Lo que la verdad de mí espera FRANCESCO DE NIGRIS * Q uizá éste podría ser el título adecuado para entender el camino que me ha llevado a conocer a Julián Marías, y con él la filosofía. Cuando se me ha pedido que escribiera un artículo sobre mi encuentro con él, tuve, al mirar hacia atrás, cierto vértigo; el mismo que a veces tengo cuando pienso qué habría sido ahora de mí si no le hubiese conocido. Una vez, hablando con él, sentado en su sillón rojo, sencillo, acogedor, nada ostentoso, como todo lo que siempre le rodeaba, le pregunté qué hubiera pasado si en vez de Madrid hubiese sido Oviedo; quiero decir, si después de cinco años de niñez trascurridos en Valladolid, hubiesen destinado a su padre a trabajar en Oviedo en lugar de Madrid como en principio iba a ser. Lejos de tomarse la pregunta a la ligera, ya que característica suya era la de contestar siempre con generosidad, con intensa pretensión de claridad, me contestó que, naturalmente, era muy difícil decir, pero que quizá también en Oviedo, como le pasó en Madrid, se habría encontrado con los artículos que Ortega publicaba en El Sol, aquellos artículos que habían forjado sus primeros encuentros con el pensamiento creador. En el fondo, le pregunté eso porque cuestión parecida me estaba yo poniendo a mí mismo. Allí sentado al lado de Julián Marías, pasando tardes enteras de charla con él, contemplé, casi con sentimiento de culpa, el privilegio que tenía. Entonces pensé en las múltiples y azarosas coincidencias que me habían llevado a conocerle; y de repente, una vez más, me invadió el asombro; el que continuamente estaba presente en nuestras conversaciones y que nos apremiaba a encontrar un sentido a las cosas, y que, en aquel momento, me instaba a encontrárselo a esas coincidencias más allá de su azar. Sin embargo, no es para nada fácil entender por qué, a veces, cuando uno mira hacia atrás, ve que ha llegado donde tenía que llegar, donde era lo más lógico que llegara, y a la vez ve que ha podido llegar hasta allí gracias a inesperadas contingencias, aparentemente inexplicables. Al mirar hacia mi pasado, en * Doctorando. Becado de Investigación, U.C.M.. efecto, veía que lo más lógico se mezclaba con lo más ilógico. Pero la vivencia del arcano, lejos de detenerme, siempre me había fascinado y también unido profundamente a Julián Marías, que la vivía como estímulo y esperanza para el entendimiento. El carácter de la verdad, si bien es acumulativo, al menos en este mundo, no es definitivo; es una infinita llamada a ser, y el don de la vida su infinita libertad de respuesta. Al hombre, al tener que pretender ser en todo momento alguien concreto, se le presenta la verdad como la mejor elección posible. En cada momento podemos elegir, desde la libertad de elección última que poseemos, penetrar con distinta intensidad de verdad en nuestra circunstancia, de suerte que cuanto más practicamos la verdad, ésta más radica en nuestra vida. Cuanto más pretendemos la verdad, ésta se nos hace más evidente y descubre, allende lo esperado, sus fundamentos, sus consecuencias sorprendentes y en principio azarosas, en cuanto transcienden el ámbito de la circunstancia que llegamos a entender. Para que el hombre aferre la verdad que le espera y que espera palpitante manifestarle sus fundamentos, debe practicarla, debe vivir pendiente de ella en los quehaceres más nimios para que se le manifieste en los más grandes. En efecto, así como el hombre practica las ciencias y las letras, el tenis o el golf, debería, por respeto a todas sus aficiones, practicar la verdad, que es la más auténtica y originaria. Me asombro cuando pienso que llegué a España, concretamente a Sevilla, con una beca Erasmus en 1997, a pesar de que mi primera elección fuese la tierra de su homónimo patrón, Holanda, y concretamente la Universidad de Leiden. Y sigo sorprendiéndome cuando pienso en los azares que me permitieron conocer un admirable joven de Martín de la Jara, un pueblo de Sevilla, el cual, como prácticamente ningún joven hacía, vivía recelosamente de su vocación, se nutría de ella con una intensidad que me era desconocida. Mas lo que la circunstancia nos ofrece, en rigor, su misma estructura, se nos hace patente a raíz de lo que pretendemos de ella; y si no vivimos pendientes de la ilusión y de la inquietud, si no nos “atrevemos a ser”, no dejamos que la verdad nos habite y no conseguimos vernos como quienes tenemos auténticamente que ser. Llegué a Sevilla al comienzo de mi tercer año de carrera de Ciencias Políticas, que había empezado en la Universidad de Florencia. Me había apuntado en Florencia y no en Pisa, ciudad adyacente a la mía, Livorno, precisamente para estar más lejos de esta, que tan malos recuerdos me traía. Yo antes de entrar en la Universidad no había sido un estudiante muy exitoso, nunca nada había llegado del todo a interesarme, y siempre había estudiado “para aprobar”, para “no tener que repetir”; de suerte que más de una persona dudó de mis capacidades para empezar una carrera. Lo curioso es que, a pesar de no ser un gran estudiante, mis días trascurrían con inquietudes lacerantes e intenso pensar. Me apunté entonces a Ciencias Políticas, y, matrícula de honor tras otra, estudié con el anhelo de demostrar que muchos estaban equivocados en sus previsiones. Estudié, me doy cuenta hoy, mucho más con rabia que con amor. Alguna asignatura me llegó a interesar más, sobre todo la de Filosofía Política; y recuerdo perfectamente dos cosas curiosas. En uno de los dos grandes manuales que leí para el examen, me encontré con Ortega y algunas de las ideas de su libro La rebelión de las masas; pero lo que más que me llamó la atención era el nombre. Ortega y Gasset, con esta y griega que solía encontrar en palabras inglesas, y que allí estaba entre dos de las cuales solo una me sonaba a algo español. La segunda es que pocos días después, en la televisión, a final del diario, en el espacio dedicado al deporte, proyectaban imágenes nocturnas de Madrid con sus calles desiertas, debido a un importante partido del equipo de fútbol del Real Madrid. Aquellas calles, por un lado, me parecieron desoladoras y, por otro, por aquellas infinitas luces que salían de las ventanas, rebosantes de vida. Me quedé con una sensación de extrañeza y familiaridad a la vez; y no sé por qué, pensé que acabaría algún día viviendo allí. Cuando llegué a Sevilla sabía algo de filosofía gracias a que la estudié durante tres años en el bachillerato y a que luego, en la carrera, me la reencontré en alguna asignatura; pero en realidad no sabía lo que la filosofía era ni cómo se hacía. No sabía ni su método ni su esencia, pues no la había vivido nunca como salvación, como el dramático quehacer que había hecho cada filósofo en su vida para encontrarle a ésta un sentido último. Sin embargo, yo tenía muy vivo el quehacer de la filosofía, por haber tenido despierto desde niño, quizá por muchas vivencias sumamente difíciles, el afán de hacerme preguntas radicales; pero dicho afán se había alimentado lejos de la filosofía. Cuando empecé a vislumbrar en qué realmente consistía, tuve poco a poco que aceptar que todo lo que había pensado hasta entonces no tenía gran fundamento frente al rigor filosófico que ahora se me ofrecía. Siempre había pensado con agotadora intensidad, pero cuando uno piensa “por su cuenta”, en realidad, piensa desde las ideas y creencias sociales que, yo creo, a partir por lo menos de los años 70, por su incoherencia y limitación, difícilmente permitían a uno entender quién fuese y lo que tenía que hacer; impedían, en definitiva, ser feliz. Quizá tuve el merito de escuchar mi insatisfacción y seguir buscando mi auténtico quehacer; y, seguramente, gran mérito tuvieron mis padres en permitirme esta búsqueda, distinguiéndose del egoísmo de muchos padres que, para no preocuparse, quieren ver a sus hijos cuanto antes con “la vida arreglada”, se entiende, económicamente arreglada. Decisivo fue, finalmente, siempre gracias a este providencial amigo que arriba mencioné, encontrarme con algún libro de Julián Marías y de Ortega entre las manos. Difícil sería aquí encontrar el tiempo, que en los artículos se mide en espacio, y las palabras para contar enteramente esta historia que tanto me conmueve. Sin embargo, la decisión de volver a España, y desde allí de regresar a Italia sólo para las fechas de los exámenes de mi carrera, miden la intensidad de mi proyecto que, a la vez, se había hecho irrevocable gracias a la esperanza en el amor verdadero. Con este proyecto seguí estudiando con óptimos resultados la mitad de la carrera de Ciencias Políticas que aún me faltaba; pero sobre todo estudié filosofía, sorprendido por la intensidad con la que la absorbía. Era como si después de un ayuno de veinte años, tenía ahora a mi alcance toda clase de manjares; y la filosofía de Julián Marías fue mi alimento salvador, el que me salvó de mi idea del amor, de la amistad, de la vocación, de la sociedad y de la historia, en definitiva, de la vida, permitiéndome reencontrarme con lo más íntimo de mi pretensión. Finalmente, entendí que lo único que siempre había sabido hacer, pensar y hacerme preguntas radicales acerca de la realidad, se llamaba filosofía, y que si tanto había sufrido para llegarlo a entender, lo que tenía ahora que hacer era decirle “sí”, sin reparos, a lo que la verdad de mí esperaba. Estudié sin parar en aquellos años, convirtiéndome en un cazador de libros y en un lector apasionado. Llegué a habitar muchos sistemas filosóficos, entendí que eran cada uno el modo con que los filósofos habían llegado a una idea sistemática de su vida, encontrándole un sentido. Algunos me parecían vivideros, otros menos, algunos tan geniales como desgraciados, pero lo que veía en su conjunto era su historia, su coherente proceder y pasar de uno a otro aumentando el patrimonio de verdad del hombre. Y volvía una y otra vez sobre los libros de Julián Marías, admirado por el estilo tan claro, embebido de la paz y la seguridad confortadora de la verdad, y entendiendo definitivamente su asombroso valor y riqueza. Iba más allá del pensamiento fenomenológico y de sus variantes existencialistas, superaba a Ortega en la medida en que lo perfeccionaba. Decidí, al final, hacer una tesis sobre él y Ortega y Gasset, que ya para mí no era nombre tan raro. Cuando empecé a escribir mi tesis sobre la idea de libertad en la metafísica de Ortega y Marías, conocía a Julián Marías a través de sus libros, en cuyo estilo literario trasparecía su personalidad. Poco a poco se había forzosamente hecho, mucho más que Husserl, Brentano u Ortega, mi maestro. En un verano y poco más tenía tres cuartas partes de la tesis hecha, pero muy poco gustaba a mis profesores de Florencia, que echaban de menos en ella la constante presencia de citas, referencias bibliográficas y el estilo impersonal. Era un trabajo escrito muy desde dentro, en el que pretendía ejemplificar el sistema filosófico de Ortega y de Julián Marías desde mi vida, que tenía que ser el verdadero ámbito de comprensión de la realidad y ofrecer, desde la metafísica de los dos filósofos, su sentido radical. Si el tema de la tesis era el de la libertad, significaba que en mi vida, mediante ese pensamiento, tenía que descubrirme la evidencia de mi libertad, y no la de una libertad de la razón abstracta, de aquella razón impersonal que muchos profesores ofrecen a los alumnos para que estos, enajenados, estudien, repitan y olviden. Finalmente, apenado por la incomprensión, por las continuadas críticas, e instado a que retrasara la presentación del trabajo para reconvertirlo a los moldes universitarios, pensé que, si el trabajo algo valía, tenía que mantener firme mi postura y presentarlo por mi cuenta. Fue esta la situación que me llevó a conocer a Julián Marías. Sabía que mi trabajo era modesto, pero creía que estaba hecho con honestidad intelectual y método adecuado, y entendía que lo que me exigían aquellos profesores no tenía que ver con ningún asunto intelectual que podía referirse a la comprensión del tema tratado. Después de ponerme muchos reparos, de pensar que quizá no tenía que distraerle de su mucho trabajo para un asunto como éste, decidí llamar a un número de teléfono que aparecía en la solapa de una edición de esta misma revista para la que ahora, todavía con cierto asombro, estoy escribiendo y contando esta historia tal y como ocurrió. Quien me contestó y me volvió a llamar dándome el número de teléfono de Julián Marías, es hoy una amiga estimada y a la que estoy muy agradecido. Llamarle fue difícil, pero hablar con él muy fácil. Descubrí luego que no amaba particularmente hablar por teléfono, de ahí que sigo recordando con asombro y gratitud aquella primera larga llamada. Me parecía, después de tantas lecturas, sumamente familiar. Su voz era firme, atenta, cordial y penetrante; lo que dominó fue la claridad, la comprensión recíproca, y tuve ese primer gozo de aquella libertad que uno experimenta al encontrar a alguien que te entiende de verdad. Finalmente, me sorprendió su accesibilidad y generosidad, pues al entender que vivía en Sevilla, me citó en su casa a la semana siguiente. Al venir a Madrid, al visitarle en su casa, al recorrer un pasillo alborotado de libros, en el que por un lado en ningún momento se entreveía el blanco de la pared, estaba yo muy nervioso; pero al entrar en el salón, todavía más repleto de libros y verle sentado, sonriente, lleno de ilusión y entusiasmo pensé: “¡Entonces es así de verdad! ¡Es como es en sus libros!”. Al verle, con su mirada dulce, ligeramente ensombrecida por sus cejas rebeldes, me sentí realmente acogido, tuve un relajamiento súbito, y aproveché las tres horas que conversamos para tener la vivencia más intensa de amor a la sabiduría e, inevitablemente, de amor a este sabio que con tanta sencillez enormes verdades me decía. Sé que dejo muchos cabos sueltos en esta narración, pero aseguro al lector que el espacio, que es el tiempo del escritor, ha impedido atarlos, así como en su momento soltarlos todos. Puedo decir que aquel trabajo que tanto me apenó, ha sido, cómo no, después de increíbles coincidencias, publicado el pasado otoño y prologado por Julián Marías que, con generosidad infinita, cuando ya apenas podía hablar, me dictó unas líneas tan bellas y profundas que mejor no podrían resumir el proyecto que le animó. Infinita realidad nos ha dejado Julián Marías. Quien lo ha tratado sabe cómo a través de él se ha hecho amigo recíproco y grande de sus amigos, heredando un patrimonio de amistad en el que él siempre está presente. A estos amigos, y a quien se ha hecho amigo de la sabiduría con Julián Marías, dedico estos versos de Lope de Vega que, hace poco, me dio esta misma amiga que me ayudó a conocerle para que fuera menos doloroso mi despedirle: “Recibid sumo Creador al hijo que me habéis dado que, aunque me duela, Señor, siempre quedaré deudor del tiempo que lo he gozado”.