MÚSICA n una ciudad como Madrid, se celebran muchos, muchísimos conciertos. Entre ellos una alta proporción son buenos, acaso excelentes. Pero es extremadamente raro poder escuchar conciertos pertenecientes a una jerarquía absolutamente diferente; es del todo excepcional que un concierto se convierta en una verdadera obra de arte, en un acto creativo, original e irrepetible. Tal fue el caso de la interpretación del Concierto para violín y orquesta en Mi menor Op. 64 de Mendelssohn con el violinista judío americano Shlomo Mintz como solista, dentro del ciclo de la Universidad Complutense. maestría de Shlomo Mintz no mereció otra cosa que la más encendida gratitud. Nacido en Rusia, formado en Israel y los Estados Unidos, Shlomo Mintz es quizá, entre los grandes violinistas de hoy, el que más evoca a los maestros de la escuela franco-belga, hoy en aparente declive. En primer lugar, por el sonido. Y no olvidemos que la música es, al fin y al cabo, eso, sonido. Mintz posee uno de esos sonidos transparentes, de belleza apolínea, que se dirían no demasiado potentes pero que se proyectan de manera prodigiosa por encima de la orquesta hasta los tímpanos de los espectadores más alejados; un sonido que evoca extraordinariamente el inolvidable de Yehudi Menuhin, pero que podríamos comparar con algunos de los más milagrosos sonidos de nuestro tiempo: la voz de Alfredo Kraus, el violonchelo de Maurice Gendron, la flauta de Jean-Pierre Rampal, el oboe de Pierre Pierlot... Estaba todavía muy reciente el recuerdo de la integral de conciertos de Mozart de la célebre violinista alemana AnneSophie Mutter, que hizo gala de un violinismo perfecto pero también de unas cada vez más evidentes limitaciones interpretativas: un Mozart meloso hasta el sentimentalismo y la exageración más absolutos, efectista, demagógico, rayano en lo tramposo. No es admisible en uno de los solistas más cotizados de la actualidad identificar el tocar piano con tocar lento, y el El sonido musical posee extrañas afinidades con el cuerpo humano. Un sonido se compone de un sonido fundamental y de un espectro armónico que lo rodea. Es algo que puede ser comparado con bastante precisión con el esqueleto y la carne. Un sonido con poco espectro armónico podrá ser ágil o ligero, pero nos producirá la misma sensación seca e inconfortable de un cuerpo magro y enteco. Un sonido excesivamente carnoso producirá en el oyente una sensación mullida y acogedora, pero tal vez La lección de Shlomo Mintz ÁLVARO MARÍAS E tocar fuerte con tocar rápido —un defecto de principiante. Lo que ella y el excelente viola Yuri Bashmet llevaron a cabo con el andante de la Sinfonía concertante para violín y viola Kv. 364, no resulta fácil de perdonar. No es lícito tocar a Mozart desde la expresividad de un violinista de restaurante zíngaro. Con este recuerdo fresco en la memoria, la moderación, la contención, la elegancia y la pesante o difusa, del mismo modo que un cuerpo grueso o excesivamente musculado no será el idóneo para realizar proezas deportivas. La relación entre la carne y el hueso —entre el sonido fundamental y los armónicos— está en el sonido de Shlomo Mintz muy cerca de la perfección absoluta. Solía decir Alfredo Kraus, que entendía como pocos de estas cosas, que la emoción provenía de la perfección técnica. Es una afirmación más que cuestionable, pero cuando escuchamos a Mintz los compases iniciales del concierto de Mendelssohn, tocados con una austeridad y con una contención que algunos podrán confundir con inexpresividad, hemos de preguntarnos hasta qué punto la emoción no provenía directamente de la increíble precisión de la belleza del sonido. Mintz tocó la práctica totalidad del concierto de Mendelssohn con poco más de la mitad del arco. No necesitó más para hacernos escuchar cada nota en el máximo grado de pureza y nitidez que pueda imaginarse. No abusó Mintz de los contrastes dinámicos, que casi siempre terminan por enturbiar la transparencia del sonido. Tampoco hizo uso de los alardes de velocidad ni de los fáciles efectos de precipitación o de acumulación de tensión: fue maravilloso escucharle desgranar el allegro final a velocidad mucho más moderada de lo que hoy está en uso, pero en un grado de limpieza, transparencia y control que parecen olvidados. El resultado fue deslumbrador en un sentido bien diferente del habitual en las interpretaciones al uso. Lo explicaremos sirviéndonos de una metáfora: fue deslumbrante en el mismo sentido en que, tras un discurso dominado por la retórica, resulta cegador un discurso presidido por la verdad. Otra vez Barenboim La visita de Daniel Barenboim y de la Staatskapelle de Berlín está adquiriendo un carácter ritual como colofón de la temporada musical madrileña. Dios quiera que nos dure mucho, porque además de ser motivo del más alto placer musical, cumple una función catártica para nuestro público musical. La visita de Barenboim viene a ejercer la función de un patrón métrico, es el punto de referencia que nos permite evaluar en su justa medida cuanto se ha escuchado a lo largo del año. Tienen algo que ver estas visitas de Barenboim con otras visitas que marcaron para siempre la vida musical madrileña, dando lugar a un público musical que, dentro de su modestia y de su carácter minoritario, gozó durante muchos años de selecto paladar musical y criterio no poco certero y exigente: estamos pensando en las visitas de Carl Schuricht, de Arthur Rubinstein, de Igor Markevitch o de Sergiu Celibidache. Todos ellos fueron mucho más que esporádicos visitantes. Todos ellos dictaron sus lecciones conformando la sensibilidad y el nivel de exigencia de nuestro público; esto es, ejercieron su magisterio, y los madrileños, discípulos aventajados, aprendieron la lección. Hoy es esto más necesario que nunca: el público madrileño se ha multiplicado en poquísimo tiempo ¡Bienvenidos sean los neófitos al templo de la música! Esta súbita multiplicación de los melómanos no puede ser más positiva pero, como toda masificación, lleva consigo un descenso cualitativo. El público español es sensible por naturaleza y capaz de compensar a base de intuición sus carencias en cuanto a formación, pero el tener un patrón de la más alta categoría que sirva de rasero de todo lo demás ha de resultarle altamente beneficioso. En el terreno de la ópera, la falta de referencias es del todo lógica en una ciudad que ha carecido de teatro estable durante muchísimos decenios. Barenboim dejó constancia de hasta dónde puede llegar la música dramática y cuán lejos estamos todavía de aproximarnos a tan altos niveles. Su Tannhäuser nos demostró que, aun aceptando la crisis que atravesamos en la actualidad en el terreno de la interpretación wagneriana, se puede escuchar en nuestros días un Wagner de primera categoría. Dentro del excelente reparto deslumbró Angela Denoke, que llevó a cabo la proeza, innecesaria, pero proeza, de cantar los papeles de Venus y de Elizabeth. La Denoke se manifestó como una admirable cantante de voz llena y bellísima, a lo largo de toda la inmensa tesitura, y como una wagneriana de la mejor ley. Otra cosa es que los personajes de la sensual Venus y de la redentora Elizabeth son demasiado antagónicos, en lo vocal, en lo psicológico y en lo escénico, como para que ninguna cantante, por versátil que sea —y Ángela Denoke demostró serlo en MÚSICA grado sumo— sea capaz de encarnar a ambas con idéntico acierto. Su sensual exuberancia vocal y expresiva hace de ella por naturaleza una Venus más convincente; claro que, tanto ella como el director de escena Harry Kupfer, tuvieron la habilidad de arrimar el ascua a su sardina mediante una concepción sorprendentemente vehemente y apasionada de la habitualmente recta y virtuosa Elizabeth. Ya se ha dicho que el reparto, excelentemente protagonizado por Robert Gambill en el papel de Tannhäuser, y a pesar de un Andreas Schmidt muy inferior al de otras ocasiones, fue magnífico. Pero lo realmente extraordinario fue el trabajo de coro y orquesta —¡qué maravillosa la afinación de la madera!— y, en aun mayor medida, la dirección magistral de Barenboim que, desde la obertura —tocada de manera que no olvidaremos— hasta el acorde final, construyó la obra como un admirable edificio. Parecía que lo de Tannhäuser no podía ser igualado. Nos equivocamos. Fue igualado o acaso superado por la Elektra de Richard Strauss. Esta partitura magistral fue interpretada con la unidad y la intensidad que parecen reservadas a la música orquestal. En un único hálito creativo, sin un instante de declive, Barenboim dio vida al formidable monumento straussiano. Para ello contó, claro está, con un reparto ejemplar, formidablemente protagonizado por Elizabeth Connell en el papel de Elektra y de la veterana Anja Silja en el papel de Clitemnestra. El que la voz de la berlinesa no conserve la frescura y belleza de otros tiempos deja de ser defecto para convertirse en virtud en un papel tan desesperadamente exaltado como el suyo, correspondiente a una mujer de edad. De excelente nivel fueron también los dos conciertos sinfónicos dirigidos por Barenboim. No creo que el Réquiem alemán de Brahms sea la obra que más convenga al talento del argentino, que la concibe de una manera acaso menos íntima e interiorizada de lo habitual entre los grandes directores brahmsianos; pero aun así, el trabajo magnífico de coro, orquesta y solistas (Dorothea Röschmann y René Pape) alcanzaron muy considerables cotas. Hemos dejado para el final lo quizá más extraordinario de la visita de los berlineses: la Novena Sinfonía de Beethoven. Emplearemos muy pocas palabras para describir en qué consistió la velada de la que fuimos testigos y partícipes: sencillamente, escuchamos la Novena Sinfonía de Beethoven. Esto es, la que escribió Beethoven y no otra, fruto del capricho o del exhibicionismo más o menos veleidoso de cualquier batuta altamente cotizada en el mercado que domina de manera tan dictatorial la música de nuestro tiempo. Barenboim logró lo que en buena lógica debería ser habitual y hoy resulta absurdamente extraordinario: enfrentarnos cara a cara con el verdadero mensaje beethoveniano ¿Qué más se puede pedir? Este encuentro con una obra artística de la categoría de la Novena Sinfonía supone para el oyente sensible la conmoción más profunda. Como habría deseado su autor, su música nos dejó transfigurados, elevados por encima de nosotros mismos y reconciliados por algún tiempo con la naturaleza humana. No se trata de mera literatura: la música descubrió a lo largo del neoclasicismo y del primer romanticismo capacidades éticas hasta entonces insospechadas, cuyas afinidades con la experiencia mística no puede ser cuestionada por nadie que de verdad haya comprendido lo que supone la música de este período. Por esa razón, y no otra, es por la que desde entonces el público escucha la música en una actitud de recogimiento que hasta entonces había estado reservada al templo. Es por esa razón, y no por ninguna otra, por la que nos hiere tan profundamente, como una falta de respeto o una profanación, la tos del caballero de al lado, el timbre del teléfono móvil que quebró el pianísimo o el papelito del caramelo de la dama de la platea. No estamos bromeando. Medítese seriamente por un instante: esos ruidos insignificantes, que apenas perturban la audición, no nos provocarían tamaña repulsa en circunstancia ninguna salvo, tal vez, en los instantes mistéricos del ritual religioso. La música de Beethoven ha adquirido a nuestros ojos —o a nuestros oídos— similar contenido mistérico. La Novena de Barenboim nos devolvió a la Plaza de Oriente convertidos en hombres nuevos. Y eso fue así precisamente porque la Novena de Barenboim era la Novena de Beethoven y no la Novena de Barenboim. Los grandes artistas son siempre humildes, y un intérprete no debe olvidar jamás que es un artista segundón y que su deber moral y artístico es estar al servicio de la música. Barenboim cumplió con su deber de ser un fiel intermediario.