Recuerdos de Julián Marías BEEJEE SMITH JUHNKE * L e conocí a Julián Marías cuando era profesor nuestro durante un curso de estudios universitarios en Madrid en 1964-65. A lo largo del año, llegó a ser mucho más que profesor para mí —y para otras de las 12 mujeres norteamericanas del grupo—. Para nosotras, jóvenes típicas de un “college” —lo mismo que universidad — en Virginia, el año en España era una oportunidad extraordinaria. El programa era singular; las clases, en español todas, con profesores al nivel intelectual de Julián Marías: Enrique Lafuente Ferrari, Mario Hernández Sánchez-Barba, Alonso Vicente Zamora, Elena Catena de Vindel y el artista Alfredo Ramón, entre otros. Con clases pequeñas y profesores magníficos, había la oportunidad de conocernos bien, unos a otros, y teníamos el enorme placer también de conocer a las familias de los profesores. Íbamos con frecuencia de excursión con algunos de los profesores (casi siempre nos acompañaba don Julián) para estudiar las varias regiones del país —La Mancha, Andalucía, las dos Castillas, Galicia…—, y de camino parábamos para explorar iglesias, museos, edificios importantes, etc. Julián Marías nos enseñó filosofía, que, para muchas de nosotras, era una revelación inesperada. Como no lo había estudiado antes, temía yo no poder alcanzar a comprenderlo, y recuerdo la sorpresa de encontrarlo interesante y comprensible, seguramente debido al entusiasmo y claridad con que lo enseñaba don Julián. Cuando nos hablaba, era en términos sencillos y derechos (busco aquí el equivalente de straightforward), y nos comunicaba su entusiasmo, que nos animaba a entenderlo. Recuerdo bien que era contagioso su entusiasmo particular cuando nos enseñaba del pensamiento de Ortega. Yo le agradecía mucho a don Julián que nos respetara y que nos animara a participar abiertamente en clase, y a seguir varios proyectos intelectuales. Me dio la confianza para escribir e intentar cosas que no esperaba alcanzar. * Hispanista.. En clase y fuera, nos hablaba Julián “filosóficamente” de otras cosas también: de España y su “proyecto vital”; de Los Estados Unidos y las diferencias importantes entre las dos culturas; de la literatura, sobre todo la del siglo XX, muchos autores del cual había conocido él mismo. Recuerdo cuánto hablaba de la importancia de la autenticidad para países y personas, que me inspiró a buscar la mía. (Hace dos años, durante una visita, me instaba a continuar buscándola, incluso a estas alturas de mi vida.) Como decía antes, unos profesores nos acompañaban cuando viajábamos — don Julián y, con frecuencia, el Dr. Lafuente y Alfredo Ramón—. De camino, nos enseñarían sobre el arte, el paisaje, la literatura, los costumbres o incluso lo curioso del destino. Y les gustaba charlar con nosotras de otras cosas, contándonos chistes o hablando de burlas entre sí. Recuerdo una tarde en Sevilla, tomando una copa todos juntos, cuando nos enseñaron las diferencias entre los varios tipos de Jerez, claro que con diferencias fuertes de opinión. La familia Marías me empezaba a importar mucho, como nos invitaban a algunas a merendar en casa con frecuencia. Se notaba claramente el amor que existía entre Julián y Lolita, su mujer, y se veía el orgullo que sentía hacia sus cuatro hijos. Era de agradecer que la familia no pusiera objeciones al compartir las atenciones de don Julián con nosotras. Nos dimos cuenta en seguida de la importancia que tuvo en su vida Lolita en todos los niveles, y la admiración intelectual que le tenía. Decía Julián que siempre enseñaba de antemano a Lolita lo que escribía o iba a decir en conferencias importantes. Era patentemente claro que se admiraron mutualmente, y que su matrimonio era un colaboración de dos iguales. Valoraba yo enormemente la generosidad que nos mostraba don Julián con su tiempo. Sabíamos que era persona de importancia e influencia profesional; sin embargo, parecía contento de pasar tiempo con nosotras, gozando de la oportunidad de charlar y alumbrarnos sobre cualquier cosa que se le ocurría. Después de graduarme en la universidad en 1966, volví a España, con varias otras amigas, para un año más. Cuando no tenía medios de matricularme en el programa de estudios avanzados con mis amigas, me ayudó don Julián a encontrar algún trabajo que me pagara bastante con que vivir, incluso la oportunidad de escribir un corto prólogo para un libro de ensayos que iba a publicar para estudiantes de habla inglesa. ¡Cuánto me gustaba poder pasar otro año en España, que había llegado a ser mi patria“adoptiva”! Decía Julián en el tercer volumen de sus Memorias que “Las muchachas americanas que hacían un curso en Madrid —no digamos si eran dos— quedaban profundamente marcadas por ello con lo que yo llamaba el injerto español. Ya no eran lo mismo que antes, su horizonte se dilataba con elementos nuevos, veían las cosas de otra manera, y sin dejar de ser americanas ingresaban en un grupo bastante distinto...”. Esto me describía perfectamente. Aquel último año era agridulce para mí, porque aunque gozaba de todo, sabía que terminaría el sueño a fines del curso, y que no volvería nunca a ser lo mismo. Menos mal que tenga cartas, montones de fotos, libros y —más importante que nada— la memoria, la mayoría de las cuales están enredadas con don Julián Marías.