Andréi Platónov. “Chevengur” (1926-1929)

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Andréi Platónov. “Chevengur” (1926-1929)
“Chevengur” suele ser llamado novela. Esta definición del género figura en
las cartas del autor a Máximo Gorki que en la década de los años 1920 fue uno de
los primeros lectores del texto aún no publicado en aquel entonces: “¡Estimado
Alexéi Maxímovich! Aproximadamente hace un mes le entregué el manuscrito de
la novela “Chevengur”, y después: “Alexéi Maxímovich, le agradezco mucho su
carta y su trabajo en leer la novela “Chevengur”. Sin embargo, del punto de vista
de los criterios acostumbrados, fue una novela muy rara, lo que notó desde el
principio el leído y orientado a la tradición del siglo XIX fundador del realismo
socialista y el futuro jefe de los escritores soviéticos: “No cabe duda que usted es
una persona de talento. Tampoco cabe duda que posee un lenguaje muy peculiar.
Su novela es en sumo grado interesante, sin embargo, su defecto técnico es
prolijidad, abuso de estilo directo y carácter vago y esfumado de la acción”.
Al hacer un análisis más severo, resultará que la novela de Platónov consiste
de “defectos técnicos” casi por completo. Platónov se permite infringir
cualesquiera criterios del buen gusto, transformar a fondo todos los elementos y
niveles de estructura literaria. Su lenguaje peculiar es incorrecto hasta lo indecente:
dialectismos descifrados a base de etimología popular, barbarismos, términos
técnicos, fórmulas burocráticas, léxico filosófico y poético – es decir, todo lo que
sirva de material para la polifonía novelesca aquí se nivela, se reduce a un común
denominador, se organiza en las frases según las reglas de cierta dislalía triunfante.
“Las gitanas pasaron de largo y desaparecieron en la sombra del espacio. Keréi
sintió en sí debilidad del cuerpo provocada por la tristeza, como si viera el final de
su vida, pero poco a poco venció esta dificultad mediante el gasto del cuerpo para
la excavación de tierra. Dentro de una hora las gitanas volvieron a verse, esta vez
ya a la altura de la estepa, y después desaparecieron momentáneamente, como la
cola de un convoy en retirada. “Las bellas de la vida”, – dijo Piusia que estaba
colocando en los surones los harapos lavados de los otros. “Una materia sólida”, –
definió a las gitanas Zhéev. – Mas no se ve revolución en suyos cuerpos”, –
comunicó Kopionkin; desde hace tres días llevaba buscando una herradura en lo
espeso de las hierbas y en todos los lugares de caballo, pero no encontraba más que
menudencia como cruces, lapti* (*zuecos de corteza de tilo), algunos tendones y
basura de la vida burguesa”.
“El carácter vago y esfumado de la acción” de “Chevengur” alcanza tal
grado que algunas partes, fragmentos, según la voluntad del autor, vivieran su vida
independiente, como la novela corta sobre la formación del maestro, relatos de
aventuras, del descendiente del pescador y de la muerte de Kopionkin. La fábula en
la obra de Platónov es tan libre, que casi no puede ser transmitida en términos
acostumbrados: intriga – culminación – desenlace; están marcados relativamente
sólo el comienzo y el final. Lo demás obedece a la lógica extraña de sueño o de
delirio. El espacio y el tiempo de la novela están transformados de una manera aún
más paradójica. El tiempo de “Chevengur” no puede ser determinado exactamente.
Las marcas históricas – guerra mundial, revolución, guerra civil, NEP* (*Nueva
Política Económica – política que sustituyó el comunismo de guerra en los años
1920, permitiendo comercialismo privado limitado) – aparecen de paso,
ocasionalmente, casi en una oración subordinada. Pero el tiempo principal, el de
narración, tiene otra naturaleza. No es tiempo calculado de calendario, ni directo
tiempo biográfico de los personajes de una novela clásica, sino a lo mejor el
tiempo de mito o de cuento de hadas. Se traslada junto con los héroes: sin
problema vuelve atrás, queda inmóvil cuando algún personaje desaparece del
campo de vista del narrador, se desagrega, se psicologiza, se transforma en idea,
pensamiento, emoción.
El espacio del libro de Platónov no es menos fragmentario, incierto, libre:
aldea, un pueblo provincial, antigua finca de hacendados, un cordón forestal,
Moscú – hay una gran distancia entre ellos, pero estos puntos de espacio no están
coordenados de ninguna manera, y lo que los separa no son kilómetros, sino
épocas. El centro de la narración lo forma, figurando también en el título, entre
otros topónimos que es fácil encontrar en el mapa de provincia de Vorónezh y de
Tambov, el enigmático y extraño Chevengur. Este nombre lo suelen correlacionar
fonéticamente con Petersburgo o explicar con ayuda de diccionarios de dialectos:
“la tumba de lapti” y otras versiones por el estilo. Cualquier variante de
interpretación del nombre de la ciudad de Platónov revela con evidencia que el
autor cambia las reglas del juego en el mismo proceso del juego, combinando
topónimos concretos con un espacio grotesco convencional. Es lo mismo, como si
en una novela de Dostoyevski o Turguénev el viajero viniera de Petersburgo a
Solntsegrad* (*Ciudad de Sol) o Necrópol.
Está calculado que en “Chevengur” hay 280 personajes realmente actuando,
su concentración es mayor que en “Guerra y paz”, donde en total hay unos
quinientos personajes para mil quinientas páginas. Resulta que a cada héroe de
“Chevengur” le corresponde un poco más de una página de texto, y sin contar
numerosos paisajes y reflexiones aún menos. Es natural que a estos héroes les falte
fuerza expresiva y que carezcan (excepto los dos Dvánov, Zajar Pávlovich y Sonia)
de biografía, desarrollo y formación. No son caracteres ni tipos sociales, sino son
signos, jeroglíficos de un cuadro universal, de la imagen generalizada del destino
humano. Surgen en la narración inesperadamente, emergen en la superficie a lo
“burbujas de la tierra” de Shakespeare para desaparecer inmediatamente tras el
horizonte. Debe de ser Gorki quien fue el primero en notar no sólo la ambigüedad
de relación de Platónov a sus héroes, sino también su característica según los
indicios secundarios y laterales: “Por muy tierna que sea su relación a la gente, sus
héroes están descritos de un modo irónico y no se presentan a los lectores como
revolucionarios, sino como personas excéntricas y chifladas. No afirmo que esto
esté hecho concienzudamente, pero de todos modos está hecho, y es la impresión
del lector, o sea, la mía. Quizá me equivoque”.
Las obras semejantes a “Chevengur” tipológicamente de todos modos
existen, pero no en la tradición reciente, sino mucho antes, en la época cuando la
novela sólo empezaba a adivinar su contenido genérico. La composición libre de
episodios no limitados por una trama estricta, personajes extraños y chiflados que
no representan caracteres, sino ideas, fantasía oculta que imita la realidad, un gran
camino en calidad del cronotopo dominante – todo eso puede referirse a
“Gargantua y Pantagruel”, “Don Quijote”, “Los viajes de Gulliver”. En la tradición
rusa “Chevengur” sugiere las peregrinaciones antiguas rusas y narraciones del
siglo XVII; en el siglo XIX el más próximo a Platonov resulta Dostoyevski con su
realismo fantástico y héroes-ideologemas, aunque el interés del autor de “Los
demonios” a la trama criminal separa a estos escritores inmediatamente. Sin
embargo, las transformaciones en la narración de Platónov avanzan aún más y
estan relacionadas con el cambio radical de correlación entre una parte y un todo.
En su artículo “El siglo XIX”, Osip Mandelstam, sacando el total nada
agradable del siglo pasado, vio su decadencia en “relativismo, carcoma de budismo
oculto, afición a la forma de tanka en todas sus variantes”, o sea, a una
composición estática, acabada y cerrada en sí. El tanka, como es sabido, es un
género lírico de la Edad Media en Japón, es poesía sin rima de cinco versos de
treinta y una silabas, que une el carácter concreto de pocos detalles con una
generalización filosófica centelleando en lo profundo. Mandelstam habla de género
metafóricamente, revelando la mentalidad artística semejante en la obra de los
impresionistas y en la novela analítica de Goncourt y Flaubert. Toda la novela
“Madame Bovary” está escrita según el sistema de los tanka, por eso Flaubert la
escribía con tanta dificultad – después de cada cinco palabras tenía que reempezar
todo de nuevo. El tanka es la forma preferida del arte molecular, no es miniatura, y
sería un error grave confundirlo con la miniatura debido a su brevedad. No tiene
escala, porque no hay acción. El tanka no tiene nada que ver con el mundo, porque
él mismo es un mundo y un constante movimiento en torbellino entre moléculas.
“El siglo XIX en sus manifestaciones extremas se vio obligado a llegar a la forma
de tanka, a la poesía de la nada y el budismo en el arte, – declara Mandelstam. – El
triunfo de tanka es el final de la novela”.
Mandelstam no ha leído “Chevengur” y probablemente no sabía nada de su
existencia, pero ha adivinado la estructura del libro de Platónov con exactitud que
supera su análisis directo. A fin de cuentas, “Chevengur” se organiza según el
sistema de los tanka, empezando centenares y miles de veces desde el principio, y
cada molécula no tanto forma el contenido de la narración, como lleva los rasgos
del todo. “Una puerta cerrada separaba el cuarto vecino. Allí, mediante la lectura
uniforme en voz alta, un estudiante obrero absorbía en su memoria la ciencia
política. Antes allí habría vivido un seminarista, habría estudiado dogmas de
concilios ecuménicos para llegar después, según las leyes del desarrollo dialéctico
del alma, a un sacrilegio”. El narrador no volverá a mencionar a este estudiante de
la facultad obrera nunca más, pero ya está dicho algo importante sobre él, sobre el
tiempo y sobre el mundo.Está correlacionado el pasado y el presente, está
subrayado el carácter “espejado” de los personajes, está manifestado el carácter
material de lo espiritual, tan acostumbrado en la obra de Platónov: “absorbía en su
memoria la ciencia política”, y en la misma página: “Por encima de las casas, por
encima del río Moscú y de toda la vejez del arrabal brillaba ahora la luna. Bajo la
luna, como si fuera un sol apagado, susurraban las mujeres y mozas, amor
desamparado de la humanidad”. La imagen esta realizada, es necesario hacer una
pausa grande, se puede empezar todo desde el principio y publicar esta obra
independientemente, en género de “hojas caídas”* (* “Hojas caídas” es obra de
Vasili Rózanov, conjunto de pensamientos e impresiones que se considera un
nuevo género). “Chevengur” también puede leerse así, como un conjunto de
poesías en prosa, los tanka, abriéndolo al azar a cualquir página.
Sin embargo, no hay que entender de modo absoluto la comparación de
“Chevengur” con un libro de tanka. A través de la sustancia molecular de densidad
extraordinaria, en la novela se abre paso no tanto la fábula, como la idea
organizadora. El reportaje de un testigo de primeras décadas del siglo XX, crónicas
del joven Pimen (para el año del final de trabajo en “Chevengur” Platónov no tiene
más de treinta años) por la voluntad del autor se transforma en una novela
filosófica, un libro de aventuras de una idea. Al fin y al cabo, de los tankamoléculas se formaron veintisiete capítulos. Se destacan en el texto con los
blancos, pero no están titulados. Y estos capítulos se dividieron en tres partes –
estructura análoga a la de “El maestro y Margarita” de Bulgákov, con tres novelas
dentro de una sola, pero, a diferencia de Bulgákov, cada parte como si no
sospechara la existencia de otras.
La primera parte que fue publicada aparte con el título “Formación del
maestro” es la más tradicional, tiene carácter novelesco. En realidad es el
comienzo de una novela de educación, cuyo contenido con facilidad puede ser
resumido como cualquier texto ideológico de propaganda de los años 1920, algo
parecido a “Así se templó el acero” de N.Ostrovski. El huérfano que perdió a su
padre vive como hijo adoptivo en una familia campesina de mucha prole, pasa
hambre, vagabundea, pordiosea, después lo adopta un maestro de ferrocarriles. El
joven empieza a leer libros, crece conscientemente en el ambiente proletario como
Pável Vlásov, después de la revolución se afila al partido y cumple su primera
tarea: “El partido lo envió al frente de la guerra civil a la ciudad de estepa
Uróchev”. Sin embargo, en realidad la estilística de Platónov transforma la fábula
trasladándola a un otro contexto de género. En este mundo no existe Dios, el zar
está lejos, el verdadero zar es el hambre, y el contenido de toda filosofía se reduce
al único objetivo: aguantar. Sólo un niño es capaz de animar a la naturaleza
indiferente, ver el mismo mundo del otro punto de vista. “Llegó una noche serena.
Un grillo en la zaválinka* (*un banco alrededor de la casa rústica) probó su voz y
después cantó, abarcando con su canción larga el patio, hierba y cerca lejana en
una patria infantil, donde es tan bueno vivir en el mundo. Sasha miraba las
casuchas, setos, pértigos de trineo, cubiertos de musgo – todo cambiado por la
oscuridad, pero bien conocido, y le daban lástima, porque eran lo mismo que él,
pero callaban, no se movían y alguna vez morirían. Sasha pensaba que si se fuera
para siempre, el patio sin él se aburriría viviendo en el mismo lugar, y Sasha se
alegraba de que su presencia fuera necesaria,” – es otro tanka magnífico de
Platónov. La futura vida se acercaba a este mundo furtivamente. Los
acontecimientos no pasan, sino “caen” sobre los hombres: “Los trenes empezaron a
circular con gran frecuencia – empezó la guerra”. Una noche de octubre en la
ciudad se oyen tiros: “Allí los tontos toman el poder, a ver, puede que la vida se
haga más juiciosa”. Los bolcheviques, según Zajar Pavlovich, resultan mártires de
su idea, personas con un corazón vacio; así que queda inevitable el camino del
héroe hacia ellos, dos vacíos se atraen uno a otro. Andrei se va al mundo grande
con la primera tarea del partido y con el deseo de su padre adoptivo que viviera “la
vida principal”. Ya no es un huérfano pobre, sino viajero, peregrino, contemplador.
El sentido de la segunda parte de la novela consiste en “viaje con el corazón
propicio” en busca de “edificadores del país”. “Viaje con el corazón propicio” y
“Edificadores del país” son variantes previas de este libro. En la segunda parte la
estructura de la novela se rompe bruscamente. El pausado tiempo habitual de la
novela de educación se cambia por el cronotopo aventurero de gran camino,
composición fragmentaria. Los personajes de antes, hasta el mismo Dvánov, se
desplazan a un lado, a la periferia del trama, y aparecen de no sé dónde caballeros
andantes de la revolución, bandidos, comuneros, anarquistas, comunistas,
burócratas soviéticos, empleados del viejo régimen del cordón de bosque, es decir,
personas cuya existencia era imposible prever leyendo “Formación del maestro”.
“Deslomaremos al rocín de la historia” – o prevenía, o amenazaba el poeta*
(*Mayakovski, “Marcha izquierdista”). Los héroes de la primera parte vivían en el
tiempo natural y no en la Historia. Dios se encontraba muy alto, el zar estaba muy
lejos. El mundo de la existencia acababa bruscamente en el horizonte. Ahora los
horizontes se abrieron y dejaron ver estratos geológicos de una vida desconocida.
Del pasado intervinieron las figuras de Wackenroder y Dostoyevski, a lo lejos se
vislumbró el Kremlin con Lenin pensando en la vida común, más allá apareció
Europa con la tumba de la “Rosa Roja”, la que aspira el pobre caballero
Kopionkin.
En la segunda parte de “Chevengur” Platónov encarna y convierte en
imágenes literarias la polifonía de ideas, proyectos, lemas de los primeros años
posrrevolucionarios. La novela se transforma en la enciclopedia de creación social
y de proyectomanía social, prueba total de la experiencia universal de la
humanidad. De las personas que sobrevivían, sufrían, morían con resignación y
“eran la masa maloliente que de repente recibieron la oportunidad de poner su
mano al volante de la Historia”. Grotesco oculto, fantasmagoría que se las da por
realidad llega a ser elemento principal de la segunda parte de la segunda novela.
Aquí a plena voz suena la extraña risa de Platónov, aparece el carácter medio
lírico, medio satírico de interpretación de la realidad señalado aún por Gorki. El
tema de la lucha de clases, tan acostumbrado en la literatura de la década de los
años 1920, adquiere un sentido raro y vacilante que sugiere anécdotas sobre los
trucos de pícaros y grabados populares.
La segunda parte de “Chevengur” representa una docena de años, desde la
revolución hasta la colectivización, con un conjunto de ideas reales y locas,
variantes históricas y sus versiones. Sin embargo, su fondo, su arquetipo es toda la
historia mundial, desde la primera humanidad feliz nacida en la costa caliente del
Mediterráneo hasta la tentativa de reproducir esta felicidad aquí y ahora. “El
socialismo vendrá en seguida y lo cubrirá todo; aún nada tendrá tiempo para nacer,
cuando llegue el «bien»”. Los puntos polares de esta polifonía histórica, del brusco
diálogo acompañado de orquestación de estallidos, disparos y asesinatos, resulta,
por una parte, el lema del socialismo como acción momentánea de Kopionkin, y
por otra, las palabras del libro viejo que está leyendo el guardia de bosque: “Los
hombres – enseñaba Vorsakov, – han empezado a actuar demasiado temprano sin
entender mucho. Hay que limitar la acción cuanto posible para dar paso a la mitad
contempladora del alma; basta dejar la historia en paz para cincuenta años para que
todos alcancen un bienestar prodigioso sin ningún esfuerzo”.
El conflicto principal de “Viaje con el corazón propicio” puede ser
formulado como la confrontación del voluntarismo revolucionario, deseo de hacer
un salto por encima de la historia, e intentos de dar paso a la mitad contempladora
del alma, esperar un poco, no “deslomar al rocín de la historia”. Los fervorosos
revolucionarios se ven en la segunda parte de “Chevengur” como personas no
ajenas a dudas y conformismo. El narrador menciona inocentemente, pero
sarcástico, que “muchos comandantes rojos estaban dispuestos a encabezar
siquiera un “rincón rojo”* (* en la URSS un local para trabajo ideológico), con
haber ejercido antes el mando de una división motorizada”. Parece que en la
segunda parte por primera vez aparece este tema tan importante para el maestro.
“Dan la señal de retirada. A medida que se desarrollaba la revolución, le hacían
frente las máquinas cada vez más cansadas. Ya se habían agotado todos los plazos
de su trabajo y se mantenían sólo con la maestría estimulante de cerrajeros y
maquinistas”. Uno de tales maestros, Zajar Pávlovich, saca un total despiadado,
cuando Alexandr le cuanta de la nueva política económica: “Asunto perdido¸– dijo
el padre acostado en la cama, – lo que no se madura para el día cierto, está
sembrado en vano. Cuando tomaron el poder, prometieron el bien a todo el mundo
para el día siguiente, y ahora, dices, ¿las circunstancias objetivas nos impiden el
avance? A los curas también les molestaba el diablo para llegar al paraíso”.
Parece que el asalto al cielo está terminado, pero en este momento, por la
noche, bajo las estrellas en flor aparece un hombre con la última esperanza. Ha
venido del comunismo, allí se acabó la historia universal: “Compañero, ve a
trabajar conmigo, – dijo, – mira lo bien que estamos en Chevengur: en el cielo
brilla la luna, y debajo de ella está un enorme distrito laboral y todo en comunismo,
como el pez en el agua. Lo único que no tenemos es la gloria”. A Dvanov le gustó
la palabra “Chevengur”, parecía un rumor atrayente de un país desconocido”. El
héroe investigador de Platónov emprende el último viaje a este país desconocido.
En los apuntes de Platónov de fines de los años 20 aparece la nota “un
pueblo – idea”. Chevengur es una ciudad-idea, donde se pone a prueba, se lleva
hasta el último límite el gran sueño universal que ha inspirado a los fervorosos
revolucionarios, incluso al joven Platonov. Así en la tercera parte de la narración
de Platonov pasa una transformación radical más: a cambio de la novela de
educación y del reportaje de viaje grotesco viene la utopía. Chevengur es otro
mundo autónomo de Platónov que recuerda países de las mil maravillas o el
paraíso patriarcal del sueño de Oblómov de la obra de Goncharov. La ciudad vive
fuera de la historia, pero su vida es completamente distinta de la de la aldea donde
vivió Alexandr Dvánov. Aquí brilla el sol bondadoso, cariñoso y materno, crece
hierba abundante dando alimento y sentido de la vida a numerosos insectos,
“pequeños seres emocionados”. Pero a veces aquí se desencadenan los elementos
de la naturaleza y la gente está esperando el Santo Advenimiento, pero nadie
quiere morir antes de la fecha predestinada: la tempestad pasa y los habitantes de
Chevengur vuelven a descansar y tomar su té santiguándose con la mano feliz –
esta vez no les ha tocado. Este sol sería capaz de iluminar durante siglos el
bienestar de Chevengur, sus manzanares, tejados de hierro, bajo los cuales los
vecinos criaban a sus hijos, cúpulas ardientes y limpios de las iglesias que
tímidamente llamaban al hombre salir de la sombra de los árboles e ir “al vacío de
la eternidad circular”.
Sin embargo, la historia se rompe, una utopía confronta con otra utopía, al
paraíso natural se le opone el paraíso social del comunismo. A la ciudad vienen
Chepurny con su mandato revolucionario, el segundo Dvánov – el antiguo tunante
Proshka que sabe formular las ideas del jefe del comité revolucionario mejor que
éste mismo, activistas promovidos del lugar. Empiezan los tiempos de Piusia,
presidente analfabeto de la Cheka* (*Comisión extraordinaria para la lucha contra
la contrarrevolucion y el sabotaje), que trabajó veinte años de albañil. Primero
Piusia quiere liquidar a todos los habitantes, pero Chepurny, con ayuda de Prokofi,
decide limitarse con “elemento opresor”, la burguesía, dejando “baratijas
burguesas” para la revolución universal.
La carnicería organizada para el Santo Advenimiento es la escena más
terrible y enigmática de “Chevengur”. Los soldados del Ejército Rojo y los
chekistas reunieron a los casatenientes con apellidos ridículos, como en las obras
de Gógol, – Zavyn-Duvailo, Perecrúchenko, Siusiúkalo – en la plaza central, los
acordonaron y fusilaron con sus revólveres “acabando con los caídos ante los ojos
de sus mujeres y niños sollozando”. Después los echaron a un foso común
anónimo que Pashentsev desea “apisonar y trasladar acá en manos el viejo jardín.
Entonces los árboles succionarían del suelo los restos del capitalismo y los
convertirían hacendosamente en lo verde del socialismo”.
En realidad, es una metáfora cruel: “lo verde del socialismo”, “la ciudadjardín” ha de crecer sobre los cuerpos muertos. Para Chepurny, quien manda ahora,
los burgueses no son personas vivas: “He leído que el hombre nació del mono y lo
mató después. Mira, si hay proletariado, ¿para qué sirve la burguesía? Es algo
incorrecto”. Parece que su única culpa consiste en que crean en Dios, en el Santo
Advenimiento, y amen demasiado su modesta propiedad, pero para el autor que
representa esta escena los verdugos proletarios quedan siendo seres humanos.
Como si Platónov contemplara la matanza desde algún otro espacio, donde esté
derogado el mandamiento “no mates”, no funcionen las viejas leyes éticas y donde
“la sangre, según la consciencia proletaria” no afecte la propia consciencia. “Hay
mucho mal de la alegría en los asesinos, sus corazones son simples”, – dijo Serguéi
Yesénin. Así Platónov en los siguientes capítulos-tanka no representa a Chepurny,
Keréi y Piusia como asesinos; aún teniendo las manos manchadas de sangre, si no
provocan simpatía, de todos modos la relación del autor es benévola.
En la tercera parte de la novela Platónov realiza un experimento
extremadamente utópico. Los bolcheviques de Chevengur logran hacer un salto
sobre la historia volviéndola a la variante de cero:
“– Ahora, hermano, no hay más vía, la gente ha llegado.
– ¿Adónde?
– ¿Cómo que adónde? Al comunismo de la vida. ¿Has leído a Carlos
Marx?
– No, camarada Chepurny.
– ¡Pero hay que leer, querido camarada! La historia se acabó, y tú no lo has
notado”.
Son doce. Igual que los apóstoles o los guardias rojos de Blok. Chevengur
llega a ser su nuevo reino apostólico, en busca del cual los mujiks rusos del siglo
XIX enviaban expediciones, su ciudad legendaria Kitezh emergida por fin de lo
profundo de las aguas del lago cerca de los lagos conocidos como el Najopérskoye
y Chérnaja Kalitva. “Aquí está la ciudad de sol. Sal, hemos llegado”.
La primera prueba de la utopía realizada resulta ser “una lágrima de niño”,
motivo tradicional para la literatura rusa que faltó en la primera parte de la novela.
El chico venido a Chevengur con su madre pordiosera, el primer niño del nuevo
mundo, muere sin lograr a probar la felicidad de nueva vida. Lo siguiente posee su
lógica inminente: Chevengur desaparece de los mapas de la provincia, se convierte
en una isla, un arca, donde se reúnen vagabundos, desgraciados y soñadores
expulsados del gran mundo. Después de Kopionkin aparece aquí Pashíntsev,
echado del vedado revolucionario, el angustioso Gópner, el mismo Alexandr
Dvánov, su sosia intelectual Simón Serbínov. Los apóstoles, proletarios y otros
habitantes de Chevengur se quedaron al raso. Pegados uno a otro fueron
restableciendo inconscientemente las instituciones y relaciones sociales destruidas.
La historia no termina, sino empieza una nueva vuelta, exactamente según
Friedrich Engels: “al orígen de la familia, propiedad privada y el estado”. Los
demás, contentos de la vida en Chevengur, sueñan con las mujeres: “El demás
llamado Karpi les dijo a todos aquella tarde en Chevengur: «Quiero tener familia.
Cualquier bicho se apoya en su semen y vive en paz, mientras que yo vivo sin
ningún apoyo, sin intención. ¿Qué abismo tengo debajo?»”. Las mujeres vienen a
la ciudad deteriorando la antigua camaradería puramente ideológica: “¿Para qué
necesito el comunismo? Ahora Grusha está conmigo, camarada, me falta el tiempo
para trabajar para ella. Tengo ahora tal consumo de vida, que uno no alcanza a
ganarse la comida”.
Gópner, que se aburre sin asunto, llega a ser el primer inventor de la historia
nueva, héroe cultural, un Prometeo de Chevengur poniendo al servicio del hombre
no sólo “el sol desamparado”, sino también viento, agua y fuego. Al principio
Chepurny también quería “cocer algo”, pero descubrió que “hacía poco en
Chevengur se habían agotado las cerillas” y no sabía qué hacer. Pero Gópner sí que
sabía qué hacer: “Hay que poner en marcha sin agua la pompa de madera que
estaba en un pozo poco profundo en el jardín trasladado”. En Chevengur ya habían
pasado unos meses en “pleno silencio”, y ahora por primera vez allí “empezó a
rechinar una máquina trabajadora”. “Gópner estaba sentado en el tejido y hacía
ruido para todo el Chevengur. Fue la primera vez durante el comunismo que en
Chevengur se oyeron los golpes del martillo, y además el hombre se puso a trabajar
para el sol. Al mediodía Gópner consiguió el fuego con la pompa de agua, y en
Chevengur se levantó un rumor de alegría”. Kopionkin, el nuevo Mikula
Selianínovich, en vez de las hazañas guerreras empieza con su Fuerza Proletaria a
roturar la estepa que para aquel momento se hizo tierra virgen.
En Chevengur aparece su arte nuevo, aún tan torpe y pesado como las
esculturas primitivas. Chepurny hace un monumento de arcilla: “El monumento a
Prokofi tenía poca semejanza, pero a la vez sugería a Prokofi y a Chepurny
igualmente bien”. Con entusiasmo, ternura y torpeza del trabajo no hábil, el autor
modeló su monumento “a querido camarada electo”, y el monumento “resultó
como convivencia, revelando la sinceridad del arte de Chepurny”. El jesuita de la
idea Prokofi, al obtener un monumento en su honor, se convierte en el principal
enterrador del comunismo de Chevengur. A lo Gran Inquisidor se dispone a privar
de libertad a todos y formar un nuevo sistema estatal: “Y yo quiero organizar a los
demás. Ya he notado que donde haya organización, no hay más de una persona que
piensa, y otros viven sin carga según los primeros. La organización es un asunto
sapientísimo, todos se conocen y nadie se entiende. Está bien para todos excepto el
primero, el que piensa. Cuando haya organización, se puede quitar mucho sobrante
a uno”.
A fin de cuentas, Prokofi lo quita todo a los habitantes de Chevengur que no
sospechan nada. “Prokofi recorrió toda la población presente e incluyó todas las
cosas muertas en su propiedad prematura”. Los jinetes que aparecen para el final
de la novela no son cosacos ni kadetes* (*miembros del partido constitucionalista
democrático), como parece a Chepurin, ni soldados de la guardia Roja ni de
Blanca, como aprecian unos críticos literarios, sino algún ejército antiguo, una
etnia desconocida: “El enemigo maquinal retumbaba con sus cascos por la tierra
virgen, tapando de los demás la estepa abierta, camino al futuro del país de la Luz,
al éxodo de Chevengur”. La última batalla no está descrita por Platónov conforme
con la manera verídica de ensayo, propia de la segunda parte: cosacos, rieles
desmontados, sino en el estilo hiperbólico épico, sea de una nueva “Ilíada”, sea de
“Tarás Bulba”: “Un sable ajeno le cegó los ojos a Kopionkin; sin saber qué hacer,
la cogió con una mano y con la otra cortó la mano del enemigo junto con el sable,
tirándolo al lado junto con el peso del miembro ajeno cortado a codo. Batían con
ladrillos, hicieron hogueras de paja y tomaban las brasas con las manos, tirándolas
contra las cabezas de corceles veloces de caballería”. Esta historia nueva entra en
la fase de lucha de las tribus y los pueblos. El último asalto del cielo, el más
desesperado, fracasó también. Lo único que queda a Alexandr Dvánov es detener,
cerrar en un círculo su tiempo personal.
La escena final de la novela representa el regreso del héroe en lo dejado
atrás, en su pasado detenido, formación del maestro. Por el camino se encuentra
con el viejo jorobado Kondáev, oye el sonido de la campana conocida, encuentra
en la orilla una caña de pescar con el esqueleto de un pequeño pez que había
dejado allí cuando niño. Se dirige al lago por el camino de su padre, o hacia la
muerte, o hacia “la invisible ciudad de Kítezh” que no logró convertir en realidad.
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