CARTA AL PADRE Y OTROS ESCRITOS FRANZ KAFKA Digitalizado por http://www.librodot.com Librodot Carta al padre y otros escritos Franz Kafka 2 Indice Carta al padre Preparativos de boda en el campo Fragmentos de cuadernos y hojas sueltas Paralipómenos Carta al padre Queridísimo padre: Hace poco me preguntaste por qué digo que te tengo miedo. Como de costumbre, no supe darte una respuesta, en parte precisamente por el miedo que te tengo, en parte porque para explicar los motivos de ese miedo necesito muchos pormenores que no puedo tener medianamente presentes cuando hablo. Y si intento aquí responderte por escrito, sólo será de un modo muy imperfecto, porque el miedo y sus secuelas me disminuyen frente a ti, incluso escribiendo, y porque la amplitud de la materia supera mi memoria y mi capacidad de raciocinio. A ti la cosa siempre te ha resultado muy sencilla, al menos en la medida en que has hablado de ella delante de mí y delante -indiscriminadamente- de muchos otros. Tú piensas más o menos lo siguiente: has trabajado a destajo tu vida entera, lo has sacrificado todo por tus hijos, muy especialmente por mí, lo que me ha permitido vivir «por todo lo alto», he tenido completa libertad para estudiar lo que me ha apetecido, no tengo motivos de preocupación en cuanto al pan de cada día, o sea, no tengo motivo alguno de preocupación; tú no has exigido a cambio gratitud, conoces «la gratitud de los hijos», pero sí al menos una cierta deferencia, alguna que otra muestra de simpatía; en lugar de eso, yo siempre me he escabullido de tu presencia, refugiándome en mi habitación, en los libros, en amigos chalados, en ideas exaltadas; nunca he hablado abiertamente contigo, nunca me he puesto a tu lado en el templo, jamás te he ido a ver a Franzensbad 1, ni en general he tenido nunca espíritu de familia, no me he ocupado de la tienda ni de tus demás asuntos, te he endosado la fábrica2 y después te he dejado plantado, a Ottla3 la he apoyado en su caprichosa testarudez y mientras que por ti no muevo un dedo (ni siquiera te traigo entradas para el teatro), por los amigos lo hago todo. Si resumes lo que piensas de mí, el resultado es que no me echas en cara nada propia1 Franzensbad era el balneario donde la familia Kafka pasaba regularmente las vacaciones. Se trata de una fábrica de asbesto, de la que Kafka había sido copropietario junto con su cuñado Karl Hermann. Kafka se arrepintió pronto de haberse embarcado (bajo la presión de su familia, que deseaba verle convertido por fin en diligente ciudadano, dedicado sobre todo a acumular dinero) en esa aventura empresarial, que le robaba el poco tiempo de que disponía para escribir, e incluso estuvo muy próximo al suicidio. Al estallar la guerra, la fábrica dejó de producir y en 1917 fue clausurada definitivamente. El padre de Kafka había invertido en ella parte de su capital. 3 La menor de las tres hermanas de Franz Kafka y su hermana preferida. Fue la única de la familia que se casó con un no judío, y tuvo un espíritu animoso e independiente hasta el final de su vida. Se divorció de su marido, para salvarlo a él y a sus hijas de los nazis, y ella murió en la cámara de gas, en Auschwitz, en 1943. (Para más detalles, Alena Wagnerova, Die Familie Kafka, 1997.) 2 2 Librodot Librodot Carta al padre y otros escritos Franz Kafka 3 mente inmoral o malo (a excepción tal vez de mi último proyecto matrimonial), pero sí frialdad, rareza, ingratitud. Y me lo echas en cara de una manera como si fuese culpa mía, como si yo hubiese podido cambiarlo todo con sólo dar un giro al volante, mientras que tú no tienes la menor culpa, como no sea la de haber sido demasiado bueno conmigo. Esta forma tuya habitual de presentar las cosas la considero acertada sólo en el sentido de que yo también creo que tú no tienes en absoluto la culpa de nuestro mutuo distanciamiento. Pero tampoco la tengo yo, en absoluto. Si pudiese llegar a convencerte de ello, entonces sería posible, no una nueva vida, para eso ya tenemos los dos demasiados años, pero sí una especie de paz; sería posible, no que dejaras tus incesantes reproches, pero sí que los suavizaras. Es curioso, pero una cierta idea de lo que quiero decir sí que tienes. Así, por ejemplo, hace poco me dijiste: «Yo siempre te he querido, aunque exteriormente no haya sido contigo como suelen ser otros padres, precisamente porque no sé disimular como otros». Yo, padre, nunca he puesto en duda, en general, tu bondad para conmigo, pero esa observación no la considero acertada. Tú no sabes disimular, eso es cierto, pero sólo por ese motivo querer afirmar que los otros padres disimulan es, o bien puras ganas de no dar el brazo a torcer, y entonces no vale la pena seguir discutiendo, o bien (y de eso se trata realmente, en mi opinión) una forma velada de expresar que algo no funciona entre nosotros y que tú has contribuido, aunque sin culpa, a que así sea. Si realmente es esto lo que piensas, estamos de acuerdo. No digo, naturalmente, que yo sea lo que soy solamente debido a tu influencia. Eso sería muy exagerado (y yo incluso tiendo a esa exageración). Es muy posible que, aunque me hubiese criado completamente fuera de tu influencia, no hubiera llegado a ser la persona que tú habrías deseado. Probablemente hubiera sido un ser débil, pusilánime, vacilante, inquieto, ni un Robert Kafka ni un Karl Hermann, pero completamente distinto del que realmente soy, y tú y yo nos habríamos entendido a las mil maravillas. Yo habría sido feliz de tenerte como amigo, como jefe, como tío, como abuelo, sí, incluso (si bien aquí ya vacilo más) como suegro. Pero justamente como padre has sido demasiado fuerte para mí, sobre todo porque mis hermanos murieron pequeños, las hermanas llegaron mucho después, y yo tuve que resistir completamente solo el primer embate y fui demasiado débil para ello. Compáranos a los dos: yo, para expresarlo muy brevemente, un Löwy con cierto fondo de los Kafka4, pero un fondo que no entra en actividad por la voluntad de vida, de negocios, de conquista, de los Kafka, sino por un aguijón de los Löwy que empuja en otra dirección y de un modo más secreto, más recatado, y que muchas veces deja por completo de empujar. Tú en cambio un auténtico Kafka en fuerza, salud, apetito, volumen de voz, elocuencia, autocomplacencia, sentimiento de superioridad, tenacidad, presencia de espíritu, don de gentes, una cierta generosidad, pero también, como es natural, con todos los defectos y deficiencias, inherentes a esas cualidades, a que te incita tu temperamento y a veces tu irascibilidad. Quizás no seas un Kafka completo en tu visión general del mundo, si te comparo con los tíos Philipp, Ludwig o Heinrich. Esto es curioso, no tengo muy claro este punto. Todos eran más alegres, más naturales, más es4 La madre de Kafka pertenecía a la familia de los Löwy, mucho más culta e intelectual -y también más original: un tío carnal del escritor fue director de la RENFE en Madrid- que los Kafka. (Véase el interesante librito de Anthony Northey, que traduje para la editorial Tusquets en 1989, El clan de los Kafka, con profusión de fotografías.) 3 Librodot Librodot Carta al padre y otros escritos Franz Kafka 4 pontáneos, más vividores, menos estrictos que tú. (En eso, por cierto, he heredado mucho de ti y he administrado la herencia demasiado bien, sin tener, por otra parte, como tienes tú, la necesaria contrapartida en mi forma de ser.) Por otro lado, quizás hayas pasado por otras épocas en este aspecto, quizás hayas sido más alegre, antes de que tus hijos, sobre todo yo, te defraudaran y te agobiaran en casa (cuando llegaba gente extraña, eras distinto), y ahora quizás te hayas vuelto otra vez más alegre, por darte los nietos y el yerno algo de ese calor que los hijos, a excepción tal vez de Valli, no pudieron darte. En cualquier caso éramos tan dispares y en esa disparidad tan peligrosos el uno para el otro que, si se hubiese podido hacer una especie de cálculo anticipado de cómo yo, el niño de tan lento desarrollo, y tú, el hombre hecho y derecho, íbamos a comportarnos recíprocamente, se habría podido suponer que tú me aplastarías simplemente de un pisotón, que no quedaría nada de mí. Sin embargo, no sucedió tal cosa, lo que tiene vida no es predecible, pero quizás haya sucedido algo peor. Y al decirte esto, te ruego encarecidamente que no olvides que ni por lo más remoto he creído yo nunca en una culpabilidad de tu parte. Tú hiciste en mí el efecto que tenías que hacer, pero, por favor, deja de considerar como una malignidad especial mía el hecho de haber sucumbido a ese efecto. He sido un niño miedoso; sin embargo, también era seguramente testarudo, como son los niños; es probable que también me malcriara mi madre, pero no puedo creer que fuese especialmente indócil, no puedo creer que una palabra amable, un silencioso coger-de-lamano, una mirada bondadosa, no hubiese conseguido de mí lo que se hubiese querido. Es verdad que tú, en el fondo, eres un hombre blando y bondadoso (lo que viene a continuación no será una contradicción, sólo hablo del efecto que tu persona hacía en aquel niño), pero no todos los niños tienen la constancia y la valentía de escarbar hasta dar con la bondad. Tú sólo puedes tratar a un niño de la manera como estás hecho tú mismo, con fuerza, ruido e iracundia, lo que en este caso te pareció además muy adecuado, porque querías hacer de mí un chico fuerte y valeroso. Tus métodos de educación de los primeros años, hoy, naturalmente, no los puedo describir por recuerdo directo, pero me los imagino deduciéndolos de los años posteriores y por tu manera de tratar a Felix5. Hay que tener además en cuenta, como agravante, que tú eras entonces más joven, y por tanto más vivo, impetuoso, espontáneo, más despreocupado aún que hoy y que además estabas completamente atado a la tienda y, todo lo más, aparecías ante mi vista una vez al día, haciendo por eso una impresión tanto más fuerte en mí, una impresión que prácticamente nunca quedó reducida a mera costumbre. Sólo tengo recuerdo directo de un incidente de los primeros años. Quizás lo recuerdes tú también. Una noche no paraba yo de lloriquear pidiendo agua, seguro que no por sed, sino probablemente para fastidiar, en parte, y en parte para entretenerme. Después que no sirvieron de nada varias recias amenazas, me sacaste de la cama, me llevaste al balcón y me dejaste allí un rato solo, en camisa y con la puerta cerrada. No quiero decir que estuviese mal hecho, tal vez no hubo entonces realmente otra manera de lograr el descanso nocturno, pero con ello quiero caracterizar tus métodos de educación y su efecto en mí. En aquella ocasión, seguro que fui obediente después, pero quedé dañado por dentro. Lo para mí natural de aquel absurdo pedir-agua y lo inusitado y horrible del serllevado-fuera, yo, dado mi carácter, nunca pude combinarlo bien. Todavía años después sufría pensando angustiado que aquel hombre gigantesco, mi padre, la última instancia, 5 El sobrino de Franz Kafka. También fue asesinado. 4 Librodot Librodot Carta al padre y otros escritos Franz Kafka 5 pudiese venir casi sin motivo y llevarme de la cama al balcón, y que yo, por tanto, no era absolutamente nada para él. Aquello fue sólo un pequeño inicio, pero la sensación de nulidad que muchas veces se apodera de mí (una sensación, por otra parte y en otros aspectos, también noble y fructífera) se debe en mucho a tu influencia. Yo habría necesitado un poco de aliento, un poco de amabilidad, un poco de dejar-abierto mi camino; en lugar de eso tú me lo cerraste, con la buena intención, indudablemente, de que fuese por otro camino. Pero para eso yo no servía. Tú me animabas, por ejemplo, cuando desfilaba y saludaba, pero yo no era un futuro soldado, o me animabas cuando podía comer fuerte o incluso acompañar la comida con cerveza, o cuando sabía cantar canciones que no entendía o repetir como un papagayo tus frases favoritas, pero nada de eso formaba parte de mi futuro. Y es significativo que incluso hoy en el fondo sólo me des ánimos cuando las cosas te afectan también a ti, cuando se trata de tu dignidad personal, que yo estoy ofendiendo (por ejemplo con mis proyectos matrimoniales) o que está siendo ofendida en mi persona (por ejemplo, cuando me insulta Pepa6). Entonces me infundes aliento, me haces recordar lo que valgo, los buenos partidos que yo podría tener perfectamente, y para Pepa la reprobación es total. Pero aparte de que a la edad que tengo ya soy casi insensible a los estímulos, de qué me iban a servir, si sólo llegan cuando no se trata de mí en primer término. En aquella época -y en aquella época en todo momento- hubiera necesitado el estímulo. ¡Si ya estaba yo aplastado por tu mera corporeidad! Me acuerdo, por ejemplo, de cómo muchas veces nos desvestíamos juntos en una cabina. Yo flaco, enclenque, esmirriado, tú fuerte, alto, ancho. Ya en la cabina, mi aspecto me parecía lastimoso, y no sólo delante de ti, sino del mundo entero, pues tú eras para mí la medida de todas las cosas. Pero cuando salíamos de la cabina delante de la gente, yo de tu mano, un pequeño esqueleto, inseguro, descalzo sobre las planchas de madera, con miedo al agua, incapaz de imitar los movimientos natatorios que tú, con buena intención pero en realidad para mi gran oprobio, me enseñabas todo el tiempo, entonces estaba completamente desesperado y todas mis malas experiencias en todos los terrenos venían a coincidir maravillosamente en tales momentos. Cuando más a gusto me encontraba, era si alguna vez tú te desvestías primero y yo podía quedarme solo en la cabina y aplazar el oprobio de la aparición pública hasta que tú venías por fin a ver qué pasaba y me sacabas de allí. Te estaba agradecido porque tú no parecías notar mi angustia, y también estaba orgulloso del cuerpo de mi padre. Por cierto, esa diferencia entre nosotros sigue existiendo hoy de un modo muy similar. En esa misma proporción estaba tu superioridad espiritual. Tú habías llegado tan lejos debido única y exclusivamente a tu propio esfuerzo, por consiguiente tenías ilimitada confianza en tu opinión. Eso para mí, de niño, ni siquiera era tan fascinante como lo fue más tarde para el adolescente. Desde tu butaca gobernabas el mundo. Tu opinión era acertada, cualquier otra era absurda, exaltada, de locos, anormal. Y tu confianza en ti mismo era tan grande que no necesitabas ser consecuente para tener siempre razón. También podía suceder que no tuvieses opinión respecto a un tema y, en tal caso, todas las opiniones posibles a ese respecto eran, sin excepción, erróneas. Podías, por ejemplo, echar pestes contra los checos, luego contra los alemanes, luego contra los judíos, y eso no de una manera selectiva sino en todos los aspectos, hasta que al final el único que quedaba eras tú. Tú estabas dotado para mí de eso tan enigmático que poseen los tiranos, 6 Josef Pollak, cuñado de Kafka, marido de su hermana Valli. 5 Librodot Librodot Carta al padre y otros escritos Franz Kafka 6 cuyo derecho está basado en la propia persona, no en el pensamiento. En cualquier caso, a mí me lo parecía. Es verdad que, frente a mí, desde luego tuviste razón con asombrosa frecuencia; en conversaciones, por supuesto, pues apenas conversábamos, pero también en la realidad. Sin embargo, tampoco era esto algo demasiado inconcebible: yo estaba bajo tu enorme peso, en todo mi pensar, incluido el que no coincidía con el tuyo, y sobre todo en ése. Todos esos pensamientos aparentemente autónomos estaban hipotecados desde un principio por tu juicio desfavorable; soportar eso hasta la realización completa y duradera del pensamiento era casi imposible. No hablo aquí de ningún pensamiento elevado sino de cualquier pequeña empresa de la infancia. Sólo hacía falta ser feliz por cualquier cosa, estar encantado con ella, llegar a casa y decirlo, y la respuesta era un suspiro irónico, un sacudir la cabeza, un tamborileo sobre la mesa: «Yo ya he visto cosas mejores», o «Quién tuviera tus preocupaciones», o «Yo no tengo una mente tan descansada», o «¡Cómprate algo con ello!», u «¡Otro acontecimiento!» Por supuesto que no se te podía pedir que te entusiasmaras con aquellas pequeñeces infantiles, viviendo como vivías lleno de agobio y de preocupaciones. Tampoco se trataba de eso. Se trataba más bien de que, en virtud de tu carácter opuesto al mío, tú por principio a aquel niño tenías qué darle siempre esas decepciones; además, esa oposición no cesaba de aumentar debido a la acumulación de material, de tal manera que al final se impuso como una costumbre, incluso cuando alguna vez opinabas lo mismo que yo; y por último esos desengaños del niño no eran desengaños de la vida corriente sino que, por tratarse de tu persona, medida de todas las cosas, llegaban hasta la médula. El coraje, la decisión, el optimismo, la alegría por esto o por aquello no se mantenían hasta el final cuando tú estabas en contra o incluso cuando uno sólo suponía que tú estabas en contra; y eso se podía suponer en casi todo lo que yo hacía. Esto se refería tanto a los pensamientos como a las personas. Bastaba que yo mostrase un poco de interés por alguna persona -y eso, debido a mi carácter, no sucedía muchas veces- para que tú, sin tener en cuenta mis sentimientos y sin el menor respeto por mi opinión, intervinieras de pronto insultando, calumniando, rebajando. Personas ingenuas e inocentes, como Löwy, el actor de teatro yíddish, tuvieron que pagarlo. Sin conocerle, le comparaste de una manera horrible que ya he olvidado con una sabandija, y, como hacías tantas otras veces con gente que yo estimaba, acudiste enseguida al proverbio de los perros y las pulgas7. Me acuerdo ahora en especial de aquel actor porque lo que dijiste sobre él yo lo anoté entonces con la siguiente observación: «Así habla mi padre de mi amigo (al que no conoce) sólo porque es mi amigo. Esto siempre se lo echaré en cara cuando me haga reproches por mi falta de gratitud y de amor filial». Para mí siempre fue incomprensible tu absoluta falta de sensibilidad para echar de ver qué dolor y qué vergüenza podías causarme con tus palabras y tus juicios de valor, era como si no tuvieses conciencia alguna de tu poder. Por supuesto que yo también te he ofendido a ti con mis palabras, pero yo lo sabía siempre; me dolía, pero no podía dominarme, no podía morderme la lengua, me estaba ya arrepintiendo mientras decía la palabra;, Pero tú te lanzabas sin más al ataque con tus palabras, nadie te daba lástima, ni al decirlas ni después de haberlas dicho; uno estaba completamente indefenso frente a ti. Pero así fue toda tu educación. Tienes, creo, dotes de educador; a una persona de tu misma índole seguramente le habrías sido útil con tu educación; esa persona habría com7 «Quien se acuesta con perros, amanece con pulgas.» 6 Librodot Librodot Carta al padre y otros escritos Franz Kafka 7 prendido cuán sensato era lo que tú le decías, y sin darle más vueltas, lo habría hecho tal cual. Pero para mí, para el niño que yo era, lo que tú me gritabas era como una orden del cielo, no lo olvidaba nunca, quedaba dentro de mí como el método más importante para juzgar el mundo, sobre todo para juzgarte a ti, y en ese punto tu fracaso fue absoluto. Como, de niño, yo estaba contigo sobre todo durante las comidas, tus enseñanzas versaban en gran parte sobre las buenas maneras en la mesa. Lo que llegaba a la mesa había que comerlo, sobre la calidad de la comida no se podía hablar. Pero muchas veces a ti la comida te parecía incomestible; le dabas el nombre de «bazofia»; aquella «bestia» (la cocinera) la había echado a perder. Como tú tenías un apetito enorme y te gustaba comer todo deprisa, muy caliente y a grandes bocados, aquel niño tenía que darse prisa, en la mesa había un lóbrego silencio, interrumpido por amonestaciones: «Primero comer, luego hablar», o «Más deprisa, más deprisa, más deprisa» o «Lo ves, yo he terminado hace tiempo». No se podían roer los huesos, tú sí. No se podía sorber el vinagre, tú sí. Lo importante era cortar el pan en rebanadas regulares, pero que tú lo cortaras con un cuchillo chorreando salsa, eso daba igual. Había que tener cuidado de que no cayera comida al suelo, donde más había al final era debajo de ti. En la mesa sólo había que ocuparse de la comida, pero tú te limpiabas y te cortabas las uñas, afilabas lápices, te limpiabas los oídos con un mondadientes. Padre, por favor, entiéndeme, en sí eso habrían sido detalles sin la menor importancia, y si a mí me agobiaban era sólo porque tú, un ser para mí tan absolutamente determinante, no acatabas los mandamientos que me imponías a mí. Por ello el mundo quedó dividido para mí en tres partes: una en la que yo, el esclavo, vivía bajo unas leyes que sólo habían sido inventadas para mí y que además, sin saber por qué, nunca podía cumplir del todo; después, otro mundo que estaba a infinita distancia del mío, un mundo en el que vivías tú, ocupado en gobernar, en impartir órdenes y en irritarte por su incumplimiento, y finalmente un tercer mundo en el que vivía feliz el resto de la gente, sin ordenar ni obedecer. Yo vivía en perpetua ignominia: o bien obedecía tus órdenes, y eso era ignominia, pues tales órdenes sólo tenían vigencia para mí; o me rebelaba, y también era ignominia, pues cómo podía yo rebelarme contra ti; o bien no podía obedecer, por no tener, por ejemplo, tu fuerza, ni tu apetito ni tu habilidad, y tú sin embargo me lo pedías como lo más natural; ésa era, por supuesto, la mayor ignominia. De este género eran, no las reflexiones, sino los sentimientos de aquel niño. Mi situación de entonces tal vez resulte más clara si la comparo con la de Felix. También a él lo tratas de un modo parecido, e incluso empleas contra él un método educativo especialmente horrible cuando, si al comer ha hecho algo que te parece una porquería, no te contentas con decir como me decías a mí entonces: «¡Qué cerdo eres!», sino que añades: «Un auténtico Hermann», o «Exactamente igual que tu padre». Pero quizás -no se puede decir más que «quizás»- eso no le cause realmente a Felix un daño sensible, pues para él tú sólo eres un abuelo -si bien un abuelo de importancia especial-, no lo eres todo como lo fuiste para mí, aparte de eso Felix tiene un carácter tranquilo, es ya hasta cierto punto un hombre, al que una voz de trueno tal vez pueda aturdir pero no dejarlo marcado por mucho tiempo; y sobre todo él está relativamente poco contigo, y se halla bajo otras influencias, tú eres para él más bien algo entrañable y curioso, algo de donde puede elegir lo que le apetece tomar. Para mí tú no eras algo curioso, yo no podía elegir, tenía que tomarlo todo. Y además sin poder hacer la menor objeción, pues a ti por principio te resulta imposible 7 Librodot Librodot Carta al padre y otros escritos Franz Kafka 8 hablar tranquilamente de algo con lo que no estás de acuerdo o que, simplemente, no procede de ti. Tu carácter dominante no lo permite. En los últimos años lo explicas con tus trastornos cardíacos. Yo no sé que hayas sido alguna vez muy diferente, todo lo más, tus trastornos cardíacos son para ti un recurso con el que ejercer tu dominación de un modo más imperioso, pues el solo hecho de pensar en ellos tiene que reprimir en el otro el menor intento de contradecirte. Esto no es un reproche, claro, sólo la constatación de un hecho. Por ejemplo con Ottla: «Con ésa no se puede hablar, enseguida le salta a uno a la cara», sueles decir tú; pero en realidad no es ella la que salta; tú confundes la cosa con la persona; es la cosa la que te salta a la vista, y tú te formas un juicio al momento sin escuchar a la persona; lo que se pueda aducir después, a ti sólo te puede irritar más, nunca convencerte. Lo único que sale entonces de tu boca es: «Haz lo que quieras; por mí, tienes toda la libertad; eres mayor de edad; no tengo por qué darte consejos», y todo ello con ese tono, ronco y terrible, de la cólera y del más absoluto rechazo, un tono que si hoy me produce menos temblor que en la infancia es sólo porque el exclusivo sentimiento de culpabilidad del niño ha sido parcialmente sustituido por la clara visión de nuestro mutuo desvalimiento. La imposibilidad de unas relaciones pacíficas tuvo otra consecuencia, en el fondo muy natural: perdí la facultad de hablar. Seguramente tampoco habría sido nunca un gran orador, pero el lenguaje fluido habitual de los hombres lo habría dominado. Tú, sin embargo, me negaste ya pronto la palabra, tu amenaza: «¡No contestes!» y aquella mano levantada a la vez me han acompañado desde siempre. Delante de ti -cuando se trata de tus cosas, eres un magnífico orador- adquirí una manera de hablar entrecortada y balbuciente, pero hasta eso era demasiado para ti; finalmente acabé por callarme, al principio tal vez por obstinación, después porque delante de ti no podía ni pensar ni hablar. Y como tú has sido mi verdadero educador, eso repercutió en todos los aspectos de mi vida. Es indudablemente un error curioso que tú creas que yo nunca doy mi brazo a torcer. «Siempre llevando la contraria» no ha sido desde luego mi norma de vida frente a ti, como tú crees y como me echas en cara. Al contrario: si hubiese sido menos obediente, seguro que estarías mucho más contento conmigo. Sin embargo, todas tus medidas pedagógicas han dado en el blanco; no he esquivado ni un solo golpe; tal y como soy, soy el resultado (aparte, claro, de mi constitución y las influencias de la vida) de tu educación y de mi obediencia. El hecho de que, pese a ello, ese resultado sea penoso para ti, más aún, que te niegues conscientemente a ver en ello el resultado de tu educación, se debe a que tu mano y mi material han sido completamente ajenos el uno al otro. Tú decías: «¡No contestes!», queriendo así reducir al silencio las fuerzas desagradables y opuestas a ti que había en mí; pero ese influjo era demasiado fuerte para mí, yo era demasiado obediente, enmudecía por completo, me escabullía de tu presencia y sólo osaba empezar a moverme cuando estaba tan lejos de ti que tu poder, al menos directamente, no llegaba hasta allí. Pero tú estabas allí delante y siempre te parecía que todo te «llevaba la contraria», siendo como era la natural consecuencia de tu fuerza y de mi debilidad. Tus sumamente efectivos y, conmigo al menos, infalibles recursos retóricos en la educación eran: insultos, amenazas, ironía, risa maligna y -curiosamenteautoinculpación. No recuerdo que me hayas insultado a mí directamente y con insultos explícitos. Ni tampoco hacía falta: ¡tenías tantos otros recursos! Además, en tus conversaciones en casa y sobre todo en la tienda, caían sobre otras personas de mi entorno tales oleadas de 8 Librodot Librodot Carta al padre y otros escritos Franz Kafka 9 insultos que, de niño, a veces estaba casi ensordecido por ellos y no tenía motivos para no aplicármelos también a mí, puesto que la gente a la que insultabas no era seguramente peor que yo, y tú no estabas seguramente menos contento con ellos que conmigo. Y también en este punto estaba esa enigmática inocencia tuya que te hacía intangible, tú insultabas sin sentir el menor reparo, y encima rechazabas y prohibías que insultaran los demás. Los insultos los reforzabas con amenazas, y eso sí que ya me concernía directamente. Para mí era horrible por ejemplo la siguiente: «Voy a despedazarte como a un pez», aunque yo sabía que eso no iba seguido de nada malo (cuando era muy pequeño, sin embargo, no lo sabía), pero encajaba casi plenamente con la idea que yo tenía de tu poder el que también fueses capaz de eso. También era horrible cuando corrías dando voces en torno a la mesa para agarrarle a uno, por lo visto no querías hacerlo, pero fingías quererlo y la madre, por fin, parecía salvarlo a uno. A aquel niño le parecía que, una vez más, había conservado la vida gracias a tu clemencia y que el hecho de seguir vivo era un inmerecido regalo tuyo. Aquí hay que situar también tus amenazas por las consecuencias de mi desobediencia. Cuando yo empezaba a hacer algo que no te gustaba y tú me amenazabas con el fracaso, mi respeto a tu opinión era tan grande que ese fracaso, aunque tal vez viniese más tarde, ya era inevitable. Perdí la confianza en lo que hacía. Era inseguro, dubitativo. Cuantos más años iba teniendo, tanto mayor era el material que tú podías presentarme como prueba de mi nulidad; poco a poco empezaste a tener realmente razón, en cierto sentido. Otra vez me guardo de afirmar que yo haya llegado a ser así únicamente por ti; tú sólo reforzaste lo que había, pero lo reforzaste mucho, por ser tan poderoso conmigo y por emplear todo tu poder en ello. Tenías una confianza especial en la ironía como método educativo; además se avenía muy bien con tu superioridad sobre mí. Una amonestación tuya solía tener esta forma: «¿No lo puedes hacer como te estoy diciendo? Te resulta ya demasiado, ¿no? Claro, no tienes tiempo» y cosas similares. Y cada pregunta, acompañada además de una sonrisa y un gesto maliciosos. En cierto modo, se recibía ya el castigo antes de saber que se había hecho algo malo. También eran irritantes aquellas reprimendas en tercera persona, es decir, cuando uno ni siquiera merecía que le dijeran directamente las malas palabras; o sea, cuando tú por ejemplo hablabas formalmente con la madre, pero en realidad conmigo, que estaba allí sentado, y le decías: «Esto, por supuesto, no se le puede pedir a nuestro señor hijo» y cosas semejantes. (La contrapartida fue, por ejemplo, que, estando la madre presente, yo no osaba -y después por costumbre ya ni lo pensaba- preguntarte nada directamente. Para aquel niño era mucho menos peligroso preguntar por ti a su madre, que estaba sentada a tu lado; uno le preguntaba: «¿Cómo está papá?» y así se evitaban sorpresas.) Claro que también se dio el caso de que uno estuviese muy de acuerdo con la más sangrienta ironía, a saber, cuando se refería a otros, por ejemplo a Elli, con la que estuve a malas durante años. Para mí era una orgía de alevosía y de alegría maligna cuando casi en cada comida decías sobre ella algo así: «¡A diez metros de la mesa tiene que sentarse esta chica, con esas anchuras!», y cuando después, en tu silla, con encono y sin la menor huella de jovialidad o de humor, sino como enemigo encarnizado, tratabas de imitar, exagerando, la enorme repugnancia que te producía el modo que tenía de estar allí sentada. ¡Cuántas veces se repitió esa y otras escenas parecidas, y qué poco has conseguido en la práctica! Creo que ello era debido a que tal despliegue de ira y de enfado no parecía estar en proporción con la cosa en sí, no se tenía 9 Librodot Librodot 10 Carta al padre y otros escritos Franz Kafka la sensación de que la ira viniese causada por esa pequeñez del sentarse-lejos-de-la mesa, sino que estaba presente ya en toda su amplitud desde un principio y sólo por casualidad había elegido aquella ocasión para estallar. Como se estaba convencido de que en cualquier caso se daría un motivo, no se esforzaba uno demasiado, y también había un cierto embotamiento debido a la amenaza continua; pues de que no iba a haber palos, de eso poco a poco se iba estando casi seguro. Uno se volvía un niño gruñón, desatento, desobediente, con la mente puesta siempre en la huida, casi siempre huida interior. Así sufrías tú, así sufríamos nosotros. Desde tu punto de vista tenías toda la razón cuando, apretando los dientes y con la risa gutural que le dio a aquel niño una primera idea del infierno, decías amargamente (como dijiste también hace poco a propósito de una carta de Constantinopla): «¡Vaya elementos!» En total desacuerdo con esa actitud frente a tus hijos parecía estar el hecho, muy frecuente, de que te lamentases públicamente. Confieso que de niño no podía comprenderlo en absoluto (de mayor sí) y no veía cómo podías esperar que sintieran compasión por ti. Tú eras tan gigantesco en todos los sentidos; ¿qué podía importarte nuestra compasión o incluso nuestra ayuda? La tenías que despreciar, como nos despreciabas tantas veces a nosotros. Por eso no daba crédito a esos lamentos y les buscaba una segunda intención. Fue más tarde cuando comprendí que de verdad sufrías mucho con los hijos, pero en aquel entonces, cuando, en otras circunstancias, aquellas lamentaciones habrían podido encontrar una sensibilidad infantil, abierta, sin reservas, dispuesta a cualquier ayuda, fueron para mí sólo un método demasiado evidente de educación y de humillación, y en cuanto tal método no excesivamente duro, pero con el nocivo efecto secundario de que el niño se habituó a no tomar muy en serio justamente las cosas que habría debido tomar en serio. Afortunadamente, también había excepciones, casi siempre cuando sufrías en silencio, y el amor y la bondad, con su fuerza, superaban todos los obstáculos y conmovían de un modo inmediato. Eso sí, sucedía raras veces, pero era maravilloso. Por ejemplo, cuando en veranos calurosos te veía fatigado, adormilado en la tienda después de comer, el codo sobre el mostrador, o cuando los domingos llegabas agotado a reunirte con nosotros en el sitio donde veraneábamos; o cuando durante una grave enfermedad de nuestra madre te agarrabas a la librería, temblando por el llanto, o cuando, durante mi última enfermedad, entraste sigilosamente a verme a la habitación de Ottla, te quedaste parado en el umbral, sólo estiraste el cuello para verme en la cama, y para no molestar te limitaste a hacer un gesto con la mano. En tales ocasiones uno se echaba en la cama y lloraba de felicidad, y llora ahora otra vez, al escribirlo. Tienes también un modo especial de sonreír, bellísimo y muy poco frecuente, una sonrisa callada, satisfecha y aprobatoria, que puede hacer completamente feliz a la persona a que va dirigida. Yo no recuerdo que, de pequeño, me haya sido dispensada a mí personalmente alguna vez, pero seguramente que ocurrió, pues por qué me lo ibas a haber negado entonces, cuando yo todavía te parecía desprovisto de culpa y era tu gran ilusión. Por lo demás, esas impresiones placenteras tampoco consiguieron a la larga otra cosa que aumentar mi sentimiento de culpabilidad y hacerme comprender aún menos el mundo. Prefería atenerme a lo que tenía una base efectiva y permanente. Para autoafirmarme un poco frente a ti, en parte también por una especie de venganza, pronto empecé a observar, a catalogar, a exagerar pequeñas ridiculeces que veía en ti. Qué fácilmente, por ejemplo, te dejabas deslumbrar por personas que eran -casi siempre sólo aparentemente superiores 10 Librodot Librodot 11 Carta al padre y otros escritos Franz Kafka a ti, algún consejero imperial o algún otro personaje, y cómo podías hablar de eso continuamente (por otra parte, me dolían también esas cosas, que tú, mi padre, creyeses necesitar tales vanas confirmaciones de tu valía y que te dieras tono con ellas). O también observaba tu afición a las expresiones indecentes, dichas en voz bien alta, riéndote con ellas como si hubieses dicho algo verdaderamente genial, siendo como eran una pequeña y vulgar indecencia (y, una vez más, eso era para mí al mismo tiempo, una expresión de tu vitalidad, que me llenaba de bochorno). Observaciones diversas de este género las hubo naturalmente en cantidad; yo era feliz al hacerlas, me daban ocasión de cuchichear, de bromear. Tú lo notabas a veces, te enfadabas, te parecía alevosía y falta de respeto, pero, créeme, para mí no era otra cosa que un método -inútil, por lo demás- de autodefensa, eran cosas divertidas como las que se cuentan sobre dioses y reyes y que no sólo son compatibles con el más hondo respeto sino incluso inherentes a él. Tú también, por cierto, de acuerdo con la situación, tan semejante, en que te hallabas frente a mí, buscaste una manera de defenderte. Solías llamar la atención sobre lo exageradamente bien que yo vivía y sobre el buen trato que se me daba. Eso es verdad, pero no creo que, dadas las circunstancias, me haya servido de mucho. Es cierto que mi madre era infinitamente bondadosa conmigo, pero para mí todo aquello estaba en relación contigo, o sea, en una relación mala. La madre tenía, inconscientemente, el papel que tiene el montero en la caza. Si, en un caso improbable, tu educación, al generar oposición, aversión o hasta odio, hubiese podido emanciparme de ti, la madre restablecía el equilibrio con su bondad, con sus palabras sensatas (en el caos de la infancia ella fue el arquetipo de la sensatez), con su mediación, y yo estaba otra vez reintegrado en ese círculo tuyo del que si no, para tu provecho y el mío, quizás habría podido evadirme. O también sucedía que no había una reconciliación propiamente dicha, que la madre sólo me protegía de ti a escondidas, me daba, me permitía algo a escondidas, y entonces yo era otra vez para ti ese ser retorcido y falso, que se sabe culpable, y que, por ser tan nulo, hasta aquello a lo que creía tener derecho no lo conseguía sino por caminos sinuosos. Lógicamente me acostumbré entonces a buscar también por esos caminos aquello a lo que, incluso a mi juicio, no tenía derecho. Lo cual volvía a aumentar el sentimiento de culpabilidad. También es verdad que apenas me has pegado alguna vez de verdad. Pero aquellas voces, aquel rostro encendido, los tirantes que te quitabas apresuradamente y colocabas en el respaldo de la silla, todo eso era casi peor para mí. Es como alguien a quien van a ahorcar. Si lo ahorcan de verdad, ha muerto y todo ha terminado. Pero si tiene que ver todos los preliminares del ahorcamiento y sólo cuando le cuelga la soga delante de la cara se entera del indulto, puede que quede dañado para toda la vida. Por si fuera poco, a medida que se iban acumulando aquellas ocasiones en que, según tu criterio claramente manifestado, yo hubiera merecido una paliza, pero gracias a tu indulgencia me había librado de ella por muy poco, iba aumentando en mí otra vez el sentimiento de culpabilidad. Por donde se mirase, siempre incurría en falta frente a ti. Toda la vida me has echado en cara (a solas o delante de otros, para notar lo humillante que era esto último te faltaba por completo la sensibilidad, los asuntos de tus hijos siempre han sido públicos) que, gracias a tu trabajo, he vivido sin privaciones, en medio del confort, la paz y la abundancia. Me refiero a comentarios que deben haber formado literalmente surcos en mi cerebro, como éstos: «A los siete años ya tenía yo que ir por los pueblos con el carretón». «Teníamos que dormir todos en un cuarto.» «Éramos felices 11 Librodot Librodot 12 Carta al padre y otros escritos Franz Kafka cuando teníamos patatas.» «Durante años he tenido llagas en las piernas por faltarme ropa de invierno.» «Bien pequeño ya tenía yo que ir a Pisek, a la tienda.» «En casa no me daban nada, ni siquiera cuando hice el servicio, era yo quien enviaba dinero a casa.» «Y con todo, y con todo: el padre siempre era el padre. ¡Quién sabe esto hoy! ¡Qué sabrán los hijos! ¡Ninguno ha pasado por algo así! ¿Lo comprende esto hoy un hijo?» En condiciones de vida diferentes, esos relatos habrían podido ser una excelente medida educativa, habrían podido dar aliento y ánimos para superar las mismas penalidades y privaciones que tuvo que soportar el padre. Pero no era eso lo que querías, pues, debido a ese esfuerzo tuyo, la situación era diferente; no había ocasión de descollar como tú lo habías hecho. Una ocasión así habría habido que hacerla surgir mediante la violencia y la subversión, uno habría tenido que escaparse de casa (suponiendo que se hubiese tenido la decisión y la fuerza necesarias para ello y que la madre no lo hubiese impedido por otros medios). Pero tú no querías nada de eso, todo eso tú lo llamabas ingratitud, exaltación, desobediencia, traición, locura. Es decir, mientras que por un lado invitabas a ello poniéndote como ejemplo, contando historias y avergonzando a los demás, por otro lado lo prohibías severísimamente. De no ser así, en el fondo deberías haber estado encantado con la aventura de Zürau de Ottla8, si se prescinde de los detalles secundarios. Ella quería volver a ese ambiente rural del que tú procedías, quería tener trabajo y privaciones, como tú habías tenido, no quería disfrutar de los resultados de tu trabajo, lo mismo que tú fuiste independiente de tu padre. ¿Eran ésas unas intenciones tan horribles? ¿Estaban tan lejos de tu ejemplo y de tus enseñanzas? Bueno, las intenciones de Ottla no resultaron bien al final, quizás las llevó a la práctica de un modo algo ridículo, con demasiado revuelo, no tuvo la suficiente consideración con sus padres. ¿Pero fue culpa exclusiva suya? ¿No fueron también culpables las circunstancias y sobre todo el hecho de que tú te hubieses alejado tanto de ella? ¿Era menor ese alejamiento en la tienda (de eso querías persuadirte a ti mismo más tarde) que después, en Zürau? ¿Y no habría estado ciertamente en tu mano (a condición de que hubieses podido vencerte a ti mismo) el convertir aquella aventura en algo muy bueno si hubieses animado, aconsejado y vigilado a Ottla, o incluso con que sólo hubieses tenido más tolerancia? A raíz de esas experiencias solías decir con amargo humor que vivíamos demasiado bien. Pero en cierto sentido ese humor no era tal. Lo que tú conseguiste luchando, nosotros lo recibimos de ti, pero la lucha por la vida exterior, a la que tú tuviste acceso de inmediato y que nosotros, naturalmente, tampoco podemos eludir, esa lucha tenemos que librarla tarde, en edad adulta, mas con las fuerzas de un niño. No digo que por eso nuestra situación sea necesariamente más desfavorable que la tuya, al contrario, es probable que ambas sean equivalentes (aunque, en esta comparación, prescindamos de los temperamentos básicos), pero sí estamos en desventaja nosotros por no poder jactarnos de nuestras penalidades ni humillar a nadie con ellas, como tú lo has hecho siempre con las tuyas. Tampoco digo que no me hubiese sido posible gozar de los frutos de tu trabajo inmenso y eficaz, revalorizarlos y seguir trabajando con ellos para satisfacción tuya, pero a eso se oponía nuestro mutuo distanciamiento. Yo podía disfrutar lo que tú dabas, pero sólo con sonrojo, cansancio, debilidad, 8 La hermana de Kafka dejó de trabajar en la tienda del padre y tomó a su cargo la explotación de una finca rústica en la localidad de Zürau, en la Bohemia alemana. El escritor, ya enfermo, vivió allí con ella algún tiempo (en 1917 y 1918). 12 Librodot Librodot 13 Carta al padre y otros escritos Franz Kafka sentimiento de culpa. Por eso sólo podía darte las gracias por todo como dan las gracias los mendigos, con hechos no. El primer resultado exterior de toda esa educación fue que yo evitaba cualquier cosa que me recordase tu persona, aunque fuese remotamente. En primer lugar, la tienda. De hecho, sobre todo mientras fui pequeño y era una tienda como otras9, me habría tenido que gustar mucho, estaba animadísima, por la noche se encendían las luces, allí se veían y se oían muchas cosas, se podía echar una mano aquí y allá y hacer méritos, pero sobre todo admirarte a ti, con tu extraordinario talento para el comercio, cómo vendías, cómo tratabas a la gente y les gastabas bromas, eras incansable, en caso de duda sabías enseguida qué decisión tomar, en fin, hasta el verte envolver los géneros o abrir una caja era un espectáculo notable, y en su conjunto, aquello fue sin lugar a dudas una escuela nada reprobable. Pero cuando poco a poco me intimidaste en todos los sentidos, y la tienda y tú vinisteis a ser para mí una misma cosa, aquella tienda ya no resultó acogedora. Cosas que al principio me parecían normales, ahora me hacían sufrir, me abochornaban, sobre todo tu forma de tratar al personal. No sé, quizás fuese así en la mayoría de las tiendas (en la Assecurazioni Generali, por ejemplo, era parecido, en efecto, cuando yo estaba allí; cuando me marché, la explicación que le di al director -sin que fuese verdad pero tampoco completamente mentira- fue que yo no podía soportar aquellos insultos, que por lo demás nunca iban dirigidos a mí; yo tenía una sensibilidad a flor de piel, por mi experiencia familiar), pero las otras tiendas no me interesaban nada cuando era pequeño. A ti, sin embargo, yo te oía vociferar en la tienda, insultar, enfurecerte, de un modo como no ocurría dos veces en el mundo, según pensaba yo entonces. Y no sólo eran aquellos insultos, tu tiranía tenía otras modalidades. Por ejemplo, cuando, con un solo movimiento, tirabas del mostrador al suelo los artículos que no querías que se mezclaran con otros -sólo te disculpaba un poco la inconsciencia de tu furia-, y el empleado tenía que recogerlos. O tu frase constante acerca de un empleado enfermo del pulmón: «¡Que reviente ese perro enfermo!» A los empleados los llamabas «enemigos pagados», y lo eran, pero antes de que lo fueran, tú me parecías haber sido su «enemigo pagador». Allí recibí también la gran lección de que podías ser injusto; en mí mismo, no lo habría notado tan deprisa, se había acumulado demasiado sentimiento de culpabilidad que te daba la razón. Pero allí, tal y como yo lo veía de niño -esa opinión la corregí después un poco, como es natural, pero tampoco demasiado-, había unas personas extrañas que trabajaban para nosotros y que por ese motivo tenían que vivir perpetuamente atemorizadas por ti. Yo exageraba en eso, evidentemente, por suponer sin más que el efecto que causabas en la gente era tan terrible como el que causabas en mí. Si hubiese sido así, indudablemente no habrían podido vivir. Pero como eran gente adulta, casi siempre con unos nervios a toda prueba, se sacudían tranquilamente tus insultos y el daño terminaba siendo mucho mayor para ti que para ellos. Pero a mí eso me hizo no poder soportar la tienda, me recordaba demasiado nuestra propia relación: aun prescindiendo de tu interés como empresario y de tu carácter dominante, como hombre de negocios eras tan superior a todos los que han hecho su aprendizaje contigo, que no podía satisfacerte nada de lo que ellos hacían, y un perpetuo descontento de ese género era el que debías 9 Hermann Kafka, al principio sólo vendía al detalle, después fue convirtiéndose en mayorista, y su tienda (de accesorios del vestido: guantes, corbatas, pañuelos...) proveía a otros comerciantes que revendían en provincias. 13 Librodot Librodot 14 Carta al padre y otros escritos Franz Kafka tener conmigo. Por eso yo estaba forzosamente de parte del personal, también, por cierto, debido a que no comprendía, ya por pura timidez, cómo se podía insultar así a una persona extraña, y por eso, por timidez y en mi propia defensa, quería de una manera u otra reconciliar contigo, con nuestra familia, al personal que yo imaginaba lleno de indignación. Para eso no bastaba ya una actitud normal, correcta, con el personal, ni siquiera una actitud discreta, sino que yo tenía que ser humilde, no sólo saludar el primero, sino, en lo posible, impedir que ellos respondieran al saludo. Y si yo, la persona insignificante, les hubiese lamido las plantas de los pies, todavía no habría bastado eso para compensar la manera como tú, el dueño y señor, arremetías contra ellos. Esa relación que yo empecé a tener entonces con mis semejantes siguió existiendo fuera de la tienda y posteriormente (algo parecido, pero no tan peligroso ni tan arraigado como en mi caso, es, por ejemplo, la propensión de Ottla a tratar con gente pobre, esa manera suya de confraternizar con las criadas, lo que a ti te molestaba tanto, y cosas así). Al final, la tienda casi me infundía miedo y en cualquier caso me era ajena ya mucho antes de empezar el bachillerato y, cuando lo empecé, el proceso siguió avanzando. Además, la tienda me parecía estar muy por encima de mi capacidad, ya que, como tú decías, agotaba incluso la tuya. Entonces trataste (hoy esto me conmueve y me avergüenza) de que mi aversión a la tienda, a tu obra, aversión que tan dolorosa te resultaba, tuviese también su lado un poco agradable para ti, y afirmabas que yo carecía de sentido para los negocios, que tenía ideas más elevadas en la cabeza, etc. Esa explicación, que tú te forzabas a dar, alegraba a mi madre, lógicamente, y yo también me dejé influir por ella, en mi vanidad y mi desamparo. Pero si hubieran sido realmente sólo o sobre todo esas «ideas más elevadas» las que me apartaron de la tienda (que ahora, pero sólo ahora, detesto verdaderamente y sin paliativos), habrían tenido que manifestarse de otra manera, en lugar de dejarme nadar, tranquilo y pusilánime, por las aguas del bachillerato y de la carrera de derecho, hasta que fui a parar definitivamente a la mesa-escritorio del funcionario. Si quería huir de ti, tenía que huir de la familia, incluso de la madre. En ella siempre se podía encontrar protección, pero siempre quedaba todo en relación contigo. Ella te quería demasiado, su fidelidad y adhesión a ti eran demasiado grandes como para poder ser a la larga una fuerza moral independiente en el combate del hijo. Instinto seguro del niño, pues con los años la madre se vinculó aún más estrechamente a ti. Mientras que, en lo concerniente a su persona, mantenía su independencia dentro de unos límites muy estrictos, con gracia y delicadeza y sin ofenderte nunca seriamente, en el transcurso de los años fue aceptando a ciegas, cada vez más plenamente, si bien más con el sentimiento que con la razón, tus juicios y condenas relativas a los hijos, especialmente en el caso grave, por lo demás- de Ottla. Indudablemente no hay que olvidar un solo momento qué molesto, qué extraordinariamente agotador ha sido el papel de nuestra madre en la familia. Se ha matado a trabajar en la casa, en la tienda, ha sufrido por partida doble todas las enfermedades de la familia, pero el coronamiento de todo ello es lo que ha sufrido en su papel de intermediaria entre nosotros y tú. Tú siempre has sido cariñoso y atento con ella, pero en ese aspecto has tenido tan poca consideración como nosotros. La hemos vapuleado sin piedad, tú por un lado, nosotros por otro. Era una distracción, no lo hacíamos con mala intención, pensábamos sólo en la lucha que librábamos, nosotros contra ti, tú contra nosotros, y nos desfogábamos en la madre. Tampoco fue una contribución positiva a la educación de tus hijos la manera como la maltratabas -por 14 Librodot Librodot 15 Carta al padre y otros escritos Franz Kafka supuesto sin culpa ninguna de tu parte por causa nuestra. Eso llegaba a justificar aparentemente nuestra -por lo demás injustificable- conducta para con ella. ¡Cuántos sufrimientos no le habremos infligido nosotros por causa tuya y tú por causa nuestra, sin contar los casos en que tú tenías razón porque nos malcriaba, aunque ese «malcriar» no haya sido seguramente en ocasiones sino un modo silencioso e inconsciente de manifestarse contra tu sistema! Por supuesto que nuestra madre no habría podido soportar todo eso si no hubiese sacado fuerzas de su amor por todos nosotros y de la felicidad que le procura ese amor. Las hermanas me secundaban sólo en parte. La más feliz en su relación contigo era Valli. Siendo la más próxima a su madre, se adaptaba a ti de un modo parecido a ella, sin mucho esfuerzo ni daño. Por tu parte, precisamente porque te recordaba a la madre, la aceptabas con una actitud más benigna, aunque en ella no hubiese mucho material de los Kafka. Pero quizás fuera eso lo que tú querías; donde no había nada de los Kafka, no podías exigir nada de esa índole; ni tampoco tenías la sensación, que tenías con los otros hijos, de que se perdía algo que debía ser salvado por la fuerza. También es posible, por cierto, que nunca te haya gustado mucho el elemento Kafka, cuando se daba en las mujeres. La relación de Valli contigo habría sido todavía más grata si los demás no la hubiésemos perturbado un poco. Elli es el único ejemplo de evasión, casi perfectamente lograda, de tu círculo. De ella es de quien menos lo hubiera esperado, mientras fue pequeña. Era una niña sumamente pesada, cansina, miedosa, descontenta, siempre con sentimiento de culpa, exageradamente humilde, maligna, vaga, comilona, tacaña, yo casi no podía mirarla, ni en modo alguno dirigirle la palabra, tanto era lo que me recordaba a mí mismo, de un modo tan parecido a mí estaba ella bajo el poderoso influjo de tu educación. Sobre todo su tacañería me resultaba odiosa, ya que posiblemente la mía era aún mayor. La tacañería es uno de los síntomas más claros de que se es profundamente desgraciado; yo estaba tan inseguro de todo, que sólo poseía realmente lo que tenía en las manos o en la boca o lo que al menos estaba de camino hacia esos sitios, y eso era justamente lo que a ella, que estaba en una situación parecida, le gustaba más quitarme. Pero todo eso cambió cuando en años jóvenes -esto es lo más importante se marchó de casa, se casó, tuvo hijos, se volvió alegre, despreocupada, valiente, generosa, desinteresada, optimista. Es casi increíble que tú no hayas notado ese cambio y que en cualquier caso no lo hayas apreciado en su justo valor, tan ciego te hace el rencor que siempre le tuviste a Elli y que en el fondo le sigues teniendo, con la única diferencia de que ese rencor es ahora mucho menos actual, puesto que Elli no vive ya en casa y además tu cariño a Felix y el afecto que sientes por Karl han hecho que pierda importancia. Sólo Gerti tiene que pagarlas consecuencias de vez en cuando10. En cuanto a Ottla, apenas me atrevo a escribir sobre ella; sé que así me juego todo el efecto que tengo la esperanza de que produzca esta carta. En circunstancias normales, o sea cuando no está pasando por una dificultad o peligro especiales, lo que sientes por ella es únicamente odio; tú mismo me has admitido que, a juicio tuyo, no cesa de darte disgustos y de hacerte sufrir intencionadamente y que, mientras que tú sufres por su 10 Para que se comprendan los vínculos de familia, téngase en cuenta que Karl (Hermann) era el marido de Elli, y Felix y Gerti los hijos de ambos. La segunda hermana de Franz, Valli, estaba casada con Josef Pollak. De todos ellos, sólo dos no murieron en los campos de exterminio nazis: Karl, que falleció antes, de muerte natural, y Gerti, que se casó y se fue con su marido a la India. 15 Librodot Librodot 16 Carta al padre y otros escritos Franz Kafka culpa, ella está tan satisfecha y tan alegre. O sea, una especie de diablo. Qué monstruosa alienación, mayor aún que la que hay entre tú y yo, tiene que haberse producido entre ella y tú para que sea posible un tan monstruoso desconocimiento de los hechos. Ella está tan lejos de ti que tú ya casi no la ves, y pones un fantasma en el lugar en que imaginas su presencia. Admito que con ella lo has tenido especialmente difícil. No acabo de comprender bien un caso tan complicado, pero comoquiera que sea, ha habido ahí una especie de Löwy, provisto de las mejores armas de los Kafka. Entre nosotros dos no ha habido combate propiamente dicho; yo fui eliminado enseguida. Lo que quedó fue huida, amargura, duelo, lucha interior. Pero vosotros dos siempre estabais en posición de combate, siempre de refresco, siempre rebosando energía. Un espectáculo tan grandioso como desolador. En un principio estuvisteis seguramente los dos muy próximos el uno al otro, pues, de nosotros cuatro, Ottla quizás siga siendo hoy la imagen más perfecta del matrimonio entre nuestra madre y tú y de las fuerzas que concurrieron en él. Yo no sé qué os ha podido privar de la felicidad que supone la concordia entre un padre y una hija, personalmente tiendo a creer que el proceso ha sido semejante al mío. Por tu parte, tu carácter tiránico, por la suya, la testarudez de los Löwy, sensibilidad, sentido de la justicia, inquietud, y todo eso apoyado por la conciencia de fuerza de los Kafka. Posiblemente también yo influí en ella, pero no por propia iniciativa sino por el mero hecho de mi existencia. Además, ella entró la última en una relación de fuerzas ya establecida y se pudo formar su propia opinión a base del abundante material existente. Pienso incluso que durante algún tiempo vaciló en cuanto a su actitud, no sabiendo si arrojarse en tus brazos o en los de tus adversarios, por lo visto no aprovechaste la ocasión en su momento y la rechazaste, pero si hubiese sido posible, habríais sido una pareja llena de armonía. En ese caso yo habría perdido un aliado, pero el veros a los dos habría sido una compensación más que suficiente, además tú habrías dado un gran cambio a mi favor por la dicha inmensa de estar plenamente satisfecho al menos con uno de los hijos. Pero todo esto hoy no es más que un sueño. Ottla no tiene vinculación con su padre, ha de buscar ella sola su camino, como yo, y en la misma medida en que tiene más optimismo, más confianza en sí misma, más salud y más decisión que yo, es para ti más maligna y más traicionera que yo. Y lo comprendo; desde tu punto de vista, ella tiene que ser así. Es más: la propia Ottla es capaz de verse a sí misma con tus ojos, de sentir tu dolor y de estar muy triste -desesperada, no, la desesperación se queda para mí- por ello. En aparente contradicción con todo esto, tú nos ves muchas veces juntos, cuchicheando, riendo, de vez en cuando oyes que hablamos de ti. Nos tomas por unos descarados conspiradores. ¡Menudos conspiradores! Es cierto que, desde siempre, tú has sido un tema fundamental de nuestras conversaciones y de nuestros pensamientos, pero de ningún modo estamos juntos para tramar algo contra ti sino para discutir con la mayor intensidad, de broma y de veras, con cariño, obstinación, ira, rechazo, adhesión, sentimiento de culpa, con todas las fuerzas mentales y anímicas, ese horrible proceso pendiente entre nosotros tres, para discutir juntos en todos sus detalles, desde todas las perspectivas, en todas las ocasiones, de lejos y de cerca, ese proceso en el que tú siempre aseguras que eres el juez, mientras que, al menos en lo esencial (dejo la puerta abierta a todos los errores en que naturalmente puedo incurrir), eres parte interesada, tan débil y ofuscada como nosotros. Un instructivo ejemplo, en este contexto general, de los efectos de tu educación ha sido 16 Librodot Librodot 17 Carta al padre y otros escritos Franz Kafka Irma11. Por una parte era una persona ajena, llegó ya en edad adulta a tu tienda, trató contigo sobre todo como con su jefe, es decir, estuvo sometida a tu influencia sólo en parte y a una edad en que ya se tiene capacidad de resistencia. Pero por otro lado era de tu sangre, te respetaba como al hermano de su padre, y tú tenías sobre ella mucho más ascendiente que el de un simple jefe. Y sin embargo, siendo con su frágil cuerpo tan activa, inteligente, trabajadora, modesta, digna de confianza, desinteresada, fiel, teniéndote cariño como a tío y admiración como a jefe, habiendo demostrado su valía en otros empleos antes y después, para ti no fue una empleada muy buena. Estaba en efecto empujada también, qué duda cabe, por nosotros- respecto a ti en una posición muy próxima a la de una hija, y la fuerza conformadora de tu carácter fue también tan grande con ella que empezó a ser (pero sólo en su trato contigo y es de esperar que sin sufrir tanto como una hija) olvidadiza, descuidada, de un humor negro, quizás incluso algo testaruda, en la medida en que era capaz de serlo, y en todo esto no tengo en cuenta que tenía una salud delicada, que tampoco era feliz en otros aspectos y que pesaba sobre ella la carga de una desoladora vida familiar. Lo que para mí es enormemente significativo en tu relación con ella, tú lo resumiste en una frase que ha llegado a ser clásica entre nosotros, una frase casi sacrílega pero que demuestra muy bien tu inocencia en tu manera de tratar a la gente: « ¡La cantidad de porquería que me ha dejado la difunta, que Dios tenga en su gloria!» Podría describir más esferas de influencia tuya y de la lucha contra ella, pero ahí podría pisar terreno movedizo y tendría que hacer elucubraciones; por otra parte, siempre ha sucedido que, cuanto más te alejas de la tienda y de la familia, tanto más agradable y complaciente eres, tanto más deferente, más compasivo (quiero decir: también exteriormente), del mismo modo que por ejemplo un autócrata, cuando está fuera de las fronteras de su país, no tiene motivos para seguir siendo tiránico y sabe tratar campechanamente a las gentes más humildes. Y en efecto, en las fotografías de grupo de Franzensbad, por ejemplo, tú aparecías siempre grande y jovial, como un rey de viaje, en medio de personillas insignificantes y de gesto huraño. De eso también habrían podido sacar provecho los hijos, pero habrían tenido que ser capaces de notarlo ya de niños, lo que es imposible, y yo por ejemplo no habría tenido que vivir continuamente, como viví en realidad, en el círculo por así decir más recóndito, más reducido, más opresivo, de tu influencia. Con eso no sólo perdí el espíritu de familia, como tú dices; sino que, al contrario, seguí teniendo ese espíritu de familia, aunque negativo en lo esencial, encaminado a liberarme (un proceso que, como es natural, nunca se acaba) interiormente de ti. Pero las relaciones con las personas ajenas a la familia posiblemente sufrieron un deterioro aún mayor debido a tu influencia. Estás en un perfecto error si crees que yo, por amor y lealtad, lo hago todo por los demás, pero, por desapego y perfidia, no hago nada por ti y por la familia. Repito por enésima vez: yo habría sido seguramente, de todos modos, una persona retraída y pusilánime, pero de eso hasta llegar a donde realmente he llegado hay un camino largo y oscuro. (Hasta aquí ha sido relativamente poco lo que he silenciado de modo intencionado en esta carta, pero ahora y más adelante tendré que silenciar algunas 11 Irma era hija de Ludwig Kafka, hermano de Hermann. Tras la muerte de su padre trabajó en la tienda del tío. Era muy amiga de Ottla. Para entender lo violento e inapropiado del comentario de Hermann Kafka, es necesario saber que Irma había muerto en mayo de 1919 de una súbita y fulminante enfermedad. 17 Librodot Librodot 18 Carta al padre y otros escritos Franz Kafka cosas que todavía me resulta dificilísimo admitir -ante ti y ante mí-. Digo esto para que, si aquí y allá el cuadro general llegase a ser un poco difuso, no creas que ello se debe a falta de pruebas: hay pruebas, antes al contrario, que podrían darle a ese cuadro un realismo insoportable. No es fácil encontrar el término medio.) En este punto, basta simplemente recordar cosas pasadas: frente a ti, yo había perdido la confianza en mí mismo, adquiriendo en su lugar un inmenso sentimiento de culpabilidad. (Recordando esa inmensidad escribí yo una vez acertadamente sobre una determinada persona: «Tiene miedo de que la vergüenza le sobreviva»12.) Yo no podía ser instantáneamente distinto cada vez que me juntaba con otras personas, sino que mi sentimiento de culpa se hacía aún mayor frente a ellas, puesto que, como ya he dicho, tenía que desagraviarles por la culpa que tú, con mi parte de responsabilidad, habías contraído con ellas en la tienda. Además tú de todos modos siempre tenías algo que oponer -abierta o reservadamente- a todas las personas que trataban conmigo, también por eso tenía yo que implorar el perdón. La desconfianza que, en la tienda y en la familia, procurabas inculcarme frente a casi toda la gente (dime el nombre de una persona que, de una manera u otra, haya sido importante para mí durante la infancia y tú no la hayas puesto por los suelos al menos una vez) y que a ti, curiosamente, no te producía especial agobio (tú eras lo bastante fuerte para soportarlo, y además puede que eso, en realidad, sólo haya sido el emblema del déspota), esa desconfianza que a mí, de pequeño, no se me aparecía confirmada en ninguna parte, puesto que yo sólo veía personas de una perfección inalcanzable, se convirtió en desconfianza ante mí mismo y en miedo perpetuo a todo lo demás. Así que allí, por regla general, yo desde luego no podía liberarme de ti. El hecho de que tú te engañaras a este respecto se debe quizás a que en el fondo no te enterabas de nada relacionado con mi trato con la gente y, desconfiado y celoso (¿niego yo que me quieras?), te imaginabas que yo tenía que compensar en otro sitio lo que perdía de vida de familia, puesto que era imposible que fuera de ella viviera de la misma manera. Por cierto que, precisamente cuando era pequeño, yo me consolaba un poco en este punto con la desconfianza que sentía frente a mi manera de ver las cosas, y me decía a mí mismo: «Estás exagerando, tienes la sensación, como le pasa siempre a la gente joven, de que la cosa más insignificante es una gran excepción». Pero ese consuelo casi lo he perdido más tarde, según aumentaba mi conocimiento del mundo. Tampoco pude liberarme de ti con el judaísmo. Ahí sí habría sido imaginable una liberación, pero más aún se podría haber pensado que ambos nos hubiéramos encontrado en el judaísmo o incluso que los dos hubiéramos salido unidos de allí. ¡Pero qué judaísmo recibí de ti! En el transcurso de los años he ido adoptando más o menos tres posiciones diferentes respecto a él. De niño me hacía a mí mismo reproches, coincidiendo en eso contigo, por no ir lo bastante al templo, por no ayunar, etcétera. Yo no creía que de esa manera hacía algo contra mí, sino contra ti, y el sentimiento de culpa, que siempre estaba al acecho, me invadía. Más tarde, en la adolescencia, no comprendía cómo tú, con aquel simulacro de judaísmo que poseías, podías hacerme reproches porque yo (aunque sólo fuese por respeto a la tradición, como tú decías) no me esforzaba por practicar un simulacro del mismo género. Era realmente, en lo que yo podía ver, un simulacro, un juego, ni siquiera 12 Se trata de la última frase de El proceso. 18 Librodot Librodot 19 Carta al padre y otros escritos Franz Kafka un juego. Ibas cuatro días al año al templo, estabas allí indudablemente más cerca de los indiferentes que de los que lo tomaban en serio, allí despachabas pacientemente las oraciones como una formalidad, me sumías a veces en el asombro al mostrarme en el libro de oraciones el pasaje que se estaba recitando en ese momento, y por lo demás, con tal de que estuviese en el templo (eso era lo principal), yo podía escabullirme y meterme donde me diera la gana. Así que me pasaba todas aquellas horas bostezando y dormitando (un aburrimiento tan grande sólo lo he vuelto a tener después, creo, en las clases de baile) y procuraba entretenerme un poco con los pequeños cambios que había a veces, por ejemplo cuando abrían el Tabernáculo, lo que siempre me recordaba los puestos de tiro de la feria, cuando se daba en el blanco y se abría una puerta, con la diferencia de que allí siempre salía algo interesante y aquí siempre sólo aquellos pequeños muñecos sin cabeza. Por cierto que allí también pasé mucho miedo, no sólo, como es obvio, por la mucha gente con la que se estaba en inmediato contacto, sino porque tú dijiste una vez de pasada que también a mí me podían llamar para que leyera la Torá. Eso me hizo estar tembloroso varios años. Aparte de eso, no había nada que me molestara gran cosa y me sacara de mi aburrimiento, todo lo más la Barmizwe13, que por otra parte sólo exigía un ridículo esfuerzo de memoria, o sea que acababa en un ridículo examen, y luego, respecto a ti, algunos pequeños sucesos de poca importancia, como cuando te llamaban a leer la Torá y tú salías airoso de ese episodio que, a mi modo de ver, era de índole exclusivamente social, o cuando el día de la conmemoración de los difuntos tú te quedabas en el templo y a mí me mandaban salir, lo que durante mucho tiempo, probablemente por el hecho de que me mandaran salir y por faltarme totalmente una visión más profunda, me produjo la sensación, apenas consciente, de que se trataba de algo inmoral. Así estaban las cosas en el templo, en casa todo era más penoso aún, y se limitaba a la primera velada de Pascua, que se fue convirtiendo cada vez más en una comedia de mucha risa, aunque por influencia de los hijos que iban creciendo. (¿Por qué cediste a esa influencia? Porque fuiste tú quien la provocaste.) De modo que ése fue el material espiritual que me fue legado, a eso se añadía, todo lo más, la mano extendida que señalaba a «los hijos del millonario Fuchs», que estaban en el templo con su padre en las grandes solemnidades. Lo que yo no entendía es qué otra cosa mejor se podía hacer con ese material que deshacerse de él lo antes posible: el acto más respetuoso me pareció que era justamente ese deshacerse de él. Más tarde, otra vez volví a verlo con otros ojos y comprendí por qué tenías derecho a creer que también en este aspecto yo te estaba traicionando arteramente. De tu pequeña comunidad rural, semejante a un gueto, tú te habías traído realmente algo de judaísmo, no era mucho y en la ciudad y durante el servicio militar se fue perdiendo un poco, pero en cualquier caso las impresiones y recuerdos de tu juventud bastaron para hacer posible una especie de religiosidad judía, sobre todo porque tú no estabas muy necesitado de ese género de ayuda, venías de una familia fuerte y saludable y, personalmente, apenas ibas a sufrir el menor trastorno por escrúpulos religiosos, si éstos no se mezclaban demasiado con consideraciones de orden social. En el fondo, la fe que regía tu vida consistía en creer en la absoluta legitimidad de las opiniones de una determinada clase social judía, y por tanto, puesto que esas opiniones eran intrínsecas a tu naturaleza, en creerte a ti mismo. Todavía seguía habiendo en ello bastante judaísmo, pero para seguir transmitiéndoselo a un hijo ya era muy poco, y a medida que lo fuiste entregando se fue perdiendo del todo, 13 La ceremonia de la mayoría de edad religiosa, a los trece años. 19 Librodot Librodot 20 Carta al padre y otros escritos Franz Kafka gota a gota. Eran en parte impresiones intransferibles de la infancia, en parte el temor que me inspiraba tu persona. También era imposible hacerle comprender a un niño, que de puro encogimiento tenía un agudo sentido de la observación, que esas pocas insignificancias que tú llevabas a cabo en nombre del judaísmo con una indiferencia acorde con su insignificancia podían tener una significación superior. Para ti tenían sentido en su calidad de pequeñas reminiscencias de otros tiempos, y por eso querías transmitírmelas a mí, pero, al no tener ya para ti un valor en sí mismas, sólo podías hacer tal cosa mediante la persuasión o la amenaza; eso, por un lado, no podía dar buen resultado, y por otro, como no llegabas a darte cuenta de tu endeble posición en este asunto, tenía que ponerte muy furioso conmigo a causa de mi aparente endurecimiento. Todo esto no es un fenómeno aislado, la situación era muy similar entre una gran parte de la generación judía de la transición, esa generación que emigró del campo, donde el ambiente era todavía relativamente religioso, a la ciudad; sucedió de una manera espontánea, pero a nuestra relación, que desde luego no estaba exenta de aristas cortantes, vino a añadirse otra más y extremadamente dolorosa. Contra eso, tú puedes creer, lo mismo que yo, que también en este punto eres inocente, pero tienes que explicar esa inocencia con tu manera de ser y con los tiempos que te han tocado vivir, y no sólo con las circunstancias exteriores, o sea, no tienes que decir por ejemplo que has tenido demasiado trabajo y demasiadas preocupaciones como para ocuparte también de esas cosas. De ese modo acostumbras a transformar tu indudable inocencia en un injusto reproche a los demás. Eso es muy fácil de refutar siempre, y también en este caso. No se trataba de dar ningún género de enseñanza a tus hijos, sino de vivir una vida que fuera un ejemplo para ellos; si tu judaísmo hubiese sido más intenso, tu ejemplo también habría sido más convincente: esto es evidente e insisto en que no es un reproche, sino sólo un modo de rechazar tus reproches. Hace poco leíste los recuerdos de juventud de Franklin. Te los di yo a leer, en efecto, con toda intención, pero no, como comentaste irónicamente, por un breve pasaje sobre el vegetarianismo, sino por la relación entre el autor y su padre, tal y como allí se describe, y por la relación entre el autor y su hijo, tal y como viene expresada ella misma en esos recuerdos escritos para el hijo. No quiero subrayar detalles aquí. Una cierta confirmación posterior de esta forma mía de ver tu judaísmo me la ha proporcionado tu comportamiento de los últimos años, cuando tuviste la impresión de que yo me dedicaba más a los temas judíos. Como tú tienes de entrada una aversión a todas mis ocupaciones y en especial a mi manera de tomarme interés por las cosas, también la tuviste en este caso. Pero dejando esto aparte, se podría haber esperado que hicieses aquí una pequeña excepción: era judaísmo de tu judaísmo lo que se estaba poniendo en movimiento, y con él, por tanto, la posibilidad de nuevos puntos de contacto entre nosotros. No niego que esas cosas, de haber mostrado tú interés por ellas, justamente por eso me hubiesen podido parecer sospechosas. No se me ocurre en absoluto afirmar que yo sea de un modo u otro mejor que tú a este respecto. Pero no hubo ocasión de hacer la prueba. Al intervenir yo, el judaísmo se te hizo odioso, los escritores judíos, ilegibles, te «repugnaban». Eso podía significar que tú insistías en que sólo era auténtico el judaísmo que me habías mostrado en la infancia, y que fuera de él no había nada. Pero era casi inconcebible que insistieras en eso. Entonces, esa «repugnancia» (aparte de ir dirigida ante todo, no contra el judaísmo, sino contra mi persona) sólo podía significar que tú reconocías inconscientemente la poca consistencia de tu judaísmo y de 20 Librodot Librodot 21 Carta al padre y otros escritos Franz Kafka mi educación judía, que no querías en absoluto que te lo recordaran y que a esos recuerdos respondías con odio declarado. Por otra parte, esa enorme importancia que, negativamente, dabas a mi nuevo judaísmo era muy exagerada; en primer lugar, era portadora de tu maldición, y en segundo lugar, para su desarrollo era decisiva la relación básica con el prójimo, y en mi caso fue, por tanto, mortal. Más certero has sido con tu aversión a mi quehacer literario y a todo lo relacionado con él, y que tú ignorabas. En este punto me había alejado un tanto de ti, efectivamente, y por mis propios medios, aunque eso recordase un poco al gusano que, aplastado por detrás de un pisotón, se libera con la parte delantera y repta hacia un lado. Me encontraba hasta cierto punto a salvo, pude respirar hondo; la aversión que, naturalmente, sentiste de inmediato por mi actividad literaria, en este caso, excepcionalmente, me resultó agradable. Aunque mi vanidad, mi amor propio se resentían ante la acogida, célebre entre nosotros, que reservabas a mis libros: «¡Déjalo encima de la mesilla de noche!» (casi siempre estabas jugando a las cartas cuando llegaba un libro), en el fondo me encontraba a gusto así, no sólo por malicia y rebeldía, no sólo porque me alegraba ver confirmado una vez más lo que yo pensaba sobre nuestra relación, sino también porque esa fórmula, pura y simplemente, me sonaba a una especie de: «¡Ahora eres libre!» Era un engaño, por supuesto, no era libre o, en el caso más favorable, todavía no lo era. Lo que yo escribía trataba de ti, sólo me lamentaba allí de lo que no podía lamentarme reclinado en tu pecho. Era una despedida de ti expresamente demorada, despedida a la que tú me habías obligado, pero que iba en la dirección marcada por mí. ¡Pero qué poca cosa era todo eso! Sólo vale la pena hablar de ello porque ha ocurrido en mi vida -en otro lugar no se la percibiría en absoluto-, y también porque dominó mi vida, en la infancia como presentimiento, luego como esperanza, y después muchas veces como desesperación, dictándome -si se quiere, otra vez adoptando tu figura- mis pocas y pequeñas decisiones. Por ejemplo, el elegir profesión. Sin duda me diste en este punto plena libertad, con tu generosidad e incluso con tu paciencia en este sentido. Pero por otra parte obraste en eso conforme a lo que es normal -y normativo para ti- en la clase media judía en cuanto a los hijos varones, o al menos adoptaste los juicios de valor de esa clase. En eso influyó también, finalmente, uno de tus malentendidos respecto a mi persona. Por tu orgullo de padre, por desconocimiento de mi verdadera existencia, por deducciones sacadas de mi debilidad constitucional, me has considerado siempre enormemente trabajador: en tu opinión, de niño no paraba de estudiar y, más tarde, de escribir. Pues bien, nada más lejos de la verdad. Lo que al contrario puede decirse, exagerando mucho menos, es que yo estudiaba poco y no aprendía nada. Desde luego no tiene nada de extraordinario que en tantos años, con una memoria mediana y una inteligencia no excesivamente limitada, algo haya quedado, pero en cualquier caso el resultado final en cuanto a saber, y sobre todo en cuanto a fundamentación del saber, no puede ser más lamentable en comparación con el derroche de tiempo y dinero en medio de una vida exteriormente tranquila y despreocupada, y en comparación sobre todo con casi toda la gente que conozco. Es lamentable, pero para mí comprensible. Desde que sé pensar he tenido tan hondas preocupaciones relacionadas con la afirmación espiritual de la existencia que todo lo demás me era indiferente. En nuestro país, los estudiantes de bachillerato judíos tienen muchas veces sus rarezas, se dan entre ellos las cosas más inverosímiles, pero esa fría indiferencia mía, encubierta apenas, indestructible, puerilmente desvalida, llevada hasta extremos ridículos, animálicamente satisfecha de sí misma, y en un niño con una 21 Librodot Librodot 22 Carta al padre y otros escritos Franz Kafka imaginación autosuficiente pero fría, no la he vuelto a encontrar en parte alguna, aunque en mi caso personal eso haya sido la única protección contra el desgaste nervioso que produce el miedo y el sentimiento de culpa. No tenía más preocupación que mi propia persona, y ésa con toda clase de variantes. Por ejemplo la preocupación por mi salud; empezaba de manera leve, aquí y allá surgía algún pequeño recelo por algún trastorno digestivo, porque se me caía el pelo, por una desviación de la columna vertebral, etc., aquello iba aumentando con un sinnúmero de matices, y acababa desembocando en una verdadera enfermedad. Pero como yo no estaba seguro de nada, y necesitaba que cada instante me aportara una nueva confirmación de mi existencia, ni había nada que fuera de mi propiedad inequívoca y exclusiva, clara y únicamente determinada por mí, en verdad hijo desheredado, obviamente también se me volvió inseguro lo más próximo, el propio cuerpo; crecí mucho, pero no sabía qué hacer con mi altura, la carga era muy pesada, la espalda se encorvó; casi no me atrevía a moverme ni menos a hacer gimnasia, seguí siendo débil, me parecía un milagro todo lo que yo seguía teniendo, por ejemplo una buena digestión, eso bastaba para que dejara de tenerla, y así estaba el camino totalmente abierto a la hipocondria, hasta que después, con aquel esfuerzo sobrehumano del querercasarme (de eso hablaré después), tuve el vómito de sangre, a lo que puede haber contribuido en buena parte el piso del Schönbornpalais14: piso que sólo necesité por creer que lo necesitaba para escribir, razón por la que también hablo de él en esta carta. O sea, todo eso no venía causado por el exceso de trabajo, como tú te has imaginado siempre. Ha habido años que, contando con una salud perfecta, he pasado más tiempo en el sofá sin hacer absolutamente nada que tú en toda tu vida, incluidas todas las enfermedades. Siempre que yo me marchaba de tu lado por el trabajo que tenía, era casi siempre para ir a tumbarme a mi cuarto. Mi rendimiento, tanto en la oficina (donde, por otra parte, la holgazanería no llama mucho la atención y además se mantenía dentro de ciertos límites debido a mi timidez) como en casa, es mínimo; si te pudieses formar una idea exacta, te quedarías horrorizado. Probablemente no soy vago por disposición natural, pero para mí no había trabajo. Donde yo vivía era un réprobo, un condenado, un vencido, y el huir a otro sitio me suponía, sí, un esfuerzo inmenso, pero no era trabajo, pues se trataba de algo imposible, de algo -con ligeras excepciones- no asequible a mis fuerzas. En esa situación, pues, se me dio libertad para escoger profesión. ¿Pero estaba yo capacitado a esas alturas para hacer uso de tal libertad? ¿Tenía aún la suficiente confianza en mí mismo para llegar a tener una verdadera profesión? La opinión que tenía de mí dependía de ti mucho más que de ninguna otra cosa, de un éxito exterior por ejemplo. Eso era un estímulo que duraba un instante, y fuera de eso, nada; pero en el otro lado, tu peso empujaba cada vez con más fuerza hacia abajo. Nunca aprobaré el primer grado de la escuela elemental, pensaba yo, pero aprobé, hasta me dieron un premio; pero el examen de ingreso en el instituto, ése no lo pasaré, pero lo pasé; pero ahora me suspenden seguro en primero de bachillerato, no, no me suspendieron, y así fui aprobando un curso tras otro. Aquello, sin embargo, no me infundía la menor seguridad, al contrario, siempre estaba convencido -y el rechazo que se veía en tu cara era prueba suficiente de ello- de que cuanto más fuese consiguiendo, tanto peor iba a resultar todo al final. Muchas veces veía 14 En marzo de 1917, Kafka alquiló un apartamento en el Palacio de Schönborn, para escribir con tranquilidad y tener cierta independencia de sus padres. Pero era un caserón húmedo y frío. Hermann Kafka siempre vio en ese piso la causa de la tuberculosis de su hijo. 22 Librodot Librodot 23 Carta al padre y otros escritos Franz Kafka yo mentalmente aquel horrible claustro de profesores (el instituto es sólo el ejemplo más placativo, pero en torno a mí la situación era semejante) que, cuando yo había aprobado primero, o sea en segundo, y cuando había aprobado segundo, o sea en tercero, y así sucesivamente, se reunían para deliberar sobre aquel caso singular que clamaba al cielo, y averiguar cómo yo, el más inepto y en cualquier caso el más ignorante, había logrado llegar solapadamente hasta aquel curso, el cual, puesta ya en mí la atención de todos, lógicamente me vomitaría al momento, para alegría de todos los justos liberados de aquella pesadilla. Vivir con tales ideas no es fácil para un niño. En esas condiciones, ¿qué me importaban las clases? ¿Quién era capaz de hacerme sentir un mínimo de interés por nada? Las clases me interesaban -y no sólo las clases sino todo lo que me rodeaba en aquellos años decisivos- más o menos como le pueden interesar a un estafador de banco, que todavía está en su puesto y tiembla de que le descubran, las pequeñas operaciones bancarias que tiene que seguir realizando a diario en su calidad de empleado del banco. Tan pequeño, tan lejano era todo en comparación con lo esencial. Todo siguió así hasta el examen de reválida, que ése sí que, en parte, lo aprobé de modo fraudulento, y luego todo había acabado, yo era libre. Si a pesar de los límites que impone el instituto, sólo me había ocupado de mí mismo, cuánto más ahora que tenía libertad. Es decir, verdadera libertad para elegir oficio no la había para mí, yo sabía que, en comparación con lo esencial, todo me iba a ser tan indiferente como las asignaturas que estudié en el instituto, así que se trataba de encontrar un oficio que, sin herir demasiado mi vanidad, me permitiese sobre todo seguir teniendo esa indiferencia. Así pues, fue obvio que estudiara derecho. Pequeños intentos en dirección contraria, dictados por la vanidad, por una esperanza absurda, como dos semanas estudiando química, seis meses de filología germánica, sólo confirmaron aquella convicción fundamental. De modo que estudié derecho. Eso significaba que durante los meses anteriores a los exámenes finales, aparte de maltratar poderosamente mis nervios, me alimenté espiritualmente de serrín, masticado además previamente por miles de bocas. Pero en un cierto sentido aquello me gustaba, como me gustó antes en un cierto sentido el instituto y después la oficina, pues todo eso se acordaba perfectamente con mi situación. En cualquier caso, en ese punto yo mostré una asombrosa clarividencia, ya de niño tuve claros presentimientos en lo relativo a carrera y profesión. De allí yo no esperaba la salvación, hacía tiempo que había renunciado a encontrarla por aquel camino. Sin embargo no mostré clarividencia alguna en cuanto a la importancia y a la posibilidad de un matrimonio; ese terror, el mayor de mi vida hasta ahora, se apoderó de mí de un modo casi completamente inesperado. El niño había tenido un desarrollo tan lento que esas cosas estaban fuera de él, demasiado lejos; de vez en cuando había que pensar en ello; pero que en aquel terreno se estuviese preparando una prueba permanente, decisiva e incluso la más amarga de las pruebas, eso no se podía percibir. Pero en realidad, los intentos de contraer matrimonio fueron el más grandioso y esperanzador intento de salvación: grandioso en la misma medida fue después, por otra parte, el fracaso. Como en este terreno todo me sale mal, me temo que tampoco conseguiré hacerte comprender esos proyectos matrimoniales. Y sin embargo el éxito de toda esta carta depende de ello, pues por un lado, en esos intentos concurrían todas las fuerzas positivas de que yo disponía, por otro lado concurrían también en ellos, con una especie de frenesí, todas las fuerzas negativas que he descrito como uno de los resultados de tu educación, o 23 Librodot Librodot 24 Carta al padre y otros escritos Franz Kafka sea, la debilidad, la falta de confianza en mí mismo, el sentimiento de culpa, levantando literalmente una barrera entre el matrimonio y yo. La explicación también me resultará difícil porque, de tanto pensar y darle tantas vueltas a todo eso durante tantos días y tantas noches, basta que lo tenga delante de mí para que se me nuble la vista. Sólo me facilita esta explicación tu manera, en mi opinión completamente equivocada, de entender el asunto. Corregir un poco esa interpretación tuya tan absolutamente errónea no me parece excesivamente difícil. En primer lugar, tú pones los frustrados proyectos de matrimonio a la altura de mis otros fracasos; yo no tendría nada que oponer a ello, a condición de que aceptaras la explicación que he dado de mi fracaso. Está en efecto en esa misma línea, pero tú subestimas la importancia del asunto y la subestimas hasta tal punto que, cuando hablamos los dos de eso, en el fondo estamos hablando de cosas totalmente distintas. Me atrevo a decir que en toda tu vida no te ha sucedido nada que haya tenido para ti una importancia semejante a la que han tenido para mí mis tentativas de matrimonio. Con ello no quiero decir que tú no hayas vivido experiencias tan importantes en sí mismas, al contrario, tu vida ha sido mucho más rica, más llena de preocupaciones y de apremio que la mía, pero precisamente por eso no te ha ocurrido nada semejante. Es como si uno tiene que subir cinco escalones bajos y otro un solo escalón, pero tan alto, al menos para él, como esos otros cinco juntos; el primero no sólo subirá esos cinco sino cien y mil más, habrá llevado una vida intensa y esforzada, pero ninguno de los escalones que ha subido habrá tenido para él una importancia semejante a la que tuvo para el otro aquel escalón primero y único, demasiado alto para las fuerzas de que dispone, un escalón que no puede remontar y más arriba del cual, evidentemente, tampoco llegará nunca. Casarse, fundar una familia, aceptar todos los hijos que vengan, mantenerlos en este mundo inseguro y hasta guiarlos un poco es, estoy convencido, lo máximo que puede conseguir un ser humano. Que aparentemente lo consigan tantos, y tan fácilmente, no es una prueba en contra, pues en primer lugar no son muchos los que realmente lo consiguen, y en segundo lugar, esos no-muchos casi nunca lo «hacen», sino que simplemente es algo que les «sucede»; eso no es, ciertamente, ese grado máximo, pero sigue siendo algo muy grande y muy decoroso (sobre todo porque «hacer» y «suceder» no se pueden separar limpiamente). Y finalmente tampoco se trata en absoluto de ese máximo, sino de una lejana pero aceptable aproximación; no es necesario volar hasta el centro del sol, pero sí arrastrarse hasta algún lugar de la tierra, pequeño y limpio, donde a veces brille el sol y uno pueda calentarse un poco. ¿Cuál era mi preparación? La peor que se pueda imaginar. Se deduce ya de lo dicho hasta ahora. Pero en la medida en que el individuo se prepara directamente a ello y hay una creación directa de las condiciones generales básicas, tú no interviniste gran cosa desde fuera. Tampoco hubiera sido posible que lo hicieras, en ese terreno son determinantes la moral sexual de una clase social, de un pueblo y de una época concreta. Pero de todos modos sí que interviniste ahí, no mucho, pues la condición previa de esa intervención no puede ser sino una sólida confianza mutua, y ésa nos faltaba a los dos hacía ya tiempo en la época decisiva, y tampoco lo hiciste de un modo muy feliz, puesto que nuestras necesidades eran muy diferentes; lo que a mí me fascina, a ti puede dejarte frío, y al revés, lo que para ti es inocencia puede ser culpabilidad para mí, y al revés, lo que para ti carece de consecuencias puede ser la tapa de mi ataúd. Recuerdo que una tarde iba yo de paseo contigo y con la madre, era en la Josephplatz, 24 Librodot Librodot 25 Carta al padre y otros escritos Franz Kafka cerca de donde está hoy el Länderbank, y empecé a hablar de aquellos temas interesantes de una manera tonta y dándome tono, con aires de superioridad, orgulloso, distanciado (no era cierto), frío (era auténtico) y balbuciente, como solía hablar contigo casi siempre, y os eché en cara que no me hubierais explicado esas cosas, que habían tenido que ser los compañeros quienes se encargaron de ello, que me habían acechado peligros graves (en eso mentía descaradamente, como es mi estilo, para hacerme el valiente, porque debido a mi timidez yo no tenía una idea medio clara de esos «peligros graves»), pero al final di a entender que por fortuna ya lo sabía todo, que ya no necesitaba consejos y que todo estaba arreglado. Si había empezado a hablar de eso, era sobre todo porque me apetecía cuando menos hablar de eso, después por curiosidad y por último también para vengarme de vosotros por quién sabe qué cosas. Tú tomaste aquello, de acuerdo con tu carácter, con la mayor naturalidad, te limitaste a decir más o menos que podías darme un consejo acerca de cómo podía practicar esas cosas sin peligro. Quizás quise yo provocar justamente una respuesta así, pues es la que convenía a la lascivia de aquel niño atiborrado de carne y de cosas buenas, sin ninguna actividad física, perpetuamente ocupado consigo mismo, pero sin embargo mi pudor exterior sufrió tal ofensa, o yo creí que tenía que sufrirla, que, contra mi voluntad, ya no pude hablar contigo de aquello y, soberbio e insolente, corté la conversación. No es fácil enjuiciar tu respuesta de entonces, por un lado es de una aplastante y, por así decir, primigenia sinceridad, por otra parte, en lo que respecta a la lección como tal, de una falta de escrúpulos perfectamente moderna. No sé qué edad tenía yo entonces, mucho más de dieciséis años seguro que no. Para un muchacho así era sin duda una respuesta bien extraña, y la distancia entre nosotros dos también resulta evidente si se piensa que aquélla fue en el fondo la primera lección directa sobre la vida que recibí de ti. Pero su verdadera significación, que ya entonces penetró en mi interior y no volvió a emerger hasta mucho más tarde, fue la siguiente: lo que tú me aconsejaste hacer entonces era, en tu opinión y mucho más aún en mi opinión de entonces, lo más sucio que podía haber. Si querías encargarte de que yo no trajese a casa físicamente nada de aquella suciedad, eso era secundario, con ello sólo te protegías tú y tu casa. Lo esencial era, en cambio, que tú te mantenías al margen de lo que aconsejabas, un hombre casado, un hombre puro, que está por encima de esas cosas. Eso probablemente era entonces tanto más grave para mí por el hecho de que también el matrimonio me parecía algo impúdico y por eso me era imposible aplicar a mis padres las generalidades que yo había oído contar sobre el matrimonio. Con ello te volviste aún más puro, te elevaste a una esfera aún más alta. La idea de que, antes de casarte, te hubieses podido dar a ti mismo un consejo semejante me resultaba completamente impensable. Así que en ti no quedaba ni siquiera un pequeño residuo de inmundicia terrestre. Y fuiste precisamente tú quien, con unas cuantas palabras claras, me hundiste en esa inmundicia, como si yo estuviese destinado a ella. O sea, que si el mundo constaba sólo de tu persona y la mía, una idea que me resultaba muy familiar, entonces la pureza del mundo terminaba contigo, y conmigo, en virtud de tu consejo, empezaba la suciedad. En sí era incomprensible que me condenaras de esa manera, sólo una vieja culpa y un hondísimo desprecio de tu parte podían explicarme tal cosa. Y así, una vez más, estaba yo tocado, y muy gravemente, en lo más íntimo de mi ser. Es quizás aquí donde se hace más evidente nuestra falta de culpa. A le da a B un consejo sincero adecuado a su propio concepto de la vida, un consejo no muy hermoso pero que hoy en día es perfectamente normal en una ciudad y que tal vez evite 25 Librodot Librodot 26 Carta al padre y otros escritos Franz Kafka consecuencias nocivas para la salud. Ese consejo no es moralmente muy edificante para B, pero por qué no va a poder superar con el tiempo el daño que eso le haya podido causar, y por lo demás no tiene por qué seguir ese consejo, y en cualquier caso ese consejo no constituye de por sí motivo suficiente para que a B se le derrumbe todo su porvenir. Y sin embargo, algo de ese género es lo que sucede, pero sólo porque tú eres A y yo soy B. Esa falta de culpa de los dos la veo también con toda claridad debido a un choque semejante que volvió a haber entre nosotros, en una situación completamente distinta, unos veinte años después: el hecho como tal fue atroz, pero ya mucho menos nocivo, porque a mis treinta y seis años ¿dónde había en mí nada que todavía pudiera sufrir un daño? Me refiero a una breve explicación que tuvimos uno de aquellos agitados días que siguieron a mi anuncio de mi último proyecto matrimonial. Me dijiste más o menos lo siguiente: «Probablemente se pensó muy bien la blusa que se ponía, de eso entienden mucho las judías de Praga, y, acto seguido, tú decidiste naturalmente casarte con ella. Y además lo antes posible, la semana que viene, mañana, hoy. No te comprendo, eres una persona adulta, vives en una ciudad, y no tienes otro recurso que casarte enseguida con la primera mujer que te sale al paso. ¿No hay otras posibilidades? Si te da miedo, yo mismo iré contigo». Dijiste cosas más claras y más detalladas, pero no me acuerdo de los pormenores, también es posible que tuviese como una nube delante de los ojos, casi me interesaba más mi madre, que, aunque totalmente de acuerdo contigo, cogió no sé qué cosa de la mesa y se marchó con ella de la habitación. Creo que nunca me has humillado más con tus palabras y que nunca me has mostrado más claramente tu desprecio. Cuando veinte años antes hablaste conmigo de un modo parecido, hasta se habría podido ver en ello, desde tu perspectiva, un cierto respeto ante ese adolescente precoz que, en tu opinión, ya podía ser introducido sin más rodeos en la vida. Hoy esa consideración que tuviste entonces sólo podría acrecentar el desprecio, pues el adolescente que entonces tuvo un primer arranque se ha quedado atascado y hoy no lo ves enriquecido por una sola experiencia sino veinte años más deplorable. El haberme decidido por una chica no significaba nada para ti. Tú siempre habías refrenado (inconscientemente) mi capacidad de decisión y ahora creías saber (inconscientemente) el valor que tenía. No sabías nada de mis intentos de salvarme en otras direcciones, por eso tampoco podías saber nada del proceso mental que me había llevado a ese proyecto de matrimonio, tenías que tratar de adivinarlo y adivinaste, conforme a la opinión general que tenías de mí, del modo más repugnante, primitivo, grotesco. Y no vacilaste un instante en decírmelo de un modo exactamente igual. La afrenta que así me hacías no era nada para ti en comparación con la afrenta que, en tu opinión, iba a hacerle yo a tu buen nombre con ese matrimonio15. Tú, indudablemente, puedes replicarme muchas cosas a propósito de mis proyectos matrimoniales y así lo has hecho: que no puedes tener mucho respeto de mi decisión después de haber roto y haber rehecho dos veces el compromiso con F.16, después de haberos obligado, a la madre y a ti, a ir dos veces inútilmente a Berlín para la pedida, etc. Todo eso es verdad, pero ¿cómo llegó a producirse todo eso? 15 Alusión a la humilde condición social de Julie Wohryzek. Felice Bauer pertenecía a una familia de la burguesía media judía de Berlín, tenía un cargo directivo en una empresa de dictáfonos, era activa y enérgica y, por todo ello, la esposa ideal para Kafka, según los padres del escritor. Todo lo contrario de Julie Wohryzek. 26 16 Librodot Librodot 27 Carta al padre y otros escritos Franz Kafka La idea que sustentaba los dos proyectos matrimoniales fue totalmente correcta: fundar un hogar, independizarme. Una idea que te resulta simpática, sólo que luego, en la realidad, viene a ser como ese juego infantil en que uno coge la mano del otro y hasta la aprieta diciendo a voz en grito: «¡Eh, márchate, márchate! ¿Por qué no te vas?» Lo que en nuestro caso se complica además por el hecho de que ese «¡Márchate!» tú desde siempre lo has dicho sinceramente, puesto que, también desde siempre y sin saberlo tú mismo, me has retenido o, más exactamente, me has tenido bajo tu férula, sólo en virtud de tu forma de ser. Aunque de modo casual, ambas jóvenes habían sido extraordinariamente bien elegidas. Otro signo más de tu absoluta falta de idea es el hecho de que puedas creer que yo, el pusilánime, vacilante, suspicaz, me decida de sopetón, por ejemplo porque me encante una blusa, a casarme. Ambos matrimonios habrían sido, por el contrario, matrimonios de razón, en el sentido de que día y noche, la primera vez años, la segunda meses, empleé en ese proyecto toda mi capacidad de raciocinio. Ninguna de esas jóvenes ha sido un desengaño para mí, sólo yo lo he sido para ellas dos. La opinión que me merecen es hoy exactamente la misma que me merecían entonces, cuando quise casarme con ellas. Ni tampoco ha sido el caso que yo no haya tenido en cuenta en el segundo intento las experiencias del primero, o sea, que haya obrado a la ligera. Simplemente, los casos fueron muy distintos, precisamente las experiencias anteriores me podían dar esperanzas en el segundo caso, que de todos modos tuvo muchas más posibilidades de realización que el primero. En detalles no quiero entrar aquí. ¿Por qué, entonces, no me he casado? Había obstáculos concretos, pero la vida consiste justamente en aceptar tales obstáculos. Sin embargo, el obstáculo esencial, independiente por desgracia del caso concreto, es que yo, a todas luces, no soy espiritualmente apto para el matrimonio. Eso se manifiesta en el hecho de que, desde el punto y momento en que decido casarme, no puedo dormir, la cabeza me arde día y noche, ya no vivo, desesperado doy tumbos de un lado a otro. No son realmente preocupaciones la causa de todo ello; sin duda, y de acuerdo con mi carácter melancólico y meticuloso, todo va acompañado de un sinnúmero de preocupaciones, pero éstas no son lo decisivo; las preocupaciones consuman ciertamente la obra, como los gusanos acaban con el cadáver, pero el golpe definitivo viene de otra parte. Es el agobio general que produce el miedo, la debilidad, el desprecio de mí mismo. Voy a tratar de explicarme mejor: en esto, en los proyectos de matrimonio, concurren con más fuerza que en ningún otro aspecto de mi relación contigo, dos cosas aparentemente opuestas. El matrimonio es, sin duda, garantía de la más radical autoliberación e independencia. Yo tendría una familia, lo máximo que se puede alcanzar según mi opinión, o sea, también lo máximo que has alcanzado tú, yo sería igual a ti, toda la antigua y perpetuamente nueva ignominia y tiranía habrían pasado a la historia. Eso sería en efecto maravilloso, pero ahí está también el problema. Es demasiado, tanto no se puede alcanzar. Es como si uno estuviera prisionero y no sólo tuviese intención de evadirse, cosa que tal vez llegase a lograr, sino también, y además al mismo tiempo, de hacer obras para transformar la prisión en un palacete de recreo para uso propio. Pero si se evade, no puede hacer la obra, y si hace la obra, no puede evadirse. Si yo, dada la desdichada relación especial que me une a ti, quiero independizarme, necesito hacer algo que no tenga que ver en lo posible contigo. El matrimonio es sin duda lo más grande y 27 Librodot Librodot 28 Carta al padre y otros escritos Franz Kafka confiere la independencia más noble pero al mismo tiempo está estrechamente ligado a ti. Por eso, querer evadirse por esa vía tiene algo de demencial, y cualquier tentativa casi se paga con la locura. Es precisamente esa estrecha relación la que en parte me hace tan atractivo el matrimonio. Me imagino esa igualdad que surgiría entonces entre nosotros y que tú podrías entender como ninguna otra igualdad, tan positiva porque yo podría ser un hijo libre, agradecido, desprovisto de culpa, recto, tú un padre sin agobios, sin tiranías, comprensivo, satisfecho. Pero precisamente para llegar a eso habría que invalidar todo lo sucedido, o sea, tendríamos que eliminarnos a nosotros mismos. Pero siendo como somos, el matrimonio me está vedado precisamente por ser tu terreno más personal. A veces me imagino un mapamundi completamente desplegado y a ti extendido transversalmente sobre él. Y entonces me parece como si yo sólo pudiese vivir en las zonas que tú no cubres o que no están a tu alcance. Y, conforme a la idea que tengo de tu tamaño, esas zonas no son ni muchas ni muy acogedoras y, concretamente, el matrimonio no se encuentra entre ellas. Esta comparación ya prueba de por sí que no quiero decir en modo alguno que con tu ejemplo me hayas echado fuera del matrimonio, más o menos como me echaste de la tienda. Todo lo contrario, pese a las remotas semejanzas que pueda haber. Vuestro matrimonio ha sido para mí en muchos aspectos ejemplar, ejemplar en fidelidad, ayuda recíproca, número de hijos, e incluso cuando los hijos crecieron y perturbaban cada vez más la tranquilidad, vuestro matrimonio, en cuanto tal, no quedó afectado por ello. Tal vez fue precisamente ese ejemplo el que hizo que me formase una idea tan elevada del matrimonio; si mi deseo de casarme no se ha hecho realidad, eso fue debido a otras razones. La causa está en tu relación con los hijos, de la que trata toda esta carta. Según una opinión extendida, el miedo al matrimonio viene a veces de que se teme que los hijos le hagan pagar a uno más tarde las faltas cometidas con los propios padres. En mi caso, creo, eso no tiene demasiada importancia, pues mi sentimiento de culpa procede en realidad de ti, y además está demasiado impregnado de ese carácter único que le es propio, es más, la sensación de ser algo único pertenece a su torturante esencia: impensable que pueda darse otra vez. Pero, con todo, tengo que decir que a mí me resultaría insoportable un hijo tan mudo, abúlico, seco, decaído; si no me quedara otra salida, yo seguramente huiría lejos de él, emigraría, como querías hacer tú por culpa de mi matrimonio. O sea, mi incapacidad para el matrimonio también puede ser debida a eso. Pero mucho más importante al respecto es el miedo en cuanto a mí mismo. Eso hay que entenderlo del siguiente modo: ya he insinuado que con mi quehacer literario y con todo lo relacionado con esa actividad he hecho pequeñas tentativas de independencia, tentativas de evasión de mínimo éxito, que apenas llevarán más lejos, hay muchas cosas que me lo confirman. Y sin embargo es mi deber, o mejor dicho, la esencia misma de mi vida, velar por ellas, no dejar que se acerque a ellas ningún peligro que yo pueda ahuyentar, y ni siquiera la posibilidad de tal peligro. El matrimonio es la posibilidad de ese peligro, aunque también la posibilidad de su mayor salvaguarda, pero a mí me basta que sea la posibilidad de un peligro. ¡Qué haría yo si el matrimonio fuera en efecto un peligro! ¡Cómo iba a poder seguir viviendo en el matrimonio con la sensación, tal vez indemostrable pero en cualquier caso innegable, de ese peligro! Sin duda, frente a ese dilema puedo vacilar, pero la decisión final está clara, tengo que renunciar. La 28 Librodot Librodot 29 Carta al padre y otros escritos Franz Kafka comparación del pájaro en mano y ciento volando sólo se puede aplicar aquí muy relativamente. En la mano no tengo nada, volando está todo y sin embargo -así lo determinan las condiciones del combate y las necesidades de la vida- tengo que elegir la nada. De modo semejante tuve que proceder al elegir profesión. Pero el mayor impedimento matrimonial es la convicción, ya imposible de eliminar, de que para tener una familia y más aún para dirigirla hace falta todo lo que he visto en ti, y además todo junto, lo bueno y lo malo, orgánicamente reunido como lo está en ti, o sea, fuerza y menosprecio del otro, salud y una cierta desmesura, elocuencia e insuficiencia, confianza en sí mismo y descontento con todos los demás, sentimiento de superioridad y tiranía, conocimiento de las personas y desconfianza respecto a la mayoría de ellas, y luego también cualidades sin ninguna faceta negativa, como laboriosidad, tenacidad, presencia de espíritu, intrepidez. De todo eso yo, en comparación, no tenía nada o muy poco, ¿y osaba casarme, viendo que incluso tú tenías que luchar duramente en el matrimonio y que hasta fracasaste con los hijos? Esa pregunta no me la planteé explícitamente, por supuesto, y tampoco respondo a ella explícitamente, de lo contrario habría intervenido en el asunto la manera habitual de ver las cosas y me habría mostrado otros hombres que, siendo distintos de ti (para mencionar a uno que tienes cerca y es muy diferente: el tío Richard 17), se han casado y desde luego no se han derrumbado bajo esa carga, lo cual ya es mucho y a mí me habría bastado y sobrado. Pero yo esa pregunta no me la formulaba, sino que la vivía desde la infancia. Yo no sólo me ponía a prueba en lo relativo al matrimonio, sino en cosas sin importancia; y en esas cosas sin importancia tú, con tu ejemplo y con tu educación, tal y como he tratado de describirlos, me convenciste de mi incapacidad, y lo que era cierto en cualquier bagatela y te daba la razón, tenía que ser terriblemente cierto en cuanto a lo más grande, el matrimonio. Hasta que hice esos proyectos de matrimonio, viví más o menos como un hombre de negocios, que, aunque preocupado y con malos presentimientos, vive al día sin llevar cuentas exactas. De vez en cuando obtiene pequeños beneficios, que por ser tan poco frecuentes él ensalza y aumenta con la imaginación, y, por lo demás, sólo pérdidas día tras día. Todo lo apunta en los libros de cuentas, pero nunca hace balance. Llega entonces el balance, o sea el proyecto de matrimonio. Y tratándose, como se trata, de tan grandes sumas, es como si nunca hubiese habido el menor beneficio, todo es un único y enorme déficit. ¡Y ahora cásate sin volverte loco! En esto acaba la vida que he llevado contigo hasta ahora, y éstas son las perspectivas de futuro. Una vez visto mi modo de explicar el miedo que te tengo, podrías responder: «Tú afirmas que yo simplifico las cosas cuando te doy toda la culpa de la relación que tengo contigo, pero creo que tú, pese a tus aparentes esfuerzos, simplificas cuando menos tanto como yo y además lo haces de manera mucho más ventajosa para ti. En primer lugar, tú también rechazas cualquier culpa o responsabilidad de tu parte, en eso procedemos, pues, de la misma manera. Pero mientras que yo con toda sinceridad, tal y como lo pienso, te inculpo únicamente a ti, tú quieres ser al mismo tiempo “superlisto” y “superdelicado” absolviéndome también a mí de toda culpa. Esto último, obviamente, sólo lo consigues en apariencia (y eso es lo que quieres), y a pesar de toda tu “fraseología” sobre esencia y 17 Hermanastro de la madre de Kafka. Fue un pequeño comerciante, estaba casado y tenía cuatro hijos. Hermann Kafka miraba con ironía y superioridad a toda esa rama de la familia. 29 Librodot Librodot 30 Carta al padre y otros escritos Franz Kafka naturaleza y contraste y desvalimiento, lo que resulta entre líneas es que yo he sido en realidad el agresor, mientras que tú, todo lo que has hecho, lo hiciste en defensa propia. Con esa falta de sinceridad, ya habrías conseguido bastante, pues has demostrado tres cosas, primero que eres inocente, segundo que yo soy culpable, y tercero que tú, por pura magnanimidad, estás dispuesto no sólo a perdonarme sino incluso -lo que es más pero también menosa probar y hasta a creer -en contra por supuesto de la verdad- que también yo soy inocente. Con eso ya te podría bastar, pero todavía no te basta. Se te ha metido en la cabeza que vives enteramente a mi costa. Admito que luchamos el uno contra el otro, pero hay dos clases de lucha. La lucha entre caballeros, en la que miden las fuerzas adversarios independientes: cada uno está solo, pierde solo, vence solo. Y la lucha del parásito, que no sólo pica sino que chupa instantáneamente la sangre que necesita para vivir. Eso es en el fondo el soldado profesional y eso eres tú también. Eres incapaz de vivir; pero con el fin de instalarte en la vida cómodamente, libre de preocupaciones y sin reprocharte nada, demuestras que yo te he quitado toda la capacidad de vivir y que me la he metido en el bolsillo. Qué te importa entonces no ser capaz de vivir, yo soy el culpable de ello, tú en cambio te tumbas tranquilamente y dejas que yo te arrastre, física y espiritualmente, por la vida. Un ejemplo: cuando hace poco querías casarte, querías al mismo tiempo no casarte, eso lo admites en esta carta, pero, para no complicarte la vida, querías que yo te ayudase a no casarte prohibiéndote ese casamiento por la “deshonra” que tal enlace haría recaer sobre mi apellido. Eso, sin embargo, no se me ha pasado jamás por las mientes. En primer lugar, yo nunca he querido “impedir que seas feliz”, ni en ese punto ni en ningún otro, y en segundo lugar no quiero en absoluto que mi hijo me haga semejante reproche. ¿Pero me ha servido de algo el haberme dominado y haberte dado plena libertad para que te casaras? Mi aversión a ese casamiento no lo hubiera impedido, al contrario, habría sido un estímulo más para que te casaras con esa muchacha, pues la “tentativa de evasión”, como tú lo llamas, habría sido así perfecta. Y el haberte dado permiso para casarte no ha impedido que me hagas reproches, puesto que demuestras que de todos modos soy yo quien tiene la culpa de que no te hayas casado. Pero en el fondo, en este punto y en todos los demás, tú a mí no me has demostrado sino que todos mis reproches estaban justificados y que aún faltaba uno que estaba más justificado que los demás: el reproche de falsedad, de servilismo, de parasitismo. Si no me equivoco, también con esta misma carta estás viviendo a mis expensas, como un parásito». A ello respondo que la totalidad de esa objeción, que en parte puede volverse contra ti mismo, no viene de ti sino de mí, precisamente. Esa desconfianza que tú tienes hacia todo no es, sin embargo, tan grande como la que yo tengo frente a mí mismo y en la que tú me has educado. No le niego una cierta legitimidad a esa objeción tuya, que además aporta nuevos aspectos a la caracterización de nuestras relaciones. Como es natural, las cosas no pueden encajar unas con otras en la realidad como encajan las pruebas en mi carta, la vida es algo más que un rompecabezas; pero con la corrección que resulta de esa objeción, una corrección que no puedo ni quiero exponer con detalle, se ha llegado, a mi juicio, a algo tan cercano a la verdad que nos puede dar a ambos un poco de sosiego y hacernos más fáciles la vida y la muerte. 30 Librodot Librodot 31 Carta al padre y otros escritos Franz Kafka Preparativos de boda en el campo 18 [MANUSCRITO A] I Cuando Eduard Raban llegó, procedente del pasillo, al vano de la puerta del inmueble, vio que estaba lloviendo. Llovía poco. En la acera, justo delante de él, había muchas personas caminando a ritmos diferentes. A veces alguien se separaba y cruzaba la calzada. Una niña llevaba un perrillo cansino en las manos extendidas. Dos señores se decían algo el uno al otro. Uno de ellos tenía vueltas hacia arriba las palmas de las manos y las movía acompasadamente, como si sostuviera algo en peso. Por allí venía una señora, cuyo sombrero estaba sobrecargado de cintas, alfileres y flores. Y pasaba presuroso un joven con un delgado bastón, la mano izquierda, como paralizada, aplastada contra el pecho. De vez en cuando venían hombres que fumaban, con unas nubecillas verticales y alargadas delante de ellos. Tres señores dos de los cuales llevaban en el doblado antebrazo abrigos ligeros- avanzaban desde el muro que formaban las casas hasta el bordillo de la acera, observaban lo que pasaba allí y luego retrocedían de nuevo, conversando. A través de los huecos que quedaban entre los peatones, se veían las piedras de la calzada, uniformemente ensambladas. Y había coches que avanzaban sobre ruedas altas y ligeras, tirados por caballos de tenso cuello. La gente recostada en los acolchados asientos contemplaba en silencio a los peatones, las tiendas, los balcones y el cielo. Cuando un coche adelantaba a otro, los caballos se arremolinaban y el correaje se aflojaba bamboleándose en el aire. Las bestias tiraban del timón del coche, que rodaba ligero con un movimiento oscilatorio, hasta que, acabado de rodear el coche delantero, los caballos volvían a separarse, inclinando sólo el uno en dirección al otro las esbeltas y apacibles cabezas. Algunas personas se acercaban apresuradamente a la puerta del edificio, se detenían sobre el mosaico seco, se daban despacio la vuelta y miraban la lluvia, que caía confusamente, comprimida en aquella calle estrecha. Raban se sentía cansado. Sus labios estaban pálidos, como el rojo descolorido de su gruesa corbata, que llevaba un estampado con arabescos. La señora que estaba junto al quicio de la puerta de enfrente y que hasta entonces había estado mirándose los zapatos, perfectamente visibles bajo la falda que mantenía apretada contra el cuerpo, levantó ahora los ojos hacia él. Lo hizo con indiferencia y además puede que sólo quisiera mirar la lluvia que le caía delante o los pequeños rótulos de empresas comerciales, fijados en la puerta, por encima de su cabello. Raban creyó que miraba con extrañeza. «Bueno -pensó, si pudiera contárselo a ella, no se extrañaría. Es un trabajo tan excesivo el de la oficina, que luego está uno cansado hasta para disfrutar de las vacaciones. Pero por mucho que se trabaje no se puede esperar que lo trate a uno cariñosamente todo el mundo, sino que se está solo, y se es un perfecto desconocido, mero objeto de curiosidad. Y mientras digas se en lugar de yo, no tiene importancia y se puede soltar de corrido la historia, pero en 18 Para todo lo relacionado con la cronología y la génesis de la obra. 31 Librodot Librodot 32 Carta al padre y otros escritos Franz Kafka cuanto te confiesas a ti mismo que eres tú, es como una punzada que te traspasa y estás horrorizado.» Puso en el suelo el maletín reforzado con tela a cuadros y al hacerlo dobló las rodillas. El agua de lluvia corría ya por el borde de la calzada, formando bandas que casi se tensaban al dirigirse a los canales situados a un nivel inferior. «Pero si yo mismo distingo entre se y yo, cómo voy a quearme de los demás. Probablemente no son injustos, pero yo estoy demasiado cansado para comprenderlo todo. Estoy incluso demasiado cansado para caminar sin esfuerzo hasta la estación, aunque el trayecto sea corto. ¿Por qué no me quedo, pues, estas cortas vacaciones en la ciudad, para descansar? Soy un insensato. El viaje me pondrá enfermo, eso bien lo sé. Mi habitación no tendrá comodidades suficientes, en el campo es imposible esperar otra cosa. Además, apenas estamos en la primera quincena de junio, en el campo el aire suele ser aún muy frío. Y aunque me he pensado mucho la ropa que me pongo, tendré que tratar con gente que sale a pasear por la noche. Allí hay estanques, se darán paseos a orillas de esos estanques. Seguro que cogeré un resfriado. En cambio, en las conversaciones voy a lucirme poco. No podré comparar el estanque con otros estanques de un país lejano, puesto que nunca he viajado, y para hablar de la luna y caer en éxtasis y trepar entusiasmado sobre un montón de ruinas, tengo demasiados años para hacer eso sin que se rían de mí.» Las gentes pasaban de largo con las cabezas un poco inclinadas, por encima de las cuales llevaban con desenvoltura los oscuros paraguas. También pasó un coche de carga, en cuyo asiento delantero, lleno de paja, un hombre dejaba caer las piernas tan descuidadamente que un pie casi tocaba el suelo, mientras que el otro descansaba sobre la paja y los trapos. Parecía como si estuviese sentado en un sembrado un día de sol. Sin embargo sostenía atentamente las riendas, de manera que el coche, con barras de hierro que chocaban unas con otras, circulaba bien por entre el gentío. En la humedad del suelo se veía el reflejo del hierro, deslizándose lenta y tortuosamente por el empedrado. El niño pequeño que iba con aquella señora de enfrente estaba vestido como un viejo viñador. Su vestido de pliegues formaba un gran círculo por abajo y, ya casi a la altura de las axilas, estaba sujeto sólo por un cinturón de piel. Su gorra hemisférica le llegaba hasta las cejas y una borla le caía desde el vértice hasta el oído izquierdo. Estaba alegre por la lluvia. Salió corriendo del portal y miró al cielo con los ojos abiertos para recibir aún más lluvia. A menudo daba saltos, de forma que el agua salpicaba mucho y los transeúntes le criticaban severamente. Entonces la señora lo llamó y desde ese momento lo llevó cogido de la mano; pero él no lloraba. Raban se asustó. ¿No era ya tarde? Como llevaba abierto el gabán y la chaqueta, sacó a toda prisa el reloj. Estaba parado. Irritado, le preguntó la hora a un vecino que estaba en el mismo pasillo, un poco más al fondo. El vecino estaba en plena conversación y, en medio de la risa que formaba parte de ella, dijo: «Las cuatro pasadas», y se dio media vuelta. Raban abrió apresuradamente el paraguas y agarró el maletín. Pero cuando quiso poner el pie en la calle, le cortaron el camino unas mujeres que iban deprisa, por lo que él las dejó pasar. Al hacerlo miraba el sombrero de una niña, tejido con paja teñida de rojo y con una pequeña guirnalda verde en el borde ondulado. Seguía recordándolo cuando ya estaba en la calle, que era un poco empinada por la parte hacia donde él quería ir. Luego lo olvidó, pues tenía que hacer un cierto esfuerzo; el 32 Librodot Librodot 33 Carta al padre y otros escritos Franz Kafka maletín le pesaba y el viento soplaba completamente en contra, levantándole el abrigo y deformando por delante las varillas del paraguas. Su respiración se hizo más honda; al fondo de una plaza, un reloj daba las cuatro y cuarto, por debajo del paraguas veía los pasos cortos y ligeros de la gente que venía en dirección contraria, ruedas de coches chirriaban al ser frenadas y rodar más despacio, los caballos estiraban las delgadas patas delanteras, audaces como gamuzas de montaña. Entonces, a Raban le pareció que aguantaría también ese largo y difícil período de las dos semanas siguientes. Pues no son más que quince días, o sea un tiempo limitado, y aunque las molestias sean cada vez mayores, el tiempo que hay que soportarlas se va reduciendo. Eso hace que se tenga más valor. «Todos los que quieren atormentarme y que tienen ocupado por entero el espacio que me rodea se verán obligados a retroceder debido al indulgente transcurso del tiempo, sin que yo haya tenido que ayudarles ni lo más mínimo. Y yo podré ser débil y silencioso, como es lógico que sea, y dejar que hagan conmigo lo que quieran, y no obstante todo acabará bien, por el simple hecho de que los días pasan. »Y además, ¿no puedo hacer lo que hacía siempre de pequeño ante un asunto peligroso? Ni siquiera tengo que ir al campo, no hace falta. Mando allí mi cuerpo vestido. Si sale con paso inseguro por la puerta de mi habitación, ese paso inseguro no denota temor sino su inanidad. Tampoco es nerviosismo si tropieza en la escalera, si viaja sollozando al campo y cena allí llorando. Porque yo, yo estoy acostado durante ese tiempo en mi cama, bien cubierto con una manta de color pardo, expuesto al aire que entra por la habitación poco abierta. Los coches y la gente ruedan y caminan vacilantes sobre el suelo brillante, pues aún estoy soñando. Cocheros y paseantes son tímidos y para cada paso que quieren dar hacia delante me piden permiso con la mirada. Yo les animo, ellos no encuentran obstáculo alguno. »Tengo, tal y como estoy en la cama, la forma de un gran coleóptero, de un ciervo volante o de un abejorro, creo.» Delante de un escaparate, en el que detrás de una vidriera húmeda, colgados de unas barritas, había pequeños sombreros de caballero, se quedó parado mirándolos con los labios fruncidos. «Bueno, mi sombrero bastará para las vacaciones -pensó mientras reanudaba el camino-, y si nadie me aguanta a causa de mi sombrero, tanto mejor. »Un coleóptero de gran tamaño, sí. Yo hacía como si se tratara de un letargo invernal y apretaba las patitas contra mi abombado cuerpo. Y murmuro un pequeño número de palabras, son instrucciones a mi triste cuerpo, que está de pie muy cerca de mí, inclinado. Pronto he terminado: él hace una reverencia, se marcha deprisa y todo lo llevará a cabo inmejorablemente mientras yo descanso en la cama.» Llegó a una gran puerta abovedada, que estaba al final de la calle en cuesta y por la que se pasaba a una plazuela circundada de numerosas tiendas ya iluminadas. En el centro de la plaza, un poco en tinieblas por la luz situada en los bordes, estaba el monumento poco elevado de un hombre sentado en actitud meditativa. La gente se movía como delgadas pantallas ante las luces y, como los charcos prolongaban el brillo en anchura y profundidad, el aspecto de la plaza variaba sin cesar. Raban se adentró mucho en la plaza, pero iba sorteando los carruajes que circulaban por ella, saltaba de piedra seca en piedra seca, levantando mucho la mano que sostenía el paraguas abierto, para ver todo lo que pasaba en torno a él. Hasta que se detuvo junto a un poste con farol -era una parada de tranvía-, colocado sobre una pequeña elevación del 33 Librodot Librodot 34 Carta al padre y otros escritos Franz Kafka pavimento. «Me están esperando en el pueblo. ¿No estarán ya preocupados? Pero no le he escrito en toda la semana que ella lleva en el campo, sólo esta mañana. Al final acaban imaginándome con un aspecto distinto. Puede que piensen que yo me abalanzo sobre la gente cuando les dirijo la palabra, o que me pongo a abrazarles a la llegada; tampoco hago tal cosa. Los voy a enfadar si intento calmarlos. ¡Oh, ojalá pudiera enfadarlos bien al intentar calmarlos!» En aquel momento, un coche sin cortinas pasó a poca velocidad, tras los dos faroles encendidos se veía a dos señoras sentadas en banquetas de cuero oscuro. Una de ellas estaba recostada en el asiento, y el velo del sombrero y la sombra de éste le ocultaban el rostro. Pero el busto de la otra señora estaba erguido; su sombrero era pequeño, bordeado de delgadas plumas. Cualquiera podía verla. Su labio inferior se hundía un poco en la boca. Tan pronto hubo pasado el coche al lado de Raban, una barra de hierro hizo desaparecer de su vista el caballo de reserva de aquel coche, luego un cochero -llevaba un gran sombrero de copa- montado en un pescante de una altura insólita se deslizó por delante de las señoras -eso ya era mucho más lejos-, y el coche de éstas dio luego la vuelta a la esquina de una casa pequeña que ahora era claramente visible, y se perdió de vista. Raban lo siguió con los ojos, inclinando la cabeza, y apoyó el bastón del paraguas en el hombro para ver mejor. Se había metido en la boca el pulgar de la mano derecha y se frotaba los dientes con él. Su maleta estaba a su lado, puesta en el suelo sobre una de las superficies laterales. Los coches corrían de una calle a otra cruzando la plaza, los cuerpos de los caballos volaban horizontalmente como lanzados por una catapulta, pero la breve y repetida inclinación de la cabeza y el cuello denotaban el brío y el esfuerzo que hacían al moverse. Alrededor, en los bordillos de las aceras de las tres calles que allí convergían, había mucha gente ociosa, que golpeaba el pavimento con pequeños bastones. Entre los grupos que formaban, había torrecillas en las que unas muchachas servían limonada, luego pesados relojes, colocados sobre delgadas barras, luego hombres que llevaban sobre el pecho y la espalda grandes carteles en los que con letras multicolores se anunciaban espectáculos, luego recaderos,_ [Laguna de dos páginas.] ... un pequeño grupo de gente. Dos lujosos coches, que atravesando la plaza se dirigían a la calle en cuesta, obligaron a detenerse a algunos señores de aquel grupo, pero detrás del segundo coche -ya lo habían intentado tímidamente detrás del primero- esos señores volvieron a reunirse con los demás, caminando después con ellos por la acera, en larga fila, para meterse después en montón por la puerta de un café, inundada de luz por las bombillas colocadas en lo alto de la entrada. Varios tranvías eléctricos circulaban pesadamente muy cerca, otros estaban al fondo de las calles, confusamente inmóviles. «Qué inclinada va -pensó Raban mirando ahora la fotografía-, nunca está realmente derecha, y puede que tenga la espalda encorvada. Tendré que ocuparme a fondo de eso. Y su boca es anchísima, y aquí sobresale el labio inferior, sin duda alguna, sí, ahora también recuerdo eso. ¡Y el vestido! Por supuesto, yo no entiendo de vestidos, pero esas mangas tan estrechas son feas, eso desde luego, parecen un vendaje. Y el sombrero, con el borde que se aparta de la cara, combándose hacia arriba de un modo diferente en cada sitio. Pero los ojos son bonitos, son marrones, si no me equivoco. ¡Todos dicen que tiene unos 34 Librodot Librodot 35 Carta al padre y otros escritos Franz Kafka ojos bonitos!» Cuando por fin se detuvo un tranvía delante de Raban, pasó mucha gente a su lado en dirección a la escalerilla, con paraguas puntiagudos, poco abiertos, bien sujetos en las manos apretadas contra el hombro. Raban, que llevaba el maletín bajo el brazo, se vio empujado fuera de la acera y pisó con fuerza un charco invisible. En el interior del tranvía, un niño estaba arrodillado sobre el banco y apretaba contra los labios las puntas de los dedos de ambas manos, como si se despidiera de alguien que se marchaba. Algunos pasajeros se apearon y tuvieron que andar unos pasos a lo largo del tranvía para salir de las apreturas. Luego una señora subió al primer escalón, la cola de su vestido, arremangada con ambas manos, le llegaba a la altura de los tobillos. Un señor estaba agarrado a una barra metálica y, con la cabeza erguida, le contaba algo a la señora. Todos los que querían subir se impacientaban. El conductor vociferaba. Raban, que ahora estaba en el extremo del grupo que esperaba, se dio la vuelta, pues alguien había gritado su nombre. -Ah, Lement -dijo despacio, tendiéndole a un joven que se acercaba el dedo meñique de la mano que sostenía el paraguas. -Así que aquí está el novio que viaja a ver a su novia. Parece enamorado hasta los tuétanos -dijo Lement sonriendo con la boca cerrada. -Sí, tienes que perdonarme que me vaya hoy -dijo Raban-. Te he escrito esta tarde. Me hubiera encantado viajar contigo mañana, claro, pero mañana es sábado, todo estará hasta los topes, el viaje es largo. -No importa. Me lo has prometido, pero cuando se está enamorado... Tendré que viajar solo. -Lement había puesto un pie en la acera, el otro en la calzada y apoyaba el cuerpo ora sobre una pierna, ora sobre la otra-. Ahora querías subir al tranvía; se marcha en este momento. Ven, vamos a pie, te acompaño. Hay tiempo de sobra. -Pero oye, ¿no es tarde ya? -No es de extrañar que te preocupes, pero de verdad que tienes tiempo. Yo no me angustio tanto, por eso no he llegado a la cita que tenía ahora con Gillemann. -¿Gillemann? ¿No se va también a vivir al campo? -Sí, él y su mujer, se marchan la semana que viene y precisamente por eso le había prometido a Gillemann encontrarme con él hoy, a la salida de la oficina. Quería darme varias instrucciones sobre la instalación de su casa, por eso tenía que verle. Pero me he retrasado, tenía varias cosas que hacer. Y cuando estaba pensando en ir a su casa, te he visto, me extrañó enseguida ver el maletín y te llamé. Y ahora ya está la tarde demasiado avanzada para hacer visitas, es bastante imposible ir a estas horas a casa de Gillemann. -Por supuesto. Así que voy a tener por allá gente conocida. A la señora Gillemann no la conozco, por cierto. -Y muy guapa que es. Es rubia, y ahora, después de su enfermedad, también pálida. Tiene los ojos más bonitos que he visto nunca. -Dime, por favor, ¿cómo son unos ojos bonitos? ¿Es la mirada? A mí los ojos nunca me han parecido bonitos. -Bueno, puede que haya exagerado un poco. Pero es una mujer guapa. Por la cristalera de un café situado a la altura de la calle se veía a unos señores que leían y comían sentados muy cerca de la ventana, en torno a una mesa triangular. Uno había puesto el periódico sobre la mesa y sostenía en el aire una tacita, mirando de reojo hacia la calle. Detrás de esas mesas adosadas a la ventana, todos los muebles y enseres de aquel 35 Librodot Librodot 36 Carta al padre y otros escritos Franz Kafka salón estaban tapados por los clientes, sentados en pequeños grupos unos junto a otros. [Laguna de dos páginas.] ... «Pero, casualmente, no es un negocio desagradable, verdad. Muchos asumirían esa carga, creo yo.» Llegaron a una plaza bastante oscura que empezaba antes por el lado de la calle donde ellos estaban, pues por el lado de enfrente la calle continuaba. En el lado de la plaza por donde ellos iban había una hilera ininterrumpida de casas, de cuyos extremos salían dos filas de edificios que, muy separados al principio unos de otros, se prolongaban hasta una borrosa lejanía, donde parecían juntarse. Delante de lag casas, pequeñas en su conjunto, había una acera estrecha, no se veían tiendas, por allí no pasaban coches. En un poste de hierro situado casi al extremo de la calle de donde ellos venían, había algunas lámparas fijadas en el interior de dos anillas que colgaban horizontalmente una encima de otra. Entre placas de cristal ensambladas, la llama trapezoidal ardía como en una pequeña cámara, bajo un amplio cono de oscuridad, dejando que a pocos pasos todo siguiera en sombras. -Pero ahora seguro que es tarde, no me lo has querido decir y yo perderé el tren. ¿Por qué? [Laguna de cuatro páginas.] ... -Sí, todo lo más Pirkershofer, y ése. -El nombre aparece en las cartas de Betty, creo, es aspirante a funcionario de ferrocarriles, ¿no? -Sí, aspirante a funcionario y una persona desagradable. Me darás la razón en cuanto hayas visto esa nariz pequeña y gruesa. Te digo que caminar con él por esos campos aburridos... Por cierto, que ya ha conseguido el empleo y la semana que viene, eso creo y espero, se marchará de allí. -Espera, dijiste antes que era mejor que me quedara aquí esta noche. He pensado que eso va a ser difícil. Les he escrito que llego esta noche, me estarán esperando. -Es bien sencillo, les pones un telegrama. -Sí, posible sería, pero quedaría mal que no fuera; además estoy cansado, creo que voy a tomar el tren; si llegara un telegrama, se asustarían. ¿Y todo para qué, adónde íbamos a ir? -Entonces es mejor realmente que te marches. Sólo había pensado... Además, no podría ir contigo hoy, estoy con mucho sueño, había olvidado decírtelo. Me voy a despedir ya, no quiero seguir acompañándote por este parque húmedo, porque además quiero pasar a ver a los Gillemann. Son las seis menos cuarto, todavía se puede hacer una visita alas buenas amistades. Addio. Que tengas buen viaje y saluda a todos de mi parte. Lement se volvió hacia la derecha tendiendo la mano para despedirse, de manera que durante un instante anduvo en dirección opuesta a su brazo extendido. -Adiós -dijo Raban. Todavía a poca distancia exclamó Lement: «Eh, Eduard, me oyes, cierra el paraguas, hace mucho que ha dejado de llover. No he tenido ocasión de decírtelo». Raban no respondió, cerró el paraguas y el cielo se cerró pálido y oscuro sobre él. «¡Si por lo menos -pensó Raban- me equivocara de tren! Entonces me parecería como si la cosa ya hubiera empezado, y si después, una vez aclarado el error, hiciera el viaje inverso y llegara otra vez a esta estación, entonces me encontraría mucho más a gusto. Pero si al final la región es tan aburrida como dice Lement, eso no tiene por qué ser en absoluto una desventaja. Al contrario, uno se quedará más en la habitación y nunca sabrá propiamente dónde está todo el resto de la gente, porque si hay alguna ruina por los 36 Librodot Librodot 37 Carta al padre y otros escritos Franz Kafka alrededores, seguro que se dará un paseo en común a esa ruina, como probablemente ya ha sido acordado algún tiempo antes. Pero en ese caso uno tiene que alegrarse de poder hacer la excursión, por eso no se debe dejar pasar la ocasión. Y si no hay ningún sitio que visitar, entonces tampoco hay que acordar nada antes, porque se espera que todos se reúnan fácilmente cuando de pronto, en contra de lo acostumbrado, se considere bueno hacer una excursión más larga, pues sólo hay que mandar a la muchacha a casa de los otros, que están allí con sus libros o escribiendo una carta y que acogerán la noticia con alegría. Bueno, precaverse contra tales invitaciones no es difícil. Y sin embargo no sé si podré, pues no es tan fácil como a mí me lo parece porque aún viva solo y tenga libertad para hacer lo que me parezca, libertad para volver sobre mis pasos; allí no tendré a nadie a quien hacer visitas cuando quiera, a nadie con quien hacer excursiones fatigosas, que me enseñe el estado de sus mieses o una cantera que está explotando allí. Porque no se está a salvo ni siquiera de los viejos amigos. ¿No ha estado Lement hoy bien amable conmigo? Me ha explicado varias cosas y me ha descrito todo tal como va a presentarse ante mis ojos. Se acercó a hablarme y luego me ha acompañado, aunque no quería nada de mí e incluso tenía otra cosa que hacer. Pero ahora se ha marchado de pronto aunque no he querido ofenderle en modo alguno. Es cierto que me he negado a pasar la tarde por ahí, en la ciudad, pero eso era lógico, eso no puede haberle ofendido, es una persona sensata.» El reloj de la estación dio las seis menos cuarto. Raban se detuvo porque sentía palpitaciones, luego marchó deprisa por el estanque del parque, llegó a un camino estrecho y mal iluminado bordeado de grandes arbustos, fue a dar a una plaza en la que había muchos bancos vacíos apoyados en arbolillos, ya más despacio salió por una abertura de la verja a la calle, la cruzó, llegó de un salto a la puerta de la estación, encontró al poco rato la taquilla y tuvo que llamar con los nudillos en la chapa metálica que hacía de cierre. Apareció entonces el empleado, dijo que el tren estaba a punto de salir, cogió el billete de banco y echó ruidosamente sobre la bandeja de madera el billete solicitado y el dinero de vuelta. Raban quería hacer él la cuenta, porque le parecía que le tenían que haber devuelto más dinero, pero un mozo que iba por allí le empujó por una puerta de cristal hacia el andén. Raban echó una ojeada en derredor, mientras le decía al mozo «¡ Gracias, gracias! », y como no encontró ningún revisor, se montó él solo en el tren por la escalerilla más próxima, poniendo la maleta cada vez sobre el escalón superior y subiendo él detrás, apoyado en el paraguas con una mano y agarrando con la otra el asa de la maleta. El vagón en que se metió tenía mucha claridad por la intensa luz del andén donde estaba parado; delante de algunas ventanas -todas tenían los cristales subidoscolgaba cerca y a la vista una lámpara de arco que hacía un cierto ruido, y las abundantes gotas de lluvia del cristal eran blancas, a veces se movían algunas. Raban oía el ruido del andén, incluso después de haber cerrado la puerta del vagón y haber tomado asiento en el último pequeño espacio libre de un banco de madera de color pardo. Veía muchas espaldas y nucas, y entre ellas, en el banco de enfrente, los rostros reclinados en el respaldo. En algunos sitios salían de pipas y cigarros volutas de humo, una de ellas, ya casi deshecha, pasó rozando el rostro de una muchacha. A menudo, los pasajeros cambiaban de sitio y hablaban entre ellos de esos cambios, o ponían el equipaje, que estaba en una estrecha rejilla azul arriba de un banco, en otra rejilla. Si sobresalía un bastón o el borde guarnecido de metal de una maleta, se le llamaba la atención al propietario. Éste se levantaba y restablecía el orden. Raban también reflexionó y metió su 37 Librodot Librodot 38 Carta al padre y otros escritos Franz Kafka maleta debajo del asiento. A su izquierda, junto a la ventanilla, estaban sentados uno frente a otro dos señores que hablaban de precios de mercancías. «Son viajantes de comercio», pensó Raban, y, respirando con regularidad, los contempló. «El comerciante los envía a las zonas rurales, ellos obedecen, viajan en tren y en cada uno de los pueblos van de tienda en tienda. A veces se trasladan de un pueblo a otro en coche. En ningún sitio pueden quedarse mucho tiempo, porque hay que hacerlo todo a un ritmo acelerado, y no pueden hablar de otra cosa que de los géneros. ¡Con qué alegría va a trabajar uno cuando se tiene un oficio tan agradable!» El de menos edad había sacado de pronto una libreta del bolsillo del pantalón; humedeciendo rápidamente el índice con la lengua, pasó las hojas y leyó después una página entera, pasando por ella de arriba abajo el dorso de la uña. Al levantar la vista miró a Raban, y ahora, al hablar de los precios del torzal, tampoco desviaba de él su rostro, como cuando se fija la mirada en algún punto para no olvidar nada de lo que se quiere decir. Al mismo tiempo bajaba con fuerza las cejas en dirección a los ojos. En la mano izquierda sostenía la libreta semicerrada, con el pulgar en la página leída, para volver a mirarla si hacía falta. La libreta le temblaba en la mano, pues no tenía ese brazo apoyado en ningún sitio y el vagón en marcha golpeaba las vías como un martillo. El otro viajero se había recostado en el banco, escuchaba y asentía a intervalos regulares con la cabeza. Se veía que no estaba de acuerdo en absoluto con todo aquello y que después iba a decir lo que pensaba. Raban ahuecó sobre las rodillas la palma de la mano e inclinándose hacia delante vio la ventana por entre las cabezas de los viajeros, y por la ventana luces que pasaban vertiginosamente, unas por delante de él, otras adentrándose en la lejanía. No entendía nada de lo que decía aquel viajante, ni tampoco entendería nada de la respuesta del otro. Para eso hacía falta mucha preparación, pues era gente que desde joven se dedicaba a comerciar con esos géneros. Cuando se ha tenido tantas veces en la mano una devanadera y se la ha entregado uno tantas veces a la clientela, entonces se sabe el precio y se puede hablar de él mientras los pueblos se nos vienen encima y pasan después de largo, adentrándose en la campiña donde desaparecen para nosotros. Y sin embargo, esos pueblos están habitados, y es posible que los viajantes de comercio vayan allí de tienda en tienda. En una esquina, al otro extremo del vagón, había un hombre alto, que tenía unos naipes en la mano y que gritaba: «Oye, María, ¿has metido también en la maleta las camisas de céfiro?» «Sí, sí», dijo la mujer que estaba sentada enfrente de Raban. Había estado durmiendo un poco, y cuando ahora le despertó la pregunta, respondió con aire de ausencia, como si se lo dijera a Raban. «Usted va a la feria de Jungbunzlau, ¿verdad?», le preguntó el viajante charlatán. «Sí, a Jungbunzlau.» «Esta vez la feria es grande, ¿no es cierto?» «Sí, una gran feria.» Ella tenía sueño, apoyó el codo izquierdo en un hatillo azul y la cabeza descansó con todo su peso sobre la mano, que oprimía la carne de la mejilla hasta el pómulo. «¡Qué joven es!», dijo el viajante. Raban sacó del bolsillo del chaleco el dinero que le habían dado en la ventanilla y lo volvió a contar. Cada moneda la mantenía derecha largo tiempo entre el pulgar y el índice y la hacía girar con la punta del índice sobre el lado interior del pulgar. Contempló largo tiempo la efigie del Káiser, entonces le llamó la atención la corona de laurel y la manera como, con nudos y lazos, mantenía sujeta una cinta en la nuca. Comprobó por fin que la suma era correcta y metió el dinero en un gran portamonedas negro. Pero cuando quiso 38 Librodot Librodot 39 Carta al padre y otros escritos Franz Kafka decirle al viajante: «Es un matrimonio, ¿no cree usted?», el tren se detuvo. Cesó el traqueteo, los revisores anunciaron el nombre de una localidad y Raban no dijo nada. El tren arrancó tan despacio que era posible imaginarse el giro de las ruedas, pero al punto se precipitó por una cuesta abajo y bruscamente, por delante de las ventanillas, las largas barras del parapeto de un puente parecieron separarse violentamente y volverse a juntar con fuerza unas con otras. A Raban le gustaba ahora que el tren fuera tan deprisa, pues no hubiera querido quedarse en el último pueblo. «Cuando está oscuro, cuando no se conoce a nadie y cuando se está tan lejos de casa... Pero de día eso tiene que ser también horrible. ¿Y será diferente en la estación próxima o en las anteriores o en las siguientes o en el pueblo al que me dirijo?» Ahora, el viajante hablaba de pronto más alto. «Es que todavía falta mucho para llegar», pensó Raban. «Caballero, usted lo sabe tan bien como yo, esos fabricantes envían a sus viajantes a los poblachones más abominables, se arrastran hasta los tenduchos más siniestros, ¿y cree usted que les ponen otros precios que a nosotros, los mayoristas? Caballero, escuche lo que le digo: exactamente los mismos precios, ayer, sin ir más lejos, lo he visto con mis propios ojos. Yo a eso lo llamo trabajar como un negro. Nos hunden, en las condiciones actuales es para nosotros sencillamente imposible hacer negocios, nos están hundiendo.» De nuevo miró a Raban; no se avergonzaba de tener lágrimas en los ojos; las falanges de la mano izquierda las apretaba contra la boca, porque le temblaban los labios. Raban se recostó en el asiento y con la mano izquierda se atusó suavemente el bigote. La tendera que estaba delante de él se despertó y, sonriendo, se pasó las manos por la frente. El viajante había bajado la voz. La mujer se acomodó otra vez como para dormir, medio tumbada se recostó en su hatillo y suspiró. La falda se desplegó sobre su cadera derecha. Detrás de él estaba sentado un señor con una gorra de viaje en la cabeza, leyendo un periódico de gran tamaño. La chica que tenía enfrente, y que probablemente era pariente suya, le pidió -inclinando al mismo tiempo la cabeza sobre el hombro derecho- que abriese por favor la ventana, pues hacía mucho calor. Dijo, sin levantar la vista, que lo iba a hacer enseguida, pero que tenía que terminar de leer antes un párrafo del periódico, y le mostró de qué párrafo se trataba. La tendera ya no podía dormirse, se incorporó y miró por la ventana, luego contempló largo tiempo la llama de petróleo que ardía en el techo del vagón. Raban cerró los ojos un rato. Cuando alzó la vista, la tendera estaba mordiendo un trozo de bizcocho, recubierto de mermelada marrón. El hatillo que tenía al lado estaba abierto. El viajante fumaba silenciosamente un puro y todo el tiempo hacía como si sacudiese la ceniza de la punta. El otro pasaba la punta de una navaja por el juego de ruedas de un reloj de bolsillo, de forma que se oía el ruido. Con los ojos casi cerrados, Raban todavía vio borrosamente cómo el señor de la gorra tiraba de la correa de la ventana. El aire fresco se coló en el compartimiento, de una percha cayó al suelo un sombrero de paja. Raban creyó que se despertaba y que por eso sentía ese frescor en las mejillas, o que abrían la puerta y lo metían en la habitación, o que de algún modo estaba confundido, y, respirando hondo, se durmió enseguida. 39 Librodot Librodot 40 Carta al padre y otros escritos Franz Kafka II La escalera del vagón todavía temblaba un poco cuando Raban bajó ahora por ella. La lluvia le golpeaba el rostro -un rostro habituado al ambiente del vagón- y cerró los ojos. Sobre el tejado de chapa, delante de la estación, llovía ruidosamente, pero en el campo raso la lluvia caía sólo de forma que uno creía estar oyendo el soplo uniforme del viento. Llegó corriendo un chiquillo descalzo -Raban no vio de dónde venía- y le pidió, sofocado, que le dejara llevarle la maleta, porque estaba lloviendo, pero Raban dijo que estaba lloviendo, en efecto, y que por eso viajaría en ómnibus. Que no tenía necesidad de él. El chico hizo una mueca, como si le pareciera más fino caminar bajo la lluvia con alguien que le lleve a uno la maleta que viajar en un vehículo, se dio al punto media vuelta y se marchó corriendo. Cuando Raban quiso llamarle, ya era tarde. Se veían dos farolas encendidas y un empleado de la estación salió por una puerta. Sin vacilar caminó a través de la lluvia hasta la locomotora, se detuvo allí con los brazos cruzados y esperó hasta que el maquinista se inclinó por el antepecho de la locomotora y habló con él. Llamaron a un mozo, que acudió y otra vez lo mandaron irse. Junto a algunas ventanillas los viajeros se habían puesto de pie, y, como lo único que podían ver era una estación común y corriente, su mirada era indudablemente opaca, sus párpados estaban muy juntos, como durante el viaje. Una muchacha, que llevaba una sombrilla de flores llegó precipitadamente al andén, procedente de la carretera, puso la sombrilla abierta en el suelo, se sentó, separó con fuerza las piernas para que la falda se secara mejor y pasó las yemas de los dedos por la falda estirada. Sólo había encendidas dos farolas, no se distinguía bien su rostro. El mozo que pasó por allí se quejó de que se formaban charcos debajo de la sombrilla, formó un círculo delante de él con los brazos para indicar el tamaño de esos charcos, y luego movió las manos en el aire, una detrás de la otra, como peces que se meten en lo hondo del agua, para explicar que aquella sombrilla también obstaculizaba la circulación. El tren arrancó, desapareció como una larga puerta corredera, y detrás de los álamos, más allá de las vías, estaba la masa del paisaje, que cortaba la respiración. ¿Era un calvero en sombras o era un bosque, era un estanque o una casa en la que ya dormía la gente, era la torre de una iglesia o una estrecha garganta entre las colinas? Nadie podía atreverse a ir hasta allí, ¿pero quién podía dejar de ir? Y cuando Raban vio al empleado -ya estaba ante el escalón por donde se accedía a su oficina-, corrió hacia él y le detuvo: -Por favor, dígame si está lejos el pueblo; quiero ir allí. -No, un cuarto de hora; pero en ómnibus -ya ve que está lloviendo- llega usted en cinco minutos. No hay de qué. -Está lloviendo. No hace una primavera agradable -respondió Raban. El empleado había apoyado la mano derecha en la cadera, y, a través del triángulo que formaba el brazo con el cuerpo, Raban vio a la muchacha, que ya había cerrado la sombrilla, sentada en su banco. -Quien vaya ahora de veraneo para quedarse en el pueblo, tiene mala suerte. La verdad es que yo pensaba que me estarían esperando. -Y miró en derredor, para hacerlo plausible. -Me temo que va a perder usted el ómnibus. No espera mucho tiempo. No me dé las 40 Librodot Librodot 41 Carta al padre y otros escritos Franz Kafka gracias. Se llega por ahí, por entre los setos. La calle de la estación no estaba iluminada, sólo de tres ventanas de un piso bajo salía una difusa claridad que no llegaba muy lejos. Raban caminó de puntillas a través del barro y gritó varias veces: «¡Cochero!» y «¡Oiga!» y «¡ómnibus!» y «¡Aquí estoy!» Pero cuando, a través de una serie casi ininterrumpida de charcos, llegó a la parte oscura de la calle, tuvo que continuar el camino pisando con la suela entera, hasta que de pronto le rozó la frente el hocico húmedo de un caballo. Era el ómnibus; subió deprisa al vehículo vacío, tomó asiento junto al cristal que había detrás del pescante y apoyó la espalda en el rincón, pues todo lo necesario estaba hecho. Porque si el cochero está dormido, se despertará al amanecer, si está muerto, vendrá otro cochero o el dueño, pero si tampoco ocurre eso, llegarán viajeros en el tren de la madrugada, gente con prisa, que hacen ruido. En cualquier caso uno puede estar tranquilo, puede incluso correr las cortinillas y esperar a notar el estirón con que arrancará este coche. «Sí, después de toda la actividad que he desarrollado, mañana iré seguro a ver a Betty y a mamá, eso no puede impedirlo nadie. Pero lo cierto es que mi carta no llegará hasta mañana, como era de suponer, así que muy bien podría haberme quedado en la ciudad y haber pasado una noche agradable en casa de Elvy 19, sin agobios pensando en el trabajo del día siguiente, cosa que me estropea cualquier diversión. Pero vaya, tengo los pies mojados.» Encendió un cabo de vela que había sacado de un bolsillo del chaleco, y lo puso en el banco de enfrente. Daba bastante claridad, la oscuridad de fuera hacía que se vieran las paredes del ómnibus como revocadas de negro, sin cristales. No se pensaba enseguida que hubiera ruedas debajo del suelo y que por delante estuviese enganchado un caballo. Raban restregó cuidadosamente los pies contra el banco, se puso unos calcetines limpios y se incorporó en el asiento. Oyó entonces a alguien que gritaba desde la estación: -¡Eh! ¡Si hay un viajero en el ómnibus, que lo diga! -Sí, sí, y además ya querría estar saliendo -respondió Raban asomándose por la puerta abierta, agarrado a la barra con la mano derecha, la izquierda abierta, cerca de la boca. El agua de lluvia le corría abundantemente por entre la camisa y el cuello. Envuelto en una tela hecha con los recortes de dos sacos, se acercó el cochero, a sus pies el reflejo de su farol brincaba por los charcos. Malhumorado se aventuró en una explicación: Oiga, sí, había estado jugando a las cartas con Lebeda y la cosa había empezado justo a animarse cuando llegó el tren. Le había sido imposible acercarse a ver, pero si alguien no lo entendía, él no iba a meterse con esa persona. Por cierto, aquello era, sin paliativos, una porquería de pueblo, y no se podía comprender lo que hacía allí un caballero como él, siempre llegaría demasiado pronto, tan pronto que no iba a tener más motivo de queja. Acababa de llegar en aquel momento el señor Pirkershofer -sépalo usted, es el señor Adjunto- diciendo que le parecía que un señor bajito y rubio quería viajar en el ómnibus. Entonces, él había ido a preguntar al momento, ¿o no era cierto que había preguntado al momento? El farol fue amarrado a la punta del timón del coche, el caballo arrancó, arreado por un grito sordo, y el agua del techo, ahora en movimiento, goteó despacio por una rendija 19 El contexto no permite identificar a este personaje femenino. Se piensa que es una amante de Raban. 41 Librodot Librodot 42 Carta al padre y otros escritos Franz Kafka penetrando en el interior del coche. Puede que el camino fuese accidentado, seguramente el barro saltaba a los radios, las ruedas, al girar, levantaban detrás del coche ruidosos abanicos de agua de los charcos, el cochero conducía el caballo, empapado en sudor, con riendas casi siempre flojas. ¿No se podía utilizar todo esto como reproche contra Raban? Con el farol que temblaba en el timón del coche, inesperadamente muchos charcos quedaban iluminados y se dispersaban formando ondas bajo las ruedas. Eso sólo sucedía porque Raban viajaba a ver a su novia, Betty, una bonita muchacha, ya entrada en años. Y, puestos ya a hablar de eso, quién iba a saber apreciar los méritos de Raban en el asunto, aunque sólo fuera el tener que aguantar esos reproches, que, por otra parte, nadie podía hacerle abiertamente. Por supuesto que él iba a verla encantado, Betty era su novia y él la quería, sería repugnante que ella le diese las gracias por eso, pero de todas maneras. Involuntariamente, se golpeaba a menudo con la cabeza en la pared en la que estaba recostado, después se puso un rato a mirar el techo. Una vez, desde el muslo en el que descansaba, su mano derecha resbaló hacia abajo. Pero el codo siguió en el ángulo que formaban el vientre y la pierna. El ómnibus ya viajaba entre casas, de vez en cuando el interior del coche participaba de la luz de una habitación, una escalera -para ver sus primeros escalones Raban habría tenido que ponerse de pie- llevaba hasta una iglesia, ante la puerta de entrada de un parque ardía una lámpara con fuerte llama, pero la imagen de un santo sólo alcanzaba a distinguirse, negra, gracias a la luz de una pequeña tienda de comestibles, ahora Raban veía la consumida vela, cuya cera había goteado y colgaba, inmóvil, del mostrador. Cuando se detuvo el coche delante de la fonda, oyéndose el fuerte ruido de la lluvia y probablemente estaba abierta una ventana- también las voces de los clientes, Raban se preguntó qué sería mejor, apearse enseguida o esperar a que el dueño se acercara al coche. No sabía las costumbres de aquel pueblo, pero seguro que Betty ya había hablado de su prometido, y según que él entrara pisando fuerte o lleno de timidez, el prestigio de ella aumentaría o disminuiría en aquel sitio y, al mismo tiempo, el suyo popio. Ahora bien, él no sabía de qué fama gozaba ella allí ni lo que habría contado sobre él: tanto más desagradable y difícil. ¡Qué hermosa era la ciudad y qué hermoso el camino de vuelta a casa! Cuando llueve, allí uno va a casa en tranvía, por un pavimento húmedo, aquí uno va a una fonda en un carricoche por un suelo cenagoso. «La ciudad está lejos de aquí, y si yo estuviese ahora a punto de morir de pura añoranza, hoy ya nadie podría volverme a llevar allí. Bueno, tampoco iba a morirme; pero allí me ponen en la mesa la comida prevista para esta noche, a la derecha, detrás del plato, el periódico, a la izquierda la lámpara, aquí me van a dar una comida terriblemente grasienta -no saben que tengo el estómago delicado, y aunque lo supieran-, un periódico desconocido, habrá conmigo mucha gente, a la que ya estoy oyendo hablar, y arderá una sola lámpara para todos. ¿Qué clase de luz dará? Para jugar a las cartas ya bastará, pero ¿para leer el periódico? »No viene el fondista, no le importan los clientes, probablemente es un hombre desagradable. ¿O sabrá que soy el novio de Bettyy eso es motivo bastante para que no se preocupe de mí? Esto encajaría con el hecho de que el cochero me haya hecho esperar tanto tiempo en la estación. Betty me ha contado varias veces cuánto ha sufrido por la lascivia de los hombres y cómo ha tenido que defenderse de sus avances, quizás sea esto también aquí... 42 Librodot Librodot 43 Carta al padre y otros escritos Franz Kafka [MANUSCRITO B] Cuando Eduard Raban llegó, procedente del pasillo, al vano de la puerta del inmueble, vio que estaba lloviendo. Llovía poco. Por la acera, justo delante de él, ni más arriba ni más abajo, pasaba mucha gente a pesar de la lluvia. A veces alguien se separaba y cruzaba la calzada. Una niña llevaba en los brazos tendidos hacia delante un perro gris. Dos señores cambiaban información sobre algún tema concreto, de vez en cuando se volvían el uno al otro hasta ponerse frente por frente y luego volvían a separarse otra vez poco a poco; hacían pensar en puertas abiertas al viento. Uno de ellos tenía vueltas hacia arriba las palmas de las manos y las subía y las bajaba acompasadamente, como si sostuviera una cosa en el aire, para sopesarla. Por allí venía una señora esbelta, cuyo rostro se contraía levemente, como la luz de las estrellas, y cuyo sombrero plano estaba repleto hasta los bordes de un amasijo de cosas irreconocibles. Sin quererlo, como obedeciendo a una ley, les parecía una extraña a todos los que pasaban a su lado. Y un joven caminaba presuroso, con un delgado bastón, la mano izquierda como paralizada, aplastada contra el pecho. Muchos iban a su trabajo; aunque iban deprisa, se los veía más tiempo que a los demás, a veces sobre la acera, a veces abajo, la ropa que llevaban no les sentaba bien, el aspecto exterior les importaba poco, la gente les empujaba y ellos empujaban a su vez. Tres señores -dos de los cuales llevaban en el doblado antebrazo abrigos ligeros- fueron desde el muro que formaban las casas hasta el bordillo de la acera para ver cómo estaban la calzada y la acera de enfrente. A través de los huecos que quedaban entre los peatones se veían, fugazmente a veces, otras veces con toda comodidad, las piedras de la calzada, uniformemente ensambladas, y sobre ellas había coches que avanzaban velozmente, bamboleándose sobre las ruedas, tirados por caballos de tenso cuello. La gente recostada en los acolchados asientos contemplaba en silencio a los peatones, las tiendas, los balcones y el cielo. Cuando un coche adelantaba a otro, los caballos se arremolinaban y el correaje se aflojaba bamboleándose en el aire. Las bestias tiraban del timón del coche, que rodaba ligero con un movimiento oscilatorio, hasta que, acabado de rodear el coche delantero, los caballos volvían a separarse, con las esbeltas cabezas todavía inclinadas una hacia la otra. Un señor de edad se acercó deprisa a la puerta de la casa, se detuvo sobre el mosaico seco, se dio despacio la vuelta. Y luego miró la lluvia, que caía confusamente, comprimida en aquella calle estrecha. Raban puso en el suelo el maletín reforzado con una tela negra y al hacerlo dobló un poco la rodilla derecha. El agua de lluvia corría ya por el borde de la calzada, formando bandas que casi se tensaban al dirigirse a los canales situados a un nivel inferior. El señor de edad estaba de pie cerca de Raban, que se apoyaba un poco en el batiente de madera de la puerta, y de vez en cuando miraba en dirección a Raban, aunque para ello tenía que estirar enérgicamente el cuello. Lo hacía, sin embargo, por la natural tendencia -si se tiene en cuenta que no tenía otra ocupación- a observar todo con exactitud, al menos lo que pasaba a su alrededor. La consecuencia de ese mirar de un lado a otro sin más finalidad era que había muchísimas cosas que no notaba. No vio, por ejemplo, que los labios de Raban estaban muy pálidos, no mucho menos pálidos que el rojo completamente descolorido de su corbata, que llevaba un estampado con arabescos, 43 Librodot Librodot 44 Carta al padre y otros escritos Franz Kafka llamativos en otro tiempo. Pero si lo hubiese notado, eso seguramente casi le habría arrancado un grito interior, lo cual por otra parte tampoco habría sido lo adecuado, pues Raban siempre estaba pálido, si bien es cierto que en los últimos tiempos algunas cosas podían haberle causado especial cansancio. -Vaya tiempo -dijo en voz baja el señor, sacudiendo la cabeza con convicción pero un poco como un anciano. -Sí, sí, y si encima hay que irse de viaje -dijo Raban al tiempo que se erguía rápidamente. -Y no parece que vaya a mejorar -dijo el señor, y, con el fin de volver a examinar todo en el último instante, se inclinó hacia delante y miró primero calle arriba, luego calle abajo, luego al cielo-, esto puede durar días, puede durar semanas. Si mal no recuerdo, no es mejor lo que está anunciado para junio y principios de julio. Eso, desde luego, no alegra a nadie, yo por ejemplo tendré que renunciar a mis paseos, que son importantísimos para mi salud. Bostezó después y pareció haber perdido la energía, después de haber oído la voz de Raban y, ocupado con esa conversación, ya no se interesaba por nada, ni siquiera por la conversación. A Raban aquello le causó cierta impresión, ya que era el señor quien le había dirigido la palabra, y por eso intentó darse un poco de importancia, aunque no llegara a notarse. -Cierto -dijo-, en la ciudad se puede prescindir muy bien de lo que no le conviene a uno. Si no se prescinde, acabará uno haciéndose a sí mismo reproches por las malas consecuencias. Se arrepentirá uno y de esa manera se verá claramente cómo hay que comportarse la próxima vez. Y si eso, en detalle... [Laguna de dos páginas.] ... -Con ello no quiero decir nada. No quiero decir absolutamente nada -se apresuró a decir Raban, dispuesto a disculpar como fuese la distracción del señor, puesto que quería seguir dándose un poco de importancia-. Todo es del libro antes mencionado, libro que he leído últimamente, por la noche, como otros más. He estado casi siempre solo. Debido a ciertas circunstancias familiares. Pero aparte de todo lo demás, para mí no hay nada mejor que un buen libro después de la cena. De toda la vida. Hace poco he leído en un prospecto una cita de no sé qué escritor: «Un buen libro es el mejor amigo», y es verdad, efectivamente, así es, un buen libro es el mejor amigo. -Sí, cuando se es joven -dijo el señor, sin pensar en nada especial, sino queriendo indicar solamente que estaba lloviendo, que otra vez arreciaba la lluvia y que aquello no llevaba trazas de parar, pero a Raban le sonó como si, a sus sesenta años, el señor se considerase todavía joven y activo, sin dar, en cambio, ninguna importancia a los treinta años de Raban, y como si además quisiera decir, en la medida en que eso era permisible, que a los treinta años él había sido más sensato que Raban. Y que en su opinión, aunque no se tuviera otra cosa que hacer, como le ocurría a él, que era un viejo, se perdía el tiempo si se estaba ahí en el pasillo delante de la lluvia, y si encima se pasaba ese tiempo charlando, la pérdida de tiempo era doble. Pero Raban creía que desde hacía algún tiempo no le afectaba en absoluto lo que otros dijeran sobre sus aptitudes o sus opiniones; antes bien, pensaba que había dejado literalmente el puesto en el que prestaba oídos resignadamente a todo y que ahora la gente sólo hablaba en el vacío, ya estuviesen a favor o en contra suya. Por eso dijo: -Estamos hablando de cosas distintas, porque usted no ha esperado a escuchar lo que yo quería decir. 44 Librodot Librodot 45 Carta al padre y otros escritos Franz Kafka -Perdone, hable, hable -dijo el señor. -No, si no es tan importante -dijo Raban-, sólo quería decir que los libros son útiles en todos los sentidos y muy especialmente cuando uno no se lo espera. Porque si se quiere acometer una empresa, los libros más útiles son precisamente aquellos cuyo contenido no tiene nada en común con esa empresa. Pues el lector que quiere acometer esa empresa, o sea que está exaltado de una manera u otra (y aunque el efecto del libro fuese lo único que llegase a penetrar hasta esa exaltación), es incitado por el libro a concebir pensamientos relativos a esa empresa. Pero como el contenido del libro es perfectamente neutro, no hay nada que obstaculice esos pensamientos del lector, y éste atraviesa con ellos el libro, como en tiempos atravesaron los judíos el Mar Rojo, diría yo. La persona entera del viejo tomó ahora para Raban una expresión desagradable. Le parecía como si se hubiese acercado demasiado a él, pero sólo tenía poca importancia... [Laguna de dos páginas.] ... -También el periódico. Pero también quería decir que yo sólo voy al campo, quince días únicamente, me he tomado las primeras vacaciones desde hace bastante tiempo, me hacían falta de todos modos, y sin embargo un libro que, como ya le he dicho, leí hace poco, me ha informado sobre mi pequeño viaje más de lo que usted pueda imaginarse. -Le escucho -dijo el señor. Raban guardó silencio y, todo erguido como allí estaba, metió las manos en los bolsillos un poco altos del abrigo. Pasó un rato hasta que el señor mayor dijo: -Ese viaje parece ser muy importante para usted. -Ve usted, ve usted -dijo Raban apoyándose otra vez contra la puerta. Ahora veía cómo se había ido llenando el pasillo. La gente estaba incluso delante de la escalera de la casa, y un empleado que también tenía alquilada una habitación en casa de la misma mujer que Raban, al bajar la escalera, tuvo que pedir a la gente que le dejaran pasar. Por encima de algunas cabezas, que se volvieron todas en dirección a Raban, le gritó a éste, que se limitó a señalar la lluvia con la mano, « ¡Feliz viaje! », y renovó la promesa, que por lo visto le había hecho ya antes a Raban, de irle a ver con toda seguridad el próximo domingo. [Laguna de dos páginas.] ... tiene un empleo agradable, con el que está contento y que le estaba aguardando todo el tiempo. Está constantemente tan alegre por dentro que no necesita a ninguna persona para divertirse, y en cambio todos le necesitan a él. Siempre ha gozado de buena salud. Oh, no diga nada. -No voy a discutir -dijo el señor. -No discutirá, pero tampoco admitirá su error, por qué si no insiste usted tanto en eso. Y aunque ahora se acuerde usted de eso con tanta precisión, apuesto a que lo olvidaría todo si hablara usted con él. Me haría reproches por no haberle llevado ahora mejor la contraria. Si le oyera usted hablar de libros. Se entusiasma enseguida con todo lo que es hermoso... [MANUSCRITO C] Primer fragmento 45 Librodot Librodot 46 Carta al padre y otros escritos Franz Kafka Raban echó una mirada al reloj de una torre aparentemente cercana y bastante alta, que había en una calle situada a más bajo nivel: delante de la esfera del reloj flameó al viento, sólo por un instante, una pequeña bandera fijada allí arriba. Una bandada de pequeños pájaros, formando una superficie oscilante pero siempre lisa, voló hacia abajo. Eran las cinco pasadas20. Raban puso en el suelo el maletín reforzado con tela negra, apoyó el paraguas en el quicio de una puerta y puso en hora su reloj de bolsillo -un reloj de señora que colgaba de una cinta estrecha y negra que llevaba en torno al cuello- guiándose por el reloj de la torre, para lo que varias veces volvió la mirada de un reloj a otro. Durante un rato estuvo completamente absorto en esa tarea y, ora levantando el rostro, ora bajándolo, no pensó en ninguna otra cosa del mundo. Al cabo, guardó el reloj y se humedeció los labios, de puro contento por tener tiempo suficiente, o sea, por no tener que caminar bajo la lluvia. Segundo fragmento De la mano de la niñera, que tiraba de él, iba corriendo a pasitos cortos un niño, cuyo sombrero, que, como todos podían ver, estaba tejido con paja teñida de rojo, llevaba una guirnalda verde en el borde ondulado. Raban se lo señaló a un señor de edad, que estaba a su lado para protegerse de la lluvia, la cual, a merced de un viento desigual, a veces caía en chaparrón, luego sin embargo oscilaba indecisa en el aire y caía vacilante. Raban se echó a reír. A los niños todo les sentaba bien, dijo, a él le gustaban los niños. Claro, cuando se está pocas veces con ellos, eso no tenía nada de extraño, añadió. Él tenía poco contacto con niños. El señor mayor también se rió. La niñera, dijo, no estaría tan encantada. Cuando se es mayor, tampoco se entusiasma uno tan pronto. De joven uno se entusiasmaba y, como se ve en la vejez, eso no ha servido de nada, por eso incluso se está [Aquí se interrumpe el manuscrito.] Fragmentos de cuadernos y hojas sueltas Entre mis condiscípulos, yo era tonto, pero no el más tonto. Y si a pesar de todo, no pocas veces algunos de mis profesores afirmaban esto último delante de mis padres y de mí mismo, sólo lo hacían por la obcecación de muchas personas que creen ser los amos 20 Max Brod comenta respecto a este pasaje que «en el viejo Praga de aquella época, todos los días, a las doce de la mañana se daba una señal con la bandera desde la galería del observatorio astronómico de Dientzenhofer (una hermosa torre barroca en el patio de la universidad), tras de lo cual se disparaba en el Marienschanze (Fuerte de Santa María) el cañonazo de mediodía. Sobresaltadas, echaban a volar por toda la ciudad numerosas bandadas de palomas». 46 Librodot Librodot 47 Carta al padre y otros escritos Franz Kafka de medio mundo cuando se atreven a emitir un juicio tan radical. Pero en general pensaban que yo era tonto y tenían realmente buenas pruebas de ello, pruebas que era fácil suministrar cuando quizás había que informar sobre mi persona a algún extraño que en un primer momento no había tenido mala impresión de mí y no se lo ocultaba a los demás. Era algo que muchas veces me irritaba y hasta me hacía llorar. Y en aquella época ésas fueron las únicas ocasiones en que me sentía inseguro ante las dificultades de entonces y desesperado por las que vendrían en el futuro; pero teóricamente inseguro, teóricamente desesperado, ya que cuando llegaba el momento de trabajar, inmediatamente estaba lleno de seguridad y desprovisto de dudas, o sea casi igual que el actor que sale impetuosamente de entre bastidores, se detiene un instante a bastante distancia del centro del escenario, con las manos, pongamos por caso, en la frente, mientras el apasionamiento que va a necesitar inmediatamente después se ha vuelto tan grande en él que no puede disimularlo, por mucho que, tensa la mirada, se muerda los labios. La inseguridad actual, ya casi pasada, realza el incipiente apasionamiento y el apasionamiento refuerza la inseguridad. Inevitablemente vuelve a nacer una inseguridad que envuelve a los otros dos y a nosotros. Por eso me ponía de mal humor conocer gente nueva. Ya estaba inquieto cuando algunos me miraban recorriendo con la vista las paredes de la nariz, al modo como desde una casita “ través de los prismáticos se contempla el mar o tal vez la sierra y el mismo aire. Se hacían afirmaciones ridículas, se formulaban embustes estadísticos, errores geográficos, falsas doctrinas, tan prohibidas como absurdas, sólidas opiniones políticas, estimables pareceres sobre sucesos de actualidad, ideas encomiables que sorprendían casi por igual a quien las decía y al grupo de oyentes, y todo se demostraba por la mirada de los ojos, por la manera de agarrar el borde de la mesa o de levantarse de pronto de la silla. Tan pronto empezaban con esas cosas, dejaban al momento de mirarle a uno continuamente con ojos severos, pues la parte superior del cuerpo abandonaba su postura habitual y se inclinaba por sí sola hacia delante o hacia detrás. Algunos se olvidaban literalmente de sus vestidos (doblaban enérgicamente las rodillas para apoyarse sólo sobre la punta de los pies, o arrugaban la chaqueta apretándola con gran fuerza contra el pecho), otros no; muchos se agarraban con los dedos a las lentes, a un abanico, a un lápiz, a un monóculo, a un cigarrillo, y a la mayoría, por muy fuerte que tuviesen la piel, se les encendía el rostro. La mirada que nos dirigían resbalaba hacia abajo, como va cayendo poco a poco un brazo alzado. A mí me dejaban en mi estado natural, yo era libre de esperar para escuchar después, o de marcharme y tumbarme en la cama, cosa que siempre me gustaba, porque muchas veces tenía sueño, debido a mi timidez. Era como un largo descanso en medio del baile, un descanso en el que pocos deciden marcharse, mientras que la mayoría se quedan, sentados o de pie, aquí y allá, al tiempo que los músicos, en los que nadie piensa, recobran fuerzas en algún sitio para seguir tocando. Sólo que no era todo tan pacífico, y no todos notaban el descanso, sino que en la sala había muchos bailes al mismo tiempo. ¿Podía marcharme yo cuando alguien se excitaba, aunque fuese poco, por mi culpa, por algún recuerdo, por muchas otras cosas y en el fondo por todo lo relacionado conmigo, y se disponía a recorrer esa excitación desde el principio, llevado tal vez por algo que le han contado o con el pensamiento puesto en la patria? Sus ojos, sí, su cuerpo entero con la ropa que llevaba encima se entenebrecía y las palabras salían... [Laguna de unas dos páginas.] 47 Librodot Librodot 48 Carta al padre y otros escritos Franz Kafka Todo eso hacía que yo notara aún mi miedo, ese miedo a un hombre al que había dado la mano sin pensar en nada, cuyo nombre no conocía, a no ser que alguno de sus amigos le hubiese llamado por su nombre de pila, y frente al cual yo había estado sentado al final varias horas perfectamente tranquilo, sólo un poco abrumado, como lo están los jóvenes, por las miradas de esa persona mayor, por más que raras veces estuviesen dirigidas sólo a mí. Supongamos que yo había procurado que mi mirada tropezara varias veces con la suya y que, desocupado como estaba, puesto que nadie contaba conmigo, había intentado leer algún tiempo en sus ojos azules y buenos, ya sea... que eso equivale a marcharse de la reunión. Y si aquello había fracasado, eso no demostraba nada, lo mismo que el hecho de intentarlo. Bueno, había fracasado, había mostrado mi incapacidad nada más empezar y tampoco la pude ocultar después un solo instante, pero también los pies de los patinadores poco diestros van cada uno en una dirección distinta y tienden a separarse del hielo. Si hubiera uno hábil... [Laguna.] y uno inteligente que no estaba ni delante ni al lado ni detrás de ese centenar, de forma que se le hubiese visto enseguida y con facilidad, sino que estaba en medio de los otros, de forma que sólo se le podía ver desde un lugar muy elevado, e incluso entonces sólo se veía cómo se marchaba. Ésa es la opinión que sobre mi persona emitió mi padre, que era un hombre de gran prestigio y de mucho éxito, sobre todo en el mundo político de mi país. Oí una vez casualmente lo que dijo cuando yo tenía unos diecisiete años y estaba en mi habitación, con la puerta abierta, leyendo una novela de indios. Ese día me llamaron la atención aquellas palabras, se me quedaron grabadas, pero no me impresionaron lo más mínimo. Tal y como suele ocurrir, que a la gente joven no le importa lo más mínimo la opinión que otros tienen de ellos. Porque, ya sea que todavía descansen por completo en sí mismos o que continuamente se les haga volver a esa concentración interior, ellos sienten su forma de ser con estruendo y alboroto como la música de una banda militar. La opinión general tiene condicionamientos e intenciones que ellos desconocen, por lo que les resulta inaccesible por todas partes; se comporta como uno que pasea por la isla de un estanque en el que no hay ni puentes ni barcas; oye la música pero no le oyen a él. Con esto no quiero atacar la lógica de la gente joven... Todo hombre es peculiar y está llamado a actuar con arreglo a su peculiaridad; pero tiene que tomarle el gusto a esa peculiaridad suya. Por lo que he podido saber, tanto en la escuela como en casa se hizo lo posible por que desapareciera esa peculiaridad. De esa manera, se facilitaba el trabajo educacional, y también se le facilitaba al niño la vida, pero por otra parte, ese niño tenía que sufrir previamente con toda su intensidad el dolor que produce la coacción. Por ejemplo, a un niño que por la noche está inmerso en la lectura de un emocionante relato nunca se le podrá hacer comprender, mediante una argumentación adaptada a él, que tiene que interrumpir la lectura e irse a la cama. Cuando a mí me decían en un caso así que ya era tarde, que me estropeaba la vista, que por la mañana tendría sueño y me costaría trabajo levantarme, que aquella historia tan mala y tan tonta no merecía la pena, yo desde luego no podía refutarlo explícitamente, pero en el fondo era sólo porque todo aquello ni siquiera se aproximaba a los límites de las cosas sobre las que valía la pena reflexionar. Porque todo era infinito o acababa en algo tan vago e impreciso que equivalía a lo infinito: el tiempo era infinito, o sea no podía ser tarde, mi vista era infinita, o sea yo no podía estropearla, incluso la noche era infinita, 48 Librodot Librodot 49 Carta al padre y otros escritos Franz Kafka o sea madrugar no era motivo de preocupación, y los libros yo los clasificaba no según que fueran tontos o listos sino según que fueran emocionantes o no, y ése lo era. Todo esto no podía expresarlo, pero la consecuencia era que yo resultaba cargante con mi insistencia en que me dejaran seguir leyendo o que decidía seguir leyendo sin permiso. Ésa era mi peculiaridad. La reprimían cerrando la llave del gas y dejándome sin luz; como explicación me decían: todo el mundo se va a la cama, así que también tú tienes que irte a la cama. Yo eso lo veía y tenía que creerlo, aunque era incomprensible. Nadie quiere llevar a cabo tantas reformas como los niños. Pero aparte de esa opresión, en cierto sentido encomiable, quedaba también en este caso, como en casi todos los demás, un aguijón que por mucho que se recurriera a generalidades no perdía su fuerza. Así que yo quedaba convencido de que, justamente aquella noche, a nadie en el mundo le hubiera gustado tanto seguir leyendo como a mí. Eso, por mucho que se recurriera a generalidades, de entrada no podía rebatírmelo nadie, sobre todo porque me daba cuenta de que nadie creía que yo sintiera esos deseos irreprimibles de leer. Sólo poco a poco, y mucho después, tal vez cuando ya el deseo era menos intenso, me venía como una especie de convicción de que había muchos que tenían las mismas ganas de leer y las reprimían. Pero en aquel entonces yo sólo sentía la injusticia que me estaban haciendo, me iba a la cama lleno de tristeza y así empezó a formarse ese odio que determina mi vida familiar y, a partir de ella, en cierto sentido mi vida entera. La prohibición de leer es sólo un ejemplo, indudablemente, pero un ejemplo significativo, porque esa prohibición tuvo hondas repercusiones. Ellos no aceptaban mi peculiaridad, pero como yo la sentía en mí -y era susceptible y siempre estaba en guardia-, no podía menos que ver una condena en esa actitud que tenían conmigo. Y si les parecía condenable esa peculiaridad mía que yo exhibía sin rebozo, cuánto peores tenían que ser las peculiaridades que mantenía ocultas por la sencilla razón de que yo mismo veía en ellas una cierta falta de justificación. Por ejemplo, había estado leyendo por la noche, aunque aún no había estudiado las lecciones del día siguiente. En sí mismo, en cuanto incumplimiento de un deber, aquello era quizás algo muy malo, pero para mí no se trataba de un juicio absoluto, para mí lo único importante era el juicio comparativo. Juzgada así, aquella negligencia seguramente no era peor que la prolongada lectura como tal, sobre todo porque las consecuencias de esa negligencia, debido al miedo enorme que me infundían el colegio y las instancias superiores, eran muy limitadas. Lo que yo perdía debido a la lectura, lo recuperaba fácilmente, gracias a mi buena memoria de entonces, por la mañana temprano o en el colegio. Pero lo importante era que la condena en que había incurrido esa peculiaridad mía de la lectura prolongada, yo la seguía aplicando con mis propios medios a la peculiaridad, que mantenía oculta, del incumplimiento del deber, llegando así al más deprimente de los resultados. Era como si le rozan a alguien con una vara de mimbre, sólo para darle un aviso y sin intención de hacerle daño, pero él deshace el trenzado de la vara, tira de cada una de las puntas y empieza a clavárselas y a arañarse con ellas, mientras que la mano ajena sigue agarrando tranquilamente el mango de la vara. Pero aunque en aquel entonces yo aún no me infligía un duro castigo cuando sucedían esas cosas, lo cierto es que no les saqué a mis peculiaridades el verdadero provecho que viene a cristalizarse, en definitiva, en una confianza duradera en sí mismo. Antes bien, la consecuencia de poner a la vista una peculiaridad era que, o bien odiaba al opresor, o bien daba por no existente esa peculiaridad, dos consecuencias que también podían asociarse engañosamente. Pero si mantenía oculta una peculiaridad, la consecuencia era entonces 49 Librodot Librodot 50 Carta al padre y otros escritos Franz Kafka que me odiaba a mí mismo o a mi suerte, que me tenía por malo o me consideraba ya condenado. La relación entre esos dos grupos de peculiaridades ha cambiado mucho con el correr de los años. Las peculiaridades que ponía a la vista aumentaban cada vez más, según iba acercándome a la vida que me era accesible. Pero eso no me liberaba, la cantidad de lo que mantenía oculto no disminuía en proporción, observando de un modo más sutil se hacía evidente que nunca podría confesar todo. Incluso de las confesiones de tiempos pasados, completas en apariencia, se veían después las raíces en el interior. Pero aunque no hubiese sido así: con la relajación de toda la organización psíquica que he experimentado sin interrupciones esenciales, bastaba una peculiaridad oculta para perturbarme de tal manera que, con toda mi adaptación, no tenía ningún asidero. Pero la cosa era aún más grave. Aunque no me hubiese guardado para mí ningún secreto sino que hubiese arrojado todo tan lejos de mí que la purificación hubiese sido total, un instante después me habría invadido de nuevo el viejo desorden, porque a mi modo de ver el secreto no había sido reconocido ni valorado plenamente y, por consiguiente, me había sido devuelto por la generalidad y acababa de serme impuesto de nuevo. Eso no era una ilusión, sino una forma especial de conocimiento: el hecho de que, al menos entre los seres vivos, nadie puede liberarse de sí mismo. Si, por ejemplo, alguien le confiesa a un amigo que es avaricioso, durante ese instante y frente a un amigo, o sea frente a uno que juzga de modo competente, se ha liberado aparentemente de la avaricia. Y durante ese instante, da igual cómo lo toma el amigo, o sea, es igual que niegue la existencia de esa avaricia, que dé consejos para liberarse de ella o incluso que la defienda. Tal vez ni siquiera sería decisivo que el amigo, de resultas de esa confesión, retirase su amistad. Decisivo es, por el contrario, que, quizás no como pecador arrepentido pero sí como pecador sincero, uno haya confiado a los demás el propio secreto, esperando así haber reconquistado aquella infancia buena y -esto es lo más importante- libre. Pero sólo se ha conquistado una breve extravagancia y mucha amargura posterior. Pues en algún sitio de la mesa, entre el avaricioso y el amigo, está el dinero del que tiene que apropiarse el avaricioso y hacia el que mueve la mano cada vez con más rapidez. A medio camino, la confesión todavía sigue produciendo su efecto, un efecto cada vez más débil pero liberador aún, pero de ahí en adelante ya no, al contrario, la confesión sólo ilumina la mano que sigue avanzando. Las confesiones eficaces sólo son posibles antes o después del acto. El acto no permite que haya nada a su lado, para la mano que recoge el dinero no hay liberación mediante la palabra o el arrepentimiento. O hay que destruir el acto, o sea la mano, o en la avaricia hay que... Hacer patente la peculiaridad: desesperación. Nunca he llegado a conocer la regla. El mal que te rodea en semicírculo, como la ceja rodea el ojo, desactívalo con la fuerza de tu mirada. Cuando duermes, que vele tu sueño, sin que pueda avanzar ni un paso. El pensamiento que daba su apreciación se arrastraba a través del dolor, acrecentando el sufrimiento y sin servir de ayuda. Como si en la casa que está siendo destruida definitivamente por el incendio se planteara por primera vez la cuestión arquitectónica de base. 50 Librodot Librodot 51 Carta al padre y otros escritos Franz Kafka Yo podía morir, soportar los dolores no. Al intentar huir de ellos, los aumentaba sensiblemente. Podía someterme a la muerte, pero no al sufrimiento; me faltaba el movimiento anímico, como cuando ya está hecho todo el equipaje, uno se martiriza apretando aún más las correas ya apretadas y el viaje no acaba de empezar. Lo peor: los dolores que no matan. Voluntad de nivelación; yo decía: «No es tan grave, todos son así», pero así empeoraba aún más las cosas. Necesidad de los yerros de mi educación, yo no sabría hacerlo de otra manera. Tal vez sea buena la nivelación, pero una objetivación tan amplia anula toda posibilidad de vida. Son muchos los que esperan. Una inmensa muchedumbre que se pierde en la oscuridad. ¿Qué quieren? Parece que vienen con determinadas exigencias. Me enteraré de lo que piden y responderé después. Pero al balcón no voy a salir; tampoco podría, aunque quisiera. En invierno cierran la puerta del balcón y no tengo a mano la llave. Pero tampoco me acercaré a la ventana. No quiero ver a nadie, no quiero ver nada que me perturbe; mi sitio está junto al escritorio, la cabeza entre las manos: ésa es mi posición. En mi piso hay una puerta a la que hasta ahora no he prestado atención. Está en el dormitorio, en la pared que limita con la casa vecina. Nunca he pensado en ella, más aún, nunca he sabido de ella. Y sin embargo se la ve muy bien; es cierto que su parte inferior está tapada por las camas, pero sobresale mucho por arriba, casi no es puerta, sino portón. Ayer la abrieron. Yo estaba en ese momento en el comedor, que está separado del dormitorio por otra habitación. Había llegado muy tarde a comer, ya no había nadie en casa, sólo la muchacha trajinaba en la cocina. Entonces empezó el ruido en el dormitorio. Al punto me dirijo corriendo hacia allí y veo cómo la puerta se va abriendo poco a poco, moviendo las camas con una fuerza inmensa. Yo grito: «¿Quién es? ¿Qué quieren? ¡Cuidado! ¡Atención!», y me preparo a ver entrar a un tropel de hombres violentos, pero es sólo un joven delgado, que, en cuanto la abertura le permite pasar, se cuela en la habitación y me saluda alegremente. Nada así, nada así. Cuando vuelvo por la noche de la torre, caminando junto al agua, qué despacio se mueve cada noche el agua oscura y viscosa, como un cuerpo bajo la luz del farol. Como si yo pasara el farol por encima de una persona dormida y ésta, sólo por obra de la luz, se estirara y se diera la vuelta sin despertarse. A media noche se me puede encontrar siempre junto al río: o tengo servicio nocturno y voy a la prisión, o he tenido servicio de día y vuelvo a casa. Una vez se aprovecharon de esta circunstancia. Agotado por el trabajo, y sofocado por una rabia casi insoportable contra B., un colega, a causa de un incidente relacionado con el servicio, del que hablaré después, en aquella ocasión volvía yo a casa. Cuando volví la cabeza, vi en lo alto de la torre de la prisión la ventanita iluminada detrás de la cual estaba ahora B., cenando con la 51 Librodot Librodot 52 Carta al padre y otros escritos Franz Kafka botella de ron entre las piernas, y por un instante creí verle muy cerca de mí, sentado con su poderosa figura, hasta llegué a olerle, pero luego escupí y seguí andando. Un grito, desde el río, se vuelve más fuerte. Mi hermana tiene un secreto conmigo. Tiene una agenda, que la ha conseguido en parte sólo por mí, porque yo conozco desde hace mucho más tiempo que ella al señor que nos ha dado a cada uno de nosotros una agenda como ésa, y él trajo esa agenda por hacerme a mí un favor. Así que en esa agenda ella ha escrito o ha depositado el secreto, y en cuanto a la agenda, la ha metido en su plumier, que se cierra con llave y la llave... Alguien me tiraba del vestido pero yo me lo sacudí. Inquieto. En una sesión de espiritismo, se presentó un nuevo espíritu y tuvo lugar la siguiente conversación con él: EL ESPÍRITU.-Perdón. EL PORTAVOZ DEL GRUPO.-¿Quién eres? ESPÍRITU.-Perdón. PORTAVOZ.-¿Qué quieres? ESPÍRITU.-Marcharme. PORTAVOZ.-Si acabas de llegar. ESPÍRITU.-Es un error. PORTAVOZ.-No, no es un error. Has venido y te quedas. ESPÍRITU.-Me acabo de poner malo. PORTAVOZ.-¿Mucho? ESPÍRITU.-Mucho. PORTAVOZ.-¿Físicamente? ESPÍRITU.-¿Físicamente? PORTAVOZ.-Respondes con preguntas, eso no se hace. Tenemos métodos para castigarte, así que más vale que respondas, pues en ese caso te dejaremos marchar pronto. ESPÍRITU.-¿Pronto? PORTAVOZ.-Pronto. ESPÍRITU.-¿Dentro de un minuto? PORTAVOZ.-No te portes de modo tan lastimoso. Te dejaremos ir cuando nos... Era al atardecer, en el campo, yo estaba sentado en mi habitación del desván, con la ventana cerrada, y miraba al vaquero que estaba en el campo segado, la pipa en la boca, el cayado clavado en la tierra, aparentemente despreocupado de los animales que, cerca y lejos, pastaban pacíficamente en honda quietud. Entonces oí unos golpes en la ventana, sobresaltado salí de mi letargo, volví en mí y dije en voz alta: «No es nada, el viento sacude la ventana». Al oír otra vez los golpes, dije: «Sé que no es más que el viento». Pero a la tercera vez, una voz pidió permiso para entrar. «Pero si sólo es el viento», dije, cogí la lámpara del armario, la encendí y dejé caer la persiana. Entonces, toda la ventana empezó a temblar y se oyó un lamento, humilde y sin palabras. 52 Librodot Librodot 53 Carta al padre y otros escritos Franz Kafka ¿De qué te quejas, alma abandonada? ¿Por qué aleteas en torno a la casa de la vida? ¿Por qué no diriges tu mirada a la lejanía, que te pertenece, en lugar de luchar aquí por lo que te es ajeno? Más valen cien pájaros volando que uno en mano, casi muerto y aleteando angustiosamente. Extiende tu capa, noble sueño, en torno al niño. Llegaron dos soldados y me agarraron. Yo me defendí pero ellos me atenazaban. Me llevaron a la presencia de su señor, un oficial. ¡Qué multicolor era su uniforme! Yo dije: «¿Qué queréis de mí? Yo soy un paisano». El oficial sonrió y dijo: «Eres un paisano, pero eso no nos impide apresarte. El poder del ejército se extiende a todo». El juicio de valor en la sección de variedades. Es muy difícil llevar a cabo apreciaciones relativamente acertadas, ni siquiera por un tiempo muy breve, en el terreno de las producciones de variedades. Los mejores expertos con las experiencias de una larga vida han fallado en ese ámbito. Un buen ejemplo de ello es la carrera del Rey del Hierro. La ladera del Belvedere. Cómo marchaba, aquel hombre del abrigo a grandes pliegues, con una cartera en la mano, la cabeza descubierta, el alambre dorado de las gafas pegado a la oreja, una soleada mañana, el primero de mayo, por el silencioso camino a través de la hierba. El callejón de la Carpa. El feo joven por la noche, solo, una naturaleza tosca, fuerte, resistente. Los dos señores mayores en el Rudolfinum; relato pacífico, largo, digno; las mujeres detrás. 20 de agosto de 1916. ¡Cómo me asalta otra vez de golpe esta locura! Sucede cada vez que aumenta un poco la confianza en mi estado de salud, como ocurrió anteayer, por ejemplo, después de haber ido a la consulta del doctor Mühlstein. Permanecer puro Soltero Permanezco puro Estar casado Esposo ¿Puro? Mantengo reunidas todas mis fuerzas Te quedas fuera del contexto, te conviertes en un bufón, vuelas en todas las direcciones, pero no avanzas, saco de la circulación sanguínea de la vida humana toda la fuerza que está a mi alcance. Tanto más loco por ti (Grillparzer, Flaubert) Sólo responsable de mí mismo 53 Librodot Librodot 54 Carta al padre y otros escritos Franz Kafka Sin preocupaciones Concentración en el Como aumentan las fuerzas, cargo con trabajo. más. Pero en esto hay una cierta verdad. El refugio del cazador no estaba lejos de la cabaña de los leñadores. Los leñadores, doce, vivían allí, para preparar, ahora que la nieve era buena, los troncos que durante el día arrastraban los trineos al valle. Era mucho trabajo pero para los trabajadores no habría sido demasiado con que sólo les hubiesen dado cerveza suficiente. Pero sólo disponían de un barril de tamaño mediano, que tenían que racionar para toda la semana, una tarea imposible. De eso se lamentaban siempre ante el cazador, cuando éste iba por la tarde a verlos. «Es dura vuestra vida», convenía el cazador, y ellos se lamentaban reclinados en su pecho. El refugio del cazador está en el monte, solitario. Allí se queda el cazador durante el invierno, con sus cinco perros. ¡Pero qué largo es el invierno en esta tierra! Casi se diría que dura una vida entera. El cazador está de buen humor, no carece de nada esencial, no se queja de sufrir privaciones, hasta considera que está demasiado bien equipado. «Si viniera aquí un cazador -piensa-, y viera cómo estoy instalado y las provisiones que tengo, eso sería seguramente el final de la caza. ¿Pero no es el final también de esta manera? No hay cazadores.» Va al rincón donde los perros duermen sobre mantas y cubiertos con mantas. El sueño de los perros de caza. No duermen, sólo esperan que empiece la caza y parece como si durmieran. Peter tenía una novia rica en el pueblo vecino. Una tarde había ido a verla, había mucho que hablar, pues la boda iba a ser una semana más tarde. La conversación fue positiva en su conjunto. Todo había sido dispuesto a satisfacción suya; plácidamente, con la pipa en la boca, regresaba a casa hacia las diez, sin fijarse en el camino, que conocía bien. Sucedió entonces que en un bosquecillo, sin que supiera al principio exactamente por qué, se asustó. Luego vio dos ojos, que brillaban como el oro, y una voz dijo: «Soy el lobo». «¿Qué quieres?», dijo Peter; en su excitación estaba allí de pie con los brazos abiertos, en una mano la pipa, en la otra el bastón. «Te quiero a ti -dijo el lobo-, llevo todo el día buscando algo que comer.» «Por favor, lobo -dijo Peter-, perdóname por hoy, dentro de una semana voy a casarme, déjame vivir hasta la boda.» «No me atrae la idea dijo el lobo-. ¿Qué ventaja me va a reportar la espera?» «Cógenos entonces a los dos, a mí y a mi mujer», dijo Peter. «¿Y qué va a pasar hasta que llegue la boda? -dijo el lobo-. No puedo seguir hambriento hasta entonces. Ya ahora sufro mareos de hambre, y si no encuentro algo muy pronto, te devoraré ahora, incluso contra mi voluntad.» «Por favor dijo Peter-, ven conmigo, no vivo lejos, te daré de comer conejos durante la semana.» «Pero me darás también por lo menos una oveja.» «Bueno, una oveja.» «Y cinco gallinas.» No había nadie ante la puerta de la ciudad, nadie bajo el arco de la puerta. Se llegaba a ella por un limpio camino de grava, a través de una abertura rectangular se veía la caseta del vigilante, pero la caseta estaba vacía. Eso era extraño, pero para mí muy útil, porque 54 Librodot Librodot 55 Carta al padre y otros escritos Franz Kafka yo no llevaba documentos de identidad, todo lo que poseía era un traje de cuero y el bastón que tenía en la mano. He hablado hoy con el capitán en su camarote. Me he quejado de los otros pasajeros. Le dije que aquello no podía recibir el nombre de barco de pasajeros, que por lo menos la mitad de los que iban en él eran gentuza de la peor especie. Que mi mujer apenas se atrevía a salir de la cabina, pero que incluso con la puerta cerrada no se sentía segura y yo tenía que quedarme con ella. Empezó una carrera en los bosques. Todo estaba lleno de animales. Yo intenté poner orden. Ya había caído la tarde. Su frío soplo nos daba en la cara, agradable por su frescor, fatigante por lo tardío. Nos sentamos en un banco junto a la vieja torre. «Todo ha sido en vano -dijiste-, pero ha pasado, es hora de respirar y éste es el lugar adecuado.» Está durmiendo. No la despierto. ¿Por qué no la despiertas? Eso es mi desdicha y mi dicha. Soy desdichado por no poder despertarla, por no poder poner el pie en el ardiente umbral de su casa, por no saber el camino de su casa, por no saber la dirección en la que está el camino, por alejarme cada vez más de ella, sin fuerzas, como la hoja se aleja de su árbol con el viento del otoño, y además: yo nunca he estado en ese árbol, he sido una hoja en el viento del otoño, pero de ningún árbol. Soy feliz de no poder despertarla. Qué haría yo si se incorporase, si se levantara del lecho, si yo me levantara del lecho, el león de su lecho, y mi rugido irrumpiera en mi medroso oído. Pregunté a un caminante que encontré en la carretera si detrás de los siete mares estaban los siete desiertos y detrás de ellos los siete montes, en el séptimo monte el castillo y... Trepar. Senait. 21 Era una ardilla, era una ardilla, que cascaba afanosamente nueces; saltaba, trepaba, y su frondosa cola era célebre en los bosques. Esa ardilla, esa ardilla estaba siempre de viaje, siempre buscando, no sabía decir nada al respecto, no porque le faltaran las palabras, pero no tenía tiempo en absoluto. Escenas de la defensa de una granja Era una valla de madera, sencilla y sin huecos, que no llegaba a la altura de una persona. Detrás de ella había tres hombres, sus rostros sobresalían por encima, el de en medio era el más alto, los otros dos, más de una cabeza más bajos, se arrimaban mucho a él; era un grupo homogéneo. Esos tres hombres defendían la valla, o mejor dicho, la granja que rodeaba la valla. Había más hombres, pero no tomaban parte activa en la defensa. Uno de ellos estaba sentado ante una mesita en medio del patio; como hacía calor, se había quitado la guerrera y la había colgado en el respaldo de la silla. Tenía ante él unos papelitos en los que escribía con unos trazos grandes, amplios, que gastaban mucha tinta. De cuando 21 Senait, que significa ‘ardilla’ en hebreo, está escrito en el original en caracteres hebreos. 55 Librodot Librodot 56 Carta al padre y otros escritos Franz Kafka en cuando miraba un pequeño dibujo, fijado con chinchetas sobre el tablero de la mesa, era un plano de la granja, y el hombre, que era el comandante, tomaba las disposiciones necesarias para la defensa basándose en aquel plano. A veces se incorporaba a medias, para mirar a los tres defensores y hacia el campo abierto, más allá de la valla. Lo que veía allí, también lo utilizaba para las disposiciones que estaba escribiendo. Trabajaba deprisa, como lo exigía lo tenso de la situación. Un muchachito de pies descalzos que jugaba allí cerca en la arena repartía los papeles cuando, llegado el momento, le llamaba el comandante. Pero antes de darle los papeles, el comandante siempre tenía que limpiarle con la guerrera las manos, sucias de arena húmeda. La arena estaba húmeda del agua que salía de una gran cuba en la que un hombre lavaba ropa militar; el hombre también había tendido una cuerda, entre un madero de la valla y un tilo mortecino que se alzaba solitario en medio del patio. En esa cuerda había ropa colgada a secar, y cuando de pronto el comandante se sacó por la cabeza la camisa, que ya se le pegaba al cuerpo húmedo de sudor, y con una breve exclamación se la tiró al hombre de la cuba, éste cogió de la cuerda una camisa seca y se la entregó a su superior. No lejos de la cuba, a la sombra del árbol, un hombre se balanceaba en una silla, indiferente a todo lo que pasaba a su alrededor, la mirada ausente dirigida al cielo y al vuelo de los pájaros, y ensayaba toques militares con un cuerno de caza. Eso era tan necesario como lo demás, pero excesivo a veces para el comandante, que entonces, sin levantar los ojos de su tarea, le hacía un gesto al corneta para que dejara de tocar, y si aquello no surtía efecto se daba media vuelta y le vociferaba, entonces había un breve silencio, hasta que el corneta tornaba a empezar otra vez, muy bajo, sólo en plan de prueba, y si la cosa pasaba, entonces dejaba que el sonido fuera alcanzando progresivamente la intensidad de antes. El estor de la ventana de la buhardilla estaba bajado, lo cual no tenía nada de raro, porque todas las ventanas de esa fachada de la casa estaban tapadas de una manera u otra para defenderlas de las miradas y del ataque de los enemigos, pero detrás de aquel estor estaba acurrucada la hija del aparcero mirando al corneta, y los sones del cuerno de caza le causaban tal deleite que a veces sólo podía oírlos con los ojos cerrados yla mano en el pecho. En realidad, habría tenido que estar en la gran pieza de la parte posterior de la casa vigilando a las criadas que hacían hilas, pero no pudo soportar seguir en aquel lugar, adonde el sonido llegaba débilmente, no procurando nunca satisfacción, sólo despertando siempre el anhelo, y se había deslizado hasta allí a través de la casa desierta y lóbrega. A veces también se inclinaba un poco hacia delante, para ver si su padre seguía trabajando en lo suyo y no había ido a inspeccionar a la servidumbre, pues en ese caso ella no habría podido continuar allí. No, no, allí seguía sentado, fumando su pipa, sobre el escalón de piedra de delante de la casa, cortando ripias; en torno a él había un gran montón de ripias terminadas y a medio terminar, y otro de materia prima. Desgraciadamente, la casa y el tejado iban a resentirse con el combate y había que tomar las precauciones necesarias. De la ventana contigua a la puerta, que estaba recubierta de tablas, salvo un pequeño hueco, salía humo y ruido, aquello era la cocina y la aparcera estaba terminando de hacer el almuerzo junto con los cocineros del ejército. No bastaba para ello el gran fogón, por eso se habían puesto otros dos calderos, pero tampoco eran suficientes, como se estaba comprobando en ese momento: el comandante consideraba importante que la tropa estuviese bien alimentada. Por eso habían decidido echar mano de un tercer caldero, pero como estaba un poco deteriorado, en la parte de la casa que daba al huerto había un hombre ocupado con la soldadura. En un principio había intentado hacerlo delante de la casa, pero el 56 Librodot Librodot 57 Carta al padre y otros escritos Franz Kafka comandante no había podido aguantar el martilleo y tuvieron que llevarse rodando el caldero. Los cocineros estaban muy impacientes, una y otra vez mandaban a alguien a ver si ya estaba terminado el caldero, pero el caldero seguía sin terminar, para la comida de aquel día ya no se podía contar con él y habría que reducir la ración. Primero sirvieron al comandante. Aunque había insistido varias veces, y con toda severidad, en que no le guisaran a él nada especial, el ama de casa no había podido decidirse a darle el rancho normal, ni tampoco había querido dejar que le sirviera otra persona, así que se anudó un bonito delantal blanco, puso sobre una bandeja el plato con un sustancioso caldo de pollo y se lo llevó al comandante al patio, puesto que no podía esperarse que interrumpiera su trabajo y fuese a comer al interior de la casa. Él se levantó al momento con mucha educación cuando vio que llegaba el ama de casa en persona, pero tuvo que decirle que no tenía tiempo de comer, ni tiempo ni sosiego; el ama de casa se lo pidió con la cabeza inclinada y levantando hacia él los ojos llenos de lágrimas, y así logró que el comandante, todavía de pie, tomara sonriendo una cucharada de sopa del plato que el ama de casa seguía teniendo en las manos. Pero así, el comandante ya había cumplido con las exigencias de la más exquisita cortesía, de modo que se sentó para seguir trabajando, probablemente sin notar apenas que el ama de casa continuó a su lado un momento y luego volvió a la cocina suspirando. Muy distinto era el apetito de la tropa. Nada más aparecer en el vano de la ventana de la cocina el rostro barbudo de un cocinero, que dio con un silbato la señal de que se iba a distribuir la comida, todo se llenó de animación, más animación de lo que hubiese querido el comandante. De una barraca de madera, dos soldados sacaron una carretilla de mano que tenía la forma de un gran tonel en el que, por el hueco de la cocina, iba cayendo un grueso chorro de sopa destinada a los soldados que no podían abandonar su puesto y a quienes por tanto había que llevarles la comida. La carretilla se encaminó primero a los que defendían la cerca, seguramente habría sido así aunque el comandante no hubiese hecho una señal con el dedo, pues esos tres hombres eran los que en aquel momento estaban más a merced del enemigo y de eso también se daba cuenta el soldado común, quizás más que el oficial, pero lo que sobre todo quería el comandante era acelerar el reparto y abreviar en lo posible la molesta interrupción de los trabajos de defensa ocasionada por la comida, pues veía en efecto que incluso aquellos tres soldados, normalmente de una conducta ejemplar, ahora estaban más pendientes del patio y de la carretilla que del terreno que se extendía delante de la valla. Así que se les proveyó de su ración y la carretilla continuó su camino a lo largo de la valla, pues aproximadamente cada veinte pasos había tres soldados agachados junto a la valla, preparados para, llegado el caso, ponerse de pie como los otros tres y mostrarse al enemigo. Entretanto, salió de la casa la reserva, y se dirigió en larga fila a la abertura de la cocina, cada soldado con su cuenco en la mano. También se acercó el corneta, sacó el cuenco de debajo de su silla, con gran pesar de la hija del aparcero, que ahora volvió adonde trabajaban las criadas, y en su lugar metió allí su cuerno de caza. Y la copa del tilo empezó a crujir, porque allí estaba apostado un soldado que tenía que observar a los enemigos con un catalejo y que, pese a lo importante e indispensable de su función, había sido olvidado, al menos de momento, por el conductor de la carretilla. Aquello le tenía tanto más exasperado cuanto que algunos soldados, haraganes de la reserva, para saborear mejor la comida, se habían sentado alrededor del tronco y el vapor y el aroma de la sopa subían hasta él. A gritar no se atrevía, pero daba golpes en las ramas y, para llamar la atención sobre su persona, metía una y otra vez el catalejo por entre el ramaje. Todo en vano. Su avituallamiento 57 Librodot Librodot 58 Carta al padre y otros escritos Franz Kafka provenía de la carretilla, así que tuvo que esperar hasta que aquélla terminó su recorrido y regresó a donde él estaba. Lo cual, desde luego, tomó bastante tiempo porque el patio era grande, había que avituallar cuarenta puestos, cada uno de tres hombres, y cuando la carretilla llegó hasta el tilo, arrastrada por los soldados extenuados, quedaba poco en el tonel, y sobre todo escaseaban los trozos de carne. Indudablemente, el vigía aceptó de buen grado el resto, cuando se lo alargaron en un cuenco enganchado en la punta de un palo, pero se deslizó un poco por el tronco del árbol y dio furioso un puntapié -ése fue su agradecimiento- contra el rostro del soldado que le había servido la comida. Éste, descompuesto de rabia, cosa bien comprensible, pidió a su compañero que lo levantara, se encaramó en un instante a la copa del árbol y entonces empezó un combate que, invisible desde abajo, sólo se ponía de manifiesto en el oscilar de las ramas, en gemidos sordos, en el revoloteo de las hojas, hasta que finalmente rodó por tierra el catalejo y de pronto retornó la calma. El comandante, embargado por otras preocupaciones -fuera, en el campo raso, parecía haber diversos movimientos-, afortunadamente no había notado nada el soldado se bajó del árbol sin hacer ruido y tendió hacia arriba el catalejo con la mayor amabilidad; todo volvió a la normalidad, incluso la cantidad de sopa que se había perdido era insignificante, porque antes del combate el vigía había sujetado cuidadosamente el cuenco en las ramas superiores, al abrigo del viento. Yo voy a transcribir lo que he oído, lo que me han confiado. Pero no me ha sido confiado como un secreto que tenga que guardar, lo único que me confiaron de un modo inmediato fue la voz que habló, el resto no es un secreto, es más bien paja; y lo que vuela en todas direcciones cuando se trabaja es lo que se puede comunicar y lo que pide que se le haga la caridad de ser comunicado, porque no tiene la fuerza de quedarse solo y en silencio cuando aquello que le dio vida se ha extinguido para siempre. Lo que yo he oído es lo siguiente: En alguna parte del sur de Bohemia, en una colina cubierta de bosques, a unos dos kilómetros de un río que se podría ver fácilmente desde aquí si el bosque no tapara la vista, hay una casita. Allí vive un viejo. No le ha sido deparada la dignidad exterior de la vejez. Es bajo de estatura, una de las piernas es recta, pero la otra está muy torcida hacia fuera. En el rostro le crece por todas partes una barba escasa, de pelos blancos, amarillos, a veces hasta tirando a negros; la nariz es aplastada y descansa, casi cubriéndolo, sobre el labio superior, que sobresale un poco. Los párpados están caídos sobre el pequeño... Con esos salvajes de los que se cuenta que no tienen otro deseo que morir, o que más bien ni siquiera tienen ya ese deseo, sino que la muerte los desea a ellos y ellos se entregan o más bien ni siquiera se entregan sino que caen en la arena de la orilla y no vuelven a levantarse jamás, con esos salvajes tengo yo gran semejanza y tengo también a mi alrededor hermanos de raza, pero la confusión es enorme en esos países, las oleadas de gente van y vienen día y noche y los hermanos se dejan llevar por ellas. Eso es lo que llaman aquí «echarle a uno una mano», siempre se está dispuesto a prestar una ayuda de ese género; a uno que pudiese caer al suelo sin motivo quedando tendido allí, se le teme como al diablo, es por el ejemplo, es por el hedor que despediría, el hedor de la verdad. Indudablemente no sucedería nada, podría quedar tirada una persona, diez, un pueblo entero, la poderosa vida continuaría; los desvanes todavía están atestados de banderas que nunca han sido desplegadas, ese organillo sólo tiene un cilindro, pero la eternidad en 58 Librodot Librodot 59 Carta al padre y otros escritos Franz Kafka persona hace girar la manivela. ¡Y sin embargo ese miedo! ¡Cómo lleva la gente siempre consigo a su propio enemigo, por impotente que éste sea! A causa de él, a causa de ese enemigo impotente, están... «¿Y ahora?», dijo el señor, y me miró sonriente arreglándose la corbata. Yo pude sostener la mirada, pero luego me di la vuelta hacia un lado por mi propia voluntad y contemplé la superficie de la mesa con ojos cada vez más fatigados por el esfuerzo, como si allí se estuviese abriendo y formando un hoyo profundo que arrastrase consigo la mirada. Al mismo tiempo dije: «Usted quiere examinarme, pero todavía no ha demostrado que tiene derecho a hacerlo». Entonces él se echó a reír: «Mi derecho es mi existencia, mi derecho es mi presencia aquí, mi derecho es mi pregunta, mi derecho es que usted me comprende». «Bueno -dije-, supongamos que sea así.» «Entonces voy a examinarlo -dijo-, sólo le ruego que corra un poco hacia atrás la silla, ahí donde está me deja usted poco sitio. También le pido que no baje la vista sino que me mire a los ojos. Quizás sea más importante para mí verle que escuchar sus respuestas.» Cuando hube hecho lo que él quería, empezó: «¿Quién soy yo?» «Mi examinador», dije. «Ciertamente -dijo-. ¿Y qué soy además?» «Mi tío», dije. «Su tío -exclamó-, ¡qué respuesta más absurda!» «Mi tío -dije confirmando mi respuesta-. Nada mejor.» Yo estaba de pie en el balcón de mi habitación. Estaba a mucha altura, conté las hileras de ventanas, era en el sexto piso. Abajo había zonas de césped, era una pequeña glorieta cerrada por tres lados, seguramente era en París. Entré en la habitación, dejé abierta la puerta, parecía ser marzo o abril, pero el día era caluroso. En un rincón había un escritorio, pequeño y muy ligero, habría podido levantarlo con una mano y hacerlo girar en el aire. Pero ahora me senté delante de él, había pluma y tinta, quería escribir una postal. Me metí la mano en el bolsillo, no sabiendo bien si tenía alguna postal, oí entonces un pájaro y cuando miré en derredor vi en el balcón, en la pared de la casa, una jaula. Al punto volví a salir, tuve que ponerme de puntillas para ver el pájaro, era un canario. Me alegré mucho de tenerlo. Empujé más hacia dentro un trocito de lechuga que estaba encajado entre los alambres y se lo di a picar al pájaro. Luego me volví otra vez hacia la plaza, me froté las manos y me asomé un poco por la baranda. Al otro lado de la plaza, en una buhardilla, me pareció que alguien me observaba con unos gemelos, probablemente por ser yo un nuevo inquilino, eso era innoble, pero tal vez fuese un enfermo para quien lo que ve desde su ventana equivale al mundo entero. Como había encontrado en los bolsillos una postal, me fui a la habitación para escribirla, pero la postal no era una vista de París, sino sólo un cuadro, se llamaba Oración vespertina, se veía un tranquilo lago, en primer plano muy pocos juncos, en el centro una barca y en ella una joven madre con su hijo en los brazos. Jugábamos a «tapar la calle», se eligió un trecho que uno tenía que defender y el otro atravesar. Al agresor se le ponía una venda en los ojos, pero el defensor no tenía otro método de cortarle el paso al agresor que tocarle en el brazo en el momento mismo en que cruzaba la línea; si lo hacía antes o después, había perdido. Quien nunca haya jugado a ese juego creerá que el ataque resulta muy difícil y la defensa muy fácil, y sin embargo es al revés, o en cualquier caso es más frecuente la predisposición natural para la agresión. Sólo uno de nosotros sabía defender, pero eso sí, sabía de un modo casi 59 Librodot Librodot 60 Carta al padre y otros escritos Franz Kafka infalible. Yo le observaba muchas veces, y el espectáculo era muy poco entretenido, pues sin correr gran cosa él estaba siempre donde tenía que estar, y tampoco habría podido correr muy bien, pues cojeaba un poco; el chico tampoco tenía vivacidad ninguna: los otros, cuando hacían de defensores, se agachaban en posición de acecho mirando como locos a todas partes, pero él miraba tan tranquilo como siempre con sus ojos de un azul opaco. Lo que significaba una defensa de ese género se comprendía cuando se era agresor. La quiero y no puedo hablar con ella, la acecho para no encontrarme con ella. Yo amaba a una muchacha que me amaba también, pero tuve que dejarla. ¿Por qué? No sé. Era como si estuviese rodeada de un círculo de hombres armados, que apuntasen con sus lanzas hacia fuera. Siempre que me acercaba, daba contra las puntas, quedaba herido y tenía que retroceder. Sufrí mucho. ¿No era culpa de la muchacha? Creo que no, o mejor dicho, lo sé. El símil anterior no ha sido completo, también yo estaba rodeado de hombres armados, que apuntaban con las lanzas hacia el interior, o sea contra mí. Cuando quería abrirme paso hacia la muchacha, lo primero era quedar enganchado entre las lanzas de mis hombres y ya no pasaba de allí. Tal vez yo no haya llegado nunca hasta los hombres que rodeaban a la muchacha, y si acaso logré llegar, lo hice ensangrentado por mis lanzas y perdido ya el conocimiento. ¿Se quedó sola la muchacha? No, otro llegó hasta ella, fácilmente y sin trabas. Extenuado por mis esfuerzos, fui testigo de ello con tanta indiferencia como si yo fuese el aire a través del cual sus rostros se juntaron en el primer beso. Dos hombres estaban sentados ante una mesa toscamente labrada. Sobre ellos pendía una lámpara de petróleo, de vacilante llama. Era muy lejos de mi tierra natal. -Estoy en vuestras manos -dije. -No -dijo uno de los hombres, que se tenía muy derecho, con la mano izquierda crispada en su barba-, estás libre y por eso estás perdido. -¿Así que puedo irme? -pregunté. -Sí -dijo el hombre, y le susurró algo a su vecino mientras le acariciaba amistosamente la mano. Era un hombre viejo, aunque todavía erguido y muy robusto... Era una puertecilla extraordinariamente baja, que daba al jardín, no mucho más alta que los arcos de alambre que se clavan en la tierra en el juego del croquet. Por eso no pudimos pasar juntos al jardín, sino que tuvimos que entrar arrastrándonos, uno detrás del otro. Marie me lo puso aún más difícil al empezar a tirarme de los pies justo cuando los hombros se me habían quedado encajados en la puertecilla. Pero por fin lo superé y, cosa asombrosa, también Marie logró pasar, aunque sólo con mi ayuda. Estábamos tan atareados con todo aquello que no habíamos notado que desde el principio el anfitrión había estado allí cerca, mirándonos. Eso le resultó muy desagradable a Marie, porque su ligero vestido se había quedado muy arrugado al arrastrarse ella por el suelo. Pero ahora ya no tenía remedio, porque el anfitrión nos estaba saludando, a mí me estrechó efusivamente la 60 Librodot Librodot 61 Carta al padre y otros escritos Franz Kafka mano, a Marie le dio unas palmaditas en la mejilla. Yo no recordaba la edad de Marie, probablemente era una niña pequeña, para ser saludada así, pero yo no era seguramente mucho mayor. Pasó corriendo un criado, casi volaba, en la mano derecha levantada -la izquierda la tenía apoyada en la cadera- llevaba una fuente grande y llena hasta rebosar, por la prisa no pude identificar el contenido, sólo vi que sobresalían y colgaban en torno a ella, ondeando al aire detrás del criado, como unas largas cintas o tal vez fueran hojas, o algas. Le llamé a Marie la atención sobre el criado, ella me hizo un gesto con la cabeza, pero no estaba tan asombrada como yo hubiese esperado. En realidad era su primera aparición en el gran mundo, ella pertenecía a una familia modesta de la pequeña burguesía, tenía que sentirse como quien siempre ha vivido en el llano y de pronto se abre delante un telón y está al pie de una cadena montañosa. Pero ella no mostró nada de eso, ni siquiera en su actitud frente al anfitrión; escuchó tranquilamente sus palabras de bienvenida mientras se ponía despacio los guantes grises que yo le había comprado la víspera. En el fondo yo estaba encantado de que ella aprobara el examen de esa manera. El anfitrión nos invitó después a seguirle, nosotros fuimos hacia el sitio por donde había desaparecido el criado, el anfitrión iba siempre a un paso por delante de nosotros pero siempre medio vuelto hacia nosotros. ¿Quién es? ¿Quién camina bajo los árboles del malecón? ¿Quién está completamente perdido? ¿Quién no puede ya salvarse? ¿De quién es la tumba donde crece la hierba? Sueños han llegado, han venido bajando el río, escalan la pared del malecón sirviéndose de una escalerilla. Nos quedamos parados, hablamos con ellos, saben muchas cosas, pero lo que no saben es de dónde vienen. El aire es tibio en esta tarde de otoño. Se dirigen al río y alzan los brazos. ¿Por qué alzáis los brazos en lugar de abrazarnos con ellos? Siempre rondas en torno a la puerta, entra con fuerza. Dentro hay dos hombres sentados ante una mesa toscamente labrada, y te están esperando. Están cambiando impresiones sobre las causas de tu vacilación. Son caballeros, vestidos como en la Edad Media. Es muy robusto y cada vez lo es más. Parece vivir a costa de otros. Uno podría imaginárselo como un animal del desierto que solo, lento, mesurado, va por la noche al abrevadero a beber, con paso cimbreante. Tiene los ojos opacos, muchas veces no se tiene la impresión de que esté viendo de verdad a quien está mirando. Pero en tal caso no es distracción, ocupación, lo que se lo impide, sino una cierta apatía. Son los ojos opacos de bebedor de un hombre que visiblemente no es un bebedor. Puede que le traten injustamente, puede que eso le haya convertido en un ser tan hermético, puede que siempre le hayan tratado injustamente. Parece ser ese género de injusticia imprecisa que con tanta frecuencia creen los jóvenes que pesa sobre ellos, pero que acaban quitándose de encima mientras todavía tienen fuerzas para hacerlo; él desde luego ya es viejo, aunque tal vez no tan viejo como parece, con ese aspecto torpe y pesado, con esos surcos casi llamativos que descienden por su rostro y con un vientre sobre el que se abomba el chaleco. Era la primera palada, era la primera palada, la tierra yacía a migajas, deshecha por mi pie. Sonó una campana, tembló una puerta. 61 Librodot Librodot 62 Carta al padre y otros escritos Franz Kafka Era una asamblea política. Lo extraño es que la mayoría de las asambleas se celebren en la Plaza de los Establos, a orillas del río, contra cuyo bramido apenas puede competir la voz humana. Aunque yo estaba sentado junto al parapeto, cerca de los oradores -hablaban desde lo alto de un pedestal de piedra tallada, cuadrado y sin adornos-, entendía poco. Por otra parte, sabía por anticipado de qué se trataba, y todos lo sabían. También estaban todos de acuerdo, nunca he visto una más completa unanimidad, yo también opinaba exactamente lo mismo, el asunto estaba clarísimo, cuántas veces lo habíamos discutido ya y seguía estando tan claro como el primer día; ambas cosas, la unanimidad y la claridad, oprimían el pecho, el intelecto quedaba paralizado de tanta unanimidad y claridad, a veces uno hubiera querido oír el río y nada más. Cuando hoy día quiero hacer examen de conciencia sobre mi amigo y sobre mi relación con él, no se trata sino de un impulso casi siempre sin esperanza, de los muchos que uno toma repetidas veces durante una larga vida, impulso para dar un salto del que no se sabe si nos llevará a la vida o nos sacará de ella. Pero es un impulso sin esperanza, o sea, sin peligro. Le conozco desde mi más tierna juventud. Tiene siete u ocho años más que yo, pero esa diferencia de edad, en sí considerable, no se ha notado mucho, hoy hasta parezco yo el de más edad, y él no lo ve de otra manera. Sin embargo, ha sido un proceso lento. Me acuerdo de nuestro primer encuentro. Yo volvía de la escuela, era una oscura tarde de invierno, yo era un niño de primer grado. Cuando estaba doblando una esquina, lo vi, era robusto, de baja estatura y tenía un rostro huesudo y sin embargo carnoso, su aspecto era muy distinto al de hoy, físicamente ha cambiado desde la infancia hasta hacerse irreconocible. Iba tirando de un perro joven y arisco, atado a una cuerda. Yo me quedé parado mirando, no por malicia, sólo por curiosidad, era muy curioso, todo me interesaba. Pero él me tomó a mal que le mirase y dijo: «¡Ocúpate de tus asuntos, imbécil!» Unos dicen que es vago, otros que le tiene miedo al trabajo. Estos últimos son los que aciertan en su juicio. Tiene miedo al trabajo. Cuando empieza un trabajo, se siente como quien se ve obligado a abandonar su país natal. No un país querido, pero sí un lugar conocido, seguro, habitual. ¿Adónde le llevará ese trabajo? Siente que se lo llevan fuera, como un perro muy joven y arisco al que arrastran por la calle de una gran urbe. No es el ruido lo que le excita; si pudiese oír el ruido y descomponerlo en sus elementos, eso reclamaría al punto toda su atención, pero él no lo oye; arrastrado por en medio del ruido, no oye nada, sólo un silencio especial, que se dirige literalmente a él de todos lados y que le escucha con atención, un silencio que quiere alimentarse de él, sólo ese silencio oye. Eso es inquietante, es a la vez excitante y aburrido, apenas puede soportarse. ¿Llegará muy lejos? Dos pasos, tres pasos, más no. Y luego, cansado del viaje, deberá volver, tambaleante, a la patria gris por la que no siente amor. Eso le hace odiar cualquier trabajo. Se ha encerrado en la segunda habitación, he llamado con los nudillos, he sacudido la 62 Librodot Librodot 63 Carta al padre y otros escritos Franz Kafka puerta, no ha reaccionado. Está enfadado conmigo, no quiere saber nada de mí. Pues entonces yo también estoy enfadado y ya no me importa nada de él. Corro la mesa hacia la ventana y voy a escribir la carta por la que hemos reñido. Qué mezquina es toda esta pelea, qué estrechamente unidos tenemos que estar para que se llegue a notar un tal objeto de litigio, una tercera persona no lo comprendería, eso no es comunicable, todos creerían que estamos totalmente de acuerdo, y estamos de acuerdo. Es una carta a una chica, en la que me despido de ella, como es razonable y correcto. No hay nada más razonable y más correcto. Esto se puede comprobar sobre todo imaginando una carta que dice lo contrario, una carta así sería horrible e inaceptable. Quizás escriba yo una carta así y la lea delante de la puerta cerrada, entonces tendrá que darme la razón. Por otra parte me da la razón, también él considera correcta la carta de despedida, pero está enfadado conmigo. Así suele ser él, hostil a mi persona, pero falto de recursos; cuando me mira con sus ojos tranquilos es como si me pidiera la explicación de su hostilidad. «Amigo -pienso-, ¿qué quieres de mí? ¡Y qué no habrás hecho ya de mí!» Y como siempre, me levanto, voy a la puerta y llamo otra vez. No hay respuesta, sin embargo esta vez resulta que está abierta, pero la habitación está vacía, se ha marchado, ése es el verdadero castigo que le gusta imponerme, después de una pelea así se marcha, días y noches no vuelve a aparecer. He estado invitado en casa de los muertos. Era un panteón grande y limpio, había algunos ataúdes, pero todavía quedaba mucho sitio, dos ataúdes estaban abiertos, por dentro parecían camas sin hacer, como si alguien acabara de levantarse. Había un escritorio, un poco a un lado, de forma que no lo vi enseguida, detrás de él estaba sentado un hombre de fuerte complexión fisica. Tenía una pluma en la mano derecha, era como si hubiese estado escribiendo y acabara de dejar de hacerlo en ese momento, la mano izquierda, puesta en el chaleco, jugueteaba con una reluciente cadena de reloj, y la cabeza estaba muy inclinada hacia ella. Una sirvienta estaba barriendo, pero no había nada que barrer. Llevado de una cierta curiosidad, le tiré del pañuelo que llevaba en la cabeza y que dejaba el rostro completamente en sombra. Sólo ahora la vi. Era una joven judía que yo había conocido en tiempos. Su rostro era blanco y exuberante, y los ojos rasgados y oscuros. Entonces, al mirarme ella riendo, envuelta en sus harapos que la convertían en una vieja, dije: «¡Es comedia lo que estáis haciendo aquí, supongo!». «Sí -dijo-, un poco. ¡Qué bien me conoces!» Pero luego señaló al hombre del escritorio y dijo: «Ahora ve y saluda a ése, él es el amo. En realidad, mientras no le hayas saludado, no puedo hablar contigo». «¿Y quién es?», pregunté bajando la voz. «Un noble francés -dijo-, se llama de Poitin.» «¿Cómo es que está aquí?», pregunté. «Eso no lo sé -dijo-, esto es un lío formidable. Estamos esperando a uno que va a poner orden. ¿Eres tú?» «No, no», dije. «Eso es muy sensato -dijo-, pero ahora ve a saludar al dueño.» Así que me acerqué e hice una inclinación. Como él no levantaba la cabeza -yo sólo veía su pelo, canoso y revuelto-, dije buenas noches, pero él seguía sin reaccionar, un gatito pequeño recorrió el borde de la mesa, había saltado hasta allí literalmente desde el regazo de su dueño y volvió a hundirse en él, puede que el dueño no estuviese mirando la cadena del reloj, sino debajo de la mesa. Yo sólo quería explicar cómo había llegado hasta allí, pero mi antigua conocida me tiró de la chaqueta por detrás y susurró: «Ya basta». Con ello me quedé muy satisfecho, me volví hacia ella y seguimos caminando por el 63 Librodot Librodot 64 Carta al padre y otros escritos Franz Kafka panteón, cogidos del brazo. La escoba me molestaba. «Tira esa escoba», dije. «No, te lo ruego -dijo-, déjame quedarme con ella. Tú mismo ves que barrer aquí no da ningún trabajo, ¿no es cierto? Bueno, pero me procura ciertas ventajas a las que no quiero renunciar. Por cierto ¿vas a quedarte aquí?», preguntó cambiando de tema. «Por ti me quedo de buen grado», dije despacio. Ahora caminábamos muy apretados, como una pareja de enamorados. «Quédate, por favor, quédate -dijo ella-, qué anhelo tenía de ti. No se está tan mal aquí como quizás hayas temido. Y qué nos importa a los dos lo que pasa a nuestro alrededor.» Caminamos un rato en silencio, habíamos desenlazado los brazos, ahora íbamos completamente abrazados. Marchábamos por el camino central, había ataúdes a derecha e izquierda, el panteón era muy grande, en cualquier caso muy largo. Estaba oscuro, aunque no del todo, era una especie de crepúsculo, pero había un poquito más de luz en el sitio donde estábamos y en un pequeño círculo alrededor. De pronto dijo ella: «Ven, voy a enseñarte mi ataúd». Aquello me sorprendió. «Pero tú no estás muerta», dije. «No -dijo-, pero si te digo la verdad, no conozco bien esto, por eso estoy tan contenta de que hayas venido. Dentro de poco tiempo lo comprenderás todo, probablemente ya ahora lo ves todo con más claridad que yo. Sea como fuere: yo tengo un ataúd.» Nos metimos por la derecha en un camino lateral, otra vez entre dos hileras de ataúdes. Por el trazado, aquel lugar me recordaba una gran bodega que yo había visto una vez. Recorriendo ese camino pasamos también un pequeño riachuelo de rápida corriente y de apenas un metro de anchura. Pronto llegamos al ataúd de la joven. Estaba adornado con bonitos almohadones guarnecidos de encajes. La joven se sentó dentro de él y me atrajo hacia abajo, menos con el gesto del dedo índice que con la mirada. «Niña querida dije, le quité de la cabeza el pañuelo y le puse la mano sobre la suave y abundante cabellera-. Todavía no puedo quedarme contigo. Aquí en el panteón hay alguien con quien tengo que hablar. ¿No quieres ayudarme a buscarlo?» «¿Qué tienes que hablar tú aquí con nadie? ¡Si aquí no cuentan obligaciones!», dijo ella. «Pero yo no soy de aquí.» «¿Crees que vas a poder salir de aquí?» «Desde luego», dije. «Entonces deberías derrochar mucho menos el tiempo que tienes -dijo ella. Luego buscó debajo del almohadón y sacó una camisa-. Ésta es mi mortaja -dijo, y me la pasó hacia arriba-, pero no la llevo puesta.» Entré en la casa y cerré detrás de mí el postigo del gran portón cerrado con llave. A la salida del largo pasillo abovedado, la mirada iba a dar a un cuidado jardincillo interior con un macizo de flores en el centro. A mi izquierda había una garita acristalada donde estaba sentado el portero, tenía la frente apoyada en la mano y estaba inclinado sobre un periódico. Pegada a un cristal delantero y tapando un poco al portero había una gran fotografía recortada de un revista, me acerqué, era un pueblo que parecía italiano, la mayor parte de la foto la ocupaba un impetuoso torrente con una formidable cascada, las casas del pueblo, a sus orillas, quedaban apelotonadas en los bordes de la fotografia. Saludé al portero y dije señalando la foto: «Una bonita foto, conozco Italia, ¿cómo se llama el pueblo?» «No sé -dijo-, los niños del segundo la han pegado aquí en mi ausencia, para fastidiarme. ¿Qué desea usted?», preguntó después. Teníamos una pequeña discusión. Karl aseguraba que me había devuelto los pequeños gemelos de teatro; le hubiera encantado, en efecto, que fueran suyos, decía, los había tenido bastante tiempo dándoles vueltas en las manos, tal vez incluso se los había llevado 64 Librodot Librodot 65 Carta al padre y otros escritos Franz Kafka a casa unos días, pero me los había devuelto de todas todas. Yo, por mi parte, trataba de recordarle la situación, decía cómo se llamaba la calle donde había ocurrido aquello, el restaurante por el que acabábamos de pasar, enfrente del monasterio, le expliqué cómo quiso primero comprarme los gemelos, las diversas cosas que me había ofrecido a cambio de ellos y cómo, al cabo, salió pidiéndome que se los regalara. «¿Por qué me los quitaste?», pregunté dolido. «Mi querido Josef -dijo-, todo eso ocurrió hace mucho tiempo. Desde luego estoy convencido de que te he devuelto esos gemelos, pero aunque me los hubieses regalado, ¿por qué te haces mala sangre ahora con eso, y a mí también? ¿Necesitas en este momento los gemelos? ¿O su pérdida ha influido tanto en tu vida?» «Ni lo uno ni lo otro -dije-, sólo me fastidia que me quitaras en aquella ocasión los gemelos. Me los habían regalado, me gustaban mucho, eran un poco dorados, ¿te acuerdas?, y tan pequeños que uno siempre podía llevarlos en el bolsillo. Y sin embargo, los cristales eran de una gran nitidez, se veía por ellos mejor que por muchos gemelos grandes.» Me encontraba cerca de la puerta de la gran sala, lejos de mí, en la pared posterior, estaba el lecho del rey; una joven monja, de frágil complexión y extraordinariamente ágil, se ocupaba de él, alisaba los almohadones, acercaba una mesita con refrescos de los que elegía algo para el rey, llevando al mismo tiempo bajo el brazo un libro que había estado leyéndole hasta ese momento. El rey no estaba enfermo, si no, se habría retirado a su habitación, pero tenía que guardar cama, ciertas emociones le habían abatido y habían agitado su corazón delicado. Un criado acababa de anunciar a la hija del rey y a su esposo, por eso había interrumpido la monja la lectura. A mí me resultaba violento tener que oír tal vez conversaciones íntimas, pero como estaba allí y nadie me decía que me marchase, quizás de propósito, quizás porque, dada mi insignificancia, me habían olvidado, me consideré obligado a quedarme y sólo retrocedí hasta el extremo de la sala. Se abrió una puertecilla en la pared, cerca del rey, y entraron agachados, uno después de otro, la princesa y el príncipe, una vez en la sala, la princesa se colgó del brazo del príncipe y así enlazados se presentaron ante el rey. «No puedo seguir haciéndolo más tiempo», dijo el príncipe. «Te comprometiste solemnemente a ello antes de la boda», dijo el rey. «Lo sé -dijo el príncipe-, sin embargo no puedo seguir haciéndolo.» «¿Por qué no?», preguntó el rey. «No puedo respirar el aire de fuera -dijo el príncipe-, no puedo soportar ese ruido, sufro de vértigo, en las alturas me da todo vueltas, en resumen, no puedo seguir.» «Eso último tiene un sentido, aunque negativo -dijo el rey-, todo lo demás es hablar por hablar. ¿Y qué dice mi hija?» «El príncipe tiene razón -dijo la princesa-, una vida como la que lleva ahora es una carga, una carga para él y para mí. Es posible que no tengas una idea muy clara de ello, padre. Él tiene que estar siempre preparado, en realidad ocurre aproximadamente una vez por semana, pero siempre tiene que estar dispuesto. Puede suceder a las horas más absurdas del día. Por ejemplo, estamos con un grupo en una cena íntima, uno ha olvidado un poco todas las desgracias y se disfruta de un placer inocente. De pronto entra el guardián y llama al príncipe; y como es natural, todo ha de suceder deprisa y corriendo; tiene que quitarse el vestido, embutirse en el uniforme de reglamento: estrecho, repugnantemente llamativo, casi de comediante, casi infamante, y el pobre se marcha volando. El grupo se ha disuelto, los invitados se dispersan, afortunadamente, porque cuando el príncipe vuelve, es incapaz de hablar, incapaz de aguantar a su lado a otra persona que a mí, a veces sólo puede justo entrar por 65 Librodot Librodot 66 Carta al padre y otros escritos Franz Kafka la puerta y ya se derrumba sobre la alfombra. Padre, ¿es posible seguir viviendo así?» «Palabras de mujer -dijo el rey-, no me asombran, pero que a ti, príncipe, las palabras de una mujer (porque eso lo veo ahora con claridad) te hayan llevado a negarme tus servicios, eso me duele...» Éste es el recinto, cinco metros de largo, cinco de ancho, o sea, no es grande, pero en cualquier caso es terreno propio. ¿Quién lo ha dispuesto así? No se sabe exactamente. Una vez llegó un forastero, llevaba mucha piel sobre el vestido: correas, cinturones, tirantes y bolsos. De un bolso sacó una libreta, apuntó algo y preguntó después: «¿Dónde está el solicitante?» El solicitante dio un paso adelante. La mitad de los vecinos de la casa estaban reunidos en torno a él formando un gran semicírculo, yo era entonces un niño pequeño, de unos cinco años, lo vi y lo oí todo, pero si no me lo hubiesen explicado detalladamente mucho después, apenas sabría nada. Era muy poco inteligible para que yo hubiera estado muy atento en aquel entonces, sin embargo lo que me contaron otros ganó mucha vida gracias a lo que yo recordaba confusamente. Así, todavía hoy estoy viendo delante de mí cómo el desconocido contemplaba al hombre con mirada penetrante. «No es poco lo que pides -dijo el desconocido-, ¿eres consciente de ello?» Mis progresos, sobre todo en los primeros cursos de bachillerato, eran escasos. Para mi madre, aquella mujer altiva y silenciosa que con un esfuerzo inmenso dominaba todo el tiempo su carácter vehemente, eso era un martirio. Tenía un elevadísimo concepto de mi capacidad, pero por pudor no se lo confesaba a nadie ni tampoco tenía ningún confidente con quien comentar y confirmar esa opinión suya; así que tanto mayor era el sufrimiento que le causaban mis fracasos, los cuales, por otra parte, no podían ser silenciados, se confesaban en cierto modo por sí solos y originaban una cantidad odiosa de confidentes, a saber, todo el claustro de profesores y los condiscípulos. Yo me convertí para ella en un triste enigma. No me castigaba, no me reñía; veía que por lo menos aplicación no me faltaba; al principio creía que los profesores se habían conjurado contra mí y nunca perdió del todo esa convicción, pero cuando cambié de instituto y allí las cosas iban casi peor, se tambaleó un poco esa seguridad suya relativa a la hostilidad de los profesores, pero no su fe en mí. Yo, por mi parte, seguía viviendo mi despreocupada infancia bajo sus miradas tristemente interrogantes. No tenía amor propio; si no me suspendían, estaba contento, y si me hubieran suspendido, una amenaza que no desaparecía durante todo el año escolar... En la ciudad no paran de construir. No con intención de agrandarla, pues basta a nuestras necesidades, hace algún tiempo que no ha variado su demarcación, parece incluso que tienen miedo de agrandarla y prefieren ceñirse a sus límites, cubrir de edificios plazas y jardines, añadir más pisos a los inmuebles antiguos, pero la verdad es que las casas nuevas tampoco constituyen la parte esencial de esa perpetua actividad constructora. Ésta se propone más bien, para definirlo así provisionalmente, conservar lo ya existente. No es que antes se hubiese construido peor que hoy y que haya que corregir continuamente las faltas anteriores. Aunque entre nosotros siempre ha habido una cierta negligencia -es difícil averiguar lo que hay en ella de desidia y de melancólica inquietud-, justamente en la construcción es donde esa negligencia ha tenido menos ocasión de ponerse de manifiesto. Pues estamos en un país de canteras, casi sólo construimos en piedra, 66 Librodot Librodot 67 Carta al padre y otros escritos Franz Kafka poseemos incluso mármol, y los errores que los hombres puedan cometer al construir quedan subsanados por la solidez y la estabilidad del material. Ni tampoco hay diferencias entre una época y otra en cuanto a la construcción, de tiempos inmemoriales rige el mismo reglamento para la edificación, y si no se cumple siempre estrictamente debido a la idiosincrasia de nuestro pueblo, eso sigue ocurriendo hoy y es aplicable tanto a las construcciones más antiguas como a las más modernas. Por ejemplo, en el Monte de Roma, fuera de la ciudad, hay una ruina, son los restos de una casa de campo construida al parecer hace más de mil años. Dicen que la mandó construir un rico comerciante cuando envejeció y se quedó solo, y que se desmoronó ya poco después de su muerte, entre nosotros no es fácil encontrar a nadie que quiera vivir tan lejos de la ciudad. De esa manera, el edificio fue presa de la destrucción a lo largo de los siglos y éstos han trabajado más cuidadosamente que los constructores. Si hoy en día subimos hasta allí cualquier domingo apacible -en nuestra marcha por la falda del monte cubierto de maleza es improbable que nos topemos con nadie que nos moleste- y contemplamos las ruinas, sólo encontraremos algunos muros de base, el más alto no llega a la altura de una persona, luego, en alguna parte, hundida en la dura tierra por el peso de los tiempos, hay una esbelta columnilla rota por muchas partes, y, cubierto de vieja y casi negra yedra, reluce, más adivinado que visto realmente, el torso sin valor de una estatua. Eso seguramente es todo, aparte de dos o tres montoncillos de escombros, duros como la piedra y literalmente amalgamados, y aquí y allá, en la falda del monte, algunas piedras enterradas en el suelo. Todo lo demás se lo han llevado de allí. Y sin embargo, por el trazado se ve -y la tradición lo confirma- que fue una vasta construcción, una especie de palacio, y allí donde apenas se puede avanzar por los matorrales, bajos pero espesos, y las espinas lastiman hasta hacer saltar la sangre, allí había un hermoso parque que con sus árboles y terrazas dicen que sobrevivió mucho tiempo a la casa. Me había extraviado completamente en un bosque. Un extravío incomprensible, porque hacía poco tiempo que yo había caminado, no por un sendero pero sí cerca de él, y lo tuve todo el tiempo a la vista. Pero lo cierto es que me había extraviado, el sendero había desaparecido, todos los intentos de volverlo a encontrar habían fracasado. Me senté en un tronco y quise reflexionar sobre mi situación, pero estaba distraído, siempre pensaba en algo que no era lo esencial, fantaseaba y dejaba de lado las preocupaciones. Entonces me di cuenta de que estaba rodeado de arándanos cargados de frutos, cogí algunos y comí. Me alojaba en el hotel Edthofer, Albian o Cyprian Edthofer o algo así, ya no me acuerdo del nombre completo, ni probablemente volvería a encontrar el hotel, aunque era grandísimo y estaba, además, muy bien puesto y funcionaba perfectamente. Tampoco sé ya por qué cambié de habitación casi a diario, aunque sólo pasé allí una semana o poco más; por eso muchas veces no me sabía el número de la habitación y cada vez que volvía al hotel durante el día o por la noche tenía que preguntar a la camarera cuál era mi número. Por otra parte, todas las habitaciones que podían servirme de alojamiento estaban en un piso y además en el mismo pasillo. No eran muchas habitaciones, yo no tenía que deambular de un lado a otro. ¿Sería que sólo aquel pasillo se utilizaba como hotel, y el resto de la casa se destinaba a pisos de alquiler o a cualquier otra cosa? Ya no lo sé, puede que tampoco lo supiera entonces, eso no me importaba. Pero era improbable; en grandes caracteres metálicos no muy brillantes, más bien de un rojo mate, muy 67 Librodot Librodot 68 Carta al padre y otros escritos Franz Kafka separados unos de otros, aquel gran edificio ostentaba la palabra «hotel» y el apellido del propietario. ¿O era sólo el apellido del propietario, sin especificar que era un hotel? Es posible, y eso sí que explicaría entonces muchas cosas. Pero partiendo de lo que recuerdo vagamente hoy, optaría más bien por afirmar que allí estaba puesta la palabra «hotel». Se alojaban muchos militares en aquel establecimiento. Yo, como es lógico, estaba casi todo el día en la ciudad, tenía mucho que hacer y que ver y por eso no me restaba mucho tiempo para fijarme en lo que pasaba en el hotel, pero por. allí aparecían a menudo oficiales del ejército. Por otra parte, al lado había un cuartel, es decir, no exactamente al lado, la comunicación entre el hotel y el cuartel tuvo que ser diferente, más directa y más libre a la vez. Eso, hoy ya no es fácil describirlo, e incluso ya entonces no hubiera sido fácil, yo no me he preocupado en serio de saberlo, aunque esa falta de claridad a veces me ha causado dificultades. Por ejemplo, cuando a veces regresaba al hotel distraído por el jaleo de la gran urbe, no encontraba enseguida la entrada. Indudablemente, la entrada al hotel parece que era muy pequeña, es más, quizás -por extraño que esto haya podido ser- no había una entrada propiamente dicha, sino que si se quería ir al hotel había que pasar por la puerta del restaurante. Bueno, posiblemente haya sido así, pero yo ni siquiera podía encontrar siempre la puerta del restaurante. A veces, cuando creía estar delante del hotel, estaba en realidad delante del cuartel, era sin duda una plaza muy distinta, más silenciosa, más limpia que la del hotel, mortalmente silenciosa y de una distinguida limpieza, pero de manera que las dos podían confundirse. Había primero que doblar una esquina y sólo entonces estaba uno delante del hotel. Pero ahora me parece que a veces eso sí, sólo a veces- era distinto, que también desde aquella silenciosa plaza, con ayuda por ejemplo de algún oficial que hacía el mismo trayecto, se podía encontrar enseguida la puerta del hotel, y no otra puerta, no una puerta diferente, sino la misma puerta por la que también se entraba en el restaurante, una puerta estrecha y altísima, cubierta por dentro con una bonita cortina blanca adornada de cintas. Y sin embargo, el hotel y el cuartel eran dos edificios radicalmente distintos, el hotel en ese estilo común a todos los hoteles, aunque recordando un poco una casa de vecindad, el cuartel, en cambio, un pequeño castillo románico, bajo pero espacioso. El cuartel explica la constante presencia de oficiales, sin embargo nunca vi soldados rasos. Ya no recuerdo cómo llegué a saber que lo que parecía un pequeño castillo era un cuartel; sin embargo, como ya he dicho, muchas veces tuve motivos para ocuparme de tal cuartel, cuando iba y venía por la silenciosa plaza buscando, malhumorado, la puerta del hotel. Pero una vez arriba en el pasillo, me sentía a gusto y seguro. Allí estaba como en mi propia casa y era feliz por haber encontrado en aquella ciudad grande y desconocida un lugar tan confortable. ¿Por qué me haces reproches, hombre malo? Yo no te conozco, te estoy viendo ahora por primera vez. ¿Que me has dado dinero para que te comprara dulces en esa tienda? No, eso es seguro una equivocación, tú no me has dado dinero. ¿No me confundes con Fritz, mi compañero? Por otra parte, él no se parece a mí. Lo que no me da ningún miedo es que se lo digas en la escuela al maestro. Él me conoce y no va a creerse la acusación. Y ten por seguro que mis padres no te van a reembolsar ese dinero, ¿por qué iban a hacerlo, si yo no tengo nada tuyo? Pero si ellos quieren darte algo, les pediré que no lo hagan. Y ahora déjame marcharme. No, no me sigas, si no, se lo digo al policía. Ah, no quieres ir a la policía... 68 Librodot Librodot 69 Carta al padre y otros escritos Franz Kafka ¡Vámonos de aquí, vámonos de aquí como sea! No tienes que decirme adónde me llevas. Dónde está tu mano, ¡ay!, no la encuentro en esta oscuridad. Si lograra coger tu mano, creo que no me rechazarías. ¿Me oyes? ¿Estás en la habitación? A lo mejor no estás aquí. Qué atractivo iban a tener para ti estos hielos y nieblas del norte, donde nadie pensaría que hay seres humanos. Tú no estás aquí. Has evitado estos parajes. Pero en cuanto a mí, yo dependo totalmente de la decisión de si estás o no estás aquí. ¡Que la gente que cojea crea que está más próxima a volar que la gente que anda normalmente! Aunque a decir verdad, hay bastantes cosas que hablan a favor de esa opinión. ¡A favor de qué no hablarán algunas cosas! ¡Pobre casa abandonada! ¿Has estado habitada alguna vez? La tradición no dice nada. Nadie investiga en tu historia. Qué frío hace en ti. Cómo sopla el viento por tu corredor gris, nada le pone obstáculos. Si estuviste habitada alguna vez, las huellas de ello han quedado inconcebiblemente bien borradas. He sepultado mi inteligencia en la mano, la cabeza la llevo alegre, erguida, pero la mano cuelga desmayada, la inteligencia la atrae hacia la tierra. Mira bien esta pequeña mano, de cinco dedos, de abultadas venas y dura piel, una mano surcada de venas y deteriorada por arrugas, ¡qué bien haber puesto a salvo la inteligencia en ese insignificante recipiente! Lo mejor de todo es que yo tenga dos manos. Como en el juego infantil, pregunto: ¿En qué mano tengo mi inteligencia? Nadie puede adivinarlo, porque, cruzando las manos, en un instante puedo pasar la inteligencia de una mano a otra. Otra vez, otra vez, desterrado lejos, desterrado lejos. Hay que recorrer montes, desiertos, dilatadas regiones. Soy un perro de caza. Me llamo Karo. Odio todo y a todos. Odio a mi dueño, el cazador, le odio aunque él, esa persona de dudosa reputación, no lo merezca. Absorta, pendía la flor del alto tallo. El atardecer la envolvía. No había balcón, sólo, en lugar de ventana, una puerta que allí, en el tercer piso, daba directamente al exterior. Estaba abierta en esa tarde de primavera. Un estudiante iba y venía por la habitación, estudiando; al llegar a la puerta-ventana, rozaba siempre la parte exterior, al otro lado del umbral, con la suela, como se pasa ligeramente la lengua por una golosina que uno tiene reservada para más tarde. Las diversidades que suceden diversamente en las diversidades del instante único en que vivimos. ¡Y todavía no ha terminado el instante, no tienes más que mirar! Lejos, lejos camina la historia universal, la historia universal de tu alma. Nunca más, nunca más vuelves a las ciudades, nunca más suena por encima de ti la gran campana. 69 Librodot Librodot 70 Carta al padre y otros escritos Franz Kafka Di, ¿cómo te va en ese mundo? A tal pregunta sobre mi estado de salud respondo, en contra de lo acostumbrado, con franqueza y objetividad. Me va bien, porque a diferencia de antes vivo en sociedad, entre mucha gente, con múltiples relaciones, y gracias a mi saber, a mis respuestas, puedo atender a la muchedumbre que acude en masa para tener contacto conmigo, en cualquier caso, vienen con el mismo entusiasmo de la primera vez. Y yo también repito: Venid todos a mí, siempre me encontraréis dispuesto. Aunque no siempre entienda lo que queréis saber, probablemente no hace falta entenderlo. Mi existencia os resulta importante y por eso también mis palabras, puesto que ellas confirman mi existencia. Probablemente no me equivoco en estas suposiciones, por eso no me preocupo gran cosa de mis respuestas y espero que os procuren contento. En tu respuesta hay algunas cosas que no entendemos, ¿quieres explicárnoslas una por una? ¡Oh gente pusilánime y cortés, oh niños, preguntad, preguntad! Tú hablas de la sociedad de mucha gente entre la que te mueves, ¿qué clase de sociedad? Sois vosotros, vosotros mismos. El pequeño grupo en torno a la mesa, y en otra ciudad, otro grupo, y así en muchas ciudades. Así que a eso lo llamas tú moverse-en-sociedad. Pero espera: tú eres, como dices, nuestro antiguo condiscípulo Kriehuber. ¿Lo eres o no? Sí, lo soy. Bueno, entonces vienes a vernos como antiguo amigo y nosotros, que no podemos olvidar que te hemos perdido, te atraemos con nuestra añoranza y te facilitamos el camino. ¿Es así? Sí, sí, por supuesto. Pero has llevado una vida retirada, no creemos siquiera que hayas tenido amigos o conocidos fuera de nuestra ciudad. Por tanto, ¿a quién vas a ver en esas ciudades y quiénes son los que te llaman? Tocamos tierra. Desembarqué, era un pequeño puerto, una pequeña localidad. Había algunas personas deambulando por el enlosado de mármol, les hablé pero no entendí lo que decían. Probablemente era un dialecto italiano. Llamé a mi timonel, él entendía el italiano, pero a aquella gente tampoco la entendía, y dijo que aquello no era italiano. A mí, sin embargo, todo eso no me preocupaba gran cosa, mi único deseo era descansar un poco de la larguísima travesía, y para eso aquel lugar servía igual que cualquier otro. Volví al barco para dar las instrucciones necesarias. Toda la gente debía quedarse a bordo, sólo me acompañaría el timonel, hacía muchísimo tiempo que yo había perdido la costumbre de andar por tierra firme y la echaba de menos, pero al mismo tiempo sentía un cierto miedo de ella, un miedo que no lograba quitarme de encima, por eso era mejor que me acompañara el timonel. Bajé también a la cabina de las mujeres. Allí, mi mujer estaba dando el pecho a nuestro benjamín, yo le acaricié el suave y acalorado rostro y la puse al corriente de mis planes. Ella levantó la cabeza con una sonrisa de aprobación. Aunque mucho me hubiese gustado no seguir con las molestias que he empezado a 70 Librodot Librodot 71 Carta al padre y otros escritos Franz Kafka causarle a usted con mi oposición a Schweiger22 -no ha sido oposición, a tanto no llego, era sólo resistencia-, me veo obligado a volver otra vez sobre el tema. La conversación de aquella tarde fue después una enorme carga para mí, durante toda la noche, y si a la mañana siguiente no me hubiese distraído un poco una inesperada casualidad, seguro que habría tenido que escribirle a usted inmediatamente. Lo que me hizo sufrir tanto aquella tarde -desde el primer instante, desde que se abrió la puerta, vi aproximarse esa conversación, fue horrible y casi me privó por completo del deleite que me causaba su visita- fue que yo, en el fondo, no dije nada contra el Schweiger, que sólo hablé un poco por hablar y que, aparte de eso, no quise dar mi brazo a torcer, mientras que lo que usted dijo defendiendo puntos concretos fue buenísimo, inesperado para mí y perfectamente exacto. Sin embargo, no podía convencerme, en eso no había quien me convenciera, ya mucho antes de entrar en puntos concretos. Pero si pese a todo no puedo hacer inteligibles mis objeciones (ni yo mismo las entiendo bien), la razón está en mi debilidad, que no sólo se manifiesta en el pensar y en el hablar, sino también en una especie de ataques en los que me sobreviene un desfallecimiento pero sin perder la conciencia. Por ejemplo, intento decir algo contra esa obra y ya a la segunda frase el desfallecimiento empieza a entrometerse con preguntas como «¿De qué estás hablando? ¿De qué se trata? ¿Qué es la literatura? ¿Cuál es su origen? ¿Qué utilidad tiene? ¡Qué cosas más poco claras! Añade a esa falta de claridad la falta de claridad de tus palabras y lo que resulta es un engendro. ¿Cómo has llegado tú a esos excelsos e inútiles caminos? ¿Merece eso preguntas serias, respuesta seria? Tal vez, pero no la tuya, eso es asunto de gente más importante que tú. ¡Vuelve atrás!» Y ese volver atrás significa que al punto estoy en la más completa oscuridad, de la que no me puede sacar la ayuda del que discute conmigo ni la ayuda de nadie. A usted parece que no le ocurre nada similar, pese a haber escrito Spiegelmensch («El hombre del espejo»). Por otra parte, yo le doy la razón a mi oponente, incluso cuando he recobrado la calma, usted fue a veces demasiado severo con él: en realidad él no es otra cosa que el viento que juguetea con las existencias ligeras, él prolonga la vida de las hojas caídas. A pesar de todo voy a intentar no guardar completo silencio y decir brevemente qué es lo que me escandaliza de Schweiger. Sobre todo me parece que hay mistificación en el hecho de que Schweiger se vea degradado a «caso aislado», aunque trágico; la actualidad de esa obra prohibe tal cosa. Cuando se cuenta un cuento, todos saben que uno se entrega a poderes ignotos y que los tribunales de hoy están descartados. Pero en esta obra no se sabe eso. La obra quiere dar la impresión de que el caso Schweiger se está tratando solamente hoy, justamente esta noche, más por casualidad que con intención; y que, por ejemplo, los hechos habrían podido ocurrir en una casa vecina muy diferente. Pero yo no puedo dar crédito a ese aserto de la obra; si vive alguien en las otras casas de esa ciudad católica austríaca 22 Esta carta es el borrador de la que aparece publicada en la correspondencia de Kafka (dic. 1922). El destinatario es Franz Werfel, escritor que alcanzó la fama desde muy joven y que llevaba un círculo literario en Praga, al que pertenecía Kafka. Kafka admiró mucho al principio su obra literaria, pero poco a poco fue variando su actitud, que se hizo más crítica. De ello es buen testimonio esta carta, con la que Kafka intenta explicar su rechazo de esa obra teatral. Schweiger es, en efecto, una de las obras más flojas de Werfel. Werfel admiraba extraordinariamente a Kafka, su opinión era para él importantísima. De ahí lo penoso de la situación. Werfel, judío también, se casó con Alma Mahler y sobrevivió al nacionalsocialismo emigrando a California. 71 Librodot Librodot 72 Carta al padre y otros escritos Franz Kafka construida en torno a Schweiger, entonces en cada una de las casas vive Schweiger, y nadie más. Los otros personajes de la obra tampoco tienen domicilio propio, viven con Schweiger y son sus síntomas secundarios. Schweiger y Anna ni siquiera tienen la posibilidad de referirse de alguna manera a algún matrimonio feliz, eso se admite honrada y tácitamente, quizás sea imposible en general lo que ellos quieren, ningún personaje de la obra tendría fuerza para refutar eso; en cuanto a todos esos niños que están en el vapor del Danubio, es un enigma de dónde han salido. ¿Por qué, entonces, esa pequeña ciudad, por qué Austria, por qué ese pequeño caso aislado perdido allí? Pero usted lo aísla más aún. Es como si no pudiera aislarlo bastante. Usted inventa la historia del asesinato de los niños. Yo lo considero una degradación de los sufrimientos de una generación. Quien en este tema no tiene que decir más de lo que dice el psicoanálisis, no debería entrometerse. No es un placer meterse en el psicoanálisis y yo me mantengo alejado de él en la medida de lo posible, pero está por lo menos tan presente como esta generación. Desde siempre, el judaísmo saca a la luz sus sufrimientos y sus alegrías casi al mismo tiempo que el correspondiente comentario de Raschi23: como también en este caso. He estado hace poco en M. Fue para entrevistarme con K. No era un asunto de verdadera urgencia, se habría podido despachar muy bien por escrito, aunque hubiese tomado más tiempo -sin embargo, como no era urgente, eso no hubiera causado estropicio alguno-, pero daba la casualidad de que tenía tiempo libre y me apeteció aclarar la cosa con K. rápidamente y sin formalidades, y por otra parte, todavía no conocía M., cuya visita me habían aconsejado una vez, de manera que me decidí sin más a viajar hasta allí, por desgracia -no quedó tiempo para ello- sin asegurarme antes de que K. estaría entonces en M. Efectivamente, K. no estaba en su casa. Casi nunca se marchaba, era un hombre -eso me explicaron en M.- extraordinariamente sedentario, pero precisamente por eso se habían ido acumulando una serie de cosas que tenían que gestionarse no lejos de M., pero en cualquier caso sobre el terreno, había por fin que llevar a cabo unos viajes pendientes hacía tiempo, así que la víspera de mi llegada, K., con un humor de perros -como me contó una hermana suya medio suspirando, medio sonriendo-, se decidió a mandar enganchar los caballos para el gran viaje. A fin de no verse obligado a volver a viajar en un plazo previsible, K. había decidido que, en un gran recorrido de varias etapas, aunque aquello tuviese que durar varios días, abordaría todo lo que había que resolver, sin omitir nada, y que incluso, en lo posible, adelantaría viajes que pendían como una amenaza futura, y también había intercalado en ese viaje el asistir a la boda de una sobrina. No se podía decir con certeza cuándo regresaría K., se trataba sólo de un recorrido por una amplia zona en torno a M., pero el programa era muy grande y además, cuando K. se ponía por fin en camino, era una persona imprevisible. Tal vez, después de haber dormido una o dos noches por esos pueblos, se le atragantara de tal manera el viaje que llegara a interrumpirlo, que dejase estar todos esos asuntos tan urgentes y estuviese de vuelta aquel día o el siguiente. Pero era igualmente posible que, una vez puesto en camino, le gustara el cambio, que incluso los numerosos amigos y parientes que tenía en los alrededores le obligaran a prolongar el viaje más allá de la duración mínima 23 Raschi (Rabbi Schlomo Jizchaki), que vivió en el siglo XI, es el exegeta clásico de la Biblia y el Talmud. Max Brod explica que su exégesis suele ser editada junto con los textos correspondientes. 72 Librodot Librodot 73 Carta al padre y otros escritos Franz Kafka indispensable, porque en el fondo era una persona conversadora y alegre, a quien le gustaba tratar con mucha gente, una persona que disfrutaba con el prestigio que había adquirido con su trabajo honrado, y sobre todo en determinados pueblecitos se le dispensaría un recibimiento verdaderamente grandioso, aparte de eso tenía la capacidad de lograr en un momento con dos palabras, sólo con su ascendiente personal y su experiencia humana, cosas que a distancia no se conseguían ni poniendo el mayor empeño. Si él notaba esos éxitos, deseaba tener más, y eso también podía prolongar el viaje. [Segunda versión:] Efectivamente, K. no estaba en su casa. Lo supe en su tienda y fui después al domicilio particular para enterarme de los detalles. Para ser un piso de provincia, era grandísimo, por lo menos la primera habitación, en la que fui introducido por la criada. Era casi un salón, pero acogedor, sin estar recargado de chucherías, todos los muebles a conveniente distancia, distribuidos de forma clara y distinta y formando todo una unidad armónica, y el conjunto dejaba traslucir también una cierta decorosa tradición familiar. Y la habitación contigua, que se veía a través de los fulgurantes cristales de una puerta vidriera, daba una impresión semejante. Allí apareció enseguida la hermana de K., se puso rápidamente, casi sin aliento, un delantal de los de hacer la limpieza, blanco y tableado, y entró después en la pieza donde estaba yo. Era una solterona metida en años, bajita y frágil, muy educada y amable; lamentó extraordinariamente la mala suerte de que mi llegada hubiese coincidido con el viaje de su hermano -éste había salido justamente la víspera-, le dio varias vueltas al asunto, no pudo encontrar solución, lógicamente habría informado al punto a su hermano, pero no tenía ninguna posibilidad, puesto que se trataba de un breve viaje de negocios, limitado a pocos días, por los pueblecitos de la zona, y su hermano organizaba el itinerario según las necesidades inmediatas y por eso no había podido dar una dirección precisa. Respondía también al carácter de su hermano, añadió con una sonrisa, el hecho de que de vez en cuando le gustara moverse un poco por el mundo fuera del alcance de la gente. En el puño del bastón de Balzac: Rompo todos los obstáculos. En el del mío: Me rompen todos los obstáculos. Común es el «todos». Confesión, necesaria confesión, portal que se abre de golpe, en el interior de la casa aparece el mundo, cuyo difuso reflejo estaba fuera hasta ahora. Él comprende que en el mundo haya temor, tristeza y vacío, pero sólo en la medida en que son sentimientos difusos, generales, que sólo rozan la superficie. Todos los demás sentimientos los niega, lo que nosotros designamos con ese nombre no es para él sino apariencia, cuento, imagen-reflejo de la experiencia y la memoria. Cómo va a ser de otra manera, dice, si los hechos reales nunca pueden ser alcanzados ni, menos aún, sobrepasados por nuestro sentimiento. Nosotros los vivimos antes y después del hecho real, que pasa de largo con ímpetu y rapidez inconcebibles, son vagas fantasías limitadas a nosotros. Vivimos en el silencio de la media noche y vivimos la salida y la puesta de sol volviéndonos hacia levante o hacia poniente. 73 Librodot Librodot 74 Carta al padre y otros escritos Franz Kafka Escasa energía vital, educación equívoca, soltería: su resultado es el escéptico, pero no necesariamente; para salvar el escepticismo, algunos escépticos se casan, por lo menos mentalmente, y se hacen creyentes. En la oscuridad de la calle, bajo los árboles, una noche de otoño. Te pregunto, no me respondes. ¡Si me respondieras, si se abrieran tus labios, se llenaran de vida los ojos muertos y sonara la palabra a mí destinada! Se abrió la puerta y el dragón verde, suculento, con los flancos voluptuosamente redondeados, sin patas, deslizándose con el bajo del cuerpo, entró en la habitación. Saludos de cumplido. Le pedí que entrara del todo. Él lamentó no poder hacer eso, por ser demasiado largo. Así que la puerta tuvo que quedarse abierta, lo que era bien molesto. Sonrió medio abochornado medio malicioso, y dijo: «Atraído por tu deseo, vengo arrastrándome desde lejos, estoy ya completamente escoriado por debajo. Pero lo hago gustoso. Gustoso vengo, gustoso me ofrezco a ti». La luz lanzó sus rayos con una fuerte descarga, desgarró el tejido que se dispersó en todas direcciones, brilló implacablemente a través de lo que quedaba, una red vacía y de gruesas mallas. Abajo temblaba la tierra y permanecía inmóvil, como un animal recién capturado. Mutuamente fascinados, se miraron los dos. Y el tercero, temiendo el encuentro, se apartó. Una vez me rompí la pierna, fue la más hermosa experiencia de mi vida. Una media luna, una hoja de arce, dos cohetes. Sólo heredé de mi padre una cajita de plata para especias. Cuando empezó el combate y del desmonte saltaron a la carretera cinco hombres armados hasta los dientes, yo me escabullí por debajo del coche y en la más completa oscuridad corrí hacia el bosque. Era después de la cena, todavía estábamos sentados a la mesa, mi padre, recostado en su sillón, uno de los muebles más grandes que he visto nunca, fumaba la pipa medio dormido, mi madre zurcía uno de mis pantalones, inclinada sobre la labor no prestaba atención a otra cosa, y el tío, con la espalda muy derecha, vuelto hacia la lámpara, los quevedos sobre la nariz, leía el periódico. Yo había pasado la tarde jugando en la calle, sólo después de la cena me había acordado de un deber para el colegio, y había llegado a sacar el cuaderno y el libro, pero estaba demasiado cansado, sólo tenía fuerzas para adornar la tapa del cuaderno con garabatos, me fui desmoronando cada vez más y, olvidado por las personas mayores, estaba ya casi echado sobre mi cuaderno. Entonces Edgar, el niño de los vecinos, que en realidad habría tenido que estar ya hace tiempo en la cama, entró sin hacer ningún ruido por la puerta, a través de la que yo, curiosamente, no veía nuestro oscuro vestíbulo sino la luna que brillaba sobre un dilatado paisaje de invierno. «Ven, Hans -dijo Edgar-, el maestro está esperando fuera, en el trineo. ¿Cómo quieres hacer la tarea sin la ayuda del maestro?» «¿Es que me quiere ayudar?», pregunté. 74 Librodot Librodot 75 Carta al padre y otros escritos Franz Kafka «Sí -dijo Edgar-, es una ocasión inmejorable, se marcha en este momento a Kummerau, está de muy buen humor por el viaje en trineo, no te dirá que no a lo que le pidas.» «¿Me dejarán mis padres?» «No les preguntarás...» Era una tarea muy difícil y yo temía no poderla resolver. Además era ya muy de noche, me había puesto a ella demasiado tarde, había dejado pasar la tarde entera jugando, a mi padre, lue acaso habría podido ayudarme, le había ocultado mi negligencia, y ahora todos dormían y yo estaba solo sentado delante del cuaderno. «¿Quién va a ayudarme ahora?», dije por lo bajo. «Yo», dijo un hombre desconocido sentándose pausadamente en una silla, a mi derecha, por la parte estrecha de la mesa, lo mismo que en el bufete de mi padre toman asiento a un lado del escritorio las partes litigantes; apoyó luego el codo en la mesa y estiró las piernas hasta casi el centro de la habitación. Yo hubiera querido levar tarme de un salto, pero era mi maestro y sabría resolver me) ,)r que nadie el problema que él mismo había puesto. Y él confirmó esa opinión, haciendo con la cabeza un gesto de asentimiento, un gesto amable, orgulloso o irónico, no pude descifrarlo. ¿Pero era de verdad mi maestro? Exteriormente y de una manera general, lo era sin duda alguna, pero si uno se metía en detalles, la cosa se volvía problemática. Tenía, por ejemplo, la barba de mi maestro, esa barba larga, tiesa y rala, un poco salediza y de un negro grisáceo, que recubría el labio superior y toda la barbilla. Pero si uno se inclinaba hacia él se tenía la impresión de que era un aderezo artificial, y esa sospecha no disminuía por el hecho de que el pretendido maestro se inclinara hacia mí con la mano puesta debajo de la barba y me la presentase para que la examinara. El señor de los sueños, el gran Isacar, estaba sentado delante del espejo, con la espalda muy pegada a la superficie de éste, la cabeza doblada hacia atrás y metida hasta muy dentro del espejo. Llegó entonces Hermana, el señor del crepúsculo, y se hundió en el pecho de Isacar hasta que desapareció por completo en su interior. En nuestro pueblo estamos completamente en familia: está perdido en plena sierra, casi imposible de encontrar. Sólo un angosto sendero lleva hasta allí, e incluso ese sendero está interrumpido muchas veces por desnudas e intransitables masas de piedras, sólo la gente del pueblo lo vuelve a encontrar. Cuando fui a confesar, no supe qué decir. Todas las preocupaciones se habían disipado; alegre, tranquila, sin el menor temblor en sus brillantes manchas de sol, vista a través de la puerta entreabierta de la iglesia, se extendía la plaza. Yo sólo pude recordar los sufrimientos de los últimos tiempos, quise avanzar hasta sus malignas raíces, fue imposible, no recordaba sufrimientos, éstos no tenían raíces en mí. Las preguntas del confesor apenas las entendía, entendía las palabras, pero, por mucho que me empeñaba, no les encontraba la menor relación conmigo. Le pedí que repitiera algunas preguntas, pero no sirvió de nada, eran como gente a la que uno cree conocer y respecto a la cual nos está engañando la memoria. En el huracán, desatino de las hojas, puerta pesada, ligera llamada con los nudillos, acogida del mundo, introducción de los invitados, asombro extraordinario, cómo charla, extraña boca, imposibilidad de resignarse a ella, trabajar mirando hacia atrás, golpes y 75 Librodot Librodot 76 Carta al padre y otros escritos Franz Kafka golpes de martillo, ¿están llegando los ingenieros? No, hay un cierto retraso, el director los está obsequiando, se oye un «viva», la gente joven, por en medio murmura el riachuelo, un viejo está mirando cómo vive, cómo perfuma el aire; pero tengo la celestial, la divina juventud, para sentir eso, excelso mosquito que revolotea en torno a la lámpara, sí, mi pequeño, mi diminuto compañero de mesa, como un saltamontes, sentado derecho en su silla... Nuestro director es joven, tiene muchos proyectos, continuamente nos apremia, es infinito el tiempo que emplea en eso, y tanto le importa uno solo como todos juntos. Es capaz de pasar días enteros junto a cualquier empleadillo insignificante, alguien en quien apenas hemos reparado hasta ahora, se sienta con él en una silla, lo tiene abrazado, pone la rodilla sobre la rodilla del otro, se apodera de su oído, al que ya no tiene acceso nadie más, y entonces empieza a trabajar. Nuestro jefe mantiene mucho las distancias con el personal, hay días en que no le ponemos la vista encima, en esos casos está en la oficina; ésta se encuentra también en el local comercial pero tiene cristales opacos hasta la altura de una persona y se puede acceder a ella no sólo por la tienda sino por el pasillo de la casa. Probablemente esa actitud reservada no se debe a ninguna intención precisa, ni tampoco se siente él un extraño entre nosotros, pero responde por completo a su forma de ser. No considera ni necesario ni útil apremiar al personal; quien por propia convicción no trabaja con el máximo rendimiento, ése en su opinión no será nunca un buen empleado, no podrá conservar su puesto en una tienda llevada fría y serenamente y que aprovecha -que aprovecha exhaustivamente- las posibilidades de que dispone, él mismo se sentirá tan ajeno que no esperará a que le despidan sino que se despedirá voluntariamente. Y eso sucederá con tanta rapidez que no causará mayor perjuicio ni a la empresa ni al empleado. Ahora bien, una relación de este género no se da con frecuencia en el mundo de los negocios, pero en el caso de nuestro jefe es evidente que da resultado. Conservar la calma; estar a mucha distancia de lo que quiere la pasión; conocer el río, por eso nadar contra la corriente; nadar contra la corriente por el placer de sentirse llevado. Es una tienda pequeña, pero hay mucha vida en ella, no se accede por la calle, hay que atravesar el pasillo, cruzar un pequeño patio, sólo entonces se llega a la puerta del establecimiento, encima de la cual hay un rótulo con el nombre del propietario. Es una lencería, venden ropa blanca, pero más aún lienzo crudo. Quien no está iniciado, quien entra por primera vez en la tienda, no puede creer en absoluto que se venda allí tanta ropa y tanta tela, o dicho de un modo más preciso, puesto que no se puede formar una idea del resultado de los negocios, no puede creer que se comercie en tales proporciones y con tanta diligencia. Como ya he dicho, no hay una entrada directa por la calle, pero no sólo eso, tampoco se ve entrar a ningún cliente por el patio y sin embargo el local está lleno de gente y se ve continuamente gente nueva, y la otra desaparece, no se sabe por dónde. Hay también grandes estanterías en la pared, pero en general las estanterías están puestas en torno a unos pilares que sostienen la bóveda múltiple, ramificada en sectores muy pequeños. Debido a esa disposición, desde ningún sitio se sabe exactamente cuánta gente hay en la tienda, todo el tiempo surgen otras personas en torno a los pilares, y los gestos 76 Librodot Librodot 77 Carta al padre y otros escritos Franz Kafka de asentimiento con la cabeza, los enérgicos movimientos de manos, los pasitos cortos por entre el gentío, el crujir de los géneros expuestos para la venta, los inacabables tratos y discusiones, en los que, aunque sólo conciernan a un vendedor y a un cliente, parece intervenir toda la tienda, todo eso hace que el movimiento comercial parezca mayor de lo que es. En un rincón hay una garita de madera, ancha, pero sólo con la altura justa para que quepan en ella personas sentadas, es la oficina. Los tabiques de madera parecen muy fuertes, la puerta es pequeñísima. Se ha evitado poner puertas, sólo un ventanillo, pero está tapado por dentro y por fuera; pese a todo es asombroso que en esa oficina haya alguien que pueda concentrarse para escribir, con el ruido que entra de fuera. A veces se descorre la oscura cortina que hay detrás de la puerta, y entonces se ve allí, ocupando todo el hueco de la puerta, a un escribiente bajito que, con la pluma detrás de la oreja y la mano encima de los ojos, observa llevado de la curiosidad o cumpliendo órdenes el barullo de la tienda. Pero no pasa mucho tiempo y ya vuelve a meterse, corriendo la cortina tan rápidamente detrás de él que no se puede echar una mínima ojeada al interior de la oficina. Hay una cierta conexión entre la oficina y la caja. Ésta se halla justo al lado de la puerta de la tienda y se encarga de ella una chica joven. No tiene tanto trabajo como en un primer momento podría parecer. No toda la gente paga en metálico, incluso son muy pocos los que lo hacen, por lo visto hay otros modos de abonar la factura. Entrelaza el sueño en las ramas del árbol. El corro infantil. La amonestación del padre inclinado hacia abajo. Romper el trozo de leña sobre la rodilla. Medio desmayado, pálido, apoyarse en la pared del cobertizo, mirar al cielo buscando la salvación. Un charco en el patio. Detrás, viejos e inservibles utensilios de labranza. Un sendero que, con rápidos y múltiples recodos, serpentea por la falda del monte. Llovía a intervalos, pero también a intervalos salía el sol. Un bulldog apareció tan súbitamente que los que llevaban el ataúd retrocedieron. Hacía tiempo, mucho tiempo, que yo quería ir a aquella ciudad. Es una ciudad grande y animada, viven allí muchos millares de personas, se deja entrar a todos los forasteros. El siguiente bando militar fue encontrado en la avenida, en tre las dispersas hojas del otoño, es imposible averiguar quién lo hizo y a quién va dirigido: Esta noche empieza el ataque. Todo lo habido hasta ahora, la defensa, la retirada, la huida, la dispersión... A través de la avenida una figura incompleta, un trozo de impermeable, una pierna, el ala anterior de un sombrero, lluvia que pasa fugazmente de un lugar a otro. Los amigos estaban en la orilla. El hombre que había de llevarme a remo hasta el barco cogió mi maleta para transportarla hasta el bote. Yo le conocía desde hacía muchos años, siempre andaba muy encorvado, alguna dolencia deformaba a aquel hombre, que de por sí era fuerte y altísimo. ¿Qué te incomoda? ¿Qué tira con violencia del asidero de tu corazón? ¿Qué es lo que manosea el picaporte de tu puerta? ¿Qué te llama desde la calle sin entrar por la puerta abierta? Ay, no es sino aquel a quien tú incomodas, a quien tú tiras con violencia del 77 Librodot Librodot 78 Carta al padre y otros escritos Franz Kafka asidero de su corazón, a quien tú manoseas el picaporte de su puerta, a quien tú llamas desde la calle sin querer entrar por su puerta abierta. Llegaron por la puerta abierta y nosotros les salimos al encuentro. Hicimos intercambio de noticias. Nos miramos a los ojos. El coche era completamente inservible. Faltaba la rueda derecha delantera, debido a ello estaba sobrecargada y deformada la rueda derecha trasera, el pértigo se había partido, un trozo estaba sobre el techo del carruaje. Nos trajeron un pequeño y viejo armarito de pared. El vecino lo había heredado de un pariente lejano -su única herencia-, había intentado abrirlo de muchas maneras y por fin, como no lo conseguía, se lo trajo al maestro de mi taller. La tarea no era fácil. No sólo no había llave, tampoco se veía cerradura alguna. O había en algún sitio un mecanismo secreto, cuyo manejo sólo podía averiguarlo una persona muy experta en tales cosas, o el armario no se podía abrir de un modo normal, sólo por la fuerza, lo que por otra parte sería facilísimo de conseguir. El señor Ohmberg, maestro de la escuela municipal de la pequeña localidad, fue a recibirnos a la estación. Era el jefe del comité que se había propuesto explorar la cueva. Un hombre bajito, ágil, medianamente robusto, con una barba en punta de un rubio por así decir incoloro. Nada más pararse el tren, Ohmberg estaba en la escalerilla de nuestro vagón, y nada más bajarse el primero de nosotros, ya estaba pronunciando un pequeño discurso. Parece que quería cumplir con todas las formalidades de rigor, pero la importancia de la causa que defendía aplastaba con su peso, hasta la ridiculez, todas las formalidades. Los alegres camaradas bajaban en barca por el río. Un pescador de domingo. Inalcanzable plenitud de la vida. ¡Destrúyela! Madera en el agua muerta. Olas que avanzan nostálgicamente. Suscitando nostalgia. Correr, correr. Perspectiva desde una calle lateral. Casas altas, una iglesia aún más alta. Lo característico de la ciudad es lo vacía que está. Por ejemplo, la gran Ringplatz siempre está desierta. Los tranvías que se cruzan allí siempre están vacíos. Su tintineo suena alto, claro, libre de la necesidad del instante. El gran bazar, que comienza en la Ringplatz y a través de muchos edificios lleva hasta una calle muy lejos de allí, está siempre vacío. En los numerosos veladores que hay ante el café que se extiende a ambos lados de la entrada del bazar, no se ve un solo cliente. La gran puerta de la vieja iglesia en el centro de la plaza está abierta de par en par, pero por ella no entra ni sale nadie. Las gradas de mármol que conducen hasta la puerta reverberan con una fuerza casi indomable a la luz del sol que cae sobre ellas. Es mi vieja ciudad natal y despacio, parándome una y otra vez, deambulo por sus calles24. 24 Max Brod ve en esta descripción una visión onírica de la plaza de la catedral de Milán, donde él estuvo 78 Librodot Librodot 79 Carta al padre y otros escritos Franz Kafka Es otra vez el viejo combate con el viejo gigante. Claro que él no lucha, sólo yo lucho, él sólo se echa sobre mí, como un mozo de cuadras en la mesa de la taberna, cruza los brazos en lo alto de mi pecho y aprieta el mentón contra los brazos. ¿Podré resistir esa carga? A través de la niebla de la ciudad. En una calle estrecha, limitada en uno de los lados por una pared recubierta de yedra. Estoy delante de mi antiguo maestro. Me sonríe y dice: «¿Qué pasa? Hace ya muchísimo tiempo que dejaste de asistir a mis clases. Si no tuviese una memoria inhumanamente buena para recordar a todos mis alumnos, no te habría reconocido. Pero así te reconozco claramente, eres mi alumno. Pero ¿por qué vuelves?» Es mi vieja ciudad natal y he vuelto a ella. Soy un ciudadano acomodado yen el barrio antiguo poseo una casa con vistas al río. Es una casa antigua de dos pisos con dos grandes patios. Tengo una empresa de construcción de carruajes y en ambos patios trabajan todo el día las sierras y los martillos. Pero en las salas de estar que hay en la fachada anterior del edificio no se oye nada de ese ruido, allí reina profundo silencio, y el pequeño espacio delante de la casa, que está cerrado todo en derredor y sólo se abre por la parte que da al río, siempre está vacío. En esas salas, grandes, con suelo de tarima y un poco en penumbra por las cortinas, hay muebles antiguos; envuelto en un batín guateado me gusta pasear entre ellos. Nada de eso, a través de las palabras llegan restos de luz. El cuerpo fortalecido comprende lo que tiene que hacer. Cuido el animal con creciente alegría. El brillo de los ojos pardos me lo agradece. Estamos de acuerdo. Lo declaro aquí explícitamente: todo lo que cuentan de mí es mentira, si parten del supuesto que yo he sido el primer ser humano que se ha hecho íntimo amigo de un caballo. Es curioso que propaguen tan monstruoso aserto y que le den crédito, pero es aún más extraño que se tome ese asunto a la ligera, que lo propaguen y lo crean, pero que luego, con poco más que un leve gesto de asombro, pasen a hablar de otra cosa. Hay en ello un misterio que sería en sí más atractivo investigar que la cosa insignificante que he hecho realmente. Lo que he hecho es sólo lo siguiente: durante un año he vivido con un caballo a la manera como viviría un hombre con una muchacha -a la que él admira pero por la que se ve rechazado- si no tuviera exteriormente ningún impedimento para poner en marcha todo lo que pudiese llevarle a su meta. O sea, he metido en una cuadra al caballo Leonor y a mí mismo y sólo he dejado ese domicilio común para dar las clases con las que ganaba el dinero necesario para nuestras propias clases. Desgraciadamente, quieras que no, eran cinco o seis horas diarias y no está excluido del todo que esa merma de tiempo tenga la culpa del fracaso definitivo de todos mis esfuerzos: que me permitan esos señores, a los que tantas veces pedí inútilmente que me ayudaran en mi empresa y con Kafka en 1911. 79 Librodot Librodot 80 Carta al padre y otros escritos Franz Kafka que sólo habrían tenido que dar un poco de dinero para algo por lo que yo estaba dispuesto a sacrificarme, como se sacrifica una gavilla de cebada que se mete entre las muelas de un caballo, que esos señores me permitan que se lo diga. Un gato había capturado un ratón. «¿Qué harás ahora? -preguntó el ratón-, tienes unos ojos horribles.» «Oh -dijo el gato-, yo tengo siempre estos ojos. Te acostumbrarás a ellos.» «Prefiero marcharme -dijo el ratón-, mis hijos me están esperando.» «¿Están esperando tus hijos? -dijo el gato-, entonces márchate cuanto antes. Sólo quería preguntarte una cosa.» «Entonces, por favor, pregunta, es realmente tardísimo.» Un ataúd estaba terminado, y el carpintero lo puso en el carro de mano para llevarlo a la tienda. El tiempo era lluvioso, un día gris. Llegó un viejo que salió por una bocacalle, se paró delante del ataúd, le pasó el bastón por encima y trabó con el carpintero una breve conversación sobre la industria del ataúd. Una mujer que bajaba por la calle principal con la bolsa de la compra tropezó ligeramente con el hombre, vio enseguida que era amigo suyo y también se quedó parada un momento. Salió del taller el empleado, que tenía que hacerle al maestro unas preguntas relativas a otros trabajos. Por la ventana que había arriba del taller apareció la mujer del carpintero con el niño pequeño en los brazos, desde la calle el carpintero empezó a bromear un poco con el niño, el señor y la mujer con la bolsa de la compra también alzaron la vista sonrientes. Un gorrión, creyendo que allí encontraría algo de comer, se había posado sobre el ataúd y daba saltitos encima de él. Un perro olfateaba las ruedas del carro de mano. De pronto, dieron por dentro un golpe violento contra la tapa del ataúd. El pájaro levantó el vuelo y, atemorizado, empezó a volar en círculo por encima del carro. El perro ladró furiosamente, de todos era el que estaba más excitado, como desesperado por no haber cumplido con su deber. El señor y la mujer saltaron a un lado, y esperaron con los brazos abiertos. Tomando de pronto una determinación, el empleado se había subido encima del ataúd y ya estaba sentado allí, aquel asiento le parecía menos horrible que la posibilidad de que se abriese el ataúd y saliese al autor de los golpes. Por lo demás, es posible que ya estuviese arrepentido de su precipitada acción, pero ahora que estaba allí no se atrevía a bajar y todo el empeño del maestro para que bajara era inútil. La mujer que estaba en la ventana y que probablemente había oído también los golpes pero no podía saber de dónde venían, y que en cualquier caso no se imaginaba que pudiesen venir del ataúd, no comprendía nada de lo que pasaba abajo y miraba llena de asombro. Un guardia, atraído por un vago deseo, retenido por un vago temor, se acercaba a pasos lentos y vacilantes. Entonces, la tapa se abrió con tal fuerza que el ayudante cayó hacia un lado, hubo un grito breve y simultáneo de todos los que allí estaban, la mujer desapareció de la ventana, era evidente que bajaba a saltos la escalera con el niño. Búscale con afilada pluma, haciendo girar firme y sólidamente la cabeza con el cuello, para mirar en derredor, sentado tranquilamente. Eres un fiel servidor, gozas de prestigio dentro de los límites de tu posición, un señor dentro de los límites de tu posición, fuertes son tus muslos, ancho el pecho, ligeramente inclinado el cuello, cuando empieces a buscar. Eres visible desde lejos, como en los pueblos la torre de la iglesia, hay algunos que por los caminos, por valles y colinas, vienen de lejos en tu busca. 80 Librodot Librodot 81 Carta al padre y otros escritos Franz Kafka Es la comida que me alimenta. Exquisitos manjares, exquisitamente preparados. Por la ventana de mi casa veo a los repartidores, una larga fila, muchas veces se queda parada, cada uno aprieta la cesta contra su cuerpo para preservarlo de todo daño. También hacia mí levantan la vista, amablemente, algunos con embeleso. Es la comida que me alimenta. Es el dulce jugo que sube desde mi tierna raíz. Levantándome de la mesa de un salto, todavía con la copa en la mano, persigo a la carrera al enemigo que saliendo de debajo de la mesa ha aparecido ante mí. Cuando se escapó y llegó al bosque y se extravió, había anochecido. Bueno, la casa estaba en el bosque. Una casa de ciudad, construida por entero como en un espacio urbano, con un mirador al estilo de los que hay en las ciudades o en sus inmediacionoes, por delante un jardincillo rodeado de una valla, finos visillos bordados detrás de las ventanas, una casa de ciudad, y sin embargo, en todo lo que alcanzaba la vista, completamente aislada. Y era una noche de invierno y hacía mucho frío en aquel descampado. Pero no era un descampado, sino que había tráfico urbano, pues por la esquina aparecía un tranvía, pero no era en la ciudad, porque el vehículo no se movía, sino que estaba allí desde siempre, en esa posición, como si doblase la esquina. Y siempre había estado vacío y no era un tranvía sino un vehículo sobre cuatro ruedas, y a la luz de la luna, que se filtraba difusamente a través de la niebla, podía recordar cualquier cosa. Y era un pavimento urbano, en el suelo se dibujaban las lineas de un empedrado, un empedrado de una lisura modélica, pero eran sólo las sombras indecisas de los árboles, que se proyectaban sobre la carretera cubierta de nieve. Es, según se quiera, emotivo o terrible o atroz, ver cómo se esfuerza el joven Borcher por venir a mi casa. Un loco lo ha sido siempre; inepto para cualquier trabajo, precariamente alimentado por su familia, que se había desentendido de él, vagabundeaba todo el día, sobre todo por el pantano. A veces estaba tumbado días y noches en un rincón de la casa, luego otra vez se quitaba de en medio durante muchas noches. En los últimos tiempos sufro el acoso del tonto del pueblo. Tonto lo ha sido siempre, sólo que a mí eso no me concernía más que a cualquier otra persona. De nuevo alguien que merodea abajo junto a la puerta del jardín. Miro por la ventana. Otra vez él, claro. Si quieres introducirte en una familia extraña, buscas un amigo común y le pides el favor. Si no encuentras a nadie, te armas de paciencia y esperas una ocasión favorable. En la pequeña localidad en que vivimos, no faltará la ocasión. Si no se presenta hoy, seguro que se presenta mañana. Y si no se presenta, por eso no vas a sacudir las columnas del universo. Si la familia soporta el verse privada de ti, tú, desde luego, no vas a llevarlo peor que ellos. Todo esto es evidente, pero K. no lo entiende. Últimamente se le ha metido en la cabeza que tiene que introducirse en la familia del propietario de la hacienda, pero no lo intenta a través de las relaciones sociales, sino por vía directa. Tal vez le parezca muy difícil la vía normal, y en eso tiene razón, pero la que él intenta seguir es desde luego impracticable. Con esto no es que yo quiera dar excesiva importancia al hacendado. Un hombre 81 Librodot Librodot 82 Carta al padre y otros escritos Franz Kafka honorable, sensato y trabajador, pero nada más. ¿Qué quiere K. de él? ¿Quiere un empleo en su finca? No, eso no es lo que quiere, él tiene también una posición desahogada y carece de preocupaciones materiales. ¿Ama a la hija del hacendado? No, no, de esa sospecha está completamente libre. Ha intervenido la Oficina de la Vivienda, había muchísimas disposiciones oficiales, y una de ellas no la habíamos tenido en cuenta, resulta que había que dar en alquiler una habitación de nuestro piso, el caso no estaba muy claro y si nosotros hubiésemos declarado en la Oficina esa habitación exponiendo al mismo tiempo nuestras objeciones contra la obligación de alquilarla, nuestro asunto hubiera tenido perspectivas muy favorables, pero ahora nos acusaban de haber ignorado las disposiciones oficiales, y la sanción era que no podíamos apelar contra las decisiones de la Oficina. Un caso desagradable. Tanto más desagradable cuanto que la Oficina tenía ahora la posibilidad de imponernos un inquilino a su gusto. Pero nosotros esperábamos poder hacer algo para librarnos al menos de eso. Yo tengo un sobrino que estudia Derecho en la Universidad de aquí; sus padres, parientes en sí cercanos pero en realidad muy lejanos, viven en una pequeña localidad de provincia, apenas los conozco. Cuando el chico llegó a la capital, vino a presentarse a nuestra casa, un muchacho débil, tímido, miope, cargado de espaldas y con gestos y expresiones de una cortedad desagradable. Puede que su fondo sea estupendo, pero nosotros no tenemos tiempo ni ganas de penetrar en él, un joven así, esa pequeña planta temblorosa sobre su largo tallo, necesitaría observación y cuidados sin fin, y eso a nosotros nos resulta imposible y por eso es mejor no hacer nada y evitar todo trato con un chico así. Podemos ayudarle un poco con dinero y recomendaciones, eso es lo que hemos hecho, pero por lo demás no le hemos dado pie para que nos siga haciendo visitas inútiles. Pero ahora, ante la carta de la Oficina de la Vivienda, nos hemos acordado del joven. Vive en no sé qué distrito de la parte norte, seguro que en condiciones bastante deplorables, y lo que come, seguro que apenas es suficiente para mantener derecho ese cuerpecillo tan poco capacitado para la vida. ¿Y si lo trajésemos a casa? No sólo por compasión, por compasión habríamos podido -y quizá debido- traerlo hace ya mucho tiempo; no, no sólo por compasión; y sin embargo no hace falta que eso sea tenido por mérito incontestable, para nosotros ya sería una gran recompensa el hecho de que nuestro sobrinillo nos preservase en el último minuto de la imposición de la Oficina de la Vivienda, de la intrusión de quién sabe qué inquilino, de un inquilino absolutamente desconocido que insistiese en tener todo en regla. En la medida en que hemos podido informarnos, la cosa sería perfectamente posible. Si uno pudiese aducir ante la Oficina de la Vivienda que ya vive en casa un estudiante pobre, si se pudiese probar que si dicho estudiante pierde la habitación no sólo pierde una habitación sino casi sus posibilidades de existencia; si finalmente (el sobrino no se negará a colaborar en esta pequeña maniobra, de eso ya nos encargaremos nosotros) se pudiese hacer creer que, al menos periódicamente, ya se alojaba antes en esa habitación y que sólo vivía en el pueblo con sus padres durante los períodos -largos, eso sí- en que preparaba exámenes, si todo eso sale bien, entonces no tenemos nada que temer. Así que ahora, rápido, a buscar al sobrino en coche. En el cuarto piso, en una habitación interior, pequeña y fría, va y viene envuelto en ropa de invierno y estudia. Todo en él y en torno a él es tan espantosamente sucio y destartalado que hay que apretar bien en el bolsillo la carta de la Oficina de la Vivienda para convencerse una vez más de que la cosa es absolutamente necesaria. 82 Librodot Librodot 83 Carta al padre y otros escritos Franz Kafka Frescor y plenitud. Agua que brota. Un crecer que se va extendiendo, alto, impetuoso, apacible. Oasis de felicidad. Mañana después de una noche de desenfreno. Con el cielo frente por frente. Paz, reconciliación, inmersión. Creativo. ¡Avanza! ¡Ven por el camino! ¡Dame explicaciones! ¡Pídeme explicaciones! ¡Juzga! ¡Mata! Canta en el coro. Nos reíamos mucho. Éramos jóvenes, el día era hermoso, las altas ventanas del corredor daban a un jardín inmenso y floreciente. Nos asomábamos a las ventanas abiertas, que llevaban a la lejanía nuestra mirada y a nosotros mismos. A veces, el criado que iba a grandes zancadas detrás de nosotros decía alguna frase para exhortarnos al silencio. No le veíamos casi, no le entendíamos casi, sólo recuerdo su paso, que resonaba sobre las baldosas de piedra, el sonido que avisaba desde lejos. En realidad no sabíamos si teníamos el deseo de ver a un dibujante oculto. Y así como sucede que un deseo que se ha tenido siempre de modo ligero e imperceptible casi quisiera marcharse cuando la atención se vuelve más intensa y sólo al aparecer pronto una realidad siente que le mantienen fijo en el lugar que le corresponde, así también hacía tiempo que teníamos una leve curiosidad por ver ante nosotros a una de aquellas señoras que, movida por fuerzas internas pero ajenas, le dibujan a uno una flor de la luna, luego plantas del fondo del mar, luego cabezas deformadas y contorsionadas, con grandes peinados y cascos, y otras cosas justo como tienen que hacerlo. 15 de septiembre de 1920. La cosa empieza con que, en lugar de comida, quisiste meterte en la boca, con gran sorpresa de ésta, un montón de puñales, tantos como caben en la boca. Bajo cada intención yace agazapada la enfermedad, como debajo de la hoja del árbol. Si te inclinas para verla y ella se siente descubierta, aparece de un salto, la maldad delgada y silenciosa, y en lugar de que la aplastes, lo que quiere es que la fecundes. Es un mandato. De acuerdo con mi carácter, yo sólo puedo aceptar un mandato que no me haya dado nadie. No puedo vivir sino en esa contradicción, siempre y sólo en contradicción. Pero eso seguramente vale para todos, pues viviendo se muere, muriendo se vive. Como pasa por ejemplo con el circo, que está rodeado de una lona, o sea que quien no esté dentro de esa lona no puede ver nada. Pero he aquí que alguien descubre un agujerito en la lona y así puede ver desde fuera. Pero para eso tienen que permitir que se quede allí. A todos nosotros se nos permite eso por un instante. Pero -segundo pero- a través de un agujero así no suele verse otra cosa que la espalda del público que tiene entrada de pie. Pero -tercer pero- en cualquier caso se oye la música, y también el rugir de los animales. Hasta que finalmente, uno cae desmayado de horror en los brazos del policía que está haciendo su ronda en torno al circo y que sólo te ha dado con la mano unos ligeros golpecitos en el hombro para llamarte la atención sobre la inconveniencia de mirar con tanto interés sin haber pagado entrada. Las fuerzas del hombre no están concebidas como una orquesta. Antes bien, todos los 83 Librodot Librodot 84 Carta al padre y otros escritos Franz Kafka instrumentos tienen que sonar sin interrupción, con toda la fuerza. Pues no están destinados a los oídos humanos y no se tiene a disposición una dilatada velada musical, durante la cual cada instrumento espera poder sobresalir entre los demás. 16 de septiembre de 1920. A veces las cosas parece que funcionan de la siguiente manera: tienes una tarea precisa, para llevarla a cabo tienes las fuerzas necesarias (ni demasiadas ni demasiado pocas, es cierto que tienes que mantenerlas reunidas, pero no hay que angustiarse), se te ha dado tiempo suficiente, también tienes voluntad de trabajo. ¿Dónde está el obstáculo que te impide realizar esa enorme tarea? No pierdas el tiempo buscándolo, puede que no haya ningún obstáculo. 17 de septiembre de 1920. Sólo hay meta, no hay camino. Lo que llamamos camino es vacilación. Jamás he estado bajo el peso de otra responsabilidad que la que me han impuesto la existencia, la mirada, la opinión de otras personas. 21 de septiembre de 1920. Recogidos los restos. Los miembros felizmente relajados bajo el balcón, a la luz de la luna. Al fondo, un poco de follaje, negruzco, como cabellos. Un objeto cualquiera procedente de un naufragio, nuevo y hermoso cuando cayó al agua, anegado e indefenso durante años, finalmente en descomposición. En el circo representan hoy una gran pantomima, una pantomima acuática, quedará anegada toda la pista, Posidón atravesará las aguas con su séquito, aparecerá la nave de Ulises y cantarán las sirenas, luego Venus saldrá desnuda de las ondas, lo que constituirá la transición a una escena de familia en un balneario moderno. El director, un anciano de pelo cano, pero todavía disciplinado jinete circense, tiene puestas grandes esperanzas en esta pantomima. Además es urgente que haya un éxito, el año anterior fue pésimo, algunas giras fallidas acarrearon grandes pérdidas. Pero esto es una pequeña ciudad de provincias. Vino gente a verme pidiéndome que les construyera una ciudad. Yo les dije que eran muy pocos, que tenían cabida en una casa, que para ellos yo no iba a construir una ciudad. Pero ellos dijeron que después vendrían más y que entre ellos había matrimonios que acabarían teniendo hijos, y que tampoco hacía falta construir la ciudad de una vez, sino que se podía establecer el trazado e irla haciendo poco a poco. Les pregunté dónde querían edificar esa ciudad, ellos dijeron que enseguida me enseñaban el sitio. Caminamos a lo largo del río hasta que llegamos a un promontorio bastante alto, muy escarpado por la parte del río, y por las otras vertientes muy dilatado y de suave caída. Ellos dijeron que era allí arriba donde querían ver construida la ciudad. Aquel lugar sólo tenía un poco de hierba dispersa, no había árboles, eso me gustó, pero la pendiente que 84 Librodot Librodot 85 Carta al padre y otros escritos Franz Kafka daba al río me pareció muy escarpada y se lo hice ver. Pero ellos dijeron que eso no era un inconveniente, que la ciudad se extendería por las otras vertientes y que habría suficientes posibilidades de acceder al agua, quizás con el paso del tiempo hasta se encontraría la manera de superar de un modo u otro aquella pendiente tan abrupta, en cualquier caso eso no debía ser un obstáculo que impidiera fundar la ciudad en aquel lugar. Además ellos eran jóvenes y fuertes y trepaban con facilidad, cosa que me demostrarían enseguida. Así lo hicieron; como lagartijas serpenteaban sus cuerpos monte arriba entre las hendiduras de la roca, y pronto estuvieron en lo alto. Yo también subí y pregunté por qué querían ver construida la ciudad precisamente allí. Aquel lugar no parecía muy apropiado desde el punto de vista de la defensa, protección natural sólo tenía por la parte del río y justamente allí era donde menos hacía falta defenderse, más oportuno habría sido que existiese la posibilidad de salir fácilmente y sin impedimentos; por todas las otras vertientes se podía acceder a la plataforma de arriba sin ningún esfuerzo, y por eso -y también por su gran extensión- era difícil de defender. Aparte de eso, aún no se había examinado aquel suelo desde el punto de vista de su fertilidad, y depender siempre de las tierras bajas y no poder prescindir del suministro por carretera siempre era peligroso para una ciudad, más aún cuando los tiempos andan revueltos. Tampoco se había comprobado aún si arriba había suficiente agua potable, el pequeño manantial que me enseñaron no inspiraba mucha confianza. «Estás cansado -dijo uno de ellos-, no quieres construir la ciudad.» «Cansado sí que estoy», dije yo sentándome sobre una piedra junto al manantial. Ellos metieron un paño en el agua y me refrescaron el rostro con él; yo les di las gracias. Entonces les dije que quería recorrer solo el perímetro de la plataforma y me marché; el camino era largo; cuando volví ya había anochecido, todos estaban echados en torno al manantial y dormían; caía una lluvia fina. A la mañana siguiente repetí mi pregunta; al principio no comprendieron cómo podía repetir por la mañana la pregunta de por la noche. Pero luego dijeron que no podían especificarme exactamente los motivos por los que habían elegido ese lugar, que había viejas tradiciones que lo recomendaban. Ya los antepasados quisieron construir allí la ciudad, pero por determinadas razones que la tradición no les había transmitido con exactitud no empezaron las obras. De modo que no era una imprudencia frívola la que les había llevado hasta aquel lugar, al contrario, el sitio tampoco les gustaba tanto y las razones en contra que yo había aducido, ellos ya las habían encontrado antes por sí solos, y admitían que eran irrefutables, pero lo cierto es que existía aquella tradición y quien no obedece a la tradición es aniquilado. Por eso ellos no podían comprender por qué vacilaba yo y cómo no había empezado las obras ya la víspera. Yo decidí marcharme y bajé por la vertiente del río. Pero uno de ellos se había despertado y había avisado después a los demás, y ahora estaban allí arriba, al borde de la plataforma, y yo sólo había hecho la mitad del camino y ellos llamaban y suplicaban. Entonces me di media vuelta, ellos me ayudaron y tiraron de mí para arriba. Les prometí entonces edificar la ciudad. Ellos estaban agradecidísimos, me dirigieron discursos, me besaron25. 25 Este relato y el siguiente están relacionados con el tema del sionismo. El primero refleja una actitud relativamente optimista frente a la construcción del nuevo Estado, sin embargo en el segundo fragmento -la alusión a Israel es menos clara, pero se suele aceptar esta interpretación de Brod-, muy parodístico, el narrador (que sería el nuevo Estado judío) parece personificar todas las reticencias que se tenían en 1920 85 Librodot Librodot 86 Carta al padre y otros escritos Franz Kafka Un campesino me paró en la carretera y me pidió que fuese a su casa con él, que a lo mejor podía ayudarle, pues se peleaba con su mujer y eso le amargaba la vida. También tenía unos hijos tontos y descastados, que o estorbaban y eran unos inútiles o sólo hacían barrabasadas. Yo dije que iría de buen grado con él pero que era muy poco seguro que siendo yo una persona extraña pudiese ayudarle, que a los hijos tal vez pudiese darles algunas líneas de conducta pero que en la mujer probablemente no podría influir en absoluto, pues si una mujer es pendenciera la causa suele estar en la forma de ser del marido, y como a él no le gustaba pelear, seguramente ya se habría esforzado por cambiar, pero no lo había conseguido, entonces ¿cómo iba a conseguirlo yo? Todo lo más, yo podría desviar hacia mí las ganas de pelea de su mujer. Así hablé, más para mí que para él, pero luego le pregunté abiertamente cuánto me pagaría por mi trabajo. Él dijo que en ese punto nos pondríamos enseguida de acuerdo, que si yo le resultaba útil podía llevarme lo que quisiera. Yo me paré entonces y dije que esas promesas tan generales no me bastaban, que había que fijar exactamente lo que me daría al mes. Él se quedó asombrado de que yo pidiera un sueldo mensual. Yo me asombré de su asombro. ¿Se creía que yo iba a arreglar en dos horas lo que dos personas habían hecho mal toda una vida, y se creía él que al cabo de dos horas yo iba a tomar en pago una bolsita de garbanzos, besarle agradecido la mano, envolverme otra vez en mis harapos y seguir caminando por la carretera helada? ¡No! El labrador escuchaba en silencio, con la cabeza inclinada, pero atentamente. Al contrario, le dije: tendré que quedarme mucho tiempo en su casa, para tomar bien nota de todo y saber lo que hay que hacer exactamente para que mejoren las cosas, luego tendré que volver a quedarme mucho tiempo para poner las cosas verdaderamente en orden, en la medida de lo posible, y luego estaré viejo y cansado y ya no me marcharé en absoluto, sino que descansaré y disfrutaré del agradecimiento de todos. «Eso no va a ser posible -dijo el campesino-, lo que quieres seguramente es instalarte en mi casa y al final hasta echarme de ella. Ésa sería, de todas las cargas que tengo que llevar, la mayor de todas.» «Sin confianza mutua, desde luego, no lograremos ponernos de acuerdo -dije-. ¿No tengo yo también confianza en ti? Lo único que quiero es que me des tu palabra, y esa palabra tú también podrías no cumplirla. Después de haber obrado en todo conforme a tus deseos, tú podrías echarme de tu casa pese a todas las promesas.» El campesino me miró y dijo: «Tú no te dejarías echar». «Haz como quieras -dije-, piensa de mí lo que quieras, pero no olvides (te digo esto amistosamente, de hombre a hombre) que, aunque no me lleves contigo, no vas a aguantar mucho tiempo más la situación que tienes en casa. ¿Cómo quieres seguir viviendo con esa mujer y esos hijos? Si no te atreves a llevarme contigo, entonces más vale que renuncies enseguida a tu casa y al sufrimiento que aún te iba a causar, ven conmigo, caminamos juntos, yo no voy a guardarte rencor por tu desconfianza.» «No soy un hombre libre -dijo el campesino-, llevo viviendo con mi mujer más de quince años, ha sido difícil, no comprendo en absoluto cómo ha sido posible, y sin embargo no puedo marcharme de su lado sin haber intentado antes todo lo que pueda hacerla soportable. Entonces te vi a ti en la carretera, y pensé que ahora podría hacer contigo el último gran intento. Ven, te doy lo que quieras. frente al proyecto sionista. Kafka, al contrario que Brod, que fue siempre un sionista entusiasta, tenía, sobre todo en su juventud, una actitud ambivalente frente al proyecto de un Estado judío. 86 Librodot Librodot 87 Carta al padre y otros escritos Franz Kafka ¿Qué quieres?» «No quiero nada -dije-, no quiero en modo alguno aprovecharme de tu difícil situación. Tómame simplemente de por vida como mozo de labranza, entiendo de toda clase de trabajos y te seré muy útil. Pero no quiero ser un criado como todos los criados, tú no puedes darme órdenes, yo tengo que trabajar conforme a mi voluntad, a veces esto, a veces esto otro y luego otra vez nada, según me apetezca. Me puedes pedir que haga un trabajo, pero no con insistencia; si notas que no quiero hacer ese trabajo, tienes que conformarte y no decir nada. Dinero no necesito, pero siempre que haga falta habrá que reponer la vestimenta, la ropa interior y las botas, todo igual que lo que llevo ahora; si no encuentras esas cosas en el pueblo, tienes que ir a la ciudad a buscarlas. Pero no tengas miedo de eso, lo que llevo puesto ahora aguantará varios años. Me basta con la comida normal de los criados, pero tengo que comer carne a diario.» «¿A diario?», interrumpió él, como si estuviese de acuerdo con todas las demás condiciones. «A diario», dije. «Tú tienes también una dentadura especial -dijo él intentando así justificar mi extraño deseo, hasta metió la mano en la boca para tocarme la dentadura-. Muy afilada, casi como los dientes de un perro.» «Para abreviar: quiero carne cada día -dije-. Cerveza y aguardiente quiero tanto como tú.» «Pues eso es mucho -dijo-, yo tengo que beber mucho.» «Tanto mejor -dije-, pero puedes moderarte, en ese caso yo también me moderaré. Es posible, por cierto, que sólo bebas tanto a causa de tu desdicha doméstica.» «No -dijo-, ¿qué relación va a haber entre una cosa y otra? Pero tú tendrás tanta bebida como yo; beberemos juntos.» «No -dije-, no beberé ni comeré con nadie. Siempre comeré y beberé solo.» «¿Solo? -preguntó asombrado el campesino-, ya me tienes mareado con tus exigencias.» «No es para tanto -dije-, además ya casi he terminado. Sólo me queda por pedir aceite para una lamparilla que estará encendida toda la noche a mi lado. Tengo esa lamparilla en la alforja, es pequeñísima y necesita muy poco aceite. No vale la pena hablar de ello, lo menciono sólo para no dejar suelto ningún cabo, para que después no haya discusiones; porque no soporto las discusiones en cosas de salario. Si me niegan lo estipulado, yo, que soy normalmente el ser más bondadoso, me vuelvo terrible, toma nota de ello. Si no me dan lo que me corresponde, por insignificante que sea, soy capaz de pegar fuego, mientras que estás durmiendo, a la casa en que vives. Pero tú no tienes por qué negarme lo que hemos convenido con toda claridad, y entonces -más aún si alguna que otra vez añades por afecto algún regalillo, por insignificante que sea- soy fiel y constante y muy útil en todo. Y aparte de lo que he dicho no exijo nada, sólo el 24 de agosto, día de mi santo, un pequeño barril con cinco litros de ron.» «¡Cinco litros!», exclamó el campesino juntando las manos. «Sí, cinco litros -dije yo- no es tanto. Lo que tú quieres es que yo pida menos. Pero he limitado ya tanto mis necesidades, en consideración a ti, claro, que me daría vergüenza que un tercero estuviera escuchando. Delante de un tercero me sería imposible hablar así contigo. Ni tampoco debe saberlo nadie. La verdad es que nadie se lo creería.» Pero el campesino dijo: «Más vale que sigas tu camino. Me iré solo a casa y trataré de aplacar yo solo a mi mujer. En los últimos tiempos le he dado muchas palizas, voy a moderarme un poco a partir de ahora, quizás me esté agradecida por ello, también he pegado mucho a los niños, voy al establo a por la fusta y les vapuleo con ella, dejaré de hacerlo un poco, tal vez mej oren las cosas. Por otra parte, ya lo he dejado muchas veces y las cosas no han mejorado. Pero lo que tú quieres, eso no puedo hacerlo, y aunque tal vez pudiese, pero no, mi situación económica no lo permite, imposible, todos los días carne, cinco litros de ron, pero aunque fuese posible, mi mujer no lo consentiría, y si ella no lo consiente, yo no puedo hacerlo». «A 87 Librodot Librodot 88 Carta al padre y otros escritos Franz Kafka qué viene entonces tanto discutir -dije... Estaba en el palco, al lado de mi mujer. Daban una obra emocionante, el tema eran los celos, justo en aquel momento, en una sala brillantemente iluminada y rodeada de columnas, un hombre alzaba el puñal contra su mujer, que se dirigía despacio hacia la salida. Llenos de ansiedad nos inclinamos sobre el antepecho del palco, notaba en mi sien el cabello rizado de mi mujer. De pronto dimos un salto hacia atrás, algo se movía sobre el antepecho, lo que habíamos tomado por el forro de terciopelo del remate de la baranda era la espalda de un hombre largo y delgado que, exactamente igual de estrecho que ese reborde, había estado allí boca abajo hasta entonces, y ahora se daba despacio la vuelta como si buscara una postura más cómoda. Mi mujer se agarró a mí temblando. El rostro del hombre estaba justo delante de mí, más estrecho que mi mano, escrupulosamente limpio como una figura de cera, con una perilla negra. «¿Por qué nos ha asustado usted así? -exclamé-, ¿qué hace usted aquí?» «Perdone -dijo el hombre-, soy un admirador de su mujer; sentir sus codos sobre mi cuerpo me hace feliz.» «¡Emil, por favor, protégeme!», gritó mi mujer. «Yo también me llamo Emil», dijo el hombre, y apoyando la cabeza en una mano siguió echado, como en un sofá. «Ven conmigo, dulce mujercita.» «¡Sinvergüenza! -dije-, una palabra más y está usted ahí abajo, tendido en el parterre», y como si ya estuviese seguro de que la palabra iba a llegar, quise darle el empujón, pero eso no fue tan fácil, el hombre parecía formar parte del antepecho, estaba como incrustado en él, quise apartarlo dándole la vuelta, pero no lo conseguí, él se rió y dijo: «Deja eso, tontorrón, no malgastes tus fuerzas antes de tiempo, aún no ha empezado el combate, que terminará desde luego con que tu mujer tendrá que ceder a mis deseos». «Jamás -gritó mi mujer, y luego, vuelta hacia mí-: Venga, por favor, dale un empujón.» «No puedo -exclamé-; estás viendo cómo me esfuerzo, pero aquí hay algún truco, y no es posible.» «Dios mío, Dios mío -se lamentó mi mujer-, ¿qué va a ser de mí?» «Cállate dije-, te lo ruego, con tus nervios sólo empeoras las cosas; ahora tengo otro plan, con esta navaja voy a rajar el terciopelo y después tiraré abajo todo el conjunto, con el tío este incluido.» Pero yo no encontraba la navaja. «¿Sabes dónde tengo la navaja? -pregunté-. ¿La habré dejado en el abrigo?» Ya estaba a punto de ir al vestuario cuando mi mujer me hizo entrar en razón. «Ahora quieres dejarme sola, Emil», gritó. «Pero si no tengo la navaja», grité yo a mi vez. «Toma la mía», dijo ella buscando con dedos temblorosos en su bolsillo de mano, pero sacó, naturalmente, sólo una diminuta navajita de nácar26.. Una tarea delicada, un ir-de-puntillas por una viga resquebrajada que hace de puente, no tener nada debajo de los pies, acumular trabajosamente con los pies el suelo sobre el que se va a caminar, no andar más que sobre el propio reflejo que uno ve abajo en el agua, mantener unido el mundo con los pies, arriba en el aire, contraer convulsivamente las manos para poder aguantar el esfuerzo. En la escalinata del templo está arrodillado un sacerdote y todas las súplicas y quejas de los fieles que van a verle las transforma en oraciones, o mejor dicho, no transforma nada sino que repite muchas veces en voz alta lo que le dicen. Por ejemplo, llega un comerciante y se queja de que hoy ha tenido una gran pérdida y de que debido a ello se 26 Claude David, que identifica a los personajes con Kafka, Milena y su marido, recuerda que esta situación de triángulo se da también en las tres grandes novelas (El proceso, El castillo, América). 88 Librodot Librodot 89 Carta al padre y otros escritos Franz Kafka hunde su negocio. Entonces el sacerdote se arrodilla sobre una grada, ha puesto sobre otra grada más alta las palmas de las manos y mientras reza se balancea en una y otra dirección: «A. ha tenido hoy una gran pérdida, su negocio se hunde. A. ha tenido hoy una gran pérdida, su negocio se hunde», y así sucesivamente. Somos cinco amigos, un día salimos de una casa, uno después de otro; el primero salió y se colocó junto a la puerta, luego el segundo salió, o mejor dicho se deslizó por la puerta, tan fácilmente como se desliza una bolita de mercurio, y se colocó cerca del primero, luego el tercero, luego el cuarto, luego el quinto. Finalmente, todos estábamos allí en fila. La gente se fijaba en nosotros, nos señalaba con el dedo y decía: «Acaban de salir los cinco de esa casa». Desde entonces vivimos juntos, sería una vida pacífica si un sexto no se entrometiera continuamente. No nos hace nada malo, pero nos molesta, eso basta; ¿por qué se mete donde no le llaman, si ve que no lo queremos? No le conocemos y no queremos admitirle entre nosotros. Nosotros cinco tampoco nos conocíamos antes, y si se quiere, tampoco nos conocemos ahora, pero lo que es posible y se tolera entre nosotros cinco, no es posible ni se tolera con el sexto. Además, somos cinco y no queremos ser seis. Y qué razón de ser tendría ese estar-siempre-juntos, tampoco la tiene en cuanto a nosotros cinco, pero el caso es que ya estamos juntos y juntos nos quedaremos, pero no queremos formar un grupo nuevo, precisamente debido a nuestras experiencias. Pero cómo vamos a explicarle todo esto al sexto, darle largas explicaciones casi equivaldría ya a admitirle en nuestro círculo, así que preferimos no explicarle nada y no admitirle. Aunque él pone cara de enfado, nosotros le echamos a codazos, pero por mucho que le echamos, él vuelve27. Lo mismo que a veces se puede sentir, sólo por la coloración del paisaje y sin mirar siquiera al cielo nublado, que aunque la luz del sol todavía no se ha abierto paso, las nubes están literalmente desgajándose y se disponen a desaparecer, o sea, que sólo por esa razón y sin necesidad de más pruebas, el sol va a brillar enseguida por todas partes. Remando de pie, llevé la barca hasta el puertecillo, estaba casi vacío, en un extremo había dos veleros, fuera de eso sólo algunas barcas pequeñas dispersas. Encontré con facilidad un sitio para mi barca y bajé a tierra. Era sólo un puerto pequeño, pero con diques sólidos y en buen estado de conservación. Las barcas se deslizaban por el agua. Llamé a una. El barquero era un hombre viejo, alto y de barba blanca. Titubeé un momento, sobre el escalón del desembarcadero. Él sonreía, yo le miré y monté en la barca. El hombre señaló a un extremo de la barca, y allí me senté. Pero al punto me levanté de un salto diciendo: «¡Qué murciélagos tan grandes tenéis aquí!», porque unas alas grandes habían pasado zumbando en torno a mi cabeza. «Calla», dijo él, atareado ya con el remo, y arrancamos tan súbitamente que casi me di un golpe contra la banqueta. En lugar de decirle al barquero adónde quería ir yo, sólo pregunté si lo sabía; a juzgar por su gesto afirmativo, lo sabía. Eso fue para mí un alivio enorme, estiré las piernas y me recosté en el asiento, pero sin dejar de mirar al barquero, y dije para mí: «Él sabe adónde vas, detrás de esa frente él lo sabe. Y mete en el mar su 27 Este relato fue publicado también por Brod en el volumen Descripción de una lucha , con el título «Comunidad». La alusión al antisemitismo, que señala Brod, parece evidente. 89 Librodot Librodot 90 Carta al padre y otros escritos Franz Kafka remo sólo para llevarte hasta allí. Y por casualidad le llamaste a él, de entre todos ellos, y todavía dudabas si subir a la barca». Cerré un poco los ojos de puro contento, pero quería por lo menos oír al hombre, aunque no lo viera, y pregunté: «A la edad que tienes seguro que ya no querrías trabajar. ¿Es que no tienes hijos?» «Sólo a ti -dijo-, tú eres mi único hijo. Sólo por ti hago este último viaje, luego venderé la barca, luego dejaré de trabajar.» «¿Llamáis aquí hijos a los pasajeros?», pregunté. «Sí -dijo-, es una costumbre de aquí. Y los pasajeros nos llaman padre a nosotros.» «Es extraño -dije-, ¿y dónde está la madre?» «Ahí -dijo-, en la garita.» Me incorporé y vi cómo, del ventanuco redondo de la garita que se alzaba en medio de la barca, salía y saludaba una mano, al tiempo que aparecía el enérgico rostro de una mujer, enmarcado por un pañuelo de encaje negro. «¿Madre?», pregunté sonriente. «Si es tu deseo.» «Pero eres mucho más joven que mi padre», dije. «Sí -dijo ella-, mucho más joven, él podría ser mi abuelo y tú mi marido.» «Sabes -dije-, es asombroso, que uno vaya en barca, solo y de noche, y que de pronto aparezca una mujer.» Yo remaba por un lago. Era en una cueva abovedada y sin luz del día, pero había claridad, una luz clara y uniforme, que bajaba del azul pálido de la piedra. Aunque no se notaba corriente alguna de aire, había oleaje, pero no de forma que fuese un peligro para mi pequeña pero sólida embarcación. Yo remaba tranquilamente a través de las olas, pero apenas pensaba en el remar como tal, ocupado como estaba en inhalar con todas mis fuerzas el silencio que allí reinaba, un silencio como yo no había encontrado en toda mi vida. Era como una fruta que yo nunca hubiese comido y que sin embargo era la más nutritiva de todas las frutas, yo había cerrado los ojos y bebía aquel silencio. Aunque no en perfecta quietud; el silencio era todavía total, pero amenazaba ser alterado en cualquier momento; había algo que seguía deteniendo el ruido, pero el ruido estaba ante la puerta, reventando de ganas de estallar por fin. Lancé miradas de furia contra él, aunque no estaba allí, saqué un remo del soporte, me puse de pie en la barca que se balanceaba y gesticulé amenazadoramente en el vacío con el remo. Aún había silencio y volví a remar. Corríamos por el suelo resbaladizo, a veces uno de nosotros tropezaba y se caía, otras veces casi se hubiese precipitado al vacío por uno de los lados, en tal caso siempre tenía que ayudar el otro, pero, con mucho cuidado, porque él tampoco pisaba firme. Por fin llegamos a una colina que llaman «La rodilla», pero aunque no es alta, no pudimos remontarla, resbalábamos una y otra vez, estábamos desesperados, así que, como no podíamos remontarla, había que rodearla, lo cual era tal vez igual de imposible, pero mucho más peligroso, porque el fracaso de nuestra tentativa significaba la caída y el fin. Para no estorbarnos mutuamente decidimos que cada uno lo intentase por otro lado. Yo me eché en el suelo y me deslicé despacio hasta el borde, vi que no había ninguna especie de sendero, ninguna posibilidad de agarrarse a nada, sin solución de continuidad todo acababa en el vacío. Estaba convencido de que no llegaría a la otra vertiente. Y si las cosas no estaban algo mejor por el otro lado, lo que en realidad sólo podía saberse haciendo el intento, entonces evidentemente no teníamos salvación. Pero había que correr el riesgo porque allí no podíamos quedarnos y detrás de nosotros, inaccesibles, se elevaban los cinco picos que llaman «Dedos del pie». Consideré otra vez con todo detalle la situación, el trecho a recorrer, que en sí no era largo pero imposible de superar, y cerré después los ojos -en este caso los ojos abiertos sólo me hubiesen perjudicado-, 90 Librodot Librodot 91 Carta al padre y otros escritos Franz Kafka firmemente decidido a no volverlos a abrir, a no ser que sucediese lo increíble y llegase a la otra vertiente. Y entonces, despacio, me dejé caer de lado, casi como si estuviese durmiendo, me paré después y empecé a avanzar. Había abierto mucho los brazos a derecha e izquierda, el hecho de cubrir y, por así decir, de abarcar lo más posible del terreno que me rodeaba parecía darme un poco de equilibrio o, mejor dicho, un poco de consuelo. Pero, en efecto, noté con asombro que, materialmente, aquel suelo me ayudaba de alguna manera, era resbaladizo y sin ningún asidero, pero no era un suelo frío, un cierto calor venía de él a mí e iba de mí a él, había allí una comunicación que no se establecía con ayuda de manos y pies pero que tenía consistencia y solidez. La debilidad fundamental del hombre no consiste ni mucho menos en que no pueda quedar victorioso, sino en que no sabe sacarle provecho a la victoria. La juventud lo supera todo, la ficción engañosa original y la oculta acción diabólica, pero no hay nadie que pueda agarrar esa victoria y darle vida, porque entonces ya ha pasado la juventud. La vejez ya no se atreve a tocar esa victoria y la nueva juventud, atormentada por el nuevo ataque que enseguida va a comenzar, quiere su propia victoria. De esa manera, el diablo queda vencido una y otra vez, pero nunca eliminado. Los perpetuamente desconfiados son quienes suponen que junto a la gran ficción original se organiza expresamente para ellos una pequeña ficción especial, o sea, que cuando en el escenario se representa un juego erótico, la actriz, aparte de la sonrisa ficticia que dirige a su amante, tendrá también una sonrisa especialmente alevosa para un espectador muy concreto del último anfiteatro. Necia soberbia. ¿Es que puedes conocer otra cosa que el engaño? Porque, si se destruye el engaño, no debes mirar en esa dirección o te conviertes en estatua de sal. Tenía quince años cuando entré de aprendiz en una tienda, en la ciudad. No me resultó fácil que me tomaran en algún sitio; tenía buenos informes, eso sí, pero era bajito y enclenque. El jefe, que, en un despacho angosto y sin ventanas, estaba sentado ante el escritorio a la intensa luz de una lámpara eléctrica, uno de los brazos como enganchado en el respaldo de la silla, el pulgar bien metido en el bolsillo del chaleco, la cabeza echada hacia atrás, lo más lejos posible de mí, el mentón en el pecho, me examinó y no me dio el visto bueno: «Eres demasiado débil para llevar paquetes -dijo sacudiendo la cabeza- y lo que yo necesito es un chico que lleve paquetes pesados». «Haré lo posible dije-, además iré poniéndome cada vez más fuerte.» Por fin me admitieron en una ferretería, en el fondo por compasión. Era una tienda pequeña y oscura, que daba a un patio, y yo tenía que llevar muchísimo peso para mis fuerzas, pero estaba muy contento de haberme colocado. «¡El gran nadador! ¡El gran nadador!», gritaba la gente. Yo regresaba de la Olimpíada de Amberes, donde había conseguido un récord mundial de natación. Estaba en la escalinata de la estación de mi ciudad natal -¿dónde está?- y miraba a la muchedumbre, que apenas podía distinguirse a la luz del crepúsculo. Una jovencita, a la que acaricié levemente la mejilla, me colocó velozmente una banda, en la que ponía en un idioma extranjero: Al vencedor olímpico. Se acercó un automóvil, unos señores me metieron en él, dos señores viajaron conmigo, el alcalde y otro más. Enseguida llegamos a un salón de fiestas, 91 Librodot Librodot 92 Carta al padre y otros escritos Franz Kafka cuando entré, un coro cantaba en lo alto de la tribuna, todos los invitados, había centenares, se levantaron y gritaron al compás una frase que no entendí bien. A mi izquierda había un ministro, no sé por qué me asustó tanto aquella palabra cuando me lo presentaron, le miré espantado, pero me tranquilicé enseguida, a la derecha estaba la esposa del alcalde, una señora opulenta, todo en ella, especialmente a la altura de la pechera, me pareció lleno de rosas y plumas de avestruz. Frente a mí había un señor grueso, de rostro sorprendentemente blanco, no me enteré del nombre cuando me lo presentaron, había puesto los codos sobre la mesa -le habían dejado más sitio de lo normal-, miraba hacia delante y guardaba silencio, tenía a derecha e izquierda dos guapas muchachas rubias, eran divertidas, no paraban de contar cosas y mi mirada pasaba alternativamente de una a otra. A pesar de la intensa iluminación, no pude distinguir con detalle a otros invitados, quizás por el movimiento que había, criados que corrían de un lado a otro y presentaban fuentes, copas que se alzaban, puede que también estuviese todo demasiado iluminado. Había además un cierto desorden -el único, por lo demás- que consistía en que algunos invitados, señoras sobre todo, estaban sentados de espaldas a la mesa, y de tal manera que el respaldo de la silla no se interponía entre la mesa y ellos, sino que la espalda casi rozaba la mesa. Yo se lo hice notar a las jóvenes que tenía enfrente, pero con ser tan habladoras, esta vez no dijeron nada sino que me dirigieron una sonrisa acompañada de largas miradas. A un toque de campana -los criados se quedaron rígidos en medio de las filas de asientos- se levantó el gordo de enfrente y pronunció un discurso. ¡Por qué estaría aquel hombre tan triste! Durante el discurso se tocaba ligeramente el rostro con el pañuelo; eso aún podía pasar; con su gordura, con el calor de la sala y el esfuerzo de hablar, se habría comprendido, pero yo noté claramente que todo ello no era más que un artificio para encubrir que se estaba secando las lágrimas. Al mismo tiempo me miraba incesantemente, pero de manera que no parecía mirarme a mí sino mi tumba abierta. Cuando hubo terminado de hablar, me levanté yo, como es natural, y también pronuncié un discurso. Tenía verdadera urgencia por hablar, pues me parecía que algunas cosas, allí y seguramente también en otros lugares, necesitaban una explicación pública y clara; por eso empecé así: ¡Distinguidos invitados al acto! Admito que tengo un récord mundial, pero si ustedes me preguntaran cómo lo he conseguido, no podría darles una respuesta satisfactoria. Porque en realidad, yo no sé nadar. Siempre he querido aprender, pero nunca ha surgido la oportunidad de hacerlo. ¿Cómo, entonces, me ha enviado mi país a la Olimpíada? Ésa es también la pregunta que me preocupa. Antes que nada, tengo que dejar claro que esto no es mi país y que pese a todos mis esfuerzos no entiendo una palabra de lo que aquí se habla. Lo inmediato sería creer en una confusión, pero no hay tal confusión, tengo el récord, he viajado a mi ciudad natal, llevo el nombre por el que me conocen ustedes, hasta aquí todo coincide, pero a partir de aquí ya no coincide nada, no estoy en mi ciudad natal, ni les conozco ni les entiendo a ustedes. Pero además hay otra cosa que no contradice exactamente, pero sí en cierto modo, la posibilidad de una confusión: para mí no es un gran trastorno el hecho de no entenderlos a ustedes, ni tampoco parece que sea un gran trastorno para ustedes el que no me entiendan a mí. Del discurso de mi ilustre predecesor en la palabra sólo creo saber que ha sido de una deprimente tristeza, pero ese saber no sólo me resulta suficiente sino hasta excesivo. Y algo semejante sucede con todas las conversaciones que he sostenido desde mi llegada a este lugar. Pero volvamos a mi récord mundial. 92 Librodot Librodot 93 Carta al padre y otros escritos Franz Kafka Un relato parcial. Ante la entrada de la casa hay dos hombres, parecen vestidos de un modo completamente arbitrario, casi sólo llevan harapos, sucios, rotos, deshilachados, pero algunas prendas están muy bien conservadas, uno de ellos lleva un cuello postizo nuevo con corbata de seda, el otro un fino pantalón de pana, de corte amplio y más estrecho por abajo, delicadamente arremangado por encima de las botas. Están conversando y obstruyen la puerta. Llega un hombre, al parecer un cura rural de mediana edad, alto, fuerte, de cuello potente, vacilando sobre las piernas rígidas. Quiere entrar, es un asunto urgente el que lo lleva allí. Pero los otros dos están vigilando la entrada, uno de ellos saca del pantalón un reloj con una larga cadena de oro -parece que son varias cadenas unidas-, todavía no son las nueve, pero antes de las diez no pueden dejar entrar a nadie. Al clérigo eso le viene muy mal, pero los dos hombres ya están conversando otra vez. El cura los mira un ratito, parece darse cuenta de la inutilidad de seguir preguntando, ya ha dado incluso unos pasos, cuando de pronto tiene una idea y regresa. ¿Sabían los caballeros a quién quiere ver él? A su hermana Rebekka Zoufal, una señora mayor que vive con su sirvienta en el segundo piso. Eso no lo sabían los guardianes, por supuesto, ahora ya no tienen nada en contra de que entre el cura, hasta hacen una especie de reverencia ceremoniosa cuando pasa por en medio de ellos. Cuando el cura está en el pasillo, tiene que sonreír espontáneamente de lo fácil que ha sido engañar a la pareja. Al echar una rápida mirada hacia atrás, ve asombrado que los guardianes se están marchando cogidos del brazo. ¿Habrán estado allí sólo por él? En la medida en que el sacerdote se ha formado una idea de la situación, no habría que descartarlo. Se da media vuelta, la calle está ahora un poco más animada, muchas veces alguno de los transeúntes echa una mirada al interior del pasillo, al cura le parece casi una provocación lo abierta que está la puerta de la casa, con los dos batientes de par en par, hay una tensión en ese estar-abierto, como si la puerta tomase impulso para un portazo furioso y definitivo. Entonces oye que gritan su nombre. «Arnold», grita por el hueco de la escalera una voz débil y forzada, y al punto un dedo le da unos golpecitos en la espalda. Allí estaba una mujer vieja y encorvada, envuelta completamente en un tejido verde oscuro de grandes mallas y le mira literalmente no con los ojos sino con un diente largo y estrecho que, triste y solitario, se yergue en su boca. Fuera, fuera de allí, cabalgábamos en plena noche. Era oscura, sin luna ni estrellas, aún más oscura de lo que suelen ser las noches sin luna ni estrellas. Teníamos una importante misión, que nuestro guía llevaba consigo en una carta lacrada. Por la preocupación de que tal vez perdiésemos al guía, uno de nosotros se adelantaba de vez en cuando y tanteaba buscando al guía, para comprobar si seguía allí. Una vez, justo cuando fui yo a ver, el guía ya no estaba. No nos asustamos demasiado, pues ése había sido nuestro miedo todo el tiempo. Decidimos volver sobre nuestros pasos. La ciudad se asemeja al sol, en un círculo central está concentrada toda la luz, deslumbrante, uno se pierde, no se encuentran las calles ni las casas una vez que se ha entrado, literalmente no se vuelve a salir; en otro círculo mucho más amplio, la luz sigue siendo intensa, pero no emite sus rayos ininterrumpidamente, hay callejas oscuras, pasajes ocultos, incluso glorietas pequeñísimas, de luz crepuscular y llenas de frescor; luego otro círculo aún mayor, donde la luz está ya tan dispersa que hay que buscarla, allí 93 Librodot Librodot 94 Carta al padre y otros escritos Franz Kafka hay grandes superficies urbanas con sólo una pálida claridad, fría y gris, y por fin, sin solución de continuidad, el campo raso, sin vegetación, campo de colores apagados, otoñales, iluminado todo lo más, alguna que otra vez, por una especie de relámpago. En esa ciudad siempre es por la mañana temprano, una mañana que apenas está empezando, el cielo, un gris uniforme que apenas se despeja, las calles desiertas, limpias y silenciosas, en alguna parte se mueve despacio el batiente de una ventana mal cerrada, en alguna parte el viento agita los bordes de un paño colgado del balcón de un último piso, en alguna parte ondea levemente la cortina de una ventana abierta, fuera de eso no hay movimiento. A Burson, el célebre domador, le trajeron una vez un tigre para que opinara sobre las posibilidades de amaestrar al animal. En la jaula de la doma, que tenía las medidas de una sala -estaba en un gran campo de barracas, lejos de la ciudad-, metieron la jaula pequeña con el tigre dentro. Se alejaron los guardas, en su primer contacto con una fiera Burson siempre quería estar completamente solo. El tigre yacía inmóvil en el suelo, le acababan de dar bien de comer. Bostezó un poco, miró cansinamente el nuevo entorno y se durmió al momento. En uno de nuestros antiguos escritos se lee: Quienes maldicen de la vida y consideran por eso que el no nacer o el superar la vida es la mayor o la única felicidad desprovista de ilusiones deben tener razón, porque el juicio sobre la vida... La vieja historia de nuestro pueblo nos ha transmitido castigos atroces. Eso, sin embargo, no significa que haya que defender el actual sistema penal. Un hombre ponía en duda el origen divino del emperador, afirmaba que el emperador era, de derecho, nuestro señor supremo, la misión divina del emperador no la ponía en duda, era evidente para él, sólo dudaba del origen divino. Mucho revuelo no produjo aquello, lógicamente; si el oleaje lanza a tierra una gota de agua, eso no perturba el eterno movimiento de las olas del mar, sino que, al contrario, está condicionado por él. Ante un juez de la ciudad imperial fue llevado un hombre que negaba el origen divino del emperador. Los soldados le habían transportado durante semanas desde su ciudad natal, apenas podía permanecer sentado, de puro cansancio, tenía las mejillas demacradas y... Uno siente vergüenza al explicar de qué medios se sirve el coronel imperial para tener dominada nuestra pequeña villa serrana. Si nosotros quisiéramos, sus escasos soldados quedarían desarmados al momento, y aunque él pudiese pedir ayuda -¿pero cómo podría pedirla?-, la ayuda tardaría días, semanas, en llegar. Es decir, todo depende de nuestra obediencia, pero el coronel ni trata de forzarnos a ella tiránicamente ni de conquistarla capciosamente a base de cordialidad. ¿Por qué, entonces, soportamos su odioso gobierno? No cabe duda: es por su mirada. Cuando uno va a su despacho -hace un siglo era el salón del consejo de nuestro senado-, está sentado en uniforme ante el escritorio, la pluma en la mano. No le gustan los formalismos y menos aún hacerse el interesante, o sea, no sigue escribiendo, por ejemplo, para hacer esperar al recién llegado, sino que al momento 94 Librodot Librodot 95 Carta al padre y otros escritos Franz Kafka interrumpe el trabajo y se reclina en el asiento, aunque con la pluma en la mano. Entonces, recostado en el asiento, la mano izquierda en el bolsillo del pantalón, contempla al visitante. El solicitante tiene la impresión de que el coronel está viendo algo más que sólo a él, un desconocido emergido de la masa por un breve instante, pues por qué le miraría si no el coronel tan intensa, prolongada y silenciosamente. Tampoco es una mirada penetrante y escudriñadora, una mirada que cale hasta dentro, como la que acaso se dirige a un solo individuo, sino una mirada descuidada, distraída, pero, eso sí, incesante, una mirada con la que se podrían observar los movimientos de una muchedumbre en la lejanía. Y esa larga mirada va continuamente acompañada de una sonrisa imprecisa, que ora parece ironía, ora un nostálgico recordar. Un cambio súbito. Agazapada, temerosa, esperanzada, acecha la respuesta a la pregunta, busca desesperada en su rostro impenetrable, la sigue por los caminos más absurdos (es decir, que más se alejan de la respuesta). Una tarde de otoño, clara y fría. Alguien, poco definido por los movimientos, la ropa y la silueta, sale de la casa y quiere torcer enseguida hacia la derecha. La portera, envuelta en un viejo y amplio abrigo de señora, está apoyada en una columna de la entrada y le susurra algo al oído. Él reflexiona un momento, sacude después la cabeza y se marcha. Al atravesar la calzada se cruza por descuido con el tranvía y éste le atropella. El dolor le hace contraer el rostro y tensar los músculos de tal manera que, cuando ya ha pasado el tranvía, apenas puede aflojar la tensión. Aún sigue inmóvil un rato y ve cómo en la parada siguiente una niña se baja, saluda con la mano, empieza a retroceder unos pasos, se para y vuelve a subir al tranvía. Al pasar junto a una iglesia, hay en lo alto de la escalinata un cura que le tiende la mano, y al hacerlo se inclina tanto, que está casi a punto de perder el equilibrio y caer hacia delante. Pero él no coge la mano, es enemigo de los misioneros, además le irritan los niños que alborotan en la escalera como si aquello fuese un patio de juegos, vociferando y diciéndose palabras indecentes que ellos, claro, no pueden comprender, y sólo las chupan, por no tener nada mejor. Abotonándose hasta arriba la chaqueta, continúa su camino. En la escalinata de la iglesia alborotan los niños como si estuviesen en un campo de juegos y se dicen palabras indecentes, que ellos, claro, no pueden comprender y que sólo chupan como hacen los niños de pecho con el chupete. Sale el cura, se alisa por detrás la sotana y se sienta sobre un escalón. Lo que quiere es calmar a los niños, pues sus gritos también se oyen en la iglesia. Pero sólo consigue agarrar a algún niño que otro, la masa se le escapa continuamente y sigue jugando sin preocuparse de él. No les ve sentido alguno a esos juegos, ni tan siquiera un sentido remoto desde un punto de vista infantil. Como si fuesen pelotas que rebotan contra el suelo, así saltan incansablemente esos niños, ya¡ parecer sin el menor esfuerzo, sobre todos los escalones, y no tienen entre ellos otro contacto que esos gritos, es como para dormirse. Como saliendo del sueño que empieza a acometerle, el clérigo echa mano de la criatura que tiene más cerca, es una niña pequeña, le desabrocha un poco por arriba la parte delantera del vestidito -ella le da a cambio, en broma, un ligero golpe en la mejilla-, ve allí alguna señal que no espera o que tal vez incluso estaba esperando, grita ¡oh!, aparta a la niña de un empujón, grita ¡horror! y escupe y hace una gran cruz en el aire y quiere volver a toda prisa a la iglesia. 95 Librodot Librodot 96 Carta al padre y otros escritos Franz Kafka Entonces se tropieza en la puerta con una joven de aspecto agitanado, va descalza, tiene una falda roja con dibujos blancos, una blusa blanca camisera abierta descuidadamente por delante y un pelo castaño completamente enmarañado. «¿Quién eres?», exclama el cura, en la voz se le notaba aún la excitación que le causaban los niños. «Emilie, tu mujer», dice ella en voz baja, y se reclina despacio sobre su pecho. Él guarda silencio, escuchando los latidos de su corazón. Era un día normal; él me enseñó los dientes; yo también estaba retenido por dientes y no podía desprenderme de ellos; no sabía cómo me retenían, porque no estaban apretados unos con otros; tampoco los veía en las dos hileras de dientes, sino sólo unos por aquí, otros cuantos por allá. Quise agarrarme a ellos para escaparme saltando por encima, pero no lo conseguí. Has llegado tarde, estuvo aquí hace un momento, en otoño no se queda mucho tiempo en el mismo sitio, le atraen los campos oscuros y abiertos, tiene algo que recuerda a las cornejas. Si quieres verle, vuela a los sembrados, seguro que está allí. Dices que tengo que seguir bajando, pero ya estoy muy abajo, pero, si no hay más remedio, me quedaré aquí. ¡Qué sitio este! Seguramente es ya lo más bajo de todo. Pero me quedaré aquí, solamente no me obligues a seguir bajando. Estaba indefenso frente a aquella figura, que, sentada tranquilamente a la mesa, miraba al tablero. Yo daba vueltas alrededor y me sentía como estrangulado por ella. En torno a mí marchaba un tercer personaje y se sentía como estrangulado por mí. En torno al tercero caminaba un cuarto y se sentía como estrangulado por éste. Y así sucesivamente, hasta los movimientos de los astros y aún más allá. Todos sienten el mismo atenazamiento en el cuello. ¿En qué región es? No la conozco. Allí todo encaja armónicamente, todas las cosas enlazan suavemente unas con otras. Yo sé que esa región está en alguna parte, la estoy viendo incluso, pero no sé dónde está y no puedo acercarme a ella. Con una luz potentísima, el mundo se puede disolver. Ante unos ojos débiles adquiere consistencia, ante otros más débiles aprieta los puños, ante otros más débiles se vuelve recatado y destroza a quien se atreve a mirarlo. Era un pequeño estanque, allí bebimos, el vientre y el pecho tocando la tierra, las patas delanteras, cansadas de la dicha de beber, sumergidas en el agua. Pero teníamos que volver pronto, el más sensato hizo un esfuerzo y gritó: «¡Hay que volver, hermanos!» Entonces hicimos el camino de vuelta. «¿Dónde habéis estado? », nos preguntaron. «En el bosquecillo.» «No, habéis estado en el estanque.» «No, no hemos estado allí.» «¡Todavía estáis empapados de agua, embusteros!» Y los látigos empezaron a funcionar. Corríamos por los largos corredores que la luna inundaba de luz, de vez en cuando a alguno le alcanzaba un golpe y daba un respingo de dolor. En la galería de los antepasados terminó la caza, la puerta se cerró de golpe, nos dejaron solos. Todos seguíamos sedientos, nos lamíamos unos a otros el agua de la cara y 96 Librodot Librodot 97 Carta al padre y otros escritos Franz Kafka la piel, a veces la lengua recogía sangre en lugar de agua, era por los latigazos. Sólo una palabra. Sólo un ruego. Sólo un soplo de aire. Sólo una prueba de que sigues vivo y esperas. No, no un ruego, sólo un respirar, no un respirar, sólo un estar-dispuesto, no un estar-dispuesto, sólo un pensamiento, no un pensamiento, sólo sueño tranquilo. En el viejo confesonario. Yo sé cómo va a consolar, sé lo que va a confesar. Son cosas pequeñas, asuntos confidenciales de negocios, el ajetreo diario de la mañana a la noche. Reuní mis pertenencias. Eran muy pocas, pero eran cosas exactamente definidas, concretas, que convencían inmediatamente a cualquiera. Eran de seis a siete objetos, digo seis o siete porque seis de ellos eran míos sin lugar a dudas, pero el séptimo había sido también de un amigo que, sin embargo, se había marchado de nuestra ciudad hacía muchos años y desde entonces no había vuelto a dar señales de vida. Así que bien podía decirse que también era mía esa séptima pieza. Aunque aquellos objetos eran bastante únicos, no tenían gran valor. La queja es absurda (¿ante quién se queja?), el júbilo es ridículo (el caleidoscopio en la ventana). Por lo visto sólo quiere ser recitador en la sinagoga, pero entonces lo judío es indecente, entonces para esa queja basta que repita durante toda su vida «Perro-que-soy, perro-que-soy», y así sucesivamente, y todos le entenderemos, pero para la felicidad, el silencio no sólo es suficiente sino lo único posible. «No es un muro solitario, es vida dulcísima prensada hasta convertirse en muro, uva pasa con uva pasa.» «No lo creo.» «Pruébalo.» «De pura incredulidad, no puedo levantar la mano.» «Te meteré la pasa en la boca.» «No puedo saborearla, de incredulidad.» «¡Entonces, húndete!» «¿No dije que uno tiene que hundirse ante la soledad de ese muro?» Yo sé nadar como los otros, sólo que tengo mejor memoria que los otros, no he olvidado el no-saber-nadar de tiempos pasados. Pero como no lo he olvidado, no me ayuda nada el saber nadar y entonces no sé nadar. Un poco más de adorno para esta tumba. ¿Que ya está bastante adornada? Sí, pero como las cosas me salen tan bien... Es el animal de la cola grande, una cola como de zorro, de muchos metros de larga. Ya me gustaría agarrar esa cola con la mano, pero es imposible, el animal está en incesante movimiento, sacudiendo incesantemente la cola. El animal es de la especie de los canguros, pero atípico, con el rostro casi humano, plano, pequeño, oval, sólo sus dientes tienen fuerza expresiva, ya los esconda o los enseñe. A veces tengo la sensación de que el animal quiere amaestrarme; qué finalidad tendría si no el hecho de que retire la cola cuando yo quiero agarrarla, que luego espere otra vez tranquilamente hasta que lo intento de nuevo y que después vuelva a alejarse de un salto. Previendo lo que iba a venir me había escabullido hasta un rincón de la habitación y había puesto el sofá atravesado. Si ahora entraba alguien, tenía realmente que tomarme 97 Librodot Librodot 98 Carta al padre y otros escritos Franz Kafka por loco, pero el que llegó no lo hizo. Sacó un látigo de cuero de su alta bota de caña, lo hizo restallar en círculo en torno a él, se levantó y agachó con las piernas muy abiertas y gritó: «¡Fuera de ese rincón! ¿Cuánto tiempo aún?» Circulaba por la comarca un coche fúnebre, llevaba un cadáver, pero no lo entregaba en el cementerio, el cochero estaba bebido y creía que llevaba un coche de viajeros, pero también había olvidado adónde tenía que llevarlo. De modo que iba por los pueblos, se paraba delante de las fondas y, cuando de tanto en tanto le venía de pronto en medio de la borrachera la preocupación por la meta del viaje, esperaba que las buenas gentes le dirían todo lo necesario. Así sucedió que una vez paró delante del Gallo de Oro y pidió un asado de cerdo... Veo a lo lejos una ciudad, ¿es la que tú dices? Es posible, pero no comprendo cómo puedes distinguir allí una ciudad, yo sólo veo algo desde que tú me lo indicaste, y no son más que unos contornos difusos en la niebla. Oh, sí, lo veo, es un monte con un castillo en la cima y en las vertientes unos poblados como aldeas. Entonces es esa ciudad, tienes razón, en realidad es una aldea grande. Me extravío continuamente, es un sendero en el bosque, pero claramente reconocible, sólo cuando se camina por él se ve una franja de cielo, todo el resto del bosque es espeso y oscuro. Y sin embargo esa continua y desesperada pérdida del camino, y además: si doy un paso fuera del camino, estoy al momento mil pasos dentro del bosque, desprotegido, hasta tal punto que quisiera caer por tierra y yacer en ella para siempre. -Continuamente estás hablando de la muerte y no te mueres. -Y sin embargo voy a morir. Estoy diciendo mi canto final. El canto de unos es más largo, el canto de otros es máscorto. Pero la diferencia nunca pasa de unas pocas palabras. ¡Un guardián! ¡Un guardián! ¿Qué vigilas? ¿Quién te ha empleado? Sólo en una cosa, en el asco de ti mismo, es tu riqueza mayor que la de la cochinilla de humedad que está vigilante debajo de la vieja piedra. Tienes que conseguir hacerte entender por la cochinilla de humedad. Cuando le hayas enseñado a preguntar por la finalidad de su trabajo, habrás exterminado al pueblo de las cochinillas. La vida es un continuo desviar, que ni siquiera nos permite reflexionar y preguntarnos de qué nos desvía. ¡Que hasta el más conservador alegue la radicalidad del morir! Los insaciables son ciertos ascetas, hacen huelgas de hambre en todos los terrenos de la vida y quieren así conseguir al mismo tiempo lo siguiente: 1. que una voz diga: ya basta, has ayunado de sobra, ahora puedes comer como los demás 98 Librodot Librodot 99 Carta al padre y otros escritos Franz Kafka y eso no contará como comida. 2. que la misma voz diga al mismo tiempo: ahora has ayunado por la fuerza muchísimo tiempo, desde ahora ayunarás por placer, eso será más delicioso que cualquier manjar (pero al mismo tiempo comerás de verdad). 3. que la misma voz diga al mismo tiempo: has vencido al mundo, te libero de él, del comer y del ayunar (pero al mismo tiempo ayunarás y comerás). Además, viene a añadirse otra voz que siempre, desde el principio, les habla sin cesar: tu ayuno no es completo, pero tienes buena voluntad y eso basta. Dices que no lo comprendes. Trata de comprenderlo llamándolo enfermedad. Es una de las muchas formas de enfermedad que el psicoanálisis cree haber descubierto. Yo no lo llamo enfermedad y veo el lado terapéutico del psicoanálisis como un torpe error. Todas esas supuestas enfermedades, por triste que sea su apariencia, son hechos de fe, arraigo en algún suelo materno del hombre agobiado; así, para el psicoanálisis la causa última de las religiones es la misma que origina las «enfermedades» del individuo, por otra parte hoy no hay comunidad religiosa, las sectas son innumerables y se concentran por lo general en el individuo, pero tal vez se lo parezca así sólo a la mirada inhibida por el presente. Tales formas de arraigo, que ocupan suelo real, no son sin embargo propiedad individual del hombre, sino que están prefiguradas en su naturaleza y siguen después configurando su naturaleza (y su cuerpo) en esa dirección. ¿Qué hay que curar ahí? En mi caso se pueden imaginar tres círculos, uno interior, A, luego B, luego C. El núcleo A le explica a B por qué ese hombre se tortura y desconfía de sí mismo, por qué tiene que renunciar, por qué no tiene derecho a vivir. (En este sentido, ¿no estaba, por ejemplo, Diógenes gravemente enfermo? ¿Quién de nosotros no hubiese sido feliz bajo la radiante mirada de Alejandro? Diógenes, sin embargo, le pidió desesperado que le devolviera el sol. Aquel tonel estaba lleno de fantasmas.) Al hombre activo, a C, no se le explica nada, B le da simplemente órdenes atroces; C actúa completamente coaccionado, pero más por miedo que por convencimiento, él confía, cree, que A se lo explica todo a B y que B lo ha comprendido todo bien. Estaba sentado ante un velador a la puerta de una taberna de marineros, unos pasos delante de mí se extendía el puertecillo, ya iba cayendo la noche. Una pesada embarcación de pescadores pasó allí cerca, en la única ventana del camarote había luz, un hombre trabajaba sobre cubierta con el velamen, hizo después una pausa y me miró. «¿Puedes llevarme contigo? -grité-. Él hizo un claro gesto de asentimiento. Yo me había levantado con tal ímpetu que el velador se tambaleó, cayendo al suelo y rompiéndose la taza de café; volví a preguntar-: ¡Responde! ¿Puedes llevarme contigo?» «Sí», dijo poniéndose muy derecho y levantando la cabeza. «¡Atraca! -grité-, estoy listo.» «¿Te traigo la maleta?», preguntó el tabernero, que se había acercado. «No -dije, me causó horror, miré al tabernero como si me hubiese insultado-. No querrás traerme la maleta... «¿Por qué no tenéis aún instalaciones mecánicas?», pregunté. «El trabajo es demasiado sutil para eso», dijo el capataz. Estaba sentado ante una mesita en el rincón de la gran construcción de madera con aspecto de granero; de un cordón eléctrico, que caía de la 99 Librodot Librodot 100 Carta al padre y otros escritos Franz Kafka altura en sombras, muy cercana al tablero de la mesa, tanto que el capataz casi la tocaba con la cabeza, colgaba una bombilla que despedía una luz intensa. Sobre la mesa había nóminas de salarios, que el capataz estaba repasando. «Sin duda le molesto», dije. «No -dijo distraídamente el capataz-, pero aún me queda trabajo aquí, como usted puede ver.» «¿Por qué me han llamado entonces? -dije-. ¿Qué hago yo aquí, en el bosque?» «Guárdese para usted las preguntas -dijo el capataz, que apenas había escuchado; pero luego se dio cuenta de la grosería, alzó la vista para mirarme, se rió y dijo-: Ésa es la expresión que usamos aquí. Porque aquí nos fríen a preguntas. Pero no es posible trabajar y responder a preguntas al mismo tiempo. Quien sabe ver no tiene por qué preguntar. Por cierto, si le interesa a usted la técnica, tendrá suficiente distracción. ¡Horacio!», gritó en dirección al espacio en tinieblas, del que sólo salía el chirrido de una o dos sierras de carpintero. Se presentó un joven, un poco de mala gana, así me lo pareció. «Este caballero -dijo el capataz señalándome con el portaplumas- se queda esta noche con nosotros. Mañana quiere ver el taller. Dale de comer y llévale después al sitio donde va a dormir. ¿Me has entendido?» Horacio asintió, seguramente estaba algo sordo, en cualquier caso inclinaba la cabeza en dirección al capataz. -Jamás sacas el agua de lo hondo de ese pozo. -¿Qué agua? ¿Qué pozo? -¿Pero quién pregunta? Silencio. -¿Qué clase de silencio? Mi nostalgia eran los viejos tiempos, mi nostalgia era el presente, mi nostalgia era el futuro, y con todo ello me muero en una garita al borde de la carretera, un ataúd en posición vertical, desde un principio propiedad del Estado. Me he pasado la vida conteniéndome para no deshacerlo a golpes. Me he pasado la vida combatiendo las ganas de ponerle término. Tienes que meter la cabeza por la pared. No es difícil, porque la pared es de papel fino. Pero es difícil no dejarse engañar por el hecho de que en el papel ya esté dibujado, con un realismo engañoso, cómo metes la cabeza por la pared. Eso te induce a decir: «¿No la estoy metiendo todo el tiempo?». Yo lucho; nadie lo sabe; algunos lo adivinan, eso es inevitable; pero saber, no lo sabe nadie. Cumplo mis deberes cotidianos, me pueden criticar por ser un poco distraído, pero no mucho. Todo el mundo lucha, evidentemente, pero yo más que los demás; la mayoría de la gente lucha como durmiendo, como cuando en medio del sueño se mueve la mano para ahuyentar una visión, pero yo he dado un paso al frente y lucho empleando concienzuda y escrupulosamente todas mis fuerzas. ¿Por qué me he separado de la masa, ruidosa en sí, pero en este aspecto angustiosamente silenciosa? 100 Librodot Librodot 101 Carta al padre y otros escritos Franz Kafka ¿Por qué he atraído la atención hacia mí? ¿Por qué soy ahora el número uno en la lista del enemigo? No lo sé. Otra vida no me pareció digna de ser vivida. La historia militar llama a tales personas soldados natos. Y sin embargo no es así, yo no espero alcanzar la victoria y no me gusta combatir por combatir, sino porque es lo único que hay que hacer. En este sentido, sin embargo, me gusta más de lo que soy capaz de disfrutar, me causa más deleite del que puedo regalar, y tal vez yo sucumba no a consecuencia del combate sino de ese deleite. Son gente extraña y, sin embargo, mi gente. Hablan como libertos, con la inconsciencia del liberto, un poco ebrios, ni por un momento tienen tiempo de reconocerse. Como un amo con un amo, así hablan entre ellos, cada uno presupone en el otro libertad y el derecho a disponer de sí mismo. Pero en el fondo no han cambiado, las opiniones siguen siendo las mismas, y también los movimientos, la mirada. Sin embargo, hay algo diferente, pero no puedo captar esa diferencia; si hablo de ser-liberto, es sólo como intento de explicación, porque carezco de otra. ¿Por qué iban a sentirse liberados? Todos los círculos y subordinaciones siguen existiendo, la tensión entre todos y cada uno de los individuos continúa intacta, cada uno está en su puesto y tan preparado para el combate que le fue asignado que incluso no habla de otra cosa, independientemente de lo que se le pregunte. En qué consiste pues esa diferencia; olfateo como un perro en torno a ellos y no la encuentro. Al volver por la noche a casa, unos labriegos vieron a un viejo completamente desmadejado en el fondo de una cuneta. En un primer momento daba la impresión de estar totalmente borracho, pero no estaba borracho. Tampoco parecía enfermo, ni debilitado por el hambre, ni extenuado por alguna herida, por lo menos negaba con la cabeza cuando le preguntaban esas cosas. «¿Quién eres, entonces?», le preguntaron por fin. «Soy un gran general», dijo sin levantar la vista. «¡Ah, bueno! -dijeron-, así que ésa es tu enfermedad.» «No -dijo-, lo soy de verdad.» «Pues claro -le dijeron-, ¿de qué otra manera ibas a serlo.» «Reíos como os parezca -dijo-, no os castigaré.» «Pero si no nos reímos -dijeron-, sé lo que quieras, sé general en jefe, si quieres.» «Pues eso es lo que soy, general en jefe.» «Ya ves cómo lo hemos notado. Pero eso no nos concierne, sólo queríamos indicarte que esta noche hará mucho frío y que por eso debes marcharte de aquí.» «No puedo marcharme y tampoco sabría adónde ir.» «¿Y por qué no puedes marcharte?» «No puedo andar, no sé por qué. Si pudiera andar, volvería a ser en el mismo instante general en medio de mis soldados.» «Te han expulsado del ejército, ¿verdad?» «¿A un general? No, me he caído.» «¿De dónde?» «Del cielo.» «¿De allá arriba?» «Sí.» «¿Allá arriba está tu ejército?» «No. Pero preguntáis demasiado. Marchaos y dejadme.» Consolidación. En la tienda, éramos cinco empleados, el contable, un hombre miope y melancólico que, desplegado como una rana sobre el libro mayor, permanecía en silencio, sólo con una respiración trabajosa que lo elevaba y hundía ligeramente, luego el dependiente, un hombre bajito y con un amplio tórax de atleta, sólo necesitaba apoyar una mano en el mostrador y saltaba al otro lado con gracia y facilidad, únicamente el rostro continuaba serio, mirando severamente en derredor. Luego teníamos una vendedora, una soltera entrada en años, delgada y frágil, con un traje ceñido, solía llevar 101 Librodot Librodot 102 Carta al padre y otros escritos Franz Kafka la cabeza ladeada, y sonreía con los delgados labios de su boca grande. Yo, el aprendiz que no tenía mucho más que hacer que rondar en torno al mostrador con un trapo del polvo, tenía ganas muchas veces de acariciar o incluso de besar la mano de nuestra empleada, una mano larga, débil, reseca, de color madera, cuando, distraída y ausente, reposaba sobre el mostrador, o también -eso habría sido la cima de mis deseos- dejar que el rostro descansara allí, donde se sentía tan a gusto, y sólo cambiarlo de vez en cuando de posición, para ser justo y que cada mejilla gozara de aquella mano. Pero jamás sucedió eso, sino que cuando yo me acercaba, ella extendía justamente esa mano y me asignaba una nueva tarea, en algún lejano rincón o arriba, en lo alto de la escalera de mano. Esto último era especialmente desagradable porque como teníamos alumbrado de gas las llamas daban un calor asfixiante, además yo padecía un poco de vértigo, muchas veces me mareaba allí arriba, a veces, pretextando querer limpiar a fondo, metía la cabeza en una estantería y lloraba un ratito o, cuando nadie levantaba la vista, le soltaba a nuestra empleada un breve discurso silencioso haciéndole grandes reproches, sabía desde luego que ella no tenía poder de decisión, ni allí ni en ninguna otra parte, pero de alguna manera creía que podría tener tal poder cuando quisiera, y que lo utilizaría entonces en mi favor. Pero no quería, ni siquiera ejercía el poder de que disponía. Por ejemplo, ella era, entre todos nosotros, la única persona a la que hacía un poco de caso el recadero de la tienda, un ser de lo más cerril; sí, claro, era el de más antigüedad en la tienda, había trabajado ya con el antiguo jefe, había vivido muchísimas cosas de las que no teníamos ni idea los demás, pero de todo eso él sacaba la errónea conclusión de que entendía de todo más que los demás, que, por ejemplo, sabía llevar los libros de cuentas no sólo igual de bien sino mucho mejor que el contable, que sabía servir a la clientela mejor que el dependiente y así sucesivamente, y que sólo por un acto de libre albedrío había aceptado aquel puesto de recadero después de que no se pudo encontrar a nadie, ni siquiera a un inepto. Así que, no habiendo tenido nunca una constitución muy fuerte y siendo ahora ya una ruina de hombre, se afanaba desde hacía cuarenta años arrastrando la carretilla de mano, los cajones y los paquetes. Lo había tomado a su cargo voluntariamente, pero eso se había olvidado, corrían otros tiempos, ya no valoraban sus méritos, y mientras que en la tienda se cometían por doquier los errores más garrafales, él tenía que tragarse la desesperación que eso le causaba, sin que le dejaran intervenir, y seguir atado a su duro trabajo. Ha ladeado la cabeza, en el cuello que así queda al descubierto, hirviendo en la sangre y la carne abrasadas, hay una herida causada por un rayo que aún sigue cayendo. En la cama, la rodilla un poco levantada, acostado entre los pliegues de la manta, enorme como una estatua de piedra junto a la escalinata de un edificio oficial, inmóvil entre la muchedumbre que va y viene animadamente, y sin embargo en una lejana relación con ella, una relación casi inconcebible por su lejanía. Hay un país donde sólo se reza a un grupo de divinidades, a las que dan el nombre de «Dientes apretados». Ayer estuve en su templo. Me recibió un sacerdote, al pie de la escalinata. Para poder entrar, se necesita antes una cierta iniciación. Ésta consiste en que el sacerdote le pasa al visitante rápidamente de arriba abajo por la nuca las aceradas puntas de los dedos. Luego se entra en el atrio, que está cargado de ofrendas. Al pórtico y al santuario tiene acceso todo el mundo, pero en la pieza interior sólo pueden entrar el 102 Librodot Librodot 103 Carta al padre y otros escritos Franz Kafka sacerdote y los no creyentes. «No verás mucho -dijo el sacerdote sonriendo-, pero puedes entrar.» Se puede comprobar qué grande es el ámbito de la vida por el hecho de que la Humanidad, desde tiempos inmemoriales, está inundada de palabras, y por otra parte las palabras sólo son posibles cuando se quiere mentir. La confesión y la mentira son una misma cosa. Para poder confesar, se miente. Lo que uno es, no puede expresarse, pues eso se es sin más; sólo se puede comunicar lo que no se es, o sea, la mentira. Sólo hablando a coro puede haber una cierta verdad. Era la escuela nocturna para aprendices de comercio, les habían puesto un pequeño problema de aritmética que tenían que resolver por escrito. Pero había tal estruendo en todos los bancos que nadie podía hacer cuentas por buena voluntad que tuviera. El más silencioso era el profesor, un estudiante joven y escuálido que desde lo alto de su pupitre se aferraba de alguna manera a la creencia de que los alumnos estaban solucionando el problema y que él, por tanto, podía estudiar sus propias cosas, lo que en efecto hacía apretándose los oídos con los pulgares. Entonces llamaron a la puerta, era el inspector de la escuela nocturna. Los chicos enmudecieron al instante, en la medida en que eso era posible estando desencadenadas todas las fuerzas, el profesor puso el diario de clase sobre sus cuadernos. El inspector, un hombre todavía joven, no mucho mayor que el estudiante, recorrió la clase con unos ojos cansados, visiblemente miopes. Luego subió a la tarima, cogió el diario de clase, no para abrirlo sino para poner al descubierto los cuadernos de estudio del profesor, le hizo al profesor un gesto de que se sentara, y él, medio al lado, medio enfrente, se sentó en la otra silla. Tuvo lugar entonces la siguiente conversación, que la clase entera -las filas de detrás se habían levantado para ver mejorescuchó atentamente. INSPECTOR.-De modo que aquí no se estudia en absoluto. El ruido ya lo oía yo desde el piso de abajo. PROFESOR.-Hay en la clase varios chicos muy traviesos, pero los otros están trabajando con un problema de aritmética. INSPECTOR.-No, nadie trabaja, y además no puede ser de otra manera si usted está sentado aquí arriba estudiando derecho romano. PROFESOR.-Es verdad, he aprovechado para estudiar este rato en que la clase hace deberes por escrito, quería quitarme hoy un poco de trabajo nocturno, durante el día no tengo tiempo de estudiar. INSPECTOR.-Bueno, eso suena de lo más inocente, pero vamos a examinarlo un poco más de cerca. ¿En qué escuela estamos? PROFESOR.-En la escuela nocturna para aprendices de la Cooperativa del Comercio. INSPECTOR.-¿Es una escuela superior o una escuela elemental? PROFESOR.-Elemental. INSPECTOR.-¿Tal vez una de las más elementales? PROFESOR.-Sí, una de las más elementales. INSPECTOR.-Eso es cierto, es una de las más elementales. Es más elemental que la escuela primaria, porque en la medida en que la materia de enseñanza no es una repetición de la materia de enseñanza de las Escuelas Primarias, o sea algo todavía respetable, se trata de las nociones más rudimentarias. O sea, todos nosotros, alumnos, profesores y 103 Librodot Librodot 104 Carta al padre y otros escritos Franz Kafka yo, el inspector, trabajamos -o más bien debemos trabajar en cumplimiento de nuestro deber- en una de las escuelas más elementales. ¿Es que esto es deshonroso? PROFESOR.-No, el aprender nunca es deshonroso. Además, para los chicos esta escuela es sólo transitoria. INSPECTOR.-¿Y para usted? PROFESOR.-Para mí, en el fondo, también. .......................... No era la celda de una cárcel, pues la cuarta pared estaba completamente abierta. Pero la idea de que ese lado también estuviese tapiado o pudiesen tapiarlo era horrible, pues entonces, teniendo en cuenta el tamaño del recinto, que tenía un metro de profundidad y una altura poco mayor que la mía, yo estaba en un ataúd vertical de piedra. Sólo provisionalmente estaba sin tapiar, yo podía sacar las manos libremente y, si me agarraba a un garfio de hierro que había en el techo, podía también asomar con cuidado la cabeza, con cuidado, eso sí, porque no sabía a qué altura del suelo se encontraba mi celda. Parecía estar muy alta, en cualquier caso yo no veía a lo hondo otra cosa que bruma gris, como también, por cierto, a la derecha, a la izquierda y a lo lejos, sólo hacia arriba parecía difuminarse un poco. Era la vista que se podría tener desde una torre en un día gris. Estaba cansado y me senté en el borde delantero, dejando colgar los pies. Lo molesto era estar completamente desnudo, si no, hubiera podido anudar pieza por pieza toda la ropa, atarla al gancho de arriba y dejarme caer un buen trecho por debajo de mi celda, y explorar tal vez un par de cosas. Por otra parte, estaba bien que no pudiera hacerlo, porque, con mi desasosiego, es muy posible que lo hubiera hecho pero la cosa habría podido acabar muy mal. Mejor no tener nada y no hacer nada. En la celda, que por lo demás estaba totalmente vacía y tenía las paredes desnudas, había en el suelo, al fondo, dos agujeros. El agujero de uno de los rincones parecía hacer las veces de evacuatorio, delante del agujero del otro rincón había un pedazo de pan y un barrilito dé madera clavado a tornillo que contenía agua, era allí, pues, por donde me metían la comida. Al principio, yo no tenía la menor aversión, y miedo menos aún, a las serpientes. Es ahora cuando está empezando el miedo. Pero eso tal vez sea obvio, en mi situación. En primer lugar, no hay serpientes en toda la ciudad, excepto en colecciones o en tiendas especializadas, pero mi habitación está inundada de ellas. Empezó con que yo estaba sentado una tarde ante mi mesa escribiendo una carta. No tengo tintero y utilizo una gran botella de tinta. Justo cuando quería volver a meter la pluma veo cómo sale por el cuello de la botella la cabecita delicada y plana de una serpiente. Su cuerpo cuelga en el interior, y se pierde abajo, en la tinta muy revuelta. Eso era desde luego extrañísimo, pero dejé al punto de mirarla, cuando caí en la cuenta de que acaso fuese una serpiente venenosa, lo que era muy probable, porque silbaba sospechosamente y una amenazadora estrella de tres colores... No es que estés sepultado en la mina y las masas de piedra te separen a ti, frágil individuo, del mundo y de su luz, sino que estás fuera y quieres llegar hasta el que ha quedado sepultado y eres impotente frente a las piedras, y el mundo y su luz te hacen aún 104 Librodot Librodot 105 Carta al padre y otros escritos Franz Kafka más impotente. Y a cada instante se ahoga el que tú quieres salvar, de forma que tienes que trabajar como un loco, y nunca se ahogará, de forma que nunca terminarás el trabajo. Era un pequeño grupo de gente el que estaba reunido en la elevada terraza, bajo el tejado sostenido por columnas. Tres escalones llevaban hasta el jardín. Había luna llena y era una cálida noche de junio. Todos estaban muy animados, todo nos hacía reír; cuando un perro ladraba a lo lejos, nos echábamos a reír. «¿Estamos en el buen camino?», pregunté a nuestro guía, un judío griego. A la luz de las antorchas, volvió hacia mí su triste, suave, pálido rostro. Al parecerle daba completamente igual que estuviésemos o no en el buen camino. ¿Cómo habíamos ido a dar con ese guía, que, en lugar de guiarnos por las catacumbas de Roma, se limitaba a acompañarnos en silencio por donde íbamos nosotros? Yo me detuve y esperé a que estuviéramos juntos todos los del grupo. Pregunté si no faltaba nadie; nadie echaba de menos a nadie. Yo tuve que contentarme con eso, porque, personalmente, no conocía a ninguno de ellos; extraños entre la masa de gente, habíamos bajado a las catacumbas detrás del guía, sólo ahora intentaba conocerlos un poco. Tengo un potente martillo, pero no lo puedo utilizar porque su mango está al rojo vivo. Muchos rondan en torno al monte Sinaí. No es claro su lenguaje: o son locuaces, o gritan o son herméticos. Pero ninguno de ellos desciende en línea recta por una calle recién hecha, amplia, lisa, que a su vez agrande y acelere los pasos. Escribir como forma de oración. Diferencia entre Zürau y Praga. ¿No luché bastante entonces? ¿No luchó bastante? Cuando trabajaba, ya estaba perdido, eso lo sabía él, se decía abiertamente: si dejo de trabajar, estoy perdido. ¿Fue entonces un error que empezara a trabajar? Lo dudo. Creía haber hecho una estatua, pero sólo había estado dando golpes todo el tiempo en la misma muesca, por tozudez, pero más aún por falta de ideas. El desierto espiritual. Los cadáveres de las caravanas de tus tiempos antiguos y recientes. Nada, sólo imagen, nada más, olvido completo. En el caravasar no existía el sueño, allí no dormía nadie; pero si no se dormía ¿por qué se iba allí? Para que descansaran los animales de carga. Era sólo un espacio pequeño, un oasis diminuto, pero estaba totalmente ocupado por el caravasar, que desde luego era inmenso. Para un forastero, allí era imposible -eso me pareció a mí al menos- orientarse. También se debía a cómo estaba construido. Por ejemplo, se llegaba al primer patio, desde allí dos arcos de medio punto, a unos diez metros de distancia uno del otro, llevaban hasta un segundo patio, se pasaba por uno de los arcos y se llegaba, en lugar de a 105 Librodot Librodot 106 Carta al padre y otros escritos Franz Kafka otro gran patio, como uno había esperado, a una plaza pequeña y oscura, entre muros altos como torres, sólo a mucha altura se veían galerías iluminadas. Uno creía entonces que se había equivocado y quería volver al primer patio, pero casualmente no se volvía por el arco por el que se había venido, sino por el otro de al lado. Entonces, sin embargo, no se estaba en la primera explanada sino en otro patio mucho mayor, lleno de ruido, de música y de gruñidos de animales. De modo que uno se había equivocado, se retrocedía hasta la plaza oscura y se atravesaba el primer arco. Esfuerzo inútil, otra vez estaba uno en la segunda plaza y había que ir preguntando por diversos patios hasta que se llegaba otra vez al primero, del que se había salido dando un par de pasos. Lo desagradable era entonces que el primer patio estaba siempre repleto, allí apenas había posibilidad de encontrar acomodo. Casi parecía como si los alojamientos del primer patio estuviesen ocupados por huéspedes fijos, pero eso en el fondo era imposible, pues allí sólo se alojaban caravanas, quién, aparte de ellas, habría querido o podido vivir en esa suciedad y ese estruendo, además aquel pequeño oasis no ofrecía otra cosa que agua y estaba a muchas millas de los grandes oasis. Así que lo que es habitar, vivir allí, eso no podía quererlo nadie, salvo quizás el dueño del caravasar y sus empleados, pero, aunque he estado allí algunas veces, a ésos nunca los he visto, ni tampoco he oído hablar de ellos. También resulta difícil imaginar que, si existiese un dueño, permitiese tal desorden, incluidos los actos de violencia que allí eran habituales día y noche. Yo tenía más bien la impresión de que allí mandaba siempre la caravana más poderosa y luego, gradualmente conforme a su importancia, las otras. No obstante, eso no lo explica todo. La gran puerta de entrada, por ejemplo, solía estar cerrada a cal y canto; abrirla para las caravanas que entraban o salían era siempre una especie de ceremonia solemne que había que llevar a cabo con todo detalle. Muchas veces las caravanas han pasado horas y horas achicharrándose al sol, antes de que se les permitiera la entrada. Eso era desde luego pura arbitrariedad, pero no había forma de saber el motivo. Así que se estaba fuera y se tenía tiempo de observar el friso que circundaba la antigua puerta. Había en torno a esa puerta dos, tres filas de ángeles en altorrelieve tocando las trompetas; uno de esos instrumentos, justo al nivel de la curvatura de la puerta, se prolongaba bastante hacia abajo, por donde entraban las caravanas. Siempre había que conducir con mucha precaución a los animales para que no lo rozaran; era curioso, habida cuenta sobre todo del estado ruinoso de toda la construcción, que ese trabajo, muy bueno por lo demás, no estuviese deteriorado, ni siquiera por obra de quienes, furiosos e impotentes, habían estado esperando tanto tiempo ante la puerta. Tal vez esté en relación con ello el hecho de que... Es una vida entre bastidores. Es de día, una mañana al aire libre, luego oscurece enseguida y ya es de noche. No es una simulación complicada, pero hay que aceptarla mientras se está en escena. Sólo es posible escapar por el foro, si uno tiene fuerzas para ello: rajar el telón de fondo y, atravesando los jirones de cielo pintado, saltando por encima de diversos cachivaches, huir a la calle verdadera, angosta, oscura y húmeda, una calle que por su proximidad al teatro se sigue llamando calle del Teatro, pero que es verdadera y tiene todas las profundidades de la verdad. -¿Con este trozo de madera retorcida quieres tocar la flauta? -Nunca se me habría ocurrido; sólo porque tú lo esperas, voy a hacerlo. -¿Que yo lo espero? 106 Librodot Librodot 107 Carta al padre y otros escritos Franz Kafka -Sí, porque al ver mis manos, te dices a ti mismo que no hay madera que se resista a sonar conforme a mi voluntad. -Tienes razón. Un pez va a la deriva en medio de dos corrientes y, miedoso y alegre, mira hacia abajo, donde algo se mueve tenuemente en lo hondo del fango, y luego, miedoso y alegre, mira hacia arriba, donde algo se dispone a hacer grandes cosas en las altas aguas. Por la noche cerró de un portazo su tienda y corrió hacia arriba como quien va a una opereta. Si corres todo el tiempo hacia delante, sin dejar de chapotear en el aire tibio, con las manos hacia los lados como aletas, si en el semisueño de la prisa echas una mirada fugaz a todo aquello por lo que pasas, también dejarás un día que pase a tu lado el coche. Pero si permaneces firme, dejando con la fuerza de la mirada crecer las raíces en anchura y profundidad -nada puede removerte y no son raíces, sino únicamente la fuerza de tu mirada concentrada en un punto-, entonces verás también la oscura e invariable lejanía, de la que no puede venir otra cosa que justamente algún día ese coche: se acerca, cada vez es más grande, en el momento en que llega a tu lado llena el mundo y tú te hundes en él como un niño en el mullido asiento de un carruaje que viaja en medio de la noche y la tormenta. No os hagáis ninguna imagen... Había un pequeño grupo de gente en la reducida habitación, por la tarde, a la hora del té. Un pájaro, un cuervo, describía círculos encima de ellos, les tiraba de los pelos a las chicas y metía el pico en las tazas. Ellos no se ocupaban de él, cantaban y reían, entonces él se atrevió a más... La fatiga. «Dales clase a los niños», me dijeron. La pequeña habitación estaba de bote en bote. Algunos se habían dejado empujar tanto contra la pared que daba miedo verlo, por otra parte se defendían y rechazaban a los otros, así que aquella masa estaba todo el tiempo en movimiento. Sólo algunos niños mayores, que sobrepasaban en altura a los demás y no tenían nada que temer de ellos, estaban apoyados tranquilamente en la pared del fondo y me miraban a mí. Los señores del látigo estaban reunidos, caballeros fuertes y esbeltos, siempre preparados, se llamaban los señores del látigo pero lo que tenían en las manos eran varas, estaban en la pared del fondo del salón de gala, y entre los espejos. Yo entré con mi novia, era la boda. Por una puerta estrecha que había frente a nosotros apareció la familia, contoneándose, mujeres voluminosas, a su izquierda hombres bajitos en trajes de etiqueta cerrados hasta el cuello y andando a pasitos cortos. Algunos de ellos levantaron asombrados los brazos al ver a mi novia, pero todavía estaba todo en calma. Yendo un domingo de paseo, me alejé de la ciudad más de lo que me había propuesto. Y después de haber llegado tan lejos, tuve ganas de seguir andando. En un montículo había 107 Librodot Librodot 108 Carta al padre y otros escritos Franz Kafka una vieja encina, muy retorcida pero no muy grande. Me recordó en cierto modo que ya iba siendo hora de regresar. Estaba haciéndose de noche. Yo estaba delante del árbol, acaricié su vieja corteza y leí dos nombres grabados en ella. Los leí, pero sin retenerlos, era como una especie de obstinación infantil que, al no querer yo seguir, al menos me retenía allí para no dejarme regresar. A veces se está bajo el hechizo de esas fuerzas, uno puede romperlo fácilmente, es sólo una especie de broma sutil de un desconocido, pero era domingo, no me perdía nada, estaba ya cansado y por eso aceptaba todo. Entonces me di cuenta de que uno de los nombres era Josef y me acordé de un amigo del colegio que se llamaba así. Yo lo recordaba como un niño pequeño, el más bajito de la clase quizás, durante unos años había sido mi compañero de pupitre. Era feo, incluso a nosotros, que en aquel entonces entendíamos más de fuerza y habilidad -y él tenía ambas cosas- que de belleza, nos parecía muy feo. Corríamos delante de la casa. Había allí un mendigo con una armónica. Su vestido, una especie de sotana, estaba tan deshilachado por abajo como si en su momento la tela no hubiese sido cortada con las tijeras sino arrancada de la pieza por la fuerza bruta. Y en cierto modo casaba con eso la expresión de trastorno del mendigo, que parecía haber despertado de un profundo sueño y que no conseguía orientarse pese a todos los esfuerzos. Era como si continuamente volviera a dormirse y continuamente lo volvieran a despertar. Los niños no nos atrevíamos a hablarle y a pedirle una canción como a otros músicos callejeros. Además no dejaba de recorrernos con la mirada, como si notara nuestra presencia pero no pudiese vernos tan exactamente como quería. Así que esperamos hasta que llegó nuestro padre. Estaba al fondo, en el taller, tardó un ratito en atravesar todo el pasillo. -¿Quién eres? -preguntó en la habitación de al lado con voz alta y adusta, la mirada era de malhumor, quizás no le agradara nuestra forma de comportarnos con el mendigo, pero nosotros no habíamos hecho nada y, en cualquier caso, aún no habíamos echado nada a perder. Nos quedamos aún más callados, si cabe. El silencio era, en efecto, total, sólo se oía el susurro del tilo que había delante de nuestra casa. -Soy italiano -dijo el mendigo, pero no como quien da una respuesta, sino como quien hace una confesión de culpas. Era como si aceptara a nuestro padre como a dueño y señor. Apretaba la armónica contra el pecho, como si fuera su protección... El labio inferior lo tenía inmovilizado con los dientes de arriba, miraba al vacío y no se movía. «Tu comportamiento es completamente absurdo. ¿Qué te ha pasado? Tu negocio no marcha a las mil maravillas, pero tampoco va tan mal; y aun suponiendo que se fuese a pique -pero eso no es el caso en absoluto- tú te seguirás manteniendo a flote en donde sea sin el menor problema, eres joven y de buena salud, fuerte, trabajador y comerciante diplomado, sólo tienes a tu madre a tu cargo, así que, hombre, por favor, serénate y dime: ¿por qué me has llamado en pleno día y por qué estás sentado ahí con esa cara?» Hubo entonces un pequeño silencio, yo estaba sentado en el alféizar de la ventana, él en una silla en el centro de la habitación. Al cabo, dijo: «Bueno, voy a explicártelo todo. Es cierto todo lo que has dicho, pero ten en cuenta lo siguiente: desde ayer no ha parado de llover, hacia las cinco de la tarde -echó una ojeada al reloj- empezó ayer a llover, y ahora son las cuatro y sigue lloviendo. Eso le da a uno que pensar. Pero mientras que 108 Librodot Librodot 109 Carta al padre y otros escritos Franz Kafka normalmente sólo llueve en la calle y no en las habitaciones, esta vez parece que es al revés. Hazme el favor de mirar por la ventana: abajo está seco, ¿no es verdad? Así que ya ves. Aquí sin embargo el agua no para de subir. Bueno, pues que suba. Es una cosa terrible, pero yo lo aguanto. Un poco de buena voluntad y uno lo soporta, es cuestión de flotar con la silla a un nivel un poco más alto, la situación no cambia mucho, todo flota y uno flota un poco más arriba. Pero las gotas de lluvia dándome en la cabeza, eso no lo soporto. Parece una tontería, pero esa tontería es precisamente lo que no soporto, o puede incluso que soportara tal cosa, pero si hay algo que no puedo soportar es el estar indefenso. Y estoy indefenso; me pongo un sombrero, abro el paraguas, sostengo un tablero por encima de la cabeza, es inútil: o bien la lluvia lo va empapando y calando todo, o bien por debajo del sombrero, del paraguas, del tablero empieza otra lluvia igual de contundente». Me hallaba en el despacho del ingeniero de minas. Era una barraca de madera con un infame piso de tierra, apisonado muy a la ligera. Una bombilla desprovista de pantalla ardía en el centro de la habitación. «¿Quiere usted que lo contratemos?», dijo el ingeniero, apoyando por su lado izquierdo la mano en la frente y sosteniendo con la mano derecha la pluma sobre un papel. No fue una pregunta, sólo lo dijo para sí mismo, era un hombre joven y enteco, de estatura menos que mediana, tenía que estar muy cansado, probablemente los ojos eran por su natural así de pequeños y aplanados, pero parecía como si las fuerzas no le bastaran para abrirlos del todo. «Siéntese», dijo entonces. Pero allí sólo había un cajón de embalaje abierto por un lateral, del que habían salido rodando pequeñas piezas de maquinaria. Me senté sobre el cajón. El ingeniero se había independizado ahora por completo del escritorio, sólo la mano derecha seguía allí en la misma posición, por lo demás se había recostado en la silla, la mano izquierda la tenía en el bolsillo del pantalón, y me miraba. «¿Quién lo ha enviado a usted?», preguntó. «He leído en una revista del ramo que aquí toman gente», dije. «Vaya -dijo sonriendo-, así que ha leído usted eso. Sin embargo tiene usted una forma bien burda de abordar el asunto.» «¿Qué significa eso? -pregunté-. No le entiendo.» «Eso significa -dijo- que aquí no se toma a nadie. Y si no se toma a nadie, tampoco se le puede tomar a usted.» «De acuerdo, de acuerdo -dije levantándome molesto-, para escuchar esto no hacía falta que me sentara. -Pero luego me lo pensé mejor y pregunté-: ¿No podría pasar aquí la noche? Está lloviendo fuera y hasta la aldea hay más de una hora de camino.» «Yo no tengo aquí habitaciones de huéspedes», dijo el ingeniero. «¿No podría quedarme aquí en la oficina?» «Aquí trabajo yo y allí -señaló una esquina- es donde duermo.» Allí había mantas, en efecto, y también un poco de paja, pero había también cosas tan diversas, apenas reconocibles, sobre todo herramientas, que hasta ese momento no me había parecido que fuera un lugar donde se dormía. ... levantármelo. Lo hice y él dijo: «Estoy aquí de viaje, no me moleste, abra su camisa y acérqueme a su cuerpo». Lo hice, él dio una gran zancada y desapareció en mí como en una casa. Yo me estiré como cuando se tiene un ahogo, casi me sobrevino un desmayo, dejé caer la pala y me fui a casa. Allí había hombres a la mesa que comían de una fuente común, las dos mujeres estaban junto al fogón y la pila de lavar. Conté enseguida lo que me había ocurrido, al hacerlo caí sobre el banco que había junto a la puerta, todos me rodearon. Fueron a buscar a una finca vecina a un anciano de acreditada fama. Mientras 109 Librodot Librodot 110 Carta al padre y otros escritos Franz Kafka esperaban, se acercaron a mí unos niños, nos dimos unos a otros las manos, entrelazamos los dedos... Era un río, unas aguas turbias; se deslizaban en ondas planas y silenciosas, con gran prisa, pero una prisa como perezosa, como demasiado uniforme. Quizás no fuese posible otra cosa, por estar demasiado lleno... Un jinete cabalgaba por un sendero del bosque, delante de él corría un perro. Detrás de él iban unos gansos, una niña los hacía avanzar con una vara. Aunque todos ellos, desde el perro que corría delante hasta la niña que iba detrás, andaban lo más deprisa posible, la rapidez no era muy grande, cada uno se adaptaba fácilmente al paso de los demás. Por cierto que también los árboles del bosque marchaban a ambos lados, como de mala gana, cansinamente, aquellos viejos árboles. Se unió a la muchacha un joven atleta, un nadador, nadaba con fuertes brazadas, la cabeza hundida en el agua, porque en torno a él había agua con oleaje, y según nadaba, el agua avanzaba con él, luego llegó un carpintero, que tenía que entregar una mesa, la llevaba a la espalda sujetando con las manos las dos patas delanteras, seguía tras él el correo del zar, pesaroso por tropezarse con tanta gente en aquel bosque, todo el tiempo estiraba el cuello para ver cómo estaba la cosa por delante y por qué aquello avanzaba tan abominablemente despacio, pero no tenía más remedio que conformarse, al carpintero de delante seguramente lo habría podido adelantar, pero cómo iba a atravesar el agua que rodeaba al nadador. Detrás del correo iba, cosa curiosa, el propio zar, un hombre todavía joven de perilla rubia y de rostro fino y delicado pero carnoso, un rostro que conocía los placeres de la vida. Allí se hacían ostensibles las desventajas de imperios tan grandes, el zar conocía a su correo, el correo no conocía a su zar, el zar estaba dando un breve paseo de recreo y no iba menos deprisa que su correo, o sea, que él habría podido llevar personalmente sus mensajes. Pasé el primer guardián. Después me asusté, retrocedí y le dije al guardián: «He pasado de largo cuando te diste la vuelta». El guardián miraba hacia delante y callaba. «Seguramente no debería haberlo hecho», dije. El guardián continuaba callado. «¿Significa tu silencio que me permites pasar?» 28... Se había hecho venir a dos trilladores, estaban con sus trillos en la oscuridad del pajar. «Ven», dijeron, y me tendieron sobre la era. El labriego estaba apoyado en la puerta, medio fuera, medio dentro. El animal le arranca el látigo al amo y se azota a sí mismo para convertirse en amo, y no sabe que es sólo una quimera originada por otro nudo en la correa del látigo de su amo. El hombre es un enorme terreno pantanoso. Si se apodera de él el entusiasmo, en su conjunto es como si en algún rincón de ese pantano una rana pequeñita saltara al agua verde. 28 Es una variante de la célebre parábola del último capítulo de El proceso, sobre el «guardián de la puerta», publicada por el propio Kafka como relato independiente con el título «Ante la ley». 110 Librodot Librodot 111 Carta al padre y otros escritos Franz Kafka Si una sola persona fuese capaz de quedarse una palabra detrás de la verdad, pero todos (y yo también en esta sentencia) la adelantan con centenares de ellas. A decir verdad, todo este asunto no me interesa nada. Yo estoy tumbado en el rincón, miro, en la medida en que uno puede mirar estando echado, escucho, en la medida en que lo entiendo, por lo demás vivo desde hace meses en un crepúsculo y espero a que llegue la noche. Muy distinto mi compañero de celda, un hombre inflexible, antiguo capitán. Entiendo muy bien su estado de ánimo. Opina que su situación es comparable a la de un explorador polar, que está Dios sabe dónde hundido en el hielo y perdida la esperanza, pero que será salvado sin lugar a dudas o, mejor dicho, que ya ha sido salvado, como se puede leer en la historia de las expediciones al Polo. Y entonces surge el siguiente dilema: el hecho de que vayan a salvarle es para él sin duda algo independiente de su voluntad, lo salvarán simplemente por la fuerza triunfante de su personalidad, pero ¿ha de desearlo? Que lo desee o no, eso no cambiará nada, a él lo van a salvar, sin embargo queda en pie la cuestión de si debe desearlo o no. Esa cuestión aparentemente tan fuera de lugar es la que le tiene preocupado, la examina a fondo, me la expone a mí, la comentamos entre los dos. No comprende que ese planteamiento sella definitivamente su destino. De la liberación en sí no hablamos. Para salvarse le basta el martillito que se ha procurado en alguna parte, un martillito para clavar chinchetas en un tablero de dibujo, para más no podría servir, pero él tampoco quiere utilizarlo, el hecho de poseerlo es lo que le encanta. A veces se arrodilla a mi lado y me planta delante de las narices el martillito visto ya mil veces, o me coge la mano, la pone bien abierta en el suelo y le va dando por turno un martillazo a cada dedo. Sabe que con ese martillo no puede hacer saltar ni el más pequeño fragmento de pared, tampoco lo quiere, lo único que hace a veces es pasar suavemente el martillo por las paredes como si con él pudiera dar la señal que pusiera en marcha el gran mecanismo de la liberación que le aguarda. No será exactamente así, la liberación empezará en su momento, independientemente del martillo, pero el martillo ya es algo, una cosa tangible, una garantía, algo que se puede besar como nunca se podrá besar la liberación propiamente dicha. Ahora bien, mi respuesta a sus preguntas es muy sencilla: «No, la liberación no hay que desearla». No quiero formular leyes generales, eso es asunto de los carceleros. Hablo sólo de mí. Y de mí sé decir que casi no he podido soportar la libertad, esa misma libertad que ahora va a ser nuestra salvación, o que realmente no la he soportado, puesto que ahora estoy en la cárcel. Por otra parte, la cárcel no era exactamente la meta de mis deseos, lo que yo deseaba era simplemente marcharme, tal vez a otro planeta, por lo pronto a otro planeta. ¿Pero sería respirable para mí aquel aire y no me ahogaría allí como me ahogo aquí en esta celda? Así que lo mismo habría podido desear la celda. A veces vienen a nuestra celda dos carceleros para jugar en ella a las cartas. No sé por qué lo hacen, en el fondo, es casi como suavizar hasta cierto punto la pena. Suelen llegar a última hora de la tarde, yo entonces tengo siempre un poco de fiebre, no puedo mantener abiertos los ojos y los veo a los dos muy confusamente a la luz del gran farol que traen con ellos. ¿Sigue siendo esto una celda, si hasta los carceleros se encuentran a gusto en ella? Pero no siempre me alegra esa reflexión, surge en mí una conciencia de clase en tanto que presidiario, ¿qué buscan éstos entre los presidiarios? Me alegra sin duda que estén aquí, me siento seguro gracias a la presencia de esos hombres poderosos, además me siento elevado por encima de mí mismo, pero por otra parte tampoco quiero 111 Librodot Librodot 112 Carta al padre y otros escritos Franz Kafka eso, quiero abrir la boca y expulsarlos de la celda con sólo la fuerza de mi respiración. Se puede decir, indudablemente, que el capitán se ha vuelto loco de resultas de la prisión. Su horizonte mental es tan limitado que ya apenas tiene cabida en él un solo pensamiento. El pensamiento relativo a la liberación lo ha pensado, literalmente, hasta agotarlo, y no ha quedado sino un pequeño residuo, lo estrictamente necesario para seguir cultivándolo de manera un poco forzada, pero también ese recurso lo abandona a veces, luego sin embargo echa mano de él otra vez y después resopla literalmente de dicha y orgullo. Pero por eso yo no soy superior a él, en el método tal vez, en algo secundario tal vez, pero en nada más. Un día lluvioso. Estás de pie, ante el titileo de un charco. No estás cansado, ni triste, ni pensativo, estás allí simplemente con toda tu pesantez terrestre y esperas a alguien. Oyes entonces una voz, cuyo mero sonido, todavía sin las palabras, te hace sonreír. «Ven conmigo», dice la voz. Pero en tu entorno no hay nadie con quien puedas irte. «Iría dices-, pero no te veo.» Después ya no oyes nada. Pero llega el hombre al que estabas esperando, un hombre alto y fuerte de ojos pequeños, cejas muy pobladas, mejillas carnosas, un poco fláccidas, y una perilla. Tienes la impresión de haberlo visto ya en otra ocasión. Claro que lo has visto, es tu viejo corresponsal, habíais quedado en veros los dos allí para discutir a fondo un asunto de negocios pendiente desde hacía tiempo. Pero aunque está delante de ti y del ala de su bien conocido sombrero empieza a gotear la lluvia, le reconoces a duras penas. Hay algo que te está entorpeciendo, quieres liberarte de ello, tomar directamente contacto con el hombre y por eso lo agarras del brazo. Pero al punto tienes que soltarlo otra vez, con un escalofrío. ¿Qué has tocado? Te miras la mano, pero aunque no ves nada, el asco te produce náuseas. Inventas una disculpa que probablemente no lo es, porque mientras la estás diciendo la has olvidado y te marchas, te vas derecho al interior de la pared de una casa -el hombre te llama, quizás quiera prevenirte, tú haces un gesto negativo-, la pared se abre ante ti, un criado alumbra el camino con un candelabro, le sigues. Pero no te lleva a un domicilio particular sino a una farmacia. Es una farmacia grande, con una pared alta y semicircular, que contiene centenares de cajones todos idénticos. Hay también muchos clientes, la mayoría tienen unos bastones largos y finos con los que se apresuran a dar golpes en el cajón del que han pedido algo. Entonces los dependientes, trepando con vertiginosos pero minúsculos movimientos -no se ve en qué se apoyan, uno se frota los ojos pero no lo ve-, suben y cogen lo que les piden. Que lo hagan sólo para divertir a los clientes o que los vendedores lo tengan de nacimiento, en cualquier caso llevan detrás, saliendo de entre los pantalones unas colas espesas, como las de las ardillas pero mucho más largas, y al trepar, esas colas van dando respingos al compás de todos esos múltiples y minúsculos movimientos. Debido a las masas de clientes que entran y salen, no se puede ver cómo se comunica la tienda con la calle, en cambio se distingue una pequeña ventana cerrada que, por un lateral y a la derecha de lo que es probablemente la entrada principal, conecta con la calle. Al otro lado de la ventana se ve a tres personas, taponan tan completamente la vista que no se puede decir si detrás de ellas la calle está repleta de gente o tal vez desierta. Se ve sobre todo a un hombre que tiene una mujer a cada lado, pero casi no se las ve, están agachadas o hundidas o están hundiéndose hacia abajo y de lado en dirección al hombre, son perfectamente secundarias, en cambio el hombre tiene algo femenino. Es robusto, lleva 112 Librodot Librodot 113 Carta al padre y otros escritos Franz Kafka un blusón azul de faena, el rostro es ancho y abierto, la nariz aplastada, es como si la estuviesen aplastando en ese momento y los dos orificios se retorciesen luchando por su supervivencia, las mejillas tienen un color intenso rebosante de vida. Todo el tiempo mira al interior de la farmacia, mueve los labios, se inclina a derecha e izquierda, como si buscara algo allí dentro. En la tienda llama la atención un hombre que ni quiere nada ni tampoco despacha, va muy derecho de un lado a otro, trata de abarcar todo con la vista, se aprieta con dos dedos el nervioso labio inferior, echa de vez en cuando una mirada al reloj de bolsillo. Es el dueño, visiblemente, los clientes se lo señalan unos a otros, es fácil de reconocer por las numerosas correas de cuero, finas, redondeadas y largas, que, ni muy apretadas ni muy flojas, le cubren la parte superior del cuerpo a lo largo y a lo ancho. Un niño rubio de unos diez años está agarrado a su chaqueta, a veces también echa mano a las correas, está pidiendo algo que el boticario no quiere concederle. Suena entonces la campanilla de la puerta. ¿Por qué suena? Han entrado y salido tantos clientes sin que sonara y ahora se pone a sonar. La muchedumbre se retira de la puerta, es como si esperasen tal sonido, incluso parece como si la multitud supiera más de lo que quiere admitir. Ahora se ve también la gran puerta doble vidriera. Fuera hay una calle angosta y desierta, cubierta pulcramente de ladrillos, el día está nublado y amenaza lluvia, pero aún no se ha puesto a llover. Un señor acaba de abrir la puerta por la parte de la calle, poniendo así la campanilla en movimiento, pero de pronto está indeciso, retrocede, lee otra vez el rótulo, sí, es lo que busca, y entonces pasa al interior. Es el doctor Herodías, todo el mundo en la farmacia lo sabe. Con la mano izquierda en el bolsillo del pantalón se dirige al boticario, que está ahora solo, en un espacio despejado; incluso el niño ha retrocedido, aunque sólo hasta la primera fila, y mira de frente con los ojos azules abiertos de par en par. Herodías tiene una manera sonriente y superior de hablar, ha echado la cabeza para atrás, e incluso cuando habla parece como si escuchara atentamente. Y sin embargo es muy distraído, muchas cosas hay que decírselas dos veces, cuesta trabajo llegar hasta él, eso también parece que le hace sonreír. Cómo no va a conocer un médico la farmacia, y sin embargo mira en torno a él como si estuviese allí por primera vez, y cuando ve a los vendedores con sus colas, sacude asombrado la cabeza. Luego se dirige al boticario, le agarra por el brazo derecho a la altura del hombro, le hace dar media vuelta y continúan andando los dos muy juntos, por entre la multitud que retrocede hacia ambos lados, hasta el fondo de la farmacia, el niño delante de ellos, mirando una y otra vez medrosamente hacia atrás. Llegan, por detrás de los mostradores, hasta una cortina que el niño levanta delante de ellos, y después, a través de los laboratorios, hasta una pequeña puerta que, al no atreverse el niño a abrirla, tiene que abrir el médico. Existe el peligro de que la multitud, que los ha seguido en tropel hasta allí, quiera también entrar con ellos en la habitación. Pero los vendedores, que entretanto se han abierto paso hasta la primera fila, se vuelven hacia la multitud sin esperar una orden del amo, son gente joven y robusta, pero también sensata; lenta y silenciosamente empujan hacia atrás a la multitud, que por otra parte sólo ha ido detrás llevada de su propio peso, no con intención de molestar. Pero comoquiera que sea, se hace sentir un movimiento contrario. Viene causado por el hombre de las dos mujeres, que ha dejado su puesto junto a la ventana, ha entrado en la tienda y ahora quiere ponerse delante de los demás. Precisamente debido a la docilidad de la multitud, que ostensiblemente siente respeto por ese lugar, lo consigue. A través de los vendedores, a los que aparta más con dos miradas rápidas que con los codos, ya ha llegado con sus dos mujeres hasta los dos 113 Librodot Librodot 114 Carta al padre y otros escritos Franz Kafka señores y, como es más alto que ellos, clava la mirada, a través de sus cabezas, en la oscuridad de la habitación. «Quién es», pregunta débilmente una mujer desde dentro. «Tranquila, es el médico», responde el boticario, y entonces entran en la habitación. Nadie piensa en encender la luz. El médico se ha separado del boticario y se dirige solo a la cama. El hombre y las mujeres se apoyan en los barrotes de la cama, a los pies de la enferma, como en una balaustrada. El boticario no se atreve a avanzar, el niño se pega otra vez a él. El médico se siente intimidado por las tres personas extrañas. «¿Quiénes sois?», pregunta en voz baja, en consideración a la enferma. «Vecinos», dice el hombre. «¿Qué queréis?» «Queremos -dice el hombre, hablando mucho más alto que el médico... [Fragmento de «El fiscal suplente»] 29 ... harto de dedicarse a perseguir engendros, en tal caso el primer objetivo sería sin duda el juez del distrito. Pero es absurdo enojarse con él. Por eso tampoco el fiscal suplente se enoja con él, sólo le irrita la estupidez de que una persona así ocupe el cargo de juez del distrito. Así pues, la estupidez quiere administrar justicia. Para la situación personal del fiscal suplente es desde luego bien lamentable que el cargo que ocupa sea tan ínfimo, por lo que toca a sus propias pretensiones él ni siquiera se daría por satisfecho con el de fiscal del tribunal supremo. Tendría que ser un fiscal de mucha más categoría para poder acusar de un modo efectivo a toda esa estupidez que tiene ante la vista. Pero, en verdad, él no se rebajaría a acusar al juez del distrito, ni siquiera lo reconocería desde lo alto de su sitial de acusador público. Pero lo que sí haría es crear en torno a él un orden tan perfecto que el juez del distrito no podría seguir viviendo en él, sin que nadie tuviera ni que tocarle, empezarían a temblarle las rodillas y al final acabaría desapareciendo. Entonces quizás habría llegado el momento de que el propio caso del fiscal suplente pasara de los tribunales disciplinarios a puerta cerrada a la sala de audiencias abierta a todos. Entonces el suplente ya no estaría implicado personalmente en el asunto, en virtud de una fuerza mayor habría roto las cadenas que le habían puesto y podría incluso llevarlas a juicio. Se imagina que un personaje poderoso le susurra al oído antes de la vista de la causa: «Ahora se te dará satisfacción». Y entonces empieza la vista. Los consejeros disciplinarios mienten, como es natural, mienten apretando los dientes, mienten como sólo saben mentir los profesionales de la justicia cuando les toca a ellos ser los acusados. Pero todo está preparado de forma que los propios hechos se sacudan tanta mentira y se vayan desarrollando ante el auditorio, libremente y conforme a la verdad. El público es numeroso, ocupa tres lados de la sala, sólo está vacío el asiento del juez, no ha sido posible encontrar jueces, los jueces están apiñados en el reducido espacio destinado normalmente al acusado y tratan de justificarse ante el asiento vacío del juez. El que desde luego está presente, ocupando el lugar habitual, es el acusador público, el antiguo 29 Con el ejemplo de El fiscal suplente, se puede seguir en el diario de Kafka de manera paradigmática el proceso de redacción de las historias que Kafka no terminaba. 31-12-1914: «Trabajé en cosas inacabadas: El proceso..., El fiscal suplente». 4-1-1915: «No puedo dar caza a las historias a través de las noches, se escapan, se dispersan, como ahora con El fiscal suplente...». En enero: «El maestro rural y El fiscal suplente provisionalmente abandonados». El último apunte es del 17-3-1915: «Anoche trabajé con ciertas perspectivas (fiscal suplente)». El fragmento fue escrito, según la edición crítica (de la que he tomado los datos anteriores), entre el 27 y el 31 de diciembre de 1914. El texto era más extenso, faltan muchas hojas. 114 Librodot Librodot 115 Carta al padre y otros escritos Franz Kafka fiscal suplente. Está mucho más tranquilo que de costumbre, sólo de vez en cuando asiente con la cabeza, todo sigue su curso con la precisión de un cronómetro. Sólo ahora, una vez que el caso ha quedado liberado de todos los expedientes, declaraciones de testigos, actas de las sesiones, considerandos y deliberaciones para sentencia, se ve inmediatamente su fascinante sencillez. El caso propiamente dicho data de unos quince años atrás. El suplente estaba a la sazón en la capital, gozaba fama de excelente jurista, era muy apreciado por sus superiores y hasta tenía ya esperanzas de obtener pronto, por delante de muchos otros competidores, el cargo de décimo fiscal. El segundo fiscal le mostraba un afecto especial y le pedía que lo sustituyese incluso en asuntos no totalmente carentes de importancia. Así lo hizo también con un pequeño proceso de lesa majestad. Un empleado de comercio, un hombre de no escasa cultura y muy activo en política, estando en una taberna medio bebido, con la copa en la mano, había agraviado a su majestad. Otro cliente de la mesa vecina, seguramente más borracho aún, lo había denunciado. En su embriaguez seguramente creyó hacer algo grandioso, fue corriendo a buscar un policía y, sonriendo beatíficamente, volvió con él para entregarle al hombre. Hay que decir que posteriormente perseveró en su declaración, si no en su totalidad, al menos en la parte más importante, por cierto que el crimen de lesa majestad tuvo que haber sido muy evidente, pues ningún testigo pudo negarlo del todo. Sin embargo, los términos exactos no pudieron quedar establecidos de forma inconcusa, la conjetura más aceptada fue la de que el acusado había señalado con la copa un cuadro del rey colgado de la pared al tiempo que decía: «¡Eh, tú, el de ahí arriba, sinvergüenza!». La gravedad de tal ofensa sólo se vio atenuada por el estado de irresponsabilidad parcial en que se hallaba entonces el acusado, así como por el hecho de que la ofensa la hubiese asociado en cierto modo con el verso de la canción «mientras que esté encendida la lamparita», oscureciendo así el sentido de la exclamación. Sobre el género de asociación entre la exclamación y la canción prácticamente cada uno de los testigos tenía una opinión diferente y el denunciante afirmaba incluso que fue otro, y no el acusado, el que había cantado. Algo que agravaba extraordinariamente la situación del acusado era su actividad política, que en cualquier caso hizo parecer muy plausible la posibilidad de que él también fuese capaz de decir aquello sin estar obnubilado por el alcohol y con pleno convencimiento. El fiscal suplente recuerda con todo detalle -ha reflexionado tanto sobre aquellas cosas- que él se hizo cargo de la acusación casi con entusiasmo, no sólo porque era un honor llevar un proceso de lesa majestad sino porque detestaba francamente al acusado y su causa. Sin tener un ideario político elaborado al detalle, él era claramente conservador, en eso tenía un cierto infantilismo, seguramente hay otros fiscales suplentes que son así, él creía que uniéndose todos tranquila y confiadamente con el rey y con el gobierno, tendría que ser posible eliminar todas las dificultades; que en tal ocasión uno esté de pie o se arrodille delante del rey, eso en el fondo le daba perfectamente igual; cuanto más se confiaba, tanto mejor se estaba, y cuanto más se confiaba, tanto más había que doblar el espinazo, con natural convicción, sin servilismo. Pero tan deseable estado de cosas se veía obstaculizado por gentes de la calaña del acusado, que, procedentes de quién sabe qué bajos fondos, disgregaban con sus gritos la masa, compacta y útil, del pueblo. Era un arribista con ambiciones políticas, a quien no le bastaba el honrado oficio de empleado de comercio, probablemente porque no le proporcionaba los medios suficientes para sus bacanales, un hombre con una mandíbula gigantesca, accionada también gigantescamente por una potente musculatura, un demagogo innato, que le daba 115 Librodot Librodot 116 Carta al padre y otros escritos Franz Kafka voces incluso al juez de instrucción, en aquel caso por desgracia un ser nervioso e irritable. La instrucción de la causa, a la que el fiscal suplente, llevado de su interés por el caso, había asistido algunas veces, era una pelea continua. A veces era el juez quien daba el estallido, la vez siguiente el interrogado, y ambos se hablaban a voz en grito. Eso, lógicamente, afectaba desfavorablemente a los resultados de la instrucción, y cuando el fiscal suplente se dispuso a redactar el acta de acusación partiendo de esos resultados, tuvo que desplegar mucho esfuerzo y mucho ingenio para hacerla lo suficientemente plausible. Trabajó noches enteras, pero contento. Aquéllas fueron hermosas noches de primavera; la casa en cuyo piso bajo vivía el suplente tenía delante un pequeño jardín, de dos pasos de ancho; si el fiscal suplente estaba cansado de trabajar o las ideas que se le amontonaban en la cabeza requerían calma y concentración, entonces saltaba por la ventana al jardincillo y lo recorría de un extremo a otro, o cerrando los ojos se recostaba contra la verja. En aquella ocasión no omitió esfuerzos, rehízo por completo varias veces el acta de acusación, algunas partes diez y veinte veces. Además de eso, el material preparado para la vista oral se amontonaba formando una masa casi impenetrable. «Quiera Dios que yo pueda utilizar todo esto y sacarle partido» era durante aquellas noches su incesante súplica. Con la acusación propiamente dicha sólo dio por concluida una mínima parte de su trabajo, por eso en el elogio con que el segundo fiscal le devolvió el acta de acusación tras un detenido examen él no vio recompensa sino estímulo, y ese elogio fue grande y provenía de un hombre estricto y de pocas palabras. Lo que dijo, tal y como lo repitió con frecuencia el fiscal suplente en sus ulteriores solicitudes, sin lograr, por otra parte, que el segundo fiscal pudiera recordarlo, fue lo siguiente: «Este cuaderno, mi querido colega, no sólo contiene el acta de acusación, contiene también, según todas las previsiones humanas, su nombramiento como décimo fiscal». Y al guardar modestamente silencio el suplente, añadió el segundo fiscal: «Confíe en mí». A la sesión plenaria, el suplente se presentó firme y tranquilo. Nadie en la sala conocía como él todas las sutilezas, todas las implicaciones de la causa. El defensor no era peligroso, el fiscal suplente lo conocía, un hombrecillo vociferante pero de escaso ingenio. Aquel día ni siquiera estuvo muy combativo, defendía porque tenía que defender, porque se trataba de un miembro de su partido político, porque tal vez habría oportunidad de soltar frases grandilocuentes, porque la prensa de partido mostraba un cierto interés por el caso, pero no tenía esperanza de sacar adelante a su cliente. El fiscal suplente se acuerda todavía de cómo contemplaba él a aquel abogado defensor con una sonrisa apenas reprimida, poco antes de que empezase la vista oral; siendo como era incapaz de dominarse, el defensor tenía su mesa en el más completo desorden; arrancaba hojas de los documentos y, como escritas por un torbellino, esas hojas estaban al punto recubiertas de anotaciones; sus piececillos taconeaban debajo de la mesa y a cada instante, sin saberlo, se acariciaba medrosamente la calva, como si buscara allí no se sabe qué heridas. Al suplente le pareció un adversario indigno. Cuando, nada más dar comienzo la sesión, se levantó de un saltito y con una fea voz de pito propuso que la vista tuviese lugar en sesión pública, el suplente se levantó casi desganadamente de su asiento. Todo estaba tan claro, tan pensado, era como si toda la gente que le rodeaba se entrometiera en un asunto que le competía exclusivamente a él, un asunto que él podría llevar a término de manera coherente y conclusiva, sin juez, sin defensor y sin acusado. Y se adhirió a la petición del defensor, su comportamiento fue tan inesperado como había sido obvio el del defensor. Pero él explicó su actitud, y durante la explicación la sala guardaba un silencio absoluto, 116 Librodot Librodot 117 Carta al padre y otros escritos Franz Kafka hasta tal punto que si no fuese por tantas miradas que se clavaban en él desde todos los ángulos de la sala, como si quisieran atraerlo hasta ellas, se habría podido pensar que hablaba consigo mismo en la sala vacía. Notó enseguida que sus palabras convencían. Los jueces estiraban el cuello y se miraban asombrados, el defensor estaba tenso y rígido en su silla, como si el suplente fuese una aparición surgida en ese momento del suelo; al acusado la tensión le hacía rechinar los dientes, los espectadores que se agolpaban por el lado del público se agarraban las manos unos a otros. Se daban cuenta de que allí había uno que les arrebataba por completo, convirtiéndolo en su intangible propiedad, todo aquel asunto con el que ellos tenían esta o aquella débil relación. Todos habían creído asistir a un pequeño proceso de lesa majestad y ahora oían que, ya desde la primera proposición, el fiscal suplente trataba con pocas palabras el tema del agravio como si fuera algo secundario. Entré por una puerta lateral, tímidamente, no conocía aquello, era frágil y de baja estatura, preocupado me miré el traje, había mucha oscuridad, no se veía nada más allá de un cierto espacio vacío, el suelo estaba cubierto de hierba, me asaltaron dudas sobre si estaba en el sitio que buscaba: si hubiese entrado por la puerta principal, no habría habido lugar a dudas, pero había entrado por una puerta lateral; quizás fuese bueno volver atrás y mirar el rótulo de la puerta, pero creí recordar que no había rótulo. Vi entonces a lo lejos un resplandor pálido y plateado, eso me dio confianza, seguí en esa dirección. Era una mesa, en el centro había una vela, sentados en torno a ella, tres jugadores de naipes. «¿Estoy en el sitio que busco? -pregunté-; quería reunirme con los tres jugadores de naipes.» «Somos nosotros», dijo uno de ellos, sin levantar la vista de las cartas. Según respira el bosque a la luz de la luna, a veces se contrae, es pequeño, comprimido, los árboles ganan altura, a veces se despliega en anchura, se desliza por todas las pendientes, es monte bajo, es menos aún, es vaporoso, lejano resplandor. A.-¡Sé sincero! Cuándo volverás a estar, como lo estás hoy, tomando tranquilamente una cerveza con una persona a la que puedes hablar en confianza y que sabe escucharte. ¿En qué consiste tu poder? B.-¿Tengo yo poder? ¿A qué poder te refieres? A.-No empieces con evasivas. Qué falta de sinceridad la tuya. Quizás tu poder consista en tu falta de sinceridad. B.-¡Mi poder! Por estar en este pequeño restaurante ypor haber encontrado a un antiguo compañero de colegio que se ha sentado a mi lado, ¿por eso voy a ser poderoso? A.-Entonces voy a plantearlo de otra manera. ¿Te consideras tú poderoso? Pero ahora responde con sinceridad, si no, me levanto y me voy a casa. ¿Te consideras poderoso? B.-Sí, me tengo por poderoso. A.-Ya lo ves. B.-Pero eso no me concierne más que a mí. Nadie ve el menor rastro de ese poder, ni una brizna, yo tampoco. A.-Pero te consideras poderoso. ¿Por qué, entonces, te consideras poderoso? B.-No es completamente acertado decir: me tengo por poderoso. Eso sería arrogancia. Yo, tal y como aquí me ves, viejo, decrépito y sucio, no me considero poderoso. El poder 117 Librodot Librodot 118 Carta al padre y otros escritos Franz Kafka en el que yo creo, no soy yo el que lo ejerce, sino otros, y esos otros se someten a mí. Eso, como es lógico, sólo me causa una vergüenza terrible y no me enorgullece en absoluto. O bien soy su criado, un criado al que ellos, por un capricho de grandes señores, han convertido en su dueño y señor, y eso aún se podría aceptar, pues todo sería pura apariencia, o bien he sido nombrado realmente dueño y señor, qué voy a hacer entonces yo, pobre viejo desamparado; no me llevo el vaso de la mesa a la boca sin que me tiemblen las manos y ahora tengo que reinar sobre tempestades y océanos. A.-Ya ves qué poderoso eres, y todo eso querías callártelo. Pero te conocemos. Aunque estés siempre solo en un rincón, todos los habituales de la tertulia te conocen. B.-Bueno, sí, los de la tertulia saben muchas cosas, yo sólo oigo retazos de conversación, pero lo que oigo es lo único que me aporta información y me da confianza. A.-¿Cómo? ¿Es que a juzgar por lo que oyes aquí, tú no eres el que gobierna? B.-No, desde luego que no. ¿Así que tú te cuentas entre los que creen que yo gobierno? A.-Tú mismo acabas de decirlo. B.-¿Que yo he dicho algo semejante? No, yo sólo he dicho que me considero poderoso, pero que no ejerzo ese poder. No puedo ejercerlo, porque aunque tengo ayudantes, no están en su puesto y jamás lo estarán. Son inconstantes, andan siempre por donde no deben estar, sus ojos me observan desde todos los ángulos, a todo doy mi consentimiento y les digo que sí. ¿Así que no tenía razón cuando dije que no soy poderoso? Y no sigas pensando que no soy sincero. -¿En qué se basa tu poder? -¿Piensas que soy poderoso? -Te considero muy poderoso, y casi tanto como tu poder admiro la moderación, la abnegación con que lo ejerces, o más bien la energía y fuerza de convicción con que ejerces ese poder contra ti mismo. No es sólo que te moderes, es incluso que te combates a ti mismo. Las razones de por qué haces eso no quiero saberlas, son tu patrimonio más personal, sólo pregunto por el origen de tu poder. Creo que tengo derecho a hacerlo por haber visto ese poder como pocos lo han visto hasta ahora, y porque la amenaza que supone -más no es, hoy por hoy, debido a tu autodominio- la siento como algo irresistible. -Puedo responder fácilmente a tu pregunta: mi poder se basa en mis dos mujeres. -¿En tus mujeres? -Sí. Las conoces, ¿no? -¿Te refieres a las mujeres que he visto ayer en tu cocina? -Sí. -¿Las dos mujeres gordas? -Sí. -Esas mujeres. Apenas me he fijado en ellas. Tenían todo el aspecto, perdona, de dos cocineras. Pero no eran muy pulcras, estaban vestidas con negligencia. -Sí, así son. -Bueno, cuando dices una cosa, yo la creo al momento, pero ahora te comprendo mucho menos que antes, cuando no sabía nada de esas mujeres. -Pues no es un enigma, está bien a la vista, voy a tratar de explicártelo. Yo vivo con esas mujeres, las has visto en la cocina, pero ellas guisan pocas veces, la comida suele venir del restaurante de enfrente, una vez va a buscarla Resi y otra vez Alba. En el fondo 118 Librodot Librodot 119 Carta al padre y otros escritos Franz Kafka nadie está en contra de guisar en casa, pero es muy difícil porque no se entienden entre ellas dos, es decir, se entienden de maravilla, pero sólo si viven descansadamente una junto ala otra. Por ejemplo, pueden estar tumbadas pacíficamente las dos juntas durante horas en el sofá, sin dormir, lo cual no es poco, habida cuenta de su gordura. Pero si trabajan, no se soportan, al momento empieza la pelea, y con la pelea, los golpes. Por eso hemos acordado -son totalmente accesibles a los razonamientos sensatos- que se trabaje lo menos posible. Lo cual, por lo demás, está en consonancia con su manera de ser. Piensan, por ejemplo, que han hecho una limpieza perfecta en la casa y lo cierto es que está tan sucia que me repugna atravesar el umbral, pero cuando lo he atravesado, me acostumbro fácilmente. »Con el trabajo queda eliminado todo motivo de disputa, y sobre todo no saben en absoluto lo que son los celos. ¿Y por qué iban a tenerlos? Yo apenas las distingo una de otra. Tal vez sean la nariz y los labios de Alba un poco más negroides aún que los de Resi, pero a veces me parece que es justamente al revés. Tal vez tenga Resi menos pelo que Alba -en el fondo tiene ya inadmisiblemente poco pelo- pero ¿me fijo yo en eso? Insisto en que casi no las distingo. »A eso se añade que no regreso del trabajo hasta por la noche, sólo los domingos las veo un tiempo seguido de día. O sea, que como a mí me gusta deambular solo el mayor tiempo posible después del trabajo, regreso tarde a casa. Para ahorrar, no encendemos la luz por la noche. La verdad es que el dinero no me da para tanto, el mantener a las dos mujeres, que realmente son capaces de comer sin interrupción, consume todo mi salario. Así que por la noche llamo a la puerta del piso en tinieblas. Oigo cómo las dos mujeres se acercan resollando a la puerta, Resi o Alba dice: “Es él”, y las dos empiezan a resollar con más fuerza aún. Si no fuese yo el que está allí, sino una persona extraña, le daría miedo. »Luego abren y yo suelo gastarles la broma de, nada más abrirse un poquitín la puerta, meterme con fuerza por la abertura y rodearles a ambas el cuello. “Eh, tú”, dice una, lo que significa: “Qué persona tan increíble eres”, y las dos se ríen emitiendo sordos sonidos guturales. A partir de ese momento sólo se ocupan de mí, y si yo no lograra liberar una mano y cerrar la puerta, ésta se quedaría abierta toda la noche. »Luego viene siempre el atravesar el vestíbulo, ese trayecto un par de pasos de largo y de varios cuartos de hora de duración, durante el cual casi me llevan en volandas. Yo estoy realmente cansado tras una jornada nada fácil, y una vez descanso la cabeza en el blando hombro de Resi, otra vez en el de Alba. Ambas están casi desnudas, sólo en camisa, así están también la mayor parte del día, sólo cuando se ha anunciado una visita, como la tuya el otro día, se ponen algunos pingos mugrientos. »Luego llegamos a mi cuarto y normalmente me meten allí de un empujón, mientras que ellas se quedan fuera y cierran la puerta. Es un juego, porque ahora se están peleando para ver quién entra la primera. No son celos, no es un combate auténtico, sólo juego. Yo oigo los golpes ligeros y ruidosos que se propinan mutuamente, oigo el resuello que ahora ya es verdadero ahogo, de vez en cuando alguna palabra que otra. Finalmente soy yo quien abre la puerta y ellas se precipitan en la habitación, ardorosas, con las camisas rotas y el olor acre de su respiración. Luego caemos sobre la alfombra y se va haciendo poco a poco el silencio. -Bueno, ¿y por qué te callas ahora? -Había olvidado por qué te cuento esto. ¿Cómo fue? Me preguntaste por el origen de mi 119 Librodot Librodot 120 Carta al padre y otros escritos Franz Kafka supuesto poder y yo te mencioné a las mujeres. Sí, así es, mi poder viene de las mujeres. -¿Sólo de la vida en común con ellas? -De la vida en común. -Te has vuelto muy silencioso. -Ya ves, mi poder tiene límites. Hay algo que me está dando la orden de callarme. Adiós. El caballo tropezó, cayó sobre las patas delanteras, el jinete salió despedido. Dos hombres, que habían estado holgazaneando, cada uno por su lado, bajo la sombra de algún árbol, salieron de pronto y contemplaron al jinete caído. Todo le resultaba relativamente sospechoso a cada uno de ellos, la luz del sol, el caballo que ya se había enderezado, el jinete, el hombre que cada uno tenía enfrente y que había aparecido de pronto, atraído por el accidente. Se acercaron poco a poco, la boca contraída en un gesto de malhumor, y con la mano que habían metido en la camisa desabrochada, se acariciaban perplejos el pecho y el cuello. Es una ciudad entre las ciudades, su pasado era más grande que su presente, pero éste también es bastante respetable. El alcalde había firmado algunos documentos, luego se recostó en el asiento, jugueteando tomó una tijera en la mano, prestó oído a las campanadas del mediodía, que sonaban fuera, en la vieja plaza, y dijo al secretario, que, casi rígido de pura reverencia, casi ensoberbecido de pura reverencia, estaba junto al escritorio: «¿Ha notado usted también que en la ciudad se está fraguando algo especial? Usted es joven y tiene que darse cuenta de esas cosas». Una noche de luna nueva salí de una aldea vecina camino de casa, era un trayecto corto por una carretera recta, en la que daba de pleno la luna, se veía en el suelo cualquier detalle con más claridad que de día. Ya me quedaba poco para la pequeña alameda, que empalma al final con el puente de nuestra aldea, cuando a unos pasos delante de mí -tenía que haber estado soñando para no haberlo visto antes- vi un pequeño tugurio de madera y trapos, una tienda pequeña pero muy baja, una persona no habría podido estar de pie allí dentro. Estaba completamente cerrada; ni siquiera cuando la rodeé muy de cerca y la tanteé, encontré el menor hueco. En el campo uno ve muchas cosas y se aprende así fácilmente a enjuiciar lo que uno no conoce, pero yo no podía comprender cómo había llegado esa tienda hasta allí y cuál era su finalidad. Una mujer joven de aspecto agitanado prepara, con edredones y con mantas, un blando lecho delante del altar. Va descalza, tiene una falda roja con dibujos blancos, una blusa blanca camisera, abierta descuidadamente por delante y un pelo castaño completamente enmarañado. Sobre el altar hay un lavabo. Sobre la mesa había una gran hogaza de pan. Llegó el padre con un cuchillo y quería partirla en dos mitades. Pero aunque el cuchillo era sólido y afilado, el pan ni demasiado blando ni demasiado duro, el cuchillo no se hundía en la hogaza. Los niños miramos asombrados a nuestro padre. É1 dijo: «¿Por qué os asombráis? ¿No es más extraño lograr 120 Librodot Librodot 121 Carta al padre y otros escritos Franz Kafka una cosa que no lograrla? Marchaos a la cama, tal vez todavía lo consiga». Nos acostamos, pero de vez en cuando, a distintas horas de la noche, se incorporaba alguno de nosotros en la cama y estiraba el cuello para mirar al padre, aquel hombre alto que, envuelto en su largo batín y apoyado en la pierna derecha, trataba de introducir el cuchillo en el pan. Cuando nos despertamos por la mañana, nuestro padre estaba justo soltando el cuchillo y decía: «Ya veis, aún no lo he conseguido, tan difícil es». Nosotros quisimos hacer méritos e intentarlo también, él lo permitió, pero apenas pudimos agarrar el cuchillo, cuyo mango por cierto casi se había vuelto incandescente de tenerlo empuñado el padre, se nos encabritaba literalmente en la mano. Nuestro padre se echó a reír diciendo: «Dejadlo estar, yo voy ahora a la ciudad, esta noche intentaré partirlo otra vez. No me voy a dejar tomar, el pelo por un pan. Acabará dejándose partir, lo que sí tiene derecho es a defenderse, pues que se defienda». Pero cuando él dijo eso, el pan se contrajo, como se contrae la boca de una persona dispuesta a todo, y de pronto era un pan diminuto. Afilé la guadaña y empecé a cortar. Cayó mucho delante de mí, masas oscuras, caminé entre ellas, no sabía lo que era. De la aldea llegaban gritos de advertencia, yo los tomé por gritos de aliento y seguí andando. Llegué a un puentecillo de madera, allí terminaba mi trabajo y entregué la guadaña a un hombre que estaba esperando y que con una mano la cogió y con la otra me acarició la mejilla como se acaricia a un niño. En medio del puente me entraron dudas de si iba por el buen camino, di grandes voces en la oscuridad, pero no respondió nadie. Volví entonces a tierra firme para preguntar al hombre pero ya no estaba. -Todo es inútil -dijo-, ni siquiera me reconoces y estoy ante tus propias narices. ¿Cómo quieres continuar, si estoy delante de ti y ni siquiera me conoces? -Tienes razón -dije-; es lo que me digo yo también, pero como no recibo respuesta, me quedo. -Lo mismo que yo -dijo. -Y yo no menos que tú -dije-, y por eso, lo de que todo es inútil también vale para ti. Yo había apostado un centinela en los bosques pantanosos. Pero de pronto todo estaba desierto, nadie respondía a los gritos, el centinela se había extraviado y tuve que poner otro. Miré el rostro saludable y huesudo del hombre. «El vigilante anterior se ha perdido dije-, no sé por qué, pero ocurre que este paraje solitario llama al centinela fuera de su puesto de guardia. ¡Así que ten cuidado!» Él estaba erguido delante de mí, en posición de firme. Yo añadí: «Pero si llegases a caer en la tentación, tú eres el perjudicado. Te hundes en la ciénaga, mientras que yo volveré a poner aquí otro centinela, y si ése también fuese desleal, otro más, y así sucesivamente hasta el infinito. Si no gano, al menos tampoco perderé». Mi padre me llevó al director del colegio. Parecía ser un gran centro escolar, atravesamos varias piezas con aspecto de aulas, pero todo estaba vacío. No vimos ningún bedel, por eso seguimos avanzando sin miramientos, además estaban abiertas todas las puertas. De pronto nos paramos sobresaltados, la habitación en la que habíamos entrado tan deprisa como en todas las anteriores, aunque con pocos muebles, parecía un despacho, y en el sofá estaba echado un hombre. Era, lo reconocí por las fotografías, el director; sin 121 Librodot Librodot 122 Carta al padre y otros escritos Franz Kafka levantarse nos pidió que nos acercásemos. Las excusas de mi padre por nuestra falta de educación al irrumpir así en el despacho del director, las escuchó con los ojos cerrados, después preguntó qué deseábamos. Yo también tenía curiosidad por saberlo, así que ambos, el director y yo, miramos a mi padre. Éste dijo que le interesaba que su hijo, que ya tenía dieciocho años... Miraba por la ventana. Un día gris. Es noviembre. Le parece que cada mes tiene una significación peculiar, pero que noviembre tiene además un peculiar suplemento de peculiaridad. Por lo pronto, sin embargo, no se percibe nada de eso, solamente está cayendo una especie de aguanieve. Pero eso quizás sea solamente el aspecto exterior, que engaña siempre, porque, como los hombres en su totalidad se adaptan enseguida a todo y la primera opinión que uno se forma está basada en el aspecto exterior de las personas, en el fondo nunca se debería poder percibir un cambio en el estado del mundo. Pero como uno es también un ser humano, que conoce la propia capacidad de adaptación y juzga a partir de ella, se entera de algunas cosas y sabe lo que significa que allá abajo no cese el tráfico, sino que, calle arriba, calle abajo, continúe a toda marcha, con superioridad infatigable, tenaz, impenetrable. El enfermo había estado solo muchas horas, la fiebre había bajado un poco, de vez en cuando había podido pescar al vuelo un semisueño ligero, por lo demás, como no podía moverse de debilidad, había contemplado el techo, teniendo que luchar contra muchos pensamientos. Su pensamiento parecía haber quedado reducido a pura defensa, todo aquello en que se ponía a pensar le aburría o le torturaba y desgastaba fuerzas en sofocar sus pensamientos. Seguramente era ya de noche, en cualquier caso había oscurecido hacía ya tiempo, pues era noviembre, cuando se abrió la puerta de la habitación contigua, entró la dueña de la casa, para encender la luz eléctrica, y el médico detrás de ella. El enfermo se asombró de lo poco enfermo que estaba en realidad o de lo poco que le afectaba la enfermedad, porque reconoció exactamente a los recién llegados, no les faltaba ninguno de los detalles conocidos, y ni siquiera los que solían causarle una sensación de hastío o de repugnancia le parecieron exagerados, todo era como siempre. ... liberarse, en tiempos normales, lo soportaba tranquilamente, pero en estado de ebriedad se rebelaba contra ello. Y aunque yo, por supuesto, no quería en absoluto publicar en el periódico los detalles íntimos que sabía debido a esas circunstancias, ya tenía esbozado mentalmente un artículo, en el que quería explicar que allí donde la grandeza humana puede aparecer abiertamente, o sea sobre todo en el deporte, allí también acude en masa la chusma y, sin miramientos, sin echar siquiera una mirada seria al héroe, atendiendo sólo a sus intereses, busca la propia conveniencia y todo lo más disculpa su comportamiento diciendo que es para provecho de todos. ... Delante de K. se extendía entonces la llanura, y en lontananza, sobre una pequeña colina en el lejano azul, apenas reconocible, la casa a la que se dirigía. Pero cuando llegó ya había caído la noche y durante el día muchas veces perdió de vista la meta, hasta que de pronto, cuando marchaba por un sendero ya envuelto en sombras, se encontró al pie de aquella colina. «Así que ahí está mi casa -dijo para sí-, una casa pequeña, vieja y 122 Librodot Librodot 123 Carta al padre y otros escritos Franz Kafka miserable, pero mía, y dentro de unos meses será distinta.» Y caminando entre prados, remontó la colina. La puerta estaba abierta, a decir verdad no podía estar cerrada, pues faltaba uno de los batientes. Un gato que había estado acurrucado en el umbral desapareció con un gran maullido, los gatos no maúllan así normalmente. Las dos habitaciones a derecha e izquierda de la escalera, amuebladas con diversos muebles viejos semidestrozados, y aparte de eso, vacías, tenían las puertas abiertas. Pero desde arriba, desde la escalera que se perdía en la oscuridad, preguntó una voz temblona, casi anhelante, que quién había llegado. K. dio una zancada que abarcó los tres primeros escalones, rotos por en medio -era extraño que la rotura pareciese reciente, como si hubiera ocurrido ayer u hoy-, y subió. Arriba también estaba abierta la puerta de la habitación... Me escapé de su lado. Bajé corriendo la pendiente. La hierba alta me molestaba al correr. Ella estaba arriba, junto a un árbol, y me seguía con la mirada. Esto es insoportable. Ayer hablé con Jericó. Está encogido en un rincón, leyendo el periódico. Dije: «Jericó, ¿me votará usted?». Él se limitó a negar con la cabeza y siguió leyendo. Dije: «Yo no quiero su voto como quiero un voto cualquiera. No tendré en absoluto votos suficientes. Mi fracaso es seguro. Pero... Yo también estuve una vez en plena agitación electoral. Pero de esto hace ya muchos años. Un candidato me había contratado para que hiciera trabajos escritos durante el período electoral. Como es natural, me acuerdo ya con muy poco detalle de todo aquello. ¿Qué estás construyendo? Quiero cavar una galería subterránea. Tiene que haber un progreso. El sitio donde yo estoy es demasiado alto. Estamos cavando el foso de Babel. Sólo quedaron de él tres líneas en zigzag. Qué embargado había estado en su trabajo. Y cómo, en realidad, no había estado embargado en absoluto. ¿Una brizna de paja? Más de uno se mantiene a flote agarrado a la raya de un lapicero. ¿Se mantiene? Ahogado como está, sueña con la salvación. La muerte tenía que sacarlo de la vida, como se saca a un inválido de la silla de ruedas. Estaba incrustado tan sólida y pesadamente en la vida como lo está el inválido en la silla de ruedas. Quienes se disponían a morir yacían por tierra, arrimados a los muebles, les castañeteaban los dientes, sin moverse de su sitio, tanteaban la pared. Una tarde de enero, en la época de las grandes fiestas de sociedad, un joven estudiante quería ir a ver a su mejor amigo, hijo de un alto funcionario. Quería enseñarle un libro que estaba leyendo en aquellos días y del que ya le había hablado mucho. Era un libro 123 Librodot Librodot 124 Carta al padre y otros escritos Franz Kafka difícil de entender, sobre las nociones fundamentales de la historia de la economía política, uno lo seguía con dificultad, el autor, como había dicho muy oportunamente un crítico, estrechaba su tema entre sus brazos como el padre estrecha al niño con el que cabalga a través de la noche. A pesar de su dificultad, el estudiante se sentía atraído por aquel libro; cuando lograba penetrar el sentido de un pasaje complicado, notaba cuánto le aprovechaba; no sólo ese punto de vista recién presentado, sino todo lo que estaba vinculado a él le parecía más convincente, mejor probado y con más consistencia. Durante el trayecto a casa de su amigo se quedó parado varias veces debajo de una farola, y a su luz, que una neblina de nieve hacía más suave, leyó algunas frases. Estaba agobiado por grandes preocupaciones, que superaban su capacidad mental, él podía abarcar el presente, pero la tarea que tenía por delante le parecía confusa e interminable, sólo comparable a sus fuerzas, que aún no estaban movilizadas pero que también sentía dentro de él. El arte de escribir se me resiste. De ahí el plan de hacer pesquisas autobiográficas. No escribir una autobiografía, sino investigar y encontrar componentes lo más elementales posible. A partir de ellos quiero edificarme a mí mismo, como una persona que, teniendo una casa poco firme, quiere construir otra al lado, en lo posible con materiales de la antigua. Lo malo es, por otra parte, si en medio de la obra se le acaban las fuerzas y entonces, en lugar de tener una casa, insegura pero al fin y al cabo entera, tiene una semiderribada y otra a medio construir, es decir, nada. Lo que viene a continuación es la demencia, o sea una especie de danza rusa entre las dos casas, una danza en la que el cosaco escarba y remueve tanto la tierra con los tacones de las botas que al final tiene debajo de él su propia tumba. Es inconcebible la despreocupación de los niños. Por la ventana de mi cuarto se ve un pequeño parque público. Es un jardincillo municipal, no mucho más que un trozo de terreno despejado y polvoriento, separado de la calle por mustios matorrales. Allí, como siempre, jugaban también esta tarde los niños. «¿Cómo he llegado hasta aquí?», exclamé. Era una sala medianamente grande, iluminada por suave luz eléctrica, y yo estaba inspeccionando sus paredes. Aunque había algunas puertas, si uno las abría se encontraba frente a una pared rocosa, lisa y oscura, que estaba a un palmo escaso del umbral y se prolongaba en línea recta, hacia arriba y hacia ambos lados, hasta perderse en la lejanía. Por allí no había salida. Una única puerta comunicaba con la habitación contigua, lo que se veía desde allí era un poco más esperanzador pero no menos chocante que la vista que ofrecían las otras dos puertas. Se veía una estancia principesca, predominaban el rojo y el dorado, había varios espejos tan altos como la pared y una gran araña de cristal. Pero eso no era todo. No tengo que volver, han volado la celda, me muevo, siento mi cuerpo. Ordené sacar el caballo de la cuadra. El criado no me comprendió. Fui yo mismo a la cuadra, ensillé mi caballo y monté. Oí a lo lejos el sonido de una trompeta, le pregunté qué significaba eso. Él no sabía nada, no había oído nada. Delante del portón me detuvo y preguntó: «¿Adónde vas, señor?». «No lo sé, sólo quiero irme de aquí, irme de aquí. 124 Librodot Librodot 125 Carta al padre y otros escritos Franz Kafka Marcharme siempre, sólo así puedo alcanzar mi meta.» «¿Así que conoces tu meta?», preguntó. «Sí -respondí-, ya lo he dicho: “Irme-de-aquí”, ésa es mi meta.» «No has hecho provisión de víveres», dijo. «No me hace falta -dije-, el viaje es tan largo que moriré de hambre si no me dan algo por el camino. No hay provisiones que me salven. Afortunadamente, es un viaje verdaderamente inmenso»30 Llegué jadeante. En el suelo, un poco torcida, había clavada una estaca con un letrero que decía: «Escotillón». Debo estar en la meta, me dije, y miré en derredor. A sólo unos pasos había un sencillo cenador, recubierto de verde, del que salía un ligero ruido de platos. Fui hasta allí, metí la cabeza por la baja abertura, apenas vi nada en la oscuridad de dentro, pero saludé y pregunté: «¿Saben ustedes quién se ocupa del escotillón?». «Servidor -dijo una voz amable-, voy enseguida.» Poco a poco fui distinguiendo al pequeño grupo, era un matrimonio joven, tres niños pequeños, que apenas llegaban con la frente al tablero de la mesa, y un niño de pecho, todavía en brazos de la madre. El marido, que estaba sentado al fondo del cenador, quiso levantarse enseguida y abrirse camino hacia fuera, pero la mujer le pidió afectuosamente que antes terminase de comer, él por su parte me señalaba con el dedo, ella volvía a decir que yo sería tan amable de esperar un poco y de hacerles el honor de compartir su pobre almuerzo, yo, finalmente, irritado en extremo conmigo mismo por estar perturbando tan alevosamente las alegrías dominicales de la familia, tuve que decir: «No sabe cuánto lo siento, señora, pero no puedo aceptar la invitación, porque alguien tiene que hundirme en el escotillón ahora mismo, sí, realmente, ahora mismo». «Vaya -dijo la mujer-, justamente en domingo y todavía en pleno almuerzo. Sí, los caprichos de la gente. Esta eterna servidumbre.» «No reniegue usted tanto -dije-, no es por ganas de molestar si le pido eso a su marido, y si yo supiera cómo se hace, ya lo habría hecho solo hace tiempo.» «No haga caso de mi mujer -dijo el marido, que ya estaba a mi lado y tiraba de mí-, no les pida usted raciocinio a las mujeres.» Era un pasadizo estrecho, bajo, abovedado, revocado de blanco, yo estaba delante de la entrada, que llevaba en línea oblicua hacia lo hondo. No sabía si entrar, indeciso frotaba con los pies la escasa hierba que crecía delante de la entrada. Llegó entonces un señor, seguramente por casualidad, estaba un poco encorvado, pero voluntariamente, porque quería hablar conmigo. «¿Adónde vas, pequeño?», preguntó. «A ninguna parte aún -dije contemplando su alegre pero altanero rostro (habría sido altanero aun sin el monóculo que llevaba)-, a ninguna parte aún. Todavía lo estoy pensando.» «¡Qué curioso! -dijo el perro pasándose la mano por la frente-. Por qué lugares he estado vagabundeando, primero por la plaza del mercado, luego por el desfiladero hasta lo alto de la colina, luego mucho tiempo, de acá para allá, por la gran altiplanicie, luego por el despeñadero abajo, luego por un tramo de carretera, luego a mano izquierda en dirección al arroyo, luego a lo largo de la alameda, luego por delante de la iglesia y ahora estoy 30 Este célebre relato también fue publicado por Brod, con el título «La partida», en Descripción de una lucha. Allí el relato acaba un poco antes, con la frase: «Ésa es mi meta». De las muchas interpretaciones de esta parábola (Helmut Binder, Werner Hoffmann), hay una en inglés, muy positivamente valorada por la crítica: U. Gaier, «Chorus of Lies - On Interpreting Kafka», en German Life and Letters, 22, (1968/69), págs. 283-296. Claude David pone este relato en relación con el fragmento «A decir verdad, todo este asunto no me interesa nada» (cf. pág. 221). 125 Librodot Librodot 126 Carta al padre y otros escritos Franz Kafka aquí. ¿Y todo para qué? Además he estado desesperado todo el tiempo. Qué suerte haber vuelto. Me da miedo ese vagabundeo inútil, esos espacios grandes y desiertos, ¡qué perrillo pobre y desvalido soy allí, un perro al que nadie podría encontrar! Además no hay nada que me induzca a marcharme de aquí, mi puesto está aquí en la granja, aquí está mi caseta, aquí mi cadena por si se da el caso de que me ponga a morder, aquí hay de todo y comida en abundancia. Así que nada. Tampoco me iría nunca de aquí por propia voluntad, aquí me encuentro bien, estoy orgulloso de mi puesto, una arrogancia bienhechora pero justificada me invade cuando veo a los otros bichos. ¿Pero qué otro animal se escapa tan absurdamente como yo? Ninguno; a excepción del gato, esa cosa blanda y con garras, que no necesita a nadie y al que nadie echa de menos. El gato tiene sus propios secretos, que a mí no me interesan y que son los que le llevan a moverse por ahí, pero incluso él se queda siempre en los contornos de la casa. Así que yo soy el único al que de vez en cuando le da por desertar, y eso, con toda seguridad, acabará costándome este puesto magnífico que tengo. Hoy parece que afortunadamente nadie se ha dado cuenta, pero hace poco Richard, el hijo del amo, ya hizo una observación al respecto. Era domingo, Richard fumaba sentado en el banco, yo estaba echado a sus pies, la cara aplastada contra el suelo. “César -dijo-, perro malo y desleal, ¿dónde has estado esta mañana? A las cinco, o sea a una hora en que aún tienes que estar de guardia, te he buscado sin encontrarte en toda la granja, hasta las seis y cuarto no volviste. Eso es faltar escandalosamente a tus obligaciones, ¿entendido?” Así que una vez más me habían descubierto. Me incorporé, me senté a su lado, le rodeé con un brazo y dije: “Querido Richard, perdóname por esta vez y no lo cuentes por ahí. En lo que de mí dependa, no volverá a ocurrir”. Y lloré tanto, por toda una serie de motivos, porque desesperaba de mí mismo, porque tenía miedo al castigo, porque me enternecía el gesto apacible de Richard, porque me alegraba la momentánea ausencia de un instrumento de castigo, lloré tanto que humedecí con mis lágrimas la chaqueta de Richard, él me apartó de su lado y me ordenó echarme al suelo. De modo que aquel día prometí enmendarme y hoy vuelvo a las andadas, incluso he estado ausente más tiempo que el otro día. Por otra parte, yo prometí enmendarme en lo que de mí dependiera. Y no es culpa mía...» La lucha con la pared de la celda. Empate. Es una bella exhibición, de mucho efecto, la cabalgata que nosotros llamamos cabalgata de los sueños. La llevamos presentando muchos años; el que lo inventó murió hace tiempo, de tuberculosis pulmonar, pero nos quedó ese legado suyo y seguimos sin tener una razón para quitarlo del programa, menos aún si se tiene en cuenta que no puede ser imitado por la competencia; es, por incomprensible que sea a primera vista, inimitable. Solemos ponerlo al final de la primera parte, como final de programa no sería adecuado, no es algo deslumbrante, ni suntuoso, no es algo de lo que se habla en el camino de vuelta a casa, al final tiene que haber algo que sea inolvidable incluso para la mente más limitada, algo que salve todo el espectáculo de caer en el olvido, y esa cabalgata no es algo de ese género, en cambio sí es apropiada para... Un amigo al que yo no había visto desde hacía muchos años, más de veinte, y del cual 126 Librodot Librodot 127 Carta al padre y otros escritos Franz Kafka había tenido noticias muy intermitentes, muchas veces habían pasado años sin que supiera nada de él, iba a volver por fin a nuestra ciudad, a su ciudad natal. Como él ya no tenía familia aquí y de todos sus amigos yo era, con mucho, el más cercano, le había ofrecido habitación en mi casa y tuve la alegría de ver aceptada la invitación. Puse gran interés en completar la instalación del cuarto de acuerdo con sus preferencias, traté de recordar sus gustos, sus deseos especiales, que había expresado en ocasiones, sobre todo en los viajes de vacaciones que hacíamos juntos, traté de recordar lo que le gustaba y lo que detestaba de las cosas que le rodeaban, traté de representarme con detalle su habitación de adolescente, de todo ello no encontré nada que yo pudiese poner en mi casa para hacérsela un poco más familiar. Había nacido en el seno de una familia pobre y numerosa, miseria, gritos y discusiones habían sido los signos característicos de aquella casa. Recordaba yo aún, como si la estuviera viendo, la habitación contigua a la cocina, donde a veces, rarísimas veces, podíamos quedarnos los dos solos, mientras que al lado, en la cocina, el resto de la familia solventaba a gritos sus problemas, de los que nunca había escasez allí. Una habitación pequeña y oscura, con un indestructible olor a café, puesto que la puerta que daba a la aún más tenebrosa cocina estaba abierta día y noche. Allí nos sentábamos junto a la ventana, que comunicaba con una galería cubierta que daba la vuelta al patio, y jugábamos al ajedrez. En nuestro juego faltaban dos piezas y teníamos que sustituirlas por botones de pantalón, eso muchas veces era una fuente de dificultades, cuando confundíamos el valor de los botones, pero nos habíamos acostumbrado a tal sucedáneo y así seguíamos jugando. Al lado, en el pasillo, vivía un comerciante de ornamentos litúrgicos, un hombre divertido pero inquieto, con un bigote largo y tieso que manoseaba como si fuese una flauta. Cuando aquel hombre volvía por la noche a casa tenía que pasar por nuestra ventana, y entonces solía quedarse parado, metía la cabeza dentro y nos miraba jugar. Casi nunca estaba de acuerdo con nuestro juego, con el mío y con el de mi amigo, nos daba consejos a él y a mí, agarraba entonces las piezas y hacía jugadas que teníamos que aceptar porque si queríamos cambiarlas nos golpeaba en la mano; durante mucho tiempo lo toleramos porque era mejor jugador que nosotros, no mucho mejor pero sí lo bastante para que aprendiéramos de él; pero cuando una vez que ya había oscurecido se inclinó hacia nosotros, nos quitó el tablero completo y se lo puso delante sobre el alféizar para ver con detalle cómo iba la partida, yo, que aquella vez llevaba clara ventaja y vi que ésta peligraba debido a su desconsiderada intervención, me levanté con la furia irreflexiva del adolescente que sufre una injusticia manifiesta y dije que nos estaba estropeando la partida. Él nos miró un momento, cogió otra vez el tablero, lo volvió a colocar en su sitio con irónica y exagerada obsequiosidad y a partir de aquel momento dejó de conocernos. Solamente, siempre que pasaba junto a la ventana, hacía, sin mirar siquiera, un gesto desdeñoso con la mano. Al principio celebramos aquello como una gran victoria, pero después empezamos a echarlo de menos, con sus consejos, su buen humor, su enorme interés, y sin que en aquel entonces supiésemos exactamente la razón, dejó de importarnos el juego y pronto nos dedicamos del todo a otras cosas. Empezamos a coleccionar sellos y, como comprendí más tarde, el hecho de tener en común un álbum de sellos fue el signo de una intimidad casi inconcebible. Una noche lo guardaba yo en mi casa, la otra noche él en la suya. Las dificultades que ya comportaba de por sí aquella comunidad de bienes se acrecentaban por el hecho de que mi amigo no podía entrar en mi casa, mis padres no lo permitían. En el fondo, tal prohibición no iba dirigida contra él, a quien mis padres apenas conocían, sino contra sus padres, contra su 127 Librodot Librodot 128 Carta al padre y otros escritos Franz Kafka familia. Vista así, la prohibición no carecía de fundamento, pero la modalidad era difícil de entender, porque lo único que se conseguía así era que yo estuviese a diario en casa de mi amigo y mucho más inmerso en el ambiente de aquella familia que si el amigo hubiera podido venir a nuestra casa. La verdad es que en casa de mis padres muchas veces imperaba la tiranía y no la razón, y no sólo frente a mí sino frente al resto del mundo. En aquel caso ellos se daban por satisfechos -y en esto mi madre estaba más implicada que mi padre- con que la familia de mi amigo resultara castigada y rebajada por aquella prohibición. Que esto me afectaba también a mí, y que los padres de mi amigo, en natural defensa, incluso me trataban con sarcasmo y desprecio, eso desde luego no lo sabían mis padres, pero en ese aspecto no se preocupaban de mí y si lo hubiesen llegado a saber no les habría hecho la menor mella. Naturalmente, yo sólo enjuicio así las cosas cuando las veo en retrospectiva; en aquella época éramos dos amigos, bastante contentos con aquella situación, y el sufrimiento por la imperfección de las cosas de este mundo aún no había llegado hasta nosotros. Era molesto llevar el álbum cada día de un sitio a otro, pero... Se oían canciones en una taberna, estaba abierta una ventana, no la habían atrancado y no dejaba de golpear. Era un pequeño tugurio, a ras de tierra, y alrededor todo estaba desierto, estaba lejos de la ciudad. Llegó un cliente de última hora, caminando de puntillas, con ropa muy entallada, avanzó a tientas como en tinieblas, y sin embargo había claro de luna, escuchó atentamente junto a la ventana, meneó la cabeza, no comprendía cómo de una taberna así salía aquella hermosa canción, se subió al alféizar dando un salto de espaldas a la pared, seguramente con poco cuidado porque, una vez arriba, no pudo sostenerse y cayó hacia dentro, pero no en el vacío porque había una mesa junto a la ventana. Los vasos cayeron al suelo, dos hombres que estaban en esa mesa se levantaron y, ni cortos ni perezosos, volvieron a arrojar por la ventana -los pies todavía los tenía fuera- al nuevo cliente, que cayó blandamente sobre la hierba, se levantó al punto y se puso a escuchar, pero los cantos habían cesado. El lugar se llamaba Thamühl. Había mucha humedad. En la sinagoga de Thamühl vive un animal que por su tamaño y figura parece una marta. La sinagoga de Thamühl es un sencillo edificio, bajo y sin adornos, de finales del siglo pasado. Por pequeña que sea la sinagoga, resulta perfectamente suficiente, porque también es pequeña la comunidad y disminuye con cada año que pasa. Ya ahora le resulta difícil a la comunidad hacer frente a los gastos de mantenimiento de la sinagoga y hay quienes dicen abiertamente que para el servicio religioso bastaría una pequeña sala de oración. En nuestra sinagoga vive un animal del tamaño aproximado de una marta. Muchas veces se le puede ver bien, permite que se le acerque la gente hasta unos dos metros de distancia. Tiene un color claro, entre verde y azul. Nadie ha tocado hasta ahora su piel, por tanto no se puede decir nada sobre ella, uno casi diría que también se desconoce su verdadero color, puede que el color visible provenga sólo del polvo y la argamasa que han quedado incrustados entre la pelambrera, el color recuerda en efecto el revoque del interior de la sinagoga, sólo que un poco más claro. Fuera de su timidez, es un animal 128 Librodot Librodot 129 Carta al padre y otros escritos Franz Kafka sumamente tranquilo y sedentario, si no lo ahuyentaran tantas veces, apenas cambiaría de sitio, su lugar preferido es la celosía de la zona reservada a las mujeres, con visible deleite se agarra a los huecos de esa celosía, se estira y mira hacia abajo, a la sala de oración, esa atrevida posición parece que le gusta, pero el sacristán tiene órdenes de no permitir que el animal se acerque a la celosía, se acostumbraría a estar allí y eso no es posible, por las mujeres que tienen miedo del animal. No se sabe bien por qué tienen miedo. Desde luego a primera vista su aspecto es horripilante, sobre todo aquel cuello largo, el rostro triangular, los dientes de arriba, disparados hacia delante casi en horizontal, y por encima del labio superior, sobresaliendo más que los dientes, una fila de pelos claros e hirsutos, que se los ve durísimos, todo eso puede asustar, pero uno se da cuenta enseguida de lo inofensivo que es aquel horror aparente. Sobre todo, se mantiene alejado de la gente, es más asustadizo que un animal del bosque y no parece estar vinculado a otra cosa que al edificio, y su desgracia personal consiste seguramente en que ese edificio es una sinagoga, o sea, un lugar a veces muy concurrido. Por otra parte, si uno pudiera hacerse entender del animal, le podría consolar con el hecho de que la comunidad de nuestra pequeña localidad de montaña va disminuyendo de año en año y ya le cuesta trabajo hacer frente a los gastos de mantenimiento de la sinagoga. No está excluido que dentro de algún tiempo la sinagoga se convierta en depósito de granos o en algo parecido y que el animal pueda disfrutar del sosiego que ahora echa tan dolorosamente de menos. Hay que decir que sólo son las mujeres las que tienen miedo del animal, a los hombres hace tiempo que el bicho les trae sin cuidado, una generación se lo ha ido enseñando a la otra, lo han visto una y otra vez, al final ni siquiera le echan ya una mirada y ni los niños que lo ven por primera vez se asombran. Se ha convertido en el animal doméstico de la sinagoga, ¿por qué no iba a tener la sinagoga un animal doméstico distinto, un animal que no se da en ningún otro sitio? Si no fuera por las mujeres, ya ni se sabría de la existencia del animal. Pero ni siquiera las mujeres le tienen verdadero miedo, sería además algo muy raro tener miedo a un animal así un día tras otro, un año, un decenio tras otro. Ellas se defienden diciendo que el animal está siempre mucho más cerca de ellas que de los hombres, y eso es cierto. El animal no se atreve a bajar adonde los hombres, nunca se le ha visto en el suelo. Si no le dejan estar en la celosía de la zona de las mujeres, en cualquier caso se queda a esa misma altura en la pared opuesta. Allí hay una cornisa muy estrecha, apenas dos dedos de ancha, que da la vuelta a la sinagoga por tres lados, por ese saliente va y viene a veces el animal, pero normalmente se pone en un sitio fijo frente por frente de las mujeres y no se mueve de allí. Es casi inconcebible cómo puede utilizar con tanta soltura ese estrecho camino, y la manera como se da la vuelta allí arriba, una vez que ha llegado al final, es digna de verse, pues siendo ya un animal viejísimo no vacila en hacer la más atrevida de las piruetas, que además nunca le falla, ha dado una voltereta en el aire y ya está recorriendo el camino inverso. Por otra parte, cuando uno lo ha visto ya varias veces, está saturado y no tiene motivo para seguir mirando todo el tiempo. Tampoco es ni el miedo ni la curiosidad lo que intranquiliza a las mujeres, si se dedicaran más a rezar podrían olvidarse por completo del animal, y las mujeres piadosas también lo harían si lo permitieran las otras, que son la gran mayoría, pero a éstas les encanta llamar la atención y el animal les viene muy bien como pretexto. Si les fuese posible y tuviesen valor suficiente ya habrían hecho que el animal se les acercase más para poderse asustar más. Pero en realidad el animal no está impaciente por acercarse a ellas; si no se siente atacado, las mujeres le importan igual de poco que los hombres, sin duda preferiría seguir 129 Librodot Librodot 130 Carta al padre y otros escritos Franz Kafka viviendo en la misma soledad que durante las horas en que no hay servicio religioso, seguramente en algún agujero de la pared que aún no hemos descubierto. Sólo aparece, asustado por el ruido, cuando empiezan los rezos. ¿Quiere ver lo que ha pasado, quiere estar en guardia, quiere estar libre y preparado para la huida? El miedo le obliga a aparecer, de puro miedo hace sus cabriolas y no se atreve a retirarse hasta que se ha terminado el servicio religioso. Si prefiere las alturas, es desde luego porque allí está más seguro que en ningún otro sitio, y en la celosía y en el saliente de la pared puede andar mejor que por cualquier otra parte, pero no es que esté siempre allí, a veces baja hasta la parte de los hombres, la cortina del tabernáculo está sujeta a una brillante barra de latón, parece que esa barra atrae al animal, muchas veces se acerca furtivamente a ella, pero allí siempre hay silencio, ni siquiera cuando está ya casi pegado al tabernáculo puede decirse que moleste; con sus ojos brillantes, siempre abiertos, tal vez desprovistos de párpados, parece mirar a los fieles, pero es seguro que no mira a nadie, sino que simplemente considera los peligros por los que se siente amenazado. En este aspecto no parecía, al menos hasta hace poco, mucho más sensato que nuestras mujeres. ¿Qué clase de peligros pueden acecharle? ¿Quién tiene la intención de hacerle nada? ¿No vive desde hace años completamente a su aire? Los hombres no se preocupan de su presencia, y las mujeres seguramente estarían casi todas tristísimas si desapareciera de allí. Y como es el único animal de la casa, no tiene enemigos. De eso ya podría haberse dado cuenta en el transcurso de los años. Y el servicio religioso, con todo aquel alboroto, puede que asuste mucho al animal, pero, los días de diario en proporciones modestas y los de fiesta con más intensidad, se repite siempre con regularidad y sin interrupciones; hasta el animal más pusilánime habría podido acostumbrarse a él, sobre todo si ve que no es un ruido de nadie que le persiga sino un ruido que él no entiende. Y sin embargo, ese miedo. ¿Es el recuerdo de tiempos remotos o el presentimiento de tiempos futuros? ¿Acaso sabe ese viejo animal más que las tres generaciones que se reúnen cada vez en la sinagoga? Hace muchos años, eso cuentan, parece que efectivamente intentaron expulsar al animal. Es posible que sea verdad, pero es más probable que sólo se trate de historias inventadas. Lo que sí se ha comprobado es que entonces se examinó, desde el punto de vista de la legislación religiosa, la cuestión de si estaba permitido que hubiera en la sinagoga un animal de ese género. Se pidieron dictámenes a varios célebres rabinos, las opiniones estaban divididas, la mayoría abogaba por la expulsión y por una nueva consagración del templo. Pero era fácil dictaminar desde lejos, en la práctica fue imposible capturar al animal e imposible también, por tanto, expulsarlo. Pues solamente capturándolo y llevándolo lejos de allí se habría podido tener la relativa seguridad de haberse librado de él. Hace muchos años, eso cuentan, parece que efectivamente intentaron expulsar al animal. El sacristán pretende recordar que a su abuelo, que también era sacristán, le gustaba hablar de aquello. Parece que ese abuelo, siendo todavía muy niño, había oído contar lo imposible que era desembarazarse de aquel animal, y como él sabía trepar maravillosamente, el amor propio no le dejaba en paz, por lo que una mañana muy clara en que toda la sinagoga, hasta en sus más apartados rincones, recibía a raudales la luz del sol, se metió en ella furtivamente, provisto de una cuerda, una honda y un cayado. 130 Librodot Librodot 131 Carta al padre y otros escritos Franz Kafka Me había metido en un zarzal inextricable y llamé a voces al guarda del parque. Vino enseguida, pero no pudo llegar hasta mí. «¿Cómo ha ido a meterse usted en ese zarzal? exclamó-, ¿no puede volver por el mismo camino?» «Imposible -grité-, no puedo volver a encontrar el camino. Estaba paseando tranquilamente, pensando en mis cosas, y de pronto estaba aquí, es como si la zarza hubiera surgido después de llegar yo. Yo ya no salgo de aquí, estoy perdido.» «Es usted como un niño -dijo el guarda-; primero se mete por caminos prohibidos en la espesura más agreste y luego empieza a lamentarse. No está usted en la selva virgen, sino en un parque público, y lo sacarán de ahí.» «Pues una maleza como ésta no es propia de un parque -dije yo-; y cómo me van a salvar, si nadie puede llegar hasta aquí. Pero si se quiere intentar, hay que hacerlo enseguida, va a oscurecer pronto y una noche aquí no la aguanto, además estoy lleno de arañazos, por las espinas, y se me han caído al suelo las lentes y no puedo encontrarlas, sin lentes estoy medio ciego.» «Todo eso está muy bien -dijo el guarda-, pero tendrá que tener un poquito de paciencia, primero tengo que ir a buscar obreros que abran un camino con la azada, y antes recabar el permiso del director del parque. Así que un poco de paciencia y de hombría, por favor.» Vino a casa un señor al que yo ya había visto varias veces, pero sin darle mayor importancia. Se metió con mis padres en el dormitorio, ellos estaban cautivados por lo que decía y, distraídos, cerraron la puerta tras de sí. Cuando quise ir detrás de ellos, Frieda, la cocinera, me detuvo, yo pataleé y lloré, naturalmente, pero Frieda era la cocinera más forzuda que yo recuerde, sabía sujetarme las manos agarrándolas con fuerza irresistible y al mismo tiempo mantenerme a tanta distancia que mis patadas no podían alcanzarla. Entonces yo estaba indefenso y sólo podía insultarla. «Eres como un dragón grité-; no te da vergüenza, eres una chica y sin embargo eres como un dragón.» Pero no había forma de provocarla, era una joven tranquila, casi melancólica. No me soltó hasta que mi madre salió del dormitorio para buscar algo en la cocina. Yo me colgué de las faldas de mi madre. «¿Qué quiere ese señor?», pregunté. «Oh, nada -dijo ella besándome, sólo quiere que nos vayamos de viaje.» Yo me alegré mucho, porque en el pueblo, donde estábamos siempre en vacaciones, lo pasábamos mucho mejor que en la ciudad. Pero mi madre me explicó que yo no podía ir con ellos, que tenía que ir al colegio, pues no estábamos en vacaciones y ahora venía el invierno, además tampoco irían al pueblo, sino a una ciudad mucho más lejos, pero se corrigió al ver cómo me asustaba yo, y dijo que no, que esa ciudad no estaba más lejos sino mucho más cerca que el pueblo. Y como yo no me lo creía del todo, me llevó a la ventana y dijo que la ciudad estaba tan cerca que casi se la podía ver desde la ventana, pero eso no era cierto, por lo menos en aquel día gris, pues no se veía más de lo que se veía siempre, abajo la calle estrecha y enfrente la iglesia. Luego me dejó, se fue a la cocina, volvió con un vaso de agua, detuvo con un gesto a Frieda, que otra vez se lanzaba al ataque, y empujándome por delante de ella me llevó al dormitorio. Allí estaba mi padre en la butaca, con aire cansado, y tendiendo ya la mano hacia el vaso de agua. Al verme, sonrió y preguntó qué opinaba yo sobre sus planes de viaje. Dije que me encantaría ir con ellos. Pero él dijo que yo era aún muy pequeño y que iba a ser un viaje muy molesto. Yo pregunté que por qué lo hacían, entonces. Mi padre señaló al señor con el dedo. El señor tenía botones dorados y en ese momento estaba limpiando uno con el pañuelo. Yo le rogué que dejase en casa a mis padres, porque si ellos se iban de viaje, yo tendría que quedarme solo con Frieda y eso era imposible. 131 Librodot Librodot 132 Carta al padre y otros escritos Franz Kafka Avanzan las ruedas del coche dorado, se detienen chirriando en la grava, quiere bajar una chica, ya toca el estribo con el pie, me ve entonces y se vuelve a meter deprisa en el coche. Érase una vez un juego de paciencia, un juego modesto, barato, no más grande que un reloj de bolsillo y sin ningún mecanismo extraño. En la superficie de madera, de un marrón rojizo, había grabados en azul unos caminos laberínticos que desembocaban en un hoyito. Inclinando y agitando la cajita, había que llevar la bola, también azul, primero a uno de los caminos y luego al hoyo. Cuando la bola estaba en el hoyo, se había acabado el juego, si se quería volver a empezar, había que sacudirla hasta sacarla del hoyo. Todo estaba recubierto por un cristal, grueso y abombado, uno podía meterse el juego en el bolsillo y llevarlo consigo, y dondequiera que uno estuviese, podía sacarlo y jugar. Cuando la bola estaba desocupada, solía pasear por la altiplanicie con las manos en la espalda, los caminos los evitaba. Opinaba que ya la torturaban bastante durante el juego con aquellos caminos y que tenía derecho más que suficiente a descansar en un terreno llano y despejado. A veces alzaba por costumbre la vista al cristal abombado, pero sin ánimo de distinguir nada allá en lo alto. Ella caminaba con las piernas muy abiertas y aseguraba que no estaba hecha para los caminos estrechos. Eso en parte era cierto, porque verdaderamente casi no cabía en aquellos caminos, pero en parte tampoco era cierto, puesto que, en realidad, estaba escrupulosamente adaptada al ancho de los caminos; con todo, los caminos no podían resultarle cómodos, porque entonces no habría sido un juego de paciencia. Me habían permitido entrar en un jardín ajeno. A la entrada había que superar algunas dificultades, pero al final un hombre sentado detrás de una mesa se levantó a medias y me colocó en el ojal una especie de insignia que tenía clavado un alfiler. «Esto será una condecoración», bromeé, pero el hombre sólo me dio unos golpecitos en el hombro, como si quisiera tranquilizarme, pero ¿tranquilizarme, por qué? Con una mirada nos pusimos de acuerdo en que ya podía entrar. Pero después de dar unos pasos caí en la cuenta de que aún no había pagado. Quise darme la vuelta, pero entonces vi que una señora alta, con un abrigo de viaje de tela gruesa, entre gris y amarillento, estaba de pie junto a la mesita, contando sobre el tablero una serie de monedas diminutas. «Esto es lo de usted», me gritó el hombre, que probablemente había notado mi desazón por, encima de la cabeza muy inclinada de la señora. «¿Lo mío?», pregunté incrédulo, mirando detrás de mí, por si se refería a otro. «Siempre con las mismas cominerías», dijo un señor que venía del césped y que atravesando el camino por delante de mí, continuó andando por el césped. «Sí, lo suyo. ¿De quién si no? Aquí uno paga lo del otro.» Yo le di las gracias por la información, dada por otra parte de mala gana, pero le recordé al señor quo yo no había pagado por nadie. «¿Por quién iba a pagar usted?», dijo el señor cuando se marchaba. Yo, de todos modos, quería esperar a la señora y tratar de entenderme con ella, pero ella tomó otro camino, se alejó entre el crujido de las telas del abrigo, tras la imponente figura ondeaba delicadamente la gasa azulada del sombrero. «Usted admira a Isabella», dijo a mi lado un paseante, siguiendo asimismo a la señora con la mirada. Al cabo de un rato dijo: «Ésa es Isabella». 132 Librodot Librodot 133 Carta al padre y otros escritos Franz Kafka Es Isabella, la jaca torda, la vieja yegua, no la habría reconocido entre la multitud, ahora es toda una señora, hace poco nos vimos casualmente en un jardín, en una fiesta benéfica. Hay allí, algo apartada, una pequeña arboleda en torno a un prado fresco y umbroso, lo atraviesan varios senderos, a veces es muy agradable estar allí. Yo conocía de antes ese jardín y cuando me cansé de la fiesta me metí por aquella arboleda. Apenas estoy debajo de los árboles, veo que del lado opuesto viene a mi encuentro una señora alta; su altura casi me desconcertó, fuera de ella no había nadie por allí con quien pudiese compararla, pero estaba convencido de que no conocía a ninguna mujer a la que ella no le sacara varias veces -en el primer momento de asombro hasta pensé que infinitas veces- la cabeza. Pero cuando me acerqué más, me tranquilicé enseguida. ¡Isabella, la vieja amiga! «¿Cómo has podido escaparte del establo?» «Oh, no ha sido difícil, en realidad me tienen aún por compasión, mi época ha pasado; si explico a mi amo que, en lugar de estar en la cuadra sin hacer nada, quiero conocer un poco el mundo mientras disponga de fuerzas suficientes, si explico eso a mi amo, él me comprende, busca alguna ropa de su difunta esposa, me ayuda incluso a vestirme y me dice adiós deseándome que lo pase bien.» «¡Qué bella eres!», digo yo, sin ser del todo sincero ni del todo mentiroso. El animal de la sinagoga. - Seligmann y Graubart. - ¿Será serio ya esto? la construcción. 31 - El obrero de La boda de Lisbeth Seligmann y Franz Graubart había sido cuidadosamente preparada. Disculpe usted que de pronto me haya distraído de esa manera. Me participa usted su compromiso matrimonial, la noticia más alegre que podría darme, y yo, de pronto, pierdo por completo el interés, y parece que tengo la cabeza puesta en cosas totalmente distintas. Pero se trata sin duda alguna de un desinterés sólo aparente, es que me vino a la memoria una historia, una vieja historia que yo viví de cerca, pero en cualquier caso totalmente a salvo, totalmente a salvo y sin embargo más comprometido que con otras cosas que me concernían directamente. Eso está en la naturaleza del propio asunto, entonces uno no podía permanecer indiferente, aunque sólo hubiese logrado ver el último cabo de la historia. El guardián de la prisión quiso abrir la puerta de hierro, pero el cerrojo estaba oxidado, al viejo no le bastaban las fuerzas, tuvo que venir el ayudante, pero éste hizo un gesto de duda, no por el cerrojo oxidado. Los héroes fueron puestos en libertad, se pusieron torpemente en fila, la reclusión les había hecho perder movilidad. Mi amigo, el carcelero, sacó de su cartera la lista de héroes, era el único documento de la cartera, como yo apunté sin malicia alguna -no estaba empleado como escribiente-, y se dispuso a pasar lista a los héroes y a ir tachando después los nombres. Yo estaba sentado a un lado de su mesa y contemplaba con él la fila de héroes. 31 ¿Será serio ya esto?: Kafka parece preguntarse, en este apunte de diario, si los dos relatos cuyos títulos provisionales está anotando, significan una vuelta seria al trabajo literario, después de un período de escasa productividad. Si así fuera, habría existido otro fragmento más extenso que las dos líneas sobre el matrimonio de Seligmann y Graubart. 133 Librodot Librodot 134 Carta al padre y otros escritos Franz Kafka Don Quijote tuvo que emigrar, toda España se reía de él, allí se había hecho socialmente inaceptable. Viajó por el sur de Francia, donde de vez en cuando tropezaba con gente agradable con la que hacía amistad, atravesó en pleno invierno los Alpes en medio de grandes fatigas y privaciones, recorrió después las llanuras del norte de Italia, donde sin embargo no se sintió a gusto, y llegó finalmente a Milán. En las tierras propiedad del príncipe M. ha dado muy buenos resultados el nuevo cargo de fustigador. Pero esa nueva institución sólo podrá ser copiada con éxito en otras partes si se cuenta de firme con una persona tan magníficamente apropiada para el cargo como el fustigador de M. Lo descubrió el propio príncipe. Poco antes de las faenas de la cosecha propiamente dicha, el príncipe, apoyado en el bastón, va por la calle principal del pueblo, todavía no es viejo pero ya hace años que usa bastón debido a una enfermedad de la pierna que ahora todavía no es grave pero que, eso temen los médicos, puede evolucionar peligrosamente. Mientras el príncipe avanza a paso lento, parándose de vez en cuando apoyado en el bastón, cavilando sobre la distribución más ventajosa de las faenas de la cosecha -es un agricultor muy activo, con una dedicación que le complace positivamente, y al hacer esas reflexiones se tropieza con el hecho de que, pese al absurdo aumento de salarios, falta mano de obra o, mejor dicho, en el fondo habría abundante mano de obra si esa gente quisiera trabajar de verdad, como hay que trabajar y se trabaja en efecto en las tierras de los propios campesinos, pero en modo alguno, desgraciadamente, en las tierras señoriales, mientras reflexiona furioso una vez más -la pierna enferma se hace sentir también más de lo normal- sobre todas esas cosas que ya ha repasado mentalmente tantas veces, en el umbral de una cabaña medio en ruinas descubre a un muchacho que le llama la atención porque, teniendo ya seguramente unos veinte años, y descalzo como está, sucio y harapiento, parece un inútil muchachito en edad escolar. La parte más baja en el interior del trasatlántico y que se extiende por toda la longitud del barco está completamente vacía, pero apenas tiene un metro de altura. La construcción del barco exige ese espacio vacío. Claro que no está completamente vacío, pertenece a las ratas. Toda mi vida he tenido una cierta sospecha en cuanto a mí mismo. Pero ocurría sólo de vez en cuando, en medio había largos intervalos que bastaban para olvidar. Eran, además, cosas insignificantes, que también se dan en otras personas y que en ellas no tienen mayor importancia, por ejemplo el asombro que produce el propio rostro reflejado en el espejo, o la nuca o incluso la figura entera, cuando de pronto uno pasa por la calle delante de un espejo. Toda mi vida he tenido una cierta sospecha en cuanto a mí mismo, una sospecha un poco semejante a la que siente un niño adoptado respecto a sus padres adoptivos, aunque se le eduque cuidadosamente en la creencia de que los padres adoptivos son sus verdaderos padres. La sospecha está ahí, por más que los padres adoptivos quieran al hijo como si fuese propio y no escatimen las muestras de cariño y de paciencia, es una sospecha que acaso se ponga de manifiesto sólo de vez en cuando y tras largos intervalos, sólo en ocasiones breves y fortuitas, pero que está viva, que, cuando descansa, no desaparece sino que hace acopio de fuerzas, y en un momento propicio, de un salto, se convierte de 134 Librodot Librodot 135 Carta al padre y otros escritos Franz Kafka malestar mínimo en una sospecha grande, violenta, maligna, que no admite trabas y que destruye sin vacilar todo lo que hay en común entre el sospechoso y lo sospechado. Noto que se agita en mí, igual que la mujer embarazada nota el movimiento del niño, y sé además que no sobreviviré a su nacimiento real. ¡Vive, hermosa sospecha, dios grande y poderoso, y déjame morir a mí, que te he traído al mundo a ti, que dejaste que yo te trajera al mundo! Me llamo Kalmus, no es un nombre insólito y sin embargo es absurdo en alto grado. Siempre me ha dado que pensar. «¿Cómo? - me digo a mí mismo-, ¿te llamas Kalmus? ¿Es cierto eso?» Hay muchas personas, aun sin salir de tu numerosa parentela, que se llaman Kalmus y que, gracias a su existencia, le dan a ese en sí absurdo nombre un sentido perfectamente razonable. Nacieron Kalmus y morirán como tales en paz, al menos en lo que concierne a la paz con el nombre.» Un joven estudiante, diligente y trabajador, que se había interesado mucho por el caso de los caballos de Elberfeld, habiendo leído y analizado detalladamente todo 1o aparecido en letra impresa sobre ese tema, decidió realizar por su cuenta experimentos en ese campo y darles desde el principio un planteamiento totalmente distinto y en su opinión incomparablemente mejor que el de sus predecesores. Sus recursos pecuniarios, por otra parte, eran en sí insuficientes para permitirle hacer experimentos a gran escala, y si el primer caballo que él quisiera comprar para sus experiencias resultara obstinado, lo que no se puede comprobar, por muy intensamente que se trabaje, hasta pasadas varias semanas, entonces él no tendría posibilidad de empezar en mucho tiempo ningún otro experimento. Sin embargo, no estaba demasiado acongojado por eso, porque si aplicaba su método, probablemente podría superar cualquier forma de obstinación. Sea como fuere, de acuerdo con su natural precavido, ya al calcular los gastos que iba a tener y el dinero que podría reunir, procedió con todo rigor. La suma mensual que necesitaba para poder subsistir medianamente mientras hacía la carrera, hasta ahora se la mandaban regularmente sus padres, pobres comerciantes de provincia; a esa ayuda no pensaba renunciar tampoco en adelante, aunque por supuesto, si quería lograr los grandes éxitos que se prometía en su nuevo campo de actividad, tendría que dejar forzosamente los estudios, unos estudios que sus padres seguían de lejos llenos de ilusión. En lo que no había ni que pensar era en que los padres se mostrasen comprensivos con ese campo de actividad ni, menos aún, que le ofreciesen su ayuda, así que, por violento que le resultara, tendría que ocultarles sus intenciones y dejarles en la creencia de que continuaba haciendo la carrera. El engañar a sus padres era sólo uno de los sacrificios que quería imponerse en aras de su proyecto. Pero para cubrir los grandes gastos que iban a exigir previsiblemente sus trabajos, no podía bastar la suma que le enviaban los padres. Por eso de ahora en adelante el estudiante quería emplear la mayor parte de la jornada, dedicada hasta entonces a los estudios, a dar clases particulares. Y la mayor parte de la noche estaría dedicada al trabajo propiamente dicho. Si el estudiante había elegido las horas nocturnas para instruir al caballo, no sólo era porque su precaria situación económica le obligaba a ello, sino también porque los nuevos principios que quería introducir en las clases que impartiría al caballo le remitían a la noche por diferentes razones. Hasta la más breve distracción de la atención del caballo significaba, a su juicio, un daño irreparable para las clases, y de eso le preservaba sobre todo la noche. Esa excitación que acomete al 135 Librodot Librodot 136 Carta al padre y otros escritos Franz Kafka hombre y al animal cuando están despiertos de noche y trabajan, venía expresamente postulada en su plan. Él no temía, como otros expertos, la violencia del caballo, antes bien la exigía, más aún, quería generarla, no desde luego con el látigo, pero sí con el estímulo de su presencia y de su enseñanza ininterrumpidas. Afirmaba que cuando se enseñaba bien a los caballos no debían producirse progresos aislados; esos progresos aislados, de que hacían gala tan desmesuradamente en los últimos tiempos diversos aficionados a los caballos, no eran para él otra cosa que, o bien productos de la imaginación de los educadores, o bien, mucho peor aún, el más claro indicio de que jamás se lograría un progreso general. Él, personalmente, de ninguna otra cosa quería guardarse más que de conseguir progresos sueltos; la modestia de sus predecesores, que ya creían haber alcanzado algo cuando lograban que el caballo resolviera algún mínimo problema de aritmética, le parecía inconcebible, era como si en la educación de los niños se quisiera empezar por no inculcar al niño otra cosa que la tabla de multiplicar, sin tener en cuenta si ese niño es ciego, sordo e insensible frente al resto de la humanidad. Todo eso era tan insensato, y los errores de los otros educadores de caballos le parecían a veces tan monstruosamente evidentes, que entonces hasta llegaba a concebir sospechas contra sí mismo, puesto que era casi imposible que un solo individuo, además un individuo inexperto, al que tan sólo impulsaba una no comprobada, pero sí honda y casi frenética convicción, pudiese tener razón en contra de todos los entendidos32.. Los hechos comprobados hasta ahora en relación con la súbita muerte del abogado Monderry son los siguientes: una mañana, a eso de las cuatro y media, era una hermosa mañana de junio y ya había mucha claridad, la señora Monderry salió de su piso, situado en la tercera planta, se asomó al hueco de la escalera y gritó con los brazos abiertos, con la visible intención de pedir socorro a todos los vecinos: «¡Han asesinado a mi marido! ¡Piedad! ¡Piedad! ¡Mi buen marido ha sido asesinado!». El primero que vio y oyó a la señora Monderry fue el mozo de una panadería que en ese momento, llevando con ambas manos un gran cesto de panecillos, subía los últimos peldaños del tercer piso. También fue él quien en la primera declaración afirmó que recordaba al pie de la letra lo que había gritado la señora Monderry. Pero después, en el careo con la señora Monderry, se retractó de esa declaración y explicó que podía haberse engañado, ya que en un primer momento le asustó muchísimo la aparición de la mujer. Eso era desde luego muy probable, porque, incluso pasadas ya varias semanas, estaba tan excitado cuando exponía los hechos, que acompañaba su relato de exagerados movimientos de manos y pies, para al menos causar en su oyente una impresión aproximadamente comparable a la que él llevaba dentro. Por lo que él contaba, la señora Monderry había salido en tromba gritando por la puerta, que él no había visto abrirse, por lo que creía que ya estaba abierta antes, había separado con fuerza las dos manos, que llevaba enlazadas convulsivamente por encima de la cabeza, y se dirigió corriendo a la escalera. No llevaba puesta otra cosa que el camisón y una pañoleta gris que sin embargo no bastaba para cubrirle del todo la parte superior del cuerpo. Iba con el cabello suelto, y éste le caía en parte por el rostro, lo que también 32 Según la edición crítica, este fragmento fue escrito entre 1914 y 1915, en la época en que Kafka se sentía incapaz de terminar El proceso y empezó otras cosas. El nombre Elberfeldt lo tomó el escritor de un artículo de Maeterlink «Die deutenden Pferde von Elberfeldt» aparecido en la «Neue Rundschau en 1914. Según Binder, la metáfora: caballo = relato literario, domador = autor del relato se extiende a lo largo de toda la obra de Kafka. Así también en este caso. 136 Librodot Librodot 137 Carta al padre y otros escritos Franz Kafka contribuyó a que no se entendieran bien sus palabras. Nada más ver al mozo de la panadería, corrió hacia la escalera, tiró de él hacia arriba con manos temblorosas, se colocó detrás de él y lo fue empujando delante de ella como una especie de protección, mientras se aferraba a sus hombros. Con aquel atosigamiento, el chico no pensó que podía dejar en algún sitio el cesto de los panecillos y no lo soltó de las manos en todo el tiempo. Así se dirigieron -la mujer, cuyo miedo iba en aumento, estrechaba al joven cada vez más contra ella-, a pasos rápidos pero cortos, hacia la puerta del piso, cruzaron el umbral y avanzaron por el estrecho y oscuro vestíbulo. El rostro de la mujer siempre asomaba a la derecha o a la izquierda del chico, parecía estar al acecho de alguna cosa que tenía que aparecer en cualquier momento, a veces tiraba del joven hacia atrás como si fuese imposible seguir avanzando, pero luego lo volvía a empujar hacia delante con todo su cuerpo. La primera puerta que vieron en su recorrido, la mujer la abrió con una mano, con la otra mantenía agarrado por detrás el cuello del chico. Recorrió con la mirada el suelo, las paredes y el techo de la habitación, no encontró nada, dejó abierta la puerta y, siempre con el chico y ahora ya más decidida, se fue hacia la puerta siguiente. Estaba abierta de par en par. Al entrar, casi lo único que se veía eran dos camas, puestas una al lado de otra. La habitación estaba a oscuras, porque las pesadas cortinas, totalmente corridas, sólo dejaban entrar una brizna de luz por las estrechas rendijas. En la mesilla de noche que estaba junto a la cama más próxima a la puerta ardía un pequeño cabo de vela. En esa cama tampoco se veía nada anormal, pero en la otra tenía que haber ocurrido algo. Ahora era el muchacho el que no quería seguir adelante, pero la mujer le empujó con los puños y las rodillas. En una de las declaraciones le preguntaron por qué había vacilado, si había sido quizás por miedo a lo que acaso esperaba ver en la cama. A eso respondió que él no siente miedo nunca y que tampoco lo había sentido entonces pero que tuvo la sensación de que en alguna parte de aquella habitación había algo escondido que de pronto podía aparecer de un salto. Ese «algo» que él no podía describir con más detalle era a lo que había querido esperar en un primer momento, antes de seguir avanzando. Pero como la mujer parecía tener tanto interés en llegar a la segunda cama, había acabado cediendo. Desplegada encima de mí había una gran bandera, me desembaracé trabajosamente de ella. Me hallaba sobre un promontorio, donde alternaban prados y rocas desnudas. Colinas parecidas se extendían, en ondulada línea, por los cuatro puntos cardinales, la vista alcanzaba muy lejos, sólo por el oeste la neblina y el reflejo del sol poniente difuminaban todas las formas. La primera persona que vi fue mi comandante, estaba sentado sobre una piedra, con las piernas cruzadas, un codo apoyado en la rodilla, la cabeza en la mano, y dormía. Paralipómenos 137 Librodot Librodot 138 Carta al padre y otros escritos Franz Kafka [Sobre la serie «Él»] 33 Él ha encontrado el punto de Arquímedes, pero lo ha utilizado contra sí mismo, parece que sólo con esa condición se le ha permitido encontrarlo. 14 de enero de 1920. Se conoce a sí mismo pero cree al otro, esa contradicción se lo destruye todo. Él no es ni temerario ni imprudente. Pero tampoco es pusilánime. No le daría miedo una vida en libertad. Ahora bien, no se le ha presentado una vida así, pero eso tampoco le preocupa, como tampoco se preocupa por su propia persona. Sin embargo hay un Alguien, totalmente desconocido para él, que se preocupa muchísimo, e incesantemente, de él, sólo de él. Esa preocupación que tiene por él ese Alguien, sobre todo lo incesante de esa preocupación, a veces, en momentos de tranquilidad, le produce rabiosos dolores de cabeza. Él vive en la diáspora. Sus elementos, una horda que vive en libertad, vagan por el mundo. Y sólo porque su habitación es parte del mundo, los ve a veces a lo lejos. ¿Cómo va a ser él responsable de ellos? ¿Sigue siendo eso responsabilidad? Él tiene una puerta de entrada muy curiosa; cuando cae el pestillo, ya no es posible abrirla, hay que desmontarla. Debido a ello no cierra jamás la puerta, sino que la deja siempre entreabierta y pone delante un caballete de madera para que no se cierre. Como es natural, así se ha terminado que se sienta a gusto en su casa. Aunque sus vecinos son de confianza, tiene que llevar todo el día en un bolso de mano los objetos de valor, y cuando está echado en el sofá de su habitación en el fondo es como si estuviera tumbado en la galería, en verano le entra por allí el aire sofocante, en invierno el aire helado. Todo, hasta lo más común y corriente, por ejemplo que le sirvan en un restaurante, él tiene que obtenerlo por la fuerza, con la ayuda de la policía. Eso le quita todo su deleite a la vida. Él tiene muchos jueces, son como una bandada de pájaros posada en un árbol. Sus voces se entremezclan unas con otras, las cuestiones relativas a rango y competencia no se pueden poner en claro, además continuamente cambian de sitio. Sin embargo, hay entre ellos algunos que se destacan individualmente, por ejemplo se puede distinguir a uno que opina que basta con pasarse un día al bien y ya está uno salvado, sin tener en cuenta el pasado e incluso sin tener en cuenta el porvenir. Una opinión que, evidentemente, induce al mal, a no ser que esa transición al bien tenga una interpretación muy estricta. Y sí la tiene, en efecto, ese juez no ha reconocido todavía como de su competencia ni un solo caso. Pero sí tiene en torno a él una multitud de aspirantes, gente que no para de charlar y que le imita. Ellos le oyen siempre... 33 La serie de aforismos «Él» (de 1920) está publicada en Descripción de una lucha. 138 Librodot Librodot 139 Carta al padre y otros escritos Franz Kafka 2 de febrero de 1920. Él se acuerda de un cuadro que representaba un domingo de verano en el Támesis. El río, en toda su extensión, estaba prácticamente repleto de barcas que esperaban a que abrieran una esclusa. En todas las barcas había gente joven y alegre, con ropa ligera y de colores claros, estaban casi tumbados, expuestos plenamente al aire cálido y al frescor del agua. Debido a tantas cosas en común, su sociabilidad no quedaba dentro de los límites de cada barca, sino que las bromas y las risas se transmitían de una barca a otra. Él se imaginaba entonces que en un prado de la orilla -las orillas apenas estaban insinuadas en el cuadro, todo estaba dominado por aquella concentración de barcas- estaba él. Observaba la fiesta, que no era una fiesta, pero que se le podría dar ese nombre. Él tenía por supuesto muchas ganas de tomar parte en ella, tendía literalmente la mano hacia ella, pero no tuvo más remedio que decirse a sí mismo sinceramente que estaba excluido de aquello, que era imposible que él encajase allí, eso habría requerido una preparación tan grande que en esa preparación no sólo habría pasado aquel domingo, sino muchos años y hasta él mismo, y aun suponiendo que el tiempo hubiese querido detenerse allí, ya no se habría logrado otro resultado; el conjunto de sus orígenes familiares, su educación, su formación física, todo se habría tenido que llevar de otra manera. De modo que así de lejos estaba él de aquellos excursionistas, pero al mismo tiempo cerquísima también, y eso era lo más difícil de entender. Ellos eran seres humanos como él, nada humano podía serles completamente ajeno, de modo que si se indagaba en ellos resultaría forzosamente que el sentimiento que le dominaba a él y que le excluía de la excursión por el agua también estaba vivo en ellos, sólo que desde luego distaba mucho de dominarlos, únicamente erraba como un espectro por algún tenebroso rincón. Mi calabozo: mi plaza fuerte. -Le impide levantarse una cierta pesantez, una sensación de estar seguro frente a cualquier eventualidad, la intuición de un lecho que está preparado para él y que sólo a él le pertenece; pero le impide estar tranquilamente acostado una desazón que lo arroja fuera del lecho, se lo impide la conciencia, el corazón que late sin fin, el miedo a la muerte y el violento deseo de desvirtuarla, todo eso no le deja seguir echado y se levanta otra vez. Ese ir y venir y varias fortuitas, pasajeras, singulares observaciones hechas en esas caminatas son su vida. -Tu exposición es desconsoladora pero sólo en cuanto al análisis cuyo error básico presenta. Es cierto que el hombre se levanta, vuelve a caer, se alza de nuevo y así sucesivamente, pero al mismo tiempo, y con mucha mayor verdad, eso no es cierto en absoluto: pues el hombre es unidad, o sea en el volar está también el descansar, en el descansar el volar, y ambas cosas están unidas a su vez en cada individuo, y esa unión está en cada cual y la unión de la unión en cada cual y así sucesivamente hasta, sí, hasta la vida verdadera, siendo también por otra parte esta exposición igual de falsa y tal vez más engañosa aún que la tuya. De estos parajes no hay, efectivamente, ningún camino que lleve a la vida, mientras que de la vida sí tiene que haber habido un camino hasta aquí. Tan extraviados estamos. 139 Librodot Librodot 140 Carta al padre y otros escritos Franz Kafka [Sobre la lengua yiddish] 34 Antes de estos primeros versos de poetas judíos orientales quisiera decirles, señoras y señores, que ustedes comprenden el yiddish mucho mejor de lo que creen. En el fondo no estoy preocupado por el efecto que esta velada lleva implícito para cada uno de ustedes, pero quiero que ese efecto se produzca enseguida, si es que lo merece. Pero esto no puede ocurrir mientras muchos de ustedes tengan tal miedo de esta lengua que casi se les nota en la cara. No hablo de los que desprecian el yiddish. Pero miedo al yiddish, miedo unido, en el fondo, a una cierta aversión, eso al fin y al cabo hasta se comprende. En Europa occidental, si le echamos una mirada prudentemente fugaz, reina un orden extraordinario; todo sigue su curso tranquilo. Vivimos en una casi alegre concordia, nos entendemos unos con otros si hace falta, prescindimos unos de otros siempre que nos viene bien, y aun entonces seguimos entendiéndonos; ¿quién, partiendo de una ordenada situación de esa índole, podría entender esa confusa jerga o quién tendría tan siquiera ganas de comprenderla? El yiddish es el más joven de los idiomas europeos, sólo tiene cuatrocientos años y en realidad es más joven aún. Todavía no ha desarrollado formas lingüísticas dotadas de la claridad que necesitamos. Su expresión es breve y rápida. No tiene gramáticas. Hay aficionados que intentan escribir gramáticas, pero el yiddish es una lengua que siempre se está hablando, que no descansa. El pueblo no se la deja a los gramáticos. Consta únicamente de voces extranjeras. Pero éstas no descansan en ella sino que conservan el apresuramiento y la vivacidad con la que fueron tomadas. Migraciones de pueblos recorren el yiddish de un extremo a otro. Todo ese alemán, hebreo, francés, inglés, eslavo, holandés, rumano e incluso latín dentro del yiddish está como atacado por la curiosidad y la despreocupación, se necesita verdaderamente energía para mantener aglutinadas esas lenguas en tal estado. Por eso ninguna persona sensata piensa convertir el yiddish en un idioma universal, por lógico que eso pudiese parecer. Sólo la jerga del hampa toma préstamos de él, porque más que un lenguaje coherente necesita palabras sueltas. Y también porque el yiddish fue mucho tiempo una lengua menospreciada. Pero en ese lenguaje a la deriva imperan también fragmentos de conocidas leyes lingüísticas. El yíddish tiene sus orígenes en la época en que el medio alto alemán se transformaba en alto alemán moderno. Había formas facultativas, el medio alto alemán tomaba unas, el yiddish otras. O bien el yiddish desarrollaba formas del medio alto alemán de manera más consecuente que incluso el alto alemán moderno. Por ejemplo el mir seien del yiddish (alto alemán moderno wir sind: «nosotros somos») se desarrolló a partir del medio alto alemán sin de modo más natural que el wir sind del alto alemán moderno. O bien el yiddish siguió empleando formas del medio alto alemán haciendo caso omiso del alto alemán moderno. Lo que llegaba al gueto no se marchaba de él tan 34 Kafka conoció al actor judío polaco Isak Löwy en octubre de 1911: a través de él, y de su compañía teatral, entró en contacto con la lengua yíddish y con el mundo de los judíos orientales, que tanto influiría en su desarrollo posterior. Para ayudarle y procurarle más ingresos, organizó una velada de recitación, el 18 de febrero de 1912, en el salón de actos del Ayuntamiento judío de Praga. El diario de Kafka informa ampliamente sobre la preparación de esta conferencia de presentación; resumen del escritor: «Dos semanas viví preocupado porque no me salía la conferencia. La víspera, de pronto lo conseguí». 140 Librodot Librodot 141 Carta al padre y otros escritos Franz Kafka deprisa. Por eso siguen existiendo formas como Kerzlach, Blümlach, Liedlach. Y luego, en esa configuración lingüística, mezcla de arbitrariedad y de ley, penetran además los dialectos del yiddish. Es más, todo el yiddish es dialecto, incluso como lenguaje escrito, aunque en gran parte se haya unificado la forma escrita. Con todo esto creo que de momento he convencido a la mayoría de ustedes, señoras y señores, de que no van a comprender ni una palabra de yiddish. No esperen ayuda de la presentación de los poemas. Pues si ni siquiera son capaces de comprender el yiddish, no podrá ayudarles ninguna explicación pasajera. En el mejor de los casos comprenderán ustedes la explicación y notarán que se les viene encima algo difícil. Eso será todo. Por ejemplo, puedo decirles: El señor Löwy va a recitar tres poesías, como va a suceder, en efecto. Primero «Die Grine», de Rosenfeld. «Grine» son los «Grüne», los «Verdes», los «Cuernos verdes», los recién llegados a América. En esta poesía, un pequeño grupo de emigrantes judíos va con su sórdido equipaje por una calle de Nueva York. Naturalmente, la gente se aglomera para verlos, los mira asombrada, va detrás de ellos riéndose. El poeta, sumamente irritado por tamaño espectáculo, abandona esa escena callejera y habla al judaísmo y a la humanidad. Se tiene la impresión de que el grupo de emigrantes se queda inmóvil mientras habla el poeta, aunque estén lejos y no puedan oírle. La segunda poesía es de Frug y se llama «Arena y estrellas». Es una amarga exégesis de una promesa bíblica. Dice la Biblia que seremos como la arena del mar y como las estrellas del firmamento. Bueno, pisoteados como la arena ya estamos, ¿cuándo se cumplirá lo de las estrellas? La tercera poesía es de Frischmann y se llama «Es tranquila la noche». Una pareja de enamorados se encuentra por la noche con un piadoso doctor de la ley que va a la sinagoga. Se asustan, temen haber sido traicionados, más tarde se tranquilizan mutuamente. Pero, como ustedes ven, tales explicaciones no bastan. Limitados por el horizonte de estas explicaciones, durante la recitación buscarán ustedes lo que ya saben y no verán lo que realmente hay. Pero afortunadamente, todo aquel que conoce la lengua alemana también está capacitado para entender el yiddish. Porque, visto de lejos -de muy lejos-, es la lengua alemana la que, exteriormente, hace comprensible el yiddish; esto le da al alemán una ventaja frente a todos los idiomas de la tierra. Pero, en justa compensación, tiene una desventaja frente a todos. A saber: el yíddish no puede ser traducido al alemán. Las vinculaciones entre el yiddish y el alemán son tan sutiles y tan sustanciosas que al punto quedarían deshechas si el yiddish tuviera que ser trasladado de nuevo al alemán, es decir, lo que se traslada ya no es yiddish sino algo insustancial. Por ejemplo, traduciéndolo al francés, el yiddish puede ser hecho accesible a los franceses, traduciéndolo al alemán, queda destruido. Toit, por ejemplo, no es tot (muerto) yBlüt no es en absoluto Blut (sangre). Pero no sólo desde la lejanía del idioma alemán, señoras y señores, les resulta posible a ustedes comprender el yíddish; pueden acercarse un poco más. Hace todavía no mucho tiempo, según que los judíos alemanes viviesen en la ciudad o en el campo, que viviesen más al este o más al oeste, la lengua familiar en la que se entendían parecía un estadio previo, más cercano o más lejano, del yíddish, y se han conservado muchos matices. Por eso, la evolución histórica del yiddish habría podido ser observada en la superficie del presente casi igual de bien que en la profundidad de la historia. 141 Librodot Librodot 142 Carta al padre y otros escritos Franz Kafka Y ya están muy cerca del yíddish si tienen en cuenta que en ustedes no sólo actúan conocimientos sino también fuerzas y fuerzas en cadena que les capacitan para comprender con la sensibilidad. Aquí por fin puede ayudar el que explica, tranquilizándoles a ustedes, de manera que ya no se sientan marginados y comprendan también que ya no pueden quejarse de que no entienden el yíddish. Esto es lo más importante, porque con cada queja se escapa la comprensión. Pero si guardan silencio, entonces de pronto están ustedes en medio del yíddish. Y una vez que el yiddish ha prendido en ustedes -y yíddish es todo: palabra, melodía hasídica y la misma idiosincrasia de este actor judío oriental-, entonces ya no reconocerán su tranquilidad de antes. Entonces notarán la verdadera unidad del yiddish, lo notarán con tal fuerza que tendrán miedo, pero ya no será miedo del yíddish sino de ustedes mismos. Y no serían capaces de soportar solos ese miedo si el yíddish no les infundiera la confianza en sí mismos que opone resistencia a ese miedo y es incluso más fuerte que él. ¡Disfrútenla todo lo que puedan! Cuando haya desaparecido, a partir de mañana -¡cómo va a mantenerse del recuerdo de una única velada de recitación!-, les deseo sin embargo que también hayan olvidado el miedo. Porque lo que no queríamos era castigarles. [Un discurso oficial] 35 Este nombramiento merece un aplauso. Pues, en efecto, un hombre acepta un puesto perfectamente adecuado a él y ese puesto recibe al hombre que necesita. La inagotable capacidad de trabajo del doctor Marschner le ha puesto al frente de una actividad tan amplia y tan diversificada que una persona sola no puede apreciarlo todo en lo justo, ya que sólo ve siempre una parte de esas actividades. En su calidad de secretario de la empresa, tarea que ha venido desempeñando muchos años, el doctor Marschner conoce a fondo su funcionamiento, si se tiene en cuenta además que ha colaborado en su perfeccionamiento, en la medida en que lo permitía la influencia de que disponía hasta ahora; pone a disposición de la empresa sus dotes de abogado y su amplio saber en el campo de la abogacía; en los círculos especializados se le conoce y se le aprecia como sólido escritor; que no se subestime tampoco su influencia en los proyectos de legislación social de los últimos años (sobre todo, en las leyes sobre responsabilidad civil); ha actuado como orador en grandes congresos internacionales de seguros, y en las salas de conferencias de Praga también hemos oído sus explicaciones, siempre oportunas, instructivas y fácilmente asequibles, sobre problemas de importancia y actualidad relativos al mundo de los seguros; en su calidad de docente de la Universidad Politécnica emplea sus conocimientos y experiencias -en mutuo perfeccionamiento- para preparar a la juventud estudiosa a afrontar los problemas, cada vez más urgentes, del seguro social; 35 Uno de los discursos que tuvo que pronunciar Kafka durante su vida profesional. En esta ocasión se trata de felicitar, en nombre de todos los empleados de la Compañía de Seguros de Accidentes de Trabajo, a Robert Marschner, que había ascendido de secretario a director del establecimiento. Kafka llevaba aún muy poco tiempo en la empresa, y el encargo de pronunciar este discurso fue una prueba de estima por parte de los compañeros. Kafka sólo tiene alabanzas para su jefe, mientras que únicamente al final insinúa que también había quejas contra la empresa. Kafka era -a pesar suyo- un empleado excelente, que llegó a ser imprescindible para sus superiores. Pero él siempre mantuvo una actitud crítica frente a aquella entidad semiestatal: en una carta a Brod, se asombra de que los obreros allí asegurados soliciten pacientemente las cosas a que tienen derecho, en lugar de tomar por asalto el establecimiento y «hacerlo trizas». 142 Librodot Librodot 143 Carta al padre y otros escritos Franz Kafka ha sido él quien ha organizado en la Universidad Politécnica los cursos de técnica del seguro, y estaba especialmente capacitado para ello por haberse especializado en matemáticas de seguros; sus dotes pedagógicas, que se acreditaron el año pasado ante círculos más amplios, en las clases sobre seguros que impartió en la Academia de Comercio de Praga, fueron reconocidas oficialmente con su nombramiento como miembro de la comisión para el Examen de Estado. Resumiendo: es una persona que ha trabajado y trabaja con gran provecho y tesón en todos los campos de su especialidad y que, en lo profesional, vive vinculado activamente a todas las generaciones de nuestro tiempo. Todo esto es, claro, muy importante, y pone tan de relieve la importancia del doctor Marschner en su especialidad, que en Bohemia nadie que no tenga, digamos, una cierta osadía, podría medirse con él en su campo. Pero a la vista del cargo tan lleno de responsabilidad y tan de cara al público que acaba de aceptar el doctor Marschner, el de director de una tan complicada entidad, el lado humano de su quehacer científico y social es, en verdad, aún más importante. Hasta ahora no ha dado un solo paso que no haya ido acompañado de una honrada objetividad; el actuar abiertamente es una necesidad para él; seguro de sí mismo, no ha buscado otra recompensa -en eso seguramente un caso bastante único- que la que le ofrece su trabajo; su única ambición ha consistido en alcanzar el radio de acción en el que se le necesitaba; su imparcialidad, su sentido de la justicia, nunca han vacilado, y cabe esperar que el funcionariado de nuestro establecimiento sabrá apreciar la suerte de que sea precisamente él su nuevo director; quienes conocen sus escritos, su trabajo profesional, su carácter, quedan impresionados por su sensibilidad para la situación de la clase trabajadora que tiene en él un amigo lleno de celo, el cual sin embargo siempre respetará los límites que pongan a sus afanes en ese sentido la ley y las condiciones económicas actuales; nunca ha hecho promesas, eso se lo deja a otros (que son ellos así, que lo necesitan y que, finalmente, tienen tiempo para eso), pero el verdadero trabajo, ése lo ha hecho siempre él, sin ruido, sin poner intencionadamente en movimiento a la opinión pública y sin guardar consideraciones con su propia persona; por eso, salvo quizás en el campo de la ciencia, nunca ha tenido enemigos; si tuviese alguno, sería una triste enemistad. La común gratitud de todos -del gobierno, de los empresarios, los obreros y el funcionariado- es garantía de que la dirección de la empresa, expuesta a las más diversas influencias, sólo se ha dejado llevar por razones objetivas llegando así a realizar este feliz nombramiento. En el transcurso de los años se han ido acumulando quejas, justas e injustas, contra la empresa, pero a partir de ahora hay una cosa segura: se hará buen trabajo y lo que, en el marco de la legislación actual, sea posible en cuanto a reformas deseadas y útiles, se hará. [Borrador para «Richard y Samuel»] 36 36 Durante un viaje de vacaciones por Italia, en agosto-septiembre de 1911, Brod y Kafka concibieron el plan de escribir juntos una novela a base de apuntes de viaje. Partiendo de las cartas y diarios de los dos amigos, la edición crítica (1993) ha reconstruido minuciosamente (Nachgelassene Schriften und Fragmente, Ib, págs. 61-66) la génesis y el desarrollo de ese proyecto, que quedó interrumpido, después de haber aparecido en las Herderblätter, en mayo de 1912, un primer capítulo titulado «Capítulo primero del 143 Librodot Librodot 144 Carta al padre y otros escritos Franz Kafka Samuel conoce perfectamente al menos todas las intenciones y capacidades superficiales de Richard, pero como está habituado a pensar con precisión y sin lagunas, ya le dejan sorprendido pequeñas irregularidades -con las que no contaba, al menos no con todas- en las palabras de Richard y le dan que pensar. Para Richard, lo penoso de su amistad radica en que Samuel nunca necesita un apoyo que no haya sido proclamado públicamente, por eso nunca quiere, ya por sentido de la justicia, que se note un apoyo de su parte y por consiguiente no tolera subordinación alguna en la amistad. Su principio inconsciente es que lo que por ejemplo se admira en un amigo, en el fondo no se admira en el amigo sino en el prójimo, y que por tanto la amistad tiene que empezar abajo del todo, por debajo de todas las diferencias. Eso ofende a Richard, que muchas veces se sometería de buen grado a Samuel, el cual muchas veces tiene ganas de hacerle comprender qué persona tan excelente es él, pero que solamente podría empezar a hacerlo si supiera por anticipado que tiene permiso para no dejar nunca de hacerlo. En cualquier caso esta situación que le impone Samuel tiene para él la dudosa ventaja de, consciente de su independencia, exteriormente conservada hasta ahora, elevarse por encima de Samuel, verle encogerse y tener -aunque sólo exteriormente- exigencias con él, mientras que por lo demás a él le hubiera gustado pedirle a Samuel que le exigiera algo a él. Así, por ejemplo, si Samuel necesita el dinero de Richard, eso, al menos en la medida en que él es consciente de ello, no tiene nada que ver con su amistad, mientras que para Richard esa opinión constituye de por sí algo admirable, puesto que la necesidad de dinero que tiene Samuel, a él por un lado le deja perplejo, pero por otro lo convierte en un ser valioso, y ambas cosas en el núcleo de su amistad. De ahí viene también que Richard, aunque su pensamiento sea más premioso que el de Samuel, arropado como está en la plenitud de su inseguridad, en el fondo juzgue a Samuel más certeramente que Samuel a él, puesto que éste, aunque dotado de buena capacidad combinatoria, cree que la manera más segura de juzgarlo debidamente es ir por el camino más corto sin esperar a que se calme hasta encontrar su verdadera configuración. Por eso, en esta relación, Samuel es quien habla en auténticos apartes, quien camina hacia atrás. A lo que parece, cada vez le resta más a la amistad, mientras que, por su parte, Richard aporta cada vez más, de manera que la amistad avanza continuamente, curiosa pero evidentemente en dirección a Samuel, hasta que se detiene en Stresa, donde Richard está cansado de puro sentirse a gusto, mientras que Samuel tiene tantas fuerzas que es capaz de todo, incluso de ponerle cerco a Richard, hasta que en París llega el golpe final, previsto por Samuel, pero no esperado en absoluto por Richard, que por eso lo recibe con ansias de muerte, un golpe que por fin hace descansar la amistad. Pese a esta situación que excluiría eso exteriormente, Richard es el más consciente en la amistad, al menos hasta Stresa, puesto que se puso en viaje con una amistad completa pero falsa, Samuel en cambio con una amistad recién empezada (un comienzo, eso sí, de larga duración) pero verdadera. Por ese motivo, durante el viaje Richard se hunde más, y casi más cómodamente, en sí mismo, con miradas de medio lado, pero con un sentimiento más intenso de la relación, mientras que Samuel, debido a libro Richard y Samuel: El primer viaje largo en tren» . El texto de la presente edición es, más que un borrador, una serie de apuntes (de ahí su lenguaje premioso y poco cuidado) que hizo Kafka con vistas a la introducción que debía caracterizar a los dos personajes. Aunque se trata de personajes de ficción, no es difícil identificar a Richard con Kafka y a Samuel con Max Brod. 144 Librodot Librodot 145 Carta al padre y otros escritos Franz Kafka su verdadera naturaleza interior -lo exige su carácter y también su amistad-, puede y debe, o sea llevado de un doble impulso, ver rápida y correctamente y muchas veces cargar literalmente con Richard. Por muy consciente (hasta Stresa) que sea Richard en cuanto a su amistad -obligado reiteradamente por cada pequeño suceso- y por mucho que pueda dar siempre a este respecto explicaciones que nadie pide y él menos que nadie, ya que sufre ya bastante con los simples fenómenos de su cambiante amistad: frente a todas las demás implicaciones del viaje, él es sensato, aguanta mal los cambios de hotel, no entiende las más simples asociaciones que en casa tal vez no le costaría nada entender, con frecuencia está muy serio, pero en modo alguno por aburrimiento, ni siquiera porque desee que Samuel le dé golpecitos en la mejilla, tiene una enorme necesidad de música y de mujeres. Samuel sólo sabe francés, Richard francés e italiano, y a ello se debe que en Italia, sin que ninguno de los dos lo haya querido así y aunque sepa Richard que lo contrario sería más probable, él se convierta, siempre que se trata de pedir informaciones, en una especie de sirviente de Samuel. Por otra parte, Samuel sabe muy bien francés, mientras que Richard no domina a la perfección ninguno de sus dos idiomas. [Escrito dirigido a una oficina estatal]37 Al requerimiento de ______ no he respondido oralmente por estar gravemente enfermo, pero sí lo hice inmediatamente con tarjeta postal. Esa tarjeta llegó a su destino, porque algún tiempo después esa ilustre oficina de impuestos me preguntó qué pretendía yo con aquella tarjeta, ya que en esa oficina no se tenían noticias de un requerimiento con fecha 25 de septiembre de 1922 Rp 38/21. Para no complicar más este asunto totalmente irrelevante tanto para esa ilustre oficina de impuestos como para mí mismo, no respondí a ese segundo requerimiento, también por los gastos del correo; si en esa oficina no se sabía nada de la nota del __________, podía darme por satisfecho. Pero como el asunto se reactiva otra vez por la nota del 3 de noviembre y se me amenaza incluso con una multa, aunque ya he respondido correctamente hace tiempo, me permito comunicarles una vez más que desde la entrada de Paul Hermann en la empresa «Erste Prager Asbestwerke» (Primera fábrica de asbesto de Praga) no ha habido más aportaciones de capital por parte de los socios de la empresa, la cual dejó de existir en marzo de 1917. Es de esperar que esta vez mi respuesta llegue a la correspondiente sección. [Sobre la catalepsia] 38 37 Borrador de una respuesta a la Delegación de Hacienda de Praga-Zizkov; está escrito en el reverso de la carta del 3 de noviembre de 1922, en la que se conmina a Kafka, bajo amenaza de denuncia y multa, a responder en el plazo de ocho días. Brod, que encontró este texto entre sus papeles, dice que la respuesta de Kafka recuerda un poco el ambiente de El castillo. 38 Brod describe en sus notas las razones por las que resulta imposible fechar esta reflexión: el original fue confiscado por la Gestapo, junto con muchos otros manuscritos que Kafka dejó en Berlín. Pero el propietario del anticuariado J. Halle (Hamburgo) tenía una copia, que es la reproducida aquí. La edición crítica no añade ningún dato a lo que dice Brod, pero el análisis del lenguaje y la temática del texto la lleva a fechar el fragmento hacia 1917/1918 (o sea, cuando Kafka escribió los aforismos de los cuadernos en octavo). 145 Librodot Librodot 146 Carta al padre y otros escritos Franz Kafka Quien ha estado alguna vez en estado de muerte aparente puede contar cosas horribles al respecto, pero lo que no puede decir es qué hay después de la muerte, en el fondo ni siquiera ha estado más cerca de la muerte que cualquier otro, en realidad sólo ha «vivido» algo extraordinario, y la vida no extraordinaria, la vida normal, tiene ahora más valor para él. Algo semejante le ocurre a todo el que ha vivido algo extraordinario. Moisés, por ejemplo, vivió indudablemente algo «extraordinario» en el monte Sinaí, pero en lugar de rendirse ante lo extraordinario, como hace el cataléptico, que no dice nada y se queda tendido en el ataúd, él huyó monte abajo y, naturalmente, tenía muchas cosas importantes que contar y amaba mucho más que antes a los hombres entre los que se había refugiado, y luego sacrificó por ellos su vida, quizás pueda decirse que para darles las gracias. Pero de ambos, del cataléptico que ha regresado y del Moisés que ha regresado, se puede aprender mucho, aunque lo definitivo no puedan decírnoslo, puesto que ellos tampoco han pasado por esa experiencia. Y si hubieran pasado por ella, no habrían vuelto. Pero nosotros tampoco queremos pasarla. Eso se puede comprobar si pensamos que en ocasiones podemos desear vivir lo que vivió el cataléptico, o lo que vivió Moisés, asegurándonos al mismo tiempo la vuelta, o sea con «salvoconducto», o que incluso deseamos la muerte, pero que ni siquiera en la imaginación quisiéramos estar vivos en el ataúd sin ninguna posibilidad de regresar, o en el monte Sinaí... (Esto no tiene en realidad nada que ver con el miedo a la muerte...) 146 Librodot
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