ESPEJISMO SOCIAL EN LA LITERATURA. ESPAÑOLA AUTORA: Nerea Oreja Garralda.

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ESPEJISMO SOCIAL EN LA LITERATURA.
CRISIS DE LOS MODELOS ESTRUCTURALES DE LA NOVELA AFTERPOP
ESPAÑOLA
AUTORA: Nerea Oreja Garralda.
DATOS: Licenciada en Filología Hispánica y Teoría de la Literatura y Literatura
Comparada por la Universidad de Salamanca. Actualmente cursa un Máster en Análisis
Sociocultural del Conocimiento y la Comunicación en la Universidad Complutense de
Madrid.
RESUMEN: El trabajo planteado se centrará en el estudio de una de las últimas
corrientes literarias en España, la llamada Generación Nocilla o Grupo de los Afterpop,
planteando una investigación que aúne el pensamiento sociológico y el pensamiento de
la teoría literaria, con el fin adscribirse a la renovación de los métodos de estudio en el
campo literario. El estudio se ceñirá a la producción novelística de Agustín Fernández
Mallo y tratará de explicar en conjunto la construcción estética de tales obras
(pertenecientes a la corriente literaria afterpop), así como la plasmación del contexto
social actual en las mismas, con el objetivo de mostrar la crisis que para los modelos
estructurales de la novela suponen las producciones literarias en cuestión. En un primer
momento se recorrerá el entramado de la sociedad actual, desde la óptica de diversos
autores, y posteriormente el texto se centrará en las cuestiones literarias.
PALABRAS CLAVE: Posmodernidad, sociología, literatura, afterpop, Fernández
Mallo.
Del sentimiento líquido de la vida
«Vivimos en un círculo extraño, cuyo centro
está en todas partes y su circunferencia en ninguna»
Blaise Pascal
La sociedad, según los planteamientos baumanianos, habría pasado de un estado sólido
a un estado líquido en el que las formas sociales ya no pueden mantener su forma y se
descomponen, al mismo tiempo que se asiste a un divorcio entre el poder y la política
que causará incertidumbre en el ciudadano. La ausencia de poder político genera
inseguridad y falta de atención a las instituciones por parte del individuo, quien, por
otro lado, ve cómo el Estado delega gran parte de su poder en el mercado, caprichoso e
impredecible por naturaleza. La sociedad ya no será una estructura ni una totalidad
sólida, sino una red sujeta a cambios continuos. “La inseguridad en el presente y la
incertidumbre sobre el futuro incuban y crían nuestros temores más imponentes e
insoportables” (Bauman, 2007). Y, tomando otra cita, esta vez de Adam Curtis
(guionista y productor de la serie The power of Nightmares: The Rise of the politics of
fear, emitida por la BBC2 en octubre del 2004), en relación a la cuestión de la pérdida
de poder por parte de aquellos que antaño lo detentaron: “en un momento en el que las
grandes ideas han perdido su credibilidad, el miedo a un enemigo fantasma es lo único
que les queda a los políticos para mantener su poder”. Estos miedos generados en la
sociedad, ¿son inexistentes o, sin embargo, tienen algún tipo de base real?
Por otro lado, la modernidad líquida pondrá en primer lugar entre los valores codiciados
la movilidad, pasando la inmovilidad a no ser ya una opción realista en un mundo de
cambio permanente. Aunque físicamente permanezcamos en reposo, tenemos la
posibilidad, y la llevamos a cabo, de movernos, viajar, disparar y revolotear por épocas
y lugares remotos, además de recibir en la pantalla de nuestras casas mensajes
provenientes de puntos muy distanciados del globo. Según Michael Benedikt, nos
hemos vuelto nómadas siempre conectados, sentencia a la que también se adscribe uno
de los personajes de la novela Nocilla Dream cuando comenta que “hace tiempo que
saben que el viaje es una actividad anticuada y absurda, ocio para horteras de un siglo
ya pasado” (Fernández Mallo, 2006).
Esta conexión crónica a la red genera, por una parte, una soledad que se suple por medio
de la hiperrealidad y, por otra, una fragmentación de la identidad, ya que el individuo se
encuentra desarraigado, desconectado de cualquier vínculo tanto geográfico como
emocional.
Por otro lado, la variante moderna de la inseguridad se caracteriza por el miedo a la
maldad humana y a los malhechores humanos. Este miedo se ve agudizado por la
desconfianza hacia los demás y sus intenciones y por el rechazo a confiar en la
constancia y en la fiabilidad de la compañía humana (Bauman, 2007). Como dijo
Hobbes, nos encontramos en una especie de bellum omnium contra omnes.
Todos estos aspectos de inseguridad, incertidumbre y miedo se engloban en lo que Beck
llamó la sociedad del riesgo, pero cabría preguntarse si tal concepto logra captar y
transmitir la verdadera novedad que la globalización negativa unilateral inserta en la
condición humana. Vivimos anegados en un mundo de posibilidades de terrorismo y
catástrofes naturales, y ello supone una sociedad del temor, del miedo, un miedo que
igualmente se derrite y desparrama, ya que no puede amarrarse a nada, sino que vaga
por el aire, inundándolo todo. Ya no es solo el riesgo, sino el terror más profundo hacia
el futuro.
Posmodernidad: ¿Apocalipsis?
«Las cosas se disgregan,
el centro no resiste»
William Butler Yeats
La posmodernidad, entendida como ese lado tenebroso de la modernidad, como los
monstruos que el sueño de la razón de esta provoca, ha llevado a que los estudiosos
auguren catástrofes y caos por doquier.
En primer lugar, las utopías dejan de tener sentido e, incluso, de existir. En una sociedad
en la que el futuro es incierto y el presente inestable, el temor invade las conciencias y
resulta imposible pensar en algo mejor, atisbar un lugar, una sociedad que camine hacia
la perfección. Citemos al respecto al fabuloso Oscar Wilde, quien en El alma del
hombre bajo el socialismo afirma lo siguiente:
Un mapamundi en que no figurase la utopía no valdría la pena de ser mirado,
pues faltaría en él el único país al que la Humanidad arriba a diario. Y apenas en
él, mira más allá, y divisando una tierra aún más atractiva, vuelve a poner proa
hacia ella. El progreso no es más que la realización de las utopías (…) Sin las
utopías de otros tiempos, los hombres vivirían todavía en las cavernas,
miserables y desnudos. Fueron los utópicos quienes dibujaron el trazado de la
primera ciudad (…) Los sueños generosos alumbran realidades provechosas. La
Utopía es el principio de todo progreso y el ensayo de un futuro mejor (Wilde,
1981).
El título que encabeza estas líneas presentaba la palabra “Apocalipsis”. El Apocalipsis
hace referencia al fin del mundo. ¿Sería aplicable a la visión cósmica o a la
weltanschauung posmoderna? Empleándolo en un sentido metafórico sí se podría hablar
del final de una buena época, del final de la fe (tanto en la providencia como en el
progreso), del final de la seguridad y de las certezas.
Y, si esto se afirma, lo primero que nos vendrá a la mente será la palabra caos. Sussan
Sontag, en Illness as metaphor, afirma, no sin cierto miedo, que “la visión del futuro,
que en el pasado estuvo unida a una concepción lineal del progreso, con más
conocimientos a nuestra disposición de los que nunca se pudo imaginar, se transformó
en una visión de desastres” (citado en Lyon, 2008).
Y, ya que de desastres y catástrofes hablamos, se nos permitirá traer a colación una
perfecta muestra de ello: la producción cinematográfica posmoderna por excelencia,
Blade Runner, notable influencia para la novela afterpop.
La globalización negativa, donde el tiempo y el espacio han vencido sus límites gracias
a las tecnologías y a la información de la ciudad global, la caída en picado de las
utopías, la oscuridad y el ser humano como aquel que habita el corazón de las tinieblas,
en una lluvia continua y entre vahos espesos sobre sucias alcantarillas, será el escenario
que Ridley Scott nos presente en su controvertido y descorazonador Blade Runner
(1982), una adaptación parcial de la novela Do Androids Dream of Electric Sheep?
(1968) de Philip K. Dick y precursora del género del cyberpunk. La película no nos
muestra un universo imaginario, sino la continuación de la sociedad posmoderna que
anteriormente describíamos, partiendo de elementos como el desastre ecológico, la
violencia, la masificación, la pérdida de identidad, el caos urbanístico, la inmigración y
tantos otros. El propio Lyon hablará de “vestigios de modernidad, residuos de progreso”
(Lyon, 1996) para referirse a la desesperanzada atmósfera en la que los extraños
acontecimientos se desarrollarán. Blade Runner, como film posmoderno por excelencia
e hito visual de la posmodernidad, nos presenta una versión distópica de la ciudad de
Los Ángeles en el año 2019, una megalópolis deshumanizada y mestiza, donde la
presencia japonesa es intensa (tal vez por la supremacía económica que Japón empezaba
a tener respecto a los Estados Unidos en la década de los 80’) y donde una agobiante
atmósfera de ruidos, olores, suciedad y gente en masa rodea a los personajes.
¿Podríamos hablar de las consecuencias de una globalización llevada al extremo, de una
explosión de cualquier límite y frontera, tanto geográfica como ecológica y moral? En
cualquier caso, las imágenes hacen que nos estremezcamos, que nuestros cuerpos
empiecen a responder al espeluznante escalofrío del temor ante la visión de tan cercano
y desolador futuro, ante la posibilidad de imaginar tales consecuencias para el presente
en el que vivimos. Como afirma Lyon, “el contexto posmoderno, con su énfasis en la
elección individual y en las preferencias de los consumidores, al combinarse con la duda
epistemológica y el pluralismo, da lugar a un cóctel que aturde y paraliza rápidamente”
(Lyon, 1996).
Serán la tecnología y la publicidad las bases de los sistemas sociales en los que el
protagonista, Rick Deckard, vivirá con la poco agradable misión de eliminar o “retirar”
a los replicantes, aquellos humanoides creados por la ingeniería genética y convertidos
en ilegales, tras ser esclavos en parajes externos a la Tierra. Estos seres, más humanos
que los humanos, serán al fin el espejo en el que el ser humano se observe y reflexione
acerca de su condición. La propia realidad también será cuestionada, al no tener pruebas
fiables de la misma. Si la única historia posible aparece en forma de fotografías, es
decir, de identidades construidas, ¿dónde están los límites entre lo real y lo creado ex
profeso? El miedo, ese miedo líquido del que nos habla Bauman, el miedo a lo incierto,
a la duda, a la inestabilidad imperará entre los personajes, trasladándose a las más o
menos cómodas butacas de los espectadores. “Las cosas se disgregan, el centro no
resiste”, nos dirá Yeats en su poema “The second coming”. Las verdades inamovibles,
los pilares de la sociedad y del conocimiento, tan alabados en la Ilustración, ¿han
desaparecido? ¿Son un tejido urdido por aquellos que detentan el poder? La sociedad
será pura imagen manipulable, puro simulacro, como afirmaba Baudrillard. Tal vez la
idea del panóptico diseñado por Jeremy Bentham sea aplicable a este tipo de sociedad,
del mismo modo que parece serlo el sesgo que Foucault le inscribió a tal propuesta,
donde parecía existir una nueva tecnología de observación máxima de los miembros que
habitaban un lugar, trascendiendo los métodos que el ejército, la educación o las
fábricas tenían para tales fines. ¿Quién guía nuestros actos?
Todas estas atemorizantes cuestiones se plasman en la pantalla cuando por ella pasan las
imágenes de Blade Runner y la incansable lluvia, la gris ciudad y los infelices y
confusos individuos aparecen ante nuestros ojos.
Ridley Scott consigue dar cuerpo y vida a los miedos del individuo, al terror de la duda,
al descorazonador sentimiento de ver cómo la sociedad se degrada y camina hacia la
condición de no humana. Las ciudades, culturalmente fragmentadas y étnicamente
confusas se desarrollan y desembocan en Los Ángeles caídos, en el infierno
insospechado que ahora habita en los antiguos edificios majestuosos en los que se creyó
en un futuro mejor, en una vida más feliz para aquellos que estaban por llegar. El
individuo será cada vez más solitario, estará más encerrado en sí mismo y en las
posibilidades que la tecnología le ofrece, como les sucede a Rick Deckard o cualquiera
de los personajes que se nos presentan; el hecho del aislamiento y la soledad harán más
ansioso el deseo de unirse unos a otros, crear lazos y puntos de conexión entre diversos
individuos, para así sobrevivir a las amenazas cósmicas que esta nueva weltanschauung
les depara.
Como vemos, el arte, en este caso el séptimo, se abre camino también en lo que a la
posmodernidad y sus preocupaciones respecta, ofreciendo una peculiar y devastadora
visión del futuro próximo. ¿Fue un error situar Blade Runner en el siglo XXI? Siempre
podemos utilizarlo como metáfora ilustradora que nos lleve a reflexionar sobre qué
estamos haciendo con lo que sabemos y seguimos intentando conocer, adónde nos
llevan esos conocimientos y, sobre todo, si seremos capaces de controlar tanto lo que
conocemos, como lo que no.
De todos modos, a pesar de que algunos autores vean la posmodernidad como una
especie de parusía del caos, Foucault recomienda “preferir lo que es positivo y múltiple,
la diferencia a la uniformidad, lo fluido a lo compacto, las estructuras móviles a los
sistemas” (citado en Lyon, 2008). En esta línea, nos hallamos ante la “heterotopía”
foucaultiana, donde coexisten mundos aparentemente incongruentes.
Nicolas Bourriaud y la propuesta altermoderna
«¿El fin de la Historia iba a tomar la forma
hormigueante de la ciudad estandarizada
y globalizada?»
Nicolas Bourriaud
El concepto de altermodernidad se remonta al año 2009, fecha en que fue acuñado por
el curador y crítico de arte francés Nicolás Bourriaud. Según este autor, frente al
multiculturalismo, el origen o el peso de la identidad que aparecían en lo posmoderno,
esta nueva generación de artistas (e individuos sociales) pretende ofrecer unas
creaciones globales en las que la diversidad geográfica, cultural e histórica se mezclen
gracias a la interconexión y las nuevas tecnologías. Así, la altermodernidad no sería una
continuación de la posmodernidad, sino una crítica radicante a ella. Lo “post”, tan de
moda en los últimos tiempos, indicaría un más allá con respecto a la modernidad, un
lugar sin lugar, una modernidad líquida sin límites específicos. Lo “alter”, en cambio,
nos lleva a pensar en una realidad otra, diferente y desligada de la anterior etapa
moderna. Pero, ¿dónde estamos? ¿Qué sería exactamente la altermodernidad?
Básicamente, podríamos hablar de una especie de cosmos lleno de interconexiones e
hibridaciones, donde el todo está relacionado con las partes, y las partes con el todo,
siendo estas rizomas, líneas que no siguen orden jerárquico alguno, pero que inciden
entre sí, siguiendo la teoría filosófica de Deleuze y Guattari.
Como afirma Ramón Gómez de la Serna, en relación con lo fragmentario y la estética
de la atomización:
La literatura se vuelve atómica por la misma razón por la que toda curiosidad de
la vida científica palpita alrededor del átomo (…) Reaccionar contra lo
fragmentario es absurdo porque la constitución del mundo es fragmentaria, su
fondo es atómico, su verdad es disolvente (Gómez de la Serna, 1991).
Vayamos parte por parte e intentemos comprender los postulados que Bourriaud plantea
para definir la sociedad actual. En opinión del curador francés, vivimos en una aldea
planetaria, según terminología de Alain Badiou, en la que las diferencias culturales
yacen bajo la homogeneización global y quedan “momificadas en un jarabe compasivo,
salvaguardadas en la aldea global, con el fin, sin duda, de enriquecer los parques
temáticos que harán las delicias del turismo cultural” (Bourriaud, 2009). El
multiculturalismo, como hibridación cultural, no será por tanto más que una máquina de
borrar identidades y rasgos diferenciales, en un mundo global que aboga por la
unificación y la estandarización, por la expansión de lo blanco y americano, como decía
Ulrich Beck. Por tanto, la cultura se erige en las actuales sociedades como algo frágil y
desarraigado, cuyo elemento esencial reside en lo movible; es por ello que deberemos
buscar nuestra historia en las prácticas móviles, no en lo perecedero e inamovible (la
única historia estable que podremos observar se encontrará en los museos, monumentos
y centros históricos no derruidos). De este modo, como vemos, el movimiento global al
que las sociedades y sus habitantes se ven arrojados modificaría los paradigmas de
pensamiento, de comportamiento, de modos de vida y de creación artística, como modo
de adaptarse a los nuevos requerimientos sociales por parte de los individuos.
Ante esta situación de desarraigo y vorágine, Bourriaud lanza la idea de la
altermodernidad, que designa
un plan de construcción que permitiría nuevas interconexiones culturales, la
construcción de un espacio de negociaciones que superarían el multiculturalismo
posmoderno, más atento al origen de los discursos y de las formas que a su
dinamismo. A esta pregunta de la procedencia, hay que sustituir la del destino.
“¿A dónde ir?”. Esa es la pregunta moderna por excelencia (Bourriaud, 2009).
Para ello, habrá que concebir un nuevo personaje conceptual adaptado que sea la
conjunción del modernismo y de la globalización y que contenga en sí el germen del
individuo altermoderno de hoy. Frente a la idea de mescolanza cultural de la
posmodernidad bajo el efecto del movimiento perpetuo, la altermodernidad propone, a
principios del siglo XXI, una especie de pueblo móvil de artistas y pensadores que
eligen ir hacia una misma dirección, a modo de una nueva forma de éxodo. En este
novedoso y conjunto caminar, la altermodernidad se erige como práctica políglota, ya
que se escribirá en multitud de lenguas que, al seguir una misma dirección, serán
simultáneamente traducidas hasta ser comprensibles por todos. El inmigrado, el
exiliado, el turista o el errante urbano serán las figuras dominantes de la cultura
contemporánea. Como ya afirmaba Baudelaire en su “El pintor de la vida moderna”, a
modo de incansable flâneur, la modernidad es lo transitorio, lo fugaz, lo contingente, es
una mitad del arte, mientras que la otra es lo eterno y lo inmutable. Este paseante
crónico, por tanto, no habrá perecido bajo el frenético ritmo de las sociedades globales,
sino que seguirá en pie, observador impertérrito del mundo que lo rodea. Por tanto, el
individuo de principios del siglo XXI evocará la imagen de aquellas plantas que no se
remiten a una única raíz para crecer, sino que crecen hacia todas las direcciones en las
superficies que se les presentan. Siguiendo con la fito-metáfora, “esta pertenece a la
familia de los radicantes, cuyas raíces crecen según su avance, contrariamente a los
radicales cuya evolución viene determinada por su arraigamiento en el suelo”
(Bourriaud, 2009). El adjetivo radicante, por tanto, definirá al individuo contemporáneo,
atormentado entre la necesidad impetuosa de poseer una base firme que lo sustente, una
identidad y un lugar al que recurrir, y la ineludible fuerza de ese desarraigo;
singularidad vs. globalización, identidad vs. aprendizaje continuo de un Otro.
A partir de esta nueva realidad, tanto sociológica como histórica, que encarna los flujos
migratorios, el nomadismo a escala planetaria, la mundialización de los trámites
financieros y comerciales, se perfila un nuevo estilo de vida y pensamiento, que, para el
autor francés, permite vivir con plenitud esta realidad, en lugar de soportarla y rendirse
ante ella por inercia. Esta sería la cara positiva del estado global de la sociedad y del
flujo constante al que esta se ve arrojada.
¿El capitalismo global parece haber confiscado los flujos, la velocidad, el
nomadismo? Seamos más móviles aún. ¿Dejarnos llevar, a la fuerza, a saludar el
estancamiento como un ideal? ¡Eso ni soñarlo! ¿La flexibilidad domina el
imaginario mundial? Inventémosle nuevas significaciones, inoculemos la larga
duración y la lentitud extrema en el centro mismo de la velocidad en vez de
oponerle posturas rígidas o nostálgicas. La fuerza de este estilo de pensamiento
emergente consiste en protocolos de puesta en marcha (Bourriaud, 2009).
De este modo, el artista altermoderno, cual semionauta ávido de movimiento, pone en
marcha las significaciones y comienza a crear a través de una superación de las mismas,
inventando e inventándose por medio de ellas, construyendo así un corpus de obras que
den fe tanto del individuo como de la situación (creando, al fin, un imaginario de la
precariedad espacial). Por ello, lo radicante implicará un sujeto, pero no fijo, estable y
solidificado, sino un sujeto que únicamente adquiera existencia por el movimiento
constante al que lo obliga su condición de errante. De este modo, para Bourriaud será el
movimiento el que permita, al fin, constituir una identidad. El pensamiento radicante,
por tanto, será una apología del relativismo y la des-adhesión, frente a la cual lo local y
tradicional no supondrán enemigos verdaderos, sino simplemente encierros en lo readymade y en esquemas culturales fijados de antemano y heredados sin someterlos a crítica
ni revisión.
La idea de Bourriaud se construye sobre una base que entiende que la globalización
evoluciona en un momento en el que las diásporas individuales se ven favorecidas y el
espacio sufre un trastorno por medio del cual lo sedentario y fijo representa solamente
una opción entre otras. Para el autor francés, el individuo altermoderno podrá
perfectamente vivir en un constante movimiento de ida y vuelta entre espacios como
aeropuertos, coches o estaciones, nuevas metáforas del hogar, y su geografía ya no
estará ligada a un espacio determinado con unas coordenadas socioculturales concretas,
sino que será ya una psicogeografía que irá variando a cada movimiento al que el
individuo se someta.
Ante estos planteamientos, en cambio, nos surge una pregunta esencial: ¿podemos
realmente liberarnos de nuestras raíces, es decir, acceder a una posición desde la que ya
no dependamos de determinismos culturales, de formas y estilos de vida que quedan
grabados en nuestra memoria? La respuesta no está clara, sino que presenta una nueva
cuestión: ¿Y si nunca se tuvo arraigo a lugar alguno, nunca se vivió bajo el
determinismo cultural y las conductas nunca fueron pautadas por un estilo de vida
determinado? Este será el caso, por ejemplo, de muchos de los autores latinoamericanos
nacidos a partir de los años 60’, escritores errantes sin patria, sin raíces a las que acudir
en busca de un inicio, creciendo hacia todas las direcciones que Bourriaud indicaba,
pero no encontrando en ello la realización plena de un modo de vida adaptado al nuevo
contexto social, sino encontrando la incertidumbre sobre el propio yo, sobre quién se es
y a dónde se dirigen los pasos de esa individualidad desarraigada y apátrida.
De todos modos, según afirma Baudrillad en América, “el futuro poder corresponde a
los pueblos sin origen, sin autenticidad, y que sepan explotar tal situación hasta el final”
(Baudrillard, 1987). Al fin y al cabo, ¿quién sabe?
Los no-lugares. Esos espacios del anonimato
«Pavimentaron el paraíso y
construyeron un aparcamiento»
“Big Yellow Taxi”, Joni Mitchell
En el recorrido que hasta ahora venimos haciendo por los entramados más oscuros de la
sociedad, hemos tratado de ofrecer una visión global de esta y del individuo actual que
en ella habita. En el presente capítulo, en cambio, nos centraremos en lo espacial, es
decir, en los lugares (o no-lugares, como veremos) que conforman este tipo de
sociedades y en los que los habitantes de la misma viven y crean sus historias
particulares.
La idea del no-lugar fue lanzada por el francés Marc Augé en un intento de definir el
espacio en el que nos movemos y vivimos en esta sociedad de la futilidad y la fugacidad
más absolutas, y de ciudades culturalmente fragmentadas y étnicamente confusas, como
vimos en el ejemplo del film de Ridley Scott. Como afirma el propio Augé, vivimos en
una sociedad de superabundancia, tanto en lo que a los acontecimientos como a la
información se refiere. La interdependencia del sistema planetario, a modo de
interconexión global, esta idea de exceso e influencia a niveles insospechados, genera
una aceleración de la historia y una dificultad remarcable para pensar el tiempo. Esta
sería la característica fundamental de la sobremodernidad de Augé. La velocidad hace
que las coordenadas espacio-temporales pierdan su significado y se abstraigan de sus
referentes convencionales. De este modo, el lugar, si antes podía definirse (en un
sentido sociológico y antropológico), como un lugar de identidad, relacional e histórico,
“un espacio que no puede definirse ni como espacio de identidad ni como relacional ni
como histórico, definirá un no-lugar” (Augé, 2008). Por tanto, el no-lugar se opone o se
construye en oposición con el concepto de lugar como escenario de cultura localizada
en un tiempo y un espacio.
Estos no-lugares serán, por tomar algunos ejemplos concretos, instalaciones necesarias
para la circulación acelerada de personas y bienes (como vías rápidas, aeropuertos),
medios de transporte, enormes centros comerciales o campos de tránsito prolongado
donde se estacionan los refugiados del planeta. Entre ellos, serán el aeropuerto y los
supermercados los no-lugares más paradigmáticos y propicios para la creación artística
y literaria del afterpop, por lo que tienen de soledad y nuevas formas de identidad.
Augé, en la línea de lo que nosotros ya hemos apuntado, afirma que “la
sobremodernidad impone a las conciencias individuales experiencias y pruebas muy
nuevas de soledad, directamente ligadas a la aparición de no-lugares” (Augé, 2008). Los
lugares antropológicos, por llamarlos de algún modo, crean lo social orgánico; en
cambio, los no-lugares crean una especie de contrato de soledad con el individuo. En
esta situación se genera una desidentificación, es decir, la falta de identidad que el
espacio cultural otorga al individuo, en pos de una identidad cero o neutra, adaptada en
cada momento a las circunstancias específicas. Siendo esto así, el individuo deberá
desempeñar diversos roles, llegando a encontrarse confrontado con una imagen de sí
mismo. El no-lugar, como paisaje, se dirige del mismo modo a todos los individuos que
lo transitan, sin generar ningún tipo de vinculación o de referencias reconocibles. Así,
en el diálogo que el solitario establece con ese espacio, el único rostro y voz que
reconocerá serán los suyos, “rostro y voz de una soledad tanto más desconcertante en la
medida en que invoca a millones de otros” (Augé, 2008). Ya no habrá egos únicos e
irrepetibles, como decía Unamuno, sino que el ser humano será sometido a una especie
de homogeneización por parte de los espacios de anonimato en los que se asienta por
mayor o menor tiempo.
“El pasajero de los no-lugares solo encuentra su identidad en el control aduanero, en el
peaje o en la caja registradora (…) El espacio del no-lugar no crea ni identidad singular
ni relación, sino soledad y similitud” (Augé, 2008).
Y esta similitud entre los individuos responde también a una similitud de esos espacios,
ya que tanto las autopistas como los aeropuertos son iguales en cualquier lugar del
mundo en que se los visite. De este modo se produce una paradoja del no-lugar: el
extranjero, perdido en un país que no conoce, solo se encuentra a sí mismo en el
anonimato de estos lugares, ya que los reconoce como propios (en un contexto que no le
pertenece por motivos socioculturales, geográficos, etc.). El no-lugar, por tanto, a pesar
de desnudar al individuo de su identidad, se la da en momentos determinados o, al
menos, le ofrece referentes conocidos a los que aferrarse y en los que encontrarse
cómodo, “en casa”.
El concepto (y la existencia) del no-lugar será lo contrario a las utopías que hemos
mencionado anteriormente, ya que éste existe y no postula ninguna sociedad orgánica.
El DRAE define utopía como ‘plan, proyecto, doctrina o sistema deseable que parece de
muy difícil realización’, mientras el no-lugar es un plan, proyecto o sistema indeseable
que, lejos de una difícil realización, existe ya en nuestras sociedades.
Esta breve teorización sobre los espacios del anonimato pretende situar los miedos y
temores posmodernos de los que hablábamos (además de los diversos rasgos
definitorios de la posmodernidad que han quedado ya esbozados) en un lugar que
sintoniza con esa misma idea de pérdida de lo trascendental, de lo arraigado, de los
valores fijos y heredados culturalmente, etc., absolutamente ligado al transnacionalismo,
al movimiento perpetuo de los individuos por motivos laborales, económicos, políticos
o turísticos entre otros. La vorágine de la movilidad continua no hace más que generar
desarraigo y la necesidad de amarrarse a algo que otorgue cierta identidad, como son los
no-lugares. No importa de dónde venga uno o adónde vaya, estos espacios del
anonimato siempre van a serle reconocibles y van a reportarle algo de sosiego en la
incertidumbre y el desconocimiento.
Sylviane Agacinski afirma que “la paradoja del lugar dominante de esta humanidad
abstracta, universal y quizá no simplemente burguesa, es que es también un no-lugar, un
ninguna parte, un poco lo que Michel Foucault llamaba una heterotopía” (citado en
Augé, 2008).
Y sí, tal vez sea posible establecer una relación entre la propuesta de Augé y la de
Foucault, así como una trasposición de tales ideas a la esfera posmoderna de nuestra
sociedad. La heterotopía sería algo así como el Aleph de Borges, un lugar que recoge
diversos (todos) elementos que dentro de él caben. Un lugar sin lugar, un no-lugar, al
fin, pero en un sentido algo diferente a las propuestas de Augé. La heterotopía es una
especie de contraemplazamiento, de utopía realizada, donde todos los emplazamientos
reales, todos los demás emplazamientos reales que se pueden encontrar en una cultura
están a un mismo tiempo representados, contestados o invertidos. Son lugares que están
fuera de todo lugar, pero que sin embargo son localizables. Y, al mismo tiempo, son
lugares diferentes a aquellos que reflejan y de los que hablan. La heterotopía es el poder
de yuxtaponer, en un solo lugar real, varios espacios, varios emplazamientos que son
ellos mismos incompatibles entre sí. En este sentido, como decía Kundera, nadie puede
escapar a ninguna parte, ya que todo es una parte en esta sociedad de interconexión
infinita.
La novela “afterpop” o instrucciones para ser posmoderno
«Momento que pasas, ¡deténte!
Eres tan bello»
Fausto, Johann Wolfgang Goethe
Novela y mirada sociológica llevan mucho tiempo caminando de la mano, sobre todo
desde el momento en que Montesquieu sorprendió al público de su época con las Cartas
persas (1721). La unión entre ambas disciplinas encuentra el punto en común en el
hecho de que ambas suponen una observación del entorno social del autor (y de los
personajes), así como una indagación sobre las actitudes de los individuos y los
acontecimientos que tienen lugar. La separación clásica entre ficción y no-ficción como
frontera inamovible que definía a una y a otra, perderá valor, ya que habrá puntos de
solapamiento inevitables.
Los sociólogos siempre temieron tomar como herramienta de construcción de sus
relatos los mecanismos de la literatura, en concreto de la novela, debido a cierto miedo a
no resultar creíbles y suscitar la sensación de fantasía en los receptores. La novela, en
cambio, lejos de un rechazo de la actitud de sociólogo, adopta esta asiduamente, para así
lograr la verosimilitud aristotélica y crear historias que se asemejen al mundo real. En
este sentido, la novela realista del XIX perseguía el objetivo de la minuciosidad en los
detalles del relato, en las descripciones de la sociedad y de sus personajes.
Pero, dejando de lado el temor a la ficción novelesca a la hora de hacer sociología,
¿sería posible hacer sociología con una ficción que parta de una base real? La respuesta
será sí, ya que, al fin y al cabo, ¿qué son las historias de vida? La historia de vida, por
provenir del relato del individuo en cuestión, construido a base de memorias,
emociones, anhelos, miedos y enfados, tiene un fuerte componente ficcional, por lo que
el recuerdo tiene de distorsionador de acontecimientos pasados. Igual que en cierto tipo
de novela, la historia de vida parte de bases reales que, sin embargo, son sometidas a
deformaciones convenientes, bien por una cuestión moral, bien por una cuestión
estética. Por tanto, la frontera ficción/no-ficción no delimitaría tajantemente el punto de
inflexión entre ambas disciplinas.
La novela, como afirma Milan Kundera, es “la gran forma de la prosa en la que el autor,
mediante egos experimentales (personajes), examina hasta el límite algunos de los
grandes temas de la existencia” (Kundera, 1986). En un primer momento, el autor
literario deberá someterse al extrañamiento (término acuñado por el formalista ruso
Shklovski para referirse al distanciamiento al que el lenguaje artístico podía someter a la
realidad), es decir, deberá adoptar una mirada alejada, distanciada de los hechos y del
entorno en el que vive, para así poder captarlo a vista de pájaro, centrándose después en
detalles y sutilezas concretas. Vivimos en sociedades cada vez más complejas, y el
novelista tratará de captar y transmitir esa complejidad, esa opacidad que hace que
ignoremos lo que hay en el entramado social. En este sentido, la sociología estudia la
sociedad y tendrá la posibilidad de contribuir a la ingeniería social, es decir, a la
realización de cambios a través de burócratas que reciben la información y se disponen
a las transformaciones. La literatura no tendrá esa capacidad de influencia (y tampoco lo
pretenderá), sino que su contribución será en torno a la sabiduría colectiva. De este
modo, ambas disciplinas responden a un mismo ideal de conocimiento, pero lo hacen
por vías y técnicas diferentes y, sobre todo, desde puntos de vista diversos, como
podrían ser interior/exterior.
Nuestro mundo, como hemos venido mencionando hasta ahora, cambia a marchas
forzadas y su rutina es la velocidad y la autotransformación. En esta vorágine
imparable, la novela se erige como instrumento de conocimiento y responde, como
decía Francisco Ayala, a necesidades radicales del espíritu.
La novela tratará de deshacer el velo de las apariencias y de las ideologías (en el sentido
en que Marx hablaba) y así desnudar los ojos del lector y ofrecer una visión de la
realidad que derribe las falsedades que en torno a ella circulan. Esto sería un ideal, ya
que la novela también se construye sobre el sentido común y sobre el conocimiento que
los actores sociales tienen (por ser el autor uno de ellos), con todo lo que esto conlleva;
pero a ella se le añade cierta visión objetivista, en primer lugar, y crítica después,
siguiendo la finalidad didáctica que ya desde Cervantes y su Don Quijote se le asignó.
La Regenta de Clarín o Madame Bovary de Flaubert tratarán también de mostrar una
sociedad concreta, con sus engaños y problemas (la sociedad burguesa, en cuyo interior
existe todo un mundo de falsedad e hipocresía).
Por tanto, la novela será un instrumento perfecto (con sus carencias, por supuesto),
combinado con la sociología, para conocer y dar a conocer la realidad social a los
lectores-actores, quienes o bien se verán reflejados en los personajes y acontecimientos,
o bien los negarán, pero siempre rondando en torno a unos u otros hechos presentados
en el relato novelístico.
Llegamos así al momento de presentación de la producción literaria de Agustín
Fernández Mallo, integrante de los afterpop y creador del (mal o bien) llamado Proyecto
Nocilla, una trilogía novelesca constituida por las novelas Nocilla Dream (2006),
Nocilla Experience (2008) y Nocilla Lab (2009). Trataremos de hacer un repaso general
por los temas principales que estas novelas (limitándonos a Nocilla Dream, ya que es la
que abre esta línea estética que las siguientes mantienen) resaltan para construir las
tramas, y así podremos ver cómo todo lo que hasta ahora hemos mencionado en relación
a la posmodernidad, la liquidez de los tiempos, el temor, el espíritu apocalíptico, los nolugares y los nuevos estilos de vida, de consumo y de soledad encuentra en ellas cabida.
Pero, antes de empezar, demos unas livianas pinceladas por el fenómeno del afterpop
como grupo generacional o colectivo literario que sigue unos mismos principios, tanto
éticos como estéticos.
En el último lustro, el panorama literario español ha sido testigo de cambios notorios en
la producción de obras por parte de autores diversos. Entre ellos, encontramos una
especie de grupo (con todas las controversias que el empleo de tal vocablo hace surgir
en las reflexiones teóricas sobre el mismo) que, aunado por cierta sintonía generacional,
se constituye como un embrión de red literaria que trata de definir el contexto
sociocultural y literario: el Grupo de los Afterpop o la Generación Nocilla,
denominación que las periodistas Elena Hevia y Nuria Azancot han acuñado, a pesar del
inconformismo que los autores implicados muestran ante tales categorizaciones.
Dichas producciones se basarán en la plasmación de la condición social en la que nacen,
la llamada era de la implosión mediática, como un modo de enfrentamiento a la misma,
considerando el producto literario como medio propicio para la crítica.
La desconfianza de la que hablábamos en torno a las estructuras sociales y las verdades
dadas de antemano podría equipararse, tal vez y solo a modo de hipótesis, con la
estructura y los cronotopos que la nueva novela emplea, dejando de lado la linealidad y
la construcción sólida de la obra literaria, así como los topoi clásicos mediante los
cuales edificar el producto novelesco, por considerarlos inválidos e ineficientes para dar
a conocer una realidad determinada (la actual posmodernidad o la altermodernidad, si
nos atenemos a los postulados teóricos hasta ahora enumerados). Lo clásico perderá
valor y suscitará desconfianza a la hora de crear, ya que se verá obsoleto para dar cuenta
de los cambios y de la velocidad de los acontecimientos que constituyen la sociedad.
“Lo que me interesa son las pequeñas distorsiones que rompen el discurso o la situación
a la que estamos acostumbrados, de una forma leve, no agresiva”, dirá el autor en una
entrevista.
Fernández Mallo nos presenta un mosaico de historias interconectadas por conductos
invisibles, personajes fronterizos y solitarios, así como una extraña poesía que vive
oculta tras la ciencia. Debido a este último aspecto, el discurso científico, sobre todo
aquel relacionado con la física atómica, estará muy presente en las novelas, y planteará
una crisis en el paradigma del lenguaje literario, ya que este será sometido a una
transformación por medio de la adopción de vocablos de la informática, la biología y la
matemática, que permitan la construcción de nuevas metáforas inscritas en lo que el
autor ha denominado “postpoesía”.
Ya desde el prólogo que Juan Bonilla hace a Nocilla Dream podemos observar esa
hibridación:
Será obvio para el lector que se adentre en Nocilla Dream, que la novela de
Fernández Mallo tiene a bien ser venturosamente experimental. Red de redes.
Rizoma. Arroyo sin fin. Se diría que todo cabe aquí, que el autor va encuadrando
momentos, sensaciones, paráfrasis, utilizando herramientas que la narrativa rara
vez se atreve a usar: las técnicas del collage –y es evidente la huella de Walter
Benjamín-, el zapping. Dota al relato de una aceleración que imprime en las
imágenes que van pasando una sensación de real irrealidad, de borrosa nitidez.
¿Quién narra aquí sino, precisamente, un ser-entre, un intermezzo, un ojo que va
acaparando noticias, emulsiones, rostros? Lo mínimo que se le puede pedir a una
narración es que traslade su pálpito a quien la consume, a quien la crea
restituyéndole algo del sentido que le dio quien la creó. Y en ese sentido
Fernández Mallo sabe cómo contagiar la velocidad de lo escrito y va
haciéndonos saltar por los fragmentos de su novela con una insólita sensación de
vértigo. Este es uno de los logros principales de su novela (Fernández Mallo,
2006).
En este sentido, vemos cómo la sociedad y su vorágine tienen una gran influencia en la
creación novelística, ya que la realidad, fragmentada y heterotópica, genera una
fragmentación en las estructuras y una hibridación de varios géneros y discursos a modo
de collage que permita reflejar fielmente esa realidad que se construye sobre miles de
posibilidades que se abren a un mismo tiempo, es decir, sobre la monstruosa base de la
globalización. Como afirma el narrador de Nocilla Dream, “esa en la gran ventaja de la
globalización, que puedes tomar Tex-Mex en China y bambú hervido en un pueblo de
Texas” (Fernández Mallo, 2006).
Lo que el autor tratará de narrar, en última instancia, será la soledad del individuo y su
modo de vida. Así, los personajes de estas novelas viven aislados en sus casas, en sus
ordenadores o en las llamadas micro naciones (existentes ya en la realidad), sin lograr
crear vínculos afectivos o creándolos únicamente por medio de Internet o infidelidades
para con sus parejas. Las relaciones que se presentan son superficiales y no van a
ninguna parte. Ante la soledad y la desolación, bienvenido será el consumo para estos
seres que no tienen nada más a lo que aferrarse y en lo que verter sus esperanzas.
La individualidad y su relación con la sociedad de consumo, o los caracteres
cosmopolitas, generarán historias en las que las identidades de los protagonistas sean
identidades en tránsito (debido también al constante movimiento al que los personajes
se ven sometidos, viajando de un lugar a otro por trabajo o por motivos económicos 1)
nunca fijas ni satisfechas. El narrador de Nocilla Dream, en un momento dado, afirma
que:
Dentro de nosotros existe otra ciudad si cabe aún más compleja; el sistema de
venas, vasos y arterias por las que circula el torrente sanguíneo, una ciudad que
no posee ni grifos, ni aberturas, ni desagües, solo un canal sin fin cuya
circularidad y constante retorno consolida un “yo” en el que salvarnos de la fatal
dispersión de nuestra identidad en el universo. Un desierto que no avanza, un
tiempo mineralizado y detenido llevamos dentro. De ahí que el “yo” consista en
una hipótesis inamovible que al nacer se nos asigna y que hasta el final sin éxito
intentamos demostrar (Fernández Mallo, 2006).
El argumento, por llamarlo de algún modo, se desarrolla en no-lugares virtualmente
semejantes a aquellos a los que
cientos de millones de ciudadanos del mundo
accedemos a diario: las electrónicas entrañas de los servidores de red del planeta, zonas
donde la personalidad puede ser suplantada y la vida inventada, lugares donde la
1
En este sentido, encontramos mexicanos que viven en EEUU, trabajando en almacenes ilegales que
envían ropa a Mozambique; trabajadores americanos en Pekín; Kenny, un vagabundo estadounidense que
vive en el aeropuerto de Singapur y termina instalándose en una micronación; Ted, quien vive en la
Isotope Micronation a 65 metros bajo el desierto de Nevada; Jorge Rodolfo, un poeta argentino que vive
solo en un apartahotel en las afueras de Las Vegas, preocupado porque ha perdido su fe en Borges; o una
pequeña comunidad constituida por norteamericanos al sureste de China, en la provincia de Tsau-Chee.
máscara se convierte en el verdadero rostro. Estas identidades rizomáticas encontrarán
similitud con la estructura fragmentaria e interconectada, rizomática al fin (es decir,
fluida y no-jerárquica, malla de significaciones conectadas unas a otras, una especie de
simultaneidad múltiple), de las novelas, empleando los términos de Deleuze y Guattari
en Mil mesetas, donde presentan la siguiente idea, aplicable también a las novelas que
nos ocupan:
Un rizoma no comienza y no termina, siempre está en el medio, entre las cosas,
es un ser-entre, un intermezzo. El árbol es filiación, pero el rizoma es alianza,
únicamente alianza. El árbol impone el verbo “ser”, pero el rizoma tiene por
tejido la conjunción “y…y…y…”. En esta conjunción hay fuerza suficiente para
des-enraizar el verbo ser (…) Entre las cosas, no traza una relación localizable y
que va de uno a otro, y recíprocamente, sino una dirección perpendicular, un
movimiento transversal que lleva uno al otro, arroyo sin comienzo ni fin, que
socava las dos orillas y toma velocidad entre las dos (Deleuze y Guattari, 2004).
Y así será también la vida de estos individuos, una forma o estilo de vida fragmentado,
interconectado con diversos lugares (por motivos que obligan al individuo en cuestión a
moverse constantemente) y con ninguno al fin, anclado en no-lugares en los que
desarrolla acciones motivado por el temor, acciones líquidas que no llevan a ninguna
parte, sino que se mantienen en la superficialidad que el propio mercado y las pautas de
consumo le imponen.
Nocilla Dream epitoma el mundo que se nos ha avecinado, esa posmodernidad o cara
oscura de la sociedad del conocimiento y el progreso, sin tal vez habernos dado cuenta.
En opinión de varios autores, en el ámbito de la literatura será ya difícil distinguir entre
las novelas contemporáneas y las de ciencia ficción. Con el abandono de las técnicas
que nos ayudaban a comprender e incluso a vencer la complejidad, los escritores nos
transmiten su propia confusión sobre quiénes son y cómo responder a mundos extraños
y escindidos de cualquier tipo de superficie y significante.
En efecto, la atmósfera que Fernández Mallo crea para estas novelas es un ambiente
desarraigado, situado en zonas desérticas (el desierto será para Baudrillard un
hiperespacio ulterior ya sin origen ni referencias), clubs de carretera, ciudades como
Shangai, donde los personajes no se encuentran a sí mismos, salvo en no-lugares como
los aeropuertos o los supermercados, donde consumen y reconocen una identidad que
los demás espacios no les conceden. No existirán vínculos afectivos, no habrá familias
y, en los casos en que sí, estarán desestructuradas por falta de afecto, no habrá amistad
ni compañerismo, no habrá solidaridad. Pero sí miedo, miedo a la soledad que acucia a
los personajes, miedo a la infelicidad en la que viven sumergidos. Ante esto, la única
opción la ofrecerá o bien el silencio y el abandono del cuerpo a sus necesidades más
básicas, o bien el consumo y la red, donde el individuo pierde la noción de la realidad y
se ilusiona con una vida mejor, aunque esta no llegue a desarrollarse más allá de una
pantalla que termina por enrojecerle los ojos.
Las ciudades apenas aparecerán, pero cuando lo hagan su arquitectura no se diferenciará
de tantas otras, los elementos de la globalización serán perceptibles en ella, con una
fuerte presencia de lo asiático y de lo americano, del mismo modo que puede observarse
en Blade Runner. La homogeneidad de las formas y del desierto (Nevada) en el que se
desarrollan los acontecimientos imprimirá también una homogeneidad en las
personalidades, que no resaltarán en nada y que responderán a tipos de individualidad
fijados por la posmodernidad o por la desarraigada altermodernidad. Como se afirma en
la novela, al hilo del occidentalizado crecimiento de la ciudad de Pekín, “en nada se
diferenciará de un desierto [de edificios] de España, Marruecos, Mongolia o
Norteamérica” (Fernández Mallo, 2006). Como una vez afirmó Levi-Strauss, la
fatalidad exclusiva, la única tara que puede aquejar a un grupo humano e impedirle
realizar plenamente su naturaleza, es estar solo. Y este será el mayor problema con el
que los personajes de Fernández Mallo toparán.
Conclusión
«El conocimiento es la única razón de la novela,
surgida siempre de una pregunta sobre
la sociedad humana»
Milan Kundera
Tras este recorrido por los entramados de la sociedad y de los individuos que la habitan,
concluimos reflexionando sobre cómo la novela sigue manteniendo intacta su capacidad
para servir de instrumento de conocimiento sobre el mundo.
Hemos hablado de posmodernidad como el reverso de la globalización positiva y de la
sociedad del conocimiento y del progreso, una posmodernidad que desciende a los
infiernos y nos muestra el lado más grotesco de una apacible superficie, donde los
monstruos de la razón que dormita aparecen y amenazan con quedarse.
Asimismo, hemos observado la proliferación de los llamados no-lugares como
consecuencia inevitable de la globalización, de la interconexión global y de la pérdida
de valores arraigados y permanentes en nuestras sociedades, que se rigen por la
homogeneización y la velocidad sin límites.
Fue la literatura la que nos trajo a reflexionar sobre todo ello y será en la literatura
donde encontremos el trasunto de todo lo que hasta aquí hemos dicho. Novela y
sociología, por tanto, van de la mano en el descubrimiento de la posmodernidad, en el
sumergimiento en ese oscuro y tenebroso tejido del cual no se saldrá ileso.
Y terminamos, como buenos posmodernos, poniendo en entredicho lo afirmado y
sentenciado hasta ahora y planteándonos que tal vez lleguemos tarde para hablar de
posmodernidad, que tal vez nuestro discurso quede caduco, si es que creemos que
apenas hemos avanzado en algo, que apenas llegamos a una “realidad otra”, como diría
el argentino Julio Cortázar; que tal vez hayan quedado atrás, rezagados, los postulados
más oscuros de los intelectuales más brillantes, las profecías apocalípticas del temeroso
ser humano. Pero, ¿y si no fuera así?
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