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Julián Marías: un amigo cabal
MARGARITA BENÍTEZ *
D
oy testimonio de la grandeza de Julián Marías en el
ámbito de la amistad, pues tuve el privilegio de ser tanto
testigo como partícipe de su ejercicio por más de cinco
décadas, primero en Puerto Rico y después en España y
en Estados Unidos. Ante la noticia de su muerte, son
muchas las personas que estarán sintiendo lo mismo a
través del mundo: nunca tendré otro amigo como él.
La amistad con Julián partía de una comunidad de intereses y compromisos: el
afán de saber y el gusto de mirar alrededor; el compromiso de buscar y decir la
verdad; la disposición a formular proyectos y empeñar su talento en su
realización. “Que por mí no quede” fue la norma de vida de Julián, y por eso
jamás le atormentó el fracaso, aunque conoció muchos contratiempos. Muchos
de los que nos llamamos sus amigos nos quedamos muy cortos frente a su
trayectoria. Afortunadamente, él era generoso —que no indulgente— con sus
amigos, y siempre confiaba que seríamos capaces de hacer más de lo poco
que estábamos haciendo.
Jaime Benítez y Julián Marías fueron grandes amigos. No sólo coincidían
plenamente en los intereses y compromisos ya aludidos, sino que los unían dos
grandes devociones: a su maestro Ortega y a sus respectivas esposas, Lulú
Benítez y Lolita Marías, cuyos apodos aniñados encubrían intelectos y
personalidades fuera de serie.
Como la devoción a Ortega está documentada, prefiero reseñar algunos
aspectos menos conocidos de la capacidad de amistad de Julián. Con mi
padre fue consecuente y leal por aquel medio siglo en que labraron juntos una
Universidad, publicaciones de vuelo intelectual, numerosos proyectos de
colaboración internacional, e innumerables oportunidades de estudio y trabajo
creador para jóvenes de todas las edades. Cuando mi padre decayó en salud,
y luego de su muerte en 2001, Julián siguió insistiendo en la publicación de sus
escritos y en la continuación de su obra intelectual, universitaria y política.
*
Catedrática de la Universidad de Puerto Rico.
Eran muchos los amigos, y sobre todo las amigas, de Julián Marías en Puerto
Rico. Totalmente monógamo y enamoradísimo de su esposa Lolita, Julián
gozaba el trato con mujeres guapas e inteligentes. Las escuchaba con atención
y las trataba como seres brillantes y distintos. Visitó hasta el final a Esther
Bouret, una de las mujeres más excéntricas e interesantes del Siglo XX
puertorriqueño. Simpatizó con sus maridos, pero sobre todo, celebró la gracia
de mujeres como Katherine Antonetti, y la chispa de Ena Ramos de Acevedo.
No lo presencié, pero no dudo que se entendiera estupendamente con Sila
Calderón.
Julián también fue buen amigo de numerosos protagonistas de la historia
contemporánea. Entre ellos, el Papa Juan Pablo II, Don Juan de Borbón, y los
Reyes de España. En Puerto Rico, Luis Muñoz Marín y Rafael Hernández
Colón. Además de la inteligencia, imaginación e integridad a toda prueba de
Julián, sus amigos ilustres tienen que haber agradecido su discreción y la
sencillez de su sabiduría. Julián no divulgó jamás una conversación privada.
Hablaba y escribía con donaire, con una erudición que no pesaba, pero que no
faltaba. En palabras de su maestro y amigo: “es la espina dorsal que se me
transparenta”.
Lloro a Julián Marías —“viva moneda que nunca se volverá a repetir”—, y
guardo para siempre su amistad y su ejemplo.
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