Hacia una sacralización del arte ARTE ANA MARÍA PRECKLER E entendida la sacralización no como una exclusiva manifestación de lo religioso sino como ámbito, espacio, cualidad o naturaleza donde fructifica lo excelente, lo superior, lo valioso o lo excelso. Lo sacro, como un destello de lo divino, es aquello que se aleja de la vulgaridad y como un tesoro propone una misión salvífica y liberadora del hombre elevándole hacia lo mejor de sí mismo a través de una abstracción o sublimación de las contradicciones y avatares de la vida, conduciéndole a la felicidad interior, a la reflexión intelectual y artística y a la fruición estética. La sacralización debería ser el fin hacia el que el arte se proyectase en una búsqueda de la excelencia a través del esfuerzo. El arte no debería ser un arte de masas —tal y como Ortega y Gasset interpreta el término masa en su libro La Rebelión las Masas (que celebró su 70 aniversario de publicación en el año 2000)—, pues al masificarse, y por tanto vulgarizarse, pierde su condición sacra, aquella que hace al arte redentor y liberador de la condición humana. No que el arte no se destine y llegue a todo ser humano, al que debe destinarse y llegar, sino que no se oriente a esa masa orteguiana, mediatizada por la vulgaridad, la mediocridad y la trivialidad, que rebaja la calidad en aras de la masificación bárbara. ¿Sacralización de un arte exclusivo para minorías? No exactamente. Más bien sacralización de un arte para minorías y mayorías, para todas las personas en suma, en la cual éstas entiendan y asuman el carácter superior y salvífico del arte como tal y lo realicen, lo interpreten y lo contemplen. Una vez agotadas todas las excentricidades y originalidades posibles del arte, una vez rebajado éste a la categoría de lo feo, de lo ininteligible, de lo extravagante e incluso de lo soez. Se ha llegado a unos límites tan bajos y degradantes en algunos aspectos del arte que se impone una regeneración de su esencia. El arte como reflejo de la realidad sí, pero no sólo de la realidad vulgar o chabacana, sino, especialmente, de la realidad suprema, la patente y la latente, la tangible y la intangible. El arte como calidad superior. El arte como misterio. El arte como ejemplo. El arte como verdad. El arte como belleza. El arte como testimonio digno de lo bueno y de lo malo. El arte como búsqueda de lo imperecedero. El arte como Arte. Y siempre, el arte en el contexto de lo sacro. Dentro de ese criterio, pasamos a comentar las últimas exposiciones habidas en la capital de España. Una de las muestras más interesantes celebradas en la temporada, por su carácter históricoartístico, fue la dedicada por la Fundación BBVA a Sagasta y el Liberalismo Español, que vino a completar la ofrecida por el Centro Cultural Conde Duque a Cánovas del Castillo, en el centenario de su asesinato en 1997, teniendo ambas muchas similitudes, cosa inevitable dado el paralelismo existente entre los dos políticos. La exposición de Sagasta, como en su día fuera la de Cánovas, supone un recorrido histórico-artístico por todo el siglo XIX, en paralelo a la vida de Sagasta y a la historia del partido Liberal, lo que en principio resulta su mayor atractivo pues permite rememorar los acontecimientos y el arte de una centuria tan decisiva como la decimonónica. Presidida por un cuadro de Casado del Alisal, que retrata con gran naturalidad y perspicacia a un Sagasta sedente, ligeramente recostado, la muestra se distribuye en seis secciones: Sección 1. “El Nacimiento de los Partidos Políticos (1833-1845)”, en la que se desarrolla, a partir de la muerte de Fernando VII, la Regencia de Mª Cristina de Borbón dos Sicilias, durante la minoría de edad de Isabel II (1833-1840), así como el conflicto dinástico producido por Carlos Mª Isidro, hermano de Fernando VII, que dio lugar a las tres guerras civiles carlistas. Una colección de cuadros como La muerte de Fernando VII, de Federico de Madrazo; los retratos de la Regente Mª Cristina de Borbón y de Carlos María Isidro, de Vicente López; el de Espartero, Duque de la Victoria (regente a su vez entre 1940-43), del pintor Esquivel; el de Cabrera, el Tigre del Maestrazgo, el de Zumalacárregui y el de Martínez de la Rosa, junto con dos esculturas de Mendizábal y Narváez, nos sitúan delante de los principales personajes de la Regencia de Mª Cristina y el reinado de Isabel II, apareciendo ésta en un lienzo jurando la Constitución y en un interesante grabado alusivo a la “Cuádruple Alianza”, anglo-hispana-galoportuguesa, firmada en 1834, con los cuatro monarcas que la suscribieron apoyando a la reina frente al carlismo. Surgen en estos años los primeros partidos políticos, el Moderado y el Progresista. Como símbolos del liberalismo se muestran dos cuadros de Gisbert: El Fusilamiento de Torrijos (boceto del gran cuadro del Casón) y Los Comuneros de Castilla. Sección 2. “Sagasta Ingeniero y las Obras Públicas en España”. El joven Sagasta (1825-1903) estudia, primero en Logroño y posteriormente en Madrid, Ingeniero de Caminos Canales y Puertos, profesión que ejercita en la construcción de carreteras y red de ferrocarriles, comenzada ésta en el reinado de Isabel II. Se muestran mapas, maquetas, fotos, de esa pujante labor de obras públicas, sufragada en parte por Rothschild (cuyo retrato se expone), así como una serie de cuadros de Regoyos, de Jenaro Pérez Villaamil y de Martínez Cubells, todos ellos alusivos al tren. Sección 3. “Diputado, periodista, conspirador y exiliado (1854-1868)”. Sagasta comienza su vida pública (político, periodista en La Iberia, miembro de la masonería, líder del Partido Progresista…) hacia 1854, coincidiendo con el Bienio Progresista Espartero/O’Donnell. Esta sección refleja el período comprendido entre dicho Bienio y la Revolución “La Gloriosa”, que dirigida por el General Prim destrona y exilia a Isabel II en 1868. Un busto del General O’Donnell, Conde de Lucerna, así como una galería de retratos, de Isabel II con la Infanta, pintado por Federico Madrazo, de Espartero por Casado del Alisal, de Pascual Madoz por Nin y Tudó, de Salustiano Olózaga por Gisbert, del propio Sagasta por Balaca y Canseco, y un retrato en grupo de la Plana Mayor del Progresismo, representan a los más destacados protagonistas del período; otros lienzos hacen referencia a la Guerra de África. Sección 4. “Triunfo y disolución del Progresismo (1868-1874)”. Las fechas ARTE abarcan los turbulentos tiempos del destronamiento de Isabel II, en 1868, el Primer Gobierno Provisional del General Serrano, la instauración monárquica de Amadeo de Saboya en 1871, y su abdicación en 1873, la Primera República y su término (1873-1874) el pronunciamiento del General Martínez Campos y la restauración borbónica de Alfonso XII, en 1874. En 1870 Sagasta se inicia como gobernante, siendo Ministro del Estado en 1870, y Presidente del Gobierno en 1874. Los retratos de Antonio de Orleans, Duque de Montpensier (hijo del rey de Francia Luis Felipe de Orleans y uno de los conspiradores de su cuñada Isabel II) y el de su esposa Luisa Fernanda de Borbón, hermana de Isabel II, pintados por Winterhalter, se erigen como testigos de la época, junto a los retratos de Amadeo de Saboya pintado por Gisbert, de Pi y Margall por Sánchez Pescador, del General Prim por José Cusachs, del General Martínez Campos por Federico de Madrazo, de Sagasta por Suárez Llanos, y una escultura de Emilio Castelar pronunciando un discurso en el Congreso, de Mariano Benlliure. Sección 5. “La Izquierda Liberal en la Restauración (1875-1885)”. En este apartado se contempla la restauración monárquica de Alfonso XII, con la alternancia, en el gobierno y en la oposición, de los liberales de Sagasta y los conservadores de Cánovas. Se ofrecen ahora sendos retratos de Sagasta y Cánovas del Castillo, pintados por Tristán; de Alfonso XII, rodeado por la bandera y dos sables, por Ramón Padró; del General Serrano, Duque de la Torre, por José Mª Galván; de Sagasta, por Franzen; además de c uadros de la época como La Batalla de Treviño, de Oller; El rey Alfonso XII revistando a las tropas y Domingo de Ramos, de Ferdinand Rouzé; un grabado con el Proyecto para el Edificio de la Institución Libre de Enseñanza; objetos de la masonería; el Tomo nº XII de la Ilustración Española y Americana, etc. Sección 6. “El Partido Liberal de la Regencia (1885-1902)”. A raíz del temprano fallecimiento de Alfonso XII con veintiocho años, en 1885, sobreviene la Regencia de Mª de Cristina de Habsburgo — con el nacimiento de Alfonso XIII al año siguiente—, Regencia que se prolongará hasta la mayoría de edad y comienzo del reinado de éste, en 1902. En este período se produce el turnismo de los dos principales partidos, el Liberal de Sagasta y el Conservador de Cánovas, fruto del “Pacto del Pardo” entre los dos estadistas (al que no hace ninguna alusión la exposición que se limita a englobar los años 1886-1895 en una Década Liberal), pacto que supuso el pacífico equilibrio de poderes en las dos últimas décadas del siglo XIX, aunque no pudo detener el desastre del 98, con la pérdida de Cuba, Puerto Rico y Filipinas. En 1903 morirá Sagasta. En esta etapa finisecular cambian los personajes; aparece en un cuadro La Regente Mª Cristina revistando las escuadras española y extranjeras en el puerto de Barcelona con motivo de la Exposición Universal de 1888, y con Alfonso XIII niño en brazos, en un inmenso retrato de Manuel Yus, aparecen también Joaquín Costa retratado por Juan José Gárate, Segismundo Moret por Salvador Escolá, Pérez Galdós por Sorolla, Cristino Martos en un busto de Eugenio Duque, y Sagasta en otro magnífico busto. Por último, el Monumento Funerario a Sagasta de Benlliure, el cuadro de los Altos Hornos de Bilbao, de Regoyos, otros dos de Cutanda con el tema social obrero, el de La Reliquia de Sorolla, así como unas fotografías de Sagasta y su familia, completan la exposición que requiere cierto tiempo de contemplación si se quiere saborear el arte y la historia de un siglo, en el que, como ejemplo de su complejidad, se redactaron hasta seis Constituciones (sin contar la de Bayona de 1808), algunas de ellas presentes en la muestra. En esta misma sala de exposiciones de la Fundación BBVA, anterior en el tiempo a la que acabamos de mencionar, la exhibición De Goya a Zuloaga. La Aventura de los siglos XIX y XX en “The Hispanic Society of America”, presentaba una serie de cuadros de pintores hispanos decimonónicos y de principios del XX, pertenecientes a la institución fundada por A.H. Huntintong en Nueva York. En la selección figuraba Goya, con el retrato de agudeza psicológica de Pedro Mocarte, 1805-6; Eu- genio Lucas, con Una Procesión, 1859, plasmado con la veta brava heredada de Goya; Mariano Fortuny, con una copia del retrato de Mocarte de Goya, acaso más luminoso; Jenaro Pérez Villaamil, c on un paisaje romántico y costumbrista: Procesión religiosa a los Picos de Europa, 1850; Federico de Madrazo, con el retrato del gran pintor francés Ingres, 1833; Santiago Rusiñol, con una variación de sus jardines, esta vez las paredes encaladas y los cipreses de un cementerio en Calvario en Sagunto, 1901; Ramón Casas, con una figura de su pintura social y costumbrista, tan contrastada con su otra pintura de alta sociedad, en La santera; Isidre Nonell, con una de sus clásicas gitanas de perfil, La Roser, 1909; Joaquín Sorolla —del que la Hispanic Society guarda su conocida serie de lienzos regionales ausentes en esta exposición—, con el cuadro más bello, alegre y luminoso de la muestra, el del pintor Louis Comfort Tiffany, 1911; Zuloaga, con Mi prima Cándida, 1908, Retrato de Unamuno y La familia del Torero; otros pintores presentes en la sala serían Beruete, Manuel Benedito, Ignacio Pinazo, Domingo Marqués, Martín Rico, Emilio Sala, etc. El Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía, con El Teatro de los Pintores en la ARTE Europa de las Vanguardias, presentó una más que interesante exhibición de los artistas de las vanguardias de los primeros años del siglo XX, con temática única relativa al teatro. Resulta sumamente difícil poder contemplar juntas a las vanguardias occidentales y orientales, por ser estas últimas (la centroeuropea y la rusa) de difícil divulgación todavía. En esta magnífica y espectacular exposición se pudieron reunir felizmente algunos de los componentes de esas dos vanguardias, con sus trabajos decorados escenográficos y diseños de vestuarios de las obras teatrales y musicales más innovadoras de aquellos años iniciáticos, estrenadas principalmente en París y en Moscú. Imposible hacer una referencia a todo lo expuesto en ella. Empezando por Rusia, y haciendo en primer lugar una mención a los Ballets rusos de Diaghilev, que tanto contribuyeron a la síntesis música-teatro-arte de vanguardia, el público pudo admirar las escenografías y vestuarios de pintores constructivistas rusos como Vladimir Tatlin, en El Holandés Errante de Wagner, y en Una vida para el zar, 1913, la ópera de Glinka; a Alexander Rodchenko en La Chinche, 1929, musicada por Shostakovich; a Barbara Stepanova en La muerte de Tarelkin, 1922, con música de Shostakovich; a Vasily Kandinsky en Cuadros de una Exposición, 1928, del compositor Mussorgski; a Natalia Goncharova en El gallo de oro, 1914, con música de Rimsky Korsakov y en El pájaro de fuego, 1926, de Igor Stravinsky; a Alexandra Exter en Famira Kifared, 1916; a El Lissitzky en Victoria sobre el sol, 1923; a Liubov Popova en El cornudo magnánimo, 1922; a Mijail Larionov en Chout, 1921, con música de Prokopieff, y en Sol Nocturno, 1915, con música de Rimsky Korsakof; etc. En pintores vanguardistas occidentales se hallaban los decorados y vestuarios del futurista Giacomo Balla en Fuegos artificiales, 1916-17, con música de Stravinsky; el constructivista Piet Mondrian en L’Éphémère est eternel, 1926; el expresionista George Grosz en Methusalem, 1922; el metafísico Giorgio de Chirico en El Baile, 1929; el fauvista Henri Matisse en el ballet El canto del ruiseñor, 1920, cuento de H.C. Andersen con música de Stravinsky; el dadaísta Picabia en Relache, 1924, con música de Erik Satie; el fauvista André Derain en el ballet Jack in the box, 1926, con música de Erik Satie; el cubista Juan Gris en el ballet Las tentaciones de la pastora, 1924; a Picasso en el ballet Parade, 1917; etc. La relación podría continuar, pues se exponían más artistas y obras, pero se haría interminable. Basta ver los nombres citados para concienciarse de la importancia que tuvieron el teatro y la música en el arte de las vanguardias históricas del primer cuarto del siglo XX, que hoy se divisa con nostalgia desde el tiempo y la distancia. La exposición que se llevó a cabo en la Fundación Juan March —paralelamente a la que acabamos de referir del teatro y las vanguardias— sobre Schmidt-Rottluff, Colección Brücke-Museum Berlin, fue una prolongación del capítulo de las vanguardias, esta vez centrado en un solo artista, Karl Schmidt-Rottluff (18841976), miembro del grupo expresionista alemán Die Brücke, del que fue fundador en 1905. El estilo de Schmidt-Rottluff no difiere demasiado del resto de los componentes del Die Brücke (en español El Puente), Ernst Ludwig Kirchener, Erich Heckel, Fritz Bleyl, Pechstein y Müller, al menos en el período que duró el movimient o, disuelto en 1913, estilo que se haría más personal a partir de esa fecha. En su larga segunda fase, Schmidt-Rottluff incrementará el expresionismo, avasallando e invadiendo al espectador con su mundo alucinante y fantástico y su colorido brutal y tenebroso. Su veta más rica y atractiva, a fuerza de no ser la más singular, será no obstante la primera, la de los años de pertenencia al Die Brücke, debido posiblemente a la fuerza expresiva y colorido exaltado del que se llamó no sin razón el fauvismo alemán. La deformación impresionante de las figuras, el color superlativo y arbitrario, establecido en manchas informes de colores puros, apenas mezclados, la estridencia cromática y expresiva, la exageración dibujística llevada a extremos de irrealidad absoluta, la angulosidad lineal, consecuencia de sus trabajos xilográficos, supusieron un grito desmesurado y portentoso en el arte de principios del XX, con el cual los artistas expresionistas germánicos pretendían mostrar una realidad muy distinta a la que perciben los sentidos, la realidad interior, la tortuosidad y complejidad del hondón de la psicología, sus terrores, sus miedos frente a la vida; no en balde la mayoría de los artistas expresionistas fueron seres angustiados y desequilibrados, tal vez precursores de las desgracias bélicas que asolarían Europa en las dos guerras mundiales. Acaso porque todo ser humano tiene en su interior miedos y temores incomprensibles y subconscientes, el movimiento expresionista fue uno de los mejores acojidos y comprendidos por el público, perpetuándose sus manifestaciones con uno u otro nombre a lo largo de todo el siglo XX. El Puente fue sólo una rama del expresionismo, una de las primeras y osadas, aunque hoy no nos parezca tan desmesurada debido a la eclosión de artes posteriores mucho más desquiciados y extremistas. Schmidt-Rottluff dejó en Madrid ese hálito impresionista, terrible y sobrecogedor, suavizado por la alegría de un color llevado al límite tímbrico y de una libertad manifestada sin fronteras. Quizá no sea innecesario recordar que los miembros del Die Brücke se pueden visitar en la colección permanente del Museo Thyssen-Bornemisza. ARTE Para volver a reencontrarse con uno mismo, con el mundo que le rodea, y volver a la sencillez de la vida, olvidando por un tiempo el tumultuoso e inquietante submundo expresionista, nada mejor que adentrarse en la realidad cotidiana de la ciudad o del campo a través de los cuadros de Alfredo Ramón, en la exposición de la Sala de Arte Durán. “No hay nada más delicioso que disfrutar de la ciudad, pasear por sus calles y detener la mirada morosamente, en cada lugar, en cada sitio, en cada rincón, y otear la vida que se trasluce detrás de todo ello”. Eso es lo que hace Alfredo Ramón con su magnífico arte. Su pintura resulta una visión deliciosa de los pueblos, los paisajes, las ciudades (en especial Madrid) recorriendo sitios, calles, plazas, casas, fachadas, portales, tiendas…, en ese paseo bienhechor por la realidad urbana o campestre que acompaña y alegra la vida. Para concluir, dos exposiciones de la Fundación Cultural Mapfre Vida reclaman un lugar apresurado y apretado como colofón de este artículo. La primera de ellas, A la playa, supuso una continuación de la celebrada hace dos temporadas en esta misma sala con el título de Jardines de España (1870-1936), sustituyendo ahora el escenario de los jardines por el del mar y las playas. Una serie de pintores decimonónicos y novecentistas españoles ofrecieron reconfortantes y preciosas marinas con pincel realista, modernista, impresionista o divisionista en una muestra más de la revalorización del paisaje, solo o humanizado, como género independiente. Así, Carlos de Haes, Pradilla, Pinazo, Meifrén, Bilbao, Regoyos, Beruete, Amárica, Anglada-Camarasa, Plá, Sorolla, Mir, Néstor y Dalí, entre otros. La segunda y más reciente exposición de Mapfre Vida, Los XX. El Nacimiento de la Pintura Moderna en Bélgica, posee un contexto muy distinto a todo lo considerado y contemplado últimamente. El círculo de Los XX nace en Bélgica en 1884, no como movimiento artístico con un estilo afín aglutinante sino como una asociación de artistas de tendencias dispares unidos por una ideología artística innovadora proyectada hacia la modernidad, siendo por tanto precursor del arte del siglo XX. Como su nombre indica, el grupo fundador se compone de veinte artistas, a los que se sumarán otros veinte artistas invitados, los cuales realizarán al menos una exposición anual conjunta además de otras actividades artísticas y culturales, siempre dentro de una filosofía del arte avanzada y renovadora. A través de esta perspectiva, confraternizan artistas de las más diversas tendencias de finales del siglo XIX conjugando estilos como el Realismo, Modernismo, Impresionismo, NeoImpresionismo, Puntillismo y Simbolismo, en un intento versátil, enriquecedor y vanguardista de la máxima trascendencia. La exhibición madrileña de Los XX, presenta obras de treinta y ocho de los cuarenta artistas originarios del círculo. Aunque no se encuentran entre esas obras las más características e innovadoras de algunos de ellos, la exposición es de la mayor relevancia por dar a conocer esta asociación y reunir a casi todos sus miembros, algunos de ellos de muy difícil contemplación en España. Entre los más destacados artistas fundadores representados en la muestra se encuentran: el belga James Ensor, si bien no con los lienzos más cara cterísticos de su época expresionista, los de sus deformantes, histriónicas y coloristas máscaras, tan tiernas sin embargo; el simbolista belga Fernand Khnopff, que tampoco presenta aquí aquellos cuadros suyos protagonizados por seres desasosegantes y perversos; el polifacético arquitecto y pintor modernista belga Henry Van de Velde; el modernista holandés Jan Toorop, que con un solo cuadro, La dama de la sombrilla, describe su peculiar estilo de mujeres sofisticadas siempre con cabellos larguísimos, sinuosos y envolventes que recubren en “horror vacui” los vacíos del cuadro; el neo-impresionista francés Paul Signac que muestra también en un solo cuadro su estilo puntillista o divisionista que tanto arraigo tendría en el seno de Los XX; o el español Darío de Regoyos, miembro fundador ativo del grupo, representado con al menos seis cuadros, que trajo a algunos de sus miembros a España, cuyo estilo puntillista, apenas extendido en nuestros país, probablemente tenga su origen en la asociación belga. Entre los veinte artistas invitados de Los XX, la exposición presenta, para deleite del espectador, a casi todos los componentes del Impresionismo, Neo y Post-Impresionismo; así a Monet, Sisley, Pissarro, Renoir, Berthe Morisot, Gauguin, Toulouse-Lautrec y Seurat; al naif Maurice Denis; al simbolista Odilon Redon, con una de sus clásicas cabezas de mujer esquematizadas en óvalo, quedando finalmente por razones de espacio muchos de ellos sin mencionar. El círculo de Los XX se disolvió en 1893 pasando algunos de sus componentes al Salón de los Rosacruces, círculo belga de similares características creado por Péladan. Con esta interesante exposición sobre Los XX, se puede apreciar hasta qué punto la revolución artística que tendría lugar en los primeros años del siglo XX, que llegó a la destrucción total del arte tradicional y a la reinvención de un nuevo arte en el que materia y forma llegarían a atomizarse, diseccionarse, deformarse y transfigurarse, tendría su gestación en las dos últimas décadas del siglo XIX.