XI CONGRESO ESPAÑOL DE SOCIOLOGÍA CRISIS Y CAMBIO, PROPUESTAS DESDE LA SOCIOLOGÍA (GRUPO. 16. SOCIOLOGÍA DEL A RELIGIÓN) ENTRE LA TEORÍA Y LA VIDA: UNA APROXIMACIÓN A LOS TIPOS DE INDIVIDUALISMO EN LA CULTURA OCCIDENTAL Teresa T. Rodríguez Molina (Universidad de Granada) Obscurum per obscurius Ignotum per ignotius Divisa alquímica 1. Introducción En el ámbito de las ciencias sociales, por regla general, el individualismo occidental se establece como uno de los rasgos esenciales impulsados por la modernidad y como uno de los componentes indispensables del proceso de modernización. Japón, sin embargo, por la vía de la perpetuación de la importancia de las instituciones tradicionales, ha mostrado que el individualismo no es una condición necesaria para la modernidad (Pérez–Agote, 2010: 299). 1 Partiendo de esa sugerente contrariedad, que pondría de manifiesto uno de los temas capitales del momento, la relevancia social de la individuación y la separación que existe en el tema del individuo y en la concepción del individualismo (Gonzales García, 1992: 29), aquí se propone una aproximación reflexiva y socio–histórica, entendiendo que se trata de dos parámetros inagotables y neurálgicos de nuestra cultura, cuya validez, fijada sobre los horizontes mudables del tiempo, obligaría a tantear y a restablecer todos sus enclaves, sometiéndolos a permanentes interpelaciones que permitan la interpretación y explicación de la nueva situación del caso. En primer lugar, ¿qué significa el término “individualismo” y a qué deberíamos atenernos con la conjunción “individualismo occidental”? En sentido general, esa categorización admite un concepto distintivo, cuya historicidad se remonta a los orígenes mismos de nuestra cultura, prolongándose su representación significativa hasta la contemporaneidad. Cabe preguntarse, no obstante, si se trata de algo realmente particular y si contendría un único “individualismo” o, por el contrario, ¿podría tratarse de un concepto polisémico, cuyas semánticas (tanto las que atañen al tema como a la concepción) estarían construidas y moldeadas por el tiempo? Esta será la apuesta que se mantendrá en el texto, esbozando en qué medida unas fuerzas socio–históricas concretas le confieren su singularidad y cuáles serían los aspectos fundamentales que conforman la idea de ese yo en la cultura occidental, un yo que personifica una propiedad entitativa que sólo emerge cuando se abandona la denominada matriz mitológica. A partir de esa ruptura, aprovechando la fertilidad del entramado construido por la interrelación entre pensamiento social, historia, literatura y filosofía, se esbozarán someramente los aspectos esenciales en los que se inscribiría la caracterización “individualismo occidental”, cuya singularidad se forja con la emergencia de un yo concebido como entidad solitaria, fruto de la fusión que hará el Cristianismo, a partir del descubrimiento del Dios único del hebreo y del concepto de racionalidad que irrumpirá en el mundo griego Dentro del recorrido obligado por esa entidad solitaria, se indican varios “individualismos” o formas de individualidad: los del periodo helenístico, la concepción del nuevo hombre preconizado por el cristianismo o la del yo escindido, compuesto por tres hechuras marcadamente modernas, la del yo autentico o el individualismo románico, descrito por Simmel, la del tipo germánico, también del mismo autor, que 2 son las individuaciones que sustentarán la idea del héroe romántico y la del especialista (ambos, en principio, disímiles, pero encarnados en la obra de Goethe por un único personaje, Fausto). Finalmente, punteando la tardomodernidad, se personifica el yo flotante, un nuevo tipo de individualismo occidental, caracterizado por el protagonista de El hombre sin atributos de Musil. 2. Del abandono de la matriz mitológica a la idea de entidad solitaria del yo occidental Como mantiene Berger (1993: 110), aunque se establezca por hipótesis que los seres humanos siempre han poseído un yo, incluso desde el momento en el que el homo sapiens emergió en determinado nivel de la evolución, aún reconociendo la existencia de ese yo constante desde el punto de vista antropológico, es evidente que a lo largo de la historia la idea que se ha forjado, experimentado, y ha sido objeto de reflexión de modos muy diferentes. Sobre la conformación y representación primigenia de esa noción, de esa peculiar conciencia de Ser en singular, en cualquier parte del mundo, si uno retrocede lo suficiente en el tiempo, se llega a una modalidad de experiencia y de pensamiento denominada matriz mitológica (Berger, 1993: 110). Según expone Mircea Eliade (2003), en ese mundo denominado mitológico las fronteras entre el yo y el no yo tienen un carácter fluido, en cuanto que el yo individual se integra en una continuidad de ser que se extiende desde la comunidad humana, pasando por lo que se denomina como naturaleza y comprendiendo también el reino de los dioses y el de otras entidades sagradas. En este sentido, mantiene Berger (1993: 110-111), el yo de ese mundo es indudablemente una entidad no solitaria. Esa cosmovisión mitológica, sin embargo, se quebrará en diferentes momentos y en distintas partes del mundo, como en India o como aconteció en China (Berger, 1993: 111), pudiéndose hablar, por tanto, del mismo acto fundacional, o de un similar corpus entitativo originario en la conformación de esa forma de conciencia, a partir de la idea de un yo desgajado de una continuidad cósmica, desde el que sería erróneo considerar la ruptura con el yo plenamente integrado en el todo como un fenómeno acentuadamente occidental. 3 Más allá de ese acto primigenio de ruptura y de la concepción de que la individualidad humana surge como consecuencia del colapso del orden mítico (Berger, 2006: 81), únicamente teniendo presentes los vuelcos que se producen en el ser a lo largo del tiempo en el contexto social y cultural occidental (Berger, 1993: 111), es cuando se puede concretar una insólita peculiaridad histórica y privativa de nuestro yo: la concepción de un individualismo reciamente entendido como entidad solitaria, cuya quiebra tendrá dos orígenes claros. El primero, en el antiguo Israel, donde la idea del yo emergió mediante el descubrimiento del universo simbólico de una religión fundada en la idea del Dios único de los semitas del desierto (Ferrater Mora, 1983). El segundo, en la antigua Grecia, donde se produjo una individuación diferente por medio de la razón1. La fusión de esas dos formas de experiencia y de pensamiento individualizador, realizada por el Cristianismo, terminará por producir la insólita singularidad de un yo, de un pronombre personal, históricamente distinto, ahora sí, para el que no resulta desacertado empelar el término genérico de “individualismo occidental”, a la hora de describir el producto de ese proceso histórico excepcional. Frente a las débiles y borrosas dimensiones de un yo inmerso en la matriz mitológica –que plantea la continua penetración de la experiencia cotidiana por fuerzas sagradas, definición que implica un concepto de lo cósmico y lo social vinculados en un continuum de realidad sin fisuras que lo contiene (Palacios Gómez, 1991: 186)–, como rasgos distintivos de esa concepción de entidad solitaria, destacarían la idea de un individuo responsable de sí mismo y la idea de un ser libre capaz de elegir su propio destino (Berger, 1993: 111). Por un lado, la religión del hebreo contiene la idea de un Dios que interpela y se dirige directamente a un individuo en solitario, a través de la que ese individuo debe responder de sí y de sus actos. Por consiguiente, se trata de un yo que se torna responsable desde el punto de vista ético2. Por otro, frente a la idea del hombre 1 Como explica Berger (2006: 83), la matriz mítica es, por supuesto, un mundo encantado, un mundo mágico. El propio Weber habla del jardín encantado y por eso definiría ese proceso de racionalización como el origen del desencantamiento del mundo (Entzauberung, literalmente des–magicalización, pérdida de los elementos mágicos), cuando es despojado por primera vez de la presencia generalizada de agentes sobrenaturales y se convierte, al menos potencialmente, en sujeto de manipulaciones racionales a cargo de agentes humanos. 2 David, Moisés, Abraham, Caín, Abel, etc. La biblia está llena de ejemplos de esta interpelación directa de Dios a ese individuo entendido en sí, solo, responsable de sus acciones y dotado de una libertad esencial sobre la que erige su capacidad para elegir (Berger, 1993: 130). 4 sometido a los rigores inapelables del destino y a las voluntades inconstantes de unos dioses arbitrarios y caprichosos que poblaban el mundo antiguo, la filosofía del griego formulará las palpitantes circunstancias de un yo único que mora bajo los vestigios de su comunidad, y al que también se le reconoce dispuesto, con capacidad, si fuera necesario, para levantarse contra ella3. Esas dos cosmovisiones no constituyen únicamente la base de una fecunda entelequia literaria del mundo occidental. Por el contrario, se trata de dos ideas que afectarán profundamente la forma en la que los occidentales comprendemos y explicamos lo que somos. Esas dos perspectivas, que conforman la esencia misma del denominado “individualismo occidental”, remiten a la afirmación radical de un ser, de una entidad, de un yo, de un tipo de conciencia en singular que encuentra y define su autenticidad por encima y más allá de todas las atribuciones colectivas o comunitarias – desde la filosofía, el yo solo frente a las circunstancias, y el yo solo frente a Dios, desde la religión Judeocristiana, como expone Berger (1993: 133)4. 3. El individualismo occidental desde el mundo griego hasta la edad moderna Por un lado, las circunstancias políticas, sociales y económicas de las pequeñas ciudades Estado fueron impulsando la independencia y el control como valores indispensables de la polis griega y de su autogobierno. Por otro, el descubrimiento de la razón no hará sino acentuar y radicalizar esa forma incipiente e indómita de individuación que los poetas y mitos de la Grecia presocrática referían en sus tragedias. Las explicaciones de los primeros filósofos y, con posterioridad, las formulaciones de Sócrates, Platón y Aristóteles, generarán una importante profundización y un cambio sustancial en la forma de explicar el ser, el mundo, el cosmos y la Naturaleza, fundando un modo genuinamente distinto de concebir la realidad, cuyas consecuencias son 3 La riqueza y la fuerza dramática que se impone sobre los Héroes y personajes de las grandes tragedias griegas (Prometeo, Sísifo, Heracles, Atlas, Hércules, Ulises, Ifigenia, Medea, Antígona, etc.), albergan el reconocimiento y la idea de un yo indómito y decidido que, sin posibilidades de triunfar, se enfrenta resueltamente a los rigores de un destino implacable y a los designios de los poderosos dioses del mundo antiguo. 4 Ese sentido de radical individuación no sólo encarnará la concepción del universo entero como algo humanamente significativo, sobre todo, remite a las experiencias vitales que han suscitado y posibilitado tal individuación y son las que han llevado a que el individualismo occidental, a diferencia de todas las demás cosmovisiones individualizadoras en la historia humana, se afirme a sí mismo en su más prodigioso descubrimiento: el de la dignidad de cada individuo (Berger, 1993: 131-132). 5 inseparables de la génesis y procesos que caracterizan a la idea del yo en la cultura occidental. Los nuevos fundamentos filosóficos del ser se dilatarán hasta el periodo helenístico –desde la muerte de Alejandro hasta la consolidación de Roma–, momento en el que se produce el declive de la polis griega, siendo sustituida progresivamente por enormes imperios multiculturales, diseminados territorialmente, con florecientes centros urbanos. En ese contexto fragmentado, bastante más convulso que el anterior, sobre todo en lo que se refiere al ámbito de las certidumbres existenciales, el pensamiento se tornó particularmente receptivo a las nociones de acción y control, dos dimensiones que dotarán de una fuerza evidente a las tres últimas actitudes vitales que preconizará la filosofía griega: el desprecio del cínico, la resistencia del estoico y la resignación del platónico (Ferrater Mora, 1983)5. Aunque se trata de filosofías en algunos aspectos contrarias, como explica Julián Marías (2000: 83 y ss.), tienen una raíz común. En primer lugar, son doctrinas ascéticas que exigen la estricta regulación del deseo. En segundo lugar, las tres encajan perfectamente en ese contexto de incertidumbre. Se puede hablar, por tanto, que las tres se construyen como un tipo de respuesta centrada exclusivamente en la individualidad como única fuente posible de seguridad, en el sentido que lo único que realmente dependía de uno era la propia reacción ante las circunstancias externas. Sobre los fragmentos de ese último vuelco en el ser occidental que produjo el contexto helenístico, el Cristianismo afianzará definitivamente la centralidad de la individualidad en la cultura occidental. Probablemente, lo que hizo del Cristianismo un caso muy eficaz en la época, en palabras de Ferrater Mora (1983: 101-102), fue su gran capacidad para conseguir un triple equilibrio en un tiempo de profundas inestabilidades como las que sacudían el final del mundo helenístico6. Inseparable de su teología, el Cristianismo será el encargado de institucionalizar la concepción de un hombre nuevo, un individuo entendido como una entidad solitaria, responsable y libre, capaz de trascender el mundo y de trascenderse a sí mismo a través de la salvación, ahora ya auspiciado por la tranquilizadora promesa de la vida eterna. 5 Como expone Julián Marías (2000: 95-96), será un momento crucial en la historia occidental, porque será la última vez que los grandes problemas metafísicos se planteen en términos griegos. 6 En primer lugar, el desequilibrio entre este mundo y el otro –cualquiera que fuera la idea que este otro tuviera–. En segundo término, el desequilibrio entre el hombre y el carácter político, social y económico del mundo. Finalmente, el desequilibrio entre la acción y el pensamiento. 6 4. Diferenciación, pluralismo y secularización. La emergencia del yo escindido moderno En el ámbito de las ciencias sociales, suele aceptarse prácticamente sin reservas que una de las transformaciones socioculturales más relevantes que han tenido lugar a raíz del advenimiento de la modernidad es la referida a la coexistencia de las distintas concepciones del mundo en un mismo cuerpo social (Palacios Gómez, 1991: 73). Este proceso de diversificación de cosmovisiones ha recibido el nombre de pluralismo. Según Berger y Luckmann (2002: 60), sin embargo, si se definiera el pluralismo como un estado en el que en una misma sociedad coexisten personas que viven sus vidas de diferentes maneras, no estaríamos ante un fenómeno específicamente moderno. Lo que convierte al pluralismo en una de las características sociológicamente más importantes de la modernidad se debe a que ese concepto se mezcla con la emergencia y el despliegue de sociedades altamente diferenciadas. El pluralismo tiene lugar en estas sociedades tanto a nivel de transformación socio–estructural como de variación substancial de la forma de conciencia individual (Palacios Gómez, 1991: 254)7. La pérdida del monopolio cognoscitivo social y del dominio de las formas de conciencia, que la esfera de la religión Cristiana mantuvo como cuerpo de conocimiento definidor del ser y del deber ser a lo largo de la Edad Media, se produjo como consecuencia no sólo del pluralismo, sino también de otro proceso de conocimiento previo: la secularización8. Ese proceso reseñado partiría de la Reforma Protestante y, entre sus consecuencias, se produciría una progresiva crisis de plausibilidad del propio modelo religioso medieval para explicar en sentido total de los individuos y del mundo en unas 7 Siguiendo a Beriain y Sánchez de la Yncera (2010: 8), el pluralismo moderno estaría estrechamente vinculado a la propia reflexividad del programa moderno, que no sólo se hizo patente en la apertura de la posibilidad de diversas interpretaciones del núcleo de las visiones trascendentes y de las concepciones ontológicas básicas, sino también por el propio cuestionamiento del carácter pre–dado de tales visiones y de los correspondientes patrones institucionales derivados de ellas. La modernidad despertó la conciencia de la posibilidad de múltiples visiones que, además, podían ser, de hecho, contestadas y falsadas. 8 Es importante señalar que secularización también es un término polisémico que conviene repensar y analizar detenidamente, como mantiene Pérez–Agote (2010: 309). Entre sus diversas significaciones, la secularización a la que estaría aludiéndose contiene dos usos: por un lado, aquella que se entiende como transposición (conocimiento, pautas de comportamiento y disposiciones institucionales que se consideraban basadas en el poder divino son transformados en fenómenos debidos a la creación y responsabilidad simplemente humana). Por otro, aquella que entiende la secularización como el proceso de cambio de una sociedad tradicional por el cual va transformándose en moderna. 7 sociedades cada vez más heterogéneas y con cuerpos de conocimiento alternativos. Esa fractura redundará en los sistemas de valores y las reservas de sentido que, siguiendo la denominación de Berger y Luckmann (2002: 61), dejarán de ser patrimonio común de todos los miembros de la sociedad. En ese sentido, ese proceso de modernización provocaría un salto cuantitativo tanto en la pluralización como en la individuación Berger y Luckmann, 2002: 80). Concretamente, ese salto en la individuación le conferirá un renovado e importante nivel de credibilidad a la idea renacentista del yo auténtico. Según Berger (1993: 126127), esa primera noción moderna del yo se basa en el proto–individualismo de la tradición bíblica en el que, como expresa Berger (1993: 116), Abraham, Pablo, Sócrates o el propio Ulises se considerarían ejemplos relacionados. Es un yo entendido como búsqueda y exaltación de un ideal de amarre frente al pluralismo moderno, que implica que el individuo crece en un mundo en el que no existen valores comunes que determinen el sentido y la acción en las distintas esferas de la vida y en el que tampoco existe una realidad única e idéntica para todos, pero en el que la existencia se convierte en un proyecto, más exactamente una serie de proyectos, conectados con una progresiva ampliación de las posibilidades de elección (Berger, 1993: 117) 9. En el tiempo que trascurre desde el Renacimiento hasta el siglo XVIII prevalecerá la concepción de ese yo autentico, en medio de un clímax de tensión interior, búsquedas y materializaciones donde, por un lado, el cartesianismo radicalizaría la noción del yo como entidad solitaria y donde la invención de la imprenta abriría las compuertas no sólo a la Reforma Protestante, también a la difusión de otros saberes, aunque no habría que olvidar que la Reforma se produce en un momento de la fase temprana de la modernidad en el que los sistemas globales de interpretación compartidos ya se encontraban debilitados10. Sobre ese trasfondo, la diferenciación moderna, no el 9 Lipovetsky (2000) describe de manera sugerente cómo, a finales del siglo XIV, se produce la emergencia del fenómeno moderno de la moda, inseparable del concepto de individuación y del reconocimiento, exaltación, búsqueda y expresión de ese yo autentico, que se prodigará de manera novedosa a partir del arte del retrato Renacentista o con el desarrollo del estilo epistolar, momento en el que irrumpe de manera deliberada el uso escrito del pronombre yo. 10 Zenón, el sombrío y excepcional personaje que crea Marguerite Yourcenar en Opus Nigrum muestra las convulsiones, peligros, amenazas, problemas religiosos y demás rigores propios de ese periodo incierto y en clara transición, entre un tiempo que se agota (el mundo medieval) y otro que emerge progresivamente (la modernidad). Zenón describe la trayectoria de un nuevo espíritu escindido, cuya vida transcurre en la realidad de un mundo todavía medieval en muchos sentidos pero que, en su proceso de liberación y en la afirmación de su autenticidad pertenece ya a la modernidad. 8 pluralismo o la secularización, estimulará la emergencia del yo escindido, el que engloba y caracteriza el proceso moderno de individuación, y del que yo autentico no será sino un primer tipo. A menudo, sin embargo, sin tener muy presente las consecuencias del intenso entrelazamiento de los procesos y desarrollos que constituyen la génesis y transformaciones del tiempo moderno, desde distintas sensibilidades teóricas, la visión que predomina es la sugestiva idea, aunque incompleta, de un individuo entendido como un sujeto aislado, fruto de la ambivalente modernidad. Es decir, se trata de una noción de yo despojado de seguridades, consecuencia de un tiempo en el que las creencias compartidas se han desvanecido y los límites sociales –las identidades, los grupos sociales, las sociedades– se han disuelto en un todo sin bordes ni límites (Ribes Leiva, 2010: 167). Esa generalizada pérdida de la seguridad ontológica, que describirá Giddens (1999; 2003), y que proyectará en su idea del yo reflexivo (Giddens, 2003), se ajustaría a la perspectiva de un hombre desarraigado por el proceso moderno de individuación y por la desaparición de las creencias compartidas, de las tradiciones y de las seguridades del mundo, que conducen inexorablemente a la emergencia de un individuo, extremadamente individualizado, cuya condición trágica es el aislamiento, la desolación interior y la insatisfacción permanente11. No cabe duda que la sociedad, la vida, el mundo y la identidad personal se vuelven cada vez más problematizados con la modernidad, pero no sólo como consecuencia del pluralismo (Berger y Luckmann, 2002: 80). Simmel (2001: 41), que analizará en profundidad los efectos de la vida moderna en el individuo, refutará la opinión general de su época, que remitía al Renacimiento italiano como el tiempo que creó aquello que se denomina como individualidad moderna, en sentido general, lo que se entiende como desprendimiento interno y externo por parte del individuo particular de las formas comunitarias de la Edad Media, unas formas que habían ligado su configuración vital, funciones y rasgos esenciales en unidades niveladoras que, a su vez, desvanecieron los 11 La perspectiva problematizada del individualismo en el contexto occidental entronca con la tradición socrática, momento a partir del cual el hombre, como entidad singular, a la vez que como representante de todos los seres humanos, es ese ser que no sólo tiene problemas, sino que él mismo es el problema, convirtiéndose esa agitación interna del espíritu en condición trágica y en uno de los ejes centrales de nuestra cultura (Julián Marías, 2000; Ferrater Mora, 1983). 9 contornos de la persona y frenaron el desarrollo de la libertad personal y la unicidad que descansa sobre sí, la autorresponsabilidad. Simmel (2003: 128) desmentirá esa perspectiva examinando dos tipos de individualidad que, según él, convergen con el advenimiento y desarrollo de la modernidad. Los denomina espíritu románico, un tipo de individualidad al que se opondrá frontalmente la realidad y el ideal del segundo tipo de individualidad moderna, la del espíritu germánico. El primero se fundamenta en esa conciencia de ser individuos en un sentido particular, cuya voluntad principal es la de expresar esa identidad singular de forma ya señalada a través del yo auténtico. Sería el individualismo de la distinción, propio del hombre renacentista que intenta imponer su ambición o su idea de sí mismo como ser único y diferente de los demás, al que le sucedió a lo largo de todo el siglo XVIII otro concepto de individualidad, cuya motivación más íntima no era la distinción, sino la igualdad y la libertad frente a la opresión de las instituciones sociales, y que, a su vez, será sucedido en el siglo XIX por otro individualismo cualitativo, con dos registros diferentes: el teórico, cuya más alta expresión será la del héroe romántico, y el práctico, que derivará de la división social del trabajo, al que se caracterizará como el especialista. Si una concepción del individuo acentuaría lo común a todos los hombres, la otra enfatizaría lo diferente (Gonzales García, 1992: 30) 12. 5. Fausto, Hybris y la síntesis del yo escindido: del héroe romántico al especialista Hybris es un concepto perteneciente al mundo griego antiguo que podría traducirse literalmente como desmesura13. Tras el advenimiento de la modernidad, aludiría a un orgullo o confianza exagerada en sí mismo, especialmente cuando se ostenta el poder. 12 Si se hace una comparativa de estos tipos de individualismo a través del arte, se puede observar que los personajes de Leonardo, de Tiziano, de Balzac o las mismas esculturas griegas son portadoras claras de la idea de pertenencia a un tipo de hombre universal. Por ele contrario, ni la música de Beethoven, ni las imágenes de la poesía romántica, ni los personajes de Kierkegaard, los de Ibsen o los de Selma Lagerlöf están impregnados de esa universalidad, sino de una atmósfera aislada, cerrada, como si cada ser humano no pudiese darse en sentido numérico porque es un caso único (Simmel, 2003: 128-129). 13 En al antigua Grecia, Hybris aludía a un desprecio temerario hacia el espacio personal ajeno, unido a la falta de control sobre los propios impulsos, siendo un sentimiento violento inspirado por las pasiones exageradas que, en la Grecia Clásica, fueron consideradas enfermedades, dado su carácter irracional y desequilibrado. 10 En ese sentido, si bien Hamlet podría ser considerada como la primera tragedia de la duda, Fausto, según Marguerite Yourcenar (1992: 151), representará la primera tragedia del orgullo, de esa forma particularmente elevada y peligrosa de soberbia que es el orgullo de la inteligencia. El Fausto de Goethe supera a todos los demás personajes de la modernidad por la riqueza de su perspectiva histórica, por su imaginación moral y por su inteligencia a la hora de plantear toda una percepción psicológica del hombre moderno14. Representa un prodigioso arquetipo conformado inicialmente por los ideales del romanticismo que, sin embargo, terminará encarnando el prototipo del especialista, un nuevo tipo de hombre, forjado a finales del siglo XIX, cuyos resortes más significativos estarán construidos por la racionalidad instrumental, la técnica y la idea de progreso. Básicamente, esa sería la síntesis que conforma a Fausto. Se trata del renacer en su interior de una nueva esperanza, sumergida en una nueva forma de desesperación: “Dos almas, ay de mi, viven en mi pecho”, es el famoso lamento del personaje (Berman, 1991: 38). La modernidad toma cuerpo en la narración una vez se evidencia en el personaje de Fausto su profundo deseo de desarrollo, un deseo que queda resumido en lo que el personaje anhela para sí mismo, y que Goethe establece con la correlación entre la transformación del mundo que realiza Fausto y las metamorfosis internas del propio personaje: primero como soñador, luego como el amante y, finalmente, como el desarrollista (Berman, 1991: 28 y ss.). Como contrapunto a Fausto, Mefisto, el arquetipo del mal por excelencia de la tradición medieval europea que, en la obra de Goethe, demuestra un buen ojo para las oportunidades, celebra del egoísmo y su absoluta falta de escrúpulos. Aunque se ajusta bastante a un tipo determinado de empresario capitalista, esa actualización del diablo no modifica sustancialmente su naturaleza y sus inclinaciones. Fausto, por el contrario, es un personaje en transición. Está menos interesado en el dinero y se centra principalmente en la idea de abrir a millones de personas un espacio 14 La obra estuvo en elaboración durante una de las eras más turbulentas y revolucionarias de la historia occidental. Gran parte de su fuerza procede de esta historia: el héroe de Goethe y los personajes que lo rodean sufren, con gran intensidad personal, muchos de los dramas y traumas de la historia por los que atravesaron Goethe y sus contemporáneos. Fausto comienza en una época cuyo pensamiento y sensibilidad son modernos de una manera que los lectores contemporáneos pueden reconocer inmediatamente, pero cuyas condiciones sociales y materiales son todavía medievales. La obra concluye, sin embargo, en medio de las conmociones materiales y espirituales de la revolución industrial (Berman, 1991: 30). 11 ingente de posibilidades, no exento de peligros, pero en el que sean libres para seguir su curso. Esto último, que determina la actividad fáustica, al mismo tiempo, dimensiona la modernidad no sólo como una era industrial que recompensa exclusivamente el propio beneficio, sino que también alberga un claro espíritu de proyectar sus progresos hacia el futuro y para la humanidad entera, en nombre de la libertad y de la felicidad pública15. Tras ese deseo fáustico, sin embargo, se halla la expresión dramática de una de las tensiones más importantes que agitaban a todas las sociedades europeas en los años anteriores a las revoluciones francesa e industrial: la división del trabajo. La Europa moderna temprana –desde el Renacimiento hasta la época de Goethe– produjo una clase numerosa de productores de ideas y cultura relativamente independientes. Estos especialistas científicos, artísticos, jurídicos, filólogos, filósofos, etc., habían creado a lo largo de tres siglos una cultura moderna brillante y dinámica. Sin embargo, la propia división del trabajo, que había hecho posible la vida y el empuje de esa cultura moderna, todavía mantenía sus nuevos descubrimientos y perspectivas, su riqueza potencial y su fecundidad, separados del mundo que los rodeaba. De hecho, Fausto participa de una cultura (ideario romántico) que ha explorado la riqueza y la profundidad de los deseos y sueños humanos mucho más allá de las fronteras clásicas y medievales, al mismo tiempo que forma parte de una sociedad estancada y cerrada que está todavía enquistada en unas formas sociales feudales. De este modo, como portador de una cultura dinámica en el seno de una sociedad detenida, el personaje está desgarrado entre la vida interior y la vida exterior. Finalmente, no será la figura del héroe romántico, sino la del organizador, como denominaría el propio Saint–Simon al personaje de Fausto (Berman, 1991), la que pondrá en movimiento esa enorme maquinaria detenida de lo social. Se trata de un protagonista con una nueva dimensionalidad capaz de reunir los recursos materiales, técnicos y espirituales, para transformarlos en nuevas estructuras de la vida social, 15 Según Berman (1991: 659), entre las lecturas favoritas de Goethe se incluía el periódico parisino Le Globe, uno de los órganos del movimiento saint–simoniano, donde se acuñó la palabra socialismo justo antes de la muerte de Goethe, en 1832. Una de las características de esa publicación, como de todos los escritos de Saint–Simon, era el flujo constante de propuestas de proyectos de desarrollo de largo alcance y a una escala enorme. Estos proyectos estaban muy por encima de los recursos imaginativos y financieros de los capitalistas de comienzos del siglo XIX, especialmente en Inglaterra donde el capitalismo era por entonces más dinámico y se orientaba fundamentalmente hacia el empresario individual, hacia la rápida conquista de mercados y hacia la persecución de beneficios inmediatos. Tampoco esos capitalistas estaban muy interesados en los beneficios sociales que, según Saint–Simon, aportarían el desarrollo a gran escala y una gran abundancia y bienestar para todos. 12 caracterizado además por un modo de autoridad que deriva de la capacidad del líder para satisfacer la persistente necesidad de desarrollo aventurado, abierto, siempre renovado, de las gentes modernas16. Nos encontramos, en consecuencia, ante la figura incipiente del experto contemporáneo y ante el paradigma de la eficacia moderna, en cuanto que los proyectos fáusticos requerían no sólo de una gran cantidad de capital, también de conocimientos y de aplicaciones técnicas, de planificación y control, que posibilitaran en su conjunto la puesta en escena del desarrollo sobre una realidad que abarcaba una gran cantidad de territorio y a un gran número de personas. La cláusula fundamental del contrato de Fausto con el diablo proyecta una de las claves para comprender ese dinamismo infatigable del espíritu moderno que encarna el organizador (el especialista): si alguna vez se detiene tal desarrollo, ese desarrollo será destruido. Organizativa y psicológicamente, esa máxima se aplica hasta las últimas consecuencias en millones de vidas cada día y en prácticamente todas las sociedades avanzadas actuales, incluso en otras latitudes menos favorecidas. Llama la atención, sin embargo, lo que Goethe evidencia tras ese desarrollo rápido y heroico: se trata de una convergencia terrible y trágica, en cuanto que se levanta sobre la sangre de cientos de victimas y aparece en todas partes bajo las mismas formas y consecuencias (Berman, 1991). Para lograr la sinopsis entre el pensamiento del héroe romántico y la acción que envuelve al especialista, es decir, para que el sentimentalismo sea sustituido por el objetivismo (Gonzales García, 1992: 33), Fausto tiene que asumir todo un nuevo orden de paradojas, cruciales tanto para la conformación de la estructura de la psique de ese hombre moderno, como de la economía moderna emergente. Goethe presenta el personaje de Mefisto como el maestro de esas paradojas, una compilación moderna del conflicto cristiano entre el Dios del Antiguo Testamento y el Dios del Nuevo Testamento, entre el Dios del Verbo y el Dios del Hecho17. 16 Hay que recordar que muchos de los jóvenes saint–simonianos de Le Globe, llegaron a distinguirse, principalmente, durante el reinado de Napoleón III, como brillantes innovadores de la industria, las finanzas y la organización (Berman, 1991: 67). No debemos olvidar tampoco que también, en el siglo XX, encontramos a desarrollistas fáusticos reales tan relevantes como Moses, David Lilienthal, Rickover, etc., capaces de utilizar ese mismo equilibrio para hacer que el capitalismo moderno sea mucho más imaginativo y elástico que nunca. 17 Junto con las nuevas energías espirituales y emocionales del Romanticismo, esta dicotomía cristiana desempeñaría un importante papel simbólico en toda la cultura alemana del siglo XIX (Berman, 1991: 38). 13 A través de Mefisto, Fausto descubre que, si bien anhela explotar las fuerzas de la creatividad, en cambio, también se encuentra cara a cara con las fuerzas de la destrucción. De este modo, Fausto encarnará una de las paradojas que el hombre moderno debe asumir para avanzar. Esa conexión entre creación y destrucción pronto envolverá y conformará a la sociedad moderna como un todo esperanzador, pero también, al mismo tiempo, como un todo terrible (Berman, 1991). Para que se le imponga la síntesis y la psique del hombre moderno acepte la destructividad, sin culpabilidad, como parte integrante de la creatividad y como un actuar libremente, se deben conjugar una serie de principios esenciales, como los que se plantea Fausto: que el cuerpo y la mente humana, y todas su capacidades, están ahí para ser usadas, ya sea como instrumentos de aplicación inmediata o como recursos de un desarrollo de largo alcance. Esa forma de individuación, en consecuencia, se convierte así en la fuerza creadora– destructora de un nuevo mundo. Aunque Fausto se pregunta –y eso también es uno de los problemas morales modernos– hacia dónde conduce, en última instancia, esa idea, la respuesta arquetípica y terriblemente ambigua que le ofrece Mefisto conforma la esencia de la naturaleza de ese tipo de yo moderno: “Eres, finalmente, lo que eres” (Berman, 1991: 42). Con esa síntesis cerrada y sin solución, junto con el empuje de ese dualismo simultáneo, el hombre moderno o el yo escindido moderno, en sentido genérico, encontrará la manera de hacer frente activamente a este mundo, de actuar sobre él y de proyectarse sobre él18. Para dimensionar la tragedia del hombre arquetípicamente moderno, fruto de esa síntesis entre romanticismo y especialismo, se debe partir de su visión del mundo no sólo por lo que éste ve –por los inmensos horizontes que abre a la humanidad–, también por lo que ese hombre no ve, es decir, las realidades humanas que rehúsa mirar y las posibilidades con las que no soporta enfrentarse. Prometeo, que es el arquetipo cultural del progreso, simboliza el incesante esfuerzo por dominar la vida. Es el héroe del principio de realización. No obstante, se trata de un embaucador y sufriente rebelde frente a los dioses, el creador de una cultura a costa de un dolor perpetuo19. 18 Freud (1996) hablará de la escisión del la conciencia del hombre moderno, entendiéndola como la condición trágica que produce la patología moderna por excelencia: la neurosis. 19 Desde un prisma también mitológico, Orfeo, Narciso y Dionisio, por el contrario, simbolizan una realidad diferente, más acorde a la tardomodernidad. De ellos es la imagen de alegría y plenitud, la voz que no ordena, sino canta, la proeza que es paz y pone fin a la tarea de conquista, de la liberación y 14 La ceguera, que será el precio que Fausto pagará al expulsar a Mefisto de su vida, representa una de las metáforas que estarán más vivas y latirán con un profundo arraigo en la psique moderna, según Berman (1991: 126-127), al estar su presencia real conformada como trasfondo dramático de la frenética actividad de ese yo moderno, de sus muchas potencialidades y logros, pero sometiendo la razón a una razón instrumental ambivalente, cuyo despliegue infringirá un daño radicalmente diferente en la historia, indirecto, impersonal, mediatizado por organizaciones burocráticas y complejas que plantearán otra paradoja terrible: la de tener que fingir que se puede crear un mundo nuevo sin ensuciarse las manos y sin querer asumir, o aceptar, la responsabilidad de los actos que inciden y producen sufrimiento humano20. 6. El hombre sin atributos o el nuevo arquetipo del yo flotante tardomoderno A pesar de su extensión inconclusa, la novela de Robert Musil (1880–1942) ha sido considerada como una de las obras más importantes del siglo XX, a la que también se la ha denominado como El hombre sin cualidades, una designación que, en sí misma, llama al interés. Sucintamente, el personaje de la obra nos habla de un hombre cuya existencia sin objetivos lo convierte en un completo antihéroe. Ulrich, el protagonista, un burgués de 32 de años, matemático de formación, no está contento con esa existencia sin objetivos, por lo que decide dedicar un año de su vida para saber qué hacer con ella. Esa decisión del personaje invita a reflexionar sobre algunas de las paradojas de la modernidad que preconiza Fausto, que podrían ser el punto de inflexión en la transformación del individuo moderno hacia un nuevo tipo de yo tardomoderno. El origen de esa mutación podría situarse en la crisis de la racionalidad instrumental, que conduciría a la búsqueda de una teoría del sentimiento que sea capaz de darle salida a detención del tiempo del hombre que celebra la vida. En el paraíso tardomoderno de celebraciones constantes, abundancias inimaginables, consumos y amplio bienestar, el drama del hombre actual ya no lo representa Prometeo, sino que, a pasear de todo eso, la humanidad tiene que trabajar incesante, como un penoso castigo sin fin, tal y como le sucedió a Sísifo. No alcanzar ningún tipo de paz interior con todo lo conseguido será el coste psíquico y emocional del penoso dinamismo de las sociedades contemporáneas. 20 Arendt (2002) reflexionará sobre el problema de la responsabilidad flotante en la modernidad. Bauman (1997), por su parte, también tratará el tema de la responsabilidad en la modernidad a raíz del Holocausto. Pérez Tapias (2007), a su vez, analizará el Síndrome de Pilatos, amplificando el problema de la responsabilidad, no sólo remitiéndolo a la modernidad, sino entendiéndolo como un mal moral endémico de la propia cultura occidental. 15 las emociones atrapadas en un sistema asfixiado por la ciencia y la propia complejidad que adquiere la vida moderna. En ese sentido, llama la atención el interés de Musil por construir un tipo de hombre cotidiano, el antihéroe de su novela, como un ser sin características particulares que, bajo el prisma de tres dimensiones, describirían el nuevo arquetipo o a la nueva entidad psico–emocional del yo flotante tardomoderno: la idea de hombre verdadero sin situación, el vacío de la conformidad y, por último, el hombre sin atributos. La idea de hombre verdadero sin situación deriva de los filósofos taoístas de la antigüedad21. El interés que debió suscitarle a Musil esa historia probablemente provenga del significado de la palabra situación que, en el vocabulario administrativo de la antigua China, se aplicaba al lugar que ocupaba un funcionario en la jerarquía social. Como esa jerarquía incluía a toda la elite, que era la única que contaba para la sociedad, un hombre sin situación era un ente marginal, carente de estatuto y, por tanto, provisto de una entidad indeterminada. Musil, en ese sentido, descubrirá un nuevo tipo de marginal insólito en la historia, el marginal por elección, es decir, alguien que tiene una situación, o parte de una situación, pero se desembaraza –aunque sea desde un punto de vista de construcción ideal– de todas las convenciones, de las posturas sociales, de los contenidos intelectuales o morales, de las máscaras identitarias, de los sentimientos y las emociones calcados y repetidos por la homogeneidad y la ortodoxia, de la sexualidad conducida por los senderos de lo socialmente permitido, volviendo a un grado cero de disponibilidad y construyendo su vida oponiéndose a todo automatismo emocional y a todo lugar común de la inteligencia, de la vida afectiva y del comportamiento, o por lo menos deseando alcanzar esa no situación que su mente anhela. Esa no situación del personaje es la que emplazaría al lector al espacio fronterizo entre lo moderno y lo tardomoderno, una tierra de nadie donde ser un hombre sin atributos significará reivindicar sólo la propia disponibilidad, sin previas adhesiones 21 Esta leyenda cuenta que, a mediados del siglo noveno, en el noroeste de China, en el monasterio que dirigía Lin Tsi, el maestro de la secta budista Tch’ang subió a la cátedra y dictó la más célebre de sus lecciones: “sobre vuestro conglomerado de carne roja hay un hombre verdadero sin situación, que sin cesar entra y sale por las puertas de la cara. ¡A ver qué opina de esto alguno que no haya hablado todavía!”. Uno de los monjes salió del grupo y preguntó cómo era el hombre verdadero sin situación. El maestro bajó de su banco de meditación y atrapando al monje, e inmovilizándolo, le ordenó: “¡Dilo tú mismo, dilo!”. El monje vaciló. El maestro lo soltó y dijo: “El hombre verdadero sin situación es un montoncito cualquiera de excremento”. Y se volvió a su celda (Saer, 2005). 16 obligatorias a supuestas causas, sagradas o no, a determinadas normas de conducta dictadas para regir y dirigir el destino de generaciones supuestamente idénticas unas de otras. Esta génesis rompería con el hombre moderno adscrito a una identidad nacional portadora de una situación de sentido verdadera y total. El vacío de la conformidad señalaría directamente una característica esencial del personaje. Si miramos la periferia psicológica de Ulrich, tal hombre no tiene nada del romántico aventurero, nada del ascetismo del puritano, nada del sensualista que quisiera gozar indefinidamente de nuevas experiencias, a la manera de los románticos de finales del siglo XIX, y no presenta similitud alguna con el especialista que encararía Fausto, aún siendo un hombre de ciencia. Por el contrario, aunque es un espíritu racional, sistemático, amable y jovial, su vida transcurre en el marco de una banal existencia burguesa, donde el único acto verdaderamente trasgresor del personaje es su relación amorosa con su medio hermana que, a medida que transcurre la novela, se transforma en el elemento simbólico que mueve el deseo del personaje por llevar una vida sistemáticamente dirigida a trascender las convenciones exorbitantes que el mundo impone a los individuos. El personaje de Musil no se siente especialmente frustrado, ni oprimido, ni está fuera de las múltiples posibilidades que le ofrece su estatus social (Berger, 1993). Por el contrario, vive amparado por sus conocimientos y por la comodidad privilegiada de su posición. El principal desarraigo que siente es el vacío en su conformidad y su dolor más hondo, paradójicamente, es el de saberse perdido fuera de ella. Si bien, mentalmente, ambiciona representar la realidad contemporánea en su digresión infinita, sin embargo, pretende vivirla como un hecho integrado, sin fisuras y sin inseguridades, donde el timón de su existencia no sean las convenciones, sino el mundo convulso de sus anhelos22. Lejos de las convenciones, sin embargo, la existencia ha perdido sus anclajes en la psique del personaje. El conocimiento tampoco le ofrece unos amarres sólidos, algo que, sin duda, puede relacionarse con el desenmascaramiento de la matemática por el 22 Eso se ejemplifica muy bien en la obra con la paradoja que ofrecen los números imaginarios. El signo i, que indica la raíz de (-1), corresponde a un número inexistente, porque ningún número elevado al cuadrado da como resultado (-1). Sin embargo, gracias a ese número inexistente se resuelven cálculos útiles para fines prácticos. La existencia del personaje, por tanto, queda descrita como si se atravesara un río pasando por un puente que no tiene ubicación. 17 nihilismo, que determinaría que esa ciencia construye el edificio del pensamiento y de la realidad misma sobre el aire. En definitiva, la vida contemporánea ya no tiene fundamentos, carece de humus en el cual radicarse (Julián Marías, 2000). Es un cero que circunscribe un vacío, por utilizar otra figura matemática. Sobre el hombre sin atributos habría que plantear un matiz importante. Aunque es negador, como sucedía con el primer nihilista de la historia occidental –el cínico– (Ortega y Gasset, 1966), no contiene ya el principio ni la voluntad de desprecio por el mundo. Por el contrario, Ulrich es un prisionero del mundo y él mismo se ha convertido en víctima de él, pero sin el drama del agravio o sin el estigma de la tragedia. El antihéroe musiliano, ese hombre sin cualidades, contrariamente al cínico, es un conjunto de cualidades sin el hombre, sin un centro que lo unifique, un hombre privado de sustancialidad, confinado en sí mismo. Su yo carece de la capacidad de ordenar las cosas porque está resquebrajado en su solitaria unidad o vacío. En la mente del hombre sin atributos, un lugar flotante donde todo y nada sucede, el mecanismo de la vida se halla dominado por una lógica meramente probabilística, una capacidad que sólo hace brillar el sentido de la vida, dentro de sus múltiples sentidos, cuando analiza desapasionadamente los procesos y funcionamientos impersonales del acontecer junto a sus combinaciones químicas. No obstante, en el prisma de ese hombre sin atributos no existen sólo el vacío o el fragmento. Aunque huye del concepto mismo de sentido, no desistirá en su búsqueda de la totalidad o de una unidad inasible de la vida. Sin embargo, se trata de un hombre que ya no se hace ilusiones de encontrarlo, sobre todo, cuando la segmentación de la realidad le enseña a cada paso que nada sofoca las pesadumbres de la existencia. Eso lo convierte en un descreído, cuyo único recinto seguro es el de su mente, una profusión donde nunca hay regreso a casa, donde la más profunda experiencia de asociación de este hombre con sus semejantes y con el mundo que habita, paradójicamente, es siempre la separación y cuyo atributo más autentico es no tener ninguno. 7. Conclusiones No sería posible comprender cabalmente la cultura occidental sin completar una permanente aproximación al individualismo y sin tener presente el concepto de individualidad. No obstante, se trata de un concepto que obliga a una inquebrantable 18 reflexividad, no sólo porque su actualidad deviene sobrecargada de pretensiones, también porque su historicidad, un umbral omitido en muchos casos, queda reducida a una desnuda centralidad o a una estricta idiosincrasia occidental generalista. Desde un punto de vista genealógico, la emergencia de la individualidad se produce cuando se abandona la matriz mitológica. A partir de ahí, la singularidad del individualismo occidental no se descubre tanto en su sistematización, como en su polisemia, cuyo origen se remonta al Dios hebreo y a la racionalidad del griego, las dos formas primigenias de abandono de la matriz mitológica que, fusionadas por el Cristianismo, conformarán el umbral específico de esa identificación, destacándose en ella la concepción de un individualismo entendido como una entidad solitaria distintiva, regida por los principios de responsabilidad y libertad de elección. Estoicos, cínicos y neoplatónicos constituyen tres formas originarias de respuesta filosófica que, ante los avatares del periodo helenístico, se fundamentarán sobre un férreo sentido de la individuación, como única fuente de seguridad posible. Sobre las ruinas de ese mundo helenístico, el cristianismo institucionalizará la idea de un hombre nuevo, un yo solitario capaz de trascender el mundo y de trascenderse a sí mismo a través de la salvación, auspiciado por la tranquilizadora promesa de la vida eterna. A partir de ese momento, resulta adecuado destensar la cuerda entre el proceso de individualización moderno y la escisión en las creencias compartidas que se le atribuye al pluralismo. En la modernidad, la línea entre lo sagrado y lo profano, a pesar del pluralismo y la secularización, son complejas y no siempre permanecen claras. En ese sentido, la diferenciación, que caracteriza a la modernidad, será la base para una nueva forma de individuación, la del yo escindido, donde no sólo como elemento de ruptura, el pluralismo moderno puede ser entendido como la condición que ese yo escindido afronta no necesariamente desde el prisma exclusivo del caos y la angustia, sino como el impulsor de sus elecciones y como una parte esencial del nuevo orden moderno emergente, sin que eso tenga que ser pautado, necesariamente, como una tragedia antropológica. Sin abandonar esa perspectiva juedo–cristiana de individualidad, concebida como una entidad solitaria que alberga la idea de un Ser éticamente responsable y libre, el desarrollo de la modernidad promoverá distintos individualismos o distintas matizaciones de yo escindido. El Renacimiento originará la idea del yo autentico, el XVII y XVIII serán los siglos donde sensualismo, puritanismo y pragmatismo 19 construirán la individualidad arquetípica del héroe romántico que, tras el industrialismo, el capitalismo y el despliegue de la razón instrumental, engendrará el yo organicista que, en la tardomodernidad, mudará en una individualidad flotante. Bibliografía Arendt, H., (2002) La condición humana. Barcelona, Paidós. Bauman, Z., (1997) Modernidad y Holocausto. Madrid, Sequitur. Bauman, Z., (2001) La sociedad individualizada. Madrid, Ediciones Cátedra. Berger, P., (1993) Una gloria lejana. La búsqueda de la fe en época de credulidad. Barcelona. Herder. Berger, P., y Luckmann, T., (2002) Modernidad, pluralismo y crisis de sentido. La orientación del hombre moderno. Barcelona, Paidós. Berger, P., (2006) Cuestiones sobre la fe. Una afirmación escéptica del Cristianismo. Barcelona. Herder. Beriain, J., (1996) La integración en las sociedades modernas. 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