Entrevista publicada en La pulseada Revista La Pulseada de La Plata

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Entrevista publicada en La pulseada
Revista La Pulseada de La Plata
Octubre 2010
Ruth: entre Auschwitz y El Olimpo
Claudia Rafael
Colección Historias de Hoy
Ruth Paradies Weisz : LA VIDA ENTRE DOS HORRORES
En un libro de reciente aparición se narran los padecimientos y la entereza de una mujer cuya
madre fue enviada por los nazis a las cámaras de gas en Alemania y cuyo hijo fue secuestrado
en la Argentina por la última dictadura militar.
Por Carlos Gassmann
Claudia Rafael, una amiga de La Pulseada, escribió “Ruth: entre Auschwitz y El Olimpo”, un
libro publicado hace muy poco por Editorial Biblos. Producto de tres años de investigación, el
texto reconstruye la increíble vida de Ruth Paradies Weisz, quien actualmente reside en la
Argentina y tiene 88 años.
Ruth pudo huir de la Alemania nazi siendo una adolescente, poco antes de que su madre
fuera enviada a Auschwitz, el más célebre y temible de los campos de exterminio. Logró
reconstruir su vida en nuestro país hasta que en 1978, en plena dictadura, el horror volvió a
golpear su puerta: uno de sus hijos y su nuera pasaron a engrosar la lista de los
desaparecidos.
Conversamos con la autora del libro sobre esta historia de dolor y dignidad, en la que los
dramas personales se entrecruzan con las grandes tragedias colectivas del siglo XX.
-¿Cómo nació la idea de escribir el libro?
-Fue casi producto del azar. Yo había ido a cubrir para el diario local el acto del 24 de marzo
de 2007 en Olavarría, una ciudad históricamente conservadora, en la que esas convocatorias
casi nunca tuvieron mucha adhesión. Esa vez había una banda de rock que tocaba en la
plaza y un chico, Juan, que es hijo de desaparecidos, estaba sentadito, solo, en una
escalinata, al margen del acto y de casi todo. Como me gusta buscar un costado distinto en
la información, me fui a charlar con él y a proponerle una nota. Siempre me había parecido
muy frágil y vulnerable por su aspecto. Además es alguien que en la ciudad se conoció como
hijo de desaparecidos hace pocos años, por todo su proceso personal. Él tuvo la suerte de
ser criado por sus tíos maternos, a pesar de que podría haber sido apropiado, porque de
hecho fue secuestrado con sus padres: Marcelo Weisz y Susana González. Juan me empezó a
contar su historia y habló mucho de su abuela paterna. Me dijo que ella había escapado del
nazismo y que era una mujer admirable. Y que siempre le repetía una frase que, a su vez, a
ella le decía su propia madre: “todo lo que tenés es lo que está en tu cabeza”. Un par de
meses después la abuela, que vive en Buenos Aires, vino a Olavarría, a la inauguración de
una muestra de arte en el centro cultural “Insurgente”, que Juan instaló cuando cobró el
dinero de la indemnización del Estado. Ella le dijo que quería conocerme; él le dijo que yo
estaba pasando un proceso personal difícil y que tal vez no tuviera ganas. Entonces ella le
replicó: “seguramente yo le voy a hacer bien”. Ese fue el germen. Nos conocimos, charlamos
mucho, tuvimos mucha empatía y empezamos a coincidir en que estaría bueno hacer de su
historia un libro.
-¿Por qué etapas fue pasando la constitución de ese "vínculo" del que habla en el
prólogo Osvaldo Bayer? ¿Cómo se fue gestando el lazo entre vos y Ruth?
-Ruth es una mujer maravillosa. Cálida y, a la vez, muy rígida. Habla con un acento alemán
muy marcado que parece acentuársele a medida que transcurren los años. A mí su historia
me removía muchas cosas internas. Fueron horas y horas de entrevista, sondeándola,
rescatando recuerdos que en ella estaban olvidados y que salían a la luz a medida que
profundizábamos las charlas. Se dieron cosas fuertes a lo largo de los tres años que duró la
investigación. Hay una en particular que a mí me movilizó muchísimo porque tenía que ver
con mi propia historia. Al hijo y a la nuera de Ruth dos de los peores represores, Colores y el
Turco Julián, los llevaban a visitas domiciliarias. A veces los trasladaban a la casa de Ruth y
otras, a la de los padres de Susana, su nuera. En el juicio a las juntas, la madre de Susana
relató que habían llevado junto a la pareja a una chica cordobesa, Ana María Piffaretti. Eso
me trasladó inmediatamente a mi propia infancia. Cuando yo tenía unos 12 años, más o
menos, Ana María era la novia de mi primo y compartimos vacaciones en Carlos Paz. Ella
nunca más apareció.
-Puede decirse que esta mujer constituye una suerte de sobreviviente-símbolo de
dos de los peores genocidios del siglo XX. ¿Qué enseñanzas te dejó, en ese sentido,
la reconstrucción de su peculiar historia?
-Es así, Ruth es una eterna sobreviviente. Incluso su mismo apellido, Paradies, traducido al
castellano significa paraíso. Es muy fuerte, muy contradictorio con lo que le tocó vivir. Nació
y creció en Berlín, vivió el germen del nazismo, era chica todavía y no entendía bien qué
ocurría en su país. Recién mucho después lograría hacerlo. Escapó con un colectivo de
jóvenes judíos scouts a los 16 años y dejó allá a su mamá y su hermana, Margot. No
obstante, nunca dejó de pelearla y pasó su vida entera buscando. Y lo increíble es que, a
pesar de todo, siempre trata de encontrarle un costado positivo a las cosas. Sobrevivió a la
muerte de su madre en Auschwitz, a la soledad en la Argentina, porque ella, por una
cuestión de su propia personalidad, nunca se sumó a los movimientos colectivos ni a las
Madres de Plaza de Mayo. En nuestro país desapareció su hijo más chico y su nuera. Y el
bebé de ambos estuvo a punto de desaparecer también. Pero ella siguió adelante. Movió
cielo y tierra, como tantas otras mujeres. Vio cómo un año después su hijo del medio perecía
electrocutado y cómo su marido, que jamás soportó la desaparición de Marcelo, se fue
dejando morir. Hoy tiene 88 años y sigue sobreviviendo a todo. Es una mujer increíble y de
una fortaleza que contagia. Creo que ser testigo a partir de mis investigaciones de su propio
relato y de los de su nieto Juan, de Silvia Tolchinsky (ex secretaria de Firmenich en
Montoneros, desaparecida y actualmente residente en España junto a su marido, el represor
Claudio Scagliuzzi), no te puede dejar indemne. Te modifica y te hace incluso repensarte
como ser humano.
Hitos de una biografía
A continuación se reproducen dos fragmentos clave del libro: el momento en que Ruth se
despide de su madre, a quien ya nunca volverá a ver, en la estación de trenes de Berlín y
cuando los represores argentinos, antes de asesinar a su hijo, lo llevaban custodiado de
“visita domiciliaria” a su propia casa.
*****
“Trató de concentrarse en ese rostro sin saber que sería la última vez. En las diminutas
líneas que surcaban su piel y los ojos vivaces que esa mañana desnudaban tristeza, en las
manos de dedos largos y cuidados. Aunque de alguna manera sus jóvenes dieciséis años le
impidiesen deletrear la palabra ‘nunca’, tal vez presentía que no habría ya tiempos para
nuevas miradas ni para caricias desbordantes de ternura. Su madre, como siempre, llevaba
el cabello tirante, no mucho más largo de los hombros, y la frente despejada por primera
vez. Después de todo, una mujer en esos años no tenía permitido salir sin sombrero y Ruth
intuía que su madre había querido regalarle su rostro limpio como un legado al que aferrarse
con el alma si era necesario en los años que vendrían.
Entre el tumulto de padres, madres, tíos, abuelos, hermanos, ellas estaban ahí,
dispensándose la sonrisa de siempre en esa primavera naciente de abril de 1939, a
contramano de los terribles vientos de opresión que soplaban desde hacía años en Alemania.
Treinta y cinco jóvenes desplegaban sus cuerpos luminosos, casi adolescentes la mayoría,
por los andenes de la estación de trenes de Berlín, con equipajes voluminosos en los que
habían guarecido todo lo que entonces creían podía ser la síntesis más profunda y preciosa
de sus vidas. El vapor y los ruidos del tren a punto de partir se entremezclaban con las voces
que mutaban en murmullos y que repetían en uno y otro grupo familiar las mismas y casi
exactas recomendaciones:
‘Cuidate mucho’, ‘No hagas nada que pudiera avergonzarte’, ‘No dejes de escribirme’”.
*****
“Los días en que les avisaban que Marcelo llegaría de visita, solicitaban desde muy temprano
una comunicación telefónica con México. Allá vivía desde hacía tiempo Claudio, el mayor de
los hermanos Weisz. La primera vez que lo hicieron, consultaron a Colores si tendría algún
inconveniente en que Marcelo hablara con su hermano. Marcelo y Andy se interconectaban
desde distintos aparatos y charlaban con Claudio, a miles de kilómetros de distancia.
Colores, en tanto, bebía whisky. El represor le decía a Ernesto aquello que Ernesto deseaba
escuchar: “Estos chicos son buenos, algún día los van a dejar en casa”.
En una de las últimas visitas, Ruth sintió que el ambiente de su amada casa iba siendo
ganado por un clima denso y difícil de respirar. El Turco Julián pidió música. Y optó por un
delicado sadismo que resultaba mucho más masacrante que una cachetada o un grito. El
Turco ponía en escena teatralizaciones perversas destinadas a aterrar a los familiares de las
víctimas.
Yo tengo dos bafles muy grandes sobre la biblioteca. En la última visita dijo: “Ay, qué lindo
equipo de música tiene. Póngame algo de Wagner”. “No me gusta Wagner, no lo tengo”, le
dije, y no le puse nada. Nada era casual en Julio Héctor Simón. Wagner remitía a campos de
concentración, Hitler, horror, muerte. Wagner era para Ruth las cámaras de gas. Era esa
bella mujer que fue su madre empujada a un destino inevitable; Wagner representaba para
Ruth aquel nombre con significado de final: Auschwitz.
“Quiero música de Wagner”, resonó en la cabeza de Ruth, y se agolparon una vez más todas
las escenas de su vida. Se retrotrajo a su infancia, a la decisión de partir, a su madre
saludándola desde la estación de Berlín. Pero, sobre todo, al recuerdo de aquel 1942 cuando
Else pudo enviar su última misiva a través de la Cruz Roja. Wagner, ese nombre que
resonaba golpeteando cruelmente en su cabeza y sin escapatoria.
Poco antes de que los mataran, Ruth comenzó a intuir que algo irreparable estaba por
ocurrir. Sonó el teléfono. Era la noche del 29 de enero de 1979. Notó algo extraño en la voz
de su hijo. Lo conocía demasiado como para no entender. Hablale, está muy nervioso. Algo
pasa allá, recuerda que le dijo a Ernesto y un no rotundo se escuchó de la voz de su esposo.
Ernesto sentía el fuego de la furia porque de alguna manera no lograba perdonar a su hijo su
militancia y su arrojo. Marcelo me dijo que era ya fin de enero y que hasta mitad de marzo
no tendría noticias suyas porque “aquí se van todos de vacaciones, no tienen quién nos
acompañe”. Yo supe que decía esas cosas para tranquilizarme. Él sabía que lo iban a matar.
Ya nunca más volvió a escuchar esa voz que con los meses había perdido todo vestigio de
alegría. Ruth de alguna manera lo supo. Tiempo más tarde lo terminaría de confirmar”.
La autora
Claudia Rafael egresó como periodista de la Universidad Nacional de La Plata. Desde 1998 es
redactora especializada en judiciales y policiales del diario “El Popular” de Olavarría. Además,
ha conducido distintos programas radiales en emisoras de AM y FM de esa ciudad. Una de
sus investigaciones de temática judicial le significó un reconocimiento de la Cámara de
Diputados de la Provincia y un premio por su “compromiso con la realidad social” otorgado
conjuntamente por la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad Nacional del Centro, el
Instituto Cultural bonaerense y la Municipalidad de Olavarría. Actualmente integra el staff de
la agencia nacional de noticias “Pelota de Trapo”.
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