Volvamos entonces a El Anillo…, el poema mitológico de Wagner

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Llegamos a un momento fundamental de la comprensión del drama musical y no
solo del drama. Estamos hablando de Federico Nietzsche. Nietzsche nació en 1844 y murió
en agosto del 1900. Los últimos diez años estuvo loco. Pocos filósofos como él tuvieron
tanta influencia, extraordinaria y atroz, en el siglo XX, y tal vez ninguno, con excepción de
Adorno, estuvieron tan asociados a la música como Nietzsche.
Empecemos con el viaje-Nietzsche.
Para él la música es lo monstruoso. Y es lo monstruoso porque otorga, según sus
propias palabras, “instantes de sensación verdadera”. La música es el parámetro para medir
la plenitud de la dicha.
La música es algo tan poderoso que es necesario que se interponga entre el oyente
“dionisíaco” un medio “distanciador” (MITO, PALABRA, ACCION ESCENICA). El míto
“nos protege”, dice, coloca a la música en un segundo plano, pero desde allí, en rigor, le
confiere tal intensidad a las acciones, las palabras, las imágenes, que el espectador oye
“como si el abismo más íntimo de las cosas le hablara en forma perceptible”.
¿Qué es lo que lo lleva a la música?
El aburrimiento. Para N el aburrimiento es una experiencia de la nada. N. dice que
el hombre traspasó las “barreras animales de la época en celo” y por eso busca placer todo
el tiempo. Para huir del aburrimiento, busca un estímulo. Juega. El juego es el arte de la
propia estimulación de los afectos.
¿Qué es el aburrimiento?
Es la forma en que experimentamos como un vacío el paso del tiempo.
Lo que sucede externamente a nosotros carece de importancia: las rutinas, los
rituales, las costumbres se muestran como construcciones auxiliares.
Es entonces que el aburrimiento, según N., lo vamos a llamar así, puede revelarnos
un instante de percepción verdadera. No sabemos hacer nada con nosotros, y desde esa
nada es que el arte realiza la acción por la que el hombre se estimula a si mismo. El arte
ayuda a vivir, nos saca de esta experiencia de la nada.
N es un esudiante de filología brillante a quien la lectura del filósofo alemán Arthur
Schopenauer le vuela la cabeza. Literalmente. N lee “El mundo como voluntad y
representación”. Schpenahuer –sintetizando- dice que el mundo construído por LA
RAZON, el sentido histórico y la moral, no es genuino. Debajo de todo esto es que palpita
la vida real: la voluntad, el impulso oscuro, lo irracional, la realidad carente de sentido. Y el
hombre se libera del poder de la voluntad a través del arte. Así se redime.
Así es como N llega a poner el ojo en la naturaleza dionisíaca. Sospecha que en ese
abismo hay misterios seductores. N quiere acercarse a ese abismo sin caer. El intento de
encontrar una red, un paracaida, es “El origen de la tragedia”, un libro que escribe no solo
al influjo de su lectura de Schopenhauer sino de su fascinación con la música de Richard
Wagner.
N dice que la tragedia es en si misma el coro griego, la celebración ritual de un
grupo en el cual bailarines y cantantes forman a la vez el público y la ceremonia. A partir
del momento en el que las respuestas al coro son dadas por un protagonistas y luego por
varios la forma dramática entra en decadencia. El coro es ya apenas un comentador. La
tragedia, según N, termina cuando el lenguaje se emancipa. En el escenario ya no se canta:
se discute. Comienza el racionalismo y la ilusión de que el conocimiento, la razón, puede
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curar la atroz herida de la existencia. Fue la muerte del drama, basado en el delirio, la
voluntad, el dolor. Solo Wagner puede resucitarlo.
Pero no nos adelantemos.
Lo que N desarrolla en este libro es la configuración de poderes polares que él
bautiza con el nombre de dos dioses. Apolo y Dionisio.
Apolo y Dionisioso son polos opuestos pero complementarios Apolo es la realidad
acuñada a través de las formas precisas. Es la arquitectura. Las formas puras. La apariencia.
Dionisios, el desborde, el exceso sexual, la fiesta orgiástica, la embriaguez, el antagonismo
dolor-placer, el núcleo más íntimo de las cosas, lo instintivo, lo primario. Arte, religión y
saber. En estos ámbitos la realidad dionisíaca es rechazada y canalizadad,
Bajo el signo de esta polaridad interpreta a la tragedia griega, a la que ve
como el compromiso entre estos dos impulsos fundamentales.
Hasta acá todo más o menos claro. Ojalá hubiera terminado allí. Pero el tipo se
enredó y sacó consecuencias que todavía nos hacen temblar.
N ve a la guerra como la irrupación de lo dionisíaco. La guerra es el poder mismo
de la vida. A tal punto que se alista en la guerra franco-prusiana.
¿Y qué puede ser un sustituto de la guerra?
La competencia, la transformación en certamen de las energías dionisíacas. Se
transforman en energías apolineas para poder vivir. El impulso bélico se transforma en
certamen creador de cultura.
El Estado surge para extirpar la guerra al interior de una comunidad. Esa energía se
concentra en la frontera externa, donde volverá a estallar la guerra periódicamente.
En las pausas intermedias, la sociedad produce lo que lama “la floración luminosa
del genio” de la cultura, un sumergimiento en lo dionisíaco indispensable para el
surgimiento cultural. Este es el sustrato cruel que conecta al campo de batalla con la obra
de arte.
Para N la cultura no solo necesita de la crueldad y la guerra. Hay una segunda
crueldad y la Grecia antigua le resulta un modelo de su funcionamiento. Esa crueldad es la
esclavitud.
N es brutal: insta a decidirse ante el dilema si el sentido del mundo cultural es el
bienestar del mayor número posible de beneficiarios o el logro de la vida en casos
puntutales. Hay que pensar moralmente o esteticamente.
N elige lo segundo.
Y por eso asegura que los individuos deben subordinarse al “bien de los individuos
supremos” porque ellos son “los hombres creadores”. Ellos son los que sobre la base del
trabajo explotado producen las grandes obras. Si nos decidimos por la utilidad social, por la
mayoría, triunfará el gusto de las masas. La justicia distributiva impide el desarrollo de
grandes personalidades. Por eso la antigua sociedad griega es ejemplar: no permitió
concesiones ni encubrió el fondo terrible del cual proviene su florecimiento. La esclavitud.
El arte crece en el fondo oscuro de esa injusticia.
En “El Estado griego” escrito al mismo tiempo que “El origen…”, N dice esto:
“A fin de que haya un amplio, profundo y fructífero suele torrestre para un
desarrollo del arte, la inmensa mayoría tiene que estar sometidad como esclava al servicio
de una minoría, ha de estar sometida a la necesidad de la vida, más allá de las necesidades
individuales”.
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El orden de la antigua y la nueva sociedad de esclavos solo puede mantenerse si
todos asumen la trágica constitución fundamental de la vida como una consecuencia “de la
crueldad de las cosas”.
La sabiduría dionisíaca radica en que LA ELITE SABE de esta crueldad.
La sabiduría dionisíaca es el conocimiento de ese sustrato atroz y la misma fuerza
para soportar esa realidad. Se busca protección detrás de la pantalla del arte.
Eso es la tragedia: la “sincera y aspera inclinación de los primeros helenos hacia el
pesimismo, el mito trágico, la representación de cuanto hay de terror, de crueldad, de
misterio, de vacío, de fatalidad en el fondo de las cosas de la vida.
N evoca en ese sentido la figura de Ulises. Ulises oye lo horroroso, el canto de las
sirenas, pero para conservarse se ata a las cadenas de la cultura. Oye encadenado. Se
convierte en el primer espectador consciente de lo que está en juego.
En “Genealogía de la moral”, años más tarde, N avanza en la misma dirección. Dice
que detrás de la distinción entre bueno y malo, se esconde la dicotomía noble-plebeyo. El
noble es el fuerte, el decidido, sabe protegerse y vengarse. El malo es bajo, no tiene
autestima. Es un hombre nulo pero puede ser peligroso cuando compensa su debilidad
juntandose o pasando al ataque.
Pero los esclavos no pueden revelarse. Eso sería destructor. Por eso en su propio
presente N rechaza a la Comuna parisina, las luchas obreras, los sindicatos, la promesa de
felicidad del comunismo anunciada por esos años en el Manifiesto que escriben Marx y
Engels, la reducción de la jornada laboral. Llega a defender el trabajo infantil.
Por eso el cristianismo es la mas extravagante variación sobre el tema moral al
poner en el centro el tema de la compasión por el debil. El tema del cristianismo será uno
de los disparadores de la ruptura de N con Wagner. Pero al momento de escribir “El origen
de la tragedia” estamos en pleno idilio.
Ser fuertes, entonces, son aquellos que tienen la capacidad de asumir una gran dosis
de “poder dionisíaco” sin romperse, sin irse al carajo en su disposición de arrancar la
belleza a lo horroroso.
La tragedia no es para cualquiera: quien la experimenta se abre a la consternación y
el horror para luego olvidar esta angustia terrible.
N tiene una imagen de ese supremo instante de peligro: alguien se ahoga y en un
breve segundo se comprime un tiempo infinito en el que coexiste el máximo
embelezamiento y el supremo dolor antes de que la vida sucumba.
Wagner, a quien desde ahora vamos a llamar el señor W, se reconoce en el retrato
de Dionisio cuando piensa que la vida necesita de una atmósfera protectora de “no saber”,
de ilusión, de sueños, de la música.
Y N piensa que W es el hombre que puede lograr la restauración espiritual de
Alemania.
W es el camino para revivir el mito, entendido este como una imagen comprimida
del mundo con la cual la vida alcanza una significación superior. El hombre moderno no
tiene mitos: cree en la ciencia y la técnica.
El mito, en cambio, cohesiona a la sociedad, le devuelve el valor de lo festivo.
Para N el drama wagneriano es el retorno a lo dionisíaco.
W puede llevar el arte a la cúspide de todos los fines mundanos: sustituir a la misma
religión.
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Pero a su modo, W también pone su mirada en Grecia. Lo que le interesa es la
reconciliación del interés público y privado, el arte puesto al servicio de la POLIS (ni se
preocupa de la esclavitud). Pondera el carácter “público” de la tragedia, valoriza su espacio,
el anfiteatro, además porque no está mediatizado por el mundo del dinero, proyecta, fuera
del intercambio, la necesidad de una verdad superior.El enemigo de W es Brahms y el de W
es Eduard Hanslick, el teórico de la música autónoma.
Un poco de historia.
En la revolución burguesa en Alemania, en 1848, W está del otro lado de las
barricadas. Está en Dresde y es un conspirador. Está nada menos que junto con Bakunin, el
padre del anarquismo. Los dos juntos pelean en las calles. “En Bakunin era todo colosal”,
decía. Compartieron el deseo de destrucción del Estado. Convertirlo en un “deseo creador”.
No hubo revolución sino guerra. Una guerra terrible y absurda con Francia, que en
esos momentos estaba sumergida en la rebelión de la Comuna. Y la guerra, que había sido
exaltada por Nietzsche, ya vimos que lugar le asignaba Nietzsche a la guerra, la ganó
Alemania.
Nietzsche se desengaña de las consecuencias de la guerra (solo sirvió al capital,
advierte). Y Wagner también se siente en un sentido desengañado. Y encuentra su
compensación en la idea de un “arte total”, capaz de compensar, con su poder, el fracaso de
la revolución que no ha sido. Porque la vivencia de este arte, imagina, tendrá el gran efecto
redentor, será portavoz de una nueva promesa.
Así escribre ““El arte y la revolución” y dice, como subido a una tribuna: “abajo el
arte que no revoluciona a la sociedad, que no renueva y une al pueblo”. El arte debe
ponerse al servicio de la revolución.
En una realidad llena de sufrimiento, el poder del arte pone “el delirio consciente en
lugar de la realidad”. Quien se rinde a sus efectos se zambulle de tal manera en el fuego del
arte que lo que termina sintiendo como un juego es la realidad mismo.
Ese escrito es el núcleo de su proyecto de los nibelungos.
Ustedes se preguntarán que tiene que ver W con N. Bueno, la respuesta es sencilla
en un aspecto. Cuando se conocieron W ya no creía en parte de lo que había escrito: ya no
era un revolucionario sino un antisemita, y le quedaría un eco deformado.
La Tetralogía son casi diez horas de drama musical. Es tan poderosa la sensación
que tiene de que ha cumplido su misión que en la última página de la tetralogia deja inscrito
su llamado al silencio. “No digo nada más”, escribe. Esa frase me parece muy poderosa.
Wagner quiería conseguir el efecto sacral, redentor, a través de la obra de arte total.
Participará la música, el lenguaje de lo “inefable”, pero también la danza, la mímica, la
escenografía, el movimiento, el trabajo espacial. Todos puestos en juego para servir al
drama.
Para poner en escena su tetralogia (El oro del rin, Las Walkirias, Sigfrido y El
Ocaso de los Dioses), el señor W dice que necesita un espacio propio, diferente, un espacio
que haga un quiebre con el espacio cotidiano de la representación. Allí habrá que organizar
el tiempo de una manera diferente.
W piensa en un teatro con entrada libre. El tema del costo se resolverá a través del
mecenazgo. Ese espacio es Bayruth.
En Bayruth es donde N aspira a que W le devuelva al arte las características de la
antigüedad griega. Bayruth como el espacio de la celebración mítica de la vida.
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Digamos que N pasa por alto el delirio argumental de W y sus pretensiones
escenicas como usar animales vivos en el escenario (ovejas, cuervos, osos).
Lo que le importaba a N era el poder dionisíaco de su música.
La acción en el escenario del drama musical y los mitos escenificados son, para N,
una fotografia, es decir, una imagen, una suerte de “pantalla protectora” (fijense que
alucinante las palabras que usa, imagen, pantalla, cómo no iba a desembocar en el
cine)…Bueno, esa pantalla protector es vital frente al poder absorvente de la música.
Un atenuador que regula esencialmente su peligrosidad. Evita que enloquezcamos.
Controla los excesos que de ella pudieran derivar. En este contexto si es posible escuchar el
canto de las sirenas sin que desvanezcan los sentidos.
El drama wagneriano es para N esa “cumbre de arrobamiento”, la antítesis del arte
burgues que N entendía de una manera muy negativa.
Para N el arte burgués se defenía por estas características:
*Sorprendente turbación del juicio
*Un indisimulado afán de recreación
*Entretenimiento a cualquier precio
*Lisonjeo erudito
*Aires de importancia
*Avidez de ganar dinero en los empresarios
Pero N va a Bayruth y se decepciona profundamente.
No hay renacimiento dionisíaco sino “distracción a cualquier precio”.
Como si se cayera un tinglado delante de sus ojos ve lo que antes le era velado. Ve
los rasgos efectistas de W, su obsesión por el éxito. Ve el mundo que rodea a la ópera, la
buena vida social, la gran puesta fuera de la puesta (los restorantes, los paseos por la colina
en coches como si fueran un parque temático). Los precios altísimos de los palcos. No hay
un acto único y redentor. Abrió los ojos y descubrió las reglas de la sociedad del
espectáculo como si estuvieran escritas en un decálogo.Y lo peor: el jet-set, personas que
entienden que tienen que ir a pesar de que saben que se van a aburrir soberanamente. Toda
la excitación la tienen puesta en su propia representación de oyentes atentntos
N huye del espíritu del “como si”. La simulación lo enferma, literalmente. Es el
momento de romper con W.
El Anillo…, sigue su propio viaje. Veamos y escuchemos unos fragmentos de El
oro del Rin.
Más allá de la anécdota que Tolkien a su manera retoma, y Hollywood después
mundializa, narra en cuatro partes el Ocaso de los Dioses. Ellos perecen por su propia
voluntad de poder después de haber corrompido al mundo. El Walhalla, la sede de los
dioses, sucumbe cuando Brunilda devuelve el anillo, el símbolo del poder, al agua y con
ello se restablece un orden justo y originario (Este argumento le dio pie a la compañía
teatral la Fura dels Baus para hacer una puesta “ecologista”). El Walhalla sucumbre de la
misma manera que había imaginado Bakunin cuando pensaba en París: a través de un fuego
purificador. Y de las cenizas, el hombre al poder. Conservar el nuevo orden es una tarea
que le toca a los hombres. Ellos tomaran el destino en sus manos y el de los mismos dios.
Vamos a ver el comienzo. Las hijas del Rin protejen el tesoro. Entra Alberico, el
enano negro que, como verán, no es negro ni enano aunque nosotros, los espectadores,
tengamos que creerlo. Alberico no es amado y roba el tesoro para aumentar su poder. Para
lograrlo debe resignar su capacidad de amar. Forja luego su anillo que le da un poder
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ilimitado. El reino de los nibelungos es para Wagner una metáfora del capitalismo
industrial.
El universo mítico wagneriano se divide en tres niveles. 1) Abajo, el ser originario,
portador de belleza y amor, encarnado por Erda, la madre tierra, y las hijas del Rin. 2) el
reino de los nibelungos y arriba, el Tercer Mundo, que acá es el lugar de privilegio, de los
Dioses, no como nosotros. El Walhalla sin embargo participa de la corrupción del mundo
como tal. La salvación, por lo tanto, no puede venir de ellos. El Anillo es una historia de
sagas y no vamos a contarla toda porque es larga y, a mi entender, tediosa.
Acá viene uno de los grandes malentendidos wagnerianos. Todo el aparato de esta
mitología lejos de estimular la imaginación “revolucionaria” de los alemanes sería
entendido como una gran ficción.
La voluntad del arte como religión choca con los límites del “acontecimiento”
meramente estético. Y ese acontecimiento está definido por el mercado. W identifica a los
judios como la personificación económica por excelencia. Esa es una de las fuentes de su
antisemitismo, aunque no la única. Y esa es, en el fondo, la matriz anticapitalista de
Wagner. ¿A quien se parece?
Al nazismo.
Leamos un fragmento de “De lo judío en la música”, del señor W.
W detecta un modo diferente de hablar de los judios alemanes. Ellos, dice,
adoptaron el alemán “con vistas a situarse en una posición ventajosa” y así se “apropiaron”
de “nuestra antigua herencia”. Para cumplir con ello se dedicaron, primero de todo, a
hacerse con la lengua. En ninguna ocasión he podido tener la experiencia de escuchar a
judíos empleando entre ellos su lengua originaria; al contrario, ha constituido una perpetua
sorpresa para mí encontrar que en cualquier lugar de Europa los judíos entendían alemán,
aunque ¡ay!, a la hora de hablarlo, lo hacían en una jerga fabricada por ellos mismos.
Imagino que ha sido esta espuria relación con la lengua alemana, en que se echa a faltar
cualquier grado de refinamiento, lo que les ha venido a obstaculizar el logro de un
entendimiento adecuado del mundo alemán”..
“Pertenece ya a otra investigación aclarar si a las características de esa falsificación
del habla alemana le debemos el advenimiento de lo moderno en nuestra evolución cultural,
particularmente bajo la forma del periodismo judío”.
“Francamente, sería difícil esperar gran cosa en cuanto a ayuda para nosotros
mismos de la victoria del mundo moderno de los judíos”
Ahora vamos a deslizarnos en otro terreno resbaladizo. N y W han alimentado el
imaginario nazi de tal manera que su es dificil leernos prescindiendo de este filtro. Hay que
hacer el intento, ver las conexiones, detectar los malosentendidos. No se puede ser
inocente. Porque N, el pensador del desencanto moderno, el que cruza lo bello, lo horrible,
la cultura y su complemento, la barbarie, la razón y la locura, el hombre que anuncia el
quiebre de Occidente, que repudia el Estado y reivindica la libertad y rechaza las verdades
absolutas, ese mismo hombre es el que le da libreto al nazismo. Y en Ecce Hommo asegura
que el exceso de plenitud solo se logrará si a los “demasiados” se les impide la procreación
o incluso se los elimina. El placer dionisíaco es también “la complacencia en la
aniquilación”. De aquí a la “solución final” había un solo paso, y Hitler, el wagneriano, lo
dio.
Es Hitler el que en 1933 visita a Elizabeth, la hermana y albacea de N, la
falsificadora de parte de su obra. Y ella es la que le da a Hitler su bastón.
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Y es Hitler el que se asocia tempranamente con los herederos de Wagner (Winifred,
la mujer nuera de W), que hace de Bayruth su santuario y que, como wagneriano devoto,
encontrará fundamentos de su propia doctrina.
Hitler llega al poder en 1933 apenas dos semanas antes de los fastos por los 50 años
de la muerte de W. Para muchos es difícil separar un evento del otro.
Hitler se ganó a Winifred Wagner ya en 1923 hablándoles de la fatídica influencia
de los judíos. Creía que la espada espiritual que Hitler ejercica había sido forjada en
Bayruth.
Una vez que los nazis tomaron el gobierno no se cansaron en asegurar que eram los
legítimos herederos de W. No casualmente la gran mayoría de los wagnerianos saludaron la
llegada de los nazis al poder. Goebels hizo de Bayruth su tribuna.
Después de la guerra, todos se trataron de rajar las vestiduras. Bayruth trató de
renovarse. Wieland Wagner impuso una importante renovación estetica. Escondía que
había sido el director de un pequeño campo de concentración en Bayreuth.
Un musicólogo alemán, Joachim Koller, escribió dos libros muy estimulantes.
“Nietzsche y Wagner, una lección de sojuzgamiento” y, en el 2000, “El Wagner de Hitler,
el profeta y su discípulo”. El argumento de este segundo y polémico libro es que el
programa de Hitler fue un intento de convertir el codificado mundo mitológico de la ópera
wagneriana en una realidad política. Hitler actuó como agente del círculo de Bayrut,
logrando la tarea original del gran profeta, el señor W. O sea: Hitler cumplió los deseos
confesables de Wagner. Wagner es, para Koller, el verdadero responsable del Holocausto.
La fascinación de Hitler con W siempre fue indisimulable. Hasta se convirtió en
vegetariano por él. Y amó a los perros como W. No hay duda que el antisemitismo fue un
factor crucial en el culto a W de Hitler. Pero tal vez Koeller fue demasiado lejos. Otros
piensan que Hitler es apenas un episodio nefasto en la historia de la recepción de Wagner.
¿Es apenas eso?
Mi opinion: W no podía saber que H sería wagneriano y el responsable de millones
de muertes. Pero como artista no lo libera de responsabilidades.
El cruce de política y arte wagneriano, de puesta al servicio del discurso estatal lo
vemos claramente en las películas de Leni Riefenstalh (1902-2003). Vamos a ver “El
triunfo de la voluntad”, su primera película al servicio del régimen, a ver si encontramos
algunas claves de lo que Benjamin llamó claramente la estetización de la política y lo
observó como uno de los signos más claros del totalitarismo. Esa estetización fue en buena
parte operística. El costado estetizante del mal.
A MODO DE FINAL: Tres miradas sobre Wagner (o cuarto)
Debussy ofrece un emblemático punto de inflexión: Wagner deviene sintoma de la
modernidad bajo el signo de la negación. Allí donde el wagnerianismo, en su tiempo de
apogeo, era opera, música, filosofía, el implacable curso de la modernización produce un
efecto diferente. Wagner deviene el lugar del moderno fracaso de la investidura.
“Golliwoog´s Cake Walk, la última pieza de la serie “Children´s corner” (1908), hace una
cita irreverente del preludio de Tristan. El fermento erótico de ese preludio, naturalmente,
no tiene nada que ver con el espíritu bufón de la pieza de Debussy, una danza que remite a
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los esclavos africanos, que les permitía burlarse de sus dueños. Una danza que, a fin del
siglo XIX llega a París en clave de diversión. La parodia debussyana corroe el estatuto
jerarquico que se construye alrededor del Tristan y el “acorde Tristan”. La modernidad
encarnada por ese acorde se fragmente. Curioso: Debussy también perseguía la pureza de
la sangre, la francesa en este caso. Pero la resultante de su pieza es abiertamente
cosmopolita, aunque el mismo Debussy pudiera odiar el término. El acto de irreverencia de
Debussy es, también, un sentido homenaje que se completa cuando escribe su opera Pelleas
y Mellisande. Irreverencia que, también, con otro ojo y otra oreja, tiene Chaplin en su
utilización y resignificación de Parsifal, la ópera de Wagner que viene acompañada de su
primeradeclaración antisemita, en su películaEl gran dictador.
En 1973, Hans Werner henze realiza su propia versión de Tristan para piano, cinta y
orquesta. Hay, naturalmente, cita, deconstrución, resimbolización, en clave al desastre que
ha dejado el nazismo como herencia.
Entre sus particularidades extraordinarias para la época, el teatro de Bayreuth no
dejaba ver el foso de la orquesta que, por otroa parte, era ubicada de una manera muy
particular, como si funcionara en un pre stereo. La cobertura del foso convertía al escenario
en una suerte de quasi inmaterial pantall ade fantasía, pantalla que busco institucionalizar el
efecto de desmaterialización y convertirlo en un valor cultural en sí. La música probó en
poco tiempo que podía producir ese mismo efecto en cualquier lugar. En medio del
encandilamiento que produce Wagner, a fin del siglo XIX, ocurren dos acontecimientos
técnologicos extraordinarios. La luz eléctrica y el fonógrafo. El fonógrafo, inicialmente,
soilo buscaba registrar voces. La maquina se convirtió en el capullo para el fantasma. Entre
las primeras grabaciones, naturalmente, estaban la de los cantantes, y de los cantantes
wagnerianos.
Mientras tanto, el nuevo prodigio se expandía como espectáculo: la iluminación de
la ciudad. Las exposiciones mundiales de París y Chicago, en la primera feria del
automóvil, mostraron ese espectáculo como un “cuento de hadas”, con todo el poder del
artificio exhibido en los recientes juegos olímpicos con los fuegos artificiales.
El anormal deseo del Tristan de borrar la noche se traslada a la vida cotidiana y a las
técnicas de la guerra. Marca el límite del efecto wagneriano y su modernidad.
En el último volumen de En busca del tiempo perdido, la monumental novela de
Marcel Proust, el narrador habla con un amigo sobre la estética del combate aéreo sobre
París, durante la Primera Guerra Mundial. “Le hablaba de la belleza de los aeroplanos
trepando en la noche”, dice, comparando los escuadrones con las constelaciones. Y,
entonces, le dice. “¿No prefieres el momento de apocalipsis, cuando incluso las estrellas
son arrojadas de sus cursos? Entonces, las sirenas, no podrian haber sido más wagnerianas.
Uno podríaefectivamente preguntarse si fueron pilotos o walkirias”, completa el narrador.
Y su amigo, le contesta: “Sí, la música de las sirenas, como la cabalgata de las Walkirias”.
A lo que el narrador sigue: “En cierta manera, esto no es erróneo. El pueblo quedó en la
oscurridad, como arrojado al absimo de la noche, cuando desde la nada los pilotos vuelan,
las sirenas comienzan a sonar…Cada piloto se parece efectivamente una Walkiria”. El
comentario es anticipatorio de otra famosa escena. La de Apocalipsis now, de Francis Ford
Coppola, cuando los helicópteros norteamericanos atacan un pueblito vietnamita mientras
resuena la “cabalgata” de las Walkirias desde los altoparlantes.
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