Tema 9. La caÃ−da del liberalismo: fascismo y nazismo

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Tema 9. La caÃ−da del liberalismo: fascismo y nazismo
Lectura 21. El fascismo italiano
1. La instauración del régimen fascista.
A. Italia tras la Gran Guerra.
La primera excepción discordante con la aparente victoria de la democracia tras la guerra fue Italia: en 1922
Benito Mussolini logró el control del gobierno, dando paso al fascismo. Italia habÃ−a entrado en la guerra
junto a la Triple Entente porque el tratado secreto de Londres (1915) prometÃ−a a Italia ciertas comarcas
austriacas y parte de las colonias alemanas y turcas. Sus tropas no brillaron mucho (en 1917 fueron vencidas
en Caporetto) y la guerra agudizó el enfrentamiento entre izquierda y gobierno. El descontento por la forma
de llevar la guerra, la escasez de alimentos, el estraperlo y la revolución en Rusia ayudaron a la izquierda
radical a ganar adeptos en los centros industriales del norte. Las revueltas de TurÃ−n en agosto de 1917 (una
manifestación espontánea de rabia popular más que un asalto revolucionario) aterrorizaron a las
autoridades y a las clases moderadas. El gobierno adoptó duras medidas contra los socialistas, lo que
empujó a éstos más a la izquierda, oponiéndose a cualquier compromiso con el Estado burgués.
Italia perdió en la guerra más de 600.000 hombres y fue a la Conferencia de Paz confiada en que se
reconocieran sus sacrificios y se satisficieran sus aspiraciones territoriales. No tardó en verse decepcionada:
recibió algunos de los territorios austriacos prometidos, pero ningún mandato sobre las posesiones
alemanas o turcas. Los nacionalistas acusaron a la Conferencia de haber traÃ−do a Italia una “paz mutilada”.
La llamada del gobierno a favor de la aceptación del acuerdo cayó en saco roto. El ejército estaba
dispuesto a oponerse a la desmovilización y en los cuarteles se hablaba sobre la conveniencia de un golpe
militar. En septiembre de 1919, d'Annunzio, un escritor de moda, teatral, aventurero y héroe de guerra,
desafió el acuerdo de paz conduciendo a 2.000 soldados rebeldes a Fiume, en Istria. Era un golpe de opereta
aplaudido por los nacionalistas, si bien no consiguió derribar al gobierno ni inspirar un golpe de estado.
Pero el gobierno era impotente ante acciones como ésta y d'Annunzio se quedó en Fiume algo más de un
año, el tiempo que tardó el gobierno en actuar. La situación mostraba la división polÃ−tica que habÃ−a
en Italia y la escasa estabilidad, ya que la representación proporcional hacÃ−a casi imposible que ningún
gobierno tuviese mayorÃ−a para desarrollar una polÃ−tica coherente. El sistema parlamentario italiano nunca
habÃ−a funcionado muy bien ni merecido gran estima antes de 1914. Ahora el respeto al Parlamento y a los
débiles y cambiantes gobiernos de coalición era aún menor. La idea de un régimen autoritario
resultaba atractiva a sectores cada vez más amplios.
En 1919-1920, los “años rojos”, hubo una oleada de huelgas por toda Italia tanto en la industria como en la
agricultura. Su cima fue la ocupación de fábricas en los centros industriales del norte. Fue un estallido
espontáneo y desorganizado que nunca llegó a ser un movimiento revolucionario. Su fracaso y el aumento
del paro a medida que los efectos de la crisis se iban dejando sentir, desmoralizaron a la clase obrera. En enero
de 1921 Bordiga y Gramsci formaron el Partido Comunista, convencidos de que sólo un partido
revolucionario al estilo bolchevique podÃ−a realizar las aspiraciones de la clase obrera. AsÃ−, pues, en 1921
el movimiento obrero italiano estaba dividido, sin condiciones para ofrecer una oposición unida y
decidida contra el peligro creciente de la extrema derecha. Pese a esta derrota de la izquierda, los industriales
estaban muy preocupados y culpaban al gobierno por no haber tomado medidas más estrictas contra los
huelguistas. También los propietarios de tierras criticaban duramente al gobierno por no haber acudido en
su ayuda contra los aparceros y los jornaleros que se habÃ−an organizado formando sindicatos, tanto
socialistas como católicos y que estaban en huelga por toda Italia.
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En marzo de 1919, Mussolini fundó su primera banda armada (fascio di combattimento) formada en su
mayor parte por militares retirados. La mayor parte de sus energÃ−as iban dirigidas a aterrorizar a
socialistas y sindicatos. Los camisas negras se dedicaban a propinar palizas (y aceite de ricino) a sus
enemigos polÃ−ticos y a todo el que no les apoyara; incluso incendiaban y asesinaban. Los squadristi
rompÃ−an huelgas, destruÃ−an las sedes de los sindicatos y echaban de sus puestos a los alcaldes y
funcionarios municipales socialistas y comunistas legalmente elegidos. El escuadrismo proporcionaba a los
desarraigados y a los confusos la sensación de que pertenecÃ−an a una élite, a las tropas de choque de una
Italia nueva y más grande.
Esta campaña de violencia tuvo éxito. Se atacó a las cooperativas agrÃ−colas y las ligas socialistas
campesinas fueron destruidas, llegando a dominar los fascistas amplias zonas rurales del valle del Po, Emilia y
Toscana. Algunos fascistas pensaban que esta violencia era excesiva y que habÃ−a que convertirse en un
partido responsable de centro. Pero los radicales disfrutaban con el uso del terror, que, según ellos, era parte
de un auténtico culto revolucionario al autosacrificio, el heroÃ−smo y el idealismo. Ambas alas del
movimiento fascista compartÃ−an su odio al socialismo en todas sus formas y este antisocialismo fue lo que
iba a dar a los fascistas un apoyo masivo.
El sector izquierdista y sindicalista destacaba desde su creación. Formaba la mayorÃ−a de las bases, ocupaba
puestos importantes y marcaba directrices. El intento de atraer a los militares retirados no tuvo éxito, pues
éstos seguÃ−an fieles a las organizaciones de militares retirados que el gobierno impulsaba. Pero muchos
oficiales y tropas de élite se sentÃ−an atraÃ−dos por los fasci y le dieron al movimiento su aire militar, su
recelo ante los programas, su radicalismo y su violencia. La pequeña burguesÃ−a acudÃ−a a los fasci para
reavivar sus decaÃ−dos beneficios y recuperar su posición, y sus hijos se sentÃ−an atraÃ−dos por la
emoción, la camaraderÃ−a y la sensación de saber qué habÃ−a que hacer. Mussolini recibió ayuda
económica del mundo financiero, pero más por su capacidad de periodista anticomunista que como lÃ−der
de los fasci. Esta asociación con los capitalistas fue otra razón para que el sector izquierdista del fascismo
se alejara de Mussolini.
El fascismo, como refleja su primer programa, mezclaba nacionalismo furibundo y sindicalismo
revolucionario. DefendÃ−a la anexión de Fiume y Dalmacia, un impuesto del 85% sobre los beneficios de
guerra, un impuesto progresivo sobre la renta, la participación de los obreros en la gestión, y la
incautación de las propiedades de la Iglesia. Mussolini esperaba ganarse el apoyo del ala derecha de
socialistas y sindicalistas, asÃ− como los miembros desafectos de los partidos de centro, pero en las
elecciones de noviembre de 1919 los fasci salieron tan mal parados que el movimiento parecÃ−a a punto de
desaparecer. Su única esperanza era pasarse a la derecha, asÃ− que los puntos del programa con tintes
socialistas fueron eliminados o suavizados.
La burguesÃ−a sufrió un gran sobresalto en 1920. Tras la ocupación de las fábricas por los obreros, en
las elecciones municipales los socialistas lograron grandes avances. Los socialistas radicales hablaban de una
revolución inminente. Por ello, las clases respetables buscaban protección contra el peligro rojo y los fasci
estaban encantados de facilitarla, aunque despreciaban a los burgueses por egoÃ−stas, convencionales y
cobardes. La mayorÃ−a aceptó cÃ−nicamente esta alianza con la burguesÃ−a, pero los idealistas pensaban
que el fascismo se degeneraba al convertirse en un negocio para proteger los intereses de la burguesÃ−a. En
1920 el fascismo tenÃ−a más fuerza en el campo, donde habÃ−a problemas similares. Muchos jornaleros se
unieron a los fasci, atraÃ−dos por la promesa de protección contra los terratenientes, pero eran precisamente
éstos quienes dominaban y controlaban el fascismo rural, con gran disgusto de los idealistas urbanos.
En 1921 estalló prácticamente una guerra civil entre los camisas negras fascistas y los camisas rojas
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socialistas. El primer ministro, Bonomi, débil socialista de derechas, que aceptó un “pacto de
pacificación” con Mussolini, prohibió todas las bandas armadas, pero no habÃ−a forma de hacer respetar la
autoridad. Los demócratas retiraron su apoyo a Bonomi y el gobierno cayó. Los socialistas no se querÃ−an
unir en una coalición antifascista pero cuando los fascistas aumentaron su violencia y el gobierno se vio
incapaz de mantener la ley y el orden, socialistas y populares anunciaron que estaban dispuestos a respaldar a
un gobierno antifascista, en un intento de poner fin a la violencia e ilegalidad que arrasaban el paÃ−s. Esta
postura fue torpedeada por el liberal Giolitti y, desesperados, los socialistas convocaron una huelga general
antifascista en julio. Fue un error fatal, pues los fascistas rompieron la huelga. La burguesÃ−a aplaudió esta
abrumadora derrota de la clase obrera organizada y militante. El único temor que le quedaba a Mussolini era
que el octogenario Giolitti pudiera formar un gobierno que absorbiera a los fascistas. Por ello, apoyó a los
radicales del movimiento que pedÃ−an marchar sobre Roma para derrocar al gobierno, al tiempo que
negociaba con los polÃ−ticos y manifestaba estar dispuesto a llegar a un compromiso.
B. De la marcha sobre Roma a la dictadura fascista (1922-1925).
A finales de octubre de 1922, Mussolini aceptó marchar sobre Roma. Como acción militar, la marcha
estuvo mal planeada y se podrÃ−a haber detenido fácilmente de haber habido una oposición seria. Como
muestra de teatro polÃ−tico fue soberbia. En todo el norte las autoridades se rindieron a los fascistas y
parecÃ−a que el Estado se desmoronaba. El ejército simpatizaba con los fascistas. Los polÃ−ticos, excepto
los comunistas y los socialistas, estaban dispuestos a aceptar a los fascistas creyendo que éstos
respetarÃ−an la ley y que el paÃ−s tendrÃ−a algo de paz y tranquilidad. El rey, aunque no era amigo de los
fascistas, pensaba que un gobierno dirigido por Mussolini era la única alternativa al derramamiento de
sangre y la anarquÃ−a. Mussolini llegó a Roma en coche-cama desde Milán la mañana del 30 de octubre.
Sus tropas celebraron un desfile victorioso por las calles de Roma. TenÃ−an un aspecto lamentable, pues
habÃ−a diluviado durante dos dÃ−as y apenas habÃ−an comido. Incluso este astroso espectáculo benefició
a Mussolini, pues una demostración de fuerza excesiva podrÃ−a haberse ganado la antipatÃ−a de los
elementos más quisquillosos de la sociedad y no habrÃ−a expuesto de forma tan clara la debilidad de sus
oponentes.
El gobierno reacción tarde frente a la “marcha sobre Roma”, pretendiendo declarar el esta-do de guerra, pero
el rey no lo aprobó. El gobierno dimitió y Mussolini fue nombrado primer ministro. Todo era legal, o
casi todo. Italia seguÃ−a siendo un Estado constitucional. Mussolini presidÃ−a un gobierno de coalición y
recibÃ−a del Parlamento poderes de emergencia durante un año para restablecer el orden e introducir
reformas. Sólo habÃ−a 32 diputados fascistas y el gabinete de Mussolini incluÃ−a a muy pocos fascistas
(los más destacados quedaron fuera, muy disgustados), junto a dos populares, tres demócratas, un
nacionalista y un liberal. Esto le aseguraba una mayorÃ−a parlamentaria, pero a sus seguidores más
radicales les pareció una alianza demasiado conserva-dora. A los conservadores les alarmó que Mussolini,
además de ser primer ministro y ministro de Interior, lo fuera también de Asuntos Exteriores, pues se
consideraba que éste era un feudo conservador. Los fascistas radicales estaban molestos por la cautela de
Mussolini y su disposición a llegar a un compromiso, y la izquierda estaba escandalizada por sus bravucones
discursos en la Cámara, como el 16 de noviembre de 1922, en que dijo: “PodrÃ−a haber convertido esta
sala gris y triste en un campamento para mis legiones”. Pero Mussolini aún no era lo bastante fuerte para
establecer una dictadura y aún tenÃ−a que hacer ciertas concesiones a la democracia parlamentaria.
Los pasos decisivos para instaurar una dictadura permanente se dieron en diciembre. Se creó el Gran
Consejo Fascista, en apariencia para facilitar el contacto entre partido y gobierno, pero pronto se convirtió
en una institución más importante que el gobierno. A la vez, Mussolini hizo arrestar a los dirigentes
comunistas; el Partido Comunista pasó a la clandestinidad y, aunque Gramsci se libró de la cárcel hasta
1926, se habÃ−a iniciado la destrucción de la izquierda. Los radicales del propio partido fascista también
fueron metidos en cintura. Se formó una milicia que disciplinó y absorbió a los squadristi y se convirtió
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en una fuerza ciegamente fiel a Mussolini.
En noviembre de 1923 se aprueba la Ley Acerbo: el partido que lograra más votos en unas elecciones
obtendrÃ−a 2/3 de los escaños. Los votantes a favor de esta ley confiaban en que Mussolini se alejara de los
radicales y actuara como un polÃ−tico más responsable y convencional, con su gobierno legitimado por el
proceso electoral. Los liberales apoyaron a los fascistas en las elecciones de 1924, con la esperanza de
conseguir parcelas de poder bajo el nuevo gobierno. La intimidación y la violencia, una fuerte campaña de
propaganda patrocinada por el gobierno, el apoyo de las grandes finanzas (como dijo Agnelli, eran
“defensores del gobierno por necesidad”), pucherazos descarados y permitir a los fascistas votar más de una
vez, dieron como resultado una abrumadora victoria del Bloque Nacional. Obtuvieron mejores resultados en el
sur, donde se emplearon más a fondo la intimidación y el soborno, pero no consiguieron mayorÃ−a en las
ciudades industriales del norte. No se podÃ−a hacer que la clase obrera abandonara sus lealtades tradicionales
y, ante esta solidaridad, los fascistas se mostraban menos violentos y radicales.
Con el Parlamento dominado por los fascistas era evidente que el régimen estaba a punto de entrar en una
nueva fase. Los liberales esperaban la vuelta a la normalidad y que se rechazara la violencia. Los fascistas se
regocijaban de que por fin fuera posible plantar los cimientos de un auténtico Estado fascista, aunque
habÃ−a mucho desacuerdo sobre cómo debÃ−a ser ese Estado. Cuando el Parlamento se volvió a reunir, el
socialista reformista, Matteotti, atacó duramente al gobierno y denunció que las elecciones habÃ−an sido
un fraude. Pocos dÃ−as más tarde Matteotti fue raptado y asesinado. El valor, la honradez y las destacadas
cualidades de Matteotti eran respetados por todos y su asesinato causó escándalo. Apenas caben dudas de
que este asesinato respondÃ−a a órdenes de Mussolini o de alguien muy cercano a él y los intentos de
Mussolini de echar la culpa a los judÃ−os, masones, banqueros y demás enemigos del fascismo no
convencieron. Los fascistas moderados amenazaron con abandonar el gobierno si Mussolini no se libraba de
los radicales. Ã ste tuvo que ceder y hubo destituciones de altos cargos y cambios de cartera.
La oposición también estaba confusa. Una huelga general habrÃ−a asustado a la burguesÃ−a y hecho el
juego a los fascistas. Algunos hablaban de arrestar a Mussolini, pero no habÃ−a ningún candidato adecuado
para organizar un golpe tan osado. El 12 de junio, los diputados de la oposición, excepto los comunistas, se
retiraron del Parlamento, negándose a regresar hasta que se restablecieran la ley y el orden y se respetara
la Constitución. Pero no formaron un parlamento alternativo ni una alianza eficaz que pudiera funcionar
como opción creÃ−ble frente a los fascistas. En parte se debió al papa PÃ−o XI, que prohibió a los
populares cooperar con los socialistas.
Muchos fascistas radicales pensaban que Mussolini estaba siendo muy conciliador y que habÃ−a llegado el
momento de destruir a la oposición y establecer una dictadura definitiva. Les molestó mucho que la milicia
fuera obligada a jurar lealtad al rey, medida pensada para calmar a nacionalistas y conservadores. Algunos
advirtieron a Mussolini de que habrÃ−a una “segunda oleada” de violencia si el gobierno no tomaba medidas
y hubo manifestaciones en algunas ciudades importantes con el mismo fin. Mussolini decidió ceder y
establecer una dictadura plena.
Antes de asesinar a Matteotti, Mussolini habÃ−a planeado potenciar su autoridad reforzando los lazos con los
partidos polÃ−ticos de derecha y centro, que lo consideraban la mejor garantÃ−a contra el socialismo, y con
las grandes finanzas, que aprobaban su liberalismo económico y su destrucción del movimiento sindical.
Pero algunos polÃ−ticos dejaron de apoyarle cuando abolió la libertad de prensa. Y los industriales estaban
alarmados por las huelgas promovidas por los fascistas a causa de la alta inflación. Ante la disminución del
apoyo y la actitud cada vez más amenazadora de los extremistas, Mussolini decidió establecer un
“Estado totalitario fascista”.
En enero de 1925, Mussolini anunció que “yo y sólo yo asumo la responsabilidad polÃ−tica, moral e
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histórica de todo lo que ha ocurrido” y advirtió que “si dos elementos irreconciliables luchan entre sÃ−, la
solución está en la fuerza”. Eliminó del gobierno a los ministros no fascistas. En marzo encargó al
radical Farinacci la dirección del Partido Fascista. La milicia fue movilizada y se produjeron numerosos
arrestos. En octubre se prohibió el Partido Socialista. En enero de 1926, los diputados populares que
intentaron ocupar sus escaños fueron expulsados de la Cámara. En octubre hubo otro atentado contra la
vida de Mussolini. Un joven de 16 años, seguramente inocente, murió en el acto y su cuerpo fue arrastrado
por toda Bolonia en una repulsiva exhibición de violencia fascista. El atentado sirvió de excusa para
prohibir todos los partidos polÃ−ticos. Gramsci fue encarcelado, muriendo más tarde. Italia era ya un Estado
con un sólo partido polÃ−tico, pero aún habÃ−a poderosos intereses a los que se tenÃ−a que enfrentar
Mussolini: la Corona, la Iglesia, el Ejército, las grandes finanzas e incluso el Partido Fascista.
2. El Estado fascista y sus polÃ−ticas.
A. Las bases del nuevo Estado fascista.
a. Los problemas internos del partido fascista.
Con Farinacci como secretario general se impuso una rÃ−gida disciplina al partido y éste fue sometido a
una complicada burocracia, pero la dirección tenÃ−a poco control sobre los jefes provinciales. Farinacci
despidió a muchos funcionarios públicos considerados no suficientemente fascistas. La violencia de los
squadristi continuó, dirigida sobre todo contra los masones, acusados de formar un siniestro movimiento que
controlaba a la clase media profesional.
Farinacci veÃ−a a los fieles del partido como guardianes del fascismo y, por ello, superiores al aparato estatal,
que debÃ−a ser purgado. Mussolini, que habÃ−a esperado ganarse a Farinacci, consideró su actitud como un
desafÃ−o a su liderazgo. Lamentaba que quedaran revolucionarios una vez terminada la revolución y que,
aunque el Parlamento, el funcionariado y el poder judicial estaban bajo el firme control del gobierno y la
oposición habÃ−a sido destruida, al partido todavÃ−a le pareciera necesario desafiar a funcionarios del
Estado como los prefectos. En abril de 1926, Farinacci fue cesado y Mussolini defendió la superioridad del
prefecto sobre el lÃ−der local del partido. En adelante ya no habrÃ−a elecciones internas del partido, y los
jefes locales serÃ−an nombrados por el secretario general. La prensa del partido también quedó bajo un
estricto control. Los intransigentes como Farinacci proponÃ−an que el partido y el Estado se fusionaran, para
que los militantes pudieran tener los instrumentos de la violencia institucionalizada en sus propias manos y el
Estado se hiciera realmente fascista tras otras depuraciones. Mussolini preferÃ−a subordinar el partido al
Estado y mantenerlo en reserva para usarlo cuando fuera necesario.
Los fascistas radicales fueron eliminados y los “revisionistas” pasaron a primer plano, pero esto no supuso
el fin de la tensión entre el Duce y el Partido. Incluso los revisionistas estaban molestos por la
subordinación del partido al Estado y criticaban la interferencia de los prefectos en sus asuntos. También
les molestaba la carismática dictadura personal de Mussolini y preferÃ−an considerarlo como uno más de
la élite del partido. El partido tendÃ−a a hacerse burgués, respetable y en muchas zonas apático. Los
fascistas más ambiciosos desarrollaban su carrera dentro de la inmensa burocracia gubernamental. Las
divisiones dentro del partido nunca fueron superadas.
b. Patronos, obreros y Estado corporativo.
Los fascistas siempre habÃ−an alardeado de la armonÃ−a de intereses entre el capital y los obreros. Ã sta fue
la base del acuerdo del Palazzo Chigi (1923), cuando Mussolini dijo a los industriales que el gobierno
mantendrÃ−a en orden a los trabajadores, pero les advirtió que tendrÃ−an que subirles el sueldo. Los
industriales no cumplieron su parte y la militancia obrera no podÃ−a ser aplastada fácilmente. El lÃ−der
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sindical fascista Rossoni era demasiado radical para los industriales y demasiado moderado para los fascistas
de tradición sindicalista. Hubo que admitir de mala gana que aún existÃ−a la lucha de clases. El acuerdo
del Palazzo Chigi reconocÃ−a que patronos y obreros eran grupos separados y que un “sindicalismo integral”,
en el que obreros y patronos se organizaran en sindicatos mixtos, era letra muerta. Las tensiones entre el
capital y la fuerza obrera, intensificadas tras la crisis de Matteotti, eran tan grandes que Mussolini se vio
forzado a tomar medidas y anunció que esas contradicciones se superarÃ−an con una mayor sÃ−ntesis
fascista.
El primer paso importante fue el pacto del Palazzo Vidoni (octubre de 1925) entre la Confederación
Italiana de Industria (CII) y los sindicatos fascistas. El pacto sirvió de base a la ley sindical de 1926 que
abolÃ−a el derecho de huelga y los comités de fábrica. Los sindicatos no fascistas eran ilegales. Los
industriales se quejaron de haberse visto obligados a hacer importantes concesiones, pero en la práctica
apenas suponÃ−an nada. Se creó una corporación de revisiones para examinar todas las disputas laborales
antes de pasar a los tribunales. En 1937, sólo doce de estos casos se habÃ−an arreglado mediante fallo
judicial. Se reconoció a la CII como representante oficial de los industriales y se le dio un asiento en el Gran
Consejo Fascista, en las agencias de planificación económica del gobierno e incluso se le concedió un
escaño en el Parlamento.
Mussolini introdujo, al menos en teorÃ−a, el Estado corporativo, si bien las corporaciones se crearon mucho
después de que aquella palabra calificara al régimen. El sindicalismo de izquierdas, especialmente antes
de 1914, aspiraba a que los sindicatos expropiasen a los empresarios y asumiesen la dirección de la vida
polÃ−tica y económica. Un sindicalismo más conservador, respaldado y estimulado por la Iglesia
católica, soñaba nostálgicamente con una resurrección de los gremios medievales, en los que maestros y
oficiales habÃ−an trabajado, unos al lado de otros, en una supuesta edad de oro de la paz social. El sistema
corporativo fascista no se parecÃ−a ni a uno ni a otro, pues en él se hallaba bien visible la mano del Estado,
lo que ninguna de las viejas doctrinas corporativas contemplaba. Atravesó varias fases, pero, tal como al
final se configuró en los años treinta, establecÃ−a la división de la economÃ−a en 22 áreas, a cada una
de las cuales se asignaba una “corporación”. En cada corporación, los representantes de los grupos de
organización fascista de los obreros, los empresarios y el gobierno, decidÃ−an las condiciones de trabajo, los
salarios, los precios y los programas industriales; y se reunÃ−an en un consejo nacional, a fin de idear los
planes para una autosuficiencia económica de Italia. No obstante, el papel del gobierno era decisivo y toda la
estructura se hallaba bajo el mando del ministro de Corporaciones. Como último paso, las cámaras
corporativas se integraron en el Estado propiamente dicho, de modo que en 1938 la Cámara de los
diputados fue sustituida por una Cámara de Fascios y Corporaciones que representaba a las
corporaciones y al partido fascista, siendo sus miembros seleccionados por el Gobierno y no estando sujetos a
ratificación popular.
Según los fascistas, esto era mejor que la democracia, ya que en una sociedad avanzada, una legislatura
debÃ−a ser un Parlamento económico, debÃ−a representar, no a los partidos polÃ−ticos ni a los distritos
electorales geográficos, sino a las ocupaciones económicas. El corporativismo debÃ−a acabar con la
anarquÃ−a y con los conflictos de clase originados por el capitalismo libre. Ciertamente los conflictos
sociales se acabaron, pero no por el sistema corporativo, sino por la abolición de los sindicatos
independientes, la prohibición de las huelgas y la represión implacable.
En la Cámara de Fascios y Corporaciones el poder lo detentaba el elemento polÃ−tico, ya que sus funciones
se reducÃ−an a aplicar las medidas dictadas por el Gobierno y la decisión la tenÃ−a, en último término,
el Duce. Predominaban los patronos, pues los representantes de los obreros eran funcionarios de los sindicatos
fascistas formados en instituciones especiales a los que accedÃ−an sobre todo los jóvenes burgueses. Las
relaciones entre los representantes de los patronos y los jefes fascistas eran cada vez más estrechas, de modo
que la simbiosis entre los elementos antidemocráticos, oligarquÃ−a de las grandes empresas y oligarquÃ−a
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burocrática era completa.
Hay un abismo entre la teorÃ−a del corporativismo y la práctica. La fachada corporativa no logra ocultar el
dominio de los grandes intereses. El sistema representaba una forma extrema de control estatal sobre la vida
económica dentro de un marco de empresa privada y de una economÃ−a capitalista, es decir, de una
economÃ−a en que la propiedad seguÃ−a en manos privadas. Era la respuesta fascista a la democracia
occidental y a la dictadura soviética del proletariado.
c. Las relaciones con la Iglesia.
Mussolini querÃ−a llegar a un entendimiento con la Iglesia, que, según esperaba, aumentarÃ−a
enormemente su prestigio, y serÃ−a un gran apoyo para su Estado corporativo, que se parecÃ−a en teorÃ−a a
las doctrinas sociales de la encÃ−clica Rerum Novarum (León XIII, 1891) y que constituÃ−a la base de las
enseñanzas sociales católicas. Las posibilidades de tal acercamiento no eran muchas. Desde la ocupación
de Roma por tropas italianas en 1870, los papas se habÃ−an negado a reconocer al Estado italiano. Mussolini,
cuyo primer panfleto se titulaba “Dios no existe”, y que seguÃ−a siendo anticlerical, no parecÃ−a la persona
más apropiada para curar estas viejas heridas.
Pero habÃ−a en el fascismo muchas cosas atractivas para la Iglesia: se oponÃ−a al Estado liberal
aborrecido por el Vaticano y era el antÃ−doto más eficaz contra comunismo y socialismo. PÃ−o XI, cuyo
pontificado comenzó en 1922, era un conservador mucho más rÃ−gido e inflexible que Benedicto XV. Por
pura conveniencia, Mussolini permitió que se pusiera la cruz en colegios y lugares públicos, aceptó la
enseñanza religiosa en las escuelas y salvó de la ruina al Banco de Roma, la banca del Vaticano. PÃ−o XI
devolvió los favores ordenando a los fieles que callaran durante la crisis de Matteotti. Pero al Papa le
preocupaba que las aspiraciones totalitarias de Mussolini y el violento anticlericalismo de muchos de los
fascistas pudieran llevar a la exclusión de la Iglesia y a un ataque a la Acción Católica, que él habÃ−a
reorganizado y sometido a un estricto control del clero y que estaba pensada para implicar a los laicos en la
tarea de la Iglesia.
Las negociaciones entre el Estado y la Iglesia comenzaron en 1926 y concluyeron con la firma del Pacto de
Letrán (febrero de 1929), que suponÃ−a importantes concesiones a la Iglesia. A la Acción Católica se le
permitió ejercer su labor, con lo que serÃ−a la mayor organización fuera del control fascista. Se
reconocÃ−a a la Iglesia como una institución autónoma y con gobierno propio. Daba a la Iglesia plena
jurisdicción sobre los matrimonios entre católicos. Declaraba la enseñanza religiosa obligatoria en la
enseñanza primaria y secundaria. El Tratado de Conciliación reconocÃ−a la plena soberanÃ−a de la
Ciudad del Vaticano, la independencia de la Santa Sede y a la religión católica como la única religión del
Estado. Además el Estado italiano acordaba entregar a la Santa Sede 750 millones de liras en metálico y un
billón de liras en bonos del Estado.
Al principio, los fascistas obtuvieron grandes beneficios del Pacto de Letrán, pues hubo una oleada de apoyo
popular al régimen. Pero pronto la Acción Católica se convirtió en el terreno de adiestramiento de una
élite que se presentaba como alternativa a los fascistas y que se convertirÃ−a en la base del movimiento
antifascista demócrata cristiano. Los fascistas radicales lanzaron un ataque coordinado contra la Acción
Católica en 1931, que tuvo como resultado la pérdida de ciertos privilegios y su independencia, en
especial dentro de su movimiento de juventudes. La Iglesia contraatacó colocando a destacados pensadores
fascistas, como Gentile, en el à ndice y el Papa dejó claro que no podÃ−a aprobar la idea del Estado
totalitario, pues los derechos eran otorgados por Dios, no por el Estado, y la Iglesia jamás podrÃ−a estar
subordinada a ninguna autoridad creada por el hombre, y expresó su horror ante la herética insistencia de
Mussolini en que sin el poder de Roma el cristianismo habrÃ−a seguido siendo una secta oscura e impotente.
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Pese a ello, las relaciones entre la Santa Sede y el Estado fascista fueron correctas y a menudo cordiales
hasta que el estrechamiento de los lazos con la Alemania nazi produjo el enfrentamiento de la Iglesia con el
racismo. Sin embargo, la Iglesia ya estaba muy comprometida con el fascismo. Celebró la guerra de
EtiopÃ−a como una misión civilizadora e incluso como una cruzada. La guerra de España fue también
aplaudida como una batalla contra las fuerzas del mal, encarnadas en la República. El Estado corporativo fue
alabado y considerado como la forma más cercana a las enseñanzas sociales de la Iglesia y muchos
aspectos del nuevo orden merecieron una aprobación expresa en la encÃ−clica Quadragesimo anno de 1931.
Muchos clérigos y laicos de Acción Católica señalaban con valentÃ−a la profunda incompatibilidad
del cristianismo y el fascismo y, siendo la Iglesia la única institución capaz de desafiar las aspiraciones
totalitarias del régimen, criticaban los numerosos compromisos y concesiones que la Iglesia hizo al
fascismo.
B. La polÃ−tica económica y social.
La polÃ−tica económica presenta los mismos rasgos de improvisación y adaptación a las circunstancias
que se aprecian en otros ámbitos. Faltos de una polÃ−tica coherente, los fascistas hablaban con
grandilocuencia de la “fuerza de voluntad” como la clave del éxito y consideraban la vida económica
como un campo de lucha en el que las disciplinadas huestes fascistas acabarÃ−an por triunfar. AsÃ−, estaba
la “batalla por el trigo”, la “batalla por la lira” y muchas otras campañas y movilizaciones. Este lenguaje
disfrazaba la contradicción básica dentro del pensamiento fascista entre el ideal de comunidad y la
superación de la lucha de clases mediante el corporativismo, por un lado, y la fe en el liderazgo, la
obediencia, la jerarquÃ−a y la economÃ−a controlada. Esta confusión también se daba en el rechazo a la
economÃ−a de librecambio y, al mismo tiempo, la idea de que una economÃ−a planificada era inaceptable
por socialista. El fascismo se hallaba enredado en unos curiosos nudos que no se podÃ−an deshacer apelando
a una “mayor sÃ−ntesis fascista”.
Al principio, la polÃ−tica económica fue liberal y minimizaba el papel del Estado. El ministro De Stefani
desnacionalizó la compañÃ−a telefónica, los seguros y otras industrias nacionalizadas. Redujo el nivel
marginal del impuesto sobre la renta, abolió los derechos reales, bajó los impuestos a la industria y dio
más importancia a los impuestos indirectos, todo ello para fomentar la inversión productiva. CreÃ−a que
las obras públicas no podÃ−an solucionar el paro, problema al que sólo se podÃ−a hacer frente mediante
un ahorro riguroso, un presupuesto equilibrado y el libre juego de las fuerzas de mercado. Su oposición al
proteccionismo le granjeó la hostilidad de los financieros y de la industria pesada, lo que favoreció su
caÃ−da en 1925.
En agosto de 1926, Mussolini anunció una drástica polÃ−tica de deflación que incluÃ−a la
revaluación de la lira, fijándose la libra esterlina en 90 liras, frente a las 154 de antes. Dado que Churchill
habÃ−a revaluado la libra el año anterior a un nivel alto poco realista, los efectos fueron dramáticos para
los sectores exportadores de la industria y la agricultura, junto con los bancos que las financiaban. El coste de
la deflación recayó sobre la clase obrera. Los empresarios apoyaban la revaluación, pero la mayorÃ−a
consideraba que fue excesiva y hubo muchas protestas, especialmente por parte de la industria textil. Uno de
los motivos de Mussolini para la revaluación de la lira era de prestigio. Era una demostración de que la
fuerza de voluntad fascista triunfaba por encima de la plutocracia financiera internacional y sus parásitos
judÃ−os y masones. Estaba pensada para atajar la creciente especulación en contra de la lira y para reducir el
precio de las importaciones que habÃ−a subido debido a la polÃ−tica proteccionista introducida en 1925.
La “batalla por el trigo”, iniciada en 1925 por Mussolini trabajando con el torso desnudo al sol, se pensó
para que el paÃ−s se autoabasteciera de trigo y que los italianos fueran conscientes de las virtudes de lo rural
y de la necesidad de aumentar el Ã−ndice de natalidad para tratar de asegurar el “poder demográfico”. La
primera campaña se libró en julio, cuando se impusieron aranceles proteccionistas sobre el trigo para
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recortar el flujo de importaciones (provocado por una mala cosecha en 1924) que estaba afectando
gravemente a la balanza de pagos y al cambio de divisas. Los aranceles aumentaron en 1928 y en 1929, aun
cuando ya habÃ−a pasado la emergencia. En realidad sirvieron para favorecer a los grandes productores, pues
los pequeños campesinos consumÃ−an prácticamente todo lo que producÃ−an. Aunque se consiguió
disminuir las importaciones agrÃ−colas, también lo hicieron las exportaciones, pues los productores se
pasaron al trigo para beneficiarse de las medidas proteccionistas. Por tanto, el efecto sobre la balanza de pagos
no fue tan impresionante como se habÃ−a esperado. El elevado coste del trigo contrarrestaba los efectos
deflacionistas de la polÃ−tica económica del gobierno y por ello la vida del hombre de la calle se hizo aún
más difÃ−cil. La “batalla por el trigo” fue un éxito en el sentido de que, efectivamente, Italia se pudo
autoabastecer, pero en términos económicos y sociales fue un desastre que ninguna de las inspiradoras
fotografÃ−as del Duce, desnudo hasta la cintura, ayudando en la cosecha y transformado en el Primer
Campesino de Italia, podÃ−a ocultar en absoluto.
En 1928 se emprendieron grandes proyectos de obras públicas. La desecación y el rescate de terrenos,
dentro de la batalla por el trigo, fueron otro espectacular éxito de propaganda y la desecación de las
marismas pontinas se consideró uno de los destacados logros del régimen. Por muy dignos que fueran esos
esfuerzos, el caso es que no produjeron un aumento notable de la productividad agrÃ−cola, fueron
enormemente caros en relación con el resultado y beneficiaron, sobre todo a los especuladores de terrenos y
a los contratistas. El aspecto más beneficioso del programa de rescate de terrenos fue una importante
reducción de la malaria. Pero nada se hizo para resolver el problema de los campesinos sin tierra. No se
aplicaron las medidas previstas antes de 1922 en favor de los campesinos, los obreros agrÃ−colas perdieron
los beneficios adquiridos en 1919 (jornada de 8 horas y seguro contra el paro) y se generalizó el pago del
salario en especie.
La “batalla demográfica” para incrementar la natalidad no tuvo éxito. El aumento de la población se
debió en gran medida al que se habÃ−a producido antes del fascismo y a la restricción de la emigración a
EEUU y Sudamérica. Fue una suerte para el régimen que este programa fuera un fracaso, pues los
campesinos seguÃ−an acudiendo en masa a las ciudades en busca de trabajo y ninguna glorificación
sentimental de la vida de los aparceros bastaba para detener esta huida del campo, y el desempleo era un grave
problema. La perdida batalla demográfica y el “ruralismo”, que no era más que un truco retórico, eran
pruebas de un antimodernismo y un antirracionalismo que aún alentaban dentro del fascismo, lo cual era
incompatible con el crecimiento económico y la preparación para la guerra. Mussolini que impuso
eslóganes como “vaciad las ciudades” en 1926, alababa a una provincia especialmente retrasada diciendo
que aún no estaba “infectada por las tendencias perniciosas de la civilización contemporánea” y
aprobaba el altÃ−simo Ã−ndice de natalidad existente en los terribles barrios pobres de Nápoles y Palermo.
Pese a la parafernalia del Estado corporativo, el gran capital dirigÃ−a sus asuntos y cooperaba con el
régimen porque le convenÃ−a. Mussolini necesitaba al gran capital si querÃ−a hacer una Italia grande y
emprender sus aventuras imperialistas, pero habÃ−a lÃ−mites en cuanto hasta qué punto era capaz de
dominar una estructura económica firmemente establecida. Las medidas que se introdujeron para lograr la
autarquÃ−a y solventar los efectos de la crisis aumentaron las tendencias totalitarias del régimen, pero al
mismo tiempo favorecieron los intereses de ciertos sectores e hicieron que la aspiración a una sociedad
fascista homogénea fuera algo aún más lejano.
El gobierno desdeñaba los sÃ−ntomas de la crisis económica, creyendo que era un problema de EEUU y
que los pasos dados hacia la autarquÃ−a junto con la fuerza de voluntad fascista basta-rÃ−an para hacer
frente a la situación. En 1930 la crisis cayó con toda su fuerza, agravada por la sobrevaloración de la
lira, el elevado gasto público y los desequilibrios económicos estructurales. El paro creció
espectacularmente y muchos trabajadores sólo tenÃ−an empleos de media jornada. Aunque los salarios de la
industria se mantuvieron, en la agricultura y entre los trabajadores con salario mÃ−nimo los ingresos
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disminuyeron notablemente. La producción industrial se redujo en un 25% entre 1929 y 1932. Las empresas
más pequeñas sufrieron en especial y volvió a aumentar la tendencia a la concentración a medida que
las más grandes se tragaban a sus debilitados competidores. En 1935 la producción industrial alcanzó casi
el nivel de 1929, pero la recuperación de las grandes empresas dejó atrás al de las pequeñas, muchas de
las cuales seguÃ−an sin beneficios.
El gasto público se incrementó para estimular la economÃ−a y se subieron los impuestos sobre los bienes
de consumo para paliar el coste de las obras públicas; pero a pesar de estas medidas, modestas pues la
presión fiscal ya era muy alta, el déficit estatal creció alarmantemente. El gobierno defendió el elevado
tipo de cambio aunque la libra esterlina fue devaluada en 1931 y el franco en 1933. Esto dañó aún más a
las pequeñas industrias de exportación, como las textiles, y ayudó a la industria pesada, que pagaba las
materias primas importadas con una moneda inflada.
En enero de 1933, el gobierno creó una nueva institución intervencionista. El Istituto per la Ricostruzione
Industriale (IRI) compró acciones de empresas especialmente dañadas por la crisis y que estaban en
manos de los grandes bancos. De esta manera, los bancos recibieron una inyección de capital lÃ−quido que
les permitió operar con mayor eficacia. El IRI no era un intento del gobierno de dirigir la economÃ−a, sino
que ayudaba a las empresas a dirigir sus propios asuntos como mejor les pareciera. Los empresarios que lo
dirigÃ−an se oponÃ−an a cualquier intervención gubernamental en los mismos. El IRI se convirtió en una
inmensa compañÃ−a pública de valores dedicada a financiar el programa de rearme y a fomentar la
autarquÃ−a. Fracasó en el intento de racionalizar y concentrar la industria del acero que sólo se consiguió
tras la caÃ−da del fascismo.
Los empresarios necesitaban la ayuda estatal para hacer frente a la crisis, pero no querÃ−an ser controlados
por el gobierno. En 1932, Mussolini se autonombró ministro de Corporaciones, proclamó que el
capitalismo estaba muerto y que el corporativismo era la única manera de superar las deficiencias del
liberalismo económico. A partir de 1934 se crearon 22 corporaciones según grandes áreas de actividad
económica. Su inmensa estructura burocrática disimulaba el hecho de que los grandes empresarios
decidÃ−an los cupos y la asignación de materias primas. Los obreros obtuvieron la misma representación
en las juntas de las corporaciones, donde perdÃ−an el tiempo en inútiles discusiones, mientras en las
fábricas estaban más sometidos a los patronos. Pese a que se decÃ−a que era una forma nueva y
revolucionaria de organización económica, pronto fue evidente que las corporaciones eran un fraude. En
1937, el Consejo Nacional de Corporaciones dejó de reunirse y en 1939 Mussolini entregó el ministerio de
Corporaciones a una nulidad. HabÃ−a dicho que las corporaciones eran “la institución fascista por
excelencia” y que “el Estado fascista es corporativo o no es nada”, pero nunca fueron más que una cortina
de humo.
C. El papel de las mujeres.
En mayo de 1927, Mussolini inauguraba la “batalla demográfica”. Tras suprimir los partidos no fascistas y
clausurar los periódicos opositores, le tocaba el turno a la “defensa de la raza” y el incremento
demográfico se asumÃ−a como base de la ética y la polÃ−tica. El destino de las naciones se vinculaba al
poder del número. “¿Qué son 40 millones de italianos frente a 90 millones de alemanes y 200 millones
de eslavos? Si Italia quiere contar para algo, debe asomarse al umbral de la segunda mitad de este siglo con
una población no inferior a los 60 millones. Si disminuimos, señores, no haremos imperio, nos
convertiremos en una colonia”.
Con las leyes demográficas el destino de la mujer italiana se reduce a la procreación: es “esposa y
madre, y con eso basta; es más que mucho, es todo; el paÃ−s quiere, más que sus brazos, sus lomos”. Su
salario se recorta un 50% en las fábricas y un 30% en las oficinas respecto al masculino. Las campesinas son
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tratadas como siervas. El Duce apela al sociólogo Loffredo, para quien “la mujer que trabaja se encamina a
la esterilidad” y se masculiniza; y pide a los médicos que desautoricen la idea de que la maternidad
atenúa la belleza y apela a ellos contra la moda de adelgazar. Quiere demoler el prejuicio contra la mater
abundante, la Venus Calipigia, toda pecho, barriga y nalgas, que es para el Duce el arquetipo de la raza.
Poco después del Pacto de Letrán, PÃ−o IX publica la encÃ−clica Casti connubi (1931), que remacha la
superioridad del hombre y la subordinación civil y patrimonial de la mujer, evocando como un gran desastre
toda pretensión de igualdad y recordando el único deber: la maternidad. La encÃ−clica se entregaba a todos
los recién casados, junto con un sobre con la efigie del Duce y 500 liras, más una póliza nupcial con un
seguro y un préstamo del 10% por el nacimiento de un hijo, del 20% por el segundo, del 30% el tercero,
etc. Por otra parte, ya a finales de 1927, se habÃ−an tomado medidas contra los solteros, con un gravoso
impuesto sobre el celibato.
El decálogo de la niña italiana rezaba asÃ−: “A la patria se la sirve también barriendo la casa”.
Mussolini juzga que “la mujer es, indiscutiblemente, menos inteligente que el hombre" (...) Yo soy más bien
pesimista (...). Creo, por ejemplo, que la mujer no tiene gran capacidad de sÃ−ntesis y que, por tanto, le
están negadas las grandes creaciones espirituales”. Y aquÃ− viene la famosa expresión misógina: “A
una mujer no hay que dejarle construir no ya un templo, ni siquiera una cabaña”. En esta atmósfera de
negación de las capacidades femeninas, el porcentaje de niñas que en 1934-35 cursaban estudios primarios
era del 80%; pero solo el 16% pasaba al bachillerato y en torno al 10% a la Universidad. En cuanto al voto,
Mussolini habÃ−a liquidado, ya desde el principio, el asunto del voto para las mujeres, reivindicado
tÃ−midamente por las fascistas de primera hora: “Si la mujer ama a su marido, vota por él y por su
partido. Si no le ama, ya ha votado en contra”. En 1931 confiesa a un periodista: “Si concediera a la mujer el
derecho electoral, me pondrÃ−a en ridÃ−culo. En nuestro Estado ellas no tienen cabida”. El artÃ−culo 578
del nuevo Código Penal, que entró en vigor en 1930, dejaba prácticamente impune el asesinato de la
esposa por causa del honor, castigándolo con sólo 3, o a lo sumo 7, años de reclusión.
Para Mussolini, defensor de los burdeles, el estado de celo es normal. Quinto Navarro, su ayuda de cámara,
cuenta que “durante veinte años, salvo algunos intervalos en la época de Clara Pettaci, Mussolini
recibió casi con regularidad a una mujer distinta todos los dÃ−as. No le gustaban las flacas, pero le
importaba poco que fueran rubias o morenas, altas o bajas”. A la visitante de turno le decÃ−a: “Hasta ahora
has visto al polÃ−tico, ahora verás al hombre” e iniciaba sin más el coito. Pero la campaña
demográfica marchaba mal y Starace, el secretario del partido, despotricaba: “Si todos los órganos del
partido funcionan, deben funcionar también los órganos genitales”. La batalla demográfica se perdió.
Las parejas se embolsaban la prima de nupcialidad pero no querÃ−an tener muchos hijos. Mussolini se
preguntaba: ¿es que los italianos no son viriles? En los diarios se anuncia un misterioso producto hormonal
contra la impotencia ¿TenÃ−a la arrogante juventud fascista algún problema? ¿Dónde se habÃ−a
metido la itálica virilidad?
D. Culto a la personalidad, propaganda e imperialismo.
Para devolver al fascismo algo de su dinamismo y su mito, para identificar a las masas con el régimen y
también para satisfacer sus propias necesidades psicológicas, Mussolini prestó mucha atención al culto
a la personalidad. Para ello le ayudó hábilmente Starace, secretario del Partido Fascista desde 1931.
Starace era estúpido, adulador y corrupto. Se sabÃ−a que era violador y pederasta y tenÃ−a tratos con la
prostitución y el tráfico de drogas, pero era un organizador muy capaz y estaba entregado a Mussolini.
Starace introdujo el “saludo romano” y el grito de Viva il Duce! Organizaba enormes desfiles y
manifestaciones para mayor gloria del fascismo y sus mártires y para adular a Mussolini. Fomentaba el uso
de uniformes hasta el ridÃ−culo (los ministros tenÃ−an hasta veinte trajes para distintas ceremonias). El
resultado fue que Mussolini se aisló cada vez más del pueblo. Después de 1932, los ministros se vieron
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casi reducidos a desempeñar el papel de meros ejecutores de su voluntad. El éxito en la guerra de
EtiopÃ−a aumentó su popularidad y cayó cada vez más en su propio mito hasta convertirse casi en una
caricatura de sÃ− mismo.
La conquista de EtiopÃ−a le enfrentó con las democracias y le acercó a la Alemania de Hitler. La
intervención italoalemana en la guerra de España, desde julio de 1936, consolidó la alianza de ambas
potencias fascistas, que quedó sellada con la adhesión italiana al pacto anti-Komintern (noviembre de 1937)
y con su retirada de la SdN (diciembre de 1937).
Esa polÃ−tica exterior en la que se mezclaban motivaciones económicas y de prestigio con ciertas dosis de
improvisación y de exhibicionismo por parte de Mussolini, constituyó un factor de cohesión interna y un
elemento de exaltación propagandÃ−stica. De hecho, nunca fue tan visible como en esa etapa la adhesión al
régimen, ni tan explÃ−cita la voluntad totalitaria de éste, acompañada de un creciente mimetismo con
respecto a la Alemania nazi. En enero de 1938 se adoptó una legislación racial que expresaba la influencia
nazi, en contraste con la escasa tradición antisemita en Italia. Se empezó a hablar de una supuesta raza
ario-romana
Cuando, tras la invasión de EtiopÃ−a en 1935, la SdN le impuso sanciones económicas, Mussolini
proclamó la polÃ−tica de autarquÃ−a para defender a Italia de sus enemigos y marcar una meta que
pondrÃ−a a prueba el valor de la nación. Pero el intento resultó un fracaso. La autarquÃ−a provocó un
aumento de los precios que no se contrarrestó con salarios más altos. A las empresas privilegiadas se les
garantizaba un suministro de hierro y acero, mientras que las más pequeñas se veÃ−an seriamente
afectadas por las restricciones a la importación. La guerra de EtiopÃ−a y la intervención en la guerra de
España tuvieron un efecto devastador para la balanza de pagos y los intentos de lograr la autosuficiencia no
contribuyeron a aliviar este grave problema.
La polÃ−tica exterior expansionista y agresiva de Mussolini era otro intento de dirigir y dinamizar una
sociedad que empezaba a mostrar una creciente falta de cohesión y una sensación general de resignación
y cinismo. A los conservadores no les entusiasmaba la idea de la guerra y se alejaron cada vez más del
régimen. La Iglesia se oponÃ−a al racismo del régimen. El rey estaba molesto por las pretensiones de
Mussolini de ser tratado como su igual. Los terratenientes se quejaban de los altos impuestos y a los
empresarios les molestaba la posición privilegiada de las grandes empresas. Pero la mayorÃ−a de los
italianos todavÃ−a aceptaba el fascismo y serÃ−a erróneo suponer que el régimen se estaba
desmoronando. La polÃ−tica belicosa de Mussolini un mero truco polÃ−tico para solventar las
contradicciones y los conflictos internos: era un ingrediente esencial del fascismo; el aforismo de Mussolini
de que “la guerra es para los hombres lo que la maternidad para las mujeres” es un ejemplo tÃ−pico de su
constante glorificación de la guerra.
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Hª Contemporánea Universal (hasta 1945) - Lectura 21
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