EL CONCEPTO DE “COMUNICACIÓN” EN ... PARADIGMAS DE LA TEORÍA CRÍTICA. Miguel Jesús Galé. Universidad de Zaragoza.

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EL CONCEPTO DE “COMUNICACIÓN” EN LOS DOS
PARADIGMAS DE LA TEORÍA CRÍTICA.
Miguel Jesús Galé.
Universidad de Zaragoza.
Resumen.
El presente artículo abordará el análisis al que el concepto de “comunicación” ha sido
sometido a lo largo de los dos paradigmas de la teoría crítica por parte sus dos autores más
representativos, Adorno y Habermas. Ambos autores abordan el fenómeno de la comunicación o
el habla cotidiana teniendo presente en todo momento la cosificación a la que ésta es sometida
por parte de las relaciones de mercado. Para ambos autores, el habla se constituye en la llamada
sociedad de consumo como una relación de intercambio de significantes desprovistos de
significado, esto es, sin la fuerza crítica suficiente para poner racionalmente en cuestión el
propio sistema social en cuanto marco constitutivo de la relación. Adorno y Habermas, sin
embargo, no establecen una valoración final coincidente respecto de las posibilidades políticas
del habla.
Abstract.
This article will address the analysis of the concept of "communication" by Adorno and
Habermas, the two most important authors of the two paradigms of Critical Theory. Both
authors address the phenomenon of communication or everyday speech by bearing in mind at
all times the reification to which it is subjected by market relations. For both authors, in the socalled consumer society speech becomes an exchange of signifiers devoid of meaning, that is,
without enough critical force to rationally question the social system itself as a framework for
the relationship. Adorno and Habermas, however, do not agree on their final assessment of the
political potential of speech.
Palabras clave/keywords: comunicación, capitalismo, consumo, conversación,
ideología.
Con la expresión “Teoría Crítica” hacemos referencia a todas aquellas
generaciones de filósofos y sociólogos alemanes de la segunda mitad del siglo XX
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reunidos, ya por consenso o por contraste con sus puntos fundamentales, en torno al
planteamiento recogido en la obra de 1937 de Max Horkheimer Teoría tradicional y
teoría crítica. Dicha obra constituye a todos los efectos “el modelo teórico
paradigmático que mejor ha sabido conjugar el proyecto de un diagnóstico de la
actualidad orientado históricamente con un análisis social fundado sobre bases
empíricas” (Honneth, 2009). A este respecto, es preciso distinguir dos paradigmas o
modelos teóricos fundamentales que recorren el desarrollo de dicho proyecto, estando
orientados cada uno de ellos respectivamente en torno a las figuras de Adorno, de la
llamada primera generación de teóricos-críticos, y Habermas, de la conocida como
segunda generación. La diferencia de planteamientos entre ambos paradigmas puede ser
abordada desde diversos ángulos, si bien el leit motiv que hemos elegido en el presente
escrito es el de considerar el modo en que cada uno de los autores mencionados (siendo
cada cual representativo de un paradigma distinto, en suma) aborda e interpreta la
comunicación en cuanto fenómeno social. A lo largo de las líneas que siguen
desarrollaremos los rasgos que la noción de comunicación presenta en los dos autores
mencionados, así como las diferencias existentes entre ambos planteamientos.
1. De la discusión racional al debate de lo trivial.
Adorno concibe estructuralmente el fenómeno de la comunicación cotidiana
como la consecuencia de la peculiar alteración del equilibrio entre lo público y lo
privado ocurrido con la crisis de la sociedad liberal-burguesa y la constitución del
capitalismo de masas o capitalismo avanzado [Spätkapitalismus]. La comunicación se
manifiesta
en este nuevo contexto económico como un tipo de relación social
constituida a partir de dos supuestos. El primero de ellos es la desconexión […] o el
“descuajamiento de la esfera íntima de la base de la propiedad capitalista” (Habermas,
1994), y el consiguiente debilitamiento del vínculo existente entre la condición
propietaria del bourgeois, y la condición autónoma del homme en cuanto persona
privada. El segundo es la sustitución de la vieja forma burguesa de sujeción de la vida
íntima (i.e. la propiedad familiar) por “nuevas relaciones de dependencia” (Habermas,
1994) basadas en el consumo. Semejante sustitución trae consigo la pérdida del
potencial político, comunicativo, liberado a través de la desconexión antes aludida, el
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hecho de que dicho potencial se tradujese efectivamente en la articulación de una esfera
en y a partir de la cual los sujetos, en el marco de la discusión sobre asuntos públicos,
llegasen a tomar “como citoyens las condiciones de su existencia privada” (Habermas,
1994). Adorno (2006) expresa este tránsito, que lo es tanto de sustitución de unas
relaciones de dominio por otras como de represión de toda posibilidad política, del
siguiente modo:
Desde que el amplio aparato de distribución de la industria concentrada al máximo
reemplaza a la esfera de la circulación, inicia ésta una curiosa post-existencia. Mientras para las
profesiones intermediarias desaparece la base económica, la vida privada de incontables
personas se convierte en la propia de los agentes e intermediarios; es más: el ámbito entero de lo
privado es engullido por una misteriosa actividad que porta todos los rasgos de la actividad
comercial sin que en ella exista propiamente nada con que comerciar. […] El concepto de
relaciones, una categoría de la mediación y la circulación, nunca ha dado tan buen resultado en
la verdadera esfera de la circulación, el mercado, sino en jerarquías cerradas, de tipo
monopolista. Siendo así que la sociedad entera se vuelve jerárquica, las oscuras relaciones se
agarran a donde quiera que aún se da la apariencia de libertad. (p. 27)
El diagnóstico adorniano presenta por tanto la modificación de la “vida privada”,
o de la vida íntima, presente en la fase avanzada del capitalismo, como la consecuencia
de la invasión de fuerzas económicas desconocidas sobre el intérieur, la esfera íntima
burguesa constituida sobre el contradictorio esfuerzo ético del individuo por
fundamentar su acción privada en normas universalmente aplicables, con vistas a
mantenerla libre de la instrumentalización propia de las relaciones económicas. La
promesa política, universal, de libertad anticipada en la actividad intelectual, literaria,
desarrollada en el intérieur burgués, que fuera generadora de normas éticas susceptibles
de ser sometidas a discusión pública, se ve sin embargo malograda en cuanto que, en el
contexto del capitalismo avanzado, “la ocupación con las cosas del espíritu se ha
convertido con el tiempo ‘prácticamente’ en una actividad con una estricta división del
trabajo, con ramas y números clausus” (Adorno, 2006). Habermas (1994), asumiendo
en Historia y crítica de la opinión pública la problemática heredada de Adorno,
presenta así el consumo de masas como rasgo definitorio de una re-contextualización de
las relaciones sociales basada en la invasión de lo privado por una esfera pública
desprovista, valga la paradoja, de su carácter intrínsecamente público, o político:
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El tipo ideal burgués percibió que se estaba constituyendo una publicidad literaria a
partir de la bien fundamentada esfera íntima de la subjetividad inserta en público. En vez de
ello, esa publicidad constituye hoy una puerta de entrada para las incursiones furtivas de fuerzas
sociales que, a remolque de la publicidad consumidora de cultura propia de los medios de
comunicación de masas, penetran en el espacio de intimidad de la familia nuclear. El ámbito
íntimo desprivatizado es publicísticamente socavado, una pseudopublicidad desliterada
retrocede al ámbito de confianza de una especie de superfamilia. (p. 191)
La implementación de los canales comunicativos de consumo (mass media) en la
sociedad capitalista avanzada surge por tanto en estrecha conexión con la constitución
de una esfera pseudopública en la que la discusión política fuera menoscabada de tres
maneras: a) mediante la crisis de sentido de las instituciones que en la sociedad
burguesa garantizaban las condiciones de la discusión racional sobre asuntos públicos;
b) mediante la organización e instrumentalización de la conversación en cuanto bien de
consumo; c) mediante la elaboración de una imagen ideológica de la realidad, en cuanto
relato recurrente y autoconclusivo. En las líneas que siguen desarrollaremos cada uno de
dichos aspectos.
2. La crisis de sentido institucional.
La constitución de una, en palabras de Habermas, “pseudopublicidad
desliterada”, tiene como una importante causa la sustitución, en el contexto capitalista
avanzado, de los viejos marcos institucionales constituidos en torno a la interiorización
y discusión de referencias literarias tales como el círculo familiar y el salón burgués por
nuevas formas de socialidad basadas en el ocio. Estas nuevas formas, a diferencia delas
anteriores, son actividades colectivas organizadas en torno a la recepción individual y
pasiva de estímulos audiovisuales, así como fundadas en la explotación de las
emociones y en la “abstinencia de todo raciocinio literario y político” (Habermas,
1994). Dicha “desliteración” de lo público trae consigo que la lectura se vea reducida a
una actividad de consumo privado, lejos de constituir por sí misma el elemento en torno
al cual organizar institucionalmente la esfera pública:
También en la ida colectiva al cine, o en la colectiva recepción de imágenes
radiofónicas o televisivas, se ha disuelto la relación característica de la privacidad inserta en
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público: la comunicación del público culturalmente raciocinante está circunscrita a la lectura,
que se practica en la hogareña clausura de la esfera privada. La ocupación del ocio del público
consumidor de cultura, en cambio, tiene lugar en un clima social, y no necesita cuajar en
discusiones: junto a la pérdida de la forma privada de la apropiación, desaparece también la
comunicación pública acerca de lo apropiado. La interrelación dialéctica característica de esa
comunicación es desleída en el marco social de la actividad de grupos. (p. 192)
El lamento por la corrosión o “desleimiento” de la “interrelación dialéctica”
garantizada en las instituciones políticas burguesas y fundada sobre el texto constituye
de hecho uno de los leitmotivs de la obra adorniana. Con la expresión “dialéctica del
tacto”, Adorno hace referencia en su obra Minima moralia al rasgo más propio del tipo
de interacción establecida dentro del marco institucional de la “publicidad burguesa”
(Habermas, 1994). El tacto, lejos de ser tan solo un vacío ceremonial de gestos, era
representación de la “específica fuerza” (Habermas, 1994) política dada por la
institución a los contactos sociales implicados en ella; era aquello que expresaba, en
suma, que la publicidad o, si se quiere, la institucionalidad, se constituía como una
esfera distinta a la del mercado. Mientras en ésta última las personas privadas se reúnen
en calidad de una desigual relación de clase establecida entre capitalistas y asalariados,
en la institución lo hacen “en calidad de público” (Habermas, 1994), es decir, en calidad
de individuos universal e igualitariamente sujetos a unas mismas normas en cuanto tales
sujetos que son. Según las propias palabras de Adorno (2006), el tacto, en cuanto
expresión de una específica e innombrada “fuerza” institucional, implicaba pues lo
siguiente:
El tacto no significaba simplemente la subordinación a la convención ceremonial […].
La función del tacto era, antes bien, tan paradójica como el lugar de su ubicación histórica.
Pretendía la conciliación, en sí imposible, entre la inspiración paraoficial de la convención y la
inspiración rebelde del individuo. El tacto no podía adquirir definición de otra forma que en
dicha convención. Ésta representaba, bien que de forma muy atenuada, lo general constituyente
de la sustancia de la propia inspiración individual. El tacto es lo que determina la diferencia. Se
asienta sobre divergencias conscientes. (p. 41)
En el marco de la institución regulada por el tacto, la acción individual deja así
de manifestarse exclusivamente como el resultado de una persecución de poder social o
interés económico, sino ante todo como reconocimiento en aquello “general” de lo cual
el interés individual extrae su “inspiración” y su concreta “sustancia”. La racionalidad
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propia de la institución no es tanto pues, a diferencia de la del mercado, la del
“pensamiento calculador que organiza el mundo para los fines de la autoconservación”,
como la de la “consciente solidaridad del todo” anticipada en la “idea de una libre
convivencia de los hombres en la que éstos se organizan como sujeto universal”
(Horkheimer y Adorno, 2005). La promesa de emancipación planteada por la institución
se ve sin embargo desmentida en el momento de la constitución de un mercado de ocio
o “industria cultural” y de la creación de nuevos vínculos sociales organizados en torno
al consumo en las sociedades del capitalismo avanzado. La institución deja en
consecuencia de ser el “substrato […] de la comunicación pública” y la “garante […] de
los contactos sociales” (Habermas, 1994) para pasar a serlo las llamadas group activities
deportivas y culturales, las idas colectivas al cine y los visionados y audiciones masivas
de televisión y radio. El tacto, en el nuevo contexto de relaciones capitalistas, pierde así
toda función y todo sentido político intrínseco, en tanto que pierde a la institución como
a su principal objeto. En un contexto como este, en que la igualdad de todas las clases
en la institución se sustituye por la igualación de las clases bajas (ahora llamadas
medias) en el consumo, la transparencia de aquello de lo que se habla y la inmediatez a
la hora de abordarlo en la conversación privada se ve por todas partes paradójicamente
exaltada: “la pregunta por el estado de la persona, que desde no hace mucho exigía y
esperaba la educación, se convierte en pesquisa o en ofensa, y el callar sobre temas
delicados, en vacía indiferencia tan pronto como deja de haber reglas de qué puede y de
qué no puede hablarse” (Adorno, 2006). Semejante diagnóstico de Adorno, lejos de
expresar exclusivamente el malestar de que es objeto alguien de procedencia burguesa
al verse invadido por la “camaradería chabacana” (Adorno, 2006) de las clases bajas,
constituye ante todo la constatación y denuncia, en favor de esas mismas clases bajas,
de la estructuración ideológica de lo inmediato y transparente en el capitalismo
avanzado, de la implantación de la transparencia comunicativa como instrumento de
dominación socioeconómica, en suma:
Las relaciones privadas entre los hombres parece que se forman siguiendo el modelo del
bottleneck industrial. Aun en la más reducida comunidad, su nivel se pliega al del más
subalterno de sus miembros. Así, el que en una conversación habla de cosas fuera del alcance de
uno solo, comete una falta de tacto. La conversación se limita, por motivos de humanidad, a lo
más próximo, chato y banal cuando está presente un solo ‘inhumano’. Desde que el mundo le ha
cortado al hombre el habla, el incapaz de argumentar ostenta la razón. […] Como el bottleneck
no conoce ninguna instancia que esté por encima de lo fáctico, cuando el pensamiento y el
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discurso no pueden menos de remitir a tal instancia, la inteligencia se torna ingenuidad, y eso lo
perciben los imbéciles. La conjura con lo positivo actúa como una fuerza gravitatoria que todo
lo atrae hacia abajo. Se muestra superior al movimiento que se le opone cuando cesa todo
debate con él. El diferenciado que no quiere pasar inadvertido mantiene una actitud de estricta
consideración hacia todos los desconsiderados. Éstos ya ni necesitan sentir ninguna
intranquilidad de conciencia. La debilidad de espíritu, confirmada como principio universal,
aparece como fuerza para vivir. (p. 191)
La exaltación de una presumible transparencia en aquello de lo que se conversa
y en el modo en que se hace significa pues para Adorno la contrapartida de un contexto
en el que el “debate de lo trivial”, al cual se accede de forma fácil y acrítica, ha
sustituido a “la tendencia a la controversia propia del interés público” (Muñoz, 2000),
que a menudo requiere un esfuerzo comprensivo adicional por parte de los participantes.
El debate de lo trivial se manifiesta entonces como expresión de una situación de
dominio de clase invisibilizada ante la igualación de las masas en el consumo y
desprovista de los mecanismos institucionales pertinentes para su subsanación: “la caja
de resonancia de una capa culta educada en el uso público del entendimiento se ha
hecho añicos; se ha escindido el público en minorías de especialistas no públicamente
raciocinantes, por un lado, y en la gran masa de consumidores receptivos, por el otro”
(Habermas, 1994). La erradicación de la sustancia política anticipada en el ceremonial
que regulaba los mecanismos institucionales constituye así, para Adorno (2006), la
expresión de la escisión de lo público, así como de la perpetuación de las relaciones de
clase:
Bajo la exigencia de tratar al individuo como tal, y sin preámbulos, de forma
absolutamente digna yace el celoso control de que cada palabra dé cuenta por sí misma y de
modo tácito de lo que el interlocutor representa en la esclerosada jerarquía que a todos abarca y
de cuáles son sus perspectivas. […]. La cancelación de las convenciones como un ornamento
anticuado, inútil y exterior no hace sino confirmar la exterioridad máxima: la de una vida
dominación directa. (p. 42)
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3. La quiebra de la expectativa política de la conversación.
El diálogo o la conversación privada constituía en la fase liberal del capitalismo
el medio o, mejor dicho, la fuerza o el elemento en el cual al burgués consumidor de
cultura “le era dado apropiarse de modo completo” (Habermas, 1994) de la sustancia
racional de las mercancías culturales que consumía, de aquello que convertía a éstas en
cuerpos con propiedades específicas, en sujetos en sí mismos. El raciocinio “estaba
fundamentalmente excluido de las relaciones de intercambio, se mantenía como centro
de aquella esfera en la que el propietario privado coincidía en calidad de ‘hombre’, y
sólo en calidad de tal, con los demás” (Habermas, 1994). En la conversación privada y
semiprivada, la sustancia específica de la mercancía cultural, su valor de uso, era
alquímicamente obtenida, rescatada, de tal forma que aquélla se veía al fin libre de su
maldición en cuanto valor de cambio. La conversación constituía así una suerte de
aletheia a la vez que de paideia, así como un enlace entre lo privado y lo público, pues
se trataba de un aprendizaje en el cual el individuo universal, ya no el propietario,
descubría en su interlocutor a alguien dotado de dignidad y autonomía, análogo a una
obra de arte sujeta a criterios de racionalidad universalmente asumibles. La filosofía
idealista de un Scheliermacher o un Humboldt representaba así la conversación como
una actividad que en sí misma era autosubsistente y no estaba condicionada por
materialidad alguna, pero que sin embargo contenía a su vez una promesa de
transformación material través de la implantación de unas relaciones sociales libres de
poder: “el núcleo del idealismo especulativo, la doctrina del carácter objetivo del
espíritu que va más allá de la persona individual meramente psicológica, fue a la vez el
principio de la educación en tanto que principio de un ser espiritual que no puede
ponerse directamente al servicio de otro, que no puede ser medido directamente a la luz
de los fines de éste” (Adorno, 2004). La invasión de la vida íntima por parte de la
economía, la pérdida de sentido político del trato o “tacto” institucional y la igualación
de las clases bajas en el consumo y la discusión trivial, hace que la relación entre lo
público y lo privado sufra un desequilibrio irreversible durante la fase avanzada del
capitalismo. Adorno (2010) niega entonces, contra la expectativa inicial del idealismo,
que la conversación privada pudiera ya ofrecer en un contexto semejante cualquier
posibilidad de emancipación política (al menos según las condiciones inicialmente
planteadas por la filosofía idealista):
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La transformación virtual del mundo en mercancías, la determinación por parte de la
maquinaria social de lo que se piensa y se hace, convierte al lenguaje en algo ilusorio, que decae
bajo la maldición de lo que siempre es igual, hasta convertirse en una serie de juicios analíticos.
[…] La conversación ya sólo trata de lo que figura en el catálogo de la omnipresente industria:
informaciones superfluas sobre la oferta, la cáscara vacía del diálogo, cuya idea era encontrar lo
que uno no sabía ya. Privado de esta idea, el diálogo estaría maduro para desaparecer. Los seres
humanos completamente colectivizados y que se comunican sin cesar tendrían que prescindir al
mismo tiempo de toda comunicación y admitir que son las mónadas mudas que han sido en
secreto desde que empezó la era burguesa. Se hunden en una infancia arcaica. (p. 90)
La conversación en cuanto actividad capaz de subsistir por sí misma y de
ofrecer por sí misma una promesa políticamente emancipatoria se revela entonces como
una proyección propia de la psicología burguesía, en cuanto que ésta es incapaz de
situar socialmente su propio punto de vista (Lukács, 1978). La burguesía contemplaba
efectivamente como autosubsistente “cosa en sí” aquello que obtenía su sentido material
de la relación comunicativa conforme a la cual las instituciones burguesas
contrarrestaban los efectos de las relaciones de intercambio. La esperanza política
depositada en la conversación se trunca en el momento en que, tal y como Adorno
diagnostica (2006), la relación comunicativa pierde su soporte institucional y
económico (la propiedad familiar) y se subordina a los mecanismos organizativos del
consumo de masas, con sus consiguientes efectos en la devaluación del debate público:
Mientras las escuelas instruyen a los hombres en el hablar igual que lo hacen en los
primeros auxilios a las víctimas de los accidentes de tráfico y en la construcción de planeadores,
los instruidos se vuelven cada vez más mudos. Pueden dar conferencias, y cada frase los
cualifica para el micrófono ante el que se les pone como representantes del término medio, pero
la capacidad de hablar entre ellos se estanca. Ésta suponía la capacidad de hablar entre ellos
para comunicarse, la libertad en la expresión y la independencia sin excluir la relación. Pero
dentro del sistema omniabarcador, la conversación se convierte en ventriloquía. Cada cual es su
propio Charlie McCarthy, de ahí su popularidad. Todas las expresiones se asemejan a las
fórmulas que antaño se reservaban para el saludo y la despedida. Así, una joven perfectamente
educada conforme a los más recientes desiderata debe en cada momento decir lo adecuado a la
‘situación’ correspondiente, para lo cual existen situaciones idóneas. Pero semejante
determinismo del lenguaje a través de la adaptación significa el final de éste: la relación entre la
cosa y la expresión queda rota. (p. 143)
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La conversación, en cuanto transmisión de saber, deja de ser aletheia tanto como
paidea, así como garantía de oikos o comunidad. Aquélla deja de presentarse así según
el punto de vista de Adorno (2004), como un sujeto activo y portador en sí mismo de
racionalidad y capacidad formativa, en función de la imagen que de ella proyectara el
idealismo:
La irrevocable caída de la metafísica del espíritu sepultó consigo la educación. Esto no
es una constatación de la historia del espíritu aislada, sino que se trata también de una
constatación social. El espíritu se ve afectado por el hecho de que él y su objetivación como
educación no se esperan ya en modo alguno para que alguien se presente socialmente. El muy
apreciado desiderátum de una educación que puede verse garantizada y, siempre que sea
posible, testada mediante exámenes, es sólo ya la sombra de aquella esperanza. La educación
controlable que se ha convertido a sí misma en norma, en cualificación, no es ya, en cuanto tal,
más que una cultura general degenerada en parloteo de agente de ventas. (p. 99)
La conversación, por tanto, el lenguaje, se revela en el nuevo contexto de
relaciones socioeconómicas no tanto como un sujeto trascendental sino como un objeto
provisto de materialidad, “susceptible de [su] organización” (Habermas, 1994)
heterónoma bajo herramientas de reglamentación y control tanto individual como social,
tales como el examen, el test, la encuesta o incluso la consigna. La más nimia y
cotidiana actividad, expresión o alocución son por tanto susceptibles de ser sometidas,
según Adorno (2006), a un régimen de observación, así como a ser integradas en el
mercado en cuanto potencial demanda de consumo:
A las voces de los hablantes les sucede lo mismo que, según considera la psicología, a
las de la conciencia, de cuya resonancia vive todo discurso: hasta en su más imperceptible
cadencia son reemplazadas por un mecanismo socialmente dispuesto. En cuanto deja éste de
funcionar y se producen pausas que no estaban previstas en los códigos no escritos, cunde el
pánico. Y para remediarlo, todo el mundo se ha dedicado a juegos complicados y otras
ocupaciones del tiempo libre cuyo fin es dispensarse de la carga de conciencia que el lenguaje
provoca. (p. 143)
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4. La configuración ideológica de la realidad.
El sometimiento de la conversación al “mecanismo” propio del mercado no sólo
supone el control económico de las masas sino también y sobre todo su control
psicológico o, dicho más exactamente, ideológico. El concepto de ideología que se
muestra en la obra de Adorno es a nuestro juicio interpretable en los términos que serán
fijados décadas después por Althusser: “la ideología concierne, en efecto, a la relación
vivida de los hombre con su mundo. […] En la ideología, los hombres expresan, en
efecto, no la relación con sus condiciones de existencia, sino la manera en que viven su
relación con sus condiciones de existencia: lo que supone a su vez que es una relación
real y una relación “vivida”, “imaginaria” (Althusser, 1967). La capacidad de dominio
efectivo de que dispone el mercado del ocio radica a este respecto en su efectividad para
disolver la fuerza política de las masas mediante la creación de “objetos culturalespercibidos-aceptados-soportados que actúan funcionalmente sobre los hombres
mediante un proceso que se les escapa” (Althusser, 1967). Dicho sistema o estructura de
objetos perceptibles-aceptables-soportables determina una manera de relacionarse de los
sujetos con su mundo de acuerdo a los intereses de la clase dominante, esto es, de
acuerdo a fijar una relación con la realidad que se perpetuase de tal modo que no
admitiese posibilidad alguna de modificación en relación a un “afuera” de la misma.
Adorno (2004) dice a este respecto lo siguiente:
Cuanto más ajenos resultan para los hombres los bienes culturales fabricados, tanto más
se les persuade de que éstos tienen que ver con ellos mismos y con su propio mundo. […] Si se
pretendiera comprimir en una frase eso a lo que va a parar en realidad la ideología de la cultura
de masas, habría que presentarla como parodia de la sentencia: ‘conviértete en eso que eres’;
como duplicación peraltada y justificada de la situación existente de todas formas, incluyendo
toda trascendencia y toda crítica. (p. 445)
En cuanto que la relación con el objeto estético se ve integrada en una
problemática ideológica que excluye toda relación no sujeta al valor de cambio, la
esfera íntima deja de constituir por sí misma una esfera políticamente emancipada.
Antes al contrario, ésta pasa a ser precisamente la esfera en que semejante perpetuación
discursiva o ideológica se traslada con inédita eficacia. Ello sucede en la medida en que,
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“aun en las constelaciones más íntimas” (Adorno, 2006), el propio individuo se
subordina ideológicamente a la relación o función que le es asignada por los nuevos
dispositivos de manipulación y control social anteriormente aludidos (examen, test,
encuesta) y desplegados a través de estrategias de creación de demanda. Adorno (2006)
dice así lo siguiente:
Constantemente puede observarse que lo dicho en una ocasión, por absurdo, casual, o
desacertado que sea, sólo porque fue dicho tiraniza al que lo dijo de tal manera que, cual una
posesión suya, le es imposible desprenderse de ello. Palabras, números, términos, una vez
inventados y emitidos, se hacen independientes trayendo la desgracia a todo el que esté cerca.
[…]. La conversión de las consignas políticas, grandes o nimias, en algo mágico se reproduce
en lo privado en relación con los objetos aparentemente más neutrales: la rigidez cadavérica
llega a afectar a la célula de la intimidad, que se creía a salvo de ella. (p. 143)
El individuo mismo, en consecuencia, pasa a constituirse como resultado
objetivo, en tanto que objetualizado o cosificado, del sistema de objetos perceptiblesaceptables-soportables en que ha quedado articulada ideológicamente la sociedad de
consumo: “la industria cultural ha realizado malignamente al hombre como ser
genérico. Cada uno es sólo aquello en virtud de lo cual puede sustituir a cualquier otro:
fungible, un ejemplar. Él mismo, en cuanto individuo, es lo absolutamente sustituible, la
pura nada, y eso justamente es lo que empieza a experimentar tan pronto como, con el
tiempo, llega a perder la semejanza” (Horkheimer y Adorno, 2005). Dicha cosificación
a la cual es sometido el individuo en cuanto ejemplar infinitamente replicable o
reproducible ocurre en tres momentos o niveles: el primero, objetivo, referido a la
producción estandarizada de bienes culturales estereotipados y a su representación
simbólica como objetos sometidos exclusivamente a su valor de cambio; el segundo,
subjetivo, referido a la relación imaginaria, de proyección a la vez que de identificación,
que el sujeto mantiene con dichos bienes simbolizados en el valor; el tercero,
intersubjetivo, mediante la estandarización del habla misma, una vez que los sujetos,
convertidos en objetos en serie para sí mismos, entran en contacto unos con otros por
medio en una relación que, simultáneamente, “modifica y refuerza las relaciones de los
hombres con sus condiciones de existencia, en esa misma relación imaginaria”1. Esta
triple estructuración de la cosificación es reflejada en el siguiente pasaje de Dialéctica
de la Ilustración: “el dominio no se paga sólo con la relación de los hombres respecto
1
Ibid.
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de los objetos dominados: con la reificación del espíritu fueron rechazadas las mismas
relaciones entre los hombres, incluso las relaciones de cada individuo consigo mismo.
Éste se convierte en un nudo de reacciones y comportamientos convencionales, que
objetivamente se esperan de él” (Horkheimer y Adorno, 2005).
El primer momento o nivel tiene así una directa influencia en lo que respecta a la
devaluación de la conversación antes apuntada. El idealismo había asumido como
expectativa que la sustancia específica, espiritual a la vez que sensorial, del objeto
estético y distinta a su valor como mercancía, podía ser rescatada o revivida a través de
la conversación privada. La subordinación de la vida íntima a la actividad colectiva del
consumo determina en cambio, contra aquella expectativa, que la única “manera”
posible de relacionarse tanto real como imaginariamente con el objeto estético en el
capitalismo avanzado es exclusivamente a través de la relación simbólica de valor,
excluyendo otros tipos posibles de relación:
Marx determina el carácter fetichista de la mercancía como la veneración de lo hecho
por sí mismo, lo cual se enajena como valor de cambio entre productores y consumidores […].
Éste es el verdadero secreto del éxito. Es la mera reflexión de aquello que se paga por el
producto del mercado: a decir verdad, el consumidor adora el dinero que él mismo ha gastado
por la entrada al concierto de Toscanini. Literalmente, ha ‘tenido’ el éxito que imparcialmente
acepta como criterio objetivo y sin identificarse con él. Pero no lo ha ‘tenido’ porque el
concierto le haya gustado, sino porque compró la entrada. Y, sin embargo, en el ámbito de los
bienes culturales se impone el valor de cambio de manera particular, pues este ámbito aparece
en el mundo de las mercancías precisamente como si estuviera excluido del poder de
intercambio, como algo inmediato a los bienes, y a esta apariencia es, nuevamente, a lo único
que deben los bienes culturales su valor de cambio. […] Tan espesa es la apariencia de
inmediatez como inexorable resulta la coacción del valor de cambio. (p. 26)
En la medida en que la producción de bienes culturales es sometida a la lógica
de la estandarización y la producción en serie, la conversación no vislumbra ya en
aquellos bienes rasgo diferencial alguno del cual apropiarse: “la técnica de la industria
cultural ha llevado sólo a la estandarización y producción en serie y ha sacrificado
aquello por lo cual la lógica de la obra se diferenciaba de la lógica del sistema social”
(Horkheimer y Adorno, 2005). La reproducción estandarizada arrebata a la obra de arte
de su fuerza semántica o plusvalía a fin de perpetuar el sistema de objetos en que
aquélla se inscribe simbólicamente en cuanto bien de consumo sometido a valor
13
monetario: “la medida unitaria del valor consiste en la dosis de ‘producción conspicua’,
de inversión exhibida. Las diferencias de valor presupuestadas por la industria cultural
no tienen nada nada que ver con diferencias objetivas, con el significado de los
productos” (Horkheimer y Adorno, 2005). De acuerdo a dicha tesis, los efectos en el
lenguaje de la lógica reproductiva del sistema-consumo son explicables en los
siguientes términos: “si la reificación [cosificación] designa sobreimposición, en el
conjunto de las relaciones sociales, de una objetividad que, por ‘ilusoria’ que sea,
consigue no obstante imponerse como el orden mismo de la realidad, ello significa que
no sólo ha endeudado el valor de uso: también ha fagocitado el valor simbólico”
(Moutot, 2004).
En cuanto que en el sistema-consumo los sujetos son también producciones o
reproducciones cosificadas derivadas de dicho sistema, aquello que determina
corporalmente al individuo como ser activo, “el temperamento y la capacidad de
expresión” (Adorno, 2006) (el habla misma, en suma), es también sometido a un
proceso análogo de extracción de plusvalía: “sólo en tanto que el proceso que se
implanta con la conversión de la fuerza de trabajo en mercancía se impone a todos los
hombres sin excepción y objetiviza y hace a la vez conmensurables a priori cada uno de
sus movimientos como un juego de relaciones de intercambio, es posible que la vida se
reproduzca bajo las relaciones de producción dominantes” (Adorno, 2006). Hay sin
embargo un rasgo que distingue al sujeto del objeto, y es que aquél es
fundamentalmente un ser deseante, libidinal. La eficacia con la cual el valor simbólico
de la obra de arte es fagocitado por el mercado se debe justamente a la previa distorsión
que de la libido subjetiva, en cuanto aparato estructurante del habla, lleva a cabo ese
mismo mercado por medio de estrategias de manipulación. Semejante distorsión o
manipulación de la libido ocurre, en suma, en cuanto el sistema-consumo crea las
condiciones precisas para la realización efectiva de “un tipo de experiencia que no es
acumulativa, sino regresiva” (Habermas, 1994). El tipo de experiencia a la que, en un
contexto de saturación y perpetuación ideológica se alude como “regresiva”, es aquella
capaz de producir “imaginario”, según lo que el término “imaginario” significará
después para Lacan. Eagleton (2005) ilustra la definición lacaniana de “imaginario” del
siguiente modo:
‘Imaginario’ significa aquí no irreal sino ‘relativo a una imagen’: esto alude al ensayo
de Jaques Lacan ‘La etapa del espejo como formativa de la función del yo’, en la que éste
14
afirma que el niño pequeño, al enfrentarse con su propia imagen en un espejo, tiene un momento
de jubiloso reconocimiento erróneo de su propio estado real, físicamente descoordinado,
imaginando que su cuerpo está más unificado de lo que realmente está. En esta situación
imaginaria no se ha establecido una distinción real entre sujeto y objeto. El niño se identifica
con su propia imagen, sintiéndose a la vez dentro de ella y frente al espejo, de modo que sujeto
y objeto se deslizan incesantemente entre sí en un circuito cerrado. De forma similar, en el
ámbito ideológico el sujeto humano va más allá de su verdadero estado de difusión o
descentramiento y encuentra una imagen consoladoramente coherente de sí mismo y reflejada
en el ‘espejo’ de un discurso ideológico dominante. Dotados de este yo imaginario, que para
Lacan supone una ‘alienación’ del sujeto, es capaz entonces de obrar de manera socialmente
adecuada. (p. 188)
El sistema de objetos perceptibles-manipulables-soportables en que se constituye
la sociedad de consumo tiene así la capacidad de crear y ofrecerle al sujeto el relato, la
“imagen consoladoramente coherente de sí mismo” en la cual el sujeto humano, a modo
de un niño que se ve por primera vez en el espejo, cree estar inmediatamente y de una
vez por todas incluido. En la nueva fase capitalista el mercado consigue así hacer que
los sujetos vivan de forma inconsciente, intuitiva e inmediata el conjunto de la realidad
de acuerdo al relato establecido conforme a los intereses de la clase dominante. Esto
ocurre de tal forma que los sujetos no son capaces de pensar en un “afuera” de dicho
relato, de verse extrañados respecto a él. Horkheimer y Adorno (2005) dicen a este
respecto lo siguiente:
Distinciones enfáticas, como aquellas entre películas de tipo a y b o entre historias de
semanarios de diferentes precios, más que proceder de la cosa misma, sirven para clasificar,
organizar y manipular a los consumidores. Para todos hay algo previsto, a fin de que ninguno
pueda escapar; las diferencias son acuñadas y propagadas artificialmente. […] Cada uno debe
comportarse, por así decirlo, espontáneamente de acuerdo con su nivel, que le ha sido asignado
previamente sobre la base de índices estadísticos, y echar mano de la categoría de productos de
masa que han sido fabricados para su tipo. (p. 168)
Semejante vivencia de la realidad trae consigo, tal y como antes se aludió, la
implantación en la esfera pública del debate de lo trivial en la conversación privada y la
reducción de lo político a la gestión especializada, impidiendo así que la estructura de la
realidad misma fuese colectivamente interpretada. El mercado lleva así a cabo un
peculiar ejercicio de dominio o asimilación ideológica de las masas que podríamos así
denominar de “sobredeterminación de lo real por lo imaginario y de lo imaginario por lo
15
real” (Althusser, 1967). Dicha sobredeterminación se traduce en una “sobreproducción
de sentido” (Moutot, 2004), esto es, en la elaboración de un relato recurrente y cerrado
de la realidad que se perpetua de modo autoconclusivo conforme a la reiteración
consensuada en la conversación de unos mismos esquemas uniformes. Adorno (2006),
dice así lo siguiente:
La industria cultural está modelada por la regresión mimética, por la manipulación de
impulsos reprimidos de imitación. A tal fin se sirve del método consistente en anticipar la
imitación que de ella hacen los espectadores creando la impresión de que el acuerdo que desea
lograr es algo ya existente. Por eso es tanto más efectivo cuando en un sistema estable puede
llegar a contar con dicho acuerdo y reiterarlo de modo ritual antes que producirlo. Su producto
no constituye en absoluto un estímulo, sino un modelo para las formas de reaccionar a un
estímulo inexistente (p. 208).
Semejante producción e imposición del consenso contra los sujetos incluidos (y
excluidos por) él, hace patente que “ocupación del lenguaje por el poder” no es,
efectivamente, “sólo algo externo”; antes al contrario, dicho dominio “se inscribe”,
según la concepción de Adorno, “en el seno de nuestro habla cotidiana” (Eagleton,
2005) hasta el punto en que las palabras, por sí mismas, ya no pueden hacer referencia a
nada que no fuera intercambiable, que no estuviera prefigurado en cuanto valor de
cambio. En la medida en que “el estrato” diferenciado del mercado que, durante la fase
liberal del capitalismo, “hacía de las palabras palabras de los hombres” (Horkheimer y
Adorno, 2005), “ha sido enteramente allanado” en la fase avanzada, las palabras no
pueden ya significar por sí mismas. El habla cotidiana no puede ya anticipar, en
definitiva, un tipo de relación con el objeto situada en un “afuera” de la relación de
intercambio; esto es, que proporcionara el marco comunicativo a partir del cual se
desplegaran las propiedades específicas del objeto en un grado tal que la relación de
intercambio misma entre sujetos se viese transformada o incluso abolida. Sólo cierto
tipo de escritura sometida a unas precisas y estrictas condiciones estéticas puede a este
respecto proporcionar en el nuevo contexto socioeconómico ese marco que, a la vez que
encontrara su fundamento y su sustancia en el lenguaje, remitiera a ese “afuera” que
antaño fuera reservado a la conversación privada: “si el lenguaje culto codifica la
alienación de las clases, ésta no puede eliminarse con la regresión al lenguaje hablado,
sino sólo como consecuencia de la más rigurosa objetividad del lenguaje. Sólo el hablar
que conserva en sí al lenguaje escrito libera al habla humana de la mentira de que ésta
16
ya es humana” (Adorno, 2006). No es nuestro propósito en el presente escrito abordar
las condiciones que vinculan la teoría estética de Adorno con la posibilidad de la
implantación de una relación comunicativa libre de coacciones (Gómez, 1998). Lo
relevante que queremos mostrar en este punto es que Adorno no espera que semejante
relación comunicativa pueda ocurrir a través del contacto social empírico, pues éste ha
quedado por completo mediado por el consumo en cuanto actividad colectiva. En el
capitalismo avanzado, el contacto social se erige precisamente como el medio eficaz a
través del cual el individuo acepta como propia, trasladándola a la esfera íntima, la
imagen que de la realidad elaboran los mass media. Dicho traslado se traduce en la
estandarización del habla cotidiana y, como antes se aludió, en la exaltación de la
transparencia como obligación asumida en toda conversación (reducida ahora
intercambio de signos sin contenido). En medio de este panorama, el lenguaje no
recuperará su sustancia colectiva, política, sino a través del aislamiento al que,
paradójicamente, el individuo habrá de someterse, pues “como desde hace tiempo
reclama ya no la buena educación, pero sí la vergüenza, en el infierno debe dejársele al
otro el aire necesario para respirar” (Adorno, 2006). Uno de los extractos de la obra de
Adorno en que dicha obligación es expresada con mayor precisión es a nuestro juicio el
siguiente (2006):
El abandono, el nadar con la corriente familiar del discurso, es un signo de vinculación
y contacto: se sabe lo que se quiere porque se sabe lo que el otro quiere. Centrar la expresión en
la cosa en lugar de la comunicación es sospechoso: lo específico, lo que no está acogido al
esquematismo, parece una desconsideración, una señal de hosquedad, casi de desequilibrio. La
lógica de nuestro tiempo, tan envanecida de su claridad, ingenuamente ha dado recibimiento a
tal perversión dentro de la categoría del lenguaje cotidiano. La expresión vaga permite al que la
oye hacerse una idea aproximada de qué es lo que le agrada y lo que en definitiva opina. La
rigurosa contrae una obligación con la univocidad de la concepción, con el esfuerzo del
concepto, cualidades a las que los hombres conscientemente se desacostumbran, y exige la
suspensión de los juicios corrientes respecto a todo contenido, y, con ello, un aislamiento al que
los hombres enérgicamente se resisten. (p. 106)
La vida íntima, en cuanto principal objeto de control económico e ideológico,
será simultáneamente el sujeto a rescatar para la creación de un marco político y
comunicativo liberado de coacciones, pues la esfera pública articulada conforme el
contacto social empírico se revela, en semejante contexto, políticamente insalvable, en
cuanto que aquélla ha sido colonizada por el consumo y el debate de lo trivial. El peso
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otorgado sobre lo privado frente público despolitizado en lo referido a la articulación de
un marco comunicativo liberado de coacciones será justamente el aspecto que diferencie
la idea de comunicación presente en Adorno de la que propone Habermas, como a
continuación explicaremos.
5. La dimensión ideológica del consenso: valoración de la propuesta de
Habermas.
Tanto Adorno como Habermas están de acuerdo en que la articulación de un
mercado de ocio en las sociedades avanzadas ha implicado la crisis de legitimación de
la pequeña propiedad burguesa así como la quiebra de la proyección política de la
conversación privada y semiprivada desarrollada dentro del marco familiar y del salón.
También están de acuerdo ambos autores en que dicha crisis ha implicado en el nuevo
contexto de relaciones económicas la subordinación del debate público a los términos
ideológicos impuestos por ese mercado, así como la estandarización del habla. En lo
que difieren ambos autores, sin embargo, es en lo siguiente: mientras que Adorno había
dejado de atribuir al debate público expectativa política alguna, Habermas , por el
contrario, mantiene para ese debate la posibilidad de una expectativa política semejante,
aun reconociendo la “distorsión” a la que el mismo es sometido por medio del
desarrollo de un habla estereotipada. Esto es posible, cree Habermas, porque, “la
estructura de una ‘racionalidad comunicativa’ subyacente tiene que derivar”
necesariamente “de nuestras prácticas lingüísticas” (Eagleton, 2005) aun cuando éstas
estuviesen ideológicamente determinadas hasta en su más mínima expresión. Dicha
estructura de racionalidad a la que apela Habermas remitiría, en suma, a “una ‘situación
ideal de comunicación’ que se vislumbre tenuemente en medio de nuestros actuales
discursos vividos, y que pueda proporcionar una norma o modelo regulador para su
evaluación crítica” (Eagleton, 2005). Toda expresión o “acto de habla” haría referencia
permanente a dicha situación comunicativa ideal sostenida en el consenso, aun cuando
aquél acto de habla fuera emitido con la intención consciente de ejercer el dominio
efectivo sobre el interlocutor: “nuestros actos de habla más despóticos revelan, a su
pesar, los débiles perfiles de una racionalidad comunicativa: al efectuar una expresión,
un hablante afirma implícitamente que lo que dice es inteligible, verdadero, sincero y
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adecuado a la situación discursiva” (Eagleton, 2005). Semejante tesis se vuelve así
plausible en la situación contrafáctica de que “incluso cuando te maldigo espero ser
entendido porque, en caso contrario, ¿por qué me iba a molestar en hablar?” (Eagleton,
2005).
La idea de lenguaje sobre la que se asienta una noción de habla semejante no
hace referencia exclusivamente a una propiedad constitutiva de los objetos, tal y como
Adorno la entendía. Efectivamente, el habla era para Adorno susceptible de ser
sometida a control en la medida en que el sujeto, en cuanto hablante, constituía el
resultado objetualizado del sistema de representaciones perceptibles-aceptablessoportables en que hubiera quedado constituida ideológicamente la sociedad de
consumo. En la opinión contraria de Habermas, el habla es portadora de suyo de una
dimensión trascendental previa a la objetivación a la cual aquélla es sometida por el
mercado que hace posible que los sujetos se entiendan y solidaricen públicamente como
hablantes que son. Un entendimiento semejante es para Habermas posible aun estando
los sujetos, en cuanto consumidores, inmersos en medio de una situación conflictiva, si
bien no conscientemente asumida, de antagonismo de clase. Desde este punto de vista,
el consenso lingüístico se presenta a este respecto como la expresión genuina por la cual
la eliminación misma de las clases se vuelve efectiva en cuanto que los sujetos en él
implicados comparecen como ciudadanos sujetos a unas mismas normas, y no como
partícipes de una relación de clase entre capitalistas y asalariados. No es nuestro objeto
valorar aquí el contraargumento al que esta tesis se presta; esto es, si el consenso
público no constituye en el fondo otra forma más de ideología que hace que los
miembros que en él participan no asuman su propia posición de clase. Sí que es nuestra
intención, por el contrario, poner de manifiesto lo siguiente respecto a aquélla tesis: que
ella carece de las herramientas teóricas precisas para determinar la existencia de
aquellos fenómenos de exclusión constitutivos del consenso en cuanto tal, esto es, del
consenso en cuanto realidad que se articula en contradicción con un “afuera” del mismo.
Justamente aquellos fenómenos de exclusión que para Habermas no merecen ser objeto
de una consideración teórica específica serán para Adorno objeto de especial dedicación
a lo largo de su obra, ya a través del análisis del antisemitismo, ya a través de la relación
entre fascismo y sociedades de consumo. Sin mayor ánimo de abundar en este punto,
baste recordar parte del extracto de Minima moralia en páginas anteriores expuesto: “el
que en una conversación habla de cosas fuera del alcance de uno solo, comete una falta
19
de tacto. La conversación se limita, por motivos de humanidad, a lo más próximo, chato
y banal cuando está presente un solo ‘inhumano’[…]. El diferenciado que no quiere
pasar inadvertido mantiene una actitud de estricta consideración hacia todos los
desconsiderados” (Adorno, 2006). Efectivamente, aquel fenómeno que Habermas
denominaría después consenso o entendimiento lingüístico se presenta en Adorno como
una práctica de suyo excluyente de aquellos comportamientos (ergo, de aquellos
individuos que los manifiestan) no desplegados conforme al microcosmos de normas
tácitas a las cuales el habla, aun en sus más espontáneas respuestas, se circunscribe.
Semejante circunscripción o moldeamiento del habla equivale para Adorno, como ya
apuntamos, tanto a desterrar del debate público todo aquello que no entre dentro de “lo
más próximo, chato y banal” como a concentrar la discusión experta en especialistas
que organicen verticalmente la gestión de lo público. En definitiva, si bien la teoría
social de Adorno se muestra miope en cuanto a no atribuir de racionalidad,
horizontalidad y autonomía política u organizativa a los procesos de discusión
consensuada desarrollados en el contexto del capitalismo avanzado, la propuesta de
Habermas muestra por su parte sus propios déficits en cuanto a no tener en cuenta la
proyección excluyente de esos mismos procesos.
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