Israel Belloso

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EL CONCEPTO DE UMBRAL URBANO
Espacios de transferencia en la tradición histórica
Israel Belloso Garrido
En pleno florecimiento barroco, el joven Giambattista Nolli recibe el encargo de dibujar
unos nuevos planos de la ciudad de Roma. Con metódica precisión, consigue
representar once mil monumentos romanos, y el detalle de las fuentes, escalinatas o
soportales de sus calles. Sin embargo, no recordaremos este magnífico plano por su
minuciosa descripción de la ciudad: Su certera representación de la forma urbana,
revolucionará el modo de entender las relaciones entre espacio público y privado.
La experiencia urbana de esta ciudad idealizada de Nolli, trasciende las fronteras entre
el edificio y su entorno, por eso dibuja una urbe donde el tránsito urbano se realiza de
forma libre por todos sus espacios, públicos y privados. El interior de sus manzanas
pertenece tanto a la ciudad como sus plazas, sus calles o sus iglesias.
El espacio público y el espacio privado se funden y definen un único tejido urbano en el
que las transiciones entre ambos universos adquieren una importancia sustancial.
Soportales, callejones y zaguanes se convierten en los verdaderos protagonistas de
este entorno fluido y constante, porque reclaman, como el pórtico de Agripa, el rol
urbano de los espacios que nos revelan.
Con la llegada de las hordas bárbaras a partir del siglo III, la vida en las ciudades
romanas cambió radicalmente, sus habitantes se sintieron débiles y amurallaron sus
límites, fortificaron sus defensas y colmataron su interior con viviendas y comercios. La
calidad de la vida urbana empeoró, y las ciudades se convirtieron en lugares
congestionados y abigarrados en detrimento de los grandes espacios públicos de la
Roma imperial. La villa medieval termina arropando a la catedral, e incluso llega a
anexionarse alguna edificación a su perímetro. El acceso al templo se produce
recorriendo alguna de las tortuosas calles que lo rodean, y desembocando en una
pequeña plaza, a menudo sobre-elevada con respecto a la ciudad.
En su libro Construcción de ciudades según principios artísticos, Camilo Sitte nos
advierte del error que conlleva una práctica basada en la simple organización en planta
según criterios reguladores y geométricos. El corazón de las ciudades centroeuropeas
que Sitte visita en el viaje que dará origen a su libro, obedece a un crecimiento
orgánico que el peatón percibe como propio. La ciudad se expresa a través de estas
pequeñas deformaciones que el tiempo ha ido tallando en su ordenación.
En francés, se utiliza el término “parvis”1 proveniente de la voz “paraíso” para referirse
a una plaza o un atrio al que se abre un edificio público, en la mayor parte de los casos,
1
Etimológicamente la palabra “parvis” tiene su origen en el idioma “avéstico”, uno de los utilizados en
el antiguo Irán y en los escritos Zoroástricos: “pairidæza”, "un muro que encierra un jardín o huerto". La
palabra se compone de pairi-, “alrededor", y za-da "muro". Por otra parte, el adverbio y preposición
“pairi” está relacionado con el prefijo griego “peri”, usado por ejemplo en “el perímetro”.
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religioso. La condición elevada que adquiere en ocasiones este espacio, tiene una clara
relación con la tradición griega de levantar una plataforma o crepidoma (“krepis”) en la
que se sitúa el templo, a la que se accede subiendo por los estereóbatos, que son los
escalones que dan altura al templo: el acceso al paraíso siempre se realiza subiendo2.
En las catedrales centroeuropeas se construía un “parvis” como espacio transitorio de
carácter urbano, entre el espacio profano y el espacio sacro (ver la catedral de Reims,
por ejemplo) espacio que no ha llegado hasta nuestro días en un clara dislocación de
los referentes entre lo divino y lo mundano. La acción de internarse en un edificio
comienza, por lo tanto, desde el ámbito de la ciudad.
A continuación se examinarán ejemplos de lugares antepuestos que
el edificio utiliza para modificar la densidad urbana y crear un límite
distinto al construido. El ingreso al edificio no lo compone
exclusivamente su puerta de acceso y la calle no comienza
únicamente donde el edificio acaba, tal y como Giambattista Nolli
demostró en su magnífico proyecto sobre su Roma Soñada en 1748.
GÓTICO CENTROEUROPEO: CATEDRAL DE REIMS.
Desde el exterior de la ciudad, reconstruida tras la primera guerra mundial, el
observador atento puede percibir cómo se levanta la Catedral de Reims entre un
océano de construcciones de menor altura. Este contraste volumétrico es sin duda, la
única visión que nos queda hoy en día de lo que debió sentir un ciudadano del siglo XIV
al ver las obras finalizadas.
Los comienzos de éste edificio se remontan al año 1211, cuando el arzobispo Aubry de
Humbert inicia la construcción de la nueva catedral, tal y como hoy la conocemos. La
catedral carolingia anterior a ella, a la que habría de sustituir, quedó destruida por un
incendio el año anterior. El arzobispo necesitó donar una parte considerable de sus
tierras para que el nuevo templo tuviera el tamaño que él esperaba. Apenas setenta
años después, ya estaba el grueso de las obras terminado a falta de la fachada
principal, que se terminaría a principios del siglo siguiente. Durante el transcurso de las
obras, se mantuvo intacta la iglesia anterior, que al ser más pequeña quedaba
contenida en su interior, y aseguraba la posibilidad de mantener el culto. En un
principio, se consideró la posibilidad de mantener la antigua fachada carolingia,
adaptándola a la nueva construcción gótica. Pero finalmente, teniendo en cuenta que
era el lugar de celebración de las coronaciones reales desde el rey Enrique I, se tomó la
decisión de alargar la nave para acoger a la multitud de fieles que acudían. La fachada
por lo tanto, se realizó con cierta independencia del resto de la construcción, detalle
que hoy en día aun podemos observar al analizar los alzados laterales del edificio.
La ciudad medieval rodeaba la catedral anexionando a su volumen capillas, edificios,
claustros, patios y la encerraba con un muro perimetral que la hacía independiente del
tejido urbano, y que contenía el recinto del arzobispo, el edificio del cabildo y otras
construcciones más pequeñas: en definitiva, una ciudad dentro de otra ciudad. En la
2
La religión cristiana nos habla de que Jesús “elevara” a los hombres hacia la participación de la vida
divina.
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fachada principal, apenas quedaba un espacio abierto previo al acceso, que no llegaba
a la mitad del ahora existente, y estaba dividido por una verja que delimitaba una zona
previa de acceso al interior: el parvis. En resumen, la ciudad había ido haciendo el
hueco necesario para los sucesivos crecimientos del templo, lo que producía una
masificación de pequeñas construcciones adosadas a él, que impidió hasta los derribos
selectivos del siglo XVIII una perspectiva cercana de conjunto como la que ahora
tenemos.
La penetración en el templo seguía un protocolo muy controlado que tenía su origen
en las propias calles de la ciudad: El acercamiento se producía por cualquier calle
estrecha, y normalmente de trazado sinuoso, como acostumbran a ser los núcleos
urbanos medievales, hasta desembocar de frente, y casi sin querer ante una tremenda
fachada de 86 metros de altura, equivalente a un edificio de veintinueve plantas.
La sensación que debía transmitir este impacto visual, se prolongaba al acceder al
templo para percibir la luz teñida por los vitrales y sentir el olor a cera e incienso. Este
recorrido de sensaciones, tenía su punto álgido en el espacio previo al acceso que a
modo de diafragma, controlaba la transición entre el interior y el exterior de la
catedral. La verja que rodeaba a la fachada, delimitaba la distancia a la que se podían
percibir con nitidez los impresionantes relieves escultóricos de sus portadas, pero a la
vez, protegía el templo de la intensa actividad económica que se vivía en sus calles.
El parvis es por tanto, uno de los espacios más ambiguos de la ciudad medieval, ya que
actúa como elemento disociador, pero a la vez como transición en el proceso de
acceso al templo. Juega un papel fundamental en la evolución ascendente hacia el
espacio sacro del templo, y es sin duda alguna el primer espacio de la catedral, aunque
sea externo a ella. En lo que respecta al presente estudio, es ésta la característica que
más interesa, ya que convierte un espacio exterior en interior, un ámbito público en
privado, un elemento de separación en nexo de unión.
En Italia, el estilo Gótico no fue plenamente aceptado y permaneció
mediatizado por la pervivencia de la tradición clásica. Su
arquitectura religiosa se limitó a integrar algunos aspectos técnicos
y ornamentales, muy lejanos al espíritu ascensional del gótico puro.
En cambio, la intensa actividad económica potenció el desarrollo de
una arquitectura civil caracterizada por la construcción de palacios
para las familias de grandes fortunas. Esta tradición de mecenazgo,
es el origen del Renacimiento, que adoptó la manifestación artística
como expresión de su poder social, potenciando la individualización
del artista.
CINQUECENTO ITALIANO: PALACIO FARNESIO DE ROMA.
En 1513 Alessandro Farnese, Cardenal de orígenes modestos y grandes ambiciones,
adquiere una mansión del siglo XIV para establecer la residencia familiar en la via
Giulia; una zona escogida por el papa Della Rovere para desarrollar su Renovatio urbis
romana. La necesidad de establecer una plaza de acceso adecuada al futuro palacio,
obliga a comprar además, algunas edificaciones anexas.
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Recibe el encargo el arquitecto más vitruviano del momento y por lo tanto, profundo
conocedor de los órdenes clásicos: Antonio da Sangallo que era además el primer
arquitecto formado exclusivamente en arquitectura, alejándose de la tradición
renacentista de llegar a esta disciplina desde otras artes plásticas. En varias ocasiones y
debido a sus conocimientos técnicos, se le había llamado para solucionar problemas
estructurales de las obras del “maestro ruinante” como se conocía a Donato d'Angelo
Bramante, que sin embargo seguía siendo considerado el mejor arquitecto de su
tiempo. Tras la muerte del gran maestro, Sangallo elabora un proyecto de palacio
relativamente modesto, aunque ciertamente majestuoso, que se ve obligado a revisar
cuando el cardenal Farnese accede al papado bajo el nombre de Pablo III, para
adaptarlo al nuevo estatus social de la familia. En ese momento, un proyecto como
este era más un instrumento de propaganda que un espacio diseñado para la
comodidad de sus habitantes.
Con setenta años, y tras la muerte de Sangallo, Miguel Ángel Buonarroti, gana el
concurso para la continuación de las obras. En particular, la cornisa es el elemento
inacabado que centra la mayor preocupación de la familia Farnese, y el artista lo
resuelve con su habitual destreza plástica. Son bastante conocidos sus cambios
temperamentales y sus desavenencias con Antonio Sangallo. Por lo tanto, no es de
extrañar, que cuando por fin accede a sustituirle, proponga un cambio en el diseño de
los elementos aún no ejecutados. Sin embargo, no se decide a modificar la fábrica de
ladrillo, que se encontraba en ese momento a la altura del segundo piso. Su gran
aportación al proyecto, será de un orden completamente distinto: La concepción
urbana que Miguel Ángel propone, y que no llegará a desarrollarse, pretendía conectar
de una forma definitiva el palacio con la ciudad.
Durante la dilatada fase de construcción del edificio, se produce una intervención
urbana enfocada a modificar el trazado viario de las calles que hasta allí llegan. La
familia Farnese, tras una política de intervención urbana, decide comprar algunos de
los edificios cercanos al palacio para construir un espacio previo a la escala del nuevo
edificio. Así, se crea la nueva piazza que da acceso al palacio.
La formación de Miguel Ángel como escultor, le hace tener consciencia de la
perspectiva del observador en cualquier proyecto que acomete. Se puede ver en el
grabado del año 1549 cómo la intención de prolongar en el pavimento de la plaza los
ejes principales de la composición de la fachada, aporta un dinamismo del que carecía
el proyecto de Sangallo. Por otro lado es clara, tal y como propuso el artista, la idea de
atraer al observador hacia el interior del palacio, cruzarlo, pasar por el patio, y después
alcanzar el Tíber para llegar, una vez atravesado el nuevo puente que haría falta
construir, a la villa Farnesina, y las posesiones que mantenía la familia cerca del
Trastevere. El terreno necesario, en inicio en manos privadas, pasa a otros propietarios
que finalmente se lo ceden a la ciudad en un acto de beneficio mutuo: la ciudad gana
una plaza, pero el edificio se asegura un desahogo frontal que le ofrece la grandeza
que necesita. El espacio resultante, visto desde esta perspectiva es difícil de
caracterizar: podría ser público y podría ser privado.
Con este procedimiento, la inserción del “dado Farnese” en la ciudad de Roma,
modifica su densidad, y transforma su entorno, protegiendo los ejes de circulación, y
potenciando nuevas perspectivas que la capital no tenía.
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A su vuelta a Roma, y tras la muerte de Antonio da Sangallo, Miguel
Ángel accede a los grandes proyectos de arquitectura. Al mismo
tiempo que recibía el encargo de continuar con las obras del palacio
Farnese, también comenzaba su labor para la Basílica de San Pedro,
y la urbanización de la plaza del Campidoglio. Entre la red de
ayudantes que se hizo necesaria para acometer todos sus
compromisos, destaca la figura de Juan Bautista de Toledo, que
poco tiempo después sería llamado por Felipe II para construir el
gran edificio del renacimiento español.
RENACIMIENTO ESPAÑOL: EL MONASTERIO DEL ESCORIAL.
A una jornada a caballo de distancia de Madrid, en la ladera meridional del monte
Abantos de la sierra de Guadarrama, se halla un lugar “con abundante caza y leña, aire
y aguas de buena calidad y canteras de granito y pizarra”. Ese fue el sitio elegido por la
comisión multidisciplinar formada por médicos, arquitectos, canteros, etc. que
constituyó Felipe II como repuesta a la voluntad de su padre. En el lecho de muerte, el
emperador Carlos V, solicitó que se creara un monasterio que asegurase el culto en
torno a un panteón familiar de nueva creación. La vinculación del monarca con el
proyecto fue tan grande, que el propio edificio atestigua la influencia de su educación
infantil: la planta rectangular con una torre en cada esquina, típica de los austeros
alcázares de castilla, la arquitectura clásica italiana en la basílica y las portadas, y los
típicos tejados de pizarra flamencos.
Con la voluntad de levantar una gran obra magna, envía a Gaspar de la Vega,
arquitecto de confianza, a recorrer toda Europa para conocer las grandes edificaciones
existentes. La educación internacional del monarca, le hace comprender la importancia
de conocer otras grandes obras, pero también le hará ser consciente de la necesidad
de dar a conocer el proyecto que él desarrollaba. A finales del siglo XVI, todo tipo de
imágenes de propaganda, difundían el esplendor regio de la monarquía española.
El edificio de El Escorial, cuyas trazas dibujó Juan Bautista de Toledo es una
combinación de palacio, basílica y monasterio. El palacio fue residencia de la Familia
Real Española, la basílica es lugar de sepultura de los reyes de España y el monasterio
llegó a albergar hasta cien monjes de la orden de los jerónimos. Para su conclusión, fue
necesario que se sucedieran hasta cuatro arquitectos durante los veintiún años de su
construcción, que sin embargo, mantuvieron una uniformidad formal ejemplar. Las
principales características del proyecto son el orden, la jerarquización y la perfecta
relación entre todas las partes, integrando monarquía, religión, ciencia y cultura en
torno al eje principal de la composición.
Uno de los sucesores en la dirección del proyecto, Juan de Herrera, fue responsable de
la variación más destacable de la solución original. Fijó una altura de cornisa constante
y redujo a cuatro el número de torres, lo que confirió al conjunto su identidad
definitiva. Pero fundamentalmente, su actuación transformó un punto sustancial del
recorrido de acceso al edificio: el Patio de los Reyes originalmente, quedaba abierto y
dejaba ver en el fondo la portada de la Basílica. Herrera decide cerrarlo, ubicando la
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Biblioteca Real que actúa como una doble fachada de la iglesia, de esta forma,
transforma la relación del edificio con su entorno.
Felipe II era muy consciente de que un edificio como éste, necesitaría de otras
edificaciones en su entorno próximo, para atender las necesidades de sus habitantes.
Por eso, comenzó a adquirir los terrenos colindantes al edificio, que formarían
posteriormente la ciudad de San Lorenzo del Escorial. La relación entre el monasterio y
las edificaciones que lo rodean es por tanto muy directa: primero se comenzó la
construcción del gran edificio, y dejando un gran espacio interpuesto, se urbanizaron
los terrenos aledaños. Como origen de ese nuevo crecimiento urbano, se delimita un
espacio de transición, una lonja de acceso al edificio, levantando las primeras
edificaciones, a modo de grandes muros de contención que permitieron, al contener el
terreno montañoso en el que se insertaban, la horizontalidad de la plataforma.
El decorado urbano que esta actuación produce no es accidental, ya que genera un
recorrido procesional desde que se percibe el edificio rodeado por las montañas, hasta
que se accede a él. El recorrido de llegada comienza cuando a lo lejos, se vislumbra la
cúpula como si fuera un accidente más del terreno pedregoso en que se inserta. Al
acercarse, la orientación del acceso obliga a recorrer la lonja lateral y posteriormente
la frontal para finalmente llegar hasta la portada de forma tangencial. Este
procedimiento asegura la magnificación de las dimensiones de la obra, y enfatiza la
sensación de grandilocuencia que el monarca buscaba. De nuevo, nos encontramos
con un espacio exterior con vocación de no serlo, que actúa como transición entre la
ciudad y el edificio. La indefinición del carácter público o privado de éste espacio, es
una característica determinante que ya hemos visto en los casos anteriores.
CONCLUSIÓN:
Los tres ejemplos estudiados parten de la premisa de que el terreno en origen estaba
en manos privadas, y mediante el proceso arquitectónico descrito, acaba
perteneciendo a la ciudad, y formando parte de ella. Los mecanismos utilizados en
estos desarrollos, son inserciones arquitectónicas dentro de la ciudad, que comparten
ciertas similitudes, aunque cada uno mantiene una característica muy diferenciada:
EL PARVIS: el crecimiento de un organismo dentro de la abigarrada estructura urbana
medieval, modifica gradualmente su entorno, transformándolo para hacerlo más
compatible. La existencia de un vacío previo a su acceso principal, delimitado por una
cerca, o unas rejas, filtra la actividad de las calles. En este caso, el establecimiento de
un límite claro entre ambos sistemas, y su posterior modificación en función de los
nuevos condicionantes es la base del funcionamiento urbano del parvis.
LA PIAZZA: la reestructuración de la ciudad, y su trazado para albergar un nuevo
cuerpo edificado, implica la existencia de un espacio interpuesto, un margen que quizá
no pertenece a ninguno de los dos sistemas, y a los dos a la vez. El diálogo que se
produce entre la pieza arquitectónica y la ciudad que la alberga es posible porque el
peso específico de cada uno es similar, ninguno de ellos está subordinado al otro y
necesitan por lo tanto un espacio común de transición entre ambos: La piazza.
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LA LONJA: El crecimiento simbiótico alrededor de un nuevo centro medular, produce
una subordinación determinante de la ciudad al servicio del edificio. En su
establecimiento, la ciudad mantiene un espacio de respeto, un recinto que no resulta
ocupado, como consideración al edificio del monasterio: la lonja.
Desde su nacimiento, el análisis urbano se ha planteado partiendo de una óptica
expandida que, como explica Leonardo Benévolo, es independiente de la escala del
habitante. Las grandes actuaciones urbanas consideran calles, avenidas, plazas como
los elementos estructurantes. Hacen especial hincapié en el reparto uniforme de las
dotaciones y los espacios verdes, mantienen una imagen homogénea de su
arquitectura definiendo parámetros urbanísticos… En definitiva, trabajan con estos
conceptos globalizantes entendiendo la ciudad como un conjunto compacto y
homogéneo.
El acercamiento a esta cuestión desde un ámbito más cercano, sensibiliza mejor con
una concepción del espacio urbano como entorno habitado y dotado de carácter en sí
mismo. Los criterios de escala, de adaptación, de transformación, se manejan con más
soltura desde la perspectiva del peatón. En este sentido el edificio, en su encuentro
con el entorno próximo, adquiere la capacidad de transformarlo, de definir ciudad, y
de esta relación surge el verdadero espacio urbano. La calle lo es más por ser suma de
pequeños espacios concretos, que por ser la vía que une dos puntos de la urbe. Por lo
tanto, la arquitectura no se inserta en un plano urbano, sino que el edificio construye
ciudad.
El recorrido que se plantea por las transiciones entre las diferentes escalas
arquitectónicas (el edificio y la urbe) revela la importancia que para la ciudad tienen
espacios como los aquí analizados. Son lugares de transferencia, en los que confluyen
los intereses de ambos medios, y por lo tanto, su comprensión resulta clave para el
proceso proyectual. La integración del edificio en su entorno se realiza no solo desde la
concepción del proyecto arquitectónico sino además, del estudio detallado de la
realidad que lo rodea, y de los parámetros que el contexto aporta al diseño. El
presente trabajo ha examinado tres ejemplos de UMBRALES URBANOS que el edificio
utiliza para modificar la densidad de la ciudad y crear un límite distinto al construido. El
ingreso al edificio no lo compone exclusivamente su puerta de acceso y la calle no
comienza únicamente donde el edificio acaba, tal y como Giambattista Nolli demostró
en su magnífico proyecto sobre su Roma Soñada en 1748.
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