaz precisamente en tal situación.
Los retos son en especial complicados para la política monetaria. La idea básica
es ampliar su horizonte temporal más allá del periodo de dos años en el que suelen
centrarse los bancos centrales. Por supuesto que la idea no es prolongar de forma
mecánica previsiones puntuales. Más bien se trata de permitir una evaluación más
sistemática y estructurada de los riesgos que plantean los ciclos financieros —de
dinámica más lenta— a la estabilidad macroeconómica, la inflación y la eficacia de
los instrumentos de política. Los temores sobre el ciclo financiero y la inflación
también podrían conciliarse con más facilidad: la clave está en combinar el énfasis
en la estabilidad sostenible de los precios con una mayor tolerancia frente a las
desviaciones a corto plazo de los objetivos de inflación y frente a la apreciación de
la propia moneda. Aun así, los retos en términos de comunicación son colosales.
En cuanto a la interacción entre los marcos nacionales de política económica,
el desafío es afrontar las complicaciones de una economía mundial muy integrada,
donde la necesidad de medidas colectivas —cooperación— es ineludible. Las
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políticas nacionales, por separado, son menos eficaces. Además, abundan los
problemas de incentivos: las autoridades nacionales podrían estar tentadas de
aprovecharse de las medidas adoptadas por otros, o sufrir presiones políticas para
ignorar los efectos indeseables de sus políticas sobre terceros.
La cooperación se pone a prueba continuamente: avanza y retrocede. Tras la
crisis, ha avanzado considerablemente en los ámbitos de la regulación financiera y
cuestiones fiscales. Considérense la reforma de los marcos de regulación financiera,
especialmente Basilea III y los esfuerzos coordinados por el Consejo de Estabilidad
Financiera, así como las recientes iniciativas en materia de tributación auspiciadas
por el G-20. En estas áreas, se ha asumido plenamente la necesidad de cooperación.
En cambio, en el ámbito monetario aún prevalece la doctrina de que cada cual
ponga orden en su propia casa. Como se aduce más detalladamente en otro lugar2,
existe un claro margen de mejora. La discusión precedente indica que la interacción
entre las políticas monetarias nacionales ha planteado riesgos para la economía
mundial. Donde más nítidamente se manifiesta es en las condiciones monetarias y
financieras extraordinariamente acomodaticias que ha experimentado el mundo en
su conjunto, así como en la acumulación de desequilibrios financieros en ciertas
regiones. Como mínimo, es necesario que las autoridades nacionales tengan en
cuenta el impacto de sus medidas en otras economías y los correspondientes
efectos de retroalimentación sobre sus propias jurisdicciones. Sin duda, las mayores
economías ya procuran hacerlo, pero subestimarán en gran medida esos efectos de
retroalimentación si sus marcos analíticos no sitúan en el centro de los análisis los
auges y contracciones financieros, ni aciertan a tomar en consideración la miríada
de interconexiones financieras que mantienen unida la economía mundial.
Conclusión
La economía mundial está intentando salir de la sombra de crisis financiera. El
legado de la crisis es omnipresente: se manifiesta en los niveles de desempleo
comparativamente altos de las economías azotadas por la crisis, aun cuando el
crecimiento del producto ha recobrado vigor; en la desconexión entre unos
mercados financieros extraordinariamente pujantes y una inversión débil; en la
creciente dependencia de los mercados financieros respecto de los bancos
centrales; en el creciente endeudamiento público y privado; y en la rapidez con que
se reduce el margen de maniobra de la política económica.
En este capítulo se ha argumentado que el retorno a un crecimiento mundial
saludable y sostenible requiere ajustes en la actual combinación de políticas y en
los marcos de política económica. Estos ajustes deberían reconocer que la recesión
de balance tras la crisis es menos sensible a las políticas tradicionales basadas en la
demanda agregada y requiere por tanto primar el saneamiento de balances y las
reformas estructurales; que los auges y contracciones financieros se han convertido
en una gran amenaza para la estabilidad macroeconómica; y que la única fuente de
prosperidad duradera es una mayor fortaleza por el lado de la oferta, especialmente
un mayor crecimiento de la productividad. Estos ajustes deberían además basarse
en la premisa de que, en una economía mundial tan integrada, mantener en orden
la propia casa es una condición necesaria, pero no suficiente, para garantizar la
prosperidad. Para esto último, la cooperación internacional es imprescindible.
2
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J. Caruana, «International monetary policy interactions: challenges and prospects», discurso
pronunciado en la conferencia CEMLA-SEACEN sobre «El papel de los bancos centrales en la
estabilidad macroeconómica y financiera: los retos en un mundo incierto y volátil», Punta del Este,
Uruguay, 16 de noviembre de 2012.
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En el corto plazo, la tarea principal es aprovechar la oportunidad que brinda el
repunte actual del crecimiento mundial. Es preciso apoyarse relativamente menos
en los estímulos tradicionales de demanda agregada y más en el saneamiento de
balances y reformas estructurales, sobre todo en economías afectadas por la crisis.
La política monetaria, en particular, se ha visto sobrecargada durante demasiado
tiempo. Tras tantos años de excepcional expansión monetaria, merecen especial
atención los riesgos de normalizarla demasiado despacio y demasiado tarde. Y,
cuando proceda, la respuesta a presiones desinflacionarias sorpresivas deberá
considerar atentamente la naturaleza y persistencia de los factores implicados, la
mermada eficacia de la política monetaria y sus efectos secundarios. En los países
que experimenten fuertes auges financieros, la prioridad es reforzar las defensas
para afrontar una posible contracción, sin postergar tampoco en ellos las reformas
estructurales.
A más largo plazo, la tarea principal es ajustar los marcos de política económica
para que el crecimiento sea menos dependiente de la deuda y embridar el poder
destructivo del ciclo financiero. Unas políticas macroeconómicas y prudenciales
más simétricas a lo largo de ese ciclo evitarían un persistente sesgo expansivo que,
con el tiempo, podría enquistar la inestabilidad y agotar el margen de maniobra de
la política económica.
Los riesgos de la inacción no deben subestimarse. La economía mundial podría
situarse en una senda insostenible. En algún momento, el actual orden comercial y
financiero mundial abierto podría verse seriamente amenazado. Hasta ahora, los
marcos institucionales han demostrado notable resiliencia a la enorme perturbación
causada por la crisis financiera; pero tal resiliencia no debería darse por sentada, y
menos en el caso de que volvieran a materializarse graves tensiones financieras. Las
intermitentes noticias sobre «guerras de divisas» generan particular inquietud: allí
donde las políticas expansivas internas no dan los resultados esperados, cabría
pensarse que la depreciación de la moneda es la única opción. Pero una relajación
monetaria competitiva puede ser un juego de suma negativa cuando todo el
mundo intenta utilizarla y los costes internos de las políticas superan sus beneficios.
También resulta preocupante la creciente tentación para las naciones-estado
de dispensarse de la ardua pero inestimable tarea de promover la integración
internacional.
Por su parte, el consenso sobre las ventajas de la estabilidad de precios está
dando muestras de desgaste. A medida que se desvanece el recuerdo de los costes
y la persistencia de la inflación, podría arreciar la tentación de reducir las enormes
cargas de deuda con una combinación de inflación, represión financiera y autarquía.
Queda mucho trabajo por hacer. Se echa muy en falta una nueva brújula para
la política económica. Este capítulo introductorio ha trazado la dirección general de
avance. Quedan por resolver importantes desafíos analíticos y operativos para que
las políticas puedan abordar adecuadamente los auges y contracciones financieros.
Algunos de los posibles instrumentos se describen en las páginas siguientes, pero
hay que hacer mucho más. Y los retos de economía política son más colosales aún.
Como la historia nos recuerda, hay poco interés en adoptar la perspectiva de largo
plazo: pocos están dispuestos a frenar auges financieros que ilusoriamente
enriquecen a todos; o a dejar de realizar ajustes ante desaceleraciones del producto,
aun cuando tales medidas amenacen con potenciar auges financieros insostenibles;
o a abordar frontalmente los problemas de los balances durante una contracción
cuando parecen existir políticas más cómodas a mano. La tentación de utilizar
atajos es sencillamente demasiado fuerte, aun cuando al final no conduzcan a
ninguna parte.
El camino por recorrer podría ser largo. Razón de más, pues, para emprender
cuanto antes el viaje.
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