Num012 008

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Juan Damián Traverso
La disfuncionalidad del Estado
de las Autonomías
(Consideraciones en torno a un ensayo
del colectivo “Javier de Burgos")
La mayoría de los análisis
jurídico-políticos del Estado de las
Autonomías han tenido estas dos
finalidades: o se pretendía delimitar
el
sistema
de
competencias
Estado-Comunidades Autónomas (y con
este objeto se han realizado multitud de
estudios publicados y dictámenes
solicitados), o se pretendía definir la
naturaleza de la nueva criatura política.
Ambas
finalidades
de
carácter
jurídico-formal
son
importantes,
singularmente a la hora de dirimir los
conflictos
Estado-Comunidad
Autónoma, que constituyen una
enfermedad endémica de nuestra solución constitucional. Esta es la fecha
en que han aflorado al Tribunal Constitucional cerca de un centenar de problemas relacionados con el reparto de
competencias de los poderes públicos.
No se dice cuántos y cuántos se vienen
solucionando por la vía de la transacción o del allanamiento de las partes.
Sin embargo, creemos que de momento son pocos los estudios que se
han publicado, si hay alguno, que aborden una pregunta esencial en toda
constitución política, a saber: en qué
medida el orden jurídico-polííico instaurado resulta más eficaz en su constitutiva función de atender más adeCuenta y Razón, n.° 12
Julio-Agosto 1983
cuadamente las finalidades sociales que
tiene que perseguir.
No se trata de resucitar solapadamente la teoría política del «Estado
de obras», ya que la eficacia no contiene
fuerza
legitimadora
del
orden
jurídico-político fundamental. Ahora
bien, salvando todo el sistema
ético-político que constituyen los
derechos
fundamentales
de
los
ciudadanos y el orden democrático de la
ciudad política, la pregunta que
interroga por la funcionalidad de la
herramienta
jurídi-co-política
es
inevitable, a no ser que convirtamos la
ciencia de la política y de la
Administración pública en una pura
teoría estética. El Estado es un medio, y
los medios se valoran por su mejor o
menor adecuación teleológica. He aquí
por qué demandamos de la tecnología
jurídico-política los estudios necesarios
sobre la funcionalidad del sistema
autonómico, a la vez que elevamos un
ruego a nuestros politicólogos y
administrativistas para que contengan
sus afanes formalistas y su pasión
eidética.
La Asociación Española de Administración Pública, formada por un colectivo selecto (palabra que va siendo cada
vez más peligrosa) de miembros
de cuerpos superiores (concepto ya decididamente reaccionario) dice haber
programado tamaña tarea bajo la forma
literaria del ensayo1. Este es un camino
a seguir y que debería orientar la
avalancha de tesis doctorales que por
problemas de empleo, que no científicos, van a tener que hacerse en los
próximos años.
Sea lo que fuere, lo cierto es que
ya existen indicios racionales y aun
pruebas plenas de que el Estado de
las Autonomías está resultando disfuncional en la mayoría de las materias.
Por de pronto, lo que se sabe ya
es que el nuevo Estado ni «resulta
más económico» ni es seguro que, en
la mayoría de los casos, «acerque el
poder al pueblo». Como se sabe, la falacia de la economicidad y la falacia del
acercamiento popular han sido las dos
más utilizadas para defender ante la
opinión pública la transformación estructural del Estado, ya que el derecho
preexistente a la Autonomía de
Extremadura o Castilla-León (dicho
sea con todo respeto y ad exemplum)
es difícilmente asimilable tanto para
el teórico jurídico-político como para
el ciudadano corriente, pese a que se
conforme como derecho con tal carácter
en el artículo 2.° de nuestra Constitución, que no se limita a instituirlo,
sino que lo «reconoce y garantiza»,
según la expresión de nuestros constituyentes.
En la falacia de la economicidad ya
nadie cae, e incluso ya ha sido eliminada de los discursos políticos porque
resulta grotesco alegarla. Si la autonomía municipal (y bien venida sea) ha
comportado ya un incremento espectacular en el gasto público municipal,
y aun así en el Presupuesto de 1983
origina un agujero de cerca de 250.000
miñones de pesetas, cátese lo que va a
1
España: Por un Estado Federal,
Argos-Vergara, 1983.
comportar la autonomía regional o de
nacionalidades cuando estén en funcionamiento diecisiete Comunidades cuyos
gobiernos son juzgados periódicamente
por los ciudadanos no por cuánto han
gastado, sino por las realizaciones que
han llevado a efecto, cualquiera que haya
sido su coste.
Pero si hubiera duda sobre el incremento de gasto que comporta el nuevo
esquema, basta considerar no sólo la
multitud de nuevos cargos públicos
remunerados, lo cual ya es una evidencia popular, sino los nuevos organigramas que se vienen publicando en
los boletines oficiales de las regiones
y/o nacionalidades y, si se profundiza
más, el análisis de los efectivos reales
disponibles. Podría contar casos
impresionantes en el que un servicio
regional dispone de más efectivos que
los que ostentaba la Administración
Central del Estado.
La falacia del «acercamiento del poder
al pueblo» debería ser objeto de análisis
psicológicos
profundos,
porque
sorprende cómo en el umbral del siglo
xxi tiene efectividad esta falacia
geográfica propia del siglo xix, máxime
en un Estado organizado radial-mente.
Parece como si el administrado de
Lérida o Almería no tuviese derecho a
que bien el Estado, bien la Comunidad
Autónoma le organicen unos servicios
provinciales, comarcales o locales que
atiendan sus problemas sin tener que
desplazarse y todo se tuviera que
resolver en la capital política, ello sin
perjuicio de que la capital regional no
siempre es más accesible que la capital
del
Estado.
La
falacia
del
«acercamiento del poder al pueblo»
asimila descentralización administrativa
con descentralización política, y juega
con esa confusión. Como se sabe, la
falacia del acercamiento se sigue aún
utilizando en el discurso político.
Pero dejando aparte que no se alcanza la ganancia que los constructores del nuevo Estado prometieron, y
ello ya constituye un dato irrefutable,
el problema principal es, como se dice,
la funcionalidad del Estado, con
independencia de su costo.
En la actualidad ya no constituye
ninguna aventura afirmar que la organización político-administrativa va a
estar conformada sobre el esquema
vasco-catalán. Es evidente que no se
quiso así, pero la lucha por el poder
político de los partidos ha originado
una imparable dinámica en tal sentido,
que no entraba en la intencionalidad de
la mayoría de aquéllos, fueran nacionales
o regionales, por paradójico que ello sea.
La lucha poder-oposición y PSOE-PSA
llevó a la concepción de la autonomía
andaluza como una «nacionalidad» más.
La lucha interna UCD-PSOE nacional UCD-PSOE regional, en la que terció
AP, llevó a la supresión de la
disposición adicional 3.a del proyecto
de Estatuto gallego. Rotos los límites de
la autonomía vasca y catalana, la riada
autonómica fue imparable. Pero es que,
además, como quiera que el apetito
autonómico del nacionalismo vasco y
catalán fue ensanchando los poderes
autonómicos hasta límites insospechados
y, en muchos casos, inconstitucionales, y
se pensó que una manera de aguar las
ínfulas nacionalistas era generalizar su
esquema a las diecisiete Comunidades
Autónomas; auténtica «locura» (es expresión de Ariño) 2, no ya porque no
sólo hace ingobernable el Estado, sino
porque agudiza el tropismo que trataba
de corregirse, como se ha demostrado.
Los nacionalistas vascos y catalanes
quieren «distinguirse», al alza en la
autonomía, de los murcianos o
2 Gaspar Ariño: «Las Autonomías. Tres
cuestiones cardinales», en Cuenta y Razón,
núm. 3, pág. 41.
manchegos (dicho sea de nuevo con
todo respeto), y en cierto modo diríase
que no les falta enteramente justificación para ello.
El problema más grave no está, según nuestro entender, en la amplitud
de las competencias de las Comunidades Autónomas, que son exorbitantes a nivel legislativo y prácticamente totales a nivel de gobierno y
administración, nivel que es decisivo
en el Estado del siglo xxi (no olviden
esta realidad nuestros arquitectos
políticos), sino en la ausencia de
mecanismos de integración y coordinación de dichos poderes.
En efecto, el esquema autonómico
es producto de un reparto del poder
público: esto para ti (Comunidad Autónoma) y esto para mí (Estado). El Estado de las Autonomías no es más que
un orden jurídico-político atribuido.
Pero un orden jurídico-político es un
orden atributivo y cooperativo. Esto
es, atribuye competencias y establece
mecanismos para su funcionamiento
armónico. El Estado de las Autonomías nos dice qué hace cada parte,
pero no cómo ha de funcionar el todo.
El Estado de las Autonomías es como
la orquesta de Fellini, pero en la que,
además, cada parte toca los mismos
instrumentos.
Se dirá que la Constitución atribuye
a una parte, el Estado, determinadas
funciones básicas o «superiores». Ello
es muy cierto, aunque tales funciones
sean cortas y estén tasadas. Lo que
ocurre es que las funciones que se reserva el Estado, sean o no básicas, las
ejerce «por su cuenta», y han de ser
desarrolladas o completadas con las
que ejercen las Comunidades Autónomas «por su cuenta», sin que haya
una coordinación funcional entre ambas ni mucho menos un control de ejecución de las funciones supuestamente
inferiores.
El único control, como se sabe, es
de índole jurídico-formal, atributivo
(«esto es verdaderamente del Estado» y
«esto es verdaderamente de. la Comunidad Autónoma»). Este control lo
ejerce el Tribunal Constitucional, que
no puede, como es lógico, articular mecanismos de integración y coordinación. El Tribunal Constitucional delimita competencias Estado-Comunidades Autónomas, las pule, las afina y
además lo hace salomónicamente (esto
para ti, hasta aquí, pero esto para ti,
con este límite), lo que incrementa aún
más el esquema de «separatismo
funcional» con el que está construido
el Estado. Es más, en la mayoría de
los conflictos de competencias el Tribunal no deja de aportar un granito de
cal o de arena a cada uno de los contendientes, pero no puede, por definición, ni tan siquiera sugerir la cooperación de su respectivo ejercicio.
Se dice y repite hasta la saciedad
que la mayoría de las competencias del
Estado y de las Comunidades Autónomas son «compartidas», y ello es cierto,
pero con este concepto se suele crear
una ilusión cooperativa. Las competencias son «compartidas» en el sentido en que están repartidas en compartimientos estancos, no en el sentido
de que se ejerzan cooperativamente
por los partícipes.
Las Comunidades Autónomas y el
propio Estado no tienen ventanas como las «mónadas» de Leibniz; cada
parte ve sólo la espalda de la otra parte,
y en manera alguna existe un acercamiento institucional para que puedan caminar brazo con brazo.
Las únicas facultades de coordinación que la Constitución articula se refieren a la sanidad, a la planificación
económica y a la investigación científica, pero atribuyéndolas al Estado como
«competencia exclusiva», no organizando fórmulas de cooperación.
Se dirá que la Constitución ha arbitrado una fórmula armonizadora: las
leyes de armonía previstas en el artículo
150.3. Amén del quorum reforzado que
requieren y de la pésima fortuna con
que han sido utilizadas en sus dos
primeras apariciones (una, para impedir
que se hable de «nación» en vez de
«nacionalidad», intento grotesco, pero
esclarecedor, y otra, la famosa LO
APA), las leyes de armonía son leyes de
principios, pero no instrumentos de
coordinación, leyes que sientan bases
que luego han de desarrollarse
normativamente por poderes públicos
respecto de los cuales no se ejerce ningún tipo de control o superioridad política.
Lo único que puede hacer el Estado
es lo que viene haciendo reiteradamente:
acudir al Tribunal Constitucional para
anular tal aspecto o tal precepto de la
norma que no se ajusta a los principios
básicos. Esto es, velar por la pureza del
esquema jurídico-formal.
Añádase a este esquema el hecho de
que nuestro sistema electoral hace que
cada ente autónomo pueda estar gobernado por grupos políticos con ideas
diversas sobre las opciones sociales
perseguibles y aun del propio modelo
de sociedad. El irrepetible triunfo del
partido socialista en las elecciones de
1982 puede enmascarar esta verdad
que ha estado ahí patente durante los
gobiernos centristas, en los que, por
un voto en el Parlamento, todos lo sabemos, se han transferido carreteras
nacionales, puestos de interés general
o se han supervalorado los servicios
transferidos a tal o cual Comunidad.
Por último, no debe dejarse en el tintero
la simple mención de que, aun
ca-pitidisminuidas e infravaloradas, ahí
siguen las Diputaciones Provinciales
con una función institucional que se
desconoce, pero con su corazoncito
autonómico como cada quisque orgánico del nuevo Estado.
La mera consideración de este esquema es ya un indicio de que con este
planteo orgánico mal vamos a salir de
la crisis, aunque es bastante probable
que la ineficacia funcional y su coste
económico se lo endosemos a los
sucesivos gobiernos, que pagarán con
su impotencia administrativa sus pecados constituyentes. Tiene gracia que a
la vez que vamos creando más y más
Administraciones públicas autónomas
y más y más tejido burocrático, todas
las nuevas autoridades anuncien que
«su mayor preocupación es el problema
del paro», paro que se genera, en gran
medida, por el fabuloso incremento del
gasto público corriente que originan.
Claro que nos puede dar el arrebato
patriótico y afirmar —en una inversión
del «que inventen ellos»— que «España,
que fue pionera de la formación del
Estado moderno, puede ser precursora
en la salida del período crítico de los
Estados nacionales de Europa» 3. Viva
España siempre, desde luego; pero no
parece razonable que haya deseos en
Europa de importar nuestra solución
autonómica juntamente con nuestra
inflación y nuestros parados.
Como técnicos en organización, no
estimamos razonable pensar que el esquema vaya a ser funcional. Pero es
que ya empieza a notarse corno chirría
la máquina colosal de cuatro cabezas
autónomas, en transportes, sanidad,
consumo, educación, obras públicas,
etcétera. Preguntad a los entendidos de
cada sector y oídles. Hace años la crítica
estaba apagada porque no era prudente
sumarse al carro reaccionario, que
pretendía, en suma, desprestigiar el
sistema democrático. Ahora, feliz3
Santiago Várela, «La fórmula española de
nacionalidades y regiones», en Revista de la
Facultad de Derecho de la Universidad Complutense, núm. 4, pág. 9, 1982.
mente,
no
es
asimilable
al
involucionis-mo político la crítica
técnica al «Estado resultante». Antes,
al contrario, de lo que se trata es de que
funcione el Estado democrático.
¿Qué se puede hacer? Desde luego
cosas muy distintas de la LOAPA. A la
hora en que se publiquen estas páginas
ya habrá dictado su sentencia el Tribunal
Constitucional. Sería ilusorio pensar que
el Tribunal abandonará su «tic»
institucional de «grano de arena aquí»,
«grano de cal allá»; «tic» inevitable,
porque le hacen torear astados que en
otros países lancean los soberanos
políticos. Pero cualquiera que sea la
sentencia, lo cierto es que es inservible
para «racionalizar» el Estado de las
Autonomías, que era la intención
confesada de los pactos UCD-PSOE.
Es razonable la ilusoria aspiración del
colectivo «Javier de Burgos» de que se
declare inconstitucional por la forma
(ni es materia de ley orgánica ni de ley
de armonización) porque, cuando
menos, quedaba pendiente la ansiada
«racionalización». Todo lo que dice la
LOAPA lo ha dicho ya el Tribunal
Constitucional, y lo que no ha dicho se
puede decir en las leyes aprobatorias de
bases a que se refiere el artículo
149.1.18 de la Constitución con el
mismo valor vinculante que la LOAPA.
Esto es de clavo pasado en la doctrina.
Todo ello «sin perjuicio» (latiguillo
famoso del nuevo Estado) de que la
LOAPA no recoge ni mucho menos el
conjunto de propuestas del Informe
Enterría. El Informe Ente-rría,
presionado políticamente en su origen,
se fue aguando progresivamente en
borrador, anteproyecto y proyecto para
quedar en un puro objeto de disputa
electorera. Se podía hacer una encuesta
ciudadana sobre quién es favorable a la
LOAPA y quién no, sin que nadie la
haya leído y mucho menos estudiado.
Supuesto lo anterior, el colectivo
«Javier de Burgos» sugiere:
a) Ante todo, no dar una «mar
cha atrás» de carácter centralista. Es
to es, mantener el esquema autonómi
co con sus mónadas infladas al nivel
vasco-catalán, pues una vuelta atrás se
ría peligrosa para la democracia.
b) Aprovechar toda la legislación
básica del Estado para introducir me
canismos de coparticipación de carác
ter decisorio. Entiende «Javier de Bur
gos» que el concepto de «bases» no
sólo ampara una determinación norma
tiva, esto es, una «regla de conducta»
o una «regla de competencia», sino
también un mecanismo de toma de de
cisiones coordinadoras vinculantes, me
diante el cual los partícipes adoptan
medidas en una materia determinada.
Por ejemplo, el Estado puede crear un
Consejo participativo de función pú
blica, sanidad y consumo, etc., como
«norma organizativa» básica, siempre
que tenga atribuciones integradoras y
coordinadoras del conjunto comuni
tario.
c) Aprovechar la Ley del Senado
para introducir tales mecanismos en
una Cámara que se dice territorial,
aunque, tal y como está conformado
en la Constitución, no tiene carácter
plenamente territorial.
d) Por último, no desperdiciar el
artículo 131 de la Constitución inten
tando hacer una «tercera Cámara», si
no articular unos instrumentos organitivos para canalizar, a través de los
mismos, auténticos mecanismos de ca
rácter federativo, como los anteriores.
He aquí la razón de su titulación epónima («por un Estado federal»), que
no menciona una Constitución confi-
* Técnico de Administración Civil.
guradora de un pacto de entidades soberanas preexistentes, sino la articulación de las herramientas integradoras
de este tipo de entes.
En definitiva, todo organismo pluricelular como el «Estado de las Autonomías» está abocado al estancamiento,
la parálisis y la pobreza vital si no tiene
un sistema de coordinación central. Tal
es el caso de la esponja, organismo muy
rico en células y de ínfima categoría
vital cabalmente por carecer de
posibilidades integradoras. La esponja
autonómica española, que sin quererlo
hemos creado, está esperando, en suma,
a empezar su vida coordinadora a través
de estos modestos aparatos.
Sin embargo, todo ello es pura ortopedia «en attendant cette deja previsible revisión constitutionnelle», como dice Eduardo García de Enterría
en el prólogo del libro de los profesores
Moderne y Bon.
En todo caso, tanto para la operación revisora como incluso para la
meramente correctora, «Javier de Burgos» recomienda buscar fórmulas excepcionales (el pactismo foral es un
buen pretexto constitucional para excluir al nacionalismo más radical de la
regla general) allá donde la situación
es excepcional: País Vasco. Porque la
construcción del Estado de las Autonomías no puede seguir siendo la
generalización de las «soluciones políticas» que por todo tipo de procedimiento vienen obteniendo los nacionalistas vascos. Sepamos, pues, distinguir
entre lo que es verdaderamente distinto.
J. D. T. *
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