Grandes intérpretes MÚSICA ÁLVARO MARÍAS H a desfilado por Madrid un buen número de intérpretes de primera fila, de los que hacen historia o de los que hace mucho tiempo que forman parte de ella. Juventudes Musicales de Madrid nos regaló con una actuación de Rostropovich como violonchelista, lo que nada tiene que ver con sus frecuentes visitas como director. Cada vez es más difícil escuchar, arco en mano, a Rostropovich: como cellista es el ruso, con toda justicia, una leyenda viviente, uno de los más asombrosos instrumentistas de nuestro tiempo... y de cualquier tiempo. Músico completo, de asombrosa capacidad, prolífico — aunque muy discutible— director y considerable pianista, ha sido sin posible discusión el gran cellista de su instrumento de la segunda mitad del s. XX, del mismo modo que Casals lo fue durante la primera mitad. A diferencia del catalán, cuyos gustos musicales fueron de un lamentable tradicionalismo, es Rostropovich un músico comprometido con su época, que ha colaborado de manera capital a incrementar el repertorio moderno de su instrumento y que no ha dudado nunca en tocar cuantas obras le han sido dedicadas. Colosal intérprete de la música romántica y del s. XX, Rostropovich ha cultivado mucho menos, y con desigual acierto, el repertorio dieciochesco. Y, sin embargo, ha hecho siempre maravillas con los dos conciertos de Haydn. Es una lástima que siempre le escuchemos en Madrid el Concierto nº 1 en Do mayor, como si no existiera el bellísimo en Re mayor. Claro que el primero de los conciertos de Haydn es de tan extremado virtuosismo, y lo que hace con su último movimiento Rostropovich tan inconcebible, que no puede extrañarnos demasiado que el músico de Baku acabe decantándose casi siempre por esta obra. Rostropovich la tocó de una manera deslumbrante. Quizá se lo hayamos escuchado en otras ocasiones con limpieza y perfección aun mayores, pero es probable que nunca se lo hayamos oído tan musical, tan refinado, tan dieciochesco. Hubo portentoso virtuosismo ¡qué tempo suicida el del rondó final!, pero no exhibicionismo técnico. Esta vez nos deslumbró su arte más por la belleza apolínea del sonido que por su proverbial poderío. Pocas veces hemos escuchado a Rostropovich con tanto refinamiento, con un sonido tan transparente y tan libremente resonante —hasta el punto de recordarnos a grandes violonchelistas franceses, como Gendron o Navarra—, tan libre de concesiones a la galería. Y qué manera de frasear el adagio, con mil matices dentro del piano, manteniendo prodigiosamente la tensión del fraseo a lo largo de períodos inusitadamente largos. Para terminar, ya fuera de programa, fragmentos de las Suites de Bach, que tocó también en un grado de refinamiento muy superior al de otras ocasiones, haciéndonos olvidar los exagerados efectos tímbricos o la dinámica y el vibrato de corte romántico a los que nos tiene acostumbrados. Una gran tarde de un músico formidable en su momento de absoluta madurez. De nuevo Barenboim, esta vez como pianista, con sendos recitales para Ibermúsica y Subaru (a beneficio de “Mundo en Armonía”) y para Juventudes Musicales. En la primera de las veladas, dos sonatas de Beethoven (Pastoral y la nº 28, Op.101) y los dos primeros cuadernos de la Iberia de Albéniz. En el segundo, nada más y nada menos que las tres últimas sonatas de Beethoven. El argentino tocó la Iberia aun mejor que en su recital santanderino del verano pasado. La obra ha madurado de entonces a acá, técnica y musicalmente. Esta vez la tocó con más poderío, con un pianismo de mayor brillantez y exuberancia, colocando toda la hojarasca ornamental de la barroquísima escritura albeniziana no tan en segundo plano. Su Iberia se va haciendo más netamente española, más viril y garbosa, dentro de una concepción general dominada por el refinamiento y por la ensoñación. Un estúpido incidente con las toses de nuestro catarroso público sirvió para que Barenboim se enfadara un poco, lo que no hizo sino beneficiar a su interpretación que a partir de ese momento fue más comprometida y arriesgada. Y ¿qué decir de su Beethoven? Baste con recordar que es uno de los más grandes intérpretes de la música del músico de Bonn de todos los tiempos. Y que, siendo un pianista formidable, en Barenboim está siempre primero el músico y después el instrumentista. Hay bastantes grandes pianistas, pero talentos musicales como el suyo se dan muy pocas veces a lo largo de la historia. Sus tres últimas sonatas de Beethoven supusieron un encuentro —un reencuentro— con la música en su estado más puro, desde la sabiduría y desde la inspiración. Hubo momentos que ningún verdadero amante de la música borrará jamás de su memoria. Dentro del Ciclo de Lied de “La Zarzuela”, nos visitó Anne Sofie von Otter. La gran mezzosoprano sueca es una cantante extraordinaria. Su voz bellísima, su técnica perfecta, sus grandes dotes escénicas y su elegancia natural hacen de ella una artista de gran envergadura de la que se puede esperar lo mejor. Y, sin embargo, su recital, siendo excelente, no estuvo a la altura que una carrera como la suya podía augurar. Baste con decir que en un programa —poco apasionante, por cierto— formado por una selección de canciones suecas de corte tardorromántico, por canciones de Schubert, de Cécile Chaminade y de Kurt Weill, la cota más baja se dio, sin lugar a dudas, en Schubert, y la más alta con Kurt Weill. La Von Otter cantó esplendorosamente bien, pasó revista a los numerosos recursos de su canto, demostró ser sumamente inteligente y versátil... Quizá admiró, quizá convenció, pero creo que no emocionó a nadie. ¿Que saca un gran partido a las inofensivas canciones de la Chaminade? Indudable. ¿Que mostró una gran dominio de la voz y de la escena en Weill? Igualmente indiscutible. Pero su arte, por inteligente y dotado que sea, es también estudiadamente artificial, tiene un punto de amaneramiento —que incautamente desveló con excesiva claridad con un horrible “Belén, campanas de Belén”— que le impide llegar a ser una intérprete verdaderamente grande. Un recital de una formidable cantante, pero no de una formidable artista. MÚSICA Sólo pudimos escuchar la segunda parte del recital de Evgueni Kissin para Ibermúsica. El joven ruso es un pianista sencillamente increíble. Su virtuosismo prodigioso está en la línea del de Rachmaninov. Horowitz, Richter o Gilels. La exhibición que hizo en sus bises lo acreditan como uno de los más increíbles malabaristas del teclado del momento. En sus inicios tenía una única limitación técnica: el sonido no era de primerísima categoría. Pues bien, hoy sí lo es. Sus Cuadros de una exposición son comparables a los más ilustres de la historia: a los de Richter o Weissenberg; tan virtuosos pero más musicales y sin el amaneramiento de los de Pogorelich. Kissin nos dejó boquiabiertos. El ciclo “Liceo de Cámara” nos ha ofrecido una integral de las Suites para violonchelo de Bach tocada con cello barroco por el alemán Pieter Wisperlwey. El breve ciclo ha sido extraordinariamente interesante. Estamos ante un consumado instrumentista, que tocó las seis suites de memoria, con un dominio absoluto y una total claridad de ideas. Es Wisperlwey uno de esos músicos que saben hacerse totalmente con la atención del público, entre otras cosas porque posee una cualidad fundamental —aunque infrecuente—: hacer música con el silencio tanto como con el sonido. El silencio que se escucha es un requisito imprescindible para las Suites de Bach. Wisperlwey toca Bach de manera extremadamente personal: su rubato es tan acusado, y sus cambios de tiempo tan notables, que a veces cuesta trabajo creer que un movimiento —como el Preludio de la Suite nº 1— esté enteramente escrito en semicorcheas. La gran separación entre frases, las largas paradas sobre una nota, el dejar respirar a a la música en medio de una serie de notas iguales, parecen rasgos más propios de un instrumentista de viento que de uno de arco. Algunas lecturas rítmicas —por ejemplo, la exagerada duración de la corchea en los ritmos de corchea + 2 semicorcheas— son altamente personales. Y, sin embargo, no se debe deducir que estemos ante un intérprete caprichoso o anárquico. En absoluto; todo lo que hace está pensado y requetepensado y sin duda es estilística e históricamente justificable, aunque esté muy lejos — posiblemente por fortuna— de lo que se suele denominar, con expresión un tanto ridícula, una “interpretación standard”. También el excelente ciclo “Liceo de Cámara” nos trajo una vez más al Cuarteto Alban Berg. Esta formación es uno de los más grandes monumentos de la música de cámara actual. A la más espeluznante calidad técnica suma este conjunto un talento musical y una claridad de ideas interpretativas del todo infrecuente entre los cuartetos de hoy. Mozart, Beethoven, Janácek, Shostakovich y Rihm fueron las escalas del fascinante periplo del Alban Berg. Sus dos actuaciones fueron portentosas. ¡Y eso que los hemos escuchado aun mejor! Opera Desigual ha sido el saldo de las tres últimas óperas del Real. El Così fan tutte se benefició de un buen reparto y de la dirección musical de Jesús López Cobos, que fue absolutamente impecable en lo técnico y en lo estilístico, hasta el punto de que era difícil creer que estábamos escuchando a la Sinfónica madrileña, y no a una orquesta extranjera de las de campanillas. Conseguir eso tiene mucho mérito y hay que proclamarlo bien alto. Pero tampoco hay por qué omitir que la perfección técnica no se correspondió en absoluto con la altura musical. Un Così no puede ser aburrido, y éste lo fue. Mozart es Mozart, pero si se le quita su grandeza, su emotividad, su inmensa alegría —esa alegría tan grande que dan ganas de llorar, como decía el inolvidable Bruno Walter—, puede llegar a parecerse alarmantemente a cualquiera de sus contemporáneos. De no haber conocido —y amado— la obra, no nos habría parecido este Mozart muy superior a Paisiello, Salieri, Dittersdorf o cualquier otro músico de la época. Claro que la puesta en escena, pretenciosa, pedante y boba de Josep Maria Flotats —ya no saben los directores de escena qué hacer para llamar la atención— no era especialmente inspiradora. Bromeaba un músico muy sabio diciendo que no sabía que el Così sucediera ante la fábrica de cervezas de la calle Amaniel. ¡Quia, no fuera malo! No concedo más allá que ante una fábrica de tuercas en el barrio obrero más sórdido de la Barcelona de la posguerra. Cosas veredes. El saldo más favorable se lo llevó el Pelleas y Melisenda de Debussy, sobre todo a causa de la dirección ejemplar de Armin Jordan, que dio una lección de talento y musicalidad. Y es que en una ópera la batuta es aun más importante que las voces. Jordan contó con una puesta en escena discreta y de buen gusto —en la que se echó mucho de menos la húmeda frondosidad del bosque, demasiado bien recreada por la música de Debussy como para escamoteársela a la vista— y con un buen reparto. María Bayo tuvo una de las actuaciones más felices que le recordamos y logró cantar una Melisenda musical y tímbricamente muy bella. Es indudable que no da el tipo físico y que el personaje es más complejo y misterioso, pero es un papel muy difícil que defendió con categoría y que tendrá tiempo de madurar.