P. Bourdieu y la cuestión de la génesis del Estado

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P. Bourdieu y la cuestión de la génesis del Estado
« En effet, nous avons une maîtrise inmédiate des choses d’État. Par exemple, nous savons remplir un
formulaire; quand je remplis un formulaire administratif –nom, prenom, date de naissance-, je comprends
l’État; c’est l’État qui me donne des ordres auxquels je suis preparé; je sais ce que c’est que l’état civil,
qui est une invention historique. Je sais que j’ai une identité, puisque j’ai une carte d’identité; je sais que,
sur une carte d’identité, il y a un certain nombre de propriétés. Bref, je sais un tas de choses »
P. Bourdieu, Sur l’État.
Cuando se piensa en alguna propiedad que pueda definir al Estado, es casi seguro que sea
la referencia weberiana la que termine imponiéndose. El Estado, dirán, es una comunidad
humana que, dentro de un determinado territorio, reclama con éxito el monopolio de la
violencia física legítima (Weber, 1919). Al decir esto Weber sitúa el centro de atención
en un aspecto importante, para el cual la violencia no es ni el único medio ni el medio
más normal de que el Estado se vale, pero sí su medio específico, si por específico
entendemos el hecho de que la violencia (o, mejor dicho, el recurso legítimo al uso de la
violencia) haya quedado monopolizado por parte de una sola instancia de poder.
En efecto, lo distintivo del Estado no es la desaparición social de la violencia sino el
hecho mismo de que la violencia haya desaparecido como recurso u opción legítima por
parte de particulares. La razón de esto hemos de buscarla en la complejidad que anida el
concepto de ‘monopolización’: cuando Weber utiliza este término lo hace para designar
un conjunto múltiple de procesos, en el cual la simple acumulación de recursos de capital
físico se acompaña de otra acumulación por medio de la cual el Estado se constituye
como única fuente del derecho a la violencia.
Pues bien, esa otra acumulación a la que nos hemos referido es lo que Weber soslaya por
medio del término de legitimidad, pretendiendo así que la consabida estatalización se
haya producido simplemente por acumulación de recursos materiales, sin tener en cuenta
(ni ofrecer las herramientas analíticas para ello) el carácter igualmente cumulativo de
otros procesos, esta vez de orden simbólico, por medio de los cuales el recurso al
monopolio de la fuerza deviene legítimo.
Con ello el sociólogo alemán deja sin explicar un aspecto clave, a saber: ¿qué es aquello
que hace aparecer al Estado como una monopolización no simplemente violenta? Es
obvio que Weber ofrece una respuesta al respecto, pero esa respuesta no es en modo
alguno satisfactoria, pues parece obviar la circunstancia de que la legitimidad que le
asiste al Estado no es sino el resultado de un complejo y dilatado proceso en el que la
institución monárquica ha ido acumulando los recursos (capital de fuerza física,
económica, jurídica, informacional, lingüística, etc.) que hacen posible la imposición de
un consenso (legitimidad) sobre el sentido del mundo social, consenso por lo demás cuya
existencia requiere una desposesión previa respecto a las facultades y las prerrogativas
estatutarias de otras instancias (corporaciones, parlamento, nobleza, tribunales y
legitimidades religiosas, etc.) que durante ese camino competían por el sentido y la
representación legítima del mundo social.
Weber no analiza este trayecto: es más, lo elude, con lo cual impide un análisis de la
legitimidad del Estado más allá de las meras referencias de los teóricos del Derecho.
Todo sucede como si el reconocimiento, en tanto que recurso o “propiedad” política,
estuviese fuera del ámbito de análisis socio-histórico, es decir como si la legitimidad no
pudiera ser considerada en el proceso mismo de su formación, antes de que sus
consecuencias prácticas –léase, la aceptación del sentido lógico del mundo social, de sus
categorías, etc. - queden ‘congelados’ como parte integrante del mundo histórico de
cualquier individuo.
El Estado no es un simple monopolio de capital de fuerza física: su violencia es siempre
una violencia legítima, al tratarse de un recurso (el de monopolizar el capital de fuerza
física) que ha logrado ser percibido y reconocido como tal. Ahora bien, para entender ese
reconocimiento no basta con analizar los motivos internos que se encuentran en la base
de la justificación weberiana. Esencial es también, y sobre todo, analizar los procesos que
han hecho posible la disposición social (socialmente mayoritaria) a su reconocimiento.
Preguntar pues no por la cuestión jurídica (¿qué es lo que legitima el poder?) sino por el
origen y los procesos que han hecho posible la disposición a su reconocimiento, esto es, a
la creencia –creencia que no se percibe como tal- en el valor universal de sus acciones y
el carácter desinteresado de las mismas.
Para ello no es necesario rechazar las aportaciones establecidas por Weber; lo que hay
que hacer es complejizarlas, a fin de proyectar un espacio de análisis en el que la
legitimidad política no aparezca como el resultado de un mero acto de libertad individual.
Si la legitimidad se produce porque los dominados aplican en sus propias
representaciones las categorías de los dominantes, entonces, es claro que la tarea del
análisis ha de situarse en este plano de mediación. Bourdieu plantea este programa de
estudio: lo llama socio-génesis del Estado, y con él pretende poner de manifiesto el hecho
de que el Estado no funciona como tal sino para aquellos que ya están pre-dispuestos a
percibir su legitimidad. Lo que significa que la disposición a su reconocimiento no es un
asunto intencional sino un acuerdo de naturaleza pre-reflexiva, dado que en el
fundamento mismo de nuestra aceptación del Estado (y de sus órdenes más evidentes) se
encuentra la incorporación de las estructuras objetivas del mundo social, ejercicio éste –
lo veremos más adelante- en el que el Estado ha desempeñado y desempeña una labor
fundamental, a través de la inculcación masiva de formas y categorías de pensamiento
comunes, tales como los marcos sociales de la percepción, el entendimiento y la
memoria.
En lo sucesivo intentaremos dar una visión precisa de las reflexiones y las vías de
investigación que suscita este enfoque. Para ello tomaremos como marco de referencia un
elenco variado de intervenciones, de las cuales haremos una especial mención a los
cursos impartidos en el Collège de France (1989-1992), cuya publicación reciente (y
póstuma) en forma de libro (Bourdieu, 2012), plantea importantes sugerencias en un
campo de estudio (el de la centralización política de las monarquías europeas) muy dado
al funcionalismo sociológico y al anacronismo historiográfico.
Veamos todo esto de manera detallada. Empecemos por el contexto de recepción de los
cursos: ¿En qué momento preciso de la historia de Francia se imparten? ¿Existe una
intención clara de irrumpir en el contexto intelectual de la época? Y por último, ¿qué
lugar ocupan esas reflexiones en el conjunto de la obra de P. Bourdieu?
1. CONTEXTUALIZACIÓN Y CARÁCTER DE LOS CURSOS
Para comprender el alcance y la novedad de las tesis contenidas en el libro (Bourdieu,
2012) hay que tener en cuenta el contexto de recepción en el que tuvieron lugar los
cursos. Desde luego, no se trata de un contexto anodino, ninguno lo es, pero éste, si cabe,
todavía lo es menos, dado que se trata de una coyuntura política en la que Francia
conmemora el bicentenario de la Revolución Francesa, una fecha capital, y no sólo en lo
que a rituales políticos se refiere sino también en lo que atañe al campo de producción
intelectual.
En efecto, más allá de los actos escenificados por el Estado, esta fecha se impone como
un pretexto para el estudio y la reactivación de un debate inagotable. Bourdieu celebra
este acontecimiento de una manera particular, publicando un libro (Noblesse d’État)
cuyas tesis ponen en tela de juicio los tópicos con los cuales se había pensado el
acontecimiento revolucionario1. Así, más que como una ruptura o un comienzo radical,
dirá Bourdieu, la Revolución ha de pensarse como un desenlace, algo así como la
conclusión de un proceso en el que la lógica de reproducción impersonal resulta
hegemónica2, como atestigua el hecho de que la Nobleza de Toga, autora y encargada de
instituir esa lógica, permanezca en el interior de la maquinaria administrativa, antes y
después de la Revolución.
Es aquí, por tanto, donde hemos de situar el desarrollo y la pertinencia de los cursos, a
sabiendas de que su objetivo no es hablar de la Revolución francesa pero sí retomar
algunas ideas desarrolladas en Noblesse d’État, con el objetivo de plantear una reflexión
más amplia, o quizá más ambiciosa, a propósito del Estado y los procesos de
acumulación simbólica generados por este último en el transcurso de su auto-constitución
política. Lo novedoso, si se quiere, es que Bourdieu trata de plantear esta temática de una
forma particular, utilizando el andamiaje conceptual (habitus, violencia simbólica,
campo, etc.) que había labrado a lo largo de sus respectivos estudios sobre la génesis y la
estructura de los campos.
Con respecto a esto último, cabe señalar el escaso interés mostrado por Bourdieu ante el
objeto ‘Estado’: en su obra apenas existe una formulación explícita del tema, y si la hay
siempre lo es en referencia directa al papel desempeñado por éste en la construcción y los
procesos de diferenciación y coordinación de los campos, nunca como un objeto
abordado de frente (Lenoir, 2012). De ahí la pertinencia de tales cursos, y de ahí también
la importancia (pero también el peligro) que cobra la recopilación de los mismos bajo la
1
Son claras las palabras de crítica dirigidas por Bourdieu a ciertos historiadores reconocidos de
la época. Así, por ejemplo, en relación al Dictionnaire critique de la Révolution française de M. Ozouf y
F. Furet: “(un dictionnaire) qui invente une histoire sans histoire, où l’histoire des stratégies politiques se
réduit à l’histoire des idées (…)”. (Bourdieu, 2012, p. 231).
Sobre este punto Bourdieu es muy claro: “Je pense que l’on comprendrait beaucoup mieux la
Révolution française si l’on voyait qu’elle est peut-être le triomphe du mode de reproduction impersonnel
sur le mode de reproduction personnel”. (Bourdieu 2012, p. 418).
2
forma de libro: en él nos encontramos una cantidad importante de programas y tentativas
metodológicas, pero también un Bourdieu insatisfecho, que discurre y razona al tiempo
que medita sobre la inabarcable tarea del proyecto que trata de plantear (Bourdieu, 2012,
p. 117. p. 294).
Para ello se apoya en un sinfín de trabajos procedentes de las Ciencias Sociales,
especialmente de sociólogos e historiadores, lo cual atestigua un propósito claro por
plantear el fenómeno del Estado desde una perspectiva crítica con el planteamiento
tradicional.
Ahora bien, ¿qué entiende Bourdieu por planteamiento tradicional? Básicamente dos
cosas: por un lado, el análisis teórico que se deriva de la tradición clásica (Hobbes,
Locke), es decir, aquella que analiza el Estado en función de las preguntas que plantean
los modelos jurídicos (¿qué es lo que legitima el poder?) o institucionales (¿qué es el
Estado?). Para esta perspectiva, lo importante es la equiparación del Estado a un lugar
neutro, cuyo único objetivo es la consecución del bien común. El problema, dirá
Bourdieu, es que dicho planteamiento restringe el análisis a los discursos que el Estado
elabora sobre sí mismo, sin importar la génesis ni los procesos materiales y simbólicos
que acompañan al movimiento de su constitución política. Y por otro, el análisis que se
sitúa en la perspectiva marxista, para el cual el Estado no es una comunidad humana
orientada hacia el bien común, sino un aparato de coerción encargado de mantener y
reproducir el orden en provecho de unos pocos (Bourdieu, 2012, p. 17). Para esta
tradición, lo importante es definir el Estado a partir de sus funciones, y no de sus
discursos, lo que significa que el Estado ha de analizarse como una instancia al servicio
de un poder externo, fundamentalmente económico, que existiría antes que él y al cual
debería someterse en términos de funcionalidad social3.
Sea como fuere, dirá Bourdieu, el hecho es que tales formas de contemplar el Estado
expresan –bajo una contradicción aparente- un mismo acto de participación. En realidad,
se trata de dos maneras de acentuar la trayectoria y el ejercicio del poder, pero dos
maneras, sin embargo, que, consideradas desde un enfoque reflexivo, plantean por el
contrario más similitudes (metodológicas) que diferencias, por cuanto ambas parecen
El propio Bourdieu utiliza el término de ‘funcionalismo de lo peor’ para retratar las
consecuencias que lleva inscrito el análisis del Estado en términos de ‘aparato’. Así, a diferencia de
Althusser o Gramsci, el sociólogo francés propugna un análisis de los campos, no de las funciones, dado
que la otra opción metodológica lleva inscrita la idea de una teleología histórica que hace del Estado una
herramienta conspirativa. Véase Bourdieu (2012: 18).
3
sostener –cada una a su manera- la secuencia básica que presupone el análisis tradicional
del poder, según el cual la cuestión teórica sobre el Estado debería reducirse a la cuestión
por su función, sustituyendo en cada caso las funciones presuntamente benefactoras por
las funciones perversas y partidistas, y viceversa.
Lo novedoso de Bourdieu es que rompe esta lógica de análisis. Y lo hace, además,
utilizando un conjunto de herramientas que proceden de su propia elaboración teórica, así
como de otros autores (E. Durkheim) para los que la manifestación del orden social
aparece siempre doblemente objetivada, ya sea a través de instituciones y recursos
materiales (nivel de la objetividad) o bien bajo la forma de recursos incorporados (nivel
de la subjetividad), tales como percepciones lógicas, sistemas de clasificación y todo
aquello que atañe a las representaciones mentales mediante las cuales el orden social es
percibido y reconocido.
Entender esta doble existencia de lo social (Gutiérrez, 2012) es la clave para comprender
el enfoque con el que Bourdieu encara su estudio del Estado. Este último existe al mismo
tiempo en un doble sentido, lo cual indica que cualquier tentativa por analizarlo ha de
tener en cuenta que el Estado se constituye a través del orden simbólico que impone por
medio de las estructuras materiales y las estructuras que produce para pensarlo (Lenoir,
2012). El Estado, entonces, es producto y productor de cultura estatal, en el sentido de
que sus representaciones no son frente al mundo algo exterior o ajeno a ese mundo; al
contrario, forman parte del mismo, pero lo hacen siguiendo un plano de referencialidad
dialéctica que hace de ellas una realidad condicionada y condicionante al mismo tiempo,
capaz por un lado de surgir en determinados espacios sociales (como ‘producto’ de
ciertas relaciones sociales) pero también de contribuir –en mayor o menor grado,
dependiendo de los recursos acumulados del espacio desde el cual se habla- a la
construcción de las realidades sociales tal y como nosotros las conocemos. (Bourdieu,
2012: 535).
De ahí nuestra referencia anterior a propósito del reconocimiento. Este término adquiere
un significado particular en la comprensión bourdieuana del Estado. Ya no se trata de una
simple y calculada adhesión por parte de los sujetos, sino de una adhesión en la que
intervienen más factores que aquellos señalados por el modelo juridicista. En efecto, para
Bourdieu el reconocimiento (la obediencia) es ante todo un acto de naturaleza cognitiva4:
quien reconoce es alguien que ya siempre y cada vez conoce, y si conoce, es porque al
reconocer y prestar obediencia al Estado pone en práctica –a menudo sin saberlo- un
conjunto de representaciones (esquemas perceptivos, apreciativos, principios de visión y
división sociales) que favorecen la pre-disposición a su reconocimiento. Lo interesante,
dirá Bourdieu, es interrogarse al respecto de tales estructuras, así como por la
contribución del Estado, en tanto que máquina de acumulación de capitales, a la
producción y reproducción de las mismas a escala masiva (Bourdieu, 2012: 260).
Si todo reconocimiento está prendido de un conocer previo, si todo reconocimiento es,
antes que un acto de naturaleza reflexiva y calculada, expresión de las representaciones
de aquel que reconoce, entonces, no basta con un enfoque fenomenológico del Estado. Es
decir, no basta con señalar que la legitimidad es el producto de una acción deliberada de
propaganda (Bourdieu, 2012: 291). Si el Estado ha llegado a ser legítimo es porque
puede obtener obediencia adoptando como única fuente de coerción el poder simbólico
que él mismo detenta (Lenoir, 2012: 121), lo cual plantea un marco de análisis centrado
en las condiciones sociales que han hecho posible la disposición a su reconocimiento,
pero sin que todo esto cobre tampoco un matiz deliberado o conspirativo, simplemente en
virtud del propio proceso de acumulación simbólica que ha caracterizado la emergencia
del Estado.
De ahí precisamente el carácter inmediato y tácito (pre-reflexivo) de la obediencia: el
Estado al desarrollarse como tal (en las cosas y en los cerebros) realiza no la obediencia
(a través del miedo o la coerción), sino las condiciones sociales –materiales y simbólicasde producción de la obediencia, dado que es capaz de producir e imponer (a través de la
escuela) en un territorio dado las categorías de pensamiento que aplicamos
“espontáneamente” a la realidad social y al Estado mismo (Bourdieu, 1993: 49).
Ahora bien, ¿cómo se materializa esta perspectiva de análisis? ¿Por medio de qué
estudios o qué objetos de investigación? Bourdieu responde a esta pregunta de una
manera clara y precisa. Se trata de estudiar el Estado partiendo del análisis de cosas
aparentemente triviales, cosas en las que la Teoría clásica del Estado (tampoco el
Merece la pena recordar esta frase de Bourdieu: “Pour comprendre les actes d’obéissance, il
faut donc penser les agents sociaux non pas comme des particules dans un espace physique –ce qu’ils
peuvent être aussi-, mais comme des particules qui pensent leurs supérieurs ou leurs subordonnés avec
des structures mentales et cognitives” (Bourdieu, 2012, p. 261).
4
materialismo histórico) no se ha centrado jamás y que sin embargo constituyen aspectos
fundamentales para el desarrollo del poder del Estado como poder legítimo. Hablamos de
cosas tan “triviales”5 como la imposición de un calendario, unas fronteras, una
cartografía, el desarrollo de un mercado, la codificación de una lengua, una ortografía,
una historia de conmemoraciones comunes, el uso de competencias cognitivas y
evaluativas comunes (sistema de pesos y medidas), o bien
las categorías socio-
profesionales (los principios de visión y división sociales) por medio de los cuales se
constituirán los problemas ‘dignos’ de ser abordados (Chevassus-au-Louis, 2012: 1).
Todas estas operaciones, como decíamos, son en realidad elementos que el propio Estado
impone (y mediante las cuales se impone) en el transcurso de su proceso de constitución,
y todas ellas, además, contribuyen en mayor o menor medida a generar las condiciones
sociales que hacen posible experimentar como evidentes y naturales las representaciones
y los principios de división social de las instituciones.
De ahí el objetivo con el que Bourdieu trata de definir su propuesta: pensar el Estado sin
un pensamiento de Estado (Bourdieu, 2012: 171), para lo cual es necesario que el
sociólogo se convierta en historiador, haciéndose consciente de la historicidad que
acontece a las representaciones y tratando de proporcionar un modelo específico de la
emergencia del Estado (Bourdieu, 1993: 51). Con ello no se trata de retomar el viejo
proyecto de una historia del Estado Moderno, pero sí proporcionar las claves que
permitan plantear el marco de relaciones que ha hecho posible la constitución de una
nueva forma de pensamiento, acorde si se quiere a las exigencias de unificación cognitiva
y simbólica que requiere una comunidad política unificada.
Y es aquí donde radica el quid de la cuestión de Bourdieu sobre el Estado. Para este
último no basta con definir el Estado como un simple cambio de modelo de gobierno (del
Estado-dinástico al Estado-burocrático). Esencial es también, y sobre todo, el
comprender esta institución como una verdadera revolución simbólica (Lenoir, 2012:
120), es decir como la creación de un espacio autónomo a través del cual se ha
engendrado un ámbito de representaciones centralizado
Utilizamos el término ‘trivial’ para señalar el hecho de que se trata de fenómenos que atañen al
orden burocrático ordinario, y no a teorías o discursos idealizados que la propia institución realiza sobre sí
misma.
5
Para comprender mejor estas ideas, dedicaremos el siguiente epígrafe al desarrollo y la
explicación de las distintas claves que caracterizan este acercamiento al Estado.
2. ESTADO E INTEGRACIÓN SOCIAL: EL CONFORMISMO LÓGICO
Sentadas las premisas generales sobre las cuales se asienta la reflexión de Bourdieu,
queda ahora por caracterizar, aunque sea de manera esquemática, el desarrollo de los
argumentos que caracterizan el enfoque de Bourdieu sobre el Estado. Para ello hemos
intentado aglutinar la mayor parte de sus reflexiones en torno a 3 claves básicas. La
primera de ellas se refiere al tipo de acumulación de capitales que caracteriza el
desarrollo del Estado en una sociedad progresivamente diferenciada. Es decir, se trata de
percibir cuál es su lógica y cuál es el papel que desempeña en la creación y posterior
coordinación de los distintos campos. La segunda se centra en la relación que existe
entre los juristas y la constitución de una instancia de gestión de lo universal. Dicho de
otro modo, ¿por qué la aparición de ‘instituciones universales’ presupone al mismo
tiempo la existencia de grupos interesados en lo universal, esto es, en el desinterés? Y la
tercera, pero no por ello la menos importante, concierne al poder simbólico que le asiste
al Estado y los efectos de naturalización simbólica que caracterizan a sus instituciones y
sus representaciones (que no a sus representantes).
Comencemos por la primera de ellas.
1/ Monopolización y creación del ‘capital estatal’ o el Estado como meta-campo:
De las múltiples referencias efectuadas por el sociólogo francés hay una que merece una
atención especial. Se trata de una clave importante, desarrollada en el transcurso de
múltiples lugares y que sin duda constituye el punto de partida para comprender el resto
de claves interpretativas. Bourdieu se refiere a este aspecto utilizando un lenguaje
próximo al de la sociología histórica: es decir, nos habla de monopolización y de
acumulación de capitales, pero lo hace planteando una perspectiva que hace de la
acumulación un proceso no meramente cuantitativo.
Dicho en otros términos, el Estado es un meta-campo, lo que significa que no es una
acumulación simple de diferentes especies de capital, sino un espacio social autónomo
en el que los capitales, al acumularse, sufren un proceso de transmutación, haciendo que
la propia institución del Estado se acompañe de un capital específico (capital estatal)
caracterizado por detentar un poder (más tarde explicaremos esto) sobre el resto de
capitales.
Ahora bien, para hablar de todo ello es preciso desarrollar las particularidades que,
según Bourdieu, caracterizan lo que habitualmente, en los círculos de historiadores, se
denomina la ‘centralización política’. Estudiar la lógica de acumulación de los diferentes
formas de capital, es darse los medios para comprender por qué el Estado es capaz de
generar una suerte de capital específico (meta-capital) cuya característica es tener poder
sobre las otras especies de capital (Bourdieu, 2012: 311).
Respecto a este tema Bourdieu plantea un esquema de análisis que presupone dos tipos
de movimientos, la diferenciación (a) y la monopolización (b). El primero de ellos (a)
nos remite al modo en que han evolucionado las sociedades occidentales: estas últimas
se caracterizan por un proceso de diferenciación progresiva, en donde la falta de
diferenciación que caracterizaba al sistema medieval se ha visto desplazada en favor de
la división y la autonomización de las esferas en las que se in-corpora la existencia
social de las personas. En esto Bourdieu no se mueve ni un ápice de las ideas sostenidas
por los clásicos de la Sociología, tales como K. Marx, E. Durkheim o M. Weber, entre
otros. A medida que aumenta la división social del trabajo mayor complejidad se percibe
en los procesos de integración (reproducción) social desarrollados por las sociedades. De
ahí el fenómeno de la diferenciación: con ello se trata de poner de manifiesto el hecho de
que la integración social queda profundamente condicionada por la diferenciación de
roles y el tipo de valores (dioses, dirá Weber) asociados a esa diferenciación. Es decir,
ahora la sociedad se asemeja a un espacio relativamente poliédrico, en el que múltiples
esferas, múltiples campos, se dotan de formas y mecanismos internos de
funcionamiento, tales que cada uno de ellos, en mayor o menos medida, sea capaz de
proveer criterios de acción diferenciados.
Ahora bien, este movimiento no explica por sí solo el surgimiento del Estado. Junto a él
es preciso plantear otro proceso referido al desarrollo de aquellas condiciones que han
hecho posible la constitución de una dominación central. Ese movimiento no es otro que
la monopolización política (b), un proceso en el que la concentración de capitales (de
fuerza física, simbólica, cultural, etc.) altera por completo el carácter y la naturaleza de
los capitales pre-existentes. Lo decíamos antes, el Estado es algo más que la mera
acumulación cuantitativa de capitales. En su origen, el poder monárquico expropia los
poderes ‘privados’ (feudales y consuetudinarios) en beneficio de un gran poder ‘privado’
(Bourdieu, 2012: 410), pero sucede que con el tiempo, y sin que medie una decisión
establecida de antemano, esa lógica acaba por modificarse, convirtiendo al poder que
monopolizaba esos capitales en una instancia de poder en la que habitan diferentes
categorías de agentes (Bourdieu, 2012: 295).
En términos políticos esto tiene una plasmación muy clara. Significa que lo que antes era
un poder de tipo patrimonial ahora se constituye como una entidad abstracta, fruto de la
cual se origina una lógica de gobierno novedosa, caracterizada por el uso público de los
bienes y la constitución de un campo de relaciones novedoso6. Ese campo es lo que P.
Bourdieu denomina el campo del poder, un espacio en el que la concentración de
capitales posibilita la emergencia de un tipo de capital que otorga poder sobre las otras
especies de capital y sus detentadores (Bourdieu, 1993:52).
(…)
2/ La constitución de un interés en el desinterés (lo universal y el trabajo de los juristas):
En este punto analizaremos algunas propiedades que caracterizan el desarrollo de la
monopolización política. En concreto, analizaremos las relaciones existentes entre la
aparición de una instancia de gestión de lo universal y la existencia de una categoría de
agentes (los juristas) interesados en construir y apropiarse lo universal (Bourdieu, 2012:
162).
Para ello es preciso comenzar este punto señalando algunos aspectos importantes, como
por ejemplo la idea de que el Estado se acompaña de un proceso de universalización y
des-particularización progresiva: en efecto, al concentrar los recursos en manos del
Estado sucede que los bienes acumulados se convierten en bienes públicos, lo que
provoca que la instancia que administra y redistribuye esa acumulación sea investida de
6
La lógica de gobierno patrimonial se caracteriza por ser una lógica en la que los gobernantes
tratan sus posesiones como si fueran un bien privado. Por el contrario, en la lógica de gobierno
impersonal, el poder constituye una serie de bienes que dependen de una instancia de gobierno
irreductible a sus manifestaciones empíricas.
una autoridad específica, la única, además, en condiciones de identificar sus intereses
propios con los intereses del bien común y lo universal (Lenoir, 2012: 125).
Ahora bien, este proceso es profundamente ambivalente, en el sentido de que alberga un
carácter monopolizador y otro des-particularizante. Con respecto a este último, cabe
recordar lo que decíamos antes a propósito de la constitución de los campos: todos ellos,
decíamos, se hacen en beneficio de aquellos que participan en el monopolio estatal, lo
que sucede es que al constituirse como tales se organizan de una manera homogénea y
diferenciada, en el sentido de que plantean un espacio de juego cuya lógica de
funcionamiento (esto es, de acumulación, administración y redistribución del capital
específico) hace inviable la pervivencia de las lógicas y las instituciones pre-existentes.
Decir esto es decir que los agentes encargados de unificar los campos están
progresivamente diferenciados del mundo social (Bourdieu, 1993: 52), lo que plantea el
hecho de que la idea misma de acumulación, entendida en su aspecto jurídico y
universalizador, no sea sino el rostro amable de un vasto y complejo proceso basado en
la desposesión y la des-particularización generalizada, en donde la multitud de poderes e
instancias consuetudinarias (concejos, villas, justicias señoriales, corporaciones, usos y
costumbres consuetudinarios) dejan de incorporar la existencia social de las personas, y
en su lugar se impone un espacio de juego unificado.
Tómese, por ejemplo, el caso del mercado jurídico: en su origen, no existía un espacio
jurídicamente homogéneo; al contrario, se trataba de un espacio fuertemente poliédrico,
en el que múltiples instancias, múltiples legitimidades, cada una con sus respectivas
jurisdicciones, coexistían entre sí al margen de una legalidad superior (formalmente
estatuida) que pudiera definir un ámbito de competencias definido (Bourdieu, 2012:
330). Dicho de otro modo, a comienzos de la Baja Edad Media, el derecho no existía
bajo la forma de un mercado unificado: lo que existía, por el contrario, era una
pluralidad de derechos en la cual la jurisdicción del rey no desempeñaba un papel
fundacional; es más, él mismo, en tanto que señor feudal, no planteaba ninguna
diferencia respecto al conjunto de jurisdicciones y legitimidades feudales; a lo sumo, si
se quiere, una diferencia de orden cuantitativo, pero no una diferencia cualitativa o de
cambio de naturaleza. El rey, en tanto que señor feudal, no tenía jurisdicción más que
sobre aquello que formaba parte de su propio dominio; todo lo demás, a excepción de
algunas prerrogativas, caía fuera de su ámbito de imputación jurídica.
Poco a poco, sin embargo, la justicia del rey fue insinuándose a lo largo de la sociedad
feudal. Primero, bajo la forma de una acumulación patrimonial, en la cual los monarcas
expropian los poderes privados en beneficio de un gran poder privado, y después, a través
de un aparato jurídico sedentario, para lo cual se hizo preciso la existencia de agentes
(prebostes, bailías, senescales) e instituciones (parlamentos, cortes de ayudas, cámaras
de cuentas, etc.) encargadas de edificar los discursos (p. ej. la procédure d’appel) que
legitimaban la restricción de las competencias jurídicas detentadas por los tribunales
eclesiásticos y señoriales.
De ese modo, al apoyarse en los intereses específicos de los juristas (Bourdieu, 1993:
56), la realeza sienta las bases para el desarrollo (sin un plan previo) de una entidad
política impersonal. Tanto más porque, en última instancia, según Bourdieu, los juristas
dejan de considerar el poder como un patrimonio inscrito en la lógica doméstica. En
efecto, al teorizarlo y otorgarle coherencia, el trabajo de los juristas permite una
racionalización del principio dinástico, con lo cual permite expresar en lenguaje jurídico
las estrategias dinásticas llevadas a cabo por la casa del rey (Bourdieu, 2012: 391).
Ahora bien, esta reflexión no constituye el aspecto más relevante de la reflexión de
Bourdieu sobre los juristas; lo verdaderamente importante, por el contrario, es el hecho
de que los juristas se sirvan de su propio poder de legitimar (al rey) para autonomizarse
en tanto que agentes capaces de arbitrar (en nombre de lo universal, el bien común) el
ejercicio del poder (Ibíd., 391). Es a esto a lo que Bourdieu se refiere cuando habla de
los juristas y la génesis de lo universal. Para verlo no es necesario desarrollar largas y
dilatadas cavilaciones; basta con señalar el hecho de que toda institución universal, y el
Estado lo es, dado que se presenta como un lugar en el que se habla en nombre de todos
y a propósito de la totalidad de un grupo, presupone un interés por lo universal, esto es,
un conjunto de agentes cuyo interés particular es hacer avanzar lo universal (Ibíd: 333).
Tal es el caso de los juristas, los cuales poseen un interés específico en llevar a cabo la
unificación del derecho, ya fuese por razones relativas a su condición de productores de
tratados o bien porque se beneficiaban como vendedores de servicios jurídicos. Con
ellos el poder real fue concentrando un mayor número de causas criminales, lo que
significa que su extensión y la coherencia misma de su desarrollo están estrechamente
vinculadas al impulso y la institucionalización de las capacidades técnicas de los juristas.
Para verlo es preciso recordar las medidas que fueron desarrolladas a lo largo del
proceso. Las más relevantes sin embargo se refieren a los procedimientos utilizados por
los juristas para expropiar a los tribunales feudales de su poder de juzgar, pero también
fue habitual el recurso a tratados jurídicos o grandes teorías legitimadoras, las cuales
echaron mano de la historia con el objetivo de justificar y buscar precedentes que
confirmasen la consistencia y presunta antigüedad de sus tentativas.
Sea como fuere, una cosa es clara: en ellas no se asiste a un mero trabajo de
acompañamiento, en ellas se acomete un verdadero trabajo de fabricación, en el sentido
de que conforman una coherencia interna que contribuye a constituir al Estado tal y
como se conoce hoy en día (Lenoir, 2012:126). Ya lo decíamos antes. Para comprender
el Estado no basta con analizar sus estructuras materiales; para comprenderlo es preciso
ampliar el campo de estudio y analizar también las estructuras que este mismo produce
para pensarse a sí mismo.
De ahí el interés de Bourdieu por los juristas. Estos últimos no son causa del Estado,
pero sí han desempeñado un papel activo en la fabricación de aquellas representaciones
por medio de las cuales el Estado se constituye como una esfera impersonal. Es más,
ellas mismas han generado eficacia, dado que hablamos de un Estado que hace del
derecho su fundamento y su medio de acción, lo que corresponde con la ideología
profesional de los juristas, aquella que construye, especialmente desde el siglo XVI, la
idea de un ‘bien público’ o un poder (un espacio de poder/es) independiente
(formalmente independiente) respecto a las fuerzas sociales en lucha por el poder (ibíd:
125).
En efecto, es gracias a ellas, o por mediación precisamente de tales construcciones, que
se genera una perspectiva de lo universal: para ello es preciso tener en cuenta la retórica
utilizada por el lenguaje jurídico, pues es ahí, dirá Bourdieu, donde concurren una serie
de procedimientos orientados a producir (a producir enunciando, claro está) un efecto de
neutralidad y universalidad (Bourdieu, 1986: 5). ¿Cómo? Pues a través de una serie de
procedimientos sintácticos variados, que van desde las construcciones pasivas o los giros
impersonales, que sirven para remarcar la impersonalidad de la enunciación normativa y
constituir al enunciador en sujeto universal, al recurso continuado de verbos constativos
en tercera persona del singular (“acepta”, “se compromete”, “ha declarado”), pasando
por el uso de indefinidos (“todo condenado”) o la utilización del presente intemporal
para expresar la generalidad y la omnipotencia de la regla del derecho (ídem).
3/ El Estado como poder simbólico o la producción de la ‘evidencia’:
Comencemos este punto por una pista sugerente. Toda institución social existe bajo una
doble forma: existe en la objetividad de los reglamentos, pero también en la subjetividad
de los cerebros. Cuando esto mismo ocurre, sin embargo, sucede que la institución
concreta se convierte en una institución exitosa, dado que toda institución que logra
imponerse en ambos registros desaparece precisamente como institución (Bourdieu,
2012: 185), o al menos en lo que respecta a sus disposiciones simbólicas, las cuales
tienden a contemplarse bajo la forma (y la fuerza) de una evidencia apriorística.
En el caso del Estado, sin embargo, este acto de incorporación normativa resulta
especialmente exitoso. Lo decíamos antes: si el Estado ha llegado a ser legítimo es
porque puede obtener obediencia partiendo de su poder simbólico. Pero si esto es así,
como piensa Bourdieu, entonces el Estado se asemeja a un principio de ortodoxia, en el
sentido de que genera un conjunto de reglas del juego a partir de las cuales se establece
unas condiciones de comunicación en las que se puede dar o no el conflicto (Bourdieu,
2012: 16). Dicho en otros términos, el Estado es la base de la integración moral y lógica
de las personas.
(…)
Ahora bien, Bourdieu no es el primero en señalar la adhesión o la contribución de los
dominados a su propia dominación. Antes que él hubo otros autores como E. Durkheim
o M. Weber que habían planteado sendas reflexiones sobre el tema, por no hablar de D.
Hume o E. de la Boétie, entre otros. Pero, ¿dónde radica la novedad de Bourdieu? ¿Qué
es lo que aporta de novedoso para el análisis de la obediencia consentida de los
dominados?
La respuesta a estas cuestiones se centra en un debate que ya hemos sugerido en páginas
anteriores. La novedad de Bourdieu radica en señalar el carácter pre-reflexivo del acto
de la obediencia. En el fundamento de nuestra experiencia del mundo como algo
‘(auto)evidente’ se encuentra la incorporación de las estructuras objetivas del mundo
social. Esta incorporación es el producto de la propia socialización, pero sobre todo de
una socialización implícita, en el sentido de que se produce tanto dentro como fuera de
la escuela, a través de la interiorización y la persuasión clandestina ejercida por el orden
de las cosas (Mauger, 2006: 97).
De ahí la crítica de Bourdieu al planteamiento de Weber. Este último sigue pensando la
legitimidad en términos representativos, con lo cual su error consiste en comprender la
relación de consentimiento como una interacción entre sujetos, sin darse cuenta de que
la clave se sitúa en las posiciones respectivas ocupadas por los agentes en la estructura
social, con independencia de sus posibles contactos o influencias recíprocas.
En ese sentido Bourdieu nos habla de disposiciones, no de interacciones, lo que
planteado al tema de la legitimidad se traduce en un cambio de perspectiva importante.
Significa que los instrumentos o los esquemas mentales (disposiciones) que les permiten
a los dominados conocer la dominación han sido engendrados en la propia relación de
dominación. Hay pues una armonía entre las estructuras sociales objetivas, en las que se
emplazan los agentes, y las disposiciones que conforman su habitus, ya que las segundas
han sido producidas por la incorporación de las primeras.
Ahora bien, al producirse esta incorporación ocurre un fenómeno importante: sucede que
las relaciones de fuerza se manifiestan bajo la forma de relaciones de sentido, con lo
cual se confiere efectos de naturalidad simbólica a una disposición que no es más que el
resultado de una arbitrariedad cultural. Ello es así porque al instituirse en las cosas y los
sujetos el orden simbólico se asemeja a un mecanismo de tipo auto-legitimador: es decir,
un mecanismo que al producir sus propias disposiciones (producir sujetos, en la jerga
foucaultiana) produce al mismo tiempo la ilusión de un fundamento siempre subjetivo de
su propio funcionamiento, de modo que el sujeto producido por la interpelación se
reconoce siempre en ella.
De ahí la dificultad de hablar de ‘reconocimiento’ en términos representacionales: este
último es pre-reflexivo porque está arraigado en la profundidad del habitus, y no en las
claridades de la conciencia. En otras palabras, la complicidad no se concede mediante un
acto consciente y deliberado; la propia complicidad es el efecto de un poder (Bourdieu,
1989: 11), inscrito de forma duradera en el cuerpo de los dominados, en forma de
esquemas de percepción y disposiciones (a respetar, a admirar, a amar, etc.), es decir, de
creencias que vuelven sensible a determinadas manifestaciones simbólicas, tales como
las representaciones públicas del poder.
Con respecto a esto último, sin embargo, cabe matizar algunas advertencias relativas a la
naturaleza de las disposiciones mentales. En Bourdieu las estructuras cognitivas por las
que el dominante desconoce la arbitrariedad (y reconoce la legitimidad) de la violencia
simbólica no son formas de conciencia (‘ideologías’), sino disposiciones del cuerpo,
esquemas prácticos. El marxismo y ciertas formas de crítica cultural (Bourdieu, 2012:
23) cometen el pecado de leso intelectualismo al confundir el principio de la visión
dominante con una representación mental, olvidando su condición de estructuras
inscritas en el orden de las cosas y en el orden de los cuerpos.
Dicho de otro modo, el proceso de adquisición de las disposiciones del habitus no
obedece al modelo de la inculcación explícita, del adoctrinamiento o de la programación
disciplinaria. Lo que se pone en marcha aquí es un aprendizaje que opera por medio del
cuerpo y que sólo en circunstancias excepcionales, cuando el orden insertado en los
cuerpos y en las cosas no va de suyo, apela a la codificación y a la intervención
calculada.
Hablamos por tanto de disposiciones al reconocimiento, es decir elementos que sin ser
explícitos configuran sin embargo la disposición para la obediencia. Todas aquellas
creencias (que no se perciben como creencia) que nos vuelven sensibles a percibir como
auto-evidentes determinadas manifestaciones simbólicas: por ejemplo la disposición del
espacio (fronteras), las divisiones de la rutina temporal, los marcos sociales de la
memoria, las descripciones del mundo (títulos, certificados, tomas de posesión,
nombramientos) establecidas por las instituciones.
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