LA SOMBRA DEL PADRE ES ALARGADA

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LA SOMBRA DEL PADRE ES ALARGADA
El libro que tenemos la suerte de leer, la Odisea, es, como toda gran
historia, muchos libros a la vez. Uno de esos libros es la historia de un padre y
un hijo (Ulises y Telémaco) que se separan y se reúnen, se necesitan y aman,
pero, al mismo tiempo, se tienen mutua desconfianza y rencor. Para entender
mejor esta relación paradójica vamos a dar un paseo (quizá bastante largo; no
prometemos nada) por una de las autopistas más concurridas y peligrosas del
alma humana.
Uno de los descubrimientos centrales del psicoanálisis de Sigmund
Freud fue que la agresividad mutua entre padre e hijo es una de las tensiones
que hacen difícil e interesante la vida familiar, quizá la más importante de
todas. Las historias sobre padres que intentan matar a sus hijos y viceversa
abundan en la mitología y la literatura; en la vida real las cosas no suelen llegar
a estos extremos —aunque las páginas de sucesos nos enseñan que tampoco
son todo lo infrecuentes que querríamos.
En cualquier caso, esta relación es central a la hora de explicarse por
qué uno es como es y no de otra manera: en gran medida, los varones
imitamos la forma de ser de nuestro padre (desde las ideas hasta los más
diminutos gestos); y en otra medida no menos considerable, nos definimos por
oposición a él, dando una gran importancia a todos aquellos gustos y opciones
vitales que demuestran que, sin dejar por ello de amarlo, hemos decidido no
ser como él, no ser él, como única vía de llegar a ser auténticamente nosotros.
En el planteamiento de Freud, el padre es antipático por naturaleza
porque disputa al hijo la atención de la madre. Ésta es para él todo: alimento,
calor, afecto, sabiduría, belleza. Y no está fácilmente dispuesto a compartir eso
con nadie, ni con un hermano ni con ese otro rival que tanta ventaja le lleva (es
mucho más alto y fuerte, conoce desde antes a la chica y en general parece
una versión más madura y capaz de nosotros mismos).
Tomando un ejemplo quizás desafortunado, la leyenda de Edipo de
Tebas (al que un oráculo del dios Apolo condenó a acostarse con su madre
tras matar a su padre), Freud llamó a este conflicto del hijo con el padre
conflicto edípico, complejo de Edipo.
Hay otros aspectos del problema. Los etólogos, que estudian el
comportamiento de los animales, han señalado que es propio de todos los
cachorros adoptar un modelo de conducta, que en la especie humana y en
otras tiende a ser, precisamente, el padre. Así que el niño tiende a percibir a su
padre como un Supermán, un Dios, en cuyas formas se basa para intentar
modelar su propio carácter. De ahí lo importante que es para un niño lograr la
aprobación paterna, que su padre le certifique que va por el buen camino. Si es
cierto que en un momento dado un niño chico es capaz de vender a su abuela,
a su país y hasta su propia alma por una bolsa de chuches o una canica, no lo
es menos que, sin haber sufrido ninguna transformación prodigiosa, ese mismo
crío puede en un momento dado sacrificarlo todo de la forma más heroica,
incluso su propia vida, por elegir una carrera o un trabajo que hagan que su
padre esté orgulloso de él.
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La actitud del padre hacia el hijo no es menos ambigua. Su tendencia
natural es a intentar hacer de su hijo una versión mejorada de sí mismo, una
extensión en la que perpetuarse, no sólo en lo meramente biológico, sino en
todo lo demás: valores morales, opciones políticas, gustos… En este camino,
los gestos heroicos tampoco son raros: padres pluriempleados que se
desloman para reunir el dinero suficiente para que sus hijos estudien y tengan
las oportunidades que a ellos les faltaron, o que son capaces de introducirse en
un infierno de delincuencia y droga con tal de intentar salvar a su retoño del
peligro en que él mismo se ha metido.
Sin embargo, a ningún padre le complace enteramente comprobar que el
paso de los años convierte, por ley natural, a su hijo en el macho dominante de
la manada. No es nada raro que la ilusión volcada en el hijo se convierta en
una exigencia tan exagerada que parezca estar buscando de forma
inconsciente frustrarse. Son muy comunes los ejemplos de padres que
amenazan con echar de casa a sus hijos cuando éstos empiezan a ejercer su
voluntad de forma contraria a sus normas y valores: tras la decepción no deja
tal vez de latir una cierta alegría siniestra al comprobar que, para copia buena
de uno mismo, uno mismo, y todo lo demás son gaitas. Creíamos que nuestros
hijos iban a ser mejores que nosotros; pero nosotros seguimos siendo mejores
en la tarea de parecernos a nosotros mismos. Al final, muchos padres
confiesan sentirse aliviados cuando el macho joven abandona el hogar y ellos
vuelven a sentirse los señores indiscutidos del territorio.
Como todas estas tensiones se balancean y contrapesan unas a otras,
la relación padre-hijo suele ser un surtido bastante equilibrado de alegrías y
pesares. Los mitos, sin embargo, tienen muy poco que ver con el equilibrio: si
hay historia, suceso, es siempre porque algo se descabala, porque muchas
cosas corren el riesgo de salir mal, y algunas salen mal de hecho, y cuesta un
triunfo (y varias derrotas) llegar a poner cierto orden en un campo de batalla
lleno de venganzas por cumplir, monstruos que aniquilar, princesas que
rescatar y en general tareas urgentes que afrontar en tiempo récord y sin
ninguna garantía de éxito. A esto se le llama aventura, y por raro que parezca,
a los seres humanos nos va la marcha, el subidón de adrenalina, el riesgo y la
experiencia de la muerte inminente de la que finalmente (si sobrevivimos)
salimos más fuertes y con un deseo mucho más intenso de disfrutar la vida.
Los héroes se aburren en tiempo de paz, de equilibrio, y hasta pueden llegar a
volverse sospechosos, como esos veteranos de la guerra del Vietnam que
regresaron del campo de batalla cubiertos de cicatrices para encontrarse una
opinión pública mayoritariamente pacifista que los miraba con muy poca
simpatía y (lo que es menos comprensible) también con muy poquita piedad.
En los mitos las tensiones entre padre e hijo son exageradas, llevadas al
extremo. La Biblia, por ejemplo (Génesis, capítulo 22), nos cuenta que Yahvéh,
el Dios de los Ejércitos, pide a Abrahán (al fin y al cabo, su hijo en cierto
sentido, su criatura) que le demuestre su devoción sacrificándole a su único
hijo, a Isaac. Abrahán accede. El diálogo entre el padre y el crío es
sencillamente vertiginoso:
Abrahán tomó la leña para el holocausto, se la cargó a su
hijo Isaac y él llevaba el fuego y el cuchillo. Los dos caminaban
juntos. 7 Isaac dijo a Abrahán, su padre: Padre. Él respondió: Aquí
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estoy, hijo mío. El muchacho dijo: Tenemos fuego y leña, pero
¿dónde está el cordero para el holocausto? 8 Abrahán contestó:
Dios proveerá el cordero para el holocausto, hijo mío. Y siguieron
caminando juntos.
La fuerza del pasaje depende en gran medida de uno de los trucos o
tropos más utilizados en las historias tradicionales (mitos, cuentos, leyendas):
mentir sin mentir exactamente, decir la verdad sin decirla por completo,
eludiendo un detalle esencial. Muchos siglos más tarde, Lewis Carroll retoma el
procedimiento en el poema de La morsa y las ostras, incluido en Alicia a través
del espejo. Recordemos: la morsa y el carpintero invitan a las ostras a un gran
banquete, al que ellas acuden ilusionadas. Les ocultan, eso sí, un pequeño
detalle: que el plato único de dicho banquete no es otro que ellas mismas, las
ostras. Eso sí, mientras se las comen, morsa y carpintero derraman
abundantes lágrimas…1 I’m crying…
Del mismo modo, Abrahán oculta a Isaac que el cordero para el
holocausto, el plato principal y único del festín destinado a agradar a Dios
Padre, no es otro que él mismo. Es cierto que cuando el padre tiene ya
levantado el cuchillo y se dispone a degollar a su hijo, un ángel baja del cielo
para advertirle que ha pasado la prueba, y que, una vez comprobado que él
estaba dispuesto a tal sacrificio, Dios se conforma con un sustituto, un simple
cordero (que, oportunamente, se encontraba dando vueltas por aquellos
matorrales). Es interesante pensar qué pensaría Isaac tanto de las medias
verdades de su padre como de su decidida voluntad de sacrificarlo sin
resistencia en aras de un bien mayor. En cierto sentido, otra de las grandes
historias míticas, la de Ifigenia, es una exploración de estas preguntas: Ifigenia
sabe que para complacer a la diosa Ártemis su padre Agamenón no tiene más
remedio que sacrificarla. La tragedia escrita por Eurípides, Ifigenia en Áulide,
traslada en gran parte la responsabilidad a la propia víctima, que debe elegir si
se deja sacrificar dócilmente o protesta contra quienes, en nombre del bien
común, la condenan a muerte sin haber apenas empezado a vivir…
Si Freud habló del complejo de Edipo para referirse al deseo del niño de
librarse de su progenitor, podríamos hablar de un complejo de Abrahán para
referirnos a esta tendencia paterna a sacrificar la felicidad (o la propia vida) de
sus hijos en nombre de un bien común superior. Si queremos sucesos de la
vida real que ejemplifiquen este complejo llevado al extremo sólo tenemos que
enchufar la tele a la hora en que los telediarios nos cuentan,una vez más, la
historia de algún terrorista suicida (por ejemplo, palestino) educado desde
pequeño para convertirse en un mártir de la causa nacional o islámica…
Historias en sentido contrario, en las que es el hijo quien sacrifica al
padre, no faltan tampoco: por ejemplo, en esas escabrosas películas de
mediodía en que, por ejemplo, un hijo ejemplar termina dando muerte al padre
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El argumento es recreado en uno de los episodios de la serie de dibujos animados Los
Simpson: Homer, el padre de familia, adquiere una langosta con intención de cenársela. Sin
embargo, le pone nombre propio (Tenacitas) y acaba encariñándose con ella. Cuando su
mujer, Marge, intenta convencerle para cocinarla, Homer se resiste heroicamente. Sin
embargo, la langosta (que a los ojos de Homer es un animal doméstico encantador, pero a los
de los demás aparece como un bicho agresivo y peligroso) acaba siendo hervida, y cuando se
la sirven a Homer, se echa a llorar… pero entre lágrima y moqueo se la va zampando con
avidez pantagruélica.
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borracho y violento que maltrata a su madre (todo ello con el aplauso mental
del espectador justiciero). Los mitos nos ofrecen amplias muestras de este tipo
de situación: leímos ya en el Enuma Elish cómo los hijos del océano primordial,
Apsu,no vacilan en librarse de su padre. Cansado de sus perpetuas quejas, Ea
soluciona drásticamente su insomnio serenándolo con un encantamiento y
dándole después el sueño eterno…
Otras cosmogonías no son menos crueles. En la que nos ha trasmitido el
poeta griego Hesíodo en su obra Teogonía (compuesta a finales del siglo VIII a.
C. o inicios del VII) se suceden varias generaciones de dioses: del Caos
primordial (similar a Apsu y Tiamat o al Nun egipcio) surgen dos grandes
figuras, la diosa Tierra (en griego Gaia, Gea: ) y el dios Amor (Eros).
De su unión nacerá el primer gran gobernante del universo, el dios Cielo
(Urano), quien a su vez se acuesta con su madre y engendra en ella una larga
serie de dioses. En ella, decimos. Y no es sólo que los engrendre en el interior
de la Tierra: es que tiene la pretensión de que jamás salgan de ella. Como es
lógico, los hijos de Urano no están muy contentos con la idea —y tampoco a su
madre la sublivella. Con notable sangre fría, fabrica una tremenda hoz de acero
y propone a sus retoños que ha llegado el momento de librarse de su padre.
Los demás se acoquinan, pero el menor, Crono, no teme alzar la mano y
empuñar el arma. Cae la noche y con ella Urano, deseoso de unirse con su
Madre. Gea se abre para recibirlo, pero en uno de esos pliegues está oculto,
con su hoz afilada, el pequeño retoño. Un golpe preciso de muñeca y los
genitales de Urano caen como fruta cortada de la rama. De la espuma que de
ellos brota nacerá, al poco tiempo, la diosa del Amor, la bella y dulce Afrodita…
Castrado y destronado Urano, Crono se hace con el poder del Universo
—pero su reinado está también condenado a llegar sin demora a su fin. Crono
se parece a su padre más de lo que quisiera admitir: también él desconfía de
los hijos que engendra con una de sus hermanas, la diosa del roble, Rea. Si
Urano no los dejaba llegar a salir del vientre materno, Crono prefiere engullirlos
según nacen, en terrible estampa inmortalizada por Goya en uno de sus
cuadros más tremendos. Una vez más, la historia se repite: la madre prefiere
solidarizarse con sus hijos que con su marido, y engaña a Crono entregándole
una piedra en vez de su hijo menor, Zeus. Éste crece lejos, a salvo de su
padre, y cuando ya es un buen mozo aparece de incógnito en el hogar paterno,
logrando que Crono lo acepte como su copero. En su labor de barman divino,
Zeus procede a preparar un terrible cocktail que, una vez ingerido, hace que
Crono vomite uno tras otro a todos los hijos que se había comido. (Años más
tarde, el leñador que salva a Caperucita hará algo parecido con el lobo que se
había tragado a la niña y a su abuelita…).
Sigue una tremenda guerra en la que Crono es finalmente derrotado y
Zeus se convierte en el padre de dioses y hombres, en el dios principal de
todos los griegos. Sobre él también pesa la profecía de que algún día uno de
sus hijos, más poderoso que él, lo derrotará… Pero aún no ha llegado ese día,
y la identidad de ese hijo destructor es todavía un enigma.
En esta terrible cosmogonía, cada uno de los hijos se hace con el poder
castrando o derrotando a su padre. Como pasa a menudo en los mitos, lo que
es tabú entre los hombres es costumbre aceptada entre los dioses. De este
modo, se consigue un curioso compromiso entre la ley y el deseo de quebrarla:
el mito nos permite fantasear con la idea del hijo que derroca al padre,
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ponernos en su piel; pero al mismo tiempo nos recuerda que esa conducta,
permitida a los inmortales, nos está terminantemente prohibida a los hombres.
Sin historias de este tipo puede decirse, sin exagerar, que la mitología y
las novelas de cualquier época se quedarían despobladas, como un bosque del
que desaparecen los árboles más frondosos y antiguos. En las actividades nos
animaremos a echar un vistazo más personal a algunas de ellas; pero ahora ha
llegado el momento de volver a nuestros personajes, largo tiempo olvidados:
Telémaco y Ulises.
Dado que es inexcusable estropear la lectura de una obra anticipando el
argumento (eso tan feo que en los foros de Internet llaman spoilers), no vamos
a decir mucho de lo que entre Telémaco y Ulises sucede en la Odisea (salvo lo
que ya hemos leído), ni tampoco de lo que les sucedió más tarde (que es una
historia todavía más paradójica si cabe). Pero en cambio nos sentimos libres, y
francamente animados, para contar algunas cosas curiosas que sucedieron
antes de los hechos que el poema nos narra, y que tal vez a estas alturas
tengan el don paradójico de sorprendernos y, al mismo tiempo, sonarnos
familiares.
Los oyentes que oían salmodiar los poemas homéricos (¿salmodiarlos?:
ni recitarlos ni cantarlos: entonarlos una suerte de sonsonete hipnótico, una
melodía elemental, oceánica, primordial…) conocían, además de lo que
Homero contaba, muchas cosas que habían pasado antes y después. Por
ejemplo, sabían que los héroes que lucharon en Troya no partieron hacia allá
por su gusto, sino obligados por el juramento que habían hecho de defender al
marido de Helena, cualquiera que fuese el que ésta eligiera. No sólo no querían
dejar su casa para partir a luchar a un lugar lejanísimo por una mujer que,
después de todo, jamás sería suya, sino que de hecho hicieron lo posible y lo
imposible por librarse de tal obligación. Los trucos a los que recurrieron no
desmerecen de las artimañas con las que, hasta hace pocos años, cientos de
jóvenes españoles intentaban librarse de la mili (hacerse pasar por locos
peligrosos, fingir alergias tremendas, esforzarse por aplanarse los pies,
hacerse atropellar para partirse una pierna…). Aquiles, conocido después como
el mayor de los héroes griegos, se hizo pasar por niña, y apareció vestido de
tal, entre otras muchas niñas, cuando vinieron a buscarlo. Ulises, haciendo uno
de sus alardes de zorrería, se presentó vestido de mercader para ofrecer a las
nenas todo tipo de chucherías. Confirmando que la cabra tira al monte,
mientras sus compañeras se precipitaban sobre peines, espejitos, telas o útiles
de costura, la niña-Aquiles fue directa a por una (para él) bellísima espada.
Ulises sonrió y, desenmascarado, se lo llevó (quizá de la oreja) a los barcos
que partían hacia Troya.
Pero es que el propio Ulises había, a su vez, intentado por todos los
medios librarse de esta pesada obligación militar, recurriendo a uno de los
trucos más clásicos: fingirse loco. Unció un asno y un buey al arado y con ellos
labraba los campos, sembrándolos luego con sal. Uno de los caudillos griegos,
Palamedes, puso a su prueba su demencia colocando a su hijo recién nacido
ante el surco. Obligado a llevárselo por delante o delatarse, Ulises hizo una
elección muy distinta a la de Agamenón con Ifigenia (o Abrahán con Isaac):
prefirió desistir en su ardid y aceptar su responsabilidad, con tal de salvar a su
único hijo de una muerte prematura e injusta. Eso sí, nunca olvidó que su
amigo Palamedes le había hecho esta amable jugada —y, llegado el momento,
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encontró ocasión sobrada de devolvérsela. (Pero esa es otra historia, y se
cuenta en otra parte…). Si olvidó o perdonó a su hijo el haber sido causa,
involuntaria pero directísima, de su largo exilio e innumerables penalidades, es
algo que ni Homero ni ningún otro han querido contarnos.
No sería ésta la única vez que el padre estuviera a punto de matar al
hijo, o viceversa —o al menos lo pareciera. Pero eso es anticipar
acontecimientos, y por ética y buen gusto nos lo habíamos prohibido. Así que
vamos a volver al primer canto de la Odisea, a ver qué panorama nos presenta.
Como sabemos, la diosa Atenea, ojito derecho de su padre Zeus, aprovecha la
ausencia de su tío Posidón para interceder por su héroe favorito, Ulises, ante el
rey de hombres y dioses. Zeus cede a este capricho, y su hija parte a Ítaca
para visitar al hijo de Ulises y ver qué tal le ha tratado la vida. Encuentra a un
Telémaco ya crecidito (la historia nos sugiere que debía ser ya veintiañero), y,
siguiendo una tradición que ya no nos es extraña, le endosa una serie de
medias verdades y mentiras completas: se hace pasar por el rey de una isla
vecina, un viejo amigo de Ulises. Y le pregunta si es de veras el hijo de su
padre. El trasfondo es claro: ¿cómo podría permitir el hijo de Ulises que unos
pretendientes caraduras se hayan instalado en la casa paterna, consumiendo a
todo trapo las carnes y vinos de su depensa y requebrando (hoy diríamos que
acosando sexualmente) a una Penélope aún muy hermosa que no tiene claro si
es viuda o no? ¿Permitiría acaso eso Ulises? Y, como la pregunta es retórica y
la respuesta evidente, la verdadera pregunta es otra: ¿no está obligado
Telémaco a no ser menos que su padre? Las respuestas de Telémaco tienen
también su miga: ¿es hijo de su padre? Eso me dijo mi madre… Y eso cree él,
pero dejando claro que ha visto tan poco (o tan nada) a ese Ulises del que
tanto hablan todos que apenas puede decirse que lo conozca. Por otra parte,
por famoso que sea el héroe, está muy lejos de ser el padre que él querría
tener: un hombre que estuviera en su casa cuando se le necesita y mantuviera
su reino en paz y orden. El hombre que Telémaco tampoco se ve, por lo menos
de momento, capaz de ser..
Así que como tal héroe no parece que vaya a llegar ni hoy ni mañana (ni
que Telémaco esté preparado para ocupar su hueco), nuestro joven se verá
obligado a salir de viaje, a ver si lo encuentra, o se encuentra a sí mismo, por
esos mundos de Dios. Sus andanzas ocuparán los primeros cantos de la
Odisea, y acaso dieran para un relato propio, lo que algunos han llamado
Telemaquia, la lucha de Telémaco por ajustar cuentas con su difícil posición
como hijo de un héroe ausente y acaso muerto. No está claro si los griegos
conocieron alguna vez un poema independiente sobre las aventuras de
Telémaco; pero si sabemos que un literato francés, François Fénelon, se tomó
la molestia de darles forma de novela más de dos mil años después, con el
título de Las aventuras de Telémaco, hijo de Ulises.
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Actividades
Elige al menos una de estas actividades y desarróllala. Recuerda que no
se trata de responder telegráficamente, sino de meditar o investigar un buen
rato y después redactar de forma clara (y, a ser posible, entretenida) tus
conclusiones.
1. ¿Conoces alguna otra historia en la que un padre y un hijo se enfrenten?
Si no se te ocurre ninguna, puedes buscar información en Internet o en
alguna enciclopedia sobre alguna de estas parejas: el rey Arturo y
Mordred; Wotan y Sigfrido; el doctor Frankenstein y su criatura; Luke
Skywalker y Darth Vader; Ilúvatar y Melkor; Bilbo y Frodo Bolsón
(recuerda la escena del anillo en Rivendel). Cuenta la historia, poniendo
especial atención en estos dos aspectos: por qué se produce el
enfrentamiento entre padre e hijo y cómo se resuelve.
2. Reflexiona si a tu juicio la relación madre-hija es similar a la de padrehijo. ¿Hay también rivalidad entre ambas? ¿Conoces alguna historia,
real o ficticia, en que madre e hija se enfrenten? Si no recuerdas
ninguna, busca información en Internet o en alguna enciclopedia (¿te
suena este enunciado?) sobre alguna de estas parejas u obras:
Clitemnestra y Electra; el romance de Delgadina; La malquerida, de
Jacinto Benavente. Puedes también intentar localizar alguna información
sobre lo que los psicólogos llaman el complejo de Electra.
3. Antes hemos sugerido que Freud no estuvo muy acertado cuando eligió
la historia de Edipo como modelo de agresividad entre padre e hijo.
Busca información sobre esta leyenda y comprueba los siguientes
aspectos: ¿quiere Edipo matar a su padre y casarse con su madre? ¿En
qué circunstancias y por qué mata a Layo y se casa con Yocasta?
Contestadas estas preguntas, plantéate esta última: ¿esta historia habla
del deseo de los hijos de matar a sus padres o de cómo el destino te
obliga a hacer lo que no quieres ni deseas?
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