Num133 013

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Amor y necesidad
ENRIQUE GÓNZALEZ FERNÁNDEZ *
o no puedo ser, como opinaba
Descartes, una cosa que piensa.
Fría definición del hombre. No
soy, como sostienen tanto el
realismo como el idealismo, una mera
sustancia, una cosa aislada, un yo
cosificado, algo, sino alguien cuya realidad
es circunstancial: estoy constituido por mi
circunstancia y, por tanto, la necesito para
ser y vivir. Como enseña Julián Marías, no
se entienda “necesidad” como sinónimo de
“faltarme”: yo necesito también lo que
tengo, que se me presenta biográfica y
circunstancialmente.
Y
¿Qué clase de circunstancia es esa?
Principalmente la convivencia. Necesito de
los demás. En Antropología metafísica
escribe Marías que “mi propia realidad se
refleja en los espejos que son los demás;
en ellos encuentro mi expresión, me
reconozco y así me proyecto. Por eso la
vida
personal
es
esencialmente
* Doctor en Filosofía y Ciencias de la Educación.
convivencia”. Yo no me encuentro
completamente solo, abandonado en la
existencia; mi vida no es única, ni soy un
ser aislado, ni un objeto manipulado por
distintos seres, sino que me considero
primariamente conviviendo con otros. Para
intentar saber quién soy yo necesito
también tratar de averiguar quién eres tú, y
viceversa.
Esta convivencia puede tener distintos
grados, y se manifiesta sobre todo en las
formas del amor y la amistad. Aquí
aparece, según Marías, “la condición
amorosa del hombre, que casi nunca se ha
tomado en serio, que se ha pasado por alto
en la mayor parte de la historia del
pensamiento. Siempre se ha buscado la
peculiaridad del hombre, se ha hablado de
su carácter inteligente, racional; todo esto
es cierto, se dice que el hombre es animal
rationale, pero nunca se dice que es animal
amorosum. En esto reside, creo yo, la raíz
de la condición humana” (La felicidad humana).
De la circunstancialidad se deriva, piensa
Marías, “la menesterosidad de la vida
humana: necesito la circunstancia para ser
y vivir. Frente a la suficiencia atribuida
tradicionalmente a la sustancia, nos
encontramos con la indigencia como
condición del hombre” (Breve tratado de la
ilusión).
La menesterosidad del hombre es
“permanente e intrínseca, y no se reduce
en modo alguno al interminable catálogo
de sus privaciones: envuelve también
sus posesiones, porque la posesión
humana no es un simple tener, sino un
estar
teniendo”
(Antropología
metafísica). Necesitamos aquello que
tenemos, que en cada momento nos es
menester. Esta palabra, menester, viene
de ministerium: oficio, tarea, quehacer.
Las realidades que necesito, incluso
teniéndolas,
me
son
menester,
constituyen mi ministerio, mi quehacer.
Necesito a las personas. La manera como
yo necesito a alguien difiere de cuando
necesito algo: necesito alimentos, aire,
objetos, cosas que “están ahí”, que “están
dadas”. Por el contrario, cuando necesito a
alguien, este sujeto “está viniendo”, “está
dándose”. La necesidad que una persona
tiene de otra persona es una realidad que
acontece, es argumental o biográfica. El
carácter menesteroso o necesitante del
amor es activo, ministerio o menester.
Pero el amor no es un sentimiento. Hay,
eso sí, sentimientos amorosos, que
acompañan al amor, que es una realidad
de la vida biográfica, una instalación en la
cual se está, un estado que acontece.
Tampoco el amor consiste en una fusión,
concepto que está pensado para las cosas.
Quienes se aman no quieren nunca
fusionarse entre ellos, como si fueran
cosas,
perdiendo
su
respectiva
personalidad: el que ama desea, por el
contrario, que exista íntegramente la
persona amada, tal y como es ella,
respetándola, dejándola ser ella misma.
Para ser feliz, el que ama necesita la
entera realidad amada, unirse a ella, no
fundirse con ella como se alean los
metales o como un cuerpo pierde su
consistencia, con el fuego, pasando del
estado sólido al líquido.
Marías señala cómo en las grandes
enciclopedias no suele figurar el artículo
“amor”, que parece indigno o imposible de
ser tratado. Esto obedece, en el fondo, a
que persiste una convicción tácita, no
expresada pero muy arraigada, de que la
realidad son cosas. Para entender el amor
hace falta otro tipo de planteamiento: hay
que renovar los conceptos y categorías de
la vieja ontología, pensada para
comprender las cosas o sustancias. Se
debe pasar del arcaísmo a la innovación.
¿Cómo definir auténticamente el amor?
¿Afección, hacer el bien al otro? Parece
que no se ha encontrado la definición
apropiada. Creo que puede ser esta: el
amor es Dios. Si en su primera carta, San
Juan afirma que “Dios es amor” (ho Theòs
agápe estín), podrá decirse también a la
inversa: el amor es Dios. Cuando alguien
tiene amor, tiene a Dios. Cuando alguien
ama, este amor procede de Dios, es Dios
mismo, el cual habita en cada criatura
suya.
El hombre es imagen de Dios, imago Dei.
¿En qué consiste esa imagen? La tradición
intelectual ha insistido especialmente en la
racionalidad. Piensa Marías que si Dios es
amor, su imagen humana sería una
“criatura amorosa”. “Creo —escribe en La
perspectiva cristiana— que la infidelidad
radical al cristianismo es no verse como
criatura amorosa”.
Sin las criaturas a quienes amo, no soy yo.
Las necesito para ser y vivir. Al amarlas
soy verdaderamente quien soy, en mi
plena autenticidad. Cada uno necesita
amar y ser amado. Y cuando amo, me
estoy pareciendo a Dios, imito a Dios, el
cual habita en mí, justamente, por el amor
que es suyo, que procede de él, que es él
mismo. El amor es, por ello, la mayor y
más importante prueba o, mejor dicho,
razón de la existencia de Dios.
Por eso San Juan escribe: “En esto
conocemos que en él estamos...
Nosotros sabemos que nos hemos
trasladado de la muerte a la vida, pues
amamos a los hermanos. El que no ama,
permanece en la muerte. Todo el que
odia a su hermano es homicida, y sabéis
que todo homicida no tiene vida eterna
en él permanente... El amor es de Dios, y
todo el que ama ha nacido de Dios y
conoce a Dios. El que no ama no
conoció a Dios, pues Dios es amor... Si
nos amamos unos a otros, Dios
permanece en nosotros y su amor está
perfeccionado en nosotros... Dios es
amor, y el que permanece en el amor, en
Dios permanece, y Dios permanece en
él”.
Según ello, podríamos hacer la experiencia
de sustituir, en la Carta a los Corintios de
San Pablo, el término “amor” por “Dios”:
Dios es comprensivo, es servicial y no tiene
envidia; Dios no presume ni se engríe, no
es mal educado ni egoísta, no se irrita, no
lleva cuentas del mal, no se alegra de la
injusticia, sino que goza con la verdad.
Disculpa sin límites, cree sin límites, espera
sin límites, aguanta sin límites. Dios no
pasa nunca.
Como el amor es efusivo, Dios quiso
crear realidades nuevas para ser
amadas; fue movido por su bondad a
crear libremente el mundo; por amor, dio
existencia a seres finitos para hacerlos
participar de su hermosura, para verter
sobre ellos sus beneficios, para que
fueran felices. El motivo de la creación
no ha sido en ningún modo el provecho
de Dios, sino únicamente su infinita
bondad, su generosidad sin límites.
Al afirmar que Dios es amor, esto debe
llevarnos
a
extraer
todas
sus
consecuencias. Se trata de darse cuenta
de que Dios necesita a sus criaturas.
Repitamos aquí que no hay que entender
“necesita” como sinónimo de “faltarle”: él
necesita cuanto tiene, todo lo que ha
creado, porque lo ama.
Frente
a
la
suficiencia
atribuida
tradicionalmente,
por
la
teología
escolástica, a la sustancia divina, o a la
cosa infinita de la que hablaba Descartes,
nos encontramos con la necesidad que
Dios tiene de sus criaturas, de que existan,
de que no se le pierdan o aniquilen. Cabe
hablar de la menesterosidad de Dios: no
respecto a sus privaciones, porque no las
tiene, sino respecto de sus posesiones, de
cada criatura, a quien deja ser, existir como
ella es, que no se impone arrogantemente
sobre ella, a quien respeta, a quien deja
libre, con la que no se funde, sino a la
que se une y busca unirse. Dios necesita
cuanto ha creado; le es menester, le
somos menester. Es amor activo, siempre
actuante. Su ejercicio es amar. Pide amor
correspondido. El oficio, la tarea, el
quehacer, el menester de Dios es amar, es
amarnos. Consiste en amor. Las
realidades
que
necesita,
incluso
teniéndolas, le son menester, constituyen
su ministerio, su quehacer. Este carácter
menesteroso o necesitante de Dios es un
concepto nuevo que habría que
incorporarlo a la teología.
Esta menesterosidad de Dios permite
hablar de su humildad. El amor siempre se
humilla. El amante se abaja ante el amado.
Por eso Dios se hizo hombre, se hizo
pobre,
desvalido,
necesitante
y
menesteroso en este mundo.
¿En qué consiste la omnipotencia divina?
Dios es todopoderoso principalmente
porque puede amar a cada criatura,
haciéndola única, insustituible, irrepetible
para él.
Afirma Marías que “Dios ha creado al
hombre a su imagen y semejanza, por
amor efusivo. Es inconcebible que lo ame
solamente un rato y consienta su
destrucción. El amor de Dios tiene que ser
para siempre” (Tratado de lo mejor).
“Acaso la escasez de amor es un factor
que entibia el deseo, la necesidad, de otra
vida: si no se ama, ¿para qué?... Esta
situación, la idea de que no hay más que
esta vida, reduce a Dios a una mera
referencia nominal en la que apenas se
piensa. Aunque no se renuncie al
cristianismo, se lo vacía de contenido...
Amor meus pondus meum, eo feror
quocumque feror, decía San Agustín. Si
ese amor deja de ser el peso que orienta y
conduce la vida, ésta transcurre por cauces
que no son cristianos” (La perspectiva
cristiana).
Los que niegan la inmortalidad personal
no parecen excesivamente preocupados
por su escepticismo. Marías sí: “Esto me
parece lo peor, porque además de
perder el horizonte han perdido la
conciencia de lo que es vivir, esto es,
necesitar seguir viviendo siempre; y, lo
que es más, necesitar que sigan viviendo
siempre las personas amadas, cuya
aniquilación, si verdaderamente son
amadas,
resulta
insoportable”
(Problemas del cristianismo). El amor y
el anhelo de inmortalidad aparecen
juntos. En la medida en que uno ama
necesita seguir viviendo más allá de la
muerte. El anhelo de tener una vida
perdurable
es
ante
todo
el
reconocimiento del amor a otras vidas.
Por eso “el afán de inmortalidad es
primariamente
necesidad
de
la
inmortalidad
ajena”
(La
felicidad
humana). Y “la razón más profunda del
desinterés de tantos hombres de nuestra
época por la perduración de la vida tras
la muerte es la pobreza de su amor, el
desconocimiento de lo que es amor en el
sentido radical de la palabra, que no
admite la posibilidad de que se extinga, y
por tanto reclama la pervivencia de las
personas que lo realizan” (La educación
sentimental).
Se trata, entonces, no tanto de lo que
ocurre conmigo sino con los demás. Por
eso sigue diciendo Marías: “Nos
encontramos con que el afán de
inmortalidad es primariamente necesidad
de la inmortalidad ajena. Se ha pensado
obstinadamente que el hombre con afán
de inmortalidad tiene una especie de
endiosamiento, de amor a sí mismo, de
afán desmedido de conservar su realidad;
es el reproche que se ha hecho mil veces a
Unamuno; pero no es esto lo primario: lo
que parece intolerable e insufrible es que
no existan las personas amadas, y
secundariamente yo... La necesidad de
pervivencia se refiere en primer término a
las otras personas en cuanto amadas; la
mía es secundaria, el supuesto necesario
para que las demás puedan seguir siendo
amadas”.
En el otro mundo, el “amor a Dios
intensificará nuestra realidad de tal manera
que se multiplicará el amor a las criaturas,
más amadas y más interesantes que
antes, precisamente porque estaríamos
rebosantes del amor de Dios y de nuestro
amor a él, en presencia... Desde Dios
amaríamos más que nunca, en forma de
posesión plena, a las personas amadas”
(La felicidad humana).
Dios no sería infinitamente feliz si esas
personas amadas por él se le perdieran
con la muerte. Lo mismo cabe decir del
resto de los animales, amados por
nosotros, amados mucho más por su
Creador, que ha depositado también en
ellos el amor, con el cual aman ellos
mismos. La teología escolástica ha
afirmado abusiva, lapidariamente, de forma
que me parece intolerable, la corruptibilidad
de los animales no racionales, la extinción
de sus “almas sensitivas” tras su muerte.
Creo que esto es atribuir a Dios cualidades
mezquinas, no divinas. “Dios es Dios”,
como dice Calderón en El gran teatro del
mundo. Dios no es algo soberbio o cruel,
que necesite víctimas expiatorias o
sacrificios. Si Dios es Dios, esto quiere
decir que es alguien que ama
eternamente, de manera infinita y
todopoderosa a todas sus criaturas, que
las necesita dejando que sean, haciendo
que perduren, respetándolas, dándoles
libertad, vivificándolas (no mortificándolas),
a quienes se da y se entrega, por quienes
se ha sacrificado, igual que nosotros
necesitamos a las criaturas amadas para
ser felices. Yo no sería feliz en el otro
mundo si no gozara allí de la convivencia
de todas las criaturas a quienes amo y que
me aman. Lo mismo ocurre con Dios.
Si nosotros amamos a las criaturas, mucho
más, infinitamente más las ama Dios, el
mismo amor, de quien procede todo amor,
su fuente, su origen, su causa. Si nosotros
deseamos su resurrección, mucho más,
infinitamente más la desea, la consigue, la
efectúa su Creador, el autor de la vida, la
misma Vida, que necesita, porque ama, a
quienes ha dado la vida y el amor, que
siempre es menesteroso y necesitante.
Dios no sería Dios sin nosotros. Puede
hacer suya la frase: “yo soy yo y mi
circunstancia, y si no la salvo a ella no me
salvo yo”.
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