Hace un año murió mi viejo

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Hace un año murió mi viejo
Quizás casi nadie se acuerde.
Quizás a casi nadie le importe, pero hoy, hace un año, murió mi viejo.
Fue a fines de octubre cuando nos despedimos en el subte. Fue la última vez que lo vi de pié,
íntegro.
Habíamos planeado que viniera a pasar unos días con nosotros en ese mes al que yo había
prorrogado mis vacaciones de invierno. Tenía planes que lo incluían a él con sus consejos,
ideas y la habilidad de sus manos para algunos arreglos en casa.
Hicimos de todo un poco, la pasamos bien y en el medio de esos días fue a visitar a parientes
cercanos y a su mejor amigo. Lo vi mas activo que en sus viajes anteriores, mucho mas vital.
Coincidió que ese sábado debía buscar unos libros que Jens me había enviado de Chile a una
dirección en el centro y él volvía a su ciudad.
Ambos podíamos tomar la misma línea de subte y así lo hicimos con la compañía de Ernesto.
Los tres (mi viejo, mi hijo y yo), sus bolsos, un rollo de fotos exclusivas que él quiso tener de la
familia, especialmente de sus nietos, nos desplazábamos por el túnel, mientras arriba el día era
gris y garuaba.
El bajaba primero.
Nos comenzamos a saludar desde antes que el tren llegue a su estación, entre medio del ruido
crujiente de los hierros, con la promesa de encontrarnos nuevamente para las fiestas, allá, en
su casa.
Bajó con sus bártulos, se cerraron las puertas y lo seguimos saludando con las manos a través
de las ventanillas mientras el tren nos alejaba.
Sin saberlo, Ernesto le decía adiós para siempre a su “tata”.
Pasaron los días y todo eran anécdotas del viejo visitando amigos, conocidos y ex compañeros
de trabajo con las fotos nuevas de los nietos.
Cuando había visitado a todos, sonó el teléfono otra vez, pero ahora la voz de mi hermana me
contaba de las recaídas de la enfermedad y la posible internación. Lo que se concretó a los
pocos días.
Fue la única internación en los dos años de su enfermedad. Pero nunca creímos que iba a ser
la última.
Viajé un fin de semana y otro y otro, compartimos leves esperanzas, donamos sangre, mucha
incertidumbre, muchos decires, enviamos y respondimos montones de llamados telefónicos y
correos electrónicos y por sobre todo vivimos la angustia de saber tanto sobre la leucemia y el
proceso que se venía.
Mi último viaje no tenía pasaje de vuelta.
La situación se agravaba y convenimos que me quedaba yo por las noches a cuidarlo en el
hospital.
Fue algo lógico (soy su hijo varón), y un acierto: pude estar a solas con él, hablar, ayudarlo en
sus cuestiones mas íntimas, escucharlo, tocarlo... y mientras dormía, en esas largas noches de
vigilia, pude escribir lo que sigue:
“Estoy viviendo las horas mas dolorosas que me han tocado vivir en mi vida. A mi lado jadea y
se lamenta mi padre, en sus últimas horas.
Llegué ayer, nuevamente, dejando a mis cachorros solos con la madre en un Buenos Aires
azotado por una furiosa tormenta.
Recuerdo los contrastes: En instantes el denso calor de diciembre fue desplazado por una
copiosa lluvia, polvareda y de inmediato el viento frío te helaba en el cuerpo la transpiración.
Sobre la postal de la “gran ciudad”, con sus lujos y vanidades, la marca de la pobreza en la villa
de Retiro con su hacinamiento, ranchos de chapa y madera con antenas de Direct TV se hacía
más patética.
Diluviaba; y desde el superbus que me transportaba confortablemente aclimatado vi en las
plazas cartones y plásticos que intentaban guarecer gentes -excluidas hasta de lo más
elemental, acurrucadas, inmóviles- de la alocada tempestad.
Fue un viaje triste.
Al rato nomás, el atardecer me sorprendió con sus voluptuosas formas y tonalidades. La lectura
no ayudó mucho a desentenderme, al menos por un rato, de las imágenes de lo que iba a vivir.
-Me voy y no sé cuando vuelvo-, fue la frase de despedida de casa.
Llegué ya entrada la noche directamente al hospital.
El encuentro con papá también estuvo marcado por el contraste: el de quien veía ahora y a
quien había dejado hace cinco días atrás.
Su cuerpo agobiado, lleno de marcas que fueron dejando los intentos de recuperarlo en estas
tres semanas pasadas y su anhelo por verme...
Sólo bebía agua y trataba de cambiar de posición, dolorido, para tratar de dormir un poco más.
-Qué suerte que viniste- me dijo. Y no se detuvo hasta preguntarme todo lo que pudo sobre mis
hijos, mi esposa y los cambios en la casa.
También me dijo que estaba “jodido”. Que se daba cuenta que los médicos le daban
medicación sólo para mantenerlo.
-Esta enfermedad puta no se cura!- Se quejaba con bronca, y entre suspiros me dejó inmóvil
con su -No sé si paso esta noche...-
Por supuesto que pasó esa noche, con sobresaltos, algunas incoherencias y enfermeras que
entraron y salieron varias veces cumpliendo su ritual.
De a ratos se despertaba en la posición en que estaba y me miraba. Yo le preguntaba cómo
estaba. El se dormía.
Al rato se despertaba, y así varias veces hasta que encontré el momento oportuno: me acerqué
al oído –el estaba de costado hacia mi lado- y acariciándole el cabello (no me olvidaré jamás
esto) le dije, lo que no le había dicho nunca:
Le dije que lo quería mucho y le agradecí por todo lo que me había dado (Si, justamente yo que
me había pasado veintitantos de años de mi vida haciéndole reclamos!). Y que lo que no pudo
darnos, no importaba, ya que siempre supe que había deseado lo mejor para nosotros.
Sin mirarme se quedó como pensando, luego se lamentó que él estando así y yo ahí, mi
esposa y los chicos habían quedado solos... y volvió a dormirse.
Al amanecer y con mi madre recién llegada para el reemplazo, me despedía de él pero no me
soltaba la mano y llorando me dijo: “Pobre los chicos (mis hijos) –Ernesto y Daniela- ya no
tienen a su tata Jorge. Pobre Daniela... y no la vi caminar...”.
¿Me debatía en cómo contenerlo si a la vez yo no podía parar de llorar?
No sé cómo le recordé, retorciéndome de pena que la había visto nacer, sana y hermosa,
había compartido nuestros momentos felices, la acunó, la paseó, la hamacó, la vio reír...., pero
todo parecía muy poco.
Se siente morir. Tiene momentos de confusión y otros de mucha lucidez.
Esa tarde recibió algunas visitas, pocas, pero significativas. Todos salían angustiados a mi
encuentro en el hall, contándome sus diálogos: de todos se despedía y les decía cosas muy
sentidas.
En la siguiente noche su incongruencia era notable, quería irse, pedía cosas imposibles, se
quejaba mucho de dolores imprecisos.
Cuando insistió inconsciente y agitado en quitarse las vías y no toleraba mas la máscara que le
proporcionaba oxígeno, decidí llamar al médico para que haga algo que lo calme.”
Murió esa mañana, en calma, la calma que aportan algunos benditos medicamentos y la que él
buscó.
Era un domingo de sol a pleno, con la intensa fragancia del mar que se me metía de lleno en el
alma a fuerza de sollozos. Un día injusto para morir.
Tanta vida contrastaba demasiado con tanto dolor.
Un dolor que pese al tiempo vuelve, a veces inesperado, de distintas maneras....con los
recuerdos, con distintos pensamientos...
Fui muy crítico con él, a veces despiadado, usando las armas que el mismo me había provisto.
Aunque eso fue ya hace mucho tiempo.
Aprendí muchas cosas del él y junto a él. Y si hay algo que fue una verdadera lección, la más
trascendente, es que me enseñó cómo es morir.
No sé cuanto mas viviré, pero si sé que quisiera morir con la dignidad que murió él.-
Marcelo J.
9/12/02
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