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Domingo García-Sabell
La muerte, hoy
Rodear la muerte
La muerte es impenetrable. Lo único que puede hacerse es rodearla.
La muerte está en nosotros y está más allá de nosotros. Poseemos la muerte y
ella nos posee. Imaginamos que ya la entendemos y ella, ligera, huye de
nuestras pesquisas.
Nadie llegó a definirla. Y todos aspiran a formular en cuatro palabras el
concepto riguroso que sea capaz de abarcarla, de atraparla, de encerrarla en el
área de la inteligencia.
En nuestro tiempo, Heidegger afirmó: «La muerte es la posibilidad más
personal que hay en nosotros, porque es la menos conmutable.» Así, yo
tengo mi muerte, pero, cuando llega a plenitud, ya no la domino. Así, yo
cambio y trastrueco todo con mi semejante, pero mi máxima pertenencia
personal, mi muerte, no me es posible permutarla. He aquí la ambigüedad
del morir, la equivocidad del fallecimiento.
La muerte es una presencia que es ausencia. Su realidad viene dada por
el hueco que deja tras de sí cuando ya se ha cumplido. Es una realización
que aboca a una no realización.
En el plano biológico constituye una regresión, un paso de lo complejo a
lo simple. En el plano antropológico es la afirmación que niega a la persona.
En el plano sociológico es una servidumbre que cumple eliminar cuanto antes.
En el plano moral, una fuente constante de problematicidades. En el plano
filosófico, una incómoda aporía.
Por cualquier lado que se le contemple, el paisaje resulta inevitablemente
turbio, difuso y sin horizonte. La muerte no tiene forma concreta. Es pura
dinamicidad. Es una fuerza. Una energía suave y cautelosa que constantemente destruye, estropea, asfixia y aplasta.
Nos acercamos a ella con aprensión, con muchos miramientos, de vagar,
pretendiendo siempre, sea como sea, sorprenderla en su más escondido secreto,
en su esencia, en su núcleo auténtico. Pero yo pienso que ese desidemCuenta y Razón, n.° 2
Primavera 1981
tum anda mal dirigido. Lograr a estas alturas echarle la garra a la muerte y
presentarla redonda en su íntima estructura es una ilusión. Una ilusión
fantasmal que habría de llevarnos irremisiblemente al mundo de los fantasmas. Si se quieren precisiones ciertas y cortantes sobre lo que la muerte es, no
hay más que consultar algunos fundamentales, fecundos, libros en los que los
hombres de espíritu alerta depositaron sus saberes, sus intuiciones y sus
miedos. En ellos hay soluciones abundantes. Tantas como autores. Lo que
sucede es que esas soluciones solamente sirven para quienes las formularon.
A los demás, y a poco que en ellas se profundice, les sonarán a letra muerta, a
melodía apagada. Pues esto es lo curioso: que cada cual, cuando se encara con
la muerte en actitud indagadora, más que dar con aclaraciones, lo que procura
es dar con defensas. Tener una idea clara sobre el tránsito mortal como
realidad trascendente, construir un sistema que coloque a la muerte en su lugar
específico, viene a ser un alivio para la angustia existencial de quien lo crea.
Las doctrinas y los conjuntos de conceptos mejor o peor encadenados tienen
en el fondo una misión terapéutica: la de curar al autor.
Objetivar la muerte, aunque sea a favor de expedientes poco satisfactorios, es un modo de echarle exorcismo. Un modo de exorcizar salutífero y
tranquilizador.
Esto por lo que toca a la actividad de la razón especulativa. Pues hay
otros terrenos en los que la maniobra rinde frutos valiosos. Me refiero al
arte. (Y dejo de lado, pues es otra cuestión totalmente diferente, el rostro
religioso del problema.) En la creación artística asistimos a otra categoría de
enfrentamiento con la muerte. No encontramos ahora las elucubraciones de los
filósofos ni las generalizaciones, casi siempre excesivas, de los científicos. (Y
de esto hablaré algún día con ceñido rigor, pues es necesario y hasta urgente.
Hay una demagogia científica que conviene eliminar cuanto antes.)
En el arte encontramos, en cambio, las suscitaciones de la sensibilidad
profunda, los testimonios de energías superiores, las adivinaciones sutiles
que de alguna manera ligan al hombre con las capas superiores de la realidad.
La creación artística es un modo de visión de la muerte. (La creencia religiosa
es un modo de penetración en la esencia de la muerte.) En uno y otro caso,
la actividad asimiladora del espíritu humano, aunque trascendiendo a ese
espíritu, está al mismo tiempo enraizada en la corporalidad de la criatura,
en sus órganos, en los rincones materiales, en sus células, en todo lo que es
materia y materia sostenedora de las virtualidades supraor-gánicas. De ahí las
últimas incertidumbres.
Pero aun aquí, aun en estas razones —por lo demás, sumamente raras—
en las que la muerte es como un contacto plenario con la vida, aun entonces,
ese contacto es como si dijéramos indirecto, colateral, subordinado. Se
toca a la muerte, pero a través de una frontera apenas vislumbrada. O
dicho de otro modo: casi se anda a tientas con la muerte, mas en realidad lo
que se lleva a cabo es una operación de rodeo. El lienzo magistral, la sinfonía
ilustre, el poema sublime son otros tantos merodeos por las murallas bien
clausas de la anihilación humana. (La iluminación mística, el trance de
fe son estados de porosidad anímica en los que se filtra el aliento extraño,
inquietante e inefable de la muerte.)
La muerte es opaca. El hombre es translúcido. Y la leve luz que él irradia
apenas sí sirve para alumbrar vagamente los primeros planos de la oscuridad
tanátíca. ¿Cuál es entonces la metódica recomendable para inteligir, siquiera
sea de un modo rudimentario, la realidad de la muerte? Pienso que sólo hay
una: la de darle vueltas una y otra vez y sin desánimo ni cansancio al negro
bulto del morir. Acogerse a todas las perspectivas. Subirse a todos los saberes
que hoy tenemos y, desde ellos, ir cercando, ir limitando la enorme incógnita.
Jamás penetraremos desde el más acá en la heredad muda de la trasvida.
Pero siempre será posible que una pizca de luz, que una chispa de nuestros
conocimientos, nos acorte las distancias. La proximidad conceptual y
experimental de la muerte no es la muerte misma. Sin duda. Pero es al menos
un comienzo de comprensión. Todo lo relativo que se quiera, todo lo mínimo
que se suponga más, con todo, algo ha de quedarnos en las manos cuando
rematado el asedio miremos para el camino recorrido.
Nada, por tanto, de sistematizaciones. Nada, por tanto, de
doctrinaris-mos. Nada, por tanto, de definiciones petulantes. Sólo un paseo.
El tiempo de una larga paseata alrededor del gran misterio.
No voy a recorrerlo todo, ni mucho menos. Voy sencillamente a alindar
alguna de las murallas. Voy a tratar de descubrir en esos muros alguna grieta,
algún agujero que ahora comienza a practicarse en el duro elemento separador
de la vida y la muerte. Pues hoy los ojos, si no más perspicaces, son quizá
más expertos y más abiertos.
Con todo esto es pensable la muerte. Pensar la muerte no equivale a entender la muerte. Equivale a delimitarla, a concretarla. A otorgarle perfil.
Es lo que se viene haciendo a lo largo de siglos. Es la labor que seguirá, ya
que no tiene final previsible.
Las páginas que siguen son en su medida también eso. Un intento de
circunvalación concretadora a favor de ciertos fenómenos muy de nuestro
tiempo. En último término, atisbos, sugerencias, sospechas y vagos presentimientos, esto es, intuiciones. Cualquier otra cosa sería pontificar en torno a
la muerte. Y pontificar es cosa que jamás me ha interesado.
La muerte entre paréntesis
La mentalidad positiva de nuestro tiempo ha traído consigo no pocos
cambios en el sistema de valores de la cultura de Occidente. Uno de ellos se
cifra en el giro de la perspectiva desde la que se contempló casi siempre el
hecho de morir.
Hasta hace poco, la muerte era algo bien discernible, fácilmente
entendi-ble y desde luego cómodamente objetivable. Quiero decir con esto
que el morir, el hecho del tránsito, constituía una realidad ciertamente
concreta. Se moría en determinado momento, con toda claridad y sin
posibles dudas.
Morir era un acto, algo que acontecía por la dinámica inevitable del proceso
morboso. Y este acto tenía lugar en un determinado, en un bien perfila do,
sector del tiempo. La muerte, pues, era algo puntual, esto es, algo que surgía
en el punto y hora precisos, y generalmente con bastante rapidez. El arte
médico entonces se tenía a sí mismo por incapaz y, al inhibirse, dejaba que las
energías tanáticas desplegaran toda su anihilante eficacia. Entre morir y vivir, la
zona de tránsito apenas tenía importancia, y mucho menos significación alguna,
si descontamos el tiempo necesario para dedicarlo a la buena preparación ritual
frente al inminente fallecimiento. Así era, a buen seguro, la que yo llamo
muerte antigua, la muerte de nuestros antepasados, la muerte realizada a lo
largo de la historia. Lo cual, evidentemente, no tiene que ver con el hecho de
que se diesen, como no podía por menos de ser, muertes lentas, muertes
lentísimas, en las que la dolencia roía inmisericorde y con toda parsimonia en
la carne entregada del sufridor. Pero aun en esos casos, la realidad del morir, la
evidencia del fallecimiento, no alcanzaba la permanencia, la estabilidad
necesaria para hacer de ella un problema inquietante.
Las cosas han cambiado. Al socaire de los avances técnicos, en verdad
apabullantes y casi increíbles, fue naciendo la muerte moderna. ¿En qué consiste? Pues consiste sencillamente en la capacidad que posee la medicina de
nuestro tiempo para alargar indefinidamente la vida vegetativa de los enfermos
que no disponen de funcionalidades orgánicas básicas con la suficiente
autonomía para mantenerse por sí mismos con vida. Los trebejos materiales de
que hoy nos valemos en el caso de grandes lesiones, por ejemplo, del sistema
nervioso central, permiten que el sujeto, sin posibilidad alguna de recuperación,
pueda, sin embargo, mantenerse vivo largo tiempo. Mantenerse vivo quiere
decir aquí poder respirar y que el corazón trabaje mediante los apoyos
instrumentales pertinentes. Mas, por descontado, sin conciencia, en coma, y en
coma irreversible. El enfermo es entonces como un apéndice de las máquinas
que sostienen la actividad cardiorrespiratoria. El enfermo es en el fondo una
máquina más. Algo pasivo, impermeable a los estímulos, sin respuestas propias,
sin especificidad y sin valor humano de ninguna clase. Dicho de otro modo: la
persona está muerta y lo que pervive es solamente un conjunto biológico.
De aquí, de esta rara situación, hoy día sumamente frecuente, derivan
dos consecuencias notables. Una, que el paso de la vida a la muerte sólo
puede ser establecido mediante fases graduales, pues las funciones que el
individuo mantiene con la ayuda de los aparatos médicos son apenas la expresión mínima de su específica fisiología. Un enfermo sostenido en coma
profundo, prolongado e irrecuperable, pesando quizá no arriba de treinta kilos,
encogido sobre sí mismo en posición fetal y ausente del mundo de alrededor,
constituye sin duda un espectáculo alucinante que nos obliga a pensar en el
límite, en el hilo del límite, a través del cual esos automatismos, esos
pequeñísimos automatismos, una vez rotos, o sin romper, son ya de por sí
muerte actual, muerte presente, muerte definitiva. El conjunto biológico se
parece más a la dinámica ciega de cualquier mecanismo instrumental que al
rendimiento armónico de las funciones vitales. Entonces se ve cómo la muerte
está taraceada en la vida, y cómo es sumamente difícil, por no decir imposible,
dar con el punto de flexión entre una y otra instancia. La muerte se torna
cuestión de matiz. He aquí un problema que hace menos de cuarenta años
sería absolutamente inimaginable. Se habla de muerte biológica cuando las
estructuras encefálicas dejan de estar activas. Pero, como se ve, esa actividad,
por su inercia y por su significación subordinada, no basta para justificar la
definición de la vida.
De ahí la segunda consecuencia de la prolongación artificial de los mecanismos fisiológicos básicos. En estos comas irreversibles, lo que conquistamos, aquello que tenemos delante de nosotros, es en realidad un muerto sin
cadáver. Y de ahí también la inquietud que tales casos producen en quienes
tienen obligación de asistirlos. (Alguno recuerdo yo que, ya pasados años
abondo, no logro arrancar de mi memoria.)
Y vemos cómo por este camino la medicina actual contribuye de un modo
decisivo a la ocultación de la muerte, a sostener el tabú en torno a la muerte que
es una de las características de la sociedad en la que vivimos. Escapamos del
espectáculo de la muerte y la ciencia; sin proponérselo deliberadamente nos
muestra una y otra vez un rostro constante de ella. Un rostro atrozmente
aterrador porque es capaz de patentizar esa frontera sutil, ese terreno de
transición delicada que ensombrece como una niebla el paisaje abigarrado y
ledo de la vida. La medicina, hoy tan eficaz y tan poderosa, constituye un
buen ejercicio espiritual. Aquel que señala implacable al núcleo de muerte y
decadencia que el cuerpo lleva dentro de sí. Como dice lonesco, «nacimos
incurables» e incurables seguiremos por siempre jamás, pues nuestra más
segura enfermedad, aquella que los muertos vivientes de las agonías sin sentido
nos muestran en su miseria y en su desvalimiento es ciertamente la muerte.
La ocultación trae, pues, la mostración.
La muerte moderna es, por tanto, no un acontecimiento bien delimitado, sino
más bien un devenir paulatino, un dinamismo bilateral, una energía equilibrada
y, en muchos casos, una realidad aplazada. Una realidad que puede ser
enlentecida, diferida, inhibida. Esa inhibición tiene una fenomenología atroz:
la de la prolongación sine die de la agonía. El agónico mantenido con vida por
los aparatos médicos es, como acabo de decir, y hoy ya comienza a admitirse, un
muerto sin cadáver, un morí vivant, según la terminología de los franceses o,
como yo sugiero ahora mismo, la muerte puesta entre paréntesis. De ahí la
dificultad actual de acceder a una definición válida del morir. Mas nuestra época
se caracteriza también por la contradicción, por el cultivo amoroso de los
contrarios. Y frente a la muerte encubierta y prolongada, intenta
constantemente, y cada día con mayor obstinación, aligerar el tránsito, hacerlo
súbito, cómodo, diligente y con las mínimas molestias posibles. Intenta, en fin,
facilitar la muerte.
La eutanasia
La eutanasia, ya se sabe, es la muerte hermosa, la muerte dulce, tranquila,
paulatina y sin sufrimientos. Es la felid vel honesta mor te morí de los antiguos. La muerte que todo el mundo desea y que, como una subterránea
comente de agua, atraviesa los más diversos avatares de la Historia. Es la
evaporación gradual de la existencia. Aquella que solamente en la edad avanzada suele producirse de una manera casi, o sin casi, imperceptible y que
resulta entonces, como decía Schopenhauer, un regalo de la Naturaleza. A ese
regalo aspira hoy día casi todo el mundo. No parece, así sentadas las cosas,
que hayamos de oponernos a una aspiración espontánea, normal y nada dramática.
Con todo, el problema va complicándose, quizá innecesariamente, desde
que en él introducimos el espíritu analítico y comenzamos a distinguir, una y
otra vez, clases y más clases de eutanasia. Como tantas veces ocurre, todo
tomó origen en el empleo de las palabras y en la distorsión que supuso el
echar mano del vocablo eutanasia para designar realidades distintas e incluso
contrapuestas. Ya vemos algo de esto si consideramos que Bacon, el gran
Bacon, con toda su mentalidad científica y discriminadora, comenzó por pedir,
como todos, que el curador emplease «su arte» para que el moribundo abandonase esta vida de una manera suave y discreta. En verdad, ésta era, seguía
siendo, la felid vel honesta morte de los antepasados. Pero al inglés se le
ocurrió denominarla «eutanasia exterior», con lo cual quedaba admitido
vir-tualmente que debía haber una eutanasia «interior» enderezada a la
preparación del alma para el tránsito definitivo. En el libro IV, capítulo II, de
la Dignitate et augmentis scientiarum pueden encontrarse las reflexiones ahora
sólo aludidas.
Nacieron las clasificaciones. Y, con ellas, paradójicamente, las confusiones.
Fuimos víctimas del lenguaje. O, como diría Usener, nuestro lenguaje «pensó
por nosotros». La palabra eutanasia se puso a andar y, con eso, habló por sí
misma. Por de pronto, en seguida imaginaron los investigadores positivos que
la eutanasia podría ser, además de la facilitación de la muerte, el acortamiento de
la vida cuando ésta ya no tiene sentido o resulta intolerable. De dulcificar la
muerte se pasó a abreviar la vida. Y a este acortamiento vital también se le llamó
eutanasia. Puede decirse que en el paso del siglo pasado al presente, ese giro,
cuyos antecedentes históricos son muy remotos (pueden verse, por ejemplo, en
Platón), toma forma concreta, y yo digo que acuciante. Tan acuciante, tan
espoleadora, que bien recientemente, en junio de 1974, y en la revista The
Humanist, cuarenta personas de fama mundial, y entre ellos algunos premios
Nobel (Pauling, Thomson, Monod), publicaron un manifiesto recordando el
derecho a «morir con dignidad», esto es, el derecho a abreviar la vida de los
enfermos deshauciados. Estos términos, «muerte con dignidad», van a
constituir un verdadero slogan de la literatura médica, y a base de ellos
surgirán nuevas distinciones y nuevas exigencias tanáticas. Y también,
aunque de manera bastante aislada, alguna curiosa protesta. El
«morir con dignidad» se asignó, por su parte, a la zona de validez de la eutanasia, aunque esa dignidad consistiese, en la mayoría de los casos, en la rotura
voluntaria, por parte del médico, del proceso vital del moribundo.
Pero aún hay más. Se piensa ahora que en el acortamiento de las fases
finales de las enfermedades pueden aparecer dos razones distintas. Una, la de no
prestar auxilios terapéuticos, ya inútiles, al paciente deshauciado. Otra, la de
hacerlo expirar a favor de alguna inyección, por ejemplo, morfina en
so-bredosis, que en estado de inconsciencia provoque, por decirlo así, el tránsito
del sujeto. (Tengamos presente en la memoria el final de Freud, al que el
doctor Schur, de acuerdo con el ilustre paciente, administró esa excesiva dosis
del estupefaciente.) La primera eventualidad se llama de nuevo eutanasia,
pero eutanasia pasiva, pues en ella el curador no hace nada y se limita a
dejar que el morbo letal cumpla su cometido. En la segunda razón, la eutanasia
se considera como eutanasia activa, ya que en ella el clínico lleva a cabo
determinadas acciones cuyo resultado es el final anticipado del paciente. Es
lo que los anglosajones denominan mercy kitting, «muerte por compasión».
También se habla, por extensión, de eutanasia lenta (slow euthanasia)
en el caso de los viejos que excesivamente atendidos en centros especializados
ven prolongarse, estéril y cruelmente, las últimas miserias de la ancianidad.
Por otra parte, hoy se emplea la denominación de eutanasia con el añadido
de «social» para abarcar con ello el hecho de la marginación de los ancianos y
de los enfermos sin esperanza, ya que su existencia resulta improductiva para la
colectividad. Son los «parásitos económicos», condenados, como dice
Moltmann, «a la muerte social». En este sentido no podemos olvidar que el
Tercer Reich valoró como eutanasia la eliminación de los niños defectuosos y la
de los adultos locos o gravemente enfermos y, por supuesto, contra la propia
voluntad de los interesados. Esta fue una eutanasia racial cuya dimensión
histórica aún está esperando por una valoración rigurosa y definitivamente
esclarecedora.
Tenemos, pues, ante nuestros ojos una única palabra —eutanasia— empleada para designar capas de la realidad absolutamente distintas. Como cada
una de ellas presenta condicionantes, determinaciones, significaciones y problemas dispares y aun distantes y hasta opuestos, la denominación no nos
sirve. No basta con añadir a la palabra eutanasia .un calificativo cualesquiera,
pues ese calificativo, al depositarse sobre estructuras desemejantes, pierde
validez y, en lugar de concretar el caso, lo que hace es difuminarlo, borrarle
los límites. En una palabra, crear confusión. El lenguaje «piensa por nosotros». Y desasido de las exigencias lógicas, pronto se pone a brincar, a saltar
alegremente —o trágicamente— como en el caso de los crímenes
pseudocien-tíficos de los totalitarios. No se puede llamar eutanasia al genocidio.
Ni a la pasividad ante el suicida. Y puede, en cambio, ser «muerte feliz» la que
procura, lado con lado del enfrentamíento consciente con la trascendencia, el
resbalar suave del cuerpo en el agujero oscuro de la desintegración orgánica.
Cada forma de eutanasia —si lo es de verdad— suscita gran número de
cuestiones morales, religiosas, legales, sociales. En ocasiones, de un modo
bien complejo que obliga a consideraciones y a reflexiones sumamente sutiles.
Un ejemplo es suficiente: se dice que la eutanasia activa, el rematar al enfermo
a favor de algún fármaco letal, no se distingue, en el fondo, de la eutanasia
pasiva, ya que en ésta el hecho de quitar los trebejos técnicos que mantienen
una vida artificial, o el dejar de prescribir medicaciones a la larga inútiles,
equivale a un actuar, a una actividad cuyo efecto último es el mismo. Pues
bien, aun así, hay curadores que se han levantado contra tal razonamiento
arguyendo que el que se abstiene de recetar, o de mantener los aparatos en
marcha, deja que el enfermo muera de su específica dolencia, por ejemplo, un
cáncer. Pero aquel que acaba con el sufridor mediante una inyección, mata al
sujeto y no deja que lo haga el proceso morboso, en este ejemplo, repito, el
cáncer. Sin embargo, hay clínicos —James Radiéis, entre otros— que
valoran ambos procederes como de igual estirpe y, por tanto, de la misma
índole moral. Mas, por otra parte, hay quien sostiene que el distingo entre
«matar» y «dejar morir» no posee, en sí mismo, «importancia moral», y que la
eutanasia activa es, en muchos casos, «más humana» que la pasiva.
Como se ve, las confusiones son máximas. Tales y tantas, que ya comienza a
perfilarse una nueva tendencia, a saber: la de abandonar la palabra eutanasia
y buscar otra de mayor perímetro significativo y de menor compromiso
conceptual. Pues postular, por ejemplo, que el genocidio llevado a cabo por
los nazis era una forma de eutanasia equivale a convertir las palabras, como
postula Saner, «en un comienzo de asesinato». Así, pues, cuando se habla de
eutanasia conviene aclarar antes a qué grado de muerte «facilitada» se alude y
en qué condiciones externas se produce. No es lo mismo la muerte que se deja
venir sin prolongaciones inútiles, cuando el interesado ya no tiene remedio,
pero contando siempre con su aquiescencia o, en todo caso, la de los familiares,
que la muerte consentida sin que nadie más que el propio curador tenga
conciencia del trance. Y aquí asoma una dificultad que, en la práctica, está
produciéndose de continuo.
Es una dificultad de la que no se habla, pero que no por eso es menos
real. Consiste en ese instante dramático en el que, agotadas todas las posibilidades terapéuticas, el clínico reduce o anula la medicación más o menos
específica. Es el momento de los calmantes. Mas los calmantes, por sí mismos,
ya tienen, en general, un efecto no del todo inofensivo. También ellos, de
alguna manera, aceleran el final. También ellos, de algún modo, matan.
Lentamente, imperceptiblemente, pero matan. Y como el médico jamás llega al
nihilismo terapéutico absoluto, y como los familiares siempre exigen, angustiadamente, que se haga algo, el curador en muchas ocasiones, movido
por razones humanas muy respetables, prodiga los lenitivos. Entonces nosotros no sabemos hasta qué punto, con ese proceder, además de aliviar las
penalidades del paciente, aligeramos, acortamos la duración temporal de la
enfermedad. He aquí la eutanasia de todos los días, la eutanasia cotidiana. La
que, repito, no se publica y, por eso mismo, no suscita problemas morales
o religiosos. Nos movemos, dentro de la agonía, en un terreno sumamente
resbaladizo, sumamente discutible.
Sumamente discutible porque desde esa conducta a la de eliminar los trebejos instrumentales que sostienen con vida al enfermo no hay sino algunos
pocos pasos bien contados. Y por eso volvemos de nuevo al deseo, a la aspiración que tiene su adecuada síntesis verbal en la frase «morir con dignidad».
¿En qué consiste esta muerte? Pues sencillamente en experimentar el éxodo de
esta vida no en la soledad aséptica del hospital, intubado, inyectado, per-fundido
y sumergido en tubos, monitores, goteros y demás expedientes técnicos que ya
a nada conducen, sino en el hogar, entre los seres queridos, entregado al
morbo, pero entregado, también, al afecto, al amor y el cuidado sosegador de la
familia y de los amigos. Y entregado, además, a la serena conciencia de lo que
se aproxima, de lo que se adivina como un relámpago de luz trascendente y de
esperanza transindi vidual. O hundido en el coma, mas teniendo cerca de
nuestra mano —¿y quién sabe lo que el comatoso siente?— la mano que en la
existencia nos acompañó y dio sentido a nuestro ciclo vital. Esta es la «muerte
con dignidad». La que hoy se defiende por encima de los progresos científicos
un tanto inhumanos y fríos. La que hoy debe defenderse.
Bien está que el enfermo sea sometido a todos los procedimientos curativos o aliviadores imaginables, pero con una condición: que esos procedimientos constituyan un camino razonable para la recuperación, aunque sea
parcial e imperfecta, del interesado, y no que ellos formen, en sí mismos, el
objetivo último. Curar, aliviar, poner todo al servicio del paciente. Y también
investigar, experimentar, mas no a costa de la persona humana. Si tenemos
esta distinción bien presente en la cabeza, entonces nos percataremos de que
la no utilización de las maquinarias «in extremis» no es sinónimo de eutanasia,
aunque resulte sinónimo de muerte dulce y tranquila. Solamente de ese modo
habremos evitado que el morir, que el pasar a la otra orilla, se nos presente,
según la frase de una enferma deshauciada, como algo «feo, árido, lamentable».
Pienso yo que cumple distinguir netamente lo que es aún proceso morboso
justificativo de tratamiento médico y lo que es, más adelante, sólo destino. El
destino no es accesible a los fármacos. El destino no es una enfermedad. El
destino es una fuerza transindividual que necesita, para cumplirse, de la
totalidad de la persona. El hombre es cuerpo espiritualizado y es espíritu
corporalizado. Es cuerpo, y de él depende en sumo grado. Un hombre metido
en los aparatos que respiran por él y que mueven su corazón por él no es, en
el fondo, un hombre. Pues la persona humana, que precisa de la circulación y de
la respiración, es más que circulación y respiración. El hombre es la capacidad
de amar, de sufrir, de desear, de pensar, de crear, de mirar para el futuro, de
decidir, y todo esto, que precisa de los pulmones y del corazón, pues sin ellos
no se produciría, no es los pulmones y el corazón. El hombre no está,
entonces, muerto. Sin duda. Se encuentra en una forma de vita reducía, de
vida limitada. Mas esa forma de vida, cuando el cerebro
está irremisiblemente perdido, excluye la vida personal. El neurocirujano
Gerlach habla, en estos casos, de «muerte parcial». Que el término no nos
engañe, ya que es solamente de índole científico-natural, de índole biológica.
Desde tal perspectiva no tiene vuelta que aquel enfermo no está muerto. Algo
en él, por leve que sea, pervive. Pero desde un horizonte más amplio y más
hondo, el hombre, quiere decirse, lo que está más allá del organismo material
aunque en él taraceado, el hombre, digo, cesó de existir, cesó de
estar-en-la-realidad, que es la única manera, en verdad, de vivir. Está
fuera-de-la-realidad. Está, pues, muerto.
Pero la situación patológica puede aún complicarse más. ¿Cómo? Cuando
los sufrimientos del enfermo incurable, cuando los dolores del paciente enfrentado con las etapas últimas de su padecer, se tornan atroces, continuos, y
no responden a ninguna clase de calmantes. He aquí la hora dramática. El
tiempo se enlentece. Las noches son un puro suplicio. Los zarpazos del dolor,
insoportables, convierten al enfermo en un lamento continuo. Nada hay que
ablande, que aligere tan tremendo padecer. Las miserias físicas multiplican su
presencia. Son las llagas que se infectan, los esfínteres que no retienen los
excretas, el olor repelente que el cuerpo lisiado despide. La atención diligente
de los familiares apenas si da abasto para atender tantas y tan variadas
me-nesterosidades. En estos instantes parece que la Naturaleza posee una
imaginación endiablada y que cuando los suplicios, la lista innumerable de los
suplicios, semeja agotarse, otros nuevos, impensados y terribles, ahondan aún
más la roedura orgánica del padecedor. La inanidad terapéutica se hace total y,
con ella, el sentimiento de inferioridad del médico adquiere caracteres de
conflicto íntimo sumamente grave. Parece como si el profesional tuviese algu^
na culpa en aquel calvario que día a día y minuto a minuto se desarrolla ante
sus ojos. Por eso no tiene nada de extraño que, en tales casos, como acostumbra a suceder en los hospitales americanos, los clínicos eviten, o reduzcan al
mínimo, sus visitas. Pero en la medicina casera las cosas son de otro modo y el
curador es llamado una y otra vez, urgido, requerido, aun cuando todos sepan
que nada cabe hacer.
En estas ocasiones, el problema del clínico es un problema moral. ¿Cómo
ser de alguna utilidad? Sin duda encaminando, facilitando la muerte. Pero
esta decisión, que jamás se toma —conviene subrayarlo—, esta potencial actividad que nunca llega a ser actual, no pasa las lindes de la ética profesional, o
de la ética sencillamente humana. Con todo, imaginemos que el terapeuta
decide y lleva a cabo la eutanasia. Frente a esta decisión, frente a esta especie
de nueva moralidad, se levantaría entonces otra decisión, la decisión de la
legalidad. La eutanasia, legitimada desde un punto de vista moral, no lo estaría
desde un punto de vista legal. El choque de ambas instancias sería inevitable.
No hace mucho, y en un hospital de Suiza, ocurrió un caso semejante. Y el
médico facilitador, en enfermos viejos y deshauciados, de la eutanasia fue
procesado. No le ocurrió cosa alguna. Sin embargo, el conflicto resultó sonado.
Legalidad y moralidad individual aparecen aquí como muy difícilmente
conciliables. Por eso la eutanasia stricto sensu es, hoy por hoy, un
problema insoluble, y por eso Saner, un antiguo ayudante de Jaspers, con el
que he tenido ocasión de dialogar, llegó por su parte, y con independencia, a
mi misma conclusión.
Entonces, y para los casos límite en los que la situación es desesperada y
la inoperancia de la técnica médica definitiva, pienso yo que solamente
disponemos de dos asideros viables. Desde el punto de vista de la moral privada
del médico, se extiende hoy por el ámbito anglosajón el llamado «testamento de
la muerte», en el que el interesado dispone por anticipado la manera en la que
desea morir al llegar el instante de las decisiones irrevocables. No es que esta
nueva institución carezca de impedimentos específicos —por ejemplo, el
diagnosticar con exactitud cuándo la muerte se avecina y su
irreversibilidad—, sino, además, de impedimentos legales, aún no bien
perfilados, pero que ya en Norteamérica comienzan a tomar forma concreta.
Desde el punto de vista de la moral religiosa, y muy en especial católica,
son valederas las directrices dadas en su tiempo a los clínicos por Su Santidad
Pío XII. Acelerar la muerte, o acceder a los ruegos del paciente, no está permitido, aunque la piedad pudiera reclamar tal acción. En cambio, pueden ser
utilizados todos los medios calmantes de que el curador disponga, aunque
indirectamente y, por tanto, involuntariamente, acorten la vida. Es obligación
del clínico el definir la muerte e indicar el instante de su aparición. Y se
entiende la supresión de las maniobras propias para la ya inútil prolongación de
la vida vegetativa como causa indirecta del acabamiento de la misma. Pero tal
proceder está permitido cuando esas maniobras de alargamiento vital suponen
una excesiva carga para los familiares y el proseguirlas no lleva consigo
esperanzas médicas de recuperación.
Aquí, en estos dos apoyos, puede el médico buscar la brújula que lo
oriente y lo justifique para tan enmarañada cuestión.
Como vemos, en cuanto dejamos que la palabra eutanasia quede suelta,
las dificultades, las confusiones y las aporías surgen de continuo. Por cualquier lado que se la mire, la muerte es siempre un desastre, una lucha y,
además, una tragedia. Una tragedia con argumento y con protagonistas diversos,
contradictorios, a los que una palabra —eutanasia— no acaba de caracterizar.
No tiene nada de particular que cada día se desconfíe más de ella y que ya
ande la gente proponiendo otras más adecuadas. Otras que, en su generalidad,
no prejuzguen los aconteceres y no limiten el horizonte de la realidad. Es un
suceso demasiado grave el del morir para intentar cercarlo fácilmente con una
sencilla palabra. Últimamente se habla de distanasia. La distanasia sería el
término que abarca cualquier proceso del acontecer mortal, desde el más simple,
la muerte natural, hasta el más complicado, la muerte asistida en una unidad de
cuidados intensivos.
Pero con un nombre o con otro, e incluso sin nombre alguno, lo cierto es
que hoy se está, por un lado, a huir de la muerte, a alargar la vida al máximo, se
entiende la vida plenaria y sin trabas fisiológicas, la vida para ser vivida en su
totalidad. Y, por otra parte, andamos creando individuos semimuertos,
sosteniendo una apariencia de palpitación fisiológica, prolongando
vejeces desprovistas de receptividad humana y sosteniendo inconsciencias irrecuperables de enfermos deshauciados. En el fondo, andamos cultivando agonías. ¿Por qué? ¿Por qué ese afán de fabricar artificialidades que no conducen
a cosa alguna? ¿Qué oculto deseo, qué extraño morbo nos ataca para negar la
muerte cultivándola? Este es el problema. Un problema que se extiende a
todas las zonas de la existencia y de la cultura occidental. ¿Cabe alguna
mediación aclaradora?
El arte como mediador de la muerte
Quizá sea en la actividad artística donde con más persistencia, y con mayor
objetividad, se haya establecido esa mediación explicitadora.
Se trata ahora, por ende, de mostrar la función de enlace entre la vida y
la muerte del arte de nuestro tiempo. La función de osmosis e intercambio entre
las instancias vitales y las instancias de la muerte que los contemporáneos
necesitan y perciben cada día con mayor acuidad. Dicho de otro modo: se trata
de subrayar, en las figuraciones actuales, esa misma onda agónica, esa onda
de lucha y postrer vencimiento de la anihilación que todo el mundo siente, que
todo el mundo lleva en su intimidad y que todo el mundo esconde como se
esconde un mal vergonzoso. La sazón colectiva es, sin duda, agónica. Es
agónica en el sentido más inmediato y literal de la palabra, es decir, en el
sentido de que está cada uno de nosotros sometido a los empujones inevitables
de la potencialidad de la muerte. Somos como los familiares de un moribundo
y ansiarnos, pretendemos, cargar la dinamicidad letal sobre lo que hacemos, o
sobre lo que contemplamos. Somos los familiares de un moribundo, pero lo que
ocurre es que el moribundo va dentro de nosotros. Los artificios para ocupar y
distraer a la muerte son movimientos de rodeo exis-tencial, de huida humana,
de evitación, de evasión. La muerte intimida la muerte en nuestra alma; es un
enemigo difícil de aplastar scon radicalidad. Nadie posee conjuros contra lo
irremediable, y por eso es irremediable.
Con todo, el poder de la creación artística si no es un conjuro es, por lo
menos, un buen antídoto. Con él incorporado a nuestra sensibilidad, el camino
del tránsito se hace más fácil, menos penoso. Así se explican los procederes de
apariencia feroz que los artistas de hoy elaboran constantemente. Tinguely, con
ademán profético, ha escrito: «Lo definitivo es provisional, y el caos es el
orden.» El caos es el orden. He aquí la fórmula reveladora. La fórmula
moderna. El «ábrete, Sésamo» de los excesos que de cerca nos tocan.
Estos excesos han comenzado, por la vía intelectual, con Sade, máximo
teorizador y explorador de las fronteras entre la vida y la muerte. Ahora
nuestros artistas continúan en esa averiguación. Y lo que en el divino marqués
fue licencia escrituraria, resulta en estos momentos en que vivimos desmesura
plástica, o aún mejor, transgresión técnica. Y también desgarro programático.
Tan ceñido está el conjunto plástico ultramoderno por la idea de la muer-
te material y, con ella, de la idea de la agonía que ineluctablemente la precede,
que algunos de esos excesos expresivos han sido estudiados por Gilbert
Lascault como «figuras de la muerte». No es preciso entrar en el detalle.
Baste con citar, aparte del aparato conceptual —muy discutible—, algunos
de los casos por él analizados, además de algunos otros teñidos con igual
sentido significativo.
Por un lado tendríamos las esculturas de Giacometti, que siempre muestran
«una peligrosa proximidad entre la vida y la muerte, como si pretendiesen
favorecer las circulaciones entre los dos terrenos». Los cuadros gigantescos de
Hucleux (200 X 3.000 cm.), en los que cada uno representa, con todo
detalle, un cementerio. El movimiento de los artistas biblioclastas, que consiste
en deformar, destrozar, quemar y retorcer libros y así exponerlos a la
contemplación. O, como hace Bertholin, pegarles las hojas y después envolverlos en tela. Otro artista plástico, Jochen Gerz, escribe en la oscuridad
sobre papel de fotografía virgen y después cubre el texto con algo opaco. Si a
seguida queremos leer esas páginas, rápidamente se desvanece el texto. Esto nos
obsequia con «la mirada que mata». Hay también el procedimiento de Dieter
Rot: los libros repugnantes. Uno, titulado Pometrie, se muestra sumergido en
una mezcla de flan estropeado y orina. Un libro —asegura el autor— capaz
de contaminar toda una biblioteca y que va dirigido a excitar, a conmover el
olfato. La Pometrie está más allá de toda estética, y sus efectos, de casta
fisiológica, riñen con todos los valores que la sensibilidad acostumbra a
establecer. Un libro podrido, hirviente de inmunda bichería, de olor repugnante
y de aspecto nauseabundo, alcanza funcionalidades que enlazan estrechamente
con la descomposición cadavérica.
No está claro si Dieter Rot se propuso suscitar esa analogía, pero no hay
duda que el objeto, minuciosamente degradado, yo digo amorosamente degradado, es el lugar seguro en el que los fenómenos de la vida y las manifestaciones de la muerte se codean y se interpenetran dramáticamente. Quizá la
actitud del espectador sea entonces un tanto ambivalente. Quizá sienta una
encantación y una repulsa simultáneas. Como, por otra parte, sucede siempre
ante la realidad agónica.
La lista no concluye aquí. Hay artistas que emplean la cama ordinaria
como una cama de hospital, semejante a las que se usan para los quemados
graves (Jean-Pierre Raynaud). Siguiendo esta línea macabra, Ben abriga el
proyecto de dejar pudrir, después de la muerte, el cuerpo de la madre, o el de
la esposa, en el interior de un ataúd de cristal. Este mismo artista esquematiza
una posible obra teatral, Dinamita. He aquí el resumen: «Entra un actor.
Lleva en la mano un enorme cartucho de dinamita con una larga mecha.
Prende fuego en ella y aguarda sentado en una silla, en mitad de la escena.
Cuando la llama alcanza el cartucho, todo salta: el actor, la sala, el público y el
teatro. Telón.»
Michel Journiac expone esqueletos vestidos, o dorados o pintados de blanco. Este es el texto que acompaña a cada uno de ellos: «Contrato para un
cuerpo. Transformar su cuerpo en obra de arte. l. er contrato: usted apuesta
por la pintura. El esqueleto se pinta de blanco. 2.° contrato: apuesta por el
objeto. Su esqueleto es cubierto con la ropa. 3.er contrato: usted apuesta por el
hecho sociológico, el patrón oro. Su esqueleto se pinta con oro. Condiciones:
1.a Ceder su cuerpo a Journíac. 2.a Morir.»
Dentro de esta concepción irónico-funeraria del arte tenemos, además, el
movimiento que rechaza la perdurabilidad de las creaciones artísticas, puesto
que, sin poder evitarlo, siempre, al cabo del tiempo, envejecen y concluyen
por morir. Entonces, los nuevos creadores suscitan la aparición de realidades
fugaces, destinadas a desvanecer rápidamente y, con eso, dotadas de la capacidad de escapar a la corrosión ineluctable del tiempo. Nace, de esa manera,
un arte puramente gestual (Boezem, Tinguely, Kaufner, Dennis, Oppenheim,
etcétera) y, finalmente, autodestructivo (Gustav Metzger). Este artista llega a
pintar a base de ácido clorhídrico sobre lienzo de nylon, con lo que el cuadro,
conforme va naciendo, ya va muriendo.
No tiene vuelta que toda esta enorme parcela de la figuración plástica de
nuestros días está teñida de histrionismo, crueldad, arbitrariedad y afán anarquizante. Sin duda. Pero no olvidemos que de distorsiones semejantes nació
un arte importante, el arte surrealista. Véase, si no, el cuadro de Magritte
Madame Recamier de David, en el que, en lugar de la figura femenina, descansa sobre el diván un féretro doblado como si tuviese cabeza y cuerpo. En él
está in nuce la corriente espiritual que vino después y de la que acabo de dar
rápido testimonio. Entre el cuadro auténtico de David y la versión revolucionaria que de él nos ofrece Magritte median tiempos de honda crisis
existencial. La crisis que hizo posible la rebelión europea de la cultura. Y, sobre
todo, la crisis que puso en cuestión el significado último de la vida del hombre
y, en consecuencia, la de la muerte que siempre la corona. Esa crisis obligó a la
criatura europea a mirar en profundidad. El pintor Francis Bacon ha afirmado
que «la vida, en última instancia, desde el nacimiento hasta la muerte, es una
larga destrucción». El estilo destructivo va a ser, desde entonces, la esencia del
estilo.
Se trata, pues, de una imitación de la vida y, como tal imitación, de una
imitación de la muerte. Vuelvo a repetirlo: el artista plástico, situado en esta
perspectiva existencial, anda a la búsqueda del punto de intersección entre lo
que es impulso vital y lo que es impulso fanático. Se empeña en captar la
transformación, el cambio, el minuto de la transición entre una y otra instancia.
Por eso las producciones funerarias, a pesar del aire nauseabundo que porten
consigo, tienen un algo que nos atrae y nos hipnotiza. Miramos para ellas
como se mira para el moribundo, para el que sabe, para el que está ya
contactando con la otra ribera. Parece como si aquel libro torturado y deshecho, como si aquel esqueleto grotescamente vestido y pintarrajeado, como si
el imposible drama de la dinamita, como si el ataúd que sustituye a la serena
belleza de la mujer, ocultasen en sus rincones la cifra de un secreto jamás
pronunciado. Como si el enigma se nos tornase transparente y diáfano a través
de imágenes o acciones que evitan la palabra y que incluso la suprimen.
Tenemos entonces la sospecha de que las palabras son la causa del no
saber de la muerte, O lo que es lo mismo: que los acarreos históricos de las
más diversas interpretaciones conceptuales de la muerte anublan, enturbian
el perfil cortante de la realidad. Pues de lo que se trata es de vivir una realidad
que, por lógica, no es vivible, no tiene contenido de experiencia humana.
Vida y muerte son términos existencialmente inconciliables. Hay en ellos
oposición de contrarios. Por el raciocinio no nos es dado salir de ese laberinto.
Solamente el arte, que todo lo conquista, es capaz de superar la radical, la
insalvable contradicción. Como dice Lascault, hay una felicidad en pintar
cementerios. ¿Por pura necrofilia? No. Más bien, si el impulso es sincero, si lo
que el artista lleva a cabo corresponde a una necesidad interna, entonces
cualquier escena tanática, y cualquier happening mortuorio, la supresión voluntaria de la propia obra —tal en Kaufner—, la decapitación de ciertos animales o la autofustigación (Schwarzkogler), se convierten en actos provocadores de la visión superior, de la contemplación trascendente, de la realización
de la armonía de los contrarios. Y la paradoja definitiva acaece en esos minutos crueles: la de alcanzar la beatitud estática, el atisbo del trasmundo,
esto es, el paso de los límites del aquí y el ahora sin salirse de ese aquí y de ese
ahora. La vida y la muerte contactan entonces íntimamente, casi podríamos
decir orgánicamente. La destrucción lleva a la edificación. Sí, Tinguely,
repitámoslo, parece tener razón: «El caos es el orden».
Y lo que comenzó como una empresa de mediación -—y como tal debe
verse en las obras pretéritas que reflejan el acabamiento de la criatura humana,
por ejemplo, las pinturas de Valdés Leal— es ahora, en nuestro tiempo, y
gracias a la desmesura revolucionaria de los nuevos creadores, empresa de
revelación casi, o sin casi, trascendental. La plástica y la literatura contemporáneas, todo lo que hoy consideramos como arte, es como una metafísica sin
palabras, una metafísica pragmática, objetiva, concreta. Es la nueva funcionalidad de la muerte, su perímetro utilizable. Mas la pregunta que cabe hacer
suena así: ¿es fecunda tal actitud indagadora? O dicho de otra manera: ¿nos
llevó esa dirección creadora hacia inéditas revelaciones en el enigma de la
anihilación total? Pues puede muy bien ocurrir que todos esos desesperados
esfuerzos, todos esos extremados empeños, no aporten cosa de sustancia a
nuestro acervo de conocimientos y de intuiciones en torno a la muerte. Una
cosa es que hayan producido algunas obras de acabada belleza formal —en
realidad, bien pocas— y otra muy distinta que el empeño aclaratorio haya
resultado un triunfo. Yo pienso que, en efecto, las producciones tanáticas
que se nos ofrecen no conducen a ninguna parte. Son gestos, sencillamente,
gestos. Es posible que, a veces, un pequeño número de ellos aparezca marcado
con el sello del valor personal, incluso de la decisión heroica. Esto nadie puede
negarlo. Con todo, la muerte sigue siendo un espeso muro no pe netrable.
Para entender lo que digo estamos obligados a dejar, por unos minutos,
la vía ideatoria pura y, obedeciendo a las exigencias mismas de aquello que
se nos muestra, o se nos describe, atenernos exclusivamente al nivel vivencial
que las nuevas objetividades, estáticas o dinámicas, suscitan. ¿Cuál es, por
tanto, nuestra reacción frente a tales obras?
Primero, el asombro. Aquello resulta tan inusitado, tan fuera de toda
norma, que el espíritu queda como subyugado por la mera presencia de lo
inaudito. Luego, al asombro sucede la admiración. Admiramos el ataúd que,
doblado en dos como un ser humano, descansa, extraño y hermético, sobre el
canapé. Y envuelto en esa admiración va un como estado de hipnosis que nos
obliga a mirar porfiadamente para el cuadro, o a leer, una y otra vez, el texto
alucinante. Esta «encantación», este estado de mudo encantamiento, de
dormición entregada, puede durar mucho tiempo. Y hasta puede suceder que
de nuevo, y de nuevo, regresemos al campo de atracción que la obra derrama
alrededor de sí, como el pájaro se acerca peligrosamente a la cabeza de la
sierpe y la mariposa al rebrillo de la llama. Ya estamos cogidos por el atractivo
de la distorsión, por el chisporrotear de lo nunca visto. Ya la obra echó sobre
nosotros su poderosa garra. ¿Qué sentimos, de verdad, en esos instantes
decisivos? ¿La evidencia del tránsito? Pienso que no.
Pienso que entonces la experiencia interna es la de la subversión del
orden establecido. Aquello que allí está, anda a trastocar la ley natural de la
presencia de las cosas y la dinámica de los fenómenos humanos. Y esa posibilidad, ese ver lo antinatural como natural, es lo que, desde el principio, nos
desconcierta y, en seguida, nos hipnotiza. Y aún más si las secuencias
artificiales están representadas con la minuciosidad y el realismo implacable
que de continuo estos artistas utilizan. He aquí ahora la cumbre del absurdo, a
saber: la objetividad dura y sólida, la objetividad sin poros, puesta a revelar las
lejanas luces del más allá. Como si el mundo de los fantasmas estuviera
integrado por recios volúmenes cómodamente palpables. La tierra se hizo
primero cementerio y después, y definitivamente, habitáculo de espíritus que
pululan, irónicos y desenfadados, entre el bullir de los gusanos, el silencio de
los muros y el anonimato de las formas. Es, muy en serio, el mundo al revés.
La suspensión del orden de la Naturaleza. En suma, el paso de la vida a la
muerte.
Es el absurdo. El absurdo del cuerpo que se deshace y en ese deshacerse
parece que lleva consigo, no se sabe hacia dónde, al espíritu. Para los antiguos
no había problema mayor. Las formas de la creencia daban soluciones bastantes.
Y lo que semejaba disolución era solamente, ante los ojos de la fe, apariencia
engañosa. Llegaba la agonía, lo que el maestro Alejo Venegas llamaba «la
agonía del tránsito de la muerte», y las ventanas de los sentidos comenzaban a
cerrarse, pero el alma, firme vigía, continuaba en pie («... en aquel punto está
el ánima más viva y más cuadrada que estuvo en todo el tiempo pasado»). En
cambio, los modernos, descreídos y fríos, no confían en la reciedumbre
postrera del espíritu. Se limitan a observar. Y lo que sorprenden a través de su
mirada perforadora es podredumbre, sangre coagulada, desmantelamiento de las
estructuras más nobles, acabación de la hermosura, inmovilidad, rigidez y
mutismo. No hay posibilidad de dar el salto existencia! entre una y otra
instancia. Ni el alma está cuadrada, ni el espíritu muestra
viveza. Es el absurdo. Donde antes había algo autónomo, ahora no hay nada
que no sea dependencia, pasividad y remate. Es el absurdo.
Consecuencia: venerar el absurdo, pues él constituye la única esencia visible
en la que todas las dinamicidades y todos los impulsos se desvanecen. Esa
desaparición es lo que, de veras, existe, lo que es. Ese desaparecer que para
acusarnos su presencia y su fuerza tiene que realizarse, tiene que cumplirse en
la huida, en el perderse más allá de nuestro horizonte. La ausencia es la
presencia. Nuevamente: «El caos es el orden».
Caos y vacuidad son los parámetros glorificados por la plástica tanática.
Donde había un hombre lo que hay es un esqueleto, esto es, nada. Donde
había una espléndida mujer lo que hay es un ataúd, esto es, el envoltorio de
nada. Reaparecen en nosotros, llevadas por la mano de los nuevos artistas, las
viejas palabras del epitafio del cardenal Portocarrero en la catedral de
Toledo: Pulvis, cinis, nihil (Polvo, ceniza, nada).
Después de este rodeo, después de un gran rodeo, las audacias
ultra-actuales llegan a puertos ya conocidos. Bajo la irritación figurativa
refunfuña, sarcástico y burlón, el perenne zumbido de la muerte. El arte,
pues, tendrá que declinar de sus propósitos. La metafísica sin palabras tampoco
nos sirve. Quedan algunos cuadros excelentes. Y cuatro textos de formal
hermosura indiscutible. La paz renace. Y, con ella, surge, de nuevo, la
inquietud frente a lo descono.cido. Porque el que va a morir, el moribundo,
continúa a desafiarnos con su simple presencia. Como dice Michel de Certeau,
en el discurso del hombre occidental, en el «siempre hay algo que hacer», el
agonizante es el lapsus de ese discurso. Es lo que está marginado. Lo
innombrable. Para él no disponemos ni tan siquiera de denominación. Yo digo
que es el fronterizo. Pero nosotros, y ellos, los artistas, no conseguimos
empinar la cabeza por encima de la frontera. Estamos más acá. Y de ahí no
pasamos. Esa es nuestra miseria. Porque nosotros podemos alcanzar, no sin
esfuerzo, una cierta pro-íundización en la realidad básica del morir. Pero el
morir es una cosa y la muerte otra. El morir es susceptible de indagaciones
más o menos objetivas. Y de una posterior elaboración de esas indagaciones.
La muerte, en cambio, se nos escapa. La muerte no puede ser intelectualizada.
He aquí, en todo su drama, nuestra atroz manquedad. La manquedad antigua y
la manquedad moderna.
De ella no nos es posible huir.
D. G.-S.*
1910. Presidente de la Real Academia Gallega de la Lengua.
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