Num017 009

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Pedro Carrero Eras
La narración que nos lleva: Alvaro
Pombo y sus "Mansardas" y los
"Castigos" de Carlos Barral
Fugaz referencia a un entorno
Quizá asistimos en lo que va de curso
—es decir, desde el otoño hasta aquí— a
un florecimiento de la novela española.
Ahora no debemos entonar cantos
triunfalistas, como antes tampoco venía
al caso dejarse llevar por las lamentaciones. Porque el discurso narrativo nunca
muere: nos guiña el ojo desde los escaparates de las librerías, nos pone la zancadilla desde los quioscos o nos bombardea títulos desde los anuncios para
vallas, las páginas de los periódicos y la
pantalla de televisión. De toda la industria editorial, sin duda es la novela
la más poderosa tentación propia y ajena,
de manera que, en ese círculo vicioso de
la cultura, y a pesar de la crisis y el
exagerado coste de los libros, siempre
habrá una clientela numerosa, dispuesta
a colgarse del relato o a pergeñarlo ella
misma. A la novela se accede desde la
inquietud intelectual y estética, desde el
mero deseo de evasión o desde ambos
estímulos: ábrase llave, pues, en lo que se
refiere a una variada gama de
producciones y consumos. Sólo el tiempo
decidirá, con mayor sosiego y perspectiva, qué hay de trigo y de cizaña en
toda esta última explosión de la narrativa
española.
Cuenta y Razón, núm. 17
Mayo-Junio 1984
Como se sabe, en este auge o renacimiento —me resisto a emplear el anglicismo boom, de connotaciones hispanoamericanas— están presentes viejos y
no tan viejos maestros, como Cela, con
Mazurca para dos muertos; Delibes, con
Cartas de amor de un sexagenario voluptuoso; Torrente Ballester, con Quizá
nos lleve el viento al infinito; Juan
Be-net, con Herrumbrosas lanzas;
Fernández Santos, con Los jinetes del
alba; Rosa Chacel, con Acrópolis, etc.
Conviene no olvidar el protagonismo de
los veteranos en la narrativa actual: en
los momentos de escribir estas líneas, el
profesor Gonzalo Sobejano declara que
los mejores novelistas de hoy son los de
la llamada «generación del 50» 1. Posiblemente sea exagerada esta afirmación,
que nos llega avalada, sin embargo, por
el prestigio de toda una autoridad en la
materia y el recuerdo de unos anos difíciles que, al igual que otros momentos
históricos de penurias, produjeron un
asombroso elenco de novelas que han
sido y son hoy motivo de innumerables
estudios. Porque, como señala el mismo
Camilo José Cela, «la literatura —eso
1 De su reciente ciclo de conferencias titulado
Cuatro novelas contemporáneas, véase reseña
en El País, 10 de abril de 1984, página 32.
que los Estados, pese a todo y para fortuna de las culturas, no han conseguido
amordazar jamás— siguió por el sendero abierto, y, roto el Helo, se publicaron novelas muy estimables»2.
Junto a los maestros de siempre, renovados o no a sí mismos, y con la habitual mezcolanza de un género tan traído
y llevado, hoy tenemos a consagrados
y desconocidos y a clásicos e innovadores
(pues, en definitiva, siempre planea o se
aleja de nosotros la sombra acreedora
del padre Joyce). En primera línea de la
innovación vanguardista está Larva, de
Julián Ríos, desbordada novela no tan
actual en su hechura, pues lleva (con
anticipos esporádicos) diez años de
gestación.
Para el presente estudio y aviso de
caminantes hemos elegido, como muestra, a dos autores muy diferentes entre
sí, aunque pueda existir alguna coincidencia inevitable, de significado y significante, que surge del propio ambiente
que respiramos o de las propias características básicas del arte de novelar.
Pronto se verá, no obstante, lo poco
que les une, y que su confluencia aquí
no obedece más que a razones circunstanciales y de mera crónica. El primero
de ellos, Alvaro Pombo, que hoy salta
definitivamente a la fama con El héroe
de las mansardas de Mansard, era conocido en círculos más bien especializados —conviene no olvidar la larga permanencia de este autor en Inglaterra—,
por sus tres libros de poemas, uno de
cuentos —Relatos sobre la falta de sustancia— y una novela —El parecido—.
El segundo, Carlos Barral, era sobradamente notorio en el campo de la creación poética, de las memorias y de la
actividad editorial y parlamentaria. Sin
embargo, es ésta, Penúltimos castigos,
2 De su estudio Dos tendencias de la nueva
literatura española (1962), incorporado a su
libro A vueltas con España, Seminarios y
Ediciones, S. A., Madrid, 1973, pág. 191.
su primera novela, lo que sin duda crea
una cierta expectación, al haberse decidido a dar el arriesgado salto de lo autobiográfico a la ficción narrativa.
Alvaro Pombo
La novela El héroe de las mansardas
de Mansard 3 ha sido ganadora, por fallo
unánime del jurado, del primer Premio
Herralde de Novela. Si bien es verdad
que en nuestros días —y. a causa de sobrados motivos— los premios literarios
no disfrutan, por parte de un público
exigente y selectivo, de la acogida que
merecían en otras épocas, tampoco deben ser objeto de perenne desconfianza:
valga decir, sin mayores comentarios,
que hay premios y premios, y que el
libro que hoy llama nuestra atención
sin duda que se lo tiene merecido con
creces.
Si el lector se fija en la información
que figura en las tapas del libro, observará que se trata de una novela «situada
en la posguerra española». Quede claro,
sin embargo, que no es una novela de
posguerra, es decir, medularmente
condicionada y supeditada a todo un
universo de estraperlistas, gasógeno,
aceite inglés, tristes guardias de la porra
y mucho parte informativo de Radio
Nacional que resuena entre las sórdidas
paredes de una habitación... Nada de
eso: el entorno de la posguerra española
es más bien una vaga y etérea alusión
que, de forma muy bien dosificada, va
3 Alvaro Pombo, El héroe de las mansardas
de Mansard, Ed. Anagrama, Col. «Narrativas
Hispánicas», Barcelona, 1983. El hecho de que
figure en el título de la novela, como una
especie de graciosa tautología, el nombre del
famoso arquitecto francés Francisco Man-sart o
Mansard (1598-1666), inventor de ese tipo de
sotabancos, puede hacer referencia al habla un
tanto cursi y esnobista de algún personaje del
libro, como la propia tía Eugenia, buena
conocedora del «París de la Francia».
desgranando alguno de esos rasgos conocidos, casi siempre de refilón y anecdóticamente —por ejemplo, los tebeos
de Roberto Alcázar y Pedrín, las películas de Errol Flynn...—. Las alusiones
más directas, no precisamente a la posguerra, sino a la guerra civil, se dan por
boca de Esther, quien, desde el resentimiento y la maldad con que la adorna
el novelista, alude a ellos (los supuestos
vencedores, entre los que incluye a la
infeliz tía Eugenia): «...ella y todos
ellos nos ganaron; hijos de puta, les
luce el dinero, se nota en los detalles...» (pág. 138). En otro momento,
tía Eugenia, con su nebuloso lenguaje,
alude a las nuevas circunstancias, cuando se queja de las críticas a que dan
motivo sus escarceos amorosos: «Ya no
es lo mismo que antes. Todo el mundo
ha cambiado por aquí. Ahora se me
echa en cara cosas que antes... las mismas cosas que hice siempre ahora son
delitos...» (pág. 45). En definitiva, fuera
de estos y otros escasos detalles por el
estilo, y aunque la guerra y la posguerra constituyan una buena explicación de las actitudes y el drama de los
personajes (las consabidas represiones,
el consabido miedo, las consabidas nostalgias y, en suma, los consabidos traumas), la posguerra española no es más
que un marco lejano, un discreto telón
de fondo, nunca un personaje o una
meta. Sus ecos apenas logran traspasar
los muros de «aquella casa, de aire francés, con mansardas enormes que asomaban entre macizos de chimeneas» (página 7), auténtico decorado del relato,
sólo contrastado por ciertas alusiones al
paisaje urbano y marítimo de la ciudad
norteña, lo mismo da Santander que
cualquier otra, pues no hay morosidad
o desviación alguna hacia el detalle
re-gionalista, fuera de los rasgos
climáticos y paisajísticos comunes a
toda la Cornisa cantábrica. Es
evidente que a Alvaro Pombo no le
convenía ni inte-
resaba vincular demasiado los hechos
con el espacio y el tiempo, lo que sin
duda ha añadido universalidad a su novela.
Ese caserón aristocrático, coronado
por mansardas, y en medio de una atmósfera no precisamente muy hispánica,
es el islote en el que se desenvuelven
casi todos los avatares, bastante
ro-camboléscos, de los tres personajes
principales del libro, aquellos sobre los
que recae todo el peso dramático y el
significado filosófico de esta historia. El
primero,
quizá
el
verdadero
«protagonista» 4, es Julián, el criado, de
tendencias
sexuales
equívocas,
antecedentes penales, vida interior muy
intensa y hábitos refinados. Es el
peculiar personaje, de rasgos muy
humanos, que huye de sí mismo, en un
estado de casi permanente angustia.
Aproximadamente la mitad o más de la
perspectiva narrativa del relato recae en
él,
repartiéndose
los
capítulos
alternativamente con Kús-Kús (en
algún caso aislado la perspectiva recae
en la abuela Mercedes). Kús-Kús o
Nicolás es el segundo, el niño de la casa,
el protagonista «oficial» del relato, el
héroe de las mansardas5, una especie de
enano sabihondo e impávido con ciertos
reflejos del Oskar Matzerath de El
tambor de hojalata (aunque en este
caso el niño no se niegue a seguir su
crecimiento normal). El tercer personaje
de este núcleo lo constituye la tía
Eugenia, una obesa, ninfómana y solitaria solterona con recuerdos de bo4 «La verdad es que yo estoy más intere
sado en Julián que en el niño», confiesa Al
varo Pombo a Juan Cruz, en la entrevista
publicada en El País, suplemento Libros, del
22 de enero de 1984, pág. 2.
5 Pero todo pudiera ser que, en la mente
del escritor, el verdadero héroe de las man
sardas fuera, simbólicamente, ese misterioso
y fascinante gato negro —ese «Señor Don
Gato»— que aparece y desaparece en el apar
tamento de tía Eugenia a lo largo de las apo
calípticas escenas del cap. XXI.
«das frustradas, de muchos amoríos y
viajes y de una intensa vida social de
recepciones monárquicas y partidos de
tenis que se fueron para siempre.
Otros personajes se presentan con
una especial relevancia, como la abuela
Mercedes y su amiga, la insufrible María
del Carmen Villacantero. La primera es
la mujer fuerte y severa de la familia, que
intenta controlar a distancia una casa y
la educación de un niño, demasiado
abandonados por «los señores». La
•segunda, «falsa parienta» y correveidile,
es el prototipo de la murmuración y de
los remilgos provincianos. Por otra parte,
Miss Hart, la institutriz inglesa, es una
especie de marciano que da tono a un
refinado
ambiente
marcado
por
costumbres foráneas —como el rito del
té— y cuya borrosa figura en este tutti
quanti no supera los límites de lo decorativo. De los de fuera, y con mayor
incidencia en el desarrollo dramático,
destacan Manolo y Esther. El primero,
chico de los recados de una tienda de
ultramarinos, es un atractivo y malhablado mozo que se convierte en el
amante escatológico de tía Eugenia. Al
margen de su bondad en bruto, viene a
representar la vulgaridad en medio de
los refinamientos burgueses, y es el
símbolo del desolado y «envilecido»
presente de tía Eugenia, mientras que
Esther, la repelente y chantajista ex
actriz, constituye el pasado inconfesable
de Julián y el vehículo de unión con
Rafael, que sólo aparece por referencias,
y con el que Julián y Esther formaban en
Madrid un perverso y atormentado
triángulo.
Los padres de Kús-Kús —que casi
siempre aparecen citados, muy significativamente, como «los señores», incluso
desde la perspectiva narrativa del propio niño—, no tienen mayor importancia, con sus frecuentes viajes, que la de
brillar por su ausencia, lo que sin duda
quiere explicar en buena medida las
precoces características del niño, su soledad, su acercamiento al mundo proceloso de los adultos y su creciente
en-canallamiento. Sin embargo, por una
sola vez, concretamente en el capítulo
XIV, se nos describe una conversación
entre Kús-Kús y su padre, bastante
reveladora, por cierto, y en la que la
figura, aún más lejana, de la madre, interviene como una ducha de agua fría,
interrumpiendo lo que podría haber
sido el inicio de una relación más frecuente e intensa: «... sólo dijo
[Kús-Kús], imitando el tono de voz de
su padre [...]: "¡A las mujeres no hay
Dios quien las entienda!" En aquel momento su madre entró en el comedor y
quiso saber qué clase de lenguaje era
aquél y qué era todo aquello. La situación había cambiado ya. La camaradería,
ya irrecuperable» (pág. 113). En
definitiva, ese niño que deambula por
los rincones de una gran casa, abandonado a criados e institutrices y a los
relatos picantes, poblados de gigolós, de
una tía medio demente, no deja de ser
una figura habitual tanto en el mundo
de la realidad como en el de la ficción,
preparada por el autor para que se inicie
e intervenga, pasiva o activamente, como
voyeur o como protagonista, en los
vericuetos del sexo.
Porque el sexo —ya lo habrá adivinado el lector— es en ésta, como en
tantas otras novelas, el ingrediente fundamental y simbólico en torno al que
se enhebran otros rasgos más profundos
de la condición humana, como —por
citar algunos—la soledad, la angustia,
la represión, el sentido de culpa... Pero
esta enumeración no hace sino describir
sumariamente las características de
cualquier novela contemporánea. Lo interesante es que Alvaro Pombo combina
con maestría estos elementos, creando
un relato ameno en que lo atractivo del
argumento y la fuerza de los personajes
se entremezclan con una carga fi-
losófica muy consecuente con la formación e inquietud del autor6. Las reflexiones, que siempre descansan en la
perspectiva narrativa de los personajes
principales, salpican el relato, pero nunca
llegan a frenar o a ahogar la acción. Se
debe insistir una vez más en que los
géneros narrativos, al margen de cualquier aventura innovadora, deben guardar respeto —-tanto en lo que se refiere a
la estructura como al significado— a
unos principios básicos, a unas mínimas
reglas del juego que los diferencie a
unos de otros. Y así, el arte de escribir
novelas deber respetar, por encima de
todo, las leyes de la acción y de la intriga. Alvaro Pombo lo ha conseguido, a
nuestro juicio, con un relato en que el
eterno tema de la grandeza y servidumbre humanas, de su drama y de su destino, se funde con otros rasgos, pues
tanto la homosexualidad de Julián, en
su pasado y en su presente, como la
ninfomanía de tía Eugenia, y el conocimiento que de todo esto va adquiriendo
Kús-Kús, da lugar a ciertas situaciones de
suspense y a una cierta intriga policíaca,
con toda la secuela de murmuraciones,
situaciones sorpresivas (y marcadamente
humorísticas), chantajes, fugas, acoso de
la justicia, etc. Sin embargo, téngase muy
en cuenta que ninguno de estos rasgos
define por sí solo la historia de El héroe
de las mansardas i; de ahí el uso del
adjetivo
cierto. No se trata de una novela filosófica, ni erótica, ni policíaca, ni humorística, sino la suma de todas esas novelas. Nada es definitivo en el libro
—ni siquiera, decíamos, el peso del ambiente de posguerra—, lo que se corresponde a esta declaración del autor: «Lo
mejor que puede ocurrirle a un escritor
6 En la citada entrevista de Juan Cruz a
Alvaro Pombo, pág. 1: «En el principio de
su biografía se unen dos elementos que usted
no ha abandonado: la filosofía y la poesía».
es no saber quién es»7, talante que, sin
duda, se transmite a su novela.
No vamos a hablar de claves definitivas en este libro, pues el propio autor
proclama, muy oportunamente, desconocerlas8. Nosotros hemos enumerado,
tímidamente, algunas, como el sexo, la
angustia, la soledad, la culpa..., tan viejas
sobre la tierra y en las novelas como la
orilla del río, lo que no impide que
puedan ser elaboradas con una altura
artística meritoria y original. Alvaro
Pombo ha dicho: «A veces pienso que
hay en el fondo de esta novela una pregunta acerca de la naturaleza del mal o
del origen del mal»9. Así, pues, por lo
que respecta a la culpa, quizá sea revelador aludir al ya citado encuentro y
conversación que Kús-Kús mantiene con
su padre. Cuando se habla de que posiblemente las mujeres son la causa de
todos los desastres, el padre, rectificando, dice algo que guarda relación con el
tema de la naturaleza del mal: «¡Hombre,
tanto como de todo, yo no digo! Ningún
ser humano puede tener culpa de todo,
ni hombre ni mujer; él solo, no. La
culpa siempre supone dos o más de
dos... No sé si decir culpables o decir
sólo sujetos. La culpa siempre es de
todos» (el subrayado es mío) (página
113). No es extraño que el niño se
preocupe por cuestiones de tan difícil
respuesta, pues en esos momentos se
halla en medio de una especie de torbellino de sentimientos contradictorios, al
que le han arrojado, por un lado, Julián
con su acto delictivo—el cobro y apropiación indebida de un talón cuya suma
servirá para «acallar» a Rafael—, y, por
otro, las relaciones sexuales que su tía
7 Entrevista de Juan Cruz a Alvaro Pombo,
op. cit. Es la frase que da título al artículo,
8 «Caso de que haya claves en mis textos,
el primero que las desconoce soy yo» (ibíá.,
pág. 2).
Eugenia mantiene con el zafio chico de
los recados. Todo eso se cuece en las
mansardas, incluida la ocultación que
tía Eugenia brinda a Julián en su apartamento, circunstancia esta última que
ha provocado Kús-Kús en una escena
memorable y rabiosamente humorística
(cap. XI), en la que el precoz enanito
demuestra lo avanzado de sus conocimientos sobre el arte del chantaje. Y el
niño, además, pasará de ser un encubridor a ser un juez, con ribetes de sadismo, puesto que todo debe apurarse
en esta catastrófica vorágine de «maldades» en cadena. Así, martiriza a Julián
reprochándole tanto el ambiente de molicie al que se ha abandonado como el
que se haya olvidado del dinero que
debe a sus padres: «Tú aquí tan pancho,
todo cómodo; tú aquí tan campante,
todo de primera, tan estupendamente
bien, que ni te acuerdas ya de los días
que pasan...» (pág. 125). Esa especie
de idilio platónico en el que tía Eugenia, en un estado de especial arrobo y
entontecimiento, sirve a Julián, y Julián
—el criado ladrón— se deja servir por
tía Eugenia, en una genial inversión de
papeles, saca de quicio a Kús-Kús, sin
darse cuenta de que su tía ha encontrado, por fin, una ocupación más alta y
noble a la que entregarse, lo que suele
entenderse, esquemáticamente, como
algo que da sentido a una vida.
Sin embargo, la inquina que va cobrando Kús-Kús hacia su tía Eugenia
—odio que, hacia el final del libro,
llega a detaÚes de marcada crueldad—,
y su deseo de vengarse de Julián —cuya
figura parece habérsele derrumbado—,
puede tratarse, en definitiva, de una
pose más, o de una representación, debido al carácter mimético de los niños,
y muy especialmente al protagonista de
esta novela. En algunas ocasiones, a lo
largo del relato, Kús-Kús imita a
gang-sters y gigolós, y se disfraza de lo
mismo, actuando y jugando como si
fuera
esto o lo otro, siempre bajo el ejemplo
de la lectura de tebeos y novelas, o del
argumento de las películas que le cuenta
Miss Hart, o de las historias verdes que
le relata tía Eugenia. Frente a las ñoñerías y el pacatismo provincianos, tía
Eugenia invoca la fantasía y la imaginación, la de sus viajes y aventuras amorosas, todo lo que sus amigas no le per-,
donan (pág. 130). Así que en el «mal
ejemplo» de los mayores, en las lecturas y
en el cine (y ábrase un largo etcétera)
puede estar la raíz del progresivo envilecimiento del niño y de su cinismo final, en un círculo vicioso de sujeto pasivo y activo de maldad, del que es muy
difícil zafarse. Kús-Kús juega a héroe
—«bueno» o «malo»— de películas y
novelas de la misma manera que los
adultos juegan su papel —vendría a decirnos el autor— dentro de esas coordenadas de realidad e irrealidad a la que
nos arrastra la propia vida. El viejo
tema de la existencia como representación vuelve a cobrar en esta novela
—que tiene mucho de cinematográfica— un significado especial. En una
ocasión, el niño confía a Julián que tía
Eugenia es la única persona de la casa
que sabe bien a lo que él [el niño]
juega (págs. 126-127). En otro pasaje,
Julián vive los hechos desde la perspectiva de la propia narración ficticia, pues
no sabe «si aquel niño [... ] iba a resultar un gnomo a última hora, un elfo
maligno o poderoso o, casi peor, lo contrario, un inocente, la única criatura
inocente del relato (el subrayado es
mío) (pág. 72). Podrían citarse otros
ejemplos de mimesis y de «representación», que se prodigan a lo largo del
libro. En conclusión, a veces no queda
muy claro si algunos de los protagonistas
de esta novela —especialmente
Kús-Kús, el propio Julián o la misma
tía Eugenia— actúan como son en
realidad o como si fueran tal o cual
personaje, llevados por instintos y actos
de volun-
tad no muy definidos, por paradigmas
ajenos o por unos acontecimientos que
se sienten vividos como en un relato.
De esa manera, el problema de la culpa
y del origen del mal resulta todavía
más desdibujado y sin responsables, lo
que se corresponde muy positivamente
con una novela de nuestros días, pues
el maniqueísmo en literatura es algo
que empezó a superarse en el mismo
siglo xix. Es evidente que en El héroe
de las mansardas de Mansard no existe
sombra alguna de moralina.
Un personaje especialmente maligno
resulta ser Esther, pero repárese en que
se trata de una ex actriz, lo que sin
duda encaja con nuestras consideraciones anteriores. Al sentirse descubierto
por ella, y a pesar de que, en el recuerdo
del criado, tanto ella como Rafael
«antes no eran así» (pág. 143), Julián
tiene la sensación de encontrarse en un
infierno, sobre todo al escuchar sus insultos, amenazas y expresiones soeces:
«Esto es infernal [...], esto es el mismo
infierno. No puede ser peor, es imposible» (pág. 142). Esta escena tiene
mucho también de tragedia vivida como
algo novelesco, de desenlace casi adivinado: el sosiego y la paz que tanto el
ladrón como su anfitriona —la tía
Eugenia— han encontrado en las mansardas no podía durar mucho. Y Julián
no sólo es consciente de que la historia
va a terminar mal —-porque todas las
novelas, como la suya, terminan mal—,
sino que está deseando que así sea, para
librarse de una vez de ese tormento de
inseguridad al que le tienen sometido,
por partida doble, los chantajes de
Es-ther y de Kús-Kús: «"Es cuestión de
días", pensaba Julián todos los días»
(pág. 185). El niño, instalado ya definitivamente en su papel de personaje perverso, al final de su proceso educativo,
será el brazo ejecutor de la delación,
cuando ya media ciudad conoce el asunto
e incluso la propia tía Eugenia ha
recibido en sus apartamentos la visita
rutinaria de dos policías estultos.
Para concluir: el mal nos envuelve a
todos, del que todos somos responsables y nadie especialmente. De ahí que
lo de menos sea ese desenlace, que tampoco puede ser calificado de triste, a la
manera clásica, pues el tono de la novela
es suficientemente desenfadado e irónico
y la exposición de los hechos sobradamente inteligente como para prever cualquier contingencia. Sólo podría
reprocharse al autor el mal gusto de ese
encuentro equívoco de Kús-Kús con
Manolo al final de la novela—aunque
sea la culminación consecuente de su
perversidad— y el tópico del trágico
destino que aguarda a tía Eugenia.
Del lenguaje y del estilo del libro
cabe decir que Alvaro Pombo demuestra
una soltura magistral. Gran parte del
humorismo del relato descansa no sólo
en las situaciones, sino muy especialmente en el dominio del coloquio,
en el que el disfemismo, la palabrota
sin atenuación alguna, se dosifica con
discreción, contrastando de manera hilarante con la gravedad y los melindres
de la aburguesada gente de la casona.
Así como toda la novela se escapa de
posibles definiciones o clasificaciones estándar —como ya apuntábamos—, los
recursos lingüísticos y los procedimientos estilísticos empleados son, también,
variopintos. Suele abundar el estilo indirecto, inmerso en el núcleo narrativo,
sobre todo en lo que hace referencia a
las murmuraciones que se van tejiendo
en la casa y en la ciudad en tomo a los
hechos, y de la que es vocera especial la
estrambótica María del Carmen
Villa-cantero, cuya parla difusa y
plagada de imprecisiones sintácticas
refleja muy adecuadamente el cerebro
de mosquito y la psicología de este
personaje. El escritor demuestra conocer
muy finamente la manera de expresarse
de los distintos niveles sociales que
aparecen en
el libro y, sobre todo, de los personajes
femeninos. En este sentido se perfila
con fuerza el habla de tía Eugenia
—una de las criaturas más conseguidas
del relato—, tamizada de rancios y decadentes extranjerismos. En cuanto al
estilo, no caben innovaciones bruscas ni
arriesgadas, aunque la variable perspectiva narrativa obligue al lector, a veces,
a desentrañar la filiación del relato o del
coloquio —más bien monólogo—indirecto, lo que se resuelve en pocas
líneas. Se observa también, en ocasiones, el uso de un vocabulario exótico
referido a la flora, de tintes
neomoder-nistas. En definitiva, Alvaro
Pombo echa mano, sin ningún pudor y
con discreta elegancia, de fórmulas
tradicionales, como la introspección
omnipresente —«pensó», «sentía»,
etc.—, junto a otros mecanismos más a
tono con la vanguardia de los tiempos
que corren, y siempre sin estridencias y
en concordia con la frescura de su
gratificante novela.
Carlos Barral
Muy conocida de todos ha sido y es,
siempre, la figura de este poeta e intelectual de las Espanas. Lo de menos es
la presencia de su barbada figura de
lobo de mar entre los versallescos muros
del Senado. Lo de más, el testimonio y la
experiencia de una actividad literaria y
editorial incuestionables. Alguien tenía
que contar la historia de aquellos años
de miserias y censuras, en los que, no
obstante, un puñado de escritores,
artistas y editores se dedicó, por su
cuenta y riesgo, y desde esa plataforma
envidiable que es Cataluña, a tratar de
recuperar el tiempo perdido e importar,
si los tiempos y la autoridad competente
lo permitían, lo que de nuevo y
refrescante iba surgiendo en el
panorama cultural de otros países. Y
así, Garlos Barral se ha dedicado, en
estos últimos años, a la labor nada grata
de extraer recuerdos de ese baúl de la
posguerra, regalándonos esos Años de
penitencia y Los años sin excusa, que son
como el espejo vergonzante en el que se
refleja lo que Vázquez Montal-bán
definió acertademente como la «larga ley
de excepción» 10. La historia de la
cultura bajo el franquismo, que está por
perfilar, tiene y tendrá una cita obligada
con esa bibliografía.
Barral trazó sus memorias con pulso
de buen narrador y con un talante subjetivo irreprochable en una autobiografía. Faltaba la referencia a su historia
inmediata, la tentación de un tercer libro,
a Ja que el escritor ha sucumbido
calificándolo de novela, sin duda fatigado por tanto hilvanar sistemáticamente
recuerdos, y posiblemente horrorizado
por convertirse en un autor de memorias
interminables. Lo narrativo y lo
subjetivo pasarían, ahora, a un primer
plano, recayendo la perspectiva en la
figura crepuscular de un pintor y escultor
—su alter ego—, catalán como él e
inmerso en el mismo mundo social y
geográfico. Y para que lo autobiográfico
siguiera presente —y sirviéndose del
viejo truco literario en que el autor se
instala a sí mismo en el relato—, el
propio Carlos Barral aparece en el libro.
De esta manera, en Penúltimos castigos
n quedan sentadas las bases del mismo
discurso
autobiográfico
anterior,
disfrazado ahora de novela: Barral se
desdobla en el artista, eje del relato, y
en su amigo Carlos Barral, personaje
10 En el libro colectivo de Castellet, Castilla
del Pino, Cordón, Gimferrer y otros La cul
tura bajo el franquismo, Ediciones de Bolsillo,,
Barcelona, 1977, pag. 76.
1 Carlos Barral, Penúltimos castigos (nove
la), Seix Barral, Biblioteca Breve, 3.a ed., Bar
celona, diciembre 1983. La portada, que re
produce una fotografía del autor, en atuendo
y faena de marino, concuerda muy oportuna
mente con el autobiografismmo del libro.
todavía más «tramontado» y decrépito.
El poeta tiene ahora la oportunidad de
observarse y analizarse minuciosamente,
con las debidas distancias, y de ponerse
en el candelera (ya no sólo a amigos y
conocidos). El libro resulta así, si
hacemos caso a los datos de tanta crisis
del alma, de tanta neurosis y aniquilamiento,
una
especie
de
autopsico-terapia
novelada:
esa
proyección de sí mismo, tejida, por
igual, de piedad y de desprecio. Incluso
puede especular, como un pequeño
dios, sobre sus últimos días y su propia
muerte, respondiendo a ese morboso
deseo de anticiparse a los hechos, sólo
reservado al mundo de la ficción.
Quizá algún día la crítica literaria
—auxiliada o suplantada por otras ciencias— podrá llegar a precisar un análisis
sistemático de los efectos viscerales que
la lectura de un libro produce en el
lector. Serán unas conclusiones, sin duda
extraliterarias y alejadas de la inmanencia del texto (y, lógica y consecuentemente, repudiadas por los formalistas), en las que podrán entrar a degüello
sociólogos y estudiosos de la conducta.
Pero, al margen de estos dibujos, conviene no olvidar la importancia que el
público viene teniendo en los estudios
literarios. Y el que suscribe, como parte
de ese público y exponente de una «lectura» —aunque modesta y seguramente
equivocada— de Penúltimos castigos,
se ve casi en la obligación de dar cuenta
de las contradictorias reacciones viscerales que el libro le ha provocado, tales
como interés, aburrimento, angustia,
irritación, piedad, perplejidad, indiferencia, reflexión, envidia y, por supuesto,
simpatía y antipatía, y así sucesiva y
alternativamente. Es probable que fuese
eso lo que el autor buscaba, y muy
probablemente, también, el autor es
consciente de lo aventurado en presentar
su obra como novela.
Porque si nos colocamos descuidada
y confiadamente las gafas de leer novelas,
olvidados ya del anterior discurso
autobiográfico de Carlos Barral, la lectura de este libro se va abriendo paso
fatigosamente a través de la densa prosa
culturalista de sus muchas páginas.
Vaya una muestra de los múltiples escollos digresivos que debemos sortear,,
en esta laboriosa singladura, antes de
llegar a un puerto en el que, de alguna
manera, la narración se apodere de nosotros: «El arte humanístico, el norte
constante de la absoluta perfección formal en la representación de la naturaleza, o de la historia en el escenario de
la naturaleza, no era lo que yo llamaba
arte moderno. Y el de los románticos
tampoco [...]. El arte moderno empezaba a ser cuando el tema de la obra
consistía en su propia composición, y
eso, me parecía a mí, comenzaba con
los impresionistas y terminaba, quizá,,
también para mí, con Picasso...
[etc.]»-(pág. 33). Ejemplos como éste, y
otros, que se centran en la creación
literaria, se multiplican a lo largo de
reiterativas, conversaciones y tediosas
veladas, que tienen lugar en la terraza de
un bar o> en casa de algún amigo del
pintor, y casi siempre bajo el estímulo
del alcohol y con la presencia de
intelectuales, escritores, artistas, etc.,
sobradamente conocidos, que desfilan
por aquí como desfilaban en sus libros de
memorias anteriores. Y junto a ellos, la
presencia refrescante de alguna moza
de buen ver, recién aterrizada de algún
país exótico.
Esta lista de celebridades —de la que
renuncio a dar nombres, pues sería interminable— aumenta las conexiones
del libro con la vida real, en detrimento
de los rasgos ficticios e imaginativos
que se le exigen a una narración, y perfila su carácter de crónica y
discurso-culturales. Los hechos se
desenvuelven arropados por ese círculo
vicioso de reflexiones sobre el arte y
la literatura
y de comentarios sobre las manías, rarezas, virtudes y despropósitos de personajes de carne y hueso que forman
parte de ese ghetto intelectual no necesariamente centrado en Cataluña, pues
hay esporádicas escapadas a Italia y a
Madrid y a algún que otro enclave más,
fuera del pueblo de la costa catalana en
€l que viven —o, más bien, agonizan,
pues ese detalle sí que está firmemente
trazado— el pintor y su amigó, el personaje Garlos Barral. Y ya sabemos que
los personajes reales han estado y seguirán estando presentes en la novela de
todos los tiempos, pero lo importante
es ver de qué forma y con qué contrapartidas, a la manera de como puedan
estar retratados en Balzac, Galdós o Pío
TSaroja, por citar el ejemplo de maestros
que están en la mente de todos.
Que quede claro, no obstante, que
todos esos datos, todo ese material discursivo, culturalista, humano, filosófico
y psicoanalítico puede resultar muy interesante, en primer lugar para las propias personas reales que se ven reflejadlas en el libro, al que sin duda acudirán
movidos por una poderosa curiosidad.
En segundo lugar, para cualquiera que
se asome a los problemas de la creación
artística, pues muchas son, y sabrosas,
las reflexiones que, sobre el tema —en
el que demuestra ser un experto—, nos
-ofrece el autor. En tercer lugar, para el
estudioso del pensamiento y de la conducta o, por decirlo de otra forma, de la
conducta de los intelectuales, pues si el
autor ha querido revelarnos, una vez
más, las contradicciones, las «grandezas» y «bajezas» de ese mundo, lo ha
conseguido plenamente. El resultado,
sin embargo —y volviendo a los efectos
psicológicos de la lectura—, es de
.saturación, de cansancio, de intoxicación, probablemente objetivos también
previstos en el libro. La morosidad filosófica, doctrinaria o artística es tan antigua como la novela y huésped parásito
e intoxicante de ella. De nuestro Siglo
de Oro, sin ir más lejos, podrían citarse
decenas de testimonios. Pero siempre
hemos preferido, en términos de pura
narrativa, el decurso ininterrumpido y
nítido de un Lazarillo o del Buscón, por
ejemplo, a la fatigosa andadura doctrinaria y digresiva del Guzmán de
Alfa-rache.
¿Qué le queda al lector de novelas?
Pues la historia de un pintor que se
mueve entre coordenadas de alcoholismo, inspiración y desaliento, brisas marinas, bocetos anatómicos, increíbles
fornicaciones —a pesar de su acelerado
estado de depauperación—, bellas extranjeras y nativas en inacabable y libidinosa galería (y en siempre esperado y
fastidioso déshabillé) y algunas referencias al asunto policíaco —sin ningún
suspense— de la mafia local. Y las larguísimas veladas digresivas y estomagantes de licores y cultura a las que ya
nos hemos referido, con la citada pasarela de personajes conocidos, crispadas
discusiones, chismes, flirteos, resacas y
muerte en el alma. Entre medias, pormenorizadas descripciones de casas,
muebles, objetos, cuadros, esculturas
en proyecto... y ese consabido pueblo
costero, dulce y desolado en invierno,
cobijo para unos cuantos, que en la temporada estival vomita su parafernalia de
chiringuitos con sillas de tijera, peste
de hamburguesas y sofisticados brebajes.
En la segunda parte del libro, aproximadamente, la atención se desplaza, de
forma muy significativa, hacia el propio
Carlos Barral, que tiene así la oportunidad de hacerse víctima de una humana,
admirable y quizá exagerada autocrítica,
sobre todo a través de las confidencias
de Yvonne con el pintor, al que revela
los detalles de la profunda crisis espiritual y física que padece el poeta: «Las
aventuras reales de la biografía del poeta
que ella conocía no habían llegado 9
preocuparle nunca [...]. Habían sido
curiosidades estéticas, intentos del narrador que no era y hasta del artista
plástico que le hubiera gustado ser» (el
subrayado es mío) (pág. 114). El autor
no vacila, otras veces, en convertirse en
blanco de los mayores improperios o de
instalarse en situaciones lamentables de
histerismo, agresividad y cabezonería
(como la azarosa excursión en barco),
sobre todo cuando se va acercando la
hora final. Estos detalles se van intensificando y confieren a estas memorias
noveladas un mayor atractivo, que se
acrecienta, en la segunda mitad, con el
relato de las propias andanzas y crisis
del pintor, aunque siempre lastradas
por la repetitiva cadena de reflexiones
y alusiones artístico-literarias, cónclaves
etílicos y escenas de alcoba.
Uno tiene la impresión, al leer este
libro, de hallarse acomodado en la
barra de «Boccaccio», en un diván de
«Oliver» —que, por cierto, también tenían que aparecer, vaya por Dios, en
Penúltimos castigos—- o en la más a la
page terraza del «Teide», en medio de
un grupo feroz de intelectuales dirigentes, muy sabidores y muy de vuelta de
todo, y en la que la virginal admiración
hacia «el afeminado cruzado de
Dona-tello» (pág. 82) o cualquier otra
observación literaria y artística por parte
de algún acólito o despistado alevín de
la tertulia no puede sino despertar
chanzas y miradas de soslayo. No hay
lugar para inocentes descubrimientos:
una fatiga mortal invade a la cultura, y
todo está sujeto a una febril,
atormentada y esno-bista revisión sin
salida. Presentarse allí, por ejemplo,
con un libro de Machado o con
cualquier otro, bajo el brazo, sería la más
imperdonable de las vulgaridades y no
haría sino poner en evidencia nuestra
absoluta ignorancia y estupidez.
No obstante, y aunque no haya querido o sabido construir una auténtica
novela, hemos llegado a conocer tanto
a Barral —y tan valientemente, todo
hay que decirlo— a través de su obra,
que podemos casi aventurar el comentario que puede inspirarle una crítica
como la presente. Y esto, sin duda, es
un mérito y una intoxicación más de sus
Penúltimos castigos.
P. C. E.*
* Profesor Titular de Lengua y Literatura. Universidad de Alcalá de Henares. Ex redactor del
Diccionario Histórico de la Lengua Española.
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