Num124 013

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Grandes
intérpretes
MÚSICA
ÁLVARO
MARÍAS
H
a desfilado por Madrid
un buen número de
intérpretes de primera
fila, de los que hacen historia o de
los que hace mucho tiempo que
forman parte de ella.
Juventudes Musicales de Madrid
nos regaló con una actuación de
Rostropovich
como
violonchelista, lo que nada tiene
que ver con sus frecuentes visitas
como director. Cada vez es más
difícil escuchar, arco en mano, a
Rostropovich: como cellista es el
ruso, con toda justicia, una
leyenda viviente, uno de los más
asombrosos instrumentistas de
nuestro tiempo... y de cualquier
tiempo. Músico completo, de
asombrosa capacidad, prolífico —
aunque muy discutible— director
y considerable pianista, ha sido
sin posible discusión el gran
cellista de su instrumento de la
segunda mitad del s. XX, del
mismo modo que Casals lo fue
durante la primera mitad.
A diferencia del catalán, cuyos
gustos musicales fueron de un
lamentable tradicionalismo, es
Rostropovich
un
músico
comprometido con su época, que
ha colaborado de manera capital a
incrementar el repertorio moderno
de su instrumento y que no ha
dudado nunca en tocar cuantas
obras le han sido dedicadas.
Colosal intérprete de la música
romántica y del s. XX,
Rostropovich ha cultivado mucho
menos, y con desigual acierto, el
repertorio dieciochesco. Y, sin
embargo, ha hecho siempre
maravillas con los dos conciertos
de Haydn. Es una lástima que
siempre le escuchemos en Madrid
el Concierto nº 1 en Do mayor,
como si no existiera el bellísimo
en Re mayor. Claro que el
primero de los conciertos de
Haydn es de tan extremado
virtuosismo, y lo que hace con su
último movimiento Rostropovich
tan inconcebible, que no puede
extrañarnos demasiado que el
músico
de
Baku
acabe
decantándose casi siempre por
esta obra. Rostropovich la tocó de
una manera deslumbrante. Quizá
se lo hayamos escuchado en otras
ocasiones
con
limpieza
y
perfección aun mayores, pero es
probable que nunca se lo hayamos
oído tan musical, tan refinado, tan
dieciochesco. Hubo portentoso
virtuosismo ¡qué tempo suicida el
del rondó final!, pero no
exhibicionismo técnico. Esta vez
nos deslumbró su arte más por la
belleza apolínea del sonido que
por su proverbial poderío. Pocas
veces hemos escuchado a
Rostropovich
con
tanto
refinamiento, con un sonido tan
transparente y
tan libremente
resonante —hasta el punto de
recordarnos
a
grandes
violonchelistas franceses, como
Gendron o Navarra—, tan libre de
concesiones a la galería. Y qué
manera de frasear el adagio, con
mil matices dentro del piano,
manteniendo prodigiosamente la
tensión del fraseo a lo largo de
períodos inusitadamente largos.
Para terminar, ya fuera de
programa, fragmentos de las
Suites de Bach, que tocó también
en un grado de refinamiento muy
superior al de otras ocasiones,
haciéndonos
olvidar
los
exagerados efectos tímbricos o la
dinámica y el vibrato de corte
romántico a los que nos tiene
acostumbrados. Una gran tarde de
un músico formidable en su
momento de absoluta madurez.
De nuevo Barenboim, esta vez
como pianista, con sendos
recitales para Ibermúsica y
Subaru (a beneficio de “Mundo
en Armonía”) y para Juventudes
Musicales. En la primera de las
veladas,
dos
sonatas
de
Beethoven (Pastoral y la nº 28,
Op.101) y los dos primeros
cuadernos de la Iberia de Albéniz.
En el segundo, nada más y nada
menos que las tres últimas sonatas
de Beethoven.
El argentino tocó la Iberia aun
mejor que en su recital
santanderino del verano pasado.
La obra ha madurado de entonces
a acá, técnica y musicalmente.
Esta vez la tocó con más poderío,
con un pianismo de mayor
brillantez
y
exuberancia,
colocando toda la hojarasca
ornamental de la barroquísima
escritura albeniziana no tan en
segundo plano. Su Iberia se va
haciendo
más
netamente
española, más viril y garbosa,
dentro de una concepción general
dominada por el refinamiento y
por la ensoñación. Un estúpido
incidente con las toses de nuestro
catarroso público sirvió para que
Barenboim se enfadara un poco,
lo que no hizo sino beneficiar a su
interpretación que a partir de ese
momento fue más comprometida
y arriesgada.
Y ¿qué decir de su Beethoven?
Baste con recordar que es uno de
los más grandes intérpretes de la
música del músico de Bonn de
todos los tiempos. Y que, siendo
un pianista formidable, en
Barenboim está siempre primero
el músico y después el
instrumentista. Hay bastantes
grandes pianistas, pero talentos
musicales como el suyo se dan
muy pocas veces a lo largo de la
historia. Sus tres últimas sonatas
de Beethoven supusieron un
encuentro —un reencuentro—
con la música en su estado más
puro, desde la sabiduría y desde
la inspiración. Hubo momentos
que ningún verdadero amante de
la música borrará jamás de su
memoria.
Dentro del Ciclo de Lied de “La
Zarzuela”, nos visitó Anne Sofie
von Otter. La gran mezzosoprano
sueca
es
una
cantante
extraordinaria. Su voz bellísima,
su técnica perfecta, sus grandes
dotes escénicas y su elegancia
natural hacen de ella una artista
de gran envergadura de la que se
puede esperar lo mejor. Y, sin
embargo, su recital, siendo
excelente, no estuvo a la altura
que una carrera como la suya
podía augurar. Baste con decir
que en un programa —poco
apasionante, por cierto— formado
por una selección de canciones
suecas de corte tardorromántico,
por canciones de Schubert, de
Cécile Chaminade y de Kurt
Weill, la cota más baja se dio, sin
lugar a dudas, en Schubert, y la
más alta con Kurt Weill.
La
Von
Otter
cantó
esplendorosamente bien, pasó
revista a los numerosos recursos
de su canto, demostró ser
sumamente inteligente y versátil...
Quizá admiró, quizá convenció,
pero creo que no emocionó a
nadie. ¿Que saca un gran partido
a las inofensivas canciones de la
Chaminade? Indudable. ¿Que
mostró una gran dominio de la
voz y de la escena en Weill?
Igualmente indiscutible. Pero su
arte, por inteligente y dotado que
sea, es también estudiadamente
artificial, tiene un punto de
amaneramiento
—que
incautamente
desveló
con
excesiva claridad con un horrible
“Belén, campanas de Belén”—
que le impide llegar a ser una
intérprete verdaderamente grande.
Un recital de una formidable
cantante, pero no de una
formidable artista.
MÚSICA
Sólo pudimos escuchar la
segunda parte del recital de
Evgueni Kissin para Ibermúsica.
El joven ruso es un pianista
sencillamente
increíble.
Su
virtuosismo prodigioso está en la
línea del de Rachmaninov.
Horowitz, Richter o Gilels. La
exhibición que hizo en sus bises
lo acreditan como uno de los más
increíbles
malabaristas
del
teclado del momento. En sus
inicios tenía una única limitación
técnica: el sonido no era de
primerísima categoría. Pues bien,
hoy sí lo es. Sus Cuadros de una
exposición son comparables a los
más ilustres de la historia: a los
de Richter o Weissenberg; tan
virtuosos pero más musicales y
sin el amaneramiento de los de
Pogorelich. Kissin nos dejó
boquiabiertos.
El ciclo “Liceo de Cámara” nos
ha ofrecido una integral de las
Suites para violonchelo de Bach
tocada con cello barroco por el
alemán Pieter Wisperlwey. El
breve
ciclo
ha
sido
extraordinariamente interesante.
Estamos ante un consumado
instrumentista, que tocó las seis
suites de memoria, con un
dominio absoluto y una total
claridad de ideas. Es Wisperlwey
uno de esos músicos que saben
hacerse totalmente con la
atención del público, entre otras
cosas porque posee una cualidad
fundamental
—aunque
infrecuente—: hacer música con
el silencio tanto como con el
sonido. El silencio que se escucha
es un requisito imprescindible
para las Suites de Bach.
Wisperlwey toca Bach de manera
extremadamente personal: su
rubato es tan acusado, y sus
cambios de tiempo tan notables,
que a veces cuesta trabajo creer
que un movimiento —como el
Preludio de la Suite nº 1— esté
enteramente
escrito
en
semicorcheas. La gran separación
entre frases, las largas paradas
sobre una nota, el dejar respirar a
a la música en medio de una serie
de notas iguales, parecen rasgos
más propios de un instrumentista
de viento que de uno de arco.
Algunas lecturas rítmicas —por
ejemplo, la exagerada duración de
la corchea en los ritmos de
corchea + 2 semicorcheas— son
altamente personales. Y, sin
embargo, no se debe deducir que
estemos ante un intérprete
caprichoso o anárquico. En
absoluto; todo lo que hace está
pensado y requetepensado y sin
duda
es
estilística
e
históricamente
justificable,
aunque esté muy lejos
—
posiblemente por fortuna— de lo
que se suele denominar, con
expresión un tanto ridícula, una
“interpretación standard”.
También el excelente ciclo “Liceo
de Cámara” nos trajo una vez más
al Cuarteto Alban Berg. Esta
formación es uno de los más
grandes monumentos de la música
de cámara actual. A la más
espeluznante calidad técnica suma
este conjunto un talento musical y
una
claridad
de
ideas
interpretativas
del
todo
infrecuente entre los cuartetos de
hoy. Mozart, Beethoven, Janácek,
Shostakovich y Rihm fueron las
escalas del fascinante periplo del
Alban Berg. Sus dos actuaciones
fueron portentosas. ¡Y eso que los
hemos escuchado aun mejor!
Opera
Desigual ha sido el saldo de las
tres últimas óperas del Real. El
Così fan tutte se benefició de un
buen reparto y de la dirección
musical de Jesús López Cobos,
que fue absolutamente impecable
en lo técnico y en lo estilístico,
hasta el punto de que era difícil
creer que estábamos escuchando a
la Sinfónica madrileña, y no a una
orquesta extranjera de las de
campanillas. Conseguir eso tiene
mucho mérito y hay que
proclamarlo bien alto. Pero
tampoco hay por qué omitir que la
perfección
técnica
no
se
correspondió en absoluto con la
altura musical. Un Così no puede
ser aburrido, y éste lo fue. Mozart
es Mozart, pero si se le quita su
grandeza, su emotividad, su
inmensa alegría —esa alegría tan
grande que dan ganas de llorar,
como decía el inolvidable Bruno
Walter—,
puede
llegar
a
parecerse
alarmantemente
a
cualquiera
de
sus
contemporáneos. De no haber
conocido —y amado— la obra,
no nos habría parecido este
Mozart muy superior a Paisiello,
Salieri, Dittersdorf o cualquier
otro músico de la época. Claro
que la puesta en escena,
pretenciosa, pedante y boba de
Josep Maria Flotats —ya no
saben los directores de escena qué
hacer para llamar la atención—
no era especialmente inspiradora.
Bromeaba un músico muy sabio
diciendo que no sabía que el Così
sucediera ante la fábrica de
cervezas de la calle Amaniel.
¡Quia, no fuera malo! No concedo
más allá que ante una fábrica de
tuercas en el barrio obrero más
sórdido de la Barcelona de la
posguerra. Cosas veredes.
El saldo más favorable se lo llevó
el Pelleas y Melisenda de
Debussy, sobre todo a causa de la
dirección ejemplar de Armin
Jordan, que dio una lección de
talento y musicalidad. Y es que en
una ópera la batuta es aun más
importante que las voces. Jordan
contó con una puesta en escena
discreta y de buen gusto —en la
que se echó mucho de menos la
húmeda frondosidad del bosque,
demasiado bien recreada por la
música de Debussy como para
escamoteársela a la vista— y con
un buen reparto. María Bayo tuvo
una de las actuaciones más felices
que le recordamos y logró cantar
una
Melisenda
musical
y
tímbricamente muy bella. Es
indudable que no da el tipo físico
y que el personaje es más
complejo y misterioso, pero es un
papel muy difícil que defendió
con categoría y que tendrá tiempo
de madurar.
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