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La profesión militar y el pensamiento débil
JAVIER PARDO DE SANTAYANA *
E
sencialmente, la profesión militar es la respuesta a una
vocación de servicio. Se parte, por tanto, de una actitud ante
la vida que se centra más en los demás que en uno mismo, y
esta vocación generosa se aplica a una escala de valores en
la que la Patria destaca como algo a lo que vale la pena
servir. Entendámonos: la Patria, no como una palabra hueca
y grandilocuente, sino como nuestro patrimonio, que incluye
el país, o sea, la tierra; la nación, es decir, la gente; el
estado, como la nación organizada para la convivencia; y también la cultura
propia, la historia común, la aventura compartida y los objetivos en los que
convergen nuestros sueños y nuestras ilusiones colectivas..
La carrera militar es también una profesión, porque el vínculo se establece
mediante un compromiso. Por eso imprime carácter. El compromiso del militar
incluye el dar la vida, si ello fuera necesario, en el cumplimiento de la misión, y
esto no es cosa baladí. Por eso andan bastante descaminados quienes
consideran que la milicia es, o debe ser, una especie de funcionariado. La
milicia es algo radicalmente distinto, y lo es precisamente porque existe este
compromiso.
Por tanto, la profesión militar implica, de entrada, una buena dosis de idealismo
y la aceptación de una vida de austeridad, es decir, algo que es casi motivo de
escándalo para la “Sociedad del Bienestar”. Pero el pragmatismo de la milicia
hace acto de presencia con el hombre de acción, que se inserta en la Historia
dando el paso al frente para resolver problemas aun a costa de sí mismo. Y de
la misma forma que el médico se ocupa más bien de la salud que de la
enfermedad, y por ello es el primero en meter sus manos en la enfermedad y la
muerte, así el militar es el primero que se enfrenta a la dureza del peligro y de
la muerte cuando la situación ha degenerado en el más radical y extremo de
los conflictos.
*
Teniente General en la Reserva
El compromiso del hombre de armas engendra exigencias éticas y morales
evidentes. En el militar, la nación deposita una parte importante de la
responsabilidad que asume el Estado en el monopolio de la fuerza, y esto
reclama un código muy estricto de comportamiento, que ha de ser dictado por
su propia conciencia y por el derecho de gentes.
La exigencia ética del militar radica también en su condición de líder y en la
responsabilidad inherente al ejercicio del mando. Precisamente en eso estriba
una de las grandezas y servidumbres de su profesión: en la responsabilidad de
mandar unos hombres que han adquirido el compromiso de servir. Un
compromiso que les convoca, no a matar, sino a estar dispuestos a morir.
Antes apunté que la institución militar es también muy exigente desde el punto
de vista moral. Quizá por eso Calderón se refirió a la milicia como “una religión
de hombres honrados”. Y esto es así porque los ejércitos se hallan vertebrados
por unos valores. Así, por ejemplo, el honor, no inspirado por “el qué dirán”,
sino por la propia dignidad del ser humano; la disciplina, no entendida como
una torpe humillación, sino como la convergencia en el esfuerzo desde el
puesto que en cada momento a uno le corresponde, que en esto último
consiste precisamente la subordinación; el respeto a los demás, de abajo a
arriba y de arriba abajo, como norma en el ejercicio del mando, sin olvidar el
respeto debido el enemigo; la abnegación, como negación de uno mismo en
beneficio de todos; el compañerismo, que reconoce que nos debemos los unos
a los otros con una relación de confianza y afecto; la lealtad, entendida como
un compromiso con la autenticidad y no con el halago; y, naturalmente, el valor,
que no ha de ser ciego, sino controlado por la inteligencia.
Ya apunté antes que la preeminencia de los valores en la milicia no debe ser
interpretada como un ingrediente lírico, sino como una exigencia que es
esencial para la eficacia y que da origen a un estilo propio. Además, sería
indecente formar al soldado en la excelencia técnica y dejarle a la intemperie
en el momento de la verdad.
Pero de nada sirve la proclamación de los valores si éstos no se hacen realidad
mediante el ejercicio de las virtudes. Sí: de las virtudes, aunque esto suene a
algo casi escandaloso en nuestra sociedad de consumo.
Algunos acontecimientos recientes y bien conocidos nos recuerdan que las
circunstancias que rodean al combatiente pueden inducir en él
comportamientos indignos que deben evitarse por todos los medios. Con el
peligro de morir rondando sus espaldas, en un entorno donde muchas veces no
se sabe siquiera quién es quién, maltratado por las difíciles condiciones de vida
en que ha de desenvolverse, el soldado no tiene siempre fácil el actuar con el
buen juicio y ponderación que serían deseables. Pero el caso es que los
valores no se adquieren en el supermercado, sino que son fruto de un clima
moral y de una formación que sólo rendirán sus frutos si promueven la práctica
de las virtudes. De lo cual se deduce principalmente que los mandos militares y
las autoridades políticas han de ser sensibles a los valores de la milicia y
mostrar su interés por el nivel de formación moral y ética de los ejércitos.
Esta formación no debe descuidarse. Aunque el militar está hoy en la cresta de
la ola y su actividad se centra preferentemente en labores de pacificación y de
atención a los problemas humanos, y, por tanto, no es de temer que falle en el
tratamiento técnico de este tipo de misiones, las circunstancias ambientales no
favorecen precisamente el desarrollo de aquellas virtudes que harán de él un
buen soldado, y desde luego, de aquellas que necesita como combatiente,
porque hemos de recordar que los ejércitos no son una ONG. Como dijo Dag
Hammarskjold, las misiones humanitarias no son propias de soldados aunque
hay ocasiones en las que sólo ellos pueden hacerlas. Y el compromiso de dar
la vida, si fuera preciso, en el cumplimiento de su misión, exige una dimensión
moral sin cuya inspiración el soldado no sería un soldado, sino un mercenario.
Pero, además de asumir este panorama de valores y exigencias, el militar ha
de insertarse en la sociedad, a la que hasta tal punto pertenece que dedica la
vida a su servicio. Pero en esta sociedad con la que convive se extiende cada
vez más el pensamiento nihilista, que tiende a rechazar cualquier compromiso
y considera perturbadora y molesta la presencia de cualquier convicción.
Pensamiento plano, sí, y también fragmentario, porque carece de una visión
moral. La aplicación del criterio de compatibilidad como solución a los
problemas que presenta la complejidad es, en principio, algo encomiable. La
fórmula es: puesto que tenemos los medios, no simplificaremos la realidad,
sino que la gestionaremos. Admitiremos todo, no excluiremos a nadie ni
renunciaremos a nada. Pero esta actitud, ciertamente positiva, puede hacernos
caer en la indiferencia moral si no acudimos al discernimiento, que es, quizá,
nuestra mayor carencia actual.
Cualquiera entenderá que no resulta fácil mantener las exigencias éticas y
morales que, en tal contexto, requiere la profesión militar. No es extraño, por
tanto, que, como acertadamente ha señalado Miguel Alonso Baquer, el militar
se encuentre a veces en una situación parecida a la que percibía don Quijote,
es decir, en soledad, quizá porque entonces, como ahora, los pícaros eran
mejor comprendidos que los caballeros.
Pero ya hemos visto que en ningún caso podrán los ejércitos renunciar a sus
valores, y que, por tanto, la necesaria adaptación a los signos de los tiempos,
incluido el nuevo estilo de mando, debe excluir tal intención.
La contradicción afecta también a otros aspectos de la postmodernidad.
Contábamos con iniciar el nuevo siglo en una situación más pacífica de la
acostumbrada, y lo que hoy encontramos es la seguridad instalada en el lugar
prioritario entre las preocupaciones políticas. Por añadidura, ya en el primer
año del siglo se nos reveló espectacularmente la existencia de una nueva
amenaza aparentemente anacrónica, pero global, y por tanto en perfecta
sintonía con los signos de los tiempos, de los que es uno de sus más
significativos frutos. Realmente, no parece que la situación permita el
pensamiento débil y la tendencia permanente a mantener el statu quo.
Cuando la amenaza a la que debemos enfrentarnos manipula con tal habilidad
los sentimientos más profundos del hombre, que, a partir de las convicciones
religiosas, logra motivar a sus partidarios hasta el punto de inducirlos a
inmolarse por la causa terrorista, tampoco parece práctico aparecer armados
de un pensamiento plano con escasa capacidad para convocar los espíritus a
la defensa de nuestros valores.
Para mayor abundamiento, el concepto de defensa ha experimentado unos
cambios que sitúan los valores en un lugar de mayor preferencia de la que
antes tenían. El carácter físico de lo que se defendía, concretado
tradicionalmente en el territorio patrio y en las propias fronteras, ha dado paso
al carácter moral de unos valores compartidos, cuya defensa justifica la mayor
parte de las misiones que obligan a la proyección exterior de nuestras fuerzas
militares. Pero la motivación para la defensa de los valores que nos unen exige
sensibilidad y también generosidad, es decir, exactamente lo contrario de lo
que caracteriza al pensamiento hedonista, y exige que el soldado se forme en
la interiorización de dichos valores y en la práctica de las virtudes que los
sustentan.
Toda sociedad necesita constatar que en su seno existen instituciones que
mantienen altas cotas de exigencia ética y moral. En mi opinión, esto es hasta
tal punto cierto que, si los ejércitos fallasen en este aspecto, nuestra sociedad
se sentiría profundamente decepcionada, incluidos quienes, desconociendo,
según parece, que la seguridad y la defensa son responsabilidades
fundamentales del estado, exhiben habitualmente su rechazo a la milicia.
Finalmente conviene precisar que cuando hago mención al pensamiento débil
en relación con la seguridad y la defensa no me refiero solamente al
pensamiento nihilista que desprecia valores y convicciones, sino también al que
promueve una actitud negligente ante los retos que se nos presentan. Europa,
tan decidida y dispuesta en otros campos, se muestra remisa a realizar el
esfuerzo necesario para dotarse de la capacidad militar necesaria, no ya para
convertirse en una verdadera potencia, sino simplemente para respaldar y dar
credibilidad a su propia política, y aun para poder llevar a cabo las misiones
que ella misma se ha propuesto realizar.
La política del avestruz y la claudicación, la obsesión por parecer más
demócratas que nadie, las reacciones a corto plazo en busca del voto
inmediato, el sectarismo y el recurso a la demagogia son distintas facetas del
pensamiento débil que no facilitan precisamente los objetivos de la seguridad y
la defensa y se hallan muy alejadas de los valores que atesora la profesión
militar. Lo mismo puede decirse del temor a salirse de lo que algunas minorías
han etiquetado como “políticamente correcto”, que nos atenaza e impide
reaccionar con decisión ante los problemas que se presentan. La consecuencia
final es que el propósito de hacer de la Unión Europea una “potencia civil”,
teóricamente orientado a construir potencia de nuevo cuño, postmodena y
basada en “leyes de paz”, acaba por ser interpretado como el encubrimiento de
una renuncia a actuar y, por tanto, también, de una renuncia a ser.
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