Emociones en crisis, cuerpos en ... subjetiva RIESDIS, Red Iberoamericana de Estudios ...

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Emociones en crisis, cuerpos en desahucio: la discapacidad como experiencia
subjetiva
RIESDIS, Red Iberoamericana de Estudios Sociales sobre Discapacidad,
[email protected]
Miguel A. V. Ferreira, Universidad Complutense de Madrid, [email protected]
La modernidad nos ha constituido como “individuos”: somos individuos políticos, de
derecho, dotados de derechos y deberes, así como de una responsabilidad moral para su
ejercicio, y somos individuos económicos, de hecho, portadores de un interés egoísta que
trata de maximizar permanentemente los recursos que invertimos en el mercado. Es una
individualidad contradictoria, dado que su primera dimensión ha de orientarse hacia el
bien común, lo público, y la segunda hacia el privado. Que ambas sean conjugables, pese
a dicha contradicción, es debido a que, además de individuos, somos sujetos, esto es,
portadores de una gran virtud cognitiva, la de la racionalidad. A través de nuestro
pensamiento racional podemos evaluar y decidir, en cada momento, qué hacer sin atentar
contra nuestra individualidad; es decir, a qué darle prioridad, desde una racionalidad
weberiana de carácter finitista más bien que instrumental, en cada momento (cabe
anticipar que la racionalidad finitista es más bien potestad del individuo político, mientras
que la instrumental lo es del económico, de modo que, se supone, para no entrar en
contradicción con nosotros mismos, somos más bien altruistas que egoístas... lo cual es
discutible). Ese individuo-sujeto moderno no tiene cuerpo ni sentimientos, actúa bajo
principios neutros, asépticos, de carácter deliberativo, es un ser abstracto dotado de
voluntarismo racional. Pero lo cierto es que a veces no pensamos lo que hacemos, y que
hay delincuencia, malversación de fondos, mentiras, engaños, enojos, alegrías, que tiñen
nuestra existencia efectiva y nos hacen ser, al margen del individuo y el sujeto que nos
conforma, personas humanas. Ahora bien; eso es para quienes pueden tener la aspiración
de ser “personas”, en el sentido que la regulación normativa lo estipula: no se emociona
de igual manera el ex-toxicómano que es condenado, injustamente, a siete años de cárcel
por un delito mínimo que el banquero que defrauda miles de millones euros y no es
tocado por la justicia. Dada esta “condicionalidad social de la emoción” podemos
plantearnos cómo viven su existencia personas que por su condición corporal, la
discapacidad, han sido arrojados a la periferia de la existencia social por la modernidad: no
se les reconoce su individualidad ni su subjetividad y, por ello, no tienen derecho a
emocionarse del mismo modo que cualquier persona: sólo les queda acatar un dictamen,
el de que su existencia es una “tragedia personal” que hay que sufrir. A partir de estos
parámetros, desde el proyecto de investigación Quali-TYDES, trataremos de exponer una
“cartografía” de la experiencia emocional de la discapacidad.
PLANTEAMIENTO:
Las emociones, según Eva Illouz, son los “motores” de la acción social, la
energía que impulsa nuestras interacciones. Lejos de situarse en un plano
“natural”, son en gran medida constructos sociales, derivados de nuestras
interacciones y de los contextos en los que las mismas se llevan a cabo.
En este texto trataremos de ilustrar la conformación, socialmente condicionada,
de las emociones que configuran la experiencia de la discapacidad, al hilo de los
relatos extraídos de las entrevistas realizadas para un proyecto de
investigación. A falta de una labor de análisis aún en curso, de la cual se
derivará mucho más material empírico a tomar en consideración, partimos de la
comparación de dos experiencias de jóvenes con discapacidad.
Según las variables que se manejan en el proyecto (y que trataremos de
detallar más específicamente en la versión definitiva del texto completo),
hemos tomado dos perfiles que manifiestan posiciones divergentes en la
mayoría de ellas, aunque con afinidad en alguna otra. Un joven de 26 años con
una discapacidad congénita, visual, de buena posición social (elevado capital
económico y cultural por origen familiar), en un entorno de convivencia que
definimos como “central” (lo que significa un habitat urbano “abierto”); una
joven, también de 26 años, con una discapacidad física adquirida a los 17, de
elevada posición social (pero en la que lo fundamental es el capital económico y
dónde el capital cultural es sensiblemente inferior), y que reside en un entorno
que calificamos de “periférico” (que en este caso indica un habitat urbano pero
“cerrado”; o sea, un “pueblo grande”).
En sus relatos se constata una conformación diametralmente opuesta de la
experiencia emocional; y estrechamente vinculada a ella, de la experiencia
corporal. De modo que se confirma empíricamente la tesis de Eva Illouz, el
grado altamente construido, en términos sociales, de nuestra emocionalidad.
A falta de un desarrollo más pormenorizado y riguroso de la comparación,
algunas referencias comparativas preliminares:
1. Un relato racionalista de negación
Nuestro joven entrevistado, varón, con discapacidad visual congénita, construye
una narrativa épica, de permanente autosuperación, de sobreesfuerzo, de lucha
constante. Es un relato de “supercapacitación” (no tiene una carrera
universitaria, sino tres, ingenierías), en el que además se interpreta
“sobresaturación” (además del currículum oficial, su vida se ha plagado de
actividades adicionales: clubs de actividades estudiantiles, deportes diversos,
artes marciales, cursos de formación extra-curriculares, becas en el extranjero,
etc.).
Se trata de un relato a-emocional en el que lo que impera es el mérito logrado.
Pero, paradójicamente, todo ese esfuerzo se traduce en “nada”. Mientras otros
compañeros menos formados han obtenido trabajo, él sigue esperando
conseguirlo. Dice no entenderlo, no saber por qué, después de tanto esfuerzo,
no se le reconoce. Entonces se le pregunta si puede que tenga algo que ver en
ello el hecho de que, pese a todo, sea una persona con discapacidad. En
primera instancia lo niega, apelando al argumento genérico de que en esta
sociedad se premia a los tontos y a los ineptos (aparece como ejemplo al
respecto la figura de su hermano menor); pero luego se contradice, al afirmar
que en su currículum no incluye la información de que posee una discapacidad;
dato relevante para una empresa (del tipo a las que aspira él: empresas
multinacionales con plantillas amplias), pues la contratación de personas con
discapacidad supone ventajas fiscales. “No, es que si lo digo de antemano, lo
más seguro es que no me llamen…[ ] prefiero no decir nada y que me vean en
la entrevista…”
He aquí un discurso de negación, negación de la discapacidad, amparado en la
más radical racionalidad y la más alta valoración, en abstracto, de la
meritocracia, que evidencia que su experiencia personal ha pasado por una
sistemática represión, culturalmente orientada, de las emociones que han
conformado su existencia.
Máximo esfuerzo, máxima superación, máxima negación de la condición
primaria de su existencia y máximo fracaso de las expectativas creadas, sobre
la base de una configuración emocional que ha, literalmente, borrado su
condición de persona con discapacidad.
2. Un relato corporal-emocional de frustración
Nuestra joven entrevistada, con una discapacidad física adquirida debido a un
traumatismo cráneo-encefálico fruto de un accidente, situada en una posición
social análoga al joven previamente mencionado, con la salvedad de la
diferencia en capital cultural y en la condición “periférica” de su entrono de
convivencia, frente a la central de él, nos ofrece un relato distinto.
En primer lugar, hay dos vidas a considerar y una comparación entre ambas:
ella fue una chica sin discapacidad, sociable, inteligente y con altas expectativas
vitales, y ahora es una persona sola, sin amigos, con la única presencia de su
familia y una carencia, por comparación, brutal de futuro.
En un entorno periférico, destacaba notoriamente sobre la media, tanto en lo
relacional como en lo intelectual. Tenía un importante “contingente” de
amistades y se había marcado una meta académica alta, probablemente en el
extranjero (lo que más le gustaba era Arquitectura, pero igual podría haber sido
Medicina o cualquier otra carrera de prestigio). Llegó el accidente y todo eso se
truncó.
Hay que tener en cuenta, y ello aflora en su relato, que siendo su discapacidad
física (dificultades motrices y de comunicación, derivadas de la lesión cerebral),
tiende a ser entendida por la gente como una discapacidad inteletual; algo que
confunde seriamente las distinciones cuerpo/mente a las que estamos
habituados.
Sus amigos la abandonaron: sólo le queda su familia; un respaldo importante
pero que no suple, como ella reconoce, la necesidad de esas relaciones
afectivas entre pares (la familia está “detrás”, apoyando; pero no está “al lado”,
como los amigos). Sus experiencias laborales (que las ha tenido, eventuales,
porque en un medio periférico se manejan más fácilmente influencias y su
madre la ha podido “enchufar” en diversos programas de inserción laboral para
personas con discapacidad) han sido desastrosas: sus compañeros y
compañeras le hacían el vacío. Y aquí aflora el relato emocional: “todos los días
me levantaba llorando, pensando en lo que me esperaba en el trabajo, pero iba
y aguantaba”.
A diferencia del caso previo, su existencia, como persona con discpacidad, —
drásticament condicionada por su corporalidad y por sus emociones. Tres
indicios indicativos:
— No puedo llorar. Lo he hablado con el psicólogo y me ha dicho que ahí
hay algo bloqueado que hay que tratar. Literalmente, no puedo llorar
(pese a que en su experiencia laboral hablaba de que se levantaba todos
los días llorando; aquí, hemos de entender que es una expresión
metafórica de sufrimiento, que no implica el acto fisiológico)
— Mi cuerpo no les podía seguir (hablando de la primera fase en la que sus
amigos todavía no la habían abandonado), no podía seguir su ritmo, era
mi cuerpo que no podía.
— El sufrimiento, el dolor, era la experiencia cotidiana; llegaba a casa y me
derrumbaba (hablando de un curso de pintura al que se apuntó al poco
de haber tenido el accidente
A falta de una profundización mayor a partir de datos adicionales del análisis
del trabajo de campo, sirvan estas indicaciones como muestra de una
evidencia: la experiencia de la discapacidad es una experiencia, vital y
subjetiva, anclada en las emociones y en el cuerpo que, según el capital
económico y cultural, y según el contexto de experiencia, marca trayectorias
significativamente diferenciables..
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