Principios básicos de Arquitectura

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INTRODUCCION
La arquitectura se define comúnmente como el arte de proyectar y construir edificios o
espacios para el uso del hombre, siendo considerada «arte» desde el momento en que
conlleva una búsqueda estética. No obstante, las definiciones de arquitectura son tantas como
teóricos
y
arquitectos
las
han
intentado.
Ya Vitruvio, en De Architectura (siglo I a.C.), señalaba como características de la arquitectura la
firmitas, o seguridad a nivel técnico y constructivo, la utilitas, o función a que se destina, y la
venustas o belleza que posee. Por su parte, Leon Battista Alberti, en De re aedificatoria (14501485), afirmaba que la arquitectura consistía en la realización de una obra de manera que el
movimiento de los pesos o cargas y el conjunto de materiales elegidos, fuese útil al servicio del
hombre. En el siglo XIX, Eugène Viollet-le-Duc consideraba que la arquitectura o arte de
edificar constaba de dos partes igualmente importantes: la teoría y la práctica. Mientras la teoría
abarcaba el arte, las reglas heredadas de la tradición y la ciencia que podía ser demostrada por
fórmulas invariables, la práctica era la perfecta adecuación de la teoría a los materiales, al clima,
a las necesidades que se pretendía cubrir en cada caso. John Ruskin, el autor de Las siete
lámparas de la arquitectura (1849), especialmente preocupado por cuestiones socioculturales y
económicas, definía la arquitectura como el arte de decorar y componer edificios cuya
contemplación debía contribuir a la salud, a la fuerza y al placer del espíritu humano. De una
manera más práctica y moderna, Sigfried Giedion definió la creación arquitectónica como la
correcta aplicación de los materiales y de los principios económicos a la creación de espacios
para el hombre. Dentro de esta variedad de definiciones del hecho arquitectónico, sobre cuyas
interpretaciones más adelante nos extenderemos, no podemos dejar de mencionar la existencia de
otras basadas en el aspecto semántico de la arquitectura.
Se deriva de estas definiciones que la arquitectura presenta ciertas peculiaridades que
la diferencian de las demás artes. Un de ellas es la preponderancia de los aspectos
materiales y técnicos. La técnica constructiva es aquella parte de la arquitectura que se ocupa de
la correcta utilización de los materiales en función de sus cualidades y de su naturaleza, de modo
que cumplan satisfactoriamente las condiciones de solidez, aptitud y belleza. Las tecnologías con
que cuenta la arquitectura son diversas y pueden darse solas o combinadas. Siguiendo a
Alexandre Cirici, diremos que existe la arquitectura de madera, así como la textil, la de tierra
cocida, la de piedra, la de ladrillo, la metálica, la del hormigón armado y, finalmente, la que
utiliza el plástico y la fibra de vidrio, con las técnicas inherentes a cada una de ellas. La técnica
constructiva de una sociedad depende, entre otras cosas, del nivel tecnológico que esa sociedad
posea y de las necesidades que se pretendan cubrir en cada caso y que son, obviamente, variables
según las épocas y las culturas.
El aspecto funcional es otra de las características diferenciadoras de la arquitectura. Que una
arquitectura debe servir para aquello para lo que ha sido creada es evidente y será precisamente
este aspecto funcional el que originará las múltiples tipologías de edificios según su finalidad.
Sin embargo, la paradoja surge al comprobar que, a pesar de su funcionalidad, que nos lleva a
vivir en permanente contacto con ella, el lenguaje de la arquitectura parece ser el más
desconocido, el más lejano para la mayoría de nosotros. La mayor dificultad radica en sus formas
no figurativas, en su abstracción. En este aspecto, el aprendizaje al que nos ha sometido la
pintura abstracta contemporánea resulta especialmente importante, por cuanto nos ha hecho
comprender el valor intrínseco de las formas desnudas de significaciones figurativas. La
arquitectura posee pues un sentido comunicativo, en el que se mezclan factores referenciales de
todo
tipo:
religiosos,
políticos,
populares,
históricos,
etc.
Pero aun conviniendo en que la arquitectura sea el arte de diseñar y construir edificios, en que la
preeminencia de los elementos materiales y técnicos y los valores funcionales sean
características diferenciadoras, y en que posea un lenguaje formal abstracto susceptible de ser
interpretado, no es en estos rasgos donde se halla su esencia. El elemento que verdaderamente
caracteriza el fenómeno arquitectónico, diferenciándolo de las demás artes, es el espacio.
Espacio interior que, definido por unos límites físicos -muros-, determina un volumen, al tiempo
que posibilita la función arquitectónica y el recorrido interior del edificio. De es a posibilidad de
un recorrido interior se desprende un nuevo factor: el temporal, el del tiempo invertido en la
realización del mismo.
Estas características de la arquitectura conllevan graves problemas de representación y esto
repercute, lógicamente, en el desconocimiento generalizado que se tiene de ella. Si no puede
decirse que se conoce un edificio hasta que se ha experimentado su interior y analizado las
relaciones de éste con el exterior, es evidente que nuestra experiencia arquitectónica es reducida.
Las publicaciones sobre arquitectura utilizan planos de plantas, cortes transversales y
longitudinales, dibujos de fachadas, perspectivas axonométricas, fotografías, etc., que, si bien
constituyen poderosos auxiliares y cada uno de ellos posee reconocidos valores, resulta
insuficientes para representar de manera satisfactoria el espacio e intentar sustituir la múltiple
experiencia personal del edificio. Así, la planta de un edificio es una de las informaciones más
valiosas que podemos poseer para juzgarlo puesto que además de permitirnos conocer su forma,
nos comunica datos sobre el sistema de cubrición utilizado, pero quedan muchas incógnitas. Los
cortes transversales y longitudinales nos proporcionan informaciones parciales acerca de la
distribución interior del edificio, pero siempre de una manera fragmentaria, tal como ocurre con
los dibujos de las fachadas. Estas representaciones frontales únicamente pueden reproducir dos
magnitudes y no tienen posibilidad de representar de forma adecuada las diferentes cualidades de
los materiales, ni la diversa incidencia de la luz sobre ellos, cualidades que fueron importantes
para los arquitectos que las construyeron y que la fotografía sí tiene la potencionalidad de
recoger.
Las perspectivas axonométricas, por su parte, enriquecen nuestro conocimiento de la
arquitectura sujeto de estudio al darnos una visión volumétrica de la misma. Otros medios de
representación arquitectónica son las maquetas tridimensionales y el cine. Las maquetas son
útiles en cuanto que reflejan las relaciones volumétricas existentes en el edificio, tanto en su
interior como, en ocasiones, con el exterior, pero engañosas respecto a la escala humana. El cine,
por su parte, puede suplir al ojo humano y sus recorridos, con múltiples puntos de vista, en el
interior del edificio.
TIPOS DE ARQUITECTURA
Evidentemente, no todas las arquitecturas son iguales, básicamente porque no todas pretenden
responder a unos mismos objetivos. A menudo se distingue entre arquitectura histórica o
estilística, arquitectura popular o tradicional y arquitectura común o vulgar.
Para los historiadores del arte la arquitectura suele reducirse a aquellas obras que toman en
consideración el espacio y los lenguajes artísticos, limitándose a estudiar una «selección» de
arquitecturas clave, especialmente significativas dentro del desarrollo de la historia del arte.
Estas obras podrán encontrarse de manera indistinta en el hábitat rural y en el urbano.
Definir la arquitectura popular plantea dificultades. Podemos establecer una distinción entre la
arquitectura vernácula, que llamaremos popular, y la arquitectura primitiva. Las diferencias
básicas entre ambas se derivan, por una parte, del diferente grado de complejidad técnica, y por
otra, de la existencia o no de alusiones a la arquitectura histórica o estilística. La arquitectura
primitiva tiende hacia la definición territorial con indicaciones jerárquicas y rituales: la cabaña
del jefe, del brujo, el recinto sagrado..., mientras que la arquitectura popular busca, ante todo, la
solución óptima de la función. Como características de la arquitectura popular señalemos el
protagonismo de los materiales y de las técnicas constructivas propias de la zona, la participación
directa del usuario en el proyecto y en la realización, el empleo de un repertorio formal de una
gran sencillez, con algunas referencias puntuales a los lenguajes cultos y, en especial, la perfecta
adecuación a las necesidades funcionales. En la arquitectura popular estas soluciones se dan sin
pretensión de «estilo» ni de «artisticidad», pero no por ello sus realizaciones carecen de
sensibilidad ni quedan completamente al margen de la estética. La arquitectura popular, al igual
que la denominada estilística, puede darse en el hábitat rural y en el urbano.
Existe una arquitectura que no puede ser considerada ni estilística ni popular. Es aquella
arquitectura cuyo único objetivo es la utilidad, sin ningún tipo de vinculación con el lenguaje de
la arquitectura histórica y sin pretensión de artisticidad: es la arquitectura vulgar, meramente
utilitaria,
que
llena
nuestras
ciudades.
Las diferencias establecidas entre los tipos de arquitectura vistos hasta ahora no han existido
siempre, sino que cada época histórica ha tenido sus propias concepciones de la arquitectura, de
lo que debía considerarse como tal y de dónde debía situarse el límite o franja divisoria entre la
verdadera arquitectura y la edilicia o mera construcción.
El nacimiento de la arquitectura va ligado a la necesidad del hombre primitivo, ya
agricultor, de asentarse. Las primeras construcciones, tras unos primeros intentos en madera,
hojarasca, cañas y cuerdas, debieron de ser cabañas circulares construidas con piezas de barro
cocidas
al
sol
y
cubiertas
vegetales.
Para los grandes imperios del Oriente Próximo, Egipto y Mesopotamia, en un primer momento
la arquitectura en piedra que se reservaba para los monumentos funerarios, fue la reproducción
de las construcciones de caña utilizadas por el pueblo en su vida cotidiana. Así nacieron, en
Egipto, las mastabas, cuya superposición dio lugar a las pirámides, y en Mesopotamia apareció el
zigurat. A estas tipologías se unieron pronto las de los templos. En cualquier caso, se trataba de
una edilicia sacra y áulica dedicada a la exaltación y glorificación de los dioses y los soberanos.
Tras las experiencias del mundo prehelénico, en los palacios cretenses, en las fortificaciones
micénicas y en las construcciones funerarias de las islas mediterráneas, la concepción de la
arquitectura experimentó una variación en Grecia, donde se concebía al hombre como medida de
todas las cosas. Existió una gran arquitectura, eminentemente religiosa o ceremonial, junto a la
que aparecieron grandes conjuntos arquitectónicos dedicados al hombre y a sus actividades. Los
arquitectos griegos construyeron teatros, palestras, odeones, mercados públicos... con la misma
atención y cuidado con que se levantaron las «moradas de dioses». En cualquier caso, se trataba
de una arquitectura destinada a ser vista desde el exterior, desarrollando en sus fachadas el
lenguaje de los órdenes clásicos. No obstante, se consideraba que la arquitectura poseía un rango
inferior al de las demás artes, dado su carácter manual.
Durante el Imperio Romano y siguiendo a Vitruvio (siglo I a.C.), la arquitectura se consideró
como una disciplina teórico-práctica encargada de «... la construcción, de la hidráulica, de la
construcción de cuadrantes solares, de la mecánica y de sus aplicaciones en la arquitectura civil y
en la ingeniería militar». La «arquitectura» se dedicó, en Roma, a construir edificios religiosos,
civiles públicos y palacios, además de crear un modelo de vivienda doméstica: la típica domus
romana.
Los fundamentos estéticos y técnicos del mundo antiguo fueron transmitidos a la Edad Media,
entre otros caminos, por el tratado de Vitruvio De architectura. En el Medievo el término
«arquitectura» se restringía a las grandes obras religiosas y, sólo en un segundo plano, hallamos
algunas construcciones civiles de rango áulico que revelan preocupación por cuestiones
estilísticas, si bien lo habitual en la arquitectura civil del momento es el interés por la estricta
funcionalidad de los edificios. En el Livre de Portraiture de Villard d'Honnecourt (siglo XIII) se
dan algunas observaciones sobre arquitectura que resultan las más ilustrativas que se escribieron
durante la Edad Media. En este período comienza a darse una diferenciación clara entre el
«operarius», que dirige la construcción, y el «artifex», que es quien trabaja en ella, dándose una
evidente relevancia al primero. A finales de la Edad Media una nueva tipología civil alcanza el
rango de gran arquitectura: son las lonjas, arquitectura civil pública que se sitúa junto a iglesias y
palacios.
La concepción vitruviana de la arquitectura reaparece en el siglo XV con la obra de L. B.
Alberti De re aedificatoria (Florencia [1450], 1485), primer tratado arquitectónico del
Renacimiento. En él se confirma la consideración de las iglesias, los palacios y la arquitectura
civil pública como los temas o tipologías principales de la «gran arquitectura» y, por primera
vez, se despierta el sentido histórico de la valoración del pasado arquitectónico. Así, dentro de
esta tendencia podemos encuadrar la generalizada opinión desfavorable hacia el mundo
medieval, que es calificado despectivamente de «gótico», o «bárbaro». El propio Alberti, en su
creencia de que el arte sólo florece con la prosperidad y el poder político, afirma que la buena
arquitectura antigua surge y decae con el Imperio Romano y no hace mención alguna de las
grandes catedrales medievales que, forzosamente, conoció. En cualquier caso, el Renacimiento
representó
la
valoración
del
espacio
y
el
culto
a
la
proporción.
En el siglo XVI, y en especial con Palladio, Vignola y Scamozzi, una nueva tipología entra a
formar parte de la considerada «Arquitectura»: la villa privada suburbana, entendida como
residencia de recreo o, como en el caso de las villas de la región del Véneto italiano, como centro
de unidades de economía agrícola. El Manierismo representó, a nivel estilístico, la ruptura del
equilibrio y la proporción renacentista. Fue la introducción de los contrastes, de las
inestabilidades.
Durante el Barroco, junto al triunfo de la arquitectura representativa y propagandística (iglesias,
palacios...), se brindó una gran atención a la ordenación urbanística de los conjuntos
monumentales y de las ciudades: recordemos el urbanismo de la Roma barroca o las
ordenaciones urbanísticas de la ciudad residencial de Bath, Inglaterra en el siglo XVIII.
Formalmente, fue el triunfo de los espacios unitarios, definidos por muros sinuosos y
perspectivas
engañosas.
El Neoclasicismo, si bien no introdujo ninguna novedad en lo referente a las construcciones
consideradas como «arquitectura» durante los períodos anteriores, desde un punto de vista
formal representó un abierto ataque a su estética, como se evidencia en las obras teóricas de
Bellori, Winckelmann, Milizia... entre otros. Si el Romanticismo representó poco más que una
moda a la hora de crear espacios, el Realismo introdujo tipologías arquitectónicas inéditas
derivadas de las nuevas necesidades de una sociedad sociedad pujante: estaciones de ferrocarril,
hospitales,
bibliotecas,
fábricas,
etcétera.
A finales del siglo XIX y especialmente durante el Modernismo, la residencia de la burguesía
se constituye en objeto de consideración artística. Con el advenimiento de nuevos materiales,
como el hierro, el vidrio, el acero, el hormigón armado..., algunas construcciones consideradas
en principio como obras de ingeniería alcanzan el grado de arquitectura artística, como sucedió
con
las
construcciones
de
Gustave
Eiffel.
En el siglo XX, con las tipologías correspondientes a los tipos tradicionales de la arquitectura monumental, religiosa, áulica - coexisten otros de significado diferente; por ejemplo, las
viviendas y urbanización de áreas residenciales como soluciones al acuciante problema del
alojamiento para una población cada vez más numerosa. Ello ha llevado a interesantes conquistas
que han permitido integrar, en algunos casos, la arquitectura de viviendas económicas dentro de
la categoría de construcciones con rango de «arquitectura».
Evidentemente, con este brevísimo recorrido por diversos momentos de la arquitectura no hemos
hecho sino aproximarnos a la visión que, desde nuestra cultura marcadamente occidental,
podemos tener de la historia de la arquitectura y de algunas de sus tipologías. Quedan
pendientes, para otro lugar y otro momento, estudios más profundos sobre las diversas
concepciones de la arquitectura hechas desde ópticas más lejanas a las nuestras, como la oriental,
por ejemplo.
METODOS DE APRXIMACION
Dadas las complejas características del fenómeno arquitectónico, son múltiples los métodos de
conocimiento con que los estudiosos se acercan a él, según valoren preferentemente uno u otro
de sus elementos o factores. Las doctrinas más conocidas, son entre otras: le funcionalismo, las
teorías
espacialistas,
las
interpretaciones
positivistas
y
las
formalistas.
El Funcionalismo, formulado por Louis H. Sullivan (1856-1924) en sus obras Kindergarten
Chats (1901-1902) y The Autobiography of an Idea (1922-1923), afirma que en toda experiencia
verdadera de la arquitectura la forma viene determinada por su función, adecuándose
perfectamente a ella. Su máxima fue Form follows function, o sea, la forma sigue a la función.
Pero no existe una sola definición de funcionalismo. La función existencial de la arquitectura, tal
vez una de las más importantes, es aquella que brinda al hombre un lugar para existir, para
habitar (Christian Norberg-Schulz). La funcionalidad técnica, por su parte, es la perfecta
adecuación de la forma a la función y es a ella a la que se refería fundamentalmente Sullivan. La
funcionalidad utilitaria es la que viene dada por el uso al que se destina el edificio. Toda
arquitectura se debe lógicamente al uso del edificio y, si no es útil para aquella utilización para la
que ha sido concebido, aquella construcción ha de considerarse fracasada.
Las funciones de la arquitectura no se agotan en su versión existencial, técnica o funcional;
existe también una función íntimamente ligada a la idea de significado. Es decir, existen
arquitecturas que tienen como función la comunicación de determinados mensajes ideológicos.
Pero por encima de todas las funciones de la arquitectura, el arquitecto Alvar Aalto da
preeminencia a la atención al ser humano. Humanizar la arquitectura fue una de las máximas, y
aun él está de acuerdo con los postulados funcionalistas, afirma que el funcionalismo técnico no
puede
definir
la
arquitectura.
En la definición más corriente de funcionalidad, la de la perfecta adecuación de la forma a la
función, la forma queda reducida al medio para obtener la función; no es un objetivo en sí
misma, sino un mero agente. El funcionalismo debe contemplarse como una reafirmación de los
valores puramente arquitectónicos (espacio, volumen, ...) frente a los pictóricos y escultóricos
(tratamiento superficial de los muros, decoraciones...) que habían invadido el campo de la
arquitectura.
En la verdadera arquitectura la forma es inseparable de la función y, según los funcionalistas, la
experiencia estética de una arquitectura se identifica con la experiencia de la función. La utilidad
es una de las propiedades fundamentales de un edificio, y éste no puede ser comprendido si no se
toman en consideración sus aspectos funcionales. Los criterios funcionalistas no bastan para
definir la naturaleza de la arquitectura, puesto que son aplicados a posterior, como una doctrina
crítica, en el análisis de la adecuación del edificio, una vez construido, a la función para la que ha
sido
creado.
Otro grupo metodológico es el integrado por aquellas teorías que consideran que la esencia de la
arquitectura es el espacio. Como señala Bruno Zevi en su obra Saper vedere l'architettura
(1948), ya Focillón (1881-1943) había intuido esa idea al afirmar que «... es tal vez en la amsa
interna donde reside la profunda originalidad de la arquitectura como tal». Pero quien realizó por
primera vez una clara interpretación espacial de la arquitectura a lo largo de la historia fue Alois
Riegl en Die Spätrömische Kunsindustrie nach den Funden in Österreich (La producción
artística romana tardía según los hallazgos en Austria, 1901). Esta concepción se impuso con
fuerza a partir de la publicación de las obras de Heinrich Wölfflin y Paul Frankl, y ha sido
defendida con entusiasmo por Bruno Zevi, Francastel y Siegfried Giedion. Todos ellos buscan el
elemento caracterizador de la arquitectura en algo ajeno a la función. Pero el espacio por sí solo
tampoco puede explicar todo el valor de un edificio. Si realmente sólo contara el espacio interior,
contenido por los muros, no importaría la calidad de éstos, su material, sus formas esculpidas o
modeladas, la ornamentación, la luz que incidiera sobre ellos, no importaría siquiera su
existencia ya que, como afirma Roger Scruton en su obra La estética de la arquitectura (1985),
en el espacio sin límites estarían contenidas todas las formas posibles de espacios interiores,
incluso
las
más
perfectas.
Aun cuando Bruno Zevi afirma que «... la esencia de la arquitectura no reside en la limitación
material impuesta a la libertad espacial, sino en el modo en que el espacio queda organizado en
forma significativa a través de este proceso de limitación... las obstrucciones que determinan el
perímetro de la visión posible, más que el "vacío" en que se da esta visión», no omite el estudio
de esos límites, del mismo modo que Siegfried Giedion, al tratar la teoría espacialista, no deja de
conectarla con un cierto análisis histórico. En la opinión de este último, se dan tres etapas en el
desarrollo de la arquitectura. Una primera, en que el espacio adquiere realidad por la interacción
de volúmenes (Egipto, Sumer, Grecia...), época en que no se tenía en cuenta el espacio interior y
se prestaba especial atención al exterior. La segunda fase comienza con el Imperio Romano y
representa la conquista del espacio interior y, finalmente, la tercera que se inicia a comienzos de
nuestro siglo XX y que, como resultado de la revolución óptica que representó el Cubismo al
acabar con la perspectiva de punto de vista único, inició las relaciones entre espacio interior y
espacio exterior. Lo cierto es que el espacio, si bien es condición necesaria para la existencia de
la arquitectura, no agota su experiencia ni su sentido.
Existe un numeroso grupo de teorías positivistas que explican la arquitectura por las condiciones
que la han originado. Son teorías derivadas del Positivismo filosófico surgido en Francia e
Inglaterra hacia 1830. En este apartado situaríamos las teorías historicistas, que ven los
diferentes estilos de la arquitectura como expresiones del tiempo histórico en que se crearon.
Esto plantea evidentes conflictos: si un edificio manifiesta el espíritu de su época, lo mismo
ocurre con todos los demás del mismo período; si es así ¿dónde radica la diferencia entre un
buen y un mal edificio? Este tipo de interpretación se aplica, como la funcionalista, a posteriori.
Es decir, puede aplicarse a los edificios una vez terminados, pero no afecta a la naturaleza
intrínseca del edificio. El iniciador de esta teoría, que busca en la historia la explicación de las
formas arquitectónicas, fue Jacob Burckhard y de él llega, a través de su discípulo Heinrich
Wölfflin y Paul Frankl, a Siegfried Giedion y a Nikolaus Pevsner. Dentro de las corrientes
historicistas, otro grupo de teóricos buscan la esencia de la arquitectura y del arte en la
denominada krunstwollen o voluntad artística dominante, en un determinado período que
reflejaría en la producción arquitectónica y artística del momento. Si bien es cierto que en la
mayoría de los casos el conocimiento general de la historia, del gusto artístico del momento,
puede contribuir a la comprensión de una obra, como ha demostrado sobradamente Erwin
Panofsky, no brinda un conocimiento de lo que es propio de la arquitectura, de su esencia.
Dentro de este grupo debemos situar asimismo las interpretaciones deterministas, según las
cuales la morfología de las arquitecturas se explica a través de las condiciones geográficas y
geológicas, además de por las técnicas y los materiales de que se dispone en cada tiempo y en
cada lugar.
Es también muy nutrido el grupo de los partidarios del formalismo. Como asegura Arnheim «...
la forma puede ser desdeñada, pero no es posible prescindir de ella». En este apartado debemos
situar teorías como la de la «Visibilidad pura» de Wölfflin, para quien las formas y su evolución
son las protagonistas del arte, y otras basadas preferentemente en la composición. De entre estas
teorías, que dan preponderancia a la forma, a la apariencia de los edificios, sobresalen las que
tienen su clave en la proporción, una regla o un conjunto de reglas para la creación y
combinación
de
las
partes.
La teoría clásica de la proporción es, como explica Roger Scruton en su obra La estética de la
arquitectura (1985), un intento de transferir a la arquitectura la idea cuasimusical de un orden
armonioso, proporcionando reglas y principios específicos para la perfecta y proporcionada
combinación de las partes. En definitiva, serán las relaciones matemáticas las que brindarán las
reglas geométricas que regirán las composiciones arquitectónicas que buscan la perfección en la
proporción. Esta concepción de la arquitectura no nació con el Renacimiento. De hecho la
búsqueda de la secreta armonía matemática tras la belleza arquitectónica ha sido una de las más
populares concepciones de la arquitectura, desde los imperios del Próximo Oriente hasta nuestros
días. La idea fundamental parte de la existencia de formas y líneas diferentes que necesitan ser
armonizadas entre sí por el arquitecto para lograr un buen resultado. Éste debe descubrir la ley
matemática de la armonía, «así -afirma Scruton- el deleite de los edificios construidos siguiendo
la ley resultante será semejante al de la música o al de una demostración de matemáticas». El
primer paso para la construcción de una teoría de la proporción es tomar una medida básica, que
sirva de módulo, a partir del cual se hallarán las restantes magnitudes. A pesar del paralelismo
que pueda establecerse entre la matemática y la arquitectura, las teorías de la proporción no
afectan la esencia de la arquitectura, no ofrecen ninguna estética general de la construcción.
Entre las teorías de la proporción podemos señalar el denominado «número de oro» de Lucca
Pacioli, explicado en su obra Divina proportione (1496-1497), la serie Fibonacci estudiada por
Leonardo Fibonacci (1171-1230), y el «Modulador» de Le Corbusier. La actual crítica
arquitectónica no niega la utilidad de las teorías de la proporción, puesto que resultan útiles para
entender la armonía, la adecuación, el orden, pero dicen poco de la significación estética.
Junto a las teorías vistas hasta aquí existen otras que vinculan arquitectura y voluntad artística,
otras que establecen cierta «simpatía» simbólica entre las formas y su significado (horizontal
como expresión de racionalidad, de inmanencia; vertical, con connotaciones de infinitud; línea
recta que expresa decisión, rigidez, mientras que la curva sugiere flexibilidad y la helicoidal es
símbolo de ascenso, de liberación de la materia terrena...), y otras que afirman que sólo en la
percepción estética y en el placer experimentado a través de ella puede basarse la comprensión
de
la
arquitectura.
Como hemos visto, muchas de estas teorías resultan interesantes y permiten el acercamiento al
fenómeno arquitectónico, pero ninguna de ellas en solitario puede ser considerada como la teoría
que explique y permita la total interpretación de la arquitectura. En consecuencia, creemos que la
solución radica en realizar una síntesis de todas ellas, eligiendo los aspectos más positivos y que
más luz puedan arrojar sobre el lecho arquitectónico
ELEMENTOS Y MATERIALES
La arquitectura cuenta con diferentes tecnologías que pueden darse aisladas o bien combinadas.
Como decíamos antes, existe una arquitectura en madera, posiblemente una de las más antiguas,
con una gran variedad de envigados, entramados y armaduras de cubierta, de la que tenemos
muy buenos ejemplos en las construcciones orientales, en los templos chinos y japoneses de
múltiples pisos; la textil, con el uso de cuerdas, estores, alfombras y entoldados; la de tapia, de
fango o tierra sin cocer; la latericia o de piezas de alfarería, como el ladrillo, con estructuras
típicas como son los arcos, las bóvedas, los tabiques, etc. que dio lugar a las magníficas
construcciones del Próximo Oriente, donde nació el sistema de construcción abovedado; la
pétrea, una de las más comunes en Occidente y tal vez la más conocida por nosotros, con sus
diversos aparejos y su estereotomía; la metálica, de fundición, laminados o planchas, con sus
sistemas de entramados y, entre las más modernas, la de hormigón, con toda una tecnología
derivada
de
los
encofrados,
y
la
de
plástico.
Los instrumentos o herramientas a utilizar en cada momento dependerán, obviamente, de la
técnica constructiva a la que tengan que auxiliar y por ser demasiado prolija aquí su
enumeración, haremos mención de algunos de ellos al tratar de los correspondientes materiales.
Al comenzar este texto nos hemos referido a la preponderancia de los aspectos materiales y
técnicos en la arquitectura. El material es una condición de existencia para todas las artes
plásticas, si bien hay que señalar que, aun cuando es una condición necesaria, no es suficiente. El
arquitecto, el artista puede elegir el material pero en ningún caso puede inventarlo; como dice
René Berger, «La intervención del artista no alcanza a la naturaleza del material, sino al uso que
hace
de
él.
El material es considerado en función de su utilidad y esto deriva de las cualidades que aquél
ofrece: plasticidad o propiedad de la materia que le permite adoptar una forma y conservarla, y
resistencia u oposición activa del material a la acción del artista. El grado de plasticidad y el de
resistencia varían de un material a otro. Así, por ejemplo, la resistencia de la madera es menor
que la del mármol. Decimos de esta resistencia que es activa desde el momento en que
manifiesta sus virtudes y, en cierta medida, impone su carácter al artista. De este modo, artista y
materia -aquello a través de lo cual la forma se hace sensible- son artífices protagonistas en un
grado de igualdad. Podemos hablar también de una cierta «simpatía» de los materiales o de cómo
actúan sobre nosotros y nos transmiten estados de ánimo diferentes; así decimos que la madera
es cálida y que el mármol es frío. En cualquier caso, en el arte y, en consecuencia, en la
arquitectura, la materia no queda reducida a ser únicamente el soporte de una determinada forma.
Potente y dócil a la vez, ofrece al artífice sus características para que, atendiendo a ellas, extraiga
sus mejores posibilidades en su obra, siendo un factor básico a tener en cuenta al analizar
aquélla.
El material arquitectónico cumple dos funciones: la constructiva y la ornamental.
Tradicionalmente estas funciones han ido ligadas a la habitual clasificación de los materiales en
«nobles» (mármol, madera...), que pueden ir vistos, que no precisan revestimiento que los oculte,
y los «pobres» (ladrillo, hormigón...) que, a lo largo de la historia del arte, encontramos
repetidamente camuflados bajo capas de estuco, mosaicos, ladrillos vidriados o placados de
piedra.
Los materiales constructivos pueden ser clasificados según su origen. Así tenemos: 1.
Materiales pétreos naturales (piedras de todo tipo); 2. Materiales pétreos artificiales (piedra
artificial, cerámicas, vidrios...); 3. Materiales aglomerantes (cales y cementos) y aglomerados
(hormigones); 4. Materiales metálicos (hierro, acero...); 5. Materiales orgánicos (madera,
corcho...); 6. Materiales plásticos.
La piedra, mineral sólido y duro, de composición variable no metálico, pero que sí puede
contener sales y óxidos metálicos, es un material de construcción tradicional utilizado desde
tiempos prehistóricos y forma parte de los materiales pétreos naturales. Son adecuadas para la
construcción todas aquellas piedras que por sus condiciones de compacidad y dureza son aptas
para ser talladas. Existen muchas variedades, siendo las más habituales la arenisca, la berroqueña
o granito y la caliza, entre otras. Para trabajarla se usa la maza y el pico de cantero si es blanda, y
las cuñas y la sierra si es dura. Cuando está tallada en forma de paralelepípedo o prisma regular
se llama sillar, si es pequeña y sólo tiene una o dos de sus caras talladas se denomina sillarejo y
si es grande y únicamente está desbastada se la denomina bloque. El modo en que se disponen
los sillares para construir un muro o cualquier otra parte de una edificación se conoce con el
nombre de aparejo y puede ser de múltiples tipos; a soga, con todos los sillares dispuestos a lo
largo, mostrando su lateral, también llamado aparejo de cítara; a tizón, cuando los sillares del
paramento se colocan con su dimensión mayor perpendicular al paramento, llamado asimismo
aparejo de llaves; inglés, aquel en que los sillares se colocan alternando las hiladas a soga y a
tizón, correspondiéndose verticalmente las juntas; belga, sillares dispuestos en hiladas alternas a
soga y a tizón, con una hilada intermedia a soga; isódomo, aparejo cuyos sillares son todos
iguales y que fue utilizado con frecuencia en la Grecia antigua; pseudoisódomo, se diferencia del
anterior porque alterna hiladas de alturas diferentes; poligonal, formado por piedras picadas en
forma de polígono irregular; reticular, o aparejo típicamente romano, formado por piedras
picadas cuya cara vista es cuadrada, pero colocada de forma vertical, a la manera de un rombo.
Se
denominó
«opus
reticulatum»,
etc.
Entre los materiales pétreos artificiales se cuenta la propiamente denominada piedra artificial,
muy usada en la construcción, de propiedades y aspecto análogo a algunas piedras naturales,
formando bloques de hormigones compuestos de cemento y arena, gravilla, etc.
El ladrillo, situado también en este grupo, pertenece a la rama de la tejería o de los productos
cerámicos que adquieren consistencia por procesos físicos como la cocción. Es una masa de
arcilla cocida, en forma de paralelepípedo rectangular, que posee destacadas cualidades de
resistencia, rigidez y duración. Existen multitud de variedades, bien sea atendiendo a su
composición o a su forma. Entre las primeras podemos citar el ladrillo de cal y arena; el de
armado, que incluye viguetas de hormigón; el flotante, de gran ligereza, fabricado con piedra
pómez y cal; el refractario, resistente a la acción del fuego gracias a la utilización de arcilla
refractaria; el silico-calcáreo, a base de arena y cal; el de vidrio; el esmaltado, etc. Clasificados
por su forma podemos citar entre otros el ladrillo agramillado, de aristas vivas y caras rehundidas
para alojar el mortero; el de cuña, para arcos, en forma de dovela; el hueco, que lleva en su
interior canales prismáticos o cilíndricos; el moldurado, para la construcción de molduras o
cornisas,
etc.
Si bien el ladrillo ha venido siendo considerado un material modesto, ha demostrado ser, a lo
largo de la historia de la arquitectura, un material capaz de afortunados logros tanto a nivel
estructural (sistema de arcos y bóvedas) como a nivel decorativo. Ha sido utilizado como
material de construcción, sin recubrimientos, en Mesopotamia, en etapas del arte hispanomusulmán (en Andalucía y Aragón), en algunos momentos del Barroco, durante el Modernismo,
etc., y como material de recubrimiento, en su versión vidriada, en los grandes imperios del
Oriente
Próximo.
También el vidrio pertenece al grupo de los materiales pétreos artificiales, según la clasificación
de Orus Asso, obteniéndose por la fusión de ciertos óxidos. Algunos tipos de vidrio son el vidrio
laminado, el que después de la fusión y el refino se extrae entre dos rodillos formando una cinta
continua que, posteriormente, pasa al horno de recocer para su solidificación; vidrio prismático,
es el laminado, con una cara lisa y otra formando prismas paralelos; vidrio templado, es aquel
que ha pasado por un proceso especial de caldeo y enfriamiento rápido, con lo que aumenta su
resistencia a las roturas mecánicas y debidas a cambios de temperatura, etc.
Los materiales aglomerantes son aquellos que tienen la propiedad de adherirse unos a otros y
se usan en construcción para unir los materiales, para recubrirlos o bien para formar pastas
llamadas morteros u hormigones que pueden extenderse o disponerse en moldes, encofrados, que
al secarse adquieren el estado sólido. Entre los más habituales figuran la cal, el cemento, el yeso,
etc.
El primer aglomerante utilizado en la historia fue la arcilla y en los países cercanos al Mar
Muerto (Asiria, Babilonia...), el betún. La cal, óxido de calcio, es una sustancia que al contacto
con el agua se hidrata y que al mezclarla con arena forma la argamasa o mortero. El cemento es
un compuesto natural o artificial formado a base de cal cocida y pulverizada.
Mezclando un aglomerante, hoy el cemento, con arena, grava o piedra machacada yagua, se
obtiene el hormigón. Para darle forma se utilizan unos moldes de madera o metálicos,
encofrados, dentro de los cuales se seca y adquiere las características de un bloque sólido. Estos
bloques deben ser incluidos en el grupo de materiales aglomerados, materiales obtenidos por
moldeo de una sustancia granulada. El hormigón ya se utilizó en Asia y Egipto. En Grecia
existieron acueductos y depósitos de agua hechos con este material, y en Roma se empleó en la
construcción de las grandes obras públicas. Antes del descubrimiento del cemento (siglo XIX) se
usaban como aglomerantes las cales grasas e hidráulicas. Desde finales del siglo pasado, el
hormigón se usa asociado al hierro, denominándose hormigón armado, especialmente utilizado
en sus comienzos en la construcción de depósitos, puentes y obras de ingeniería. Una variante
del hormigón armado es el hormigón pretensado, cuyas armaduras metálicas han sido
previamente tensadas para que lo compriman. Otras variedades del hormigón son el apisonado,
amasado con poca agua y que una vez colocado en la obra es sometido a un apisonado; el
colado, de consistencia muy fluida, que puede deslizarse fácilmente; el de escoria, en el que,
además de cemento se mezcla escoria de carbón de coque; de pómez, poco pesado, utilizado
para rellenos muy ligeros, con gravilla de piedra pómez; plástico, de consistencia media, es el
más usado en las construcciones en las que se utiliza el hormigón armado, entre otros.
Entre los materiales metálicos más utilizados en la construcción sobresale el hierro. Ya lo
utilizaban los griegos como material auxiliar, (grapas para reforzar las uniones entre sillares o
almas para unir los tambores de las columnas...), y durante el Renacimiento en forma de tirantes
para reforzar las delicadas arquerías cuatrocentistas. Pero el uso sistemático del hierro llega en el
siglo XIX, en el que materiales que en un principio sólo fueron considerados en función de su
utilidad y estuvieron ligados al mundo de la ingeniería recibieron un nuevo tratamiento, una
nueva consideración, que les confirió rango artístico. Los tipos de hierros utilizados en
construcción son muy numerosos. Algunos de ellos son conocidos por el nombre del tratamiento
que han recibido y que les confiere unas determinadas características, como el hierro
galvanizado, el forjado, el fundido, el dulce..., o bien reciben el nombre de la forma que
presentan y que determina la función que adoptan dentro de la construcción: es el caso del hierro
doble te, del laminado, del hexagonal o del denominado Isteg, o hierro especial para el hormigón
armado, que se forma torciendo sobre sí mismas dos varillas de hierro de sección circular.
Otro metal de gran uso es el acero, que lo utilizó por primera vez la Escuela de Chicago y desde
entonces se usa con frecuencia, al igual que el aluminio, el cobre, etc.
Entre los materiales orgánicos hallamos la madera, el corcho, las cañas, las cuerdas... La
madera es el principal material constructivo en aquellas regiones en las que la piedra escasea.
Dada su abundancia, es muy utilizada en el norte del continente europeo, en los Estados Unidos
y en Canadá, mientras que en el resto de los países occidentales su uso suele limitarse al
entibado, a los andamiajes y a la carpintería. Sus niveles de plasticidad y resistencia la hacen
fácil de trabajar y su carácter aislante sólo tiene una contrapartida en el peligro de incendios. Los
tipos de madera utilizados en arquitectura, además de distinguirse por su origen, lo hacen por la
forma en que han sido cortados o por sus características al trabajarlos. Así podemos hablar de
madera de hilo, la que puede trabajarse por las cuatro caras; cañiza, la que tiene la veta a lo
largo; de raja, la que se obtiene por desgaje en el sentido de las fibras; repelosa, la de fibras
retorcidas... etc. Es sabido que los orígenes de la arquitectura son lignarios, así como conocida la
versión que afirma que las formas pétreas de los templos griegos tienen su origen en las antiguas
partes de los mismos realizadas en madera (columnas = troncos; triglifos = extremos de las vigas
de madera; gotas = clavos...).
Resta una breve referencia a los materiales plásticos, los últimos en introducirse en el campo de
la arquitectura. Son sustancias de origen generalmente orgánico, producidas por medios
químicos, capaces de adquirir forma por el calor y la presión, conservándola después y
alcanzando elevados niveles de resistencia mecánica. Existen dos clases básicas de plásticos: las
termoestables, que una vez moldeadas por calor y presión no pueden volver a reformarse por el
mismo proceso, y las termoplásticas, que sí permiten una nueva transformación. Estas
características unidas al aislamiento térmico y acústico que pueden proporcionar, los hacen muy
indicados
para
la
construcción.
Entre los materiales utilizados habitualmente en la ornamentación hallamos los estucos y los
enlucidos, las yeserías o yeso tallado, los mosaicos, las porcelanas, los placados de piedra o
madera entre otros. Entre los revestimientos más sencillos debemos citar el estuco, material
preparado con tiza, aceite de linaza y cola que se aplica como revestimiento decorativo, puesto
que, una vez seco, puede tallarse, dorarse o pintarse. Una variedad del estuco es el de mármol,
pasta formada con cemento, cal o yeso, colorante y cola que se utiliza para revestimientos que
pretendan imitar el mármol. El enlucido es un revestimiento de mortero, de cemento o de cal que
se aplica a muros y techos como acabado. Las yeserías son decoraciones talladas sobre una capa
de
yeso
ya
seca.
Hasta la segunda mitad del siglo XIX, con el advenimiento de una arquitectura más sincera, que
no temía dejar al descubierto sus materiales constructivos, fuesen cuales fueren, los materiales
decorativos mencionados se utilizaban únicamente con el fin de ocultar un material estructural o
constructivo considerado como poco noble o conveniente.
En la elección de los materiales, el artista tendrá que considerar, además de las cualidades que lo
hagan apto para la función a que se destine, el punto de acabado correcto que exige cada
material, así como el grado y la calidad de la luz que incidirá sobre él. Éstas son consideraciones
de cariz escultórico válidas para la arquitectura, en cuanto que ésta utiliza materiales que deben
ser tratados en superficie como si de esculturas se tratara.
SISTEMAS
Existen diversas formas de construir, según el tiempo y el lugar. La forma de construir
depende del nivel tecnológico de la sociedad que construye y de las necesidades que esa
sociedad manifiesta. En cualquier caso, el sistema constructivo utilizado por una comunidad
refleja parte de su personalidad, puesto que al construir se pretende transformar el medio natural
en un medio artificial, adaptado a las necesidades del hombre, y el proceso de transformación
revela
las
necesidades
a
cuya
solución
conduce.
Según John Gloac, desde que el hombre abandonó el refugio que le brindaba la caverna hasta
hoy, han ocurrido tres descubrimientos estructurales que han dado lugar a la aparición de otras
tantas maneras de construir, a tres sistemas constructivos diferentes. En primer lugar, el hombre
observó que dos elementos verticales pueden soportar un tercero horizontal y de aquí se derivó la
arquitectura adintelada o arquitrabada, construida a base de pies derechos y dinteles o
arquitrabes. El segundo descubrimiento fue el arco, del que nació la arquitectura abovedada. El
arco permite salvar grandes espacios sin apoyos intermedios y transmitir el peso de grandes
masas de piedra, por trayectoria curva, hacia las paredes y los contrafuertes. Tanto en el sistema
adintelado como en el abovedado, los edificios son sustentados casi completamente por paredes
o pilares que les dan una robusta estructura externa. El tercer descubrimiento cambió esta
estructura externa, a modo de caparazón de crustáceo, por una estructura interna que convierte el
organismo arquitectónico en vertebrado. El advenimiento del hierro, del acero y de las modernas
variedades del hormigón, representó la posibilidad de dotar al edificio de un esqueleto interno y
de crear audaces voladizos, con las transformaciones que todo ello conlleva.
El sistema adintelado, basado en el dintel y la columna o pie derecho, es el más antiguo. Su
origen se halla en la arquitectura lignaria de la que no nos quedan testimonios. Las primeras
muestras de arquitectura adintelada pétrea la encontramos en los dólmenes prehistóricos, en los
que grandes losas de piedra verticales sostenían otras colocadas horizontalmente sobre ellas. Si la
distancia entre las piedras verticales era demasiado amplia para una única losa, se realizaba la
denominada falsa bóveda por el procedimiento de aproximación de hiladas: cada hilada de
piedras está en saledizo con respecto a la inferior; así, dos muros paralelos en su base llegarán a
tocarse
en
su
parte
alta.
También Egipto utilizó el sistema adintelado en sus grandes obras. Al igual que en la
arquitectura megalítica, la elevación de los dinteles para su colocación representaba
considerables dificultades: se realizaba mediante rampas de tierra, que se retiraban
posteriormente. Grecia llevó el sistema adintelado a su perfección. Los bloques de piedra eran
extraídos de la cantera y transportados a la obra, donde se acababan de tallar y sólo se
pulimentaban una vez estaban colocados en su emplazamiento definitivo. Si bien se conocían los
materiales aglomerantes, se prefirió reservar el perfecto ajuste de los sillares de los edificios a
una idónea labor de esterotomía que aseguraba su solidez. La gran aportación griega a la
arquitectura son los tres órdenes clásicos: dórico, jónico y corintio, u ordenaciones de las
diversas partes del soporte y de la cubierta de los edificios. La cubierta de las construcciones
adinteladas griegas es, obviamente, plana, si bien solía estar protegida por un tejado de doble
vertiente. A lo largo de la historia de la arquitectura occidental el sistema adintelado coexiste con
el abovedado, sin llegar a ser sustituido totalmente en ningún momento. Con el Neoclasicismo el
sistema adintelado experimenta un notable resurgimiento formal pero que a nivel estructural
carece
de
interés.
Dentro del sistema adintelado hemos de incluir la arquitectura del siglo XIX, que utiliza pies
derechos y vigas de hierro, así como las actuales estructuras de hormigón armado. Pero, si bien
estructuralmente podemos convenir que corresponden a un mismo principio, sus especiales
cualidades y características posibilitan, y de hecho propician, soluciones absolutamente nuevas y
por ello los trataremos más adelante. Otro sistema que sí podemos considerar una variedad del
adintelado es el de los muros de carga, método mucho más económico, usado en especial en la
arquitectura popular doméstica.
El sistema abovedado tiene su base en el arco o elemento sustentante de forma curva destinado
a salvar un espacio más o menos grande, formado por dovelas o piedras talladas en forma de
cuña, generalmente en número impar, que originan empujes laterales y desvían la carga vertical
que soportan hacia los puntos de apoyo del arco o impostas. Partes básicas del arco son la luz, o
dimensión horizontal máxima del mismo por su parte interior; la flecha, altura del arco desde su
línea de arranque hasta la clave o dovela central del arco; el punto, lugar donde se unen la flecha
y la luz de un arco; el arranque del arco o punto de transición entre el muro o la jamba y el arco;
la línea de arranque es la recta que une los dos arranques del arco; el intradós es la superficie
interior, cóncava, del arco, mientras que el extradós es la superficie convexa o exterior del
mismo,
siendo la
línea
formada
por
la
parte
alta
de
las
dovelas.
El arco básico es el denominado de medio punto, también denominado formarete, que está
formado por un medio círculo, con su centro en la línea de arranque. Existe una gran variedad de
arcosos, tomando el nombre de su forma, de su función o de la forrma en que ha sido trazado.
Así, algunos tipos de arco según su forma son: el arco ojival o apuntado, formado por dos arcos
de medio punto que se cortan en la clave; el arco de herradura, típica forma árabe, es mayor que
una semicircunferencia y su flecha es mayor que la semiluz; el peraltado, es un arco de
semicírculo, cuya flecha o altura es mayor que la semiluz; el arco rebajado, o escarzano, tiene la
flecha menor que la semiluz, etc. Diferenciándose por su función podemos señalar, entre otros
muchos, los siguientes: el arco fajón, es el que sobresale del intradós de una bóveda, siendo
perpendicular al sentido de la misma; el arco formero, es el que se halla en la intersección de
una bóveda con el muro, es perpendicular al fajón; el arco de descarga, es el que se construye
sobre un dintel para descargarlo del peso del muro; el arco toral, es el nombre de cada uno de los
cuatro arcos sobre los que descansa una cúpula, o el del arco que, en una nave formada por
bóvedas de arista o crucería, y perpendicular eje de ésta, separa dos bóvedas contiguas, etc. Por
su trazado, podemos mencionar: el arco carpanel, el que teniendo forma de elipse se traza
mediante una serie de arcos de circunferencia, cuyos centros son en número impar; el arco
conopial, o arco apuntado cuyas ramas imitan la forma de un talón; el arco elíptico, es el
formado por una semielipse, conocido también con el nombre de arco del hilo, debido al sistema
del
que
se
valían
antiguamente
para
su
trazado,
etcétera.
Una bóveda es una obra de fábrica, de forma arqueada, cuya misión consiste en cubrir un
espacio comprendido entre dos muros o soportes, creando un techo o una cubierta. Sus formas
pueden ser múltiples, derivándose todas ellas de las dos fundamentales: la cilíndrica y la esférica.
La bóveda de cañón es la más simple y es la generada por un arco directriz de medio punto,
dando como resultado una bóveda de sección semicircular. Por extensión todas las bóvedas que
se consideran generadas por un arco directriz, sea rebajado, carpanel, ojival, etc. dan lugar a las
denominadas bóvedas de cañón seguido. Otros tipos de bóvedas son: la bóveda de arista,
formada por la intersección de dos bóvedas de medio cañón, que al seccionarse forman cuatro
aristas sobresalientes; la bóveda de crucería, es la derivada de la bóveda de arista, formada por
cruce de arcos diagonales y nervios secundarios que se ornamenta con molduras; la bóveda
vaída, la que formaría una semiesfera cortada por cuatro planos verticales dando lugar a una
bóveda esférica sobre una planta cuadrada; la bóveda esférica, o bóveda de revolución, generada
por un arco de medio punto que gira sobre su propio eje vertical, originando una cúpula de
media
naranja
o
semiesférica,
etc.;
Los arcos y las bóvedas de piedra o ladrillo se deben construir con la ayuda de una cimbra,
estructura desmontable de madera que sólo puede ser retirada cuando la estructura ha sido
terminada,
con
la
colocación
de
la
clave
o
dovela
central.
En sus orígenes, el sistema abovedado está ligado a la arquitectura de ladrillo aparecida en el
Oriente Próximo, territorio en el que la escasez de piedra y de bosques obligó a la búsqueda de
nuevas soluciones. Roma tomó el sistema abovedado de los etruscos, pueblo de procedencia
oriental, y lo usó para cubrir impresionantes espacios. A nivel técnico hay que destacar el uso
que los romanos hicieron del hormigón aplicado a arcos y bóvedas, haciendo posible, y de hecho
propiciando, la construcción de grandes volúmenes arquitectónicos, intencionadamente
representativos
del
poder
y
de
la
magnificencia
romanos.
Tras Roma, Bizancio continuó el desarrollo de la arquitectura de arcos y bóvedas,
transmitiéndola, a su vez, a una extensa área oriental, En Occidente, la caída de Roma coincide
con la ascensión del Cristianismo y con la concretización de sus necesidades. Una de ellas, y no
la menos importante, era crear espacios adecuados para la reunión de los fieles para escuchar la
palabra de Dios. La planta elegida fue la de las basílicas romanas, edificios longitudinales, de
tres naves, más alta la central, con ábsides en los extremos menores. Por otro lado, el proyecto
germánico del Sacro Imperio desembocó en la creación de una nueva arquitectura, basada en la
revisión del mundo clásico romano y de sus sistemas constructivos. La suma de estos elementos
dio
lugar
a
la
aparición
del
Románico
hacia
el
año
1000.
La arquitectura románica utilizó el sistema abovedado. En sus cubiertas utilizaba la bóveda de
medio cañón con arcos fajones. Cada arco fajón se corresponde en el exterior con un
contrafuerte, que es el encargado de soportar las tensiones constructivas. En las zonas situadas
entre los contrafuertes, y libres por tanto de empujes constructivos, se podían abrir ventanas. En
los exteriores románicos encontramos columnas cuyas proporciones nada tienen en común con
las clásicas, con fustes lisos y capiteles historiados o decorados con temas vegetales. Los
soportes del interior de los templos, que reciben el empuje de los arcos fajones de la bóveda y de
los arcos formeros o divisorios de las naves, deben aumentar su resistencia, por lo que acaban
convirtiéndose en pilares de base cruciforme. Consolidada la arquitectura románica sobre estos
principios,
su
evolución
hacia
la
gótica
será
rápida.
El Gótico presenta evidentes diferencias con respecto al Románico: una diferente articulación
espacial, una mayor número de aberturas, y la aparición en definitiva de un sistema que, si bien
debe ser considerado dentro del denominado abovedado, presenta la peculiaridad de articularse a
través de nervios y líneas de fuerza. El elemento sustentante del edificio gótico es el pilar, Un
pilar constituido por un núcleo central, que puede ser circular o cuadrangular de hormigón,
recubierto de piedra, y unas columnas adosadas que, cuando son muy finas, se denominan
baquetones. Si el arco típico de la arquitectura románica era el denominado de medio punto, en la
gótica es. el arco ería. El punto donde se cruzan los nervios de los arcos que forman una bóveda
se llama clave, y el relleno de las mismas denomina plementería. Los robustos contrafuertes del
Románico se aligeran por la introducción del sistema gótico de arbotantes que, trasladando los
empujes de las cargas más allá de los muros del edificio, posibilita que éstos puedan hacerse más
ligeros, presentar más y mayores aberturas: es el nacimiento de las grandes vidrieras.
En el Renacimiento las formas retornadas del mundo clásico sustituyen a las propias del período
gótico. A nivel estructural, ni el Renacimiento ni el Barroco aportan avances tecnológicos
significativos.
La arquitectura basada en las líneas de fuerza, como la gótica, resurge en el siglo XIX con el
advenimiento del hierro y de la ingeniería por una parte, y con la aparición del Neogótico por
otra. Las nuevas construcciones, como el Cristal Palace (1851) o la torre Eiffel (1889), son una
clara muestra de las posibilidades de los nuevos materiales aplicados a la vieja teoría de las
líneas de fuerza.
Al comenzar este capítulo mencionábamos tres descubrimientos estructurales de la humanidad:
hemos visto los dos primeros, adintelado y abovedado; veamos ahora el tercero. Nos referimos a
la arquitectura nacida del uso de nuevos materiales, y muy especialmente del hormigón
armado que permite crear un esqueleto interno para el edificio, al tiempo que propicia la
creación de voladizos que enriquecen las posibilidades compositivas en planta y en volumen. Al
concentrarse los empujes en el esqueleto interior los muros exteriores no tienen otra razón de ser
que la de acotar límites al espacio interior. Libres de cualquier función sustentante, los muros
pueden convertirse en ligeras mamparas de vidrio, muros-cortina, y adoptar cualquier forma
deseada. Junto a las posibilidades derivadas del uso de los nuevos materiales, deben destacarse
los hallazgos realizados en el campo de los sistemas prefabricados, entendiendo como tales no
sólo aquellos elementos constructivos realizados fuera de la obra, que serían prácticamente
todos, sino al montaje en la misma de grandes paneles que se ensamblan como elementos de
fachada, suelo, techo, etc. Otra variedad dentro del capítulo de los prefabricados es la que trabaja
con elementos tridimensionales o «cajas» de hormigón, de fibra de vidrio, etc. que se van
armando con la ayuda de grúas para formar un edificio. El mayor costo de estos sistemas reside
hoy en el transporte y el montaje, tanto en la mano de obra como en la maquinaria necesaria para
ello.
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