La enjundia de las presas INGENIERÍA FERNANDO SÁENZ RIDRUEJO L a época navideña es propicia para los regalos de libros y son muchas las empresas que encargan libros “de prestigio” para repartir entre sus clientes. Suelen venir tales libros lastrados por su carácter propagandístico. Hacen hincapié en el brillo del papel couché, en el grosor de las tapas y en la calidad de las fotos; pero el texto suele ser un mero excipiente, pues se da por hecho que el posible destinatario no va a tener tiempo de leerlo. A veces, por supuesto, hay excepciones; pero, en tales casos, aparece un problema que impide su difusión. Al ser objetos de regalo van a parar a instituciones que no los aprecian y a clientes que, a lo sumo, se limitan a ojearlos. Aquellos a quienes podrían interesar no tienen acceso a ellos y, normalmente, ni siquiera llegan a enterarse de su existencia, pues, dado su carácter no venal, quedan al margen de los circuitos comerciales. Por esa razón, queremos ahora referirnos a un excelente libro navideño, que, a nuestro entender, viene a llenar un hueco sensible en la literatura técnica. Se trata de La enjundia de las presas españolas, obra escrita por Miguel Aguiló y editada y distribuida por ACS. Las presas españolas, después de que durante los años cincuenta y sesenta se convirtieran en un estandarte del franquismo, han pasado a tener tan mala prensa que, incluso en regiones en que el agua es una demanda social insoslayable, han tenido que ser construidas casi de tapadillo. Los técnicos que las proyectan y explotan no han sabido mostrar de forma sencilla y clara el papel de tales obras, que han sido impulsadas por políticos de todas las ideologías y cuya tradición no viene del régimen de Franco, sino de dos mil años atrás. Las presas españolas se enfocan en este libro desde tres perspectivas distintas, dando una primera pincelada histórica y estudiando la evolución de las diferentes tipologías. Se realiza después una revisión de carácter geográfico, analizando, cuenca por cuenca, la razón de ser de los aprovechamientos que en cada una de ellas se han desarrollado. Por último, el autor se centra en algunos ejemplares de presas, no necesariamente las más grandes ni importantes, que por razones estéticas, paisajísticas o de cualquier otro tipo le han llamado la atención. Procura, siempre que puede, encontrar y poner de relieve las figuras de los creadores de presas, de los individuos concretos que las han hecho posibles y que, a menudo, quedan escondidos bajo las siglas de las instituciones y sociedades para las que trabajaron. Un libro así sólo podía ser escrito por Miguel Aguiló que, con entusiasmo y energía increíbles, ha recorrido España visitando, fotografiando y obteniendo información de primera mano sobre las presas más recónditas de nuestra geografía. Catedrático de Arte y Estética de las Obras Públicas y sin dedicación, por lo tanto, al mundo de las presas, aporta una visión distanciada, más amplia y certera que la del mero especialista. La ingeniería en la pintura de Regoyos La amplia selección de la pintura de Darío de Regoyos (1857-1913) que se ha expuesto en la madrileña sala de la fundación Mapfre permite contemplar reunidas por primera vez muchas obras que se encuentran dispersas en colecciones particulares, dentro y fuera de España. En esta nota sólo queremos llamar la atención sobre la importancia que la ingeniería tiene en el conjunto de su obra, lo que, por otra parte, es común en la mayoría de los artistas europeos de su época, deslumbrados por los progresos de la técnica durante la segunda mitad del siglo XIX. Como en el catálogo de la exposición se señala, fue Regoyos hijo de Darío de Regoyos Molenillo, “arquitecto e ingeniero”, nacido en 1815 en la localidad vallisoletana de Cabezón de Pisuerga. Siempre he dado por hecho, sin ningún documento que lo acreditase, que Regoyos Molenillo era hijo de Domingo de Regoyos, uno de los doce ingenieros que salieron de la Escuela de Caminos y Canales, fundada por Agustín de Betancourt en el palacio del Buen Retiro. Sabemos, sin embargo, que a principios de 1817 Domingo estaba destinado en Trujillo y este dato no avala esa presunta paternidad. El pintor, a su vez, vino al mundo en Ribadesella en 1857. Desde su infancia debió de estar familiarizado con el mundo ferroviario, para el que su padre trabajó, y tanto los trenes como los viaductos y puentes de ferrocarril aparecen, a veces sin motivo aparente, en muchos de sus lienzos. En no menos de quince óleos, que abarcan un periodo de más de treinta años, hemos detectado la presencia y el prestigio de la técnica. El primero de ellos, que data de su primera etapa belga, es el sombrío Alrededores de Bruselas (1881), dominado por un tosco castillete de mina. El siguiente, La estación (1883), no representa una obra de ingeniería sino su ambiente: la gente subiendo al tren en la estación de Irún. Pasan varios años hasta que la técnica vuelva a asomarse a un cuadro de la exposición. En De camino a la corrida, San Sebastián (1892), una muchedumbre endomingada camina, rumbo a los toros, por la ribera del río y, al fondo, cerrando el horizonte, se nos presenta un puente de tres arcos escarzanos. Queda perfectamente definido el puente tipo de carretera de mediados del siglo XIX, con arcos y pilas de sillería —azulada en este caso— y tímpanos de ladrillo rojo. De 1896 datan dos de los cuadros ferroviarios más conocidos de Regoyos y ambos están expuestos en la muestra que comentamos: El viaducto de Ormaiztegui y Semana Santa en Castilla. El primero, cuadro de composición casi infantil, representa uno de los puentes ferroviarios más famosos del XIX español. Es una larga viga cajón de rejilla tupida, apoyada sobre dos pilas de sillería. El segundo representa una procesión de monjes encapuchados desfilando por un camino en trinchera sobre el que vuela un arco de fábrica que, en ese momento, está siendo atravesado por el tren. Se inserta en la serie, un tanto tópica, de la “España negra”. La tradición, personificada en los penitentes, contrasta con la modernidad que, en aquel momento, representaba el ferrocarril. También conocido es El tren en Pancorbo, de 1902. El desfiladero de Pancorbo, en el camino entre Burgos y Vitoria, había sido un motivo constante en las descripciones que de la España pintoresca hacían los viajeros románticos de finales del siglo XVIII y primera mitad del XIX. Desde Humboldt a Gautier, todos ellos habían pasado con espanto bajo los peñascos calcáreos del desfiladero, creando un hálito de misterio que sólo desapareció cuando, en los años sesenta, se inauguró la línea férrea entre ambas poblaciones. Es lógico, por lo tanto, que a instancias de los compañeros belgas con los que hizo la serie de la “España negra”, Pancorbo fuese un motivo repetido por Regoyos. Ahora, sin embargo, el interés del cuadro se centraba, no tanto en la abrupta geología, como en el puente, el túnel y el tren en que los viajeros atravesaban el sitio. El miedo a la naturaleza se había transformado en admiración por la técnica. En toda la obra de Regoyos, la luz INGENIERÍA La misma motivación pintoresca hay que buscar en el cuadro El Tajo de Ronda, que data de 1904. Aquí no se nos representa la inmensa mole del puente dieciochesco que casi tapona el valle. Se trata de una perspectiva del Tajo desde el sitio del puente, en la que se representa, al fondo, un puentecillo de menor porte. De 1906 datan tres obras que son sendos homenajes a la luz. Hacía bastantes años que la electricidad había penetrado en las grandes capitales, pero su uso no estaba aún generalizado y el alumbrado eléctrico seguía gozando del prestigio de lo novedoso. Uno de los cuadros se denomina precisamente Luz eléctrica en Castilla y representa una casa en Burgos con las ventanas encendidas. Otro es una vista nocturna de El puente de Santa Catalina, en San Sebastián. Se trata de una estructura de dos arcos de los que sólo uno pasa sobre el río. Sobre una gran pila central, cuyos tajamares se prolongan hasta la coronación, apoyan dos grandes luminarias. El tercer cuadro representa Los Altos Hornos de Baracaldo, también en vista nocturna. Allí, como en un homenaje a la técnica, aparecen un puente de tres ojos sobre un ramal de la ría, una chimenea humeante y la gran llamarada de un horno, torpemente representada, en forma de globo. y las sombras juegan un papel importante, pero estas últimas suelen ser unos chafarrinones de tal dureza y tan arbitrariamente distribuidos que, con independencia de su eficacia cromática, repugnan a todo el que tenga un mínimo sentido de la perspectiva. A los últimos años del pintor corresponde media docena de cuadros portuarios. A excepción del último —una vista de la bocana del puerto de San Juan de Luz, que data de 1911—, están pintados en la ría de Bilbao y su entorno. Uno representa a la escuadra alemana anclada en el puerto bilbaíno, otros son vistas de los muelles o de las riberas, con trenes y vías férreas, y hay uno, titulado Las Arenas y el transbordador, que representa unas casas y huertas de aquel barrio, que aún tenía por entonces un aspecto absolutamente rural. Por encima de las casas asoma una desmañada esquematización del impropiamente llamado “puente colgante”, el transbordador construido por Alberto del Palacio entre Algorta y Portugalete. A estos óleos de su última etapa hay que añadir un grabado, fechado en 1908, que representa el muelle de Portugalete. Quizás el gran ausente, en esta muestra de obras ingenieriles de Regoyos, sea el cuadro de El puente del Arenal, de 1910, en que se representa el famoso puente bilbaíno que construyó Adolfo de Ibarreta. Como no podía ser menos, en ese lienzo, robando espacio y prelación al puente, aparece también una locomotora que sale de un túnel lanzando al aire nubes de vapor. Regoyos es un pintor tremendamente irregular que no alcanzó nunca el rigor y la calidad de su maestro Haes; pero que viajó por Europa conociendo y asimilando diversas técnicas y estilos. Su pintura amable y colorida, puntillista a veces, rayana siempre en lo “naif”, ha sido pasto fácil de los falsificadores. Esos cuadros que reflejan el progreso del País Vasco, apreciados por los industriales vizcaínos para colgar en el caserío o en la fábrica, han tenido siempre un buen mercado. Y aunque mucho de lo que lleva su firma sea endeble, no todo lo que se le atribuye es seguramente suyo. En cualquier caso, si no pasa a la historia de la gran pintura, siempre quedará como cronista de la época en que le tocó vivir, testigo de nuestra modesta revolución industrial. Comunidad de Madrid. En cambio, al escribir estas líneas no tiene aún fecha la puesta en servicio del tramo de Madrid a Lérida, que forma parte de la futura línea de alta velocidad hasta Barcelona y la frontera francesa. Da la sensación de que algún imprevisto en la entrega del material móvil o del equipamiento de seguridad está retrasando una inauguración que, por lo que a la infraestructura se refiere, podría haberse ya realizado. Otra cosa es que el tramo abierto al tráfico tenga una repercusión mucho más reducida de la que tendrá la línea cuando llegue a Barcelona y a Francia. Examenes parciales La ejecución de las obras públicas suele durar más de una legislatura, por lo que lo normal es que las inaugure un ministro distinto del que las promovió. De todas formas, cuando se acercan las fechas electorales, todos los gobernantes procuran terminar los deberes, forzando, si es preciso, los plazos constructivos, para no presentarse ante los ciudadanos con las manos vacías. En esta línea, se anuncia la puesta en servicio de algunas de las obras más llamativas de los últimos años. Dios mediante, tendremos ocasión de referirnos con calma a algunas de ellas. Baste ahora enunciarlas. En lo que al túnel de Somport se refiere, es una obra notable que viene a llenar una aspiración de los aragoneses y a restañar, en parte, la herida abierta por la clausura del ferrocarril de Canfranc. Pero, igual que ocurrió con otras obras transfronterizas, como la autopista de Barcelona a La Junquera en su día o, actualmente, el tren de alta velocidad, da la sensación de que es bastante reducido el entusiasmo que las autoridades francesas sienten por unas líneas de comunicación que se llevan el turismo hacia el sur de los Pirineos. El túnel no será plenamente operativo mientras en su vertiente norte no se mejore una red de carreteras obsoletas. Se acaba de abrir al tráfico el túnel carretero de Somport y se ha fijado para marzo la inauguración del Metro Sur, el proyecto estrella de Ruiz-Gallardón para la Nostalgia del tren A mediados de enero se ha clausurado la exposición de los trabajos presentados al XVI concurso de fotografías ferroviarias, convocado por la Fundación de los Ferrocarriles Españoles. Se han exhibido durante un par de meses en el vestíbulo principal de la estación de Chamartín. Cabría pensar que, al impulsar estos concursos, Renfe trata de promocionar el uso del tren y, en este sentido, parecería lógico que se premiasen preferentemente las fotografías que reflejan la deseada imagen de modernidad ofrecida por las nuevas líneas de cercanías y por los trazados de alta velocidad. Pero tal vez la sensibilidad de los artistas encuentre menos inspiración en los asépticos trenes actuales que en los desvencijados convoyes de nuestra juventud. El caso es que la mayoría de los trabajos presentados recogen escenas y momentos de los trenes más vetustos y de los tinglados y talleres más abandonados, aunque para ello hayan tenido que viajar a lejanos países del tercer mundo. Y es que, aunque empecemos a ver el tren como el transporte del futuro, en nuestro subconsciente sigue operando la nostalgia de otros tiempos y de otros trenes. Esa misma nostalgia se percibe en el libro colectivo llamado Las geometrías del tren que ha editado la Fundación Esteyco. Javier Rui-Wamba ha remitido a sesenta personas de distintas profesiones y procedencias un fajo de curiosas fotos ferroviarias y cada uno ha comentado en un par de folios lo que alguna de imágenes le sugiere. La inmensa mayoría, incluido quien esto escribe, ha optado por revivir antiguos recuerdos de los trenes de otra época y sólo unos pocos esas se han sentido deslumbrados por los relucientes trenes de alta velocidad. Si en el siglo XIX veían en el tren un símbolo del progreso, en el siglo XXI somos más reacios a rendirnos ante esa clase de ídolos. Acaso empezamos a pensar, con Paul Valéry, que el futuro ya no es lo que era.