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Intervención para la mesa debate de las jornadas llibertarias. El buen vivir
Gracias por su invitación. El sentimiento de vergüenza que me embarga
desde el momento en el que recibí la invitación de ustedes para participar
en este coloquio sobre el buen vivir, no me impide cumplir con mi primer
deber de agradecer su invitación para hablar en un sitio del que guardo muy
buenos recuerdos. Este sentimiento de vergüenza no ha desaparecido en
todos estos días en los que he estado pensando sobre mi intervención aquí.
Sé que la propuesta de ustedes versa sobre unas experiencias concretas,
amparadas por las Constituciones de Ecuador y Bolivia e inspiradas en el
sumak kawsay o la suma qamaña, de culturas andinas.
No obstante, me invade este sentimiento de vergüenza, de pequeñez, de
insuficiencia, de pudor también, por estar aquí, tratando de dirigirme a
ustedes desde la disciplina que encuadra esta propuesta: la filosofía y en mi
caso el psicoanálisis
Se supone que mi función aquí es hablarles de conceptos, con el fin de
dirimir si aquellos que sustentan esa práctica del buen vivir están o no en
consonancia con lo real o no son otra cosa que simples ilusiones, simples
expresiones de deseos sin posibilidad de viabilidad.
Sólo que estas experiencias del buen vivir, de cuya filosofía se pueden
extraer muchas enseñanzas, nos parecen muy lejanas, y no sólo lejanas en
tanto que se desarrollan geográficamente en ámbitos muy distantes, sino
también lejanas respecto a la realidad que estamos viviendo en nuestro
país.
Al utilizar la palabra realidad, algunos de ustedes ya habrán advertido que
no me estoy refiriendo a lo que comúnmente, y con equivocación, solemos
designar como realidad. Lo hago desde esa distinción lacaniana de real,
simbólico e imaginario, categorías que, por si solas, justificarían la
inclusión de Lacan en la historia de las ciencias, ya que estas categorías nos
ofrecen una nueva mirada (o paradigma) sobre todo acontecimiento
humano. La realidad a la que me estoy refiriendo aquí no debe confundirse
con lo real. La realidad, para Lacan, no es otra cosa que el discurso del
amo. Y es una muy buena definición. Lo que les propongo, es que lean mi
frase anterior como culturas lejanas a ese discurso del amo que nos invade
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con tan fuerte sobredeterminación que hace que a menudo profiramos
expresiones tales como “no se puede hacer nada”.
Esta expresión: “no se puede hacer nada” no tenemos que oírla siempre
como manifestación de una cobardía, de una pasividad, ni siquiera como
identificación imaginaria con el amo; todo eso lo hay también, pero no
debemos descuidar que estas palabras cuando las escuchamos, y a veces a
jóvenes, que en principio serían los más aptos para tratar de cambiar esta
realidad, nos están mostrando una verdad que debemos atender y extraer de
ella las consecuencias.
A todo el peso de lo real, que hace muy difícil la pervivencia de la especie
humana, se añade esa carga que nos llega desde lo simbólico regido por el
discurso del amo.
Desde lo real nos determina, haciendo vana la pretensión del ser humano
de libertad, la condición de nuestra llegada al mundo como especie, es
decir, el estado de fetalización, consecuencia de la prematuriedad del
nacimiento. Esta característica biológica explica la existencia de las
pulsiones al lado de nuestros mermados instintos. La pulsión no es, en
primer lugar, ninguna otra cosa que el intento desesperado de hacerse con
el objeto, ese objeto que el resto de los animales parece tener a la mano y
hacia el cual les guía con certeza el instinto.
Lo que Freud descubre es que la pulsión, más allá de su generalización
como pulsión de vida, pulsión de muerte, puede tomar varios aspectos,
relacionados con las fases de la libido. Es a la pulsión oral (una modalidad
de hacerse con el objeto) a la que debemos atribuir la voracidad y el
acaparamiento más allá de la lógica previsión. Ello nos hace pensar que el
individuo de la especie humana, quizá desde el comienzo, haya practicado,
alguna suerte de acaparamiento, de acumulación originaria, cuya data
histórica en el despojamiento de las tierras y la consiguiente precipitación
hacia las ciudades industriales, no sería otra cosa que un acontecimiento
histórico cuyas raíces tendríamos que buscar en esas precarias condiciones
reales de la especie. Esl decir, esta tendencia a la acumulación es
estructural, y como tal, ineludible a la condición humana. Es mejor no
desconocerlo con el fin de poder gestionarlo bien.
No es muy osado suponer que el humano primitivo, acuciado por su
incapacidad de tener el objeto de necesidad a la mano, busque proveerse de
todo lo que puede necesitar, más allá de toda utilidad inmediata y más allá
también de toda previsión. Supongamos, en primer lugar, que este humano
primitivo necesite dos objetos en un período de tiempo determinado, y
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supongamos también que abrumado por el sentimiento de que algo puede
faltarle, de que puede darse de nuevo la situación originaria en la que el
objeto no estaba a la mano, se procure, estirando sus fuerzas, la fabricación
de dos más, es decir, que fabrique cuatro (por si acaso, como se dice). Es
seguro que si él, por si mismo, puede fabricar dos de más, todavía se
esforzará en aumentar su reserva llevado por la angustia de un futuro
privado del objeto. Pero, evidentemente, esto tiene un límite. Llegará un
momento en el que ya no podrá hacer más sin poner en peligro su vida.
Todavía le quedará un recurso: a su lado él ve como otros seres se afanan
en lo mismo. Llegado a un punto en el que sus recursos vitales de trabajo
no dan para más, no carece de lógica pensar que tratará de someter a sus
congéneres para aumentar sus depósitos a costa de la fuerza de trabajo de
otros. De este modo, en lugar de tener los cuatro que su fuerza procuraba,
tendrá cuatro más por cada trabajador del cual extraiga el fruto de su
trabajo. Pronto advertirá que no puede quedarse con todo, que tiene
también que mantener la fuerza de trabajo ajena, pero aquello que cada uno
necesitaba solo eran dos. Ninguna previsión para ellos, solo lo
estrictamente necesario. El resto pasará a aumentar su provisión, De la
cual, ya en el futuro, deberemos restar los cuatro que él hubiera podido
producir, ya que a partir de entonces, seguramente, reservará para él,
redimiéndose del trabajo, el papel de ser aquel que vigila la obra, tarea esta
también que intentará eludir buscando a otro congénere que le libere de
ella.
Libre de la maldición bíblica, tendrá que inventar para si un nuevo ser, ya
que el suyo previo, un ser perteneciente a esa especie animal que no puede
gozar de la vida porque antes tiene que ganarlai, se ha desvanecido. A partir
de esta operación mediante la cual se ha excluido de la tarea humana, se
convertirá en un ser descarnado, cada vez más descarnado (con todas las
acepciones de la palabra), en un ser despojado de la esencia de su carne
humana. Pero devendrá también un ideal al que todos aspirarán, un ideal
que al no haberlo logrado el resto de los combatientes, quedará para ellos
como fantasma (aquel fantasma que se desliza en expresiones tales como:
cuando seas padre comerás carne. Carne de otros que descarnalizará tu
esencia).
Este ser que ha hurtado el fruto del trabajo de todos, usurpará también, para
su beneficio, una función de orientación que tiene que ser colectiva, y que
trata de responder a esa pregunta ineludible que detiene la acción dando
paso a la razón: ¿qué hacer? Lacan expresa en su elaboración de los cuatro
discursos esa función orientativa como significante uno, S1; es decir aquel
significante que ordena todo el discurso en relación a un fin y que
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anteriormente a su usurpación por el Amo es un significante neutro que
sólo expresa en lo simbólico una orientación de la tarea humana1.
Cuando ese significante que orienta el trabajo de toda una colectividad es
encarnado en una persona real, con sus insuficiencias, y le es transferido el
papel de ser aquel que sabe lo que hay que hacer, lo que se produce, para
Freud, es una transformación de lo que él llama ideal del yo, que cumple
una función puramente regulativa, en un yo ideal, tal como él lo detecta en
la hipnosis, y que hace que cuando sucede en colectividad las masas se
precipiten hacia la obediencia ciega abandonando toda función crítica. Es
así como el amo puede convertirse en el espejo en el que se gesta un yo
ideal, que prescinde de toda colectividad, colectividad que si se une en
masa solo lo es por el tiempo en que se hace necesario que para ganar la
carrera de ser el puro amo solitario, un trecho de ella hay que recorrerlo
auxiliado por otros, que serán abandonados al llegar a la meta.
Ustedes me pueden objetar que no hemos llegado a tanto, que esta
elaboración que explica el nazismo, no se da todavía aquí. Pero no importa,
a veces los conceptos, a través de racionalizaciones que no proceden
estrictamente de la razón, sino de la pulsión, pueden ponerse al servicio de
ese uno sólo, pero también, ese uno sólo puede encarnarse en un grupo, una
clase social, o un ente llamado capital, porque evidentemente no somos tan
burdos como para presentar lo que hay con toda su crudeza.
Hitler escribió un libro Mi lucha (la suya sola, el título en sí ya es
sugerente) que no hay que tomar sólo como las chifladuras de un loco que
logró llegar al poder (Hitler no padecía de ningún tipo de locura, la
estructura de Hitler era la de la perversión), Hitler escribió un libro
mediante el cual también nos transmitía una verdad: él afirmaba, y en esto
tenemos que darle la razón, que él no estaba haciendo, para Alemania, mas
de lo que otras naciones hacían, sólo que él no lo encubría.
¿Cómo llegamos hasta toda esta desventura que hoy nos asola? Hay algo en
lo que estoy muy de acuerdo –y en muchas otras cosas– en lo que se
escribe sobre las culturas del Buen Vivir.
Pongamos, por ejemplo, que ese significante S1 se enunciara así: el buen vivir.
Sería el significante hacia el cual estaríamos orientando todo nuestro discurso;
sería también el ideal al cual colectivamente aspiramos. Imaginemos que ese
significante que nos une ahora aquí, en una tarea común, es acaparado por uno
sólo. Seguro que ese buen vivir, que tenemos entre todos que dilucidar qué es y
como lo alcanzamos, se transformará, cuando menos, en vivir bien: yo sé como
arreglármelas para vivir bien; los demás sobran o sólo son esclavos al servicio de
mi vivir bien. Fíjense cómo cambia el sentido.
1
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Los que han escrito sobre ellas hacen hincapié en señalar la idealización del
progreso, y el consiguiente desarrollo, como la causa de las desigualdades,
y del estado de precariedad a que se ven sometidos, paradójicamente,
muchos pueblos. Y, a mi entender, tienen razón.
La idea del progreso, no sólo tiene su asidero en los conocimientos
científicos que permitieron el avance de la técnica, sino también en todos
los conceptos que se acuñaron, por parte de la filosofía, en los siglos
diecisiete y dieciocho, y que se conocen genéricamente como Ilustración.
La Ilustración aspiraba a la noble tarea de liberar a los hombres de sus
cadenas por medio del conocimiento; pero no sólo se trataba de sacarlos de
esas servidumbres muchas veces imaginarias (en otras, evidentemente,
reales), sino que partía de una curiosa idea, con una asombrosa base real, la
idea de que el hombre no había llegado a su mayoría de edad, es decir que
todavía no era aquello que debía ser: un hombre.
Es bien cierto; el hombre siempre está en situación de debe; debes ser,
debes hacer. Continuamente se nos indica lo que debemos hacer, lo que
debemos ser, como si nunca lográramos alcanzar nuestro ser. El ser
humano siempre está en deuda con su esencia.
Esta reflexión no deja de sumirnos en una cierta perplejidad. ¿Cómo puede
llegar a ser deudor aquel ser al que el Creador le debe tanto?; y, en primer
lugar, le debe la ley, una ley que le oriente como al resto de los animales.
El ser humano asumió de este modo (aunque la pretensión de la Ilustración
era librarle de Él, o al menos de parte de Él) la culpa de Dios, la culpa de
un Creador que –como podemos ver en esa lúcida producción literaria de
Mary Shelley: Frankenstein–, había hecho a su Creatura, según las palabras
de un insigne loco: el presidente Schreber, a tontas y a locas; es decir con
chapucería, y decimos chapucería para apartar de ese Creador toda
suposición de maldad, sospecha legítima que Descartes se precipita en
desechar.
Quedaba, pues, a cargo del hombre, completar la obra del chapucero
universal, y llegar a ser, según el Gran Plan de la Naturaleza, la obra
cumbre de la creación, como escribirá Kant.
Una cosa es reconocer las condiciones reales –nadie lo hizo mejor que
Kant, quizá también Hobbes– y otra cosa es extraer el corolario que debe
derivarse de ello. Proyectando hacia el futuro la realización del ser humano
se restauraba su narcisismo. Es cierto que el soporte científico que sería la
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base explicativa de la especificidad de la especie humana, es decir su
fetalización, su neotenia, no estaba aún disponible en los tiempos de la
Ilustración. No obstante, la indefensión de la especie humana, fundamento
real de muchos de sus comportamientos, ya había encontrado su relato
desde los tiempos de Platón. Así, en el diálogo platónico Protágoras o de
los sofistas asistimos, una vez finalizada la creación, al reparto de dones
entre las especies animales, con el fin de que ninguna de ellas fuera
extinguida. Cuando Prometeo, cumpliendo el trato con Epimeteo, que era
el enviado de los dioses para dotar a las especies de los recursos necesarios,
va a examinar el reparto, contempla cómo el hombre ha quedado excluido
de él. Ve cómo los individuos de la especie humana están desnudos, sin
armas, sin calzado; incapaces de proveerse de su comida e incapaces
también de defenderse. Apiadándose de ellos, y tratando de remediar esta
desventaja, Prometeo, roba, para los hombres, el fuego y las ciencias de los
talleres de Hefestos y Artemisa. Advirtieron pronto los humanos que estos
dones, si bien hacían de ellos seres inteligentes, no eran suficientes para
defenderse, cada uno de ellos por si mismo, de los ataques de otras
especies, por lo que decidieron reunirse en poblados y ciudades, para su
mutua conservación.
Aquí no acaba la historia: la especie humana esta marcada por unas
condiciones antagónicas que hacen casi imposible su viabilidad: el hombre
es un animal que necesita hacer su obra en colectividad, a la vez que para
sostener la vida necesita acrecentar su narcisismo. Esas son las condiciones
antagónicas que se expresan en esa certera frase de Kant: la insociable
sociabilidad, y que requieren, para ser gestionadas, de una habilidad
extrema. Estas características explican lo que sigue en el relato de Platón:
Zeus viendo que esos hombres, que necesitaban estrechar los lazos para
defenderse de otras especies, no dejaban de enzarzarse entre sí, mandó a
Hermes para procurar al hombre el arte de la política.
Una cosa es, decíamos, reconocer las condiciones reales del individuo de la
especie humana, reconocimiento muy saludable si la conclusión es trabajar
en el sentido de gestionar bien los recursos reales con los que cuenta
nuestro psiquismo, y otra bien distinta es adherirse al fantasma de
realización completa y sacar como conclusión que aquello que el hombre
debe ser pero aun no es, tendrá su cumplimiento en el futuro. Se instala así
la idea del progreso, adelante, adelante siempre, ciegamente, sin reconocer
errores, sin detenerse y desandar el camino si nos hemos equivocado; ni
aun cuando este imperativo de adelante nos conduzca a la posibilidad de
extinción total de esa Naturaleza en el seno de la cual hicimos nuestra
aparición como especie. Este es el imperativo pulsional marcado por el
deber ser.
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Casi al mismo tiempo que se reconocía al ser humano como ese ser que no
había alcanzado todavía la mayoría de edad, es decir que no sabía muy bien
lo que se hacía, se decretaba paradójicamente su libertad. Operando
libremente él hombre sería llevado colectivamente hacia su bien, hacia el
buen vivir. Todavía no hemos esclarecido la fascinación que ejerció, sobre
otros pensadores, filósofos, e incluso economistas, la obra de Newton, no
digo la importancia, sino la fascinación. Por un lado se buscaba la libertad
y por otro se ansiaba con vehemencia que el comportamiento humano se
rigiese con la misma precisión con la que se rigen los cuerpos celestes. No
sólo existía una envidia latente hacia el resto de las especies que gozaban
del carromato del instinto, sino que, además, se anhelaba la fijeza de la ley
que ordena los cuerpos físicos. Una buena resolución del problema era unir
libertad y ley. La mano invisible de Dios, que parecía ordenar los astros,
planetas y estrellas en el Universo2, esa mano invisible newtoniana
retornará, un siglo después (1776) en Adam Smith, para guiar, sin que el
hombre lo supiera, su libre acción en el mercado.
Lo que se veía, el desorden discordante del comportamiento del hombre,
tanto para Adam Smith como para Kant, solo era aparente. Detrás de ello,
un plan racional (de Dios o de la Naturaleza) guiaba los pasos de los
humanos. Tanto la cruel competencia de los hombres como su acción en el
mercado tenían un oculto sentido racional que encontraría su verificación,
en un caso sincrónicamente, en el otro, en un futuro desarrollo. Había que
leer, pues, entre líneas, esa pretendida racionalidad.
Podemos admitir que el hombre guiado por la razón, incluso obrando de
modo inconsciente –es así como podemos leer desde el psicoanálisis la
mano invisible– se comporte de modo tal que buscando su bien alcance,
tras muchos rodeos, el bien de los demás. La razón bien puede dictarnos
que debido a la necesidad de unidad de acción que tiene la especie humana
el bien propio no puede ser desgajado del bien de la colectividad. Guiado
por la razón, por aquello que laboriosamente sustituye al instinto faltante, a
la dulce voz de Dios, o al carromato del instinto, según Kant, es posible
que sí; solo que el hombre, conscientemente o no, no se guía únicamente
por la razón, está sometido también a ese apremio que es la pulsión y que
no siempre le lleva a dirigir su acción según razón, sino urgido por esas
exigencias pulsionales de voracidad y acaparamiento que determinan su
conducta.
2
Newton: Principios Matemáticos (1667)
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Volvamos a nuestro joven, a aquel que nos dice cuando queremos
despertarle: “nada se puede hacer”. Sin dejarnos llevar por la desesperanza
que encierran estas palabras, leamos lo que ellas nos transmiten. Lo que
nos muestran es el poder de esa sobredeterminación simbólica que nos
enmudece y de la cual, hoy por hoy, es muy difícil salir.
¿Cómo hemos llegado hasta aquí? He hablado de una sobredeterminación
simbólica, pero quizás sean insuficientes las categorías lacanianas de real,
simbólico e imaginario, para incluir en una de ellas a ese mecanismo atroz,
pulsional, acéfalo, que separado ya de todo cuerpo y desgajado de toda
subjetividad ha ido devorando sujetos, naciones, gobiernos y estados, y que
convierte a sus lacayos en siniestros autómatas, y al frente del cual ya no
reconocemos a ningún amo al que podamos señalar y pedir cuentas.
Las palabras de nuestro joven nos muestran, también, ese tiempo oscuro
que nos está tocando vivir; las luces de la Ilustración se han apagado, y
envueltos entre sus sombras emergen los fantasmas.
Es cierto que Freud continúa la labor de la Ilustración, tratando de iluminar
con sus conceptos aquello que dejó oculto la exaltación de la Razón. Quizá
sea nuestra tarea, todavía, seguir trabajando el concepto, desvelar las
falacias que la pulsión ha logrado introducir en la razón bajo la forma en la
que siempre se sirve de ella; es decir mediante lo que Freud llama
racionalización. Quizás debamos seguir revisando los conceptos para tratar
de guiar adecuadamente el comportamiento humano, quizás sea así, pero
les hablaba al comienzo de vergüenza, vergüenza de estar aquí hablándoles
de conceptos, conceptos que frente a lo real de lo que está ocurriendo me
parecen vacíos, me hacen sentir lo que dice Freud respecto a la filosofía,
pero que bien puede aplicarse también al psicoanálisis: que las palabras van
por un lado y la cosa por otro.
Podría, para escapar de la vergüenza, tratar de demostrarles que los
conceptos psicoanalíticos no son conceptos vacíos; son conceptos que se
ajustan a lo real; podría decirles, también, que el concepto de pulsión, del
que Freud dice que es el concepto fundamental que hace del psicoanálisis
ciencia, desvela la falacia en la que se asienta todavía esa economía que se
pretende científica y que tiene sus raíces en el liberalismo económico. Es el
desconocimiento del concepto de pulsión, y sus implicaciones, lo que
impide ver que todas las actividades humanas deben estar sometidas a la
regulación de la ley. Ante la ausencia de una ley natural que marque los
caminos de estabilidad y de supervivencia, el ser humano ha tenido que
dotarse a sí mismo de una ley, ley transmitida que es fruto de la
experiencia. El ser humano, actuando libremente en el mercado, no sólo
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colocará en él la impronta de la razón sino, en mayor medida, la impronta
de la pulsión. (Somos libres solo en la medida en que lo somos para
solicitar leyes que limiten nuestra naturaleza pulsional).
Podría decirles también que me parecen muy acertadas las palabras del
economista Schumpeter cuando, apelando a la lucha de un ego consciente
con una personalidad inconsciente (pero que nosotros podemos leer como
lucha entre razón y pulsión), escribe estas palabras: No puedo –ni acaso
necesite– hacer más que aludir a las amplias posibilidades de aplicación
del psicoanálisis a la sociología –especialmente a la sociología política– y
a la economía, que me parecen apuntar para el futuro: un día la sociología
freudiana de la política (con la política económica incluida) puede ser más
importante que cualquier otra aplicación del freudismo, aunque hoy por
hoy no existan más que conatos de este desarrollo.
Todo esto es lo que siento, y en lo que siempre he creído. Siempre me he
sentido inclinada a mantener que la correcta elaboración de los conceptos,
que son los pilares que sostienen la morada en la que habita el ser humano
en tanto ser simbólico, influye mucho en el buen hacer, sólo que también sé
que no existen los conceptos puros. Sé que antes de la elaboración del
concepto, y determinándolo, está no sólo la ideología sino también el
sentimiento que guía esta elaboración, la representación final, como diría
Freud, es decir a donde quiere llegar el autor.
Desde hace tiempo, he observado que hay dos clases de economistas
teóricos, aquellos cuyo punto de partida es el dolor humano, y todas sus
reflexiones, sus elaboraciones teóricas, van dirigidas a tratar de aminorarlo,
y aquellos otros que se ocupan de la economía como si sus actores no
fueran seres sensibles y cuyo fin no fuera, por tanto, el buen vivir de ellos,
sino otro para el cual el individuo no es nada más que un objeto al servicio
de ese fin. Son esos los que se revisten, con engaño, de cientificidad, y
tratan con desdeño a aquellos que incluyen en sus reflexiones el
sentimiento y el deseo.
Podríamos aquí, a pesar de la vergüenza inicial de orientar mi exposición
mediante la elaboración conceptual, seguir exponiendo conceptos,
conceptos que en lo que respecta al tema que ustedes proponen me parecen
acertados y que toman muy en cuenta lo real: la filosofía inspirada en el
sumak kawsay, pone la defensa de la Naturaleza, de la Pacha Mama o
Madre Tierra, en primer lugar, y esta defensa está guiada por la razón. Sin
ella, sin esta Madre Tierra, no hay vivir posible, ni bueno ni malo. Podría
también agregar que, más allá de los intereses particulares que subyacen a
la explotación de la Tierra, esa explotación tiene su fundamento en un
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fantasma, (del cual ya traté en otra comunicación). Hay un fantasma que
exige de la madre que sea un ser que nunca agote sus recursos, que se deje
explotar sin pedir nada a cambio, (¿qué tendría que pedir si a esa madre se
le considera plena e inagotable?). Este fantasma va también más allá del
caso particular y afecta a aquella madre que representa la función materna
por excelencia, a aquella que dio el ser a nuestra especie. El fantasma está
tras nuestro irracional comportamiento para con ella; este comportamiento
sólo puede explicarse (más allá de lo que puede ser guiado por la codicia y
el acaparamiento) si es sostenido por la convicción de que hagamos lo que
hagamos con nuestra madre tierra, con aquella que generó nuestra especie,
ella no agotará jamás sus recursos.
Este fantasma de una madre inagotable, tapa lo que ya con urgencia el buen
hacer debería dictarnos: cuidar de ella, en lugar de intentar extraer a toda
costa ganancia de lo que ya amenaza con ser carestía, porque nuestra
especie, hoy por hoy, no tiene otra madre a la cual emigrar.
El fantasma es algo de lo que el psicoanálisis se ha ocupado con frecuencia,
devolviéndo su función al lugar en el que se elaboran los conceptos, porque
el fantasma no es solamente asunto de novelas y películas. El fantasma es
inherente a la razón, en tanto que la razón trata siempre de globalizar, de
encontrar una explicación de lo real totalizadora. Desde el momento en el
que la razón hace su aparición lo hace también el fantasma completando
aquello que la percepción no nos proporciona, y posteriormente se impone
siempre en aquellos lugares en los que la razón declina; el fantasma come
siempre razón, y esta expresión tomenla en su sentido literal: se alimenta
de razón, mordisquea en ella hasta dejarla exangüe.
Constato, con agrado, que esta filosofía del buen vivir que encuadra nuestra
mesa de debate hoy, tiene también en cuenta el fantasma. De hecho, el
desarrollo le sirve a Alberto Acosta para convocar a aquella famosa frase
del Manifiesto: Un fantasma recorre Europa. El autor dilata el fantasma y
le hace recorrer el mundo: Un fantasma recorre el mundo, ese fantasma es
el desarrollo (leemos). A ese fantasma el autor le pone límites y lo declara
inalcanzable. De acuerdo, No se trata de eliminarlo sino de ponerle límites.
El fantasma es ineliminable, es estructural, es inherente a esa condición
humana de insuficiencia que le insta imperiosamente a completar lo que
falta. Al fantasma se le pone límites, como enuncia el autor; se dialoga con
él: diálogo de la razón con la irrazón, como escribe, en España empeño de
una ficción, otro autor muy bien orientado: Juan Gil Albert, o se le
consuela, se le aplaca, como nos muestra el final de una de las cuatro
historias de la película El más allá, del director japonés Kobayashi, en la
que Hoichi sigue una vez más a los fantasmas que van a buscarle para que
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les cante la historia del naufragio, pero esta vez no son los fantasma
quienes le arrebatan a la fuerza del monasterio budista, es él quien
voluntariamente va hacia ellos para darles sosiego con su dulce cántico.
Al trabajar el concepto, puedo poner toda mi capacidad de razonar al
servicio del tema que ustedes han propuesto, con la facilidad añadida de
que, como ya hemos ido desarrollando, podría decirles que los conceptos
acuñados por el psicoanálisis bien pueden servir para fundamentar esa
experiencia del Buen Vivir, aunque no pueda mostrarme de acuerdo con
todo lo que allí se afirma. No puedo suscribir esas palabras de Acosta, que
nos dicen que la agresividad y la compestividad no son características que
puedan ser atribuidas a la naturaleza humana, ya que la ciencia ha
demostrado la tendencia natural dominante de los humanos a la
cooperación y a la asistencia mutua, sino que son fruto de civilizaciones
(como la civilización capitalista) que favorecen el individualismo, el
consumismo y la acumulación agresiva de bienes materiales.
Todo lo que les he expuesto anteriormente me impide sostener la idea de
un ser humano por naturaleza bueno cuya única causa de su mal fuera la
civilización capitalista. El ser humano antes que ser bueno o malo es un ser
que tiene que enfrentarse a unas condiciones reales como especie que hacen
difícil su supervivencia. La especie humana es una especie marcada, en
primer lugar, por la insuficiencia. Y esta insuficiencia tanto es causa de la
cooperación y ayuda mutua, como de la codicia y el acaparamiento. No
tenemos por que pensar que hay más de una cosa que de otra. Desconocer
esto es embarcarse en una ilusión que inevitablemente nos llevará a
decepciones. No son solo los recursos de la Madre Tierra los que tienen
que administrarse bien, también tenemos que administrar, con acierto, lo
real de los recursos psíquicos.
Podríamos seguir hablando de conceptos, pero también sé que todo lo que
enuncie estará guiado por mi representación final, es decir, por aquello a lo
que quiero llegar, y sé también que a ustedes todo esto no les dirá nada si
no existe una comunidad de sentimientos que nos guíe en una misma
dirección, si lo que ustedes pueden oír, previo a todo lo que les pueda
convencer, no está determinado por una posición subjetiva frente a lo real
consistente en una ética no diré tanto del buen vivir como del buen hacer.
Lo que me parece que es urgente, y previo a abordar las cosas desde los
conceptos, es despertar lo que de sensible puede quedar todavía en
nosotros. Quiero hablarles, ahora, de la historia de Sebastian Haffner.
Sebastian Haffner, pueden encontrar varias obras suyas en las librerías, era
un joven alemán, ario puro en la Alemania nazi, que en los comienzos del
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nazismo decide dejar su país porque siente, a pesar de que él no corre
peligro alguno, que van a por él: van a por su alma. Él ha tenido ocasión de
contemplar, en las charlas de café, cómo todos sus amigos van modificando
sus ideas, van siendo captados por las ideas del nacionalsocialismo, o, al
menos ya no se sienten alarmados por ellas. Se trataba de muchachos con
ideales de justicia y solidaridad y Haffner ve como uno a uno van todos
cediendo y convirtiéndose en unos seres a los cuales él ya no reconoce. Su
instinto, su olfato (es decir, lo sensible) le advierte del peligro. Él no
razona, huele, y lo que huele, le huele mal. Sabe (y esta es buena ocasión
para que reflexionemos sobre el vínculo primero, olvidado, de lo sensible
con el conocimiento), sabe con certeza que debe irse, porque de no hacerlo
es su alma (su sensibilidad), lo que peligra.
No es recurso el de irse físicamente que esté al alcance de todos; pero del
relato de Haffner podemos extraer sus consecuencia; no son los conceptos
los que deben guiarnos en estas situaciones extremas, porque enfrente no
hay un otro a quien tengamos que convencer, con nuestras razones, de que
está equivocado, eso ya lo sabe y no le importa. Su guerra no la libra en el
terreno de los conceptos. Los pseudo conceptos vendrán después cuando
puedan ya operar con toda objetividad, es decir, cuando haya sido
eliminada toda subjetividad sensible. No son nuestras razones lo que
quieren arrebatarnos sino nuestra alma (léase sensibilidad); porque saben
que es sólo nuestra sensibilidad lo que puede ponernos de nuevo en la
buena orientación.
Que nos roben el alma es el peligro que, como Haffner, allí en la Alemania
nazi, corremos todos. Este peligro es lo que debería darnos unidad de
acción, la consigna que nos uniera, más allá de las reivindicaciones
gremiales. ¿Cómo es posible que creamos que, dispersos, podemos vencer
al Uno, a ese Uno del que hablábamos el año pasado? Si, adormecidos en la
cuna de nuestros narcisismos particulares, dejamos que el hurto se perpetre,
nos convertiremos cada uno de nosotros en un ser sin alma y sin vergüenza.
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NOTAS
Lacan escribe su grafo del deseo, que debemos leer como la radiografía del
psiquismo humano y leer también que ningún elemento de este grafo es
eliminable. Una lectura correcta de este modelo que nos propone Lacan
evitaría que cayéramos en ilusiones irrealizables, y permitiría que nuestras
acciones, encaminadas al buen vivir, fueran más eficaces.
Nos ilustra mucho, y nos da la razón a lo que aquí estamos
exponiendo, la etimología de la palabra ganar. Ganar proviene,
seguramente, del verbo gótico Ganan, que significa codiciar, abrir la
boca, desear con avidez, mirar con ansia.
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