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Rafael Conté
Juan Carlos Onetti: El
triunfo de la derrota
La concesión del último premio
«Cervantes» al escritor uruguayo residente en España Juan Carlos Onetti
ha constituido sin lugar a dudas una
relativa sorpresa para el gran público
lector. Los anteriores galardonados con
este premio —el Nobel de las letras
hispánicas— configuraban una panoplia indiscutida e indiscutible: los nombres de Jorge Guillen, Alejo
Carpen-tier, Dámaso Alonso, Gerardo
Diego y Jorge Luis Borges trazaban una
especie de cota estética, de línea cualitativa que en principio el escritor uruguayo no parecía alcanzar.
Sus libros, sin embargo, se habían
reeditado recientemente en España, la
mayoría de ellos en ediciones de bolsillo ya, y su última novela, Dejemos
hablar al viento (1979), había conseguido el año anterior el premio de la
Crítica. Pese a todo, este último libro
llegaba tras largos años de silencio
narrativo; años que, al mismo tiempo,
encerraron el último gran trauma de
la vida del escritor: su decisión de
aceptar el exilio, de abandonar Uruguay para instalarse en España. Su anterior novela larga, ]untacadáveres, databa de quince años antes. Tres lustros
de lucha, exilio, adaptación a una nueva
vida y publicación de sus obras
anteriores en su nueva patria, incluyendo
la recuperada, Tiempo de abrazar,
Cuenta y Razón, n.° 2
Primavera 1981
o al menos el estado incompleto del
manuscrito encontrado, aquella primera
novela que durante toda su carrera de
escritor había dado por perdida.
La carrera literaria de Onetti, larga
y consolidada a estas alturas, se ha
formado sin embargo a contracorriente,
como con desgana, como si su autor
nunca hubiera tenido el propósito cierto
de estarse labrando una carrera. Onetti
ha recorrido su larga existencia con una
suerte de desánimo tenaz, al desgaire de
modas y operaciones publicitarias, como
si no creyera demasiado en lo que estaba
haciendo. Su imagen es la de un
escritor antiprofesional que escribe con
pertinencia y desesperación, como si no
le quedase otro remedio. Suele llegar
siempre o demasiado pronto o
demasiado tarde. Hasta estos premios
citados de 1979 y 1980 ha quedado
sempiterno finalista de muchos otros
concursos. Tiempo de abrazar, que
data de 1933 —aunque la fecha de los
derechos de edición son de 1943—, y
cuyo
manuscrito
perdió,
para
recuperarlo incompleto mucho tiempo
después, quedó finalista de un premio
convocado por la Editorial Parrar y
Rinehart de Nueva York, y que ganó
Ciro Alegría con El mundo es ancho y
ajeno. En otro certamen, de la
Editorial Losada, Bernardo Ver-bitsky
se impuso frente a Tierra de
nadie (1941), la primera novela larga
que en realidad publicó Onetti. Pero
este extraño sino seguía casi hasta el
final. En 1960, el premio «Life» en
español fue para Marco Denevi, frente
al extraordinario relato onettiano Jacob y el otro, y el premio «Rómulo
Gallegos», en 1967, fue para La casa
verde, del peruano Mario Vargas Llosa,
que venció a Juntacádáveres. Y pocos
años antes, el premio «Fabril» había
ido a Jorge Masciángioli, un laborioso
narrador argentino, frente a la genial
El astillero de nuestro eterno finalista.
La unanimidad de todos estos fallos
en contra extraña un poco a estas alturas. Pero ya se sabe que todas las
antologías son un error y que el destino
de los premios, como el de los críticos,
es equivocarse. Frente al nombre de
Juan Carlos Onetti, sólo los de Ciro
Alegría o Mario Vargas Llosa pueden
alinearse sin cierto rubor. Lo demás
es industria, esto es, silencio. Fue precisamente Vargas Llosa quien llamó
públicamente la atención, al recibir el
«Rómulo Gallegos», sobre la injusticia
que tenazmente se cometía con Juan
Carlos Onetti, a quien confesó como
uno de sus maestros, de sus ídolos secretos. Han sido los jóvenes escritores
del continente —y después la crítica
española— los que han sacado a
Onetti de sus casillas de escritor secreto, de gran maestro clandestino,
para situarlo en su debido lugar, a la
luz de los grandes focos del éxito, que
finalmente parece haberle llegado de
manera irremediable, como si el escritor
lo hubiera evitado hasta no poder más.
De hecho, los dos nombres citados
anteriormente —Alegría y Vargas Llosa— parecen flanquear este largo camino de Onetti hacia la molesta fama
que hoy parece agobiarle. Uno es un
precursor, el otro el heredero triunfal.
Onetti es un escritor que no logró la
fama a tiempo y que, cuando los
herederos del manoseado boom de
las letras latinoamericanas, en pleno
éxito, airearon su nombre, pareció configurarse asimismo como un precursor
olvidado. Nacido en 1909 en Montevideo, Juan Carlos Onetti, de familia
lejanamente irlandesa a pesar de su aspecto italiano —hay que citar: el origen
es O'Netty—, trabajó en múltiples
oficios, entre Montevideo y Buneos
Aires, en periodismo y publicidad, fue
el primer secretario de redacción del
semanario uruguayo «Marcha» y escribió
largos años en un desorden tenaz,
elaborando una extraña obra literaria
que se configura como una de las más
importantes del continente. Consiguió
primero
cierta
celebridad
local,
riopla-tense, y ha forjado su obra en un
camino ascendente y laborioso, desde la
inconcreción y vaguedad de sus primeros
libros —notables, desde luego, pero lejos
de lo que se suele llamar la perfección—
hasta el trazado flexible y férreo de sus
últimas obras maestras. Sus tres
primeras novelas —Tiempo de abrazar,
que no se publicó hasta 1978, Tierra de
nadie (1941) y Para esta noche
(1943)— instalaron la presencia de un
escritor potente, angustiado, dueño de
una prosa insólita que aunaba desgarro
y moderación, donde el ambiente
sórdido
prevalecía
sobre
los
personajes: escenarios urbanos, mundo
lumpen, frecuentes incursiones en la
violencia y el hampa. Prostitutas,
drogados, policías, simplemente seres
humillados y ofendidos en busca de la
imposible felicidad, de una estabilidad
inalcanzable. Las raíces de Onetti había
que buscarlas en nombres muy dispares:
Sartre, cuyo primer existencialis-mo
pareció un modelo para el escritor
uruguayo, que, sin embargo, comenzó
a escribir casi al mismo tiempo que el
francés; Louis Ferdinand Céline, del
que su mítico Viaje al fin de la noche se
convirtió en una especie de biblia para
el latinoamericano William
Faulkner, que le ha influido tanto en
su especial técnica narrativa, con la
técnica descendente y sus frecuentes
elipsis, como en la creación de un microcosmos narrativo; y, finalmente, Roberto Arlt, el argentino de estirpe alemana, el que interiorizó la violencia
de su continente, el creador de una
novela urbana y patológica, desordenada, confusa y de unos niveles expresivos raras veces alcanzados.
Felizmente, el primer libro de
Onet-ti no fue ninguno de estos tres,
sino una extraña novela breve aparecida
en 1939, en una edición corta y barata,
que alcanzó un escaso éxito. El pozo
data de 1939, y es un libro tan intenso
en su brevedad que dentro de su desorden y aparente inconcreción constituye un hito en la narrativa latinoamericana.
«Las extraordinarias confesiones de
Eladio Linacero —alguien habla en primera persona; son las palabras finales
de El pozo—•. Sonrío en paz, abro la
boca, hago chocar los dientes y muerdo
suavemente la noche. Todo es inútil y
hay que tener por lo menos el valor de
no usar pretextos. Me hubiera
gustado clavar la noche en el papel
como a una gran mariposa nocturna.
Pero, en cambio, fue ella la que me alzó
entre sus aguas como el cuerpo lívido de
un muerto y me arrastra, inexorable,
entre fríos y vagas espumas, noche
abajo.» Un hombre habla, un hombre
del que apenas conocemos sus perfiles,
su trabajo, sus ocupaciones: sólo un
largo lamento, fragmentos de historias
amorosas, un intento de violación
—maldito no por la violación, sino por
constituirse en mentira— y sus
desoladas reflexiones sin esperanza. En
aquellos años aquel estilo, esta prosa
pastosa, sórdida e interiormente
iluminada, fundaba un nuevo paisaje
literario.
Onetti fue dueño de esta prosa
desde sus principios; pero no de sus
argumentos, que parecían escapársele
a borbotones. Las estructuras de las
otras tres novelas citadas eran vacilantes, ambiguas, se le caían de las
manos a este escritor sólido y vacilante a
un tiempo. Los personajes aparecían y
desaparecían misteriosamente, mientras
Onetti colocaba escena tras escena
tenazmente, sin preocuparse demasiado
por la claridad del conjunto. Cualquiera
hubiera pensado que se trataba de un
proceso de aprendizaje, que a partir
de lo ya dado el escritor perfeccionaría
sus procedimientos, aclararía temas y
personajes para lograr la obra maestra
que se avecinaba.
No fue así. La obra maestra surgió,
pero pareció ser precisamente por la
acumulación de los defectos más que
por su eliminación. Pues la cuarta novela larga de Onetti, La vida breve
(1950), puede ser considerada como el
verdadero principio de su obra, como
el lugar de la invención total. En su
primera página aparece un personaje
que escucha a través del tabique de su
vivienda los infortunios de una vecina:
es Brausen, el fundador. Porque mientras
se acumulan episodios y personajes,
Brausen piensa, o escribe tal vez, se
transmuta en otros personajes, coloca su
realidad en un mundo inventado, una
ciudad al borde de un río llamada
Santa María. Aquí aparece por vez
primera el microcosmos especial de
Onetti, a semejanza del faulkne-riano
condado de Yoknapatawpha o del
Macondo de García Márquez. En Santa
María se irán reuniendo todos los
personajes de Onetti: Brausen, Arce,
Díaz Grey —que no son más que
uno—, Jorge Malabia, Larsen—«Junta»
Larsen, que ya aparecía en Tierra de
nadie, el «macró» desesperado que funda
un burdel y termina sus días intentando
salvar el astillero del viejo Jeremías
Petrus— o el subcomisario Medina, que
asistirá a la propia destrucción de Santa
María en la última
de las novelas del ciclo, Dejemos
hablar al viento.
En La vida breve aparecen, por tanto,
los temas, personajes y escenarios de
Onetti. Es como la summa que lo
encierra todo, que lo resume todo.
Hasta el inventor, Brausen, acabará
convertido en un monumento o en el
nombre de una plaza de Santa María.
El astillero se contrapone a la ciudad, y
Lavanda (posible Buenos Aires) es el
escenario exterior, del cual se vuelve
siempre a la condena del infierno.
En 1954 Onetti publica la más perfecta
de sus novelas cortas, Los adioses, de
tono perfectamente faulkneriano, una
breve historia de amor, enfermedad,
muerte, suicidio y desesperación. Con
estos dos últimos libros el escritor ha
adquirido ya su maestría total. Sus
vacilaciones y ambigüedades, profundizadas hasta la exasperación, se
han convertido en patéticas virtudes.
Sus meandros y complicaciones aparecen
ahora perfectamente necesarios, sirven
a la profundización de sus relatos. Es el
triunfo de un mundo sórdido, repleto
de humillados, personajes fracasados,
habituales de la derrota y el infortunio.
A partir de ahora todo serán obras
maestras. Otra gran novela corta, Para
una tumba sin nombre (1959), y dos
largas publicadas en orden inverso al
de su argumento, El astillero (1961) y
Juntacadáveres (1964). Mientras tanto,
va reuniendo asimismo otros textos
cortos en volúmenes que engloban una
docena de relatos y algunas novelas
cortas más: Un sueño realizado y otros
cuentos (1951), La cara de la desgracia
(1960), El infierno tan temido (1962),
Tan triste como ella (1963), La novia
robada y La muerte y la niña. Pero de
1964 a 1979 ninguna novela larga más,
como ya he dicho. Son los años de la
culminación del fracaso, del hundimiento de su propia patria, del exi-
lio, y el triunfo al final, como la cumbre de la desesperación.
«Imaginando que invento todo lo
que escribo —dice Onetti en un momento de Juntacadáveres—, las cosas
adquieren un sentido, inexplicable, es
cierto, pero del cual sólo podría dudar
si dudara simultáneamente de mi propia
existencia.» Esta luz ilumina su
procedimiento narrativo, que es un
método en abismo, el de la invención
declarada de la obra en marcha, pues
sólo la invención es real. Así se ilumina el hecho de que lo imaginado por
Brausen, Santa María, tenga más realidad que la del mismo Brausen como
personaje de novela. Onetti va más
allá: la vida no tiene sentido salvo si la
escribimos, esto es, si la imaginamos.
Un poco antes de esta última cita, en
la misma novela, dice el autor:
«También imagino a Santa María,
desde mi humilde altura, como una
ciudad de juguete, una candorosa construcción de cubos blancos y conos verdes, transcurrida por insectos tardos
e incansables. Veo entonces la diminuta población y entiendo su forma
geométrica, sus alturas, su equilibrio;
entiendo, por su casi invariable reiteración, los móviles que determinan la
inquietud de los insectos; pero no puedo
descubrir un sentido indudable para
todo esto y me asombro, me aburro y
me desanimo. Cuando el desánimo
debilita mis ganas de escribir —y
pienso que hay en esta tarea algo de
deber, algo de salvación—, prefiero
recurrir al juego que consiste en suponer que nunca hubo una Santa María, ni esa Colonia, ni ese río.»
Imaginar es buscar el sentido, que
la vida no nos da. Y el sentido es
precisamente la búsqueda, el chapoteo
en la ambigüedad, porque sólo la escritura comporta la salvación. Muchos
intérpretes de la obra de Onetti la
han descrito como una premonición
de la decadencia y caída de Uruguay,
el país que fue llamado «la Suiza americana» y que hoy se debate también,
como los países hermanos del Cono
Sur, en la dictadura y la tragedia. Pero
Onetti había descrito antes un universo
moral degradado, desesperado, en una
especie de profecía desolada. En su
última novela Onetti se muestra capital
y contundente contra los hombres con
fe: «Un hombre con fe es más
peligroso que una bestia con hambre.
La fe los obliga a la acción, a la
injusticia, al mal; es bueno escucharlos
asintiendo, medir en silencio cauteloso y
cortés la intensidad de sus lepras y
darles siempre la razón. Y la fe puede
ser puesta y atizada en lo más desdeñable
y subjetivo. En la turnante mujer amada,
en un perro, en un equipo de fútbol, en
un número de ruleta, en la vocación de
toda una vida.» Es la triste lección: lo
importante no es la fe, sino su objeto.
Onetti ha puesto su fe —su escritura—
al servicio de los hombres, y ha
descrito no sus vicios, sino, con ellos,
sus esperanzas muertas. Hay una especie
de religiosidad negativa en la obra del
escritor, donde todos somos culpables y
todos los paraísos son paraísos perdidos.
Hay torrentes de amor malgastado por
debajo de la desesperación onettiana. El
talento es la forma más perfecta de la
piedad, esa virtud terrible, pero la lucidez
lleva a la desesperación. Sólo hay una
posible salvación: seguir escribiendo,
pues sólo la escritura puede redimir
de la derrota. Como el propio Onetti
dice al final de Para una tumba sin
nombre, y refiriéndose a lo que acaba de
narrar: «Lo único que cuenta es que al
terminar de escribirla me sentí en paz,
seguro de haber logrado lo más importante que puede esperarse de esta clase
de tarea: había aceptado un desafío,
había convertido en victoria por lo
menos una de las derrotas cotidianas.»
Las tres últimas novelas de Onetti
configuran esta derrota —cotidiana,
sencilla, nunca grandilocuente, no se
olvide— y este triunfo precario que
es su asunción en la escritura. Cuando el
novelista escribía Juntacadáveres, la
historia de Jorge Malabia, su amor
condenado y el burdel que intenta fundar Larsen en Santa María, surgió,
como un episodio que se convirtió en
otra novela, el argumento de El astillero: Larsen, expulsado de Santa María, intenta reconquistar el imperio
perdido y arruinado del viejo Jeremías
Petras. Su fracaso y su muerte no importarán en la obra del escritor, pues
volverá a aparecer, muerto y todo, en
Dejemos hablar al viento, resumen final con el que Juan Carlos Onetti
intenta destruir su propio mundo: el
viento y el fuego arrasarán Santa María.
Lejos ya de su Uruguay escarnecido,
el escritor levanta acta de la desaparición de un mundo. «Nada se mueve,
dejemos hablar al viento, eso es el
paraíso», dice la frase de Ezra Pound
de la que Onetti sacó el título de la
novela. Pero Medina y Gurisa son testigos de la destrucción. Santa María
puede volver, como Larsen regresó de
la tumba. Pero será ya un mundo fantasmagórico, pasado, historia muerta
hasta el final. Pero siguen los personajes, los hay vivos todavía, y con ellos
continúa y se perpetúa la incomunicación, la radical soledad de un mundo
poblado de fantasmas. Una vez hubo
un amor, pero el amor es algo maravilloso e inexplicable, y no se puede
hablar de él. Por eso Onetti habla y
habla tenaz y desoladamente de su
ausencia, testimonia el sufrimiento, la
humillación y el fracaso.
La obra de Onetti se presenta de
este modo como una larga saga en
cuya parte central aparece el microcosmos de Santa María, donde se enlazan, atan, desatan y entrecruzan una
serie de acciones con abundantes rupturas, saltos de tiempo hacia adelante
o hacia atrás, con episodios que surgen
de otros libros anteriores y posteriores.
De esta manera, cada libro, cada
no-vela> larga o corta, se pueden leer por
separado, es verdad. Pero el lector
que desee adentrarse en el mundo
completo del escritor se verá obligado a
leer atentamente cada episodio y a
intentar trazar la cronología por su
propia cuenta. En la saga de Santa
María el principio es La vida breve,
pero no en la de los personajes, pues
Larsen aparece ya en Tierra de nadie,
que es anterior. Fundamentalmente, el
orden de lectura aconseja después
Juntacadáveres, después Para una tumba
sin nombre y como final El astillero y
Dejemos hablar al viento. Pero siempre
quedarán retazos entre sus cuentos y
relatos, que formarán recuperaciones
fragmentarias de la imposible obra
total. El mundo expresivo de Onetti,
además, es complejo, y el escritor parece complacerse en acumular las dificultades, en multiplicar los obstáculos;
pero sin ellos, no se olvide, no habría
obra, ni derrota, ni triunfo final.
Pues dentro de la desolación, de la
sordidez y de las crecientes ambigüedades del mundo de Onetti existe una
extraña y terrestre poesía que se abre
paso como difícilmente: una ternura
desolada y potente, una especie de
amor que se superpone a su propia
ausencia. Onetti es el testigo de la degradación, de la humillación, de la
soledad y del fracaso. Pero de ese detritus surge el testimonio como redención, la escritura como deber y salvación, la poesía final como asunción
del dolor, del amor imposible y la
muerte. Su testimonio, dentro de sus
límites complejos, de sus distorsiones,
complicaciones y vericuetos, es, dentro
de una moderación expresiva donde la
rabiosa sencillez y la intensidad
estilística se unen misteriosamente, uno
de los más profundos, auténticos y
terriblemente honestos de la gran
narrativa latinoamericana de este siglo.
R. C.*
*. 1935. Licenciado en Derecho. Periodista. Redactor Jefe de la Sección Cultural de El País.
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