El general don José de San Martín leía unas cartas en su despacho

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El Mensajero de San Martín
Parte I
El general don José de San Martín leía unas cartas en su despacho Terminada la lectura, se volvió
para llamar a un muchacho de unos dieciséis años que esperaba de pie junto a la puerta.
-Voy a darte una misión difícil y honrosa. Te conozco bien; Tu padre y tres hermanos tuyos están en mi
ejército y sé que deseas servir tu país. ¿Estás listo a ayudarme?
- Sí, mi general, sí – contestó el muchacho
- Debes saber que en caso de ser descubierto te fusilarán – continuó el general.
- Ya lo sé, mi general.
- Muy bien. Quiero enviarme (send) a Chile con una carta que no debe perder en manos del enemigo ¿Has
comprendido, Miguel?
- Perfectamente, mi general – respondió el muchacho. Dos días después, Miguel pasaba los Andes en la
compañía de unos arrieros.
Llegó a Santiago de Chile; encontró al abogado (lawyer) Rodríguez, le dio la carta y recibió la
respuesta, que guardó en su cinturón secreto
-Mucho cuidad con esta carta – le dijo también Rodríguez.
-Eres realmente muy joven; pero debes ser inteligente y buen patriota.
Miguel volvió a ponerse en camino lleno de orgullo. Había hecho el viaje sin dificultades, pero
tuvo que pasar por un pueblo cerca de la fuerza realista del coronel Ordóñez (el enemigo).
Alrededor se extendía el hermoso paisaje chileno. Miguel se sintió impresionado por aquel cuadro
mágico; pero algo inesperado vino a distraer su atención.
Dos soldados, a quienes pareció sospechoso ese muchacho que viajaba solo y en dirección a las
sierras. Miguel querría huir.
-¡Hola! – gritó uno de los soldados sujetando a un caballo por las riendas (reins). - ¿Quién eres y adónde
vas?
Miguel contestó humildemente que era chileno, que se llamaba Juan Gómez y que iba a la hacienda de
sus padres.
Lo llevaron sin embargo a una tienda de acampar (tent) donde se hallaba en compañía de varios
oficiales, el coronel Ordóñez.
- Te acusan de ser agente de general San Martín – dijo el coronel.
- ¿Qué contestas a eso?
Miguel habría preferido decir la verdad, pero negó la acusación.
- Oye, muchacho, - dijo el coronel – es mejor que tu confieses francamente, así puedas evitarte el castigo,
porque eres muy joven. ¿Llevas una carta?
- No – contestó Miguel, pero cambió el color y el coronel lo notó.
Dos soldados detuvieron el muchacho, y el otro encontró el cinturón secreto con la carta
- Bien lo decía yo – observó Ordóñez, y él empezó a abrirla. En ese instante Miguel saltó como un tigre y
robó la carta de las manos y la puso en el fuego. La carta encendió (burned)
Parte II
Hay que admitir en que eres muy valiente – dijo Ordóñez.
-Aquél que te ha mandado sabe elegir su gente. Ahora bien, puesto que eres resuelto, quisiera salvarte y lo
haré si me dices lo que contenta la carta.
- No sé, señor.
- ¿No sabes? Mira que tengo medios de despertar tu memoria.
- No sé señor. La persona que me dio la carta no me dijo nada.
El coronel pensó un momento.
-Bien – dijo – te creo. ¿Podrías decirme al menos de quién era y q quién iba dirigida?
- No puedo, señor.
- ¿Y por qué no?
- Porque he jurado.
El coronel admiró en secreto al niño pero no lo demostró. Abriendo un cajón de la mesa, tomó un
puñado de monedas (coins) de oro.
- ¿Has tenido alguna vez una moneda de oro? – preguntó a Miguel.
- No, señor- contestó el muchacho.
- Bueno, pues, yo te daré diez. ¿Entiendes? Diez de éstas, si me dices lo que quiero saber. Y eso, con
sólo decirme dos nombres. Puedes decírmelo en voz baja – continuó el coronel
- No quiero, señor.
- A ver – ordenó Ordóñez
En presencia de Ordóñez, de sus oficiales y de muchos soldados, dos de éstos lo golpearon sin piedad.
El muchacho apretó los dientes para no gritar. Sus sentamientos empezaron cambiar y luego perdió el
conocimiento (conciousness)
- Basta – dijo de Ordóñez – enciérrenlo por esta noche. Mañana confesará.
Entre los que presenciaron los golpes se encontraba un soldado chileno que, como todos sus
compatriotas, simpatizaba con la causa de la libertad. Tenía dos hermanos, agentes de San Martín, y él
mismo esperaba la ocasión favorable para abandonar el ejército real. El valor del muchacho lo llenó de
admiración.
A medianoche el silencio más profundo reinaba en el campamento. Los fuegos estaban apagados y sólo
los centinelas guardaban con el arma en el brazo.
Miguel estaba en una choza, donde lo habían dejado bajo cerrojo (the lock), sin preocuparse más de él.
Entonces, en el silencio de la noche, oyó un ruido como el de un cerrojo corrido con precaución. La puerta
se abrió despacio y apareció la figura de un hombre. Miguel se levantó sorprendido.
- ¡Quieto! – murmuró una voz. - ¿Tienes valor para escapar?
De repente Miguel no sintió dolores ni débil; estaba ya bien, ágil y resuelto a todo. Siguió al soldado y
los dos andaban como sombras (shadows) por el campamento dormido, hacia un corral donde se
hallaban los caballos del servicio. El pobre animal de Miguel permanecía ensillado (saddled) aún y
atado a un poste.
- Éste es el único punto por donde puedes escapar – dijo el soldado – el único lugar donde no hay
centinelas. ¡Pronto a caballo y buena suerte!
El joven héroe obedeció, despidiéndose de su generoso salvador con un apretón de manos (strong
hand shake) y un ¡Dios se lo pague! Luego Miguel huyó en dirección a las montañas.
Huyó para mostrar a San Martín, con las heridas de los golpes que habían roto sus espaldas, cómo
había sabido guardar un secreto y servir a la patria.
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