A cuento del cambio climático DANIEL MARÍAS MARTÍNEZ A poco que uno se fije, se percatará de que los estudios e investigaciones sobre lo que se ha dado en llamar “cambio climático” y las noticias periodísticas relacionadas con él han alcanzado una prominencia enorme en los últimos tiempos(1). La inusitada frecuencia con que aparecen en las actas de congresos y seminarios, en los escaparates de las librerías o en los titulares de los medios de comunicación supone una muestra clara de que, sin lugar a dudas, es un tema que interesa tanto a los científicos como a los no iniciados. En fechas recientes ha vuelto a estar en boca de unos y otros con motivo de la decisión adoptada por el presidente George W. Bush, consistente en retirar la adhesión de los Estados Unidos al Protocolo de Kioto. Este suceso, al que nos referiremos más adelante, nos ha hecho meditar sobre uno de los asuntos que * Investigador becario de la Comunidad de Madrid. más preocupan actualmente al conjunto de la sociedad y que lleva camino de convertirse en todo un dogma, una de las verdades de nuestra época, cuando sin embargo no pasa de ser una mera teoría sustentada en pilares poco estables. Por ello en este breve escrito intentaremos, si no realizar un análisis en profundidad sobre la hipótesis del “cambio climático” —para lo que sería preciso un espacio mucho más amplio del que disponemos—, al menos arrojar algo de luz e introducir un mínimo de sensatez y racionalidad acerca de tan controvertida cuestión. Sirvan, pues, las páginas que siguen como una invitación a la reflexión, a la cautela y, por qué no, al escepticismo, sin que ello suponga de ninguna manera propugnar o condonar actuaciones anárquicas e irresponsables ni individuales ni colectivas(2). Las definiciones de “clima” y “cambio climático Parecería de sentido común, antes que nada, aclarar qué se entiende por aquello de lo que estamos hablando, pues teóricamente los presupuestos de partida habrán de condicionar en buena medida el resto de consideraciones que se realicen. Si bien todos tenemos una idea, más o menos clara, de lo que se significan los conceptos de “clima” y “cambio climático”, lo cierto es que en los libros de climatología, meteorología y otras materias afines existe una enorme profusión de definiciones, a cada cual más dispar(3). Ni mucho menos vamos aquí a reproducirlas todas ni a resolver el entuerto, simplemente queremos dejar constancia de este singular hecho —aunque sea de forma sucinta—, y de la necesidad de proceder a una clarificación. La palabra clásica griega de la que deriva la actual de clima significa etimológicamente inclinación y, en este sentido, se refería a la percepción que un observador localizado a una determinada latitud podía tener de la natural variación de la oblicuidad de los rayos solares respecto del horizonte, producida como consecuencia de la esfericidad de la Tierra y el ángulo de inclinación del eje de rotación terráqueo respecto al plano de la eclíptica. Pronto pasó a asimilarse con latitud, en la medida en que ésta se determinaba a partir de la inclinación de los rayos del sol y la posición de la estrella Polar. Y en seguida se asoció a cualquier zona de la Tierra, situada entre dos latitudes determinadas, cuya radiación solar incidente provocaba en ella unas condiciones meteorológicas determinadas que la hacía diferente de las contiguas. Se produce, pues, una mutación de inclinación a latitud, y de ésta a zona latitudinal homoclima. En el transcurso de los últimos cien años el concepto de clima también ha experimentado diversas transformaciones. Si desde los últimos decenios del siglo XIX hasta las primeras décadas del XX imperó la definición ofrecida por el alemán Julius von Hann (1883), que postulaba que clima era el conjunto de fenómenos meteorológicos que caracterizan el estado típico de la atmósfera en un punto cualquiera de la superficie terrestre, mediada la centuria tuvo que echarse a un lado y convivir en lucha permanente con la del francés Max Sorre (1943), basada en la serie de estados de la atmósfera sobre un lugar en su sucesión habitual, es decir, en los tipos de tiempo. Estas dos posturas encarnan diferentes formas de entender la climatología: la primera de ellas se corresponde con el método separativo o analítico, que determina el clima a través de cada uno de sus elementos más característicos, los cuales son generalmente tratados de forma aislada, empleando las estadísticas para determinar los valores medios o habituales, obtenidos para un largo período temporal (convencionalmente superior a treinta años); mientras que la segunda simboliza el método sinóptico o dinámico, cuyos principios se sustentan en el análisis combinado de los elementos del clima, singularizado por la definición de tipos de tiempo representativos y el análisis frecuencial de cada uno de ellos a lo largo del año. Con ligeros retoques — como el del también francés Pédélaborde (1970), que definió el clima dentro de una concepción dinámica como lo percibido y lo vivido por el hombre más la explicación de sus mecanismos, dando cabida a lo subjetivo y a las corrientes fenomenológicas— han perdurado hasta nuestros días. La síntesis entre ambas tendencias, analítica y dinámica, se produce en las obras de Pierre Pagney (1972) y André Hufty (1976), quienes entienden el clima como el intercambio energético producido entre la superficie de la tierra y la atmósfera en función de la frecuencia estadística de los fenómenos meteorológicos, cuya acción influye en todo tipo de vida. En esta solución se encuentran las bases de la definición más en boga últimamente, influida por la teoría de sistemas. Para muchos, entre ellos John G. Lockwood (1985), clima ya no es sólo la sucesión habitual de los estados de la atmósfera, sino que incluiría todos los parámetros que influyen sobre lo que convencionalmente llamamos tiempo; de este modo el clima sería un sistema abierto y en equilibrio dinámico, alimentado por la energía solar e integrado por cinco capas fundamentales (atmósfera, hidrosfera, criosfera, biosfera y litoesfera) que se relacionan entre sí de forma no lineal y a diferentes escalas temporales mediante flujos y trasvases de unas a otras. Indudablemente la definición de clima ha evolucionado mucho desde sus orígenes, pero aún hoy, a comienzos del siglo XXI, no existe consenso acerca de su significado, lo cual parece sorprendente. Y si eso ocurre con “clima”, la situación no es mucho mejor con “cambio climático”, entre otras razones porque su sentido depende en gran medida de lo que entendamos por el primero. Veamos algunos ejemplos. Partiendo de la consideración estadística del clima, el reconocimiento de los cambios climáticos consiste en identificar rupturas y discontinuidades en las series de datos climáticos. Es decir, en averiguar el comportamiento ordinario de cada serie y determinar en qué puntos se quiebra dicha conducta normal. Dicho así parece algo sencillo de hacer, pero no lo es en absoluto, fundamentalmente por dos razones: por un lado, debido a que las fluctuaciones existentes en las series climáticas hacen aparición a escalas espacio-temporales enormemente contrastadas, y por otro, a que estas fluctuaciones experimentan una fuerte gradación. Las escalas temporales de variación basculan entre las diarias y las seculares o milenarias, dándose además cada una de éstas sobre el conjunto de la superficie del planeta o sobre fragmentos muy pequeños y concretos de ella. Asimismo, las magnitudes atmosféricas pueden fluctuar de forma periódica (como el ciclo anual o el diurno), casi periódica (como las lluvias monzónicas) o aleatoria (como las que tienen lugar entre días, meses o años diferentes). Como hemos dicho, todo ello supone un poderoso obstáculo, tanto para la identificación como para la propia definición del cambio climático, lo cual queda en evidencia si echamos un vistazo a la diversa nomenclatura existente al respecto, empezando por la emanada de la Organización Meteorológica Mundial (OMM), que otorga al término cambio climático un carácter general, válido para reunir todas las formas de inconstancia climática, sea cual sea su naturaleza estadística, pero detalla a continuación y de forma imprecisa cada una de esas inconsistencias (discontinuidad, fluctuación, oscilación, vacilación, ritmo, tendencia, ciclo, alteración, etc.) hasta configurar una nomenclatura tan minuciosa como confusa. El uso, sin embargo, ha impuesto la utilización de la expresión “cambio climático” en el sentido de una discontinuidad más bien brusca y duradera, de una variación relevante y estadísticamente significativa en los parámetros de centralidad y dispersión de las series climáticas desde un período de observación a otro. Esta definición, que es la que tradicionalmente se ha hecho del cambio climático en los ambientes proestadísticos, implica que el rasgo esencial para conceptualizar dicho cambio es la magnitud, quedando relegados aspectos tales como su dimensión espacial o temporal. Para los defensores de la noción sistémica del clima, el punto de arranque es la existencia de un sistema en equilibrio —lo que garantiza la estabilidad del clima—, pero dinámico —lo que provoca sus fluctuaciones—. La obtención del equilibrio está determinada, en primer lugar, por el tiempo de respuesta de cada componente del sistema ante las anomalías y, en segundo lugar, por las relaciones que se establecen entre los elementos, las cuales se efectúan mediante complejos bucles de realimentación de distinto signo. Los bucles de realimentación negativos tienden a contrarrestar las irregularidades que se producen en cualquier componente del sistema; los positivos, por el contrario, tienden a incrementarlas. Pues bien, ambos tipos de bucles se combinan en el interior del sistema climático y son responsables de su equilibrio; pero una estabilidad construida a partir de estos mecanismos tiene que ser por fuerza una estabilidad en movimiento —global y por término medio—, que se consigue a partir de una inmensa variabilidad temporal y de la aparición de continuas anomalías. Siempre que éstas sean compensatorias entre los distintos lugares del planeta, y pasajeras, lo único que reflejan son los esfuerzos del sistema por mantener su armonía. Únicamente se puede hablar de la existencia de un cambio climático significativo cuando la variación en alguno de los componentes del sistema sea lo suficientemente importante como para alterar su equilibrio, dando lugar a un nuevo equilibrio tras un período de transición entre ambos. Ello supone que la anomalía en un componente ha sido lo suficientemente grande como para rebasar el umbral de estabilidad del sistema, que se ve transformado por una serie de cambios en cadena. Así pues, desde estos presupuestos un cambio climático —por contraposición a una simple anomalía o fluctuación— implica que el sistema ya no regresa a su estado primitivo, sino que muda hacia otro diferente. La clave radicaría, por tanto, en saber cuándo una anomalía en uno de los componentes del sistema es lo suficientemente importante como para alterar el equilibrio global del mismo, y no en fijar un umbral de variación en las series temporales de los elementos climáticos. Otro problema que surge cuando nos enfrentamos a la definición de cambio climático es la determinación de las causas que lo originan, los agentes y factores responsables de su aparición. ¿Se debe a causas naturales, antrópicas o mixtas? Cambio climático, en el sentido utilizado por el Grupo de Expertos Intergubernamental sobre el Cambio Climático (IPCC), abarca cualquier cambio experimentado por el clima a lo largo del tiempo, cualquiera que sea su causa; por contra, según lo expuesto en la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático, únicamente se refiere a un cambio del clima achacable directa o indirectamente a las actividades humanas, que modifican la composición de la atmósfera terrestre. De cara al futuro los interrogantes no hacen sino acumularse, uno detrás de otro: ¿se puede hablar de un único cambio climático, o de varios para las diversas zonas del planeta puesto que no son iguales sus características? ¿Se producirá de forma rápida e inminente o pausada, prácticamente imperceptible en la vida de un hombre? Lo que está claro es que la perspectiva histórica relativiza las visiones apocalípticas que acompañan al aumento experimentado por las temperaturas terrestres en los últimos lustros y lo sitúa en un contexto de evolución constante de las condiciones climáticas del planeta. Evolución histórica de una teoría emergente Para hacerse una idea de la evolución y situación al día de hoy de la actual hipótesis de cambio climático, es necesario efectuar un recorrido cronológico por los principales hitos que la han marcado, los cuales vienen sucediéndose a ritmo vertiginoso en los últimos años. Por extraño que parezca la preocupación por este tema viene de lejos. Ya a finales del siglo XIX el científico sueco Swante August Arrhenius había dado a conocer en su trabajo “On the influence of carbonic acid in the air upon the temperature of the ground” (1896) una teoría en la que relacionaba el incremento de dióxido de carbono en la atmósfera y su posible influencia en el clima con la combustión masiva de combustibles fósiles, si bien no sería ésta la principal responsable de dicho aumento. Pero a pesar de esta pionera investigación, y otras que fueron publicándose desde entonces, no se comenzaron a realizar mediciones metódicas de la composición química de la atmósfera hasta 1957. En ese momento se iniciaron bajo la tutela de la Organización Meteorológica Mundial diversos planes de seguimiento, encargados, por ejemplo, de controlar los niveles de ozono estratosférico o calcular la proporción de dióxido de carbono en la atmósfera. Transcurrida una década desde aquella significativa fecha, los recuentos efectuados se encargaron de ratificar la tendencia al alza de la cantidad de CO2 en la troposfera, por lo que tanto la OMM como numerosos científicos no tardaron en mostrar su intranquilidad por las repercusiones que dicho aumento podría causar en el clima(4). En la década de los setenta, la OMM se plantea de manera definitiva el posible cambio climático como consecuencia de un modelo de industrialización basado en la explotación masiva de combustibles fósiles que habría incrementado claramente las concentraciones de dióxido de carbono en la troposfera. En 1974 la OMM decidió crear un Grupo de Expertos en Cambio Climático para intentar, de algún modo, dar respuesta a una serie de episodios atmosféricos considerados inusuales que se dieron en muy poco tiempo y que los servicios meteorológicos de cada país no habían sabido interpretar. En ese mismo año dos científicos llaman la atención sobre la posible destrucción del ozono en la estratosfera. Al año siguiente ve la luz la primera declaración sobre Modificación de la Capa de Ozono debida a actividades humanas realizada por la OMM. En 1976, gracias a la los avances tecnológicos, y en concreto al satélite Nimbus 7, se obtiene la imagen del “agujero de ozono” sobre el continente antártico. En 1978 un nuevo estudio de la OMM revela que el deterioro de la capa de ozono se ha originado por la emisión de productos elaborados por el hombre, como los clorofluocarburos (o CFCs). En 1979 se celebra la Primera Conferencia Mundial sobre el Clima, en la que se habla del aumento del efecto invernadero por causas humanas y de las consecuencias sociales y económicas de un cambio climático, y se acuerda crear el Programa Mundial del Clima. A comienzos de los ochenta, el director del Observatorio Geofísico de Leningrado, el profesor Mijail Ivanovich Budyko, publica en inglés The earth’s climate, past and future (1982), obra en la que se habla de un ascenso de las temperaturas, de la subida del nivel del mar y de otras previsiones poco tranquilizadoras, utilizando para ello términos bastante catastrofistas(5). A partir de este trabajo se comenzó a crear una conciencia mundial acerca del previsible cambio del clima. En marzo de 1985 se firma el Convenio para la Protección de la Capa de Ozono. También en 1985 tuvo lugar la Conferencia de Villach (Austria) — convocada por la OMM, el Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente y el Consejo Internacional de Uniones Científicas— , donde se dijo que el efecto producido por otros gases de efecto invernadero diferentes del dióxido de carbono podía compararse al de éste; ello suponía que el equivalente a una duplicación del CO2 —de continuarse con las tendencias actuales— podía alcanzarse hacia el año 2030 en vez de a finales del siglo XXI, produciéndose para entonces un aumento de las temperaturas entre 1,5 y 4,5º C y un ascenso del nivel del mar entre 20 y 140 cm. En septiembre de 1987 se firmó el Protocolo de Montreal, mediante el cual los países allí presentes se comprometían a reducir en un 50% y en un plazo máximo de once años el consumo de CFCs efectuado en 1986. Un mes más tarde, en octubre de 1987, aparece en la portada de la afamada revista Time el siguiente titular: “The Heat is On”, haciendo referencia a un artículo publicado en su interior sobre el calentamiento global y el agujero de ozono; desde ese momento el cambio climático pasa a ser tema recurrente en los medios de comunicación de todo el planeta. A principios de 1988 varios países —capitaneados por los Estados Unidos—, comenzaron a interesarse por las enormes repercusiones socioeconómicas que traería consigo un cambio climático. Por ello, al considerar que se trataba de un tema demasiado importante para dejarlo, como hasta ahora se había hecho, en manos de un grupo de científicos no gubernamentales, propusieron a las Naciones Unidas la creación de un organismo de evaluación del cambio climático en que los gobiernos tuvieran activa participación. De este modo surgió el Panel Intergubernamental de Expertos sobre Cambio Climático. Su primera reunión tuvo lugar en Ginebra en noviembre de 1988, donde se puso un plazo de dos años para dar a conocer su primera evaluación, realizada en noviembre de 1990 en esa misma ciudad, dentro del marco de la Segunda Conferencia Mundial sobre el Clima. En ella se expuso el Primer Informe de Evaluación del Cambio Climático(6) que decía que, de continuar el ritmo actual de emisiones de gases de efecto invernadero, se podría esperar durante el próximo siglo una tasa de aumento de la temperatura media mundial de 0,3º C por decenio; es decir, mayor que la ocurrida durante los últimos 10.000 años, aunque no se especificaba si debido a emisiones de gases o por la variabilidad natural del clima. También en 1990, cien estados acordaron en la Enmienda de Londres que los países del Tercer Mundo acabarían para el período 2010-2015 con el consumo y la fabricación de CFCs, mientras que el resto lo haría para antes de 2005. Asimismo, se puso en funcionamiento el Sistema Mundial de Observación del Ozono. Dos años más tarde, en la segunda Conferencia de las Naciones Unidas sobre Medio Ambiente y Desarrollo celebrada en Río de Janeiro en 1992, más de 150 países firmaron la Convención Marco sobre el Cambio Climático para tratar de estabilizar las emisiones de gases de efecto invernadero a un nivel aceptable. En la primera reunión de la Conferencia de las Partes del Tratado sobre Cambio Climático, celebrada en Berlín en marzo de 1995, los países industrializados acordaron establecer en 1997 en Kioto un calendario de reducción de emisiones de gases. En diciembre de 1995 el segundo informe del IPCC sobre el Cambio Climático, presentado en Roma, señaló claramente al hombre como máximo responsable del cambio climático(7). Se instó a los gobiernos de los países industrializados a que adoptaran medidas efectivas para lograr una reducción en las emisiones de CO2, por ejemplo mediante la optimización del consumo energético, pues de seguir así se produciría un incremento medio de 2º C para finales del siglo XXI y un aumento medio del nivel del mar de 50 cm, cifras alarmantes pero bastante inferiores a las previstas cinco años antes. A pesar de las recomendaciones, los estados firmantes de la Convención Marco, reunidos en Ginebra en 1996, lograron progresos de escasa entidad para reducir definitivamente las emisiones de los países industrializados. Se llega así a la Tercera Conferencia de las Partes de la Convención Marco sobre el Cambio Climático, celebrada en Kioto en diciembre de 1997, donde se habían depositado grandes esperanzas para la obtención de un gran acuerdo internacional de reducción de emisiones de gases de invernadero. Entre los asistentes hubo más de 125 ministros de los países presentes, lo que la convirtió en la mayor conferencia sobre cambio climático celebrada hasta la fecha. La hipótesis actual del cambio climático y sus posibles consecuencias En la actualidad asistimos a la veneración del siguiente razonamiento como acto de fe: crecimiento continuado del consumo de combustibles fósiles desde la revolución industrial – aumento de las emisiones de CO2 y otros gases por parte del hombre – reforzamiento del efecto invernadero natural – incremento de las temperaturas del planeta o caldeamiento global – cambio climático – desastre mundial. No está nada claro que esto tenga alguna validez, más bien al contrario. Pero no queda ahí la cosa, va mucho más lejos: la mayor parte de las veces, por un generalizado y funesto mecanismo mental que tiende a reducir y simplificarlo todo, la gente se salta los pasos intermedios y se cree que da igual, que se puede pasar de un extremo a otro sin problemas, olvidando que en cada avance se están dando tres mortales y medio con tirabuzón. Así, se llega al punto de escuchar o leer con cierta frecuencia que si no dejamos de utilizar el coche para ir al trabajo provocaremos un trágico cambio climático, u otras cosas parecidas, lo cual no es sino una caricaturización del asunto que es aceptada comúnmente como si fuera verdad. Realmente dos hechos parecen sustentar la actual hipótesis de cambio climático: el incremento de la temperatura media del planeta y el ritmo creciente de emisiones de CO2 a la atmósfera desde hace por lo menos un siglo. Parece existir una relación entre ambas cosas. Pero, como veremos, ni las evoluciones son uniformes ni la correspondencia perfecta, por mucho que no falten ciertas coincidencias. Éstas no autorizan, desde nuestro punto de vista, a concluir que aumentos porcentuales de dióxido de carbono y otros gases de efecto invernadero hayan causado un incremento de las temperaturas, aunque casi todo el mundo lo mantenga. El fundamento del llamado efecto invernadero es bien conocido: la atmósfera es prácticamente transparente a la radiación emitida por el Sol, pero la radiación de onda larga transmitida en respuesta por la superficie de la Tierra es parcialmente retenida por algunos de los gases minoritarios presentes en la atmósfera. El nombre con el que se ha designado este fenómeno deriva, pues, de que el efecto producido por los gases referidos es análogo al causado por el cristal de un invernadero: el vidrio es transparente a la luz solar incidente pero no lo es a la radiación calórica emitida por el suelo y las plantas situadas bajo él, alcanzándose como consecuencia una temperatura en el interior del invernadero superior a la del exterior. Por tanto, el efecto citado se traduce en una elevación de la temperatura de la Tierra por encima de la que tendría en ausencia de dichos gases de invernadero en la atmósfera; este proceso es el que mantiene la temperatura de la Tierra en un valor medio global de 15º C en lugar de los –18º C que tendría sin no existieran esos gases, la mayoría de los cuales son anteriores a los orígenes del hombre. Los únicos que proceden exclusivamente de la actividad de éste son los pertenecientes a la familia de los clorofluorocarbonados, más conocidos como CFCs; el resto son el vapor de agua, el dióxido de carbono (CO2), el metano (CH4), el óxido nitroso (N2O), el ozono (O3), etc. La cuestión que aquí nos interesa analizar es si las actividades humanas —y especialmente la contaminación por combustibles fósiles iniciada a partir de la primera revolución industrial—, han provocado un reforzamiento del efecto invernadero al cambiar sustancialmente la concentración natural de los gases con capacidad para retener en la atmósfera la radiación infrarroja procedente de la superficie terrestre, y si este efecto sería capaz de originar un cambio climático de catastróficas consecuencias. El principal protagonista del efecto invernadero natural es, con diferencia, el vapor de agua; y parece ser que su concentración en la atmósfera sigue siendo más o menos contante. Ante la complejidad de investigar este gas, los estudios se han centrado fundamentalmente en el CO2, que ha acaparado casi todo el protagonismo. El dióxido de carbono, que se genera por las combustiones y oxidaciones de materia orgánica, por la respiración de los seres vivos y por determinadas reacciones químicas y procesos industriales, sería el segundo gas de invernadero en importancia. Los registros del observatorio de Mauna Loa muestran un incremento continuado de la concentración de CO2 desde 315 partes por millón en volumen (ppmv) en 1958 hasta más de 360 ppmv en la actualidad, habiéndose cifrado por medio de métodos indirectos su presencia antes de la industrialización en unas 280 ppmv. Por tanto, parece ser que desde el inicio de la época industrial la proporción de dióxido de carbono en la atmósfera habría aumentado en una cuarta parte, con grandes alternancias entre los meses de verano e invierno. Si antes se pensaba que la causa principal de este crecimiento, teóricamente principal responsable de la intensificación del efecto invernadero, era la quema de combustibles fósiles, hoy se tienen muchas dudas al respecto: por una parte está el hecho de que continuara el aumento de la concentración de dióxido de carbono durante el decenio 1974-1984, período en que se produjo la crisis del petróleo y la reducción de su consumo; por otra, los cálculos que estiman que los bosques, a través de su función clorofílica, son capaces de eliminar hasta un 60% del dióxido de carbono atmosférico. Se ha pasado, pues, a la consideración de la deforestación como factor de primer orden en el aumento de las concentraciones de CO2 atmosférico; es decir, a tener en cuenta tanto la desaparición de sumideros como el surgimiento o incremento de fuentes. Pero independientemente de cuál fuera la causa, también se ha cuestionado la validez de los datos oficiales que señalan que ha habido tal crecimiento, pues manejan las mediciones del observatorio de Mauna Loa, que está situado en el archipiélago volcánico de las Hawai y próximo tanto al bosque tropical como a numerosos campos de cañas de azúcar, lo que podría introducir distorsiones significativas. Con todo, la aportación anual de carbono de origen antrópico resulta ser únicamente el 2,5% del total de emisiones a la troposfera, mientras que el 97,5% restante procede de las emisiones bióticas marinas y terrestres. Tras el dióxido de carbono sigue en trascendencia en cuanto a la capacidad de provocar efecto invernadero el metano, cuya presencia en la atmósfera parece ser que se ha duplicado con creces desde el siglo XVIII, aumentando un 30% en las cuatro últimas décadas. Este gas se produce de forma natural por la descomposición de sustancias orgánicas en ambientes pobres en oxígeno, como las zonas pantanosas y húmedas. También se origina en el sistema digestivo de rumiantes y otros animales, por la explotación de combustibles fósiles, y la quema de biomasa. Los sumideros no están muy estudiados, siendo su principal depredador el radical oxhidrilo (OH) presente en la atmósfera. Según las últimas investigaciones, a largo plazo es mucho más preocupante que el dióxido de carbono como agente responsable del calentamiento global, ya que posee un potencial de calentamiento global sesenta veces mayor. El óxido nitroso, gas de muy larga vida y poca presencia en la atmósfera, habría experimentado un crecimiento del 10% desde la época preindustrial. Las principales fuentes de origen humano son la combustión de biomasa y numerosas prácticas agrícolas; las de carácter natural, los océanos, los suelos, los bosques, las tormentas y algunos volcanes. La fotólisis (descomposición provocada por la luz y más concretamente por los rayos ultravioleta) en la estratosfera representa el sumidero más importante. El ozono es un gas de corta vida que se produce fundamentalmente por la chispa eléctrica, natural y humana, y se usa a menudo como esterilizante. Aparte de esto es también un gas sobre el que reina una gran confusión. Ello se debe a que se encuentra tanto en la troposfera como en la estratosfera, donde desempaña papeles muy distintos y se encuentra en muy diversa proporción. Mientras que su presencia en la troposfera o baja atmósfera representa el 10% del total —aunque va en aumento— y contribuye muy eficazmente al efecto invernadero además de ser altamente venenosa, el 90% restante crea en la estratosfera una capa protectora que absorbe los rayos ultravioletas provenientes del Sol. Capa que, según la imagen que nos ha llegado, habría sido perforada y tendría un agujero. Este famoso “agujero” en realidad no es otra cosa que la disminución estacional (primavera austral) y en una región concreta del planeta (Antártida) de la concentración de ozono estratosférico. Desde que fuera detectado a mediados de los setenta, pasó a ser cuestión de investigación prioritaria y fuente permanente de preocupación, pues representaba un grave peligro para los seres vivos y cada vez adquiría una mayor extensión. Al ir menguando la capa de ozono y su función de filtrado, la radiación ultravioleta B causaría daños variables dependiendo de la intensidad que alcanzase y del tiempo a ella expuesto: desde simples enfermedades de origen cutáneo o trastornos oculares leves en el hombre y cambios en el crecimiento de las plantas hasta la destrucción de la vida sobre la Tierra. las humanas. La cantidad que arroja el hombre a la atmósfera resulta insignificante en comparación con la procedente de la sal marina al evaporarse el agua superficial de los océanos o la que podría proyectar una enérgica erupción volcánica; además, si no es mediante esta última posibilidad, habría que explicar cómo unos gases más pesados que el aire pueden ascender por sí solos tan alto y llegar hasta la troposfera. También hay quien cree que el agujero de ozono tendría más que ver con un aumento de la actividad solar que con un incremento de la concentración de cloro, pues el ozono se crece con la actividad solar. Los meteorólogos sostienen, además, que hay factores climáticos que han agravado o incluso podido originar el problema, como la mayor formación de un tipo de nubes, las nubes estratosféricas polares, cuyos cristales de hielo aceleran el proceso destructivo del ozono. La aparición del agujero de ozono ha sido interpretada como un signo más de la nociva actividad humana, que habría generado grandes cantidades de cloro —el principal agente destructor del ozono— gracias a la producción continuada de CFCs. La verdad es que no se tiene ni idea si el hombre es el único o el principal responsable de ese deterioro, entre otras cosas porque se conoce muy poco el funcionamiento del ozono estratosférico en el pasado. Lo que parece indudable es que las fuentes naturales de cloro superan con creces a Los clorofluorocarbonos —como indica su nombre— se componen principalmente de carbono, fluor y cloro, y pese a su reducidísima proporción en la atmósfera se les concede en los últimos tiempos una gran relevancia. Estos gases de origen totalmente antrópico son inocuos para el hombre, y por ello, idóneos para la conservación de alimentos y sustancias tales como los perfumes, que no pueden oxidarse. Pero más famosos que por esto, lo son por un doble motivo. Por un lado su enorme poder como agentes inductores del efecto invernadero. Sintetizando, paradójicamente allá arriba (estratosfera), donde necesitamos el ozono, lo estaríamos destruyendo, y aquí abajo (troposfera), donde es venenoso y contribuye al efecto invernadero, lo estaríamos potenciando. Ambas situaciones, tanto la disminución del ozono estratosférico como el aumento del troposférico, teóricamente contribuirían a que la temperatura superficial del planeta se incrementase. Pero debe quedar muy claro que una cosa es el “agujero” de la capa de ozono y otra muy diferente el “efecto invernadero”. Por otro, como adelantábamos, su posible contribución a la creación y engrandecimiento del “agujero” de la capa de ozono. La radiación ultravioleta, al entrar en contacto con el CFC, produce una reacción química que libera su contenido de cloro, el cual acaba por destruir el ozono de forma masiva (se calcula que un átomo de cloro es capaz de destruir hasta 100.000 moléculas de ozono). Los CFCs han aumentado a un ritmo del 4% anual desde mediados del siglo XX, si bien desde finales de los ochenta el uso de los más perjudiciales para la capa de ozono —como el CFC 11 y 12, que se emplean en circuitos de refrigeración y aire acondicionado— se ha reducido drásticamente, gracias entre otras cosas a la firma del Protocolo de Montreal en 1987 y a comunicados como el de la Agencia para la Protección del Ambiente de los Estados Unidos (EPA), que calculó que un aumento del 2,5% al año en la cantidad de CFC emitido provocaría un millón de muertos por cáncer de piel solamente en su país. Que se sepa, no existen sumideros significativos de estos gases en la troposfera; su destrucción tiene lugar en la estratosfera mediante complejos procesos fotolíticos. Junto a este aumento de gases que hemos comentado, teóricamente responsable del cambio de composición química de la atmósfera, parece haberse detectado, como adelantamos con anterioridad, un aumento de las temperaturas del planeta, por lo que se tiende a correlacionar ambas variables. Las series térmicas manejadas por los organismos oficiales señalan un aumento de unos 0,7º C para el conjunto del planeta en el período comprendido entre 1860 y 1990(8). Pero la interpretación de estos datos presenta varias dudas. La primera de ellas sobre la propia homogeneidad y fiabilidad de las series climáticas disponibles, pues ni siquiera los estudios a corto plazo, que pudieran parecer más sencillos, están libres de obstáculos; así, por ejemplo, a pesar de los enormes esfuerzos de sistematización realizados en las últimas décadas, nos encontramos con que la longitud de las series suele ser insuficiente; con que existen amplias zonas del planeta (terrestres, pero sobre todo oceánicas) desprovistas de observatorios; con que éstos han experimentado muchas veces cambios de ubicación o han quedado englobados por la expansión urbana y afectados por su “isla de calor”; con que los instrumentos de medida ya no son los mismos que antes ni tampoco iguales en todas partes, etc. Como es obvio, estos y otros factores pueden provocar importantes distorsiones en los registros. Por otra parte las curvas de temperaturas no ofrecen un incremento ininterrumpido, ya que éste ha sido inexistente en los intervalos que van de 1860 a 1920 y 1935 a 1965(9), habiéndose producido los aumentos en los periodos comprendidos entre 1920-1935 y 1965-1995, a pesar de que el crecimiento de la concentración atmosférica de dióxido de carbono ha sido notoriamente regular. Ello invita a pensar que estos contrastes térmicos puedan deberse a fluctuaciones enteramente naturales, al margen de la actividad humana. Por tanto, aun admitiendo el incremento de temperatura, persiste la incertidumbre de su causa, que puede no ser el efecto invernadero de origen humano. Mucho antes de que el hombre existiese, e incluso en su corta andadura sobre la faz de la Tierra, el clima planetario ha estado sujeto a cambios explicables por factores infinitamente más poderosos que el hombre y su tecnología moderna. Los factores más decisivos —que se miden en decenas de miles de años— tienen relación con el comportamiento del balance energético terrestre. Parece ser que la energía solar que en forma de radiación alcanza la superficie terrestre experimenta variaciones debido a efectos astronómicos como los cambios en la inclinación del eje de rotación terrestre respecto del plano de la eclíptica (a mayor inclinación los inviernos y veranos se volverían más extremos) o la excentricidad de la órbita terrestre, que incide en la mayor o menor cercanía del planeta con respecto al Sol (a mayor proximidad, mayor cantidad de radiación global), aunque factores geográficos como el vulcanismo —que merced al polvo desprendido por las grandes erupciones puede mitigar la radiación solar— también son capaces de influir decisivamente. Estos factores astronómicos, combinados entre sí, son suficientes para explicar el comportamiento del clima terrestre a lo largo de la historia como una sucesión de períodos fríos y períodos cálidos, que probablemente seguirá repitiéndose, queramos o no. Otras cuestiones que contribuyen a agrandar la incertidumbre en torno al fenómeno del cambio climático —y que no vamos más que a enunciar para no extendernos demasiado—, son: el papel de las nubes en todo este proceso, la verdadera incidencia de la enorme masa oceánica y de sus corrientes superficiales y en profundidad, el comportamiento interno del Sol, la dinámica del bosque tropical, la actividad volcánica, el funcionamiento de la circulación atmosférica, etc., elementos todos ellos que acrecientan aun más si cabe las imperfecciones que todavía presentan los modelos y sistemas de predicción climáticos. El hecho de que incluso las previsiones meteorológicas realizadas a corto plazo, donde además intervienen menos variables, sean bastante imprecisas y cometan frecuentes equivocaciones debería dejar claro que predecir a décadas vista es algo sumamente arriesgado, y que para hacerlo hay que actuar con extrema cautela, al revés de lo que se suele hacer(10). A pesar de que los interrogantes que quedan por contestar son numerosos y relevantes, la mayor parte de los estudiosos coinciden en las supuestas consecuencias que podrían derivarse del recalentamiento de la atmósfera, las cuales se han tendido a presentar de forma alarmante. Los estudios más recientes de que disponemos, que constituirán el Tercer Informe de Evaluación del IPCC, prevén a través de cuarenta escenarios posibles un calentamiento para el año 2100 —si no se toma medida alguna— de entre 1,4º y 5,8º C como media. El teórico aumento de las temperaturas que caracterizaría al “cambio climático” provocaría, fundamentalmente, la modificación del régimen pluviométrico y un ascenso del nivel del mar. Todo ello unido, acarrearía indirectamente un largo rosario de secuelas, como: la fusión de las principales masas de hielo del planeta y la consiguiente devastación de numerosas zonas de costa, cambios de salinidad en las aguas oceánicas y alteraciones del oleaje y de las corrientes superficiales, mutaciones en el equilibrio de los ecosistemas marinos y de la dinámica de playas, la aparición de extensas áreas desérticas —sobre todo en países mediterráneos como el nuestro, amenazados por la desertización—, al mismo tiempo que una mayor virulencia y torrencialidad de las lluvias cuando se produzcan, aceleración de los procesos erosivos, graves daños para la actividad agraria, un incremento del número de ciclones tropicales y de inundaciones, transformaciones en la dominancia y distribución de las especies animales y vegetales, con la amenaza de extinción para aquellas que no puedan o sepan adaptarse o migrar, un aumento de enfermedades tropicales que o bien no existían, o estaban extinguidas, o se encontraban en retroceso, y un amplio etcétera que contribuirían a hacer aun más crudo el panorama. La difusión social del “cambio climático” y su aceptación como verdad incuestionable Como hemos visto, la situación real parece que no se corresponde con la presentación del “problema” que normalmente se hace. Si existen todas las incertidumbres que acabamos de enumerar, entonces ¿por qué la hipótesis del cambio climático se ha convertido en una verdad incuestionable y ampliamente difundida? El hecho de que este asunto haya irrumpido en nuestra vida cotidiana y sea de referencia obligada —aunque muchas veces no querida— en muchos estudios científicos tiene su explicación, y no es otra que la conjunción de diversos factores, algunos de los cuales apuntamos a continuación. 1) En primer lugar, hoy en día la Naturaleza se considera como un patrimonio de toda la Humanidad; nunca ha sido mayor la preocupación por ella, y lo es de tal magnitud que se diría que forma parte de la mentalidad de nuestro tiempo, que constituye una nueva ética, como ya señalara el geógrafo Manuel de Terán a mediados de los sesenta(11). Por tanto, todo lo que tenga que ver con ella — directa o indirectamente— interesa per se. 2) Si además se trata de una amenaza, de un “cambio” que puede traer consigo consecuencias negativas, el atractivo se hace mucho mayor. 3) Y no digamos si las catastróficas predicciones se pueden hacer realidad en un futuro no muy lejano y afectar no sólo a espacios remotos, sino también al territorio más próximo a nosotros, aquel en el que nos desenvolvemos. 4) Aun mayor fascinación —si cabe— causa el asunto cuando sus efectos pueden alterar nuestro modo de vida en un amplio abanico de facetas, e incluso hacerlo de forma radical e irreversible, hasta el punto de cuestionar nuestra propia existencia; no es ya que el hombre deteriore la naturaleza, sino que pone en peligro el planeta como espacio habitable. 5) Otra clave explicativa del éxito de la teoría del cambio climático es la ambigua definición del problema; vaguedad que por ejemplo, como ya vimos, se pone de manifiesto en las múltiples e incluso contradictorias definiciones que se han dado al respecto. 6) También influye su relativa novedad, pues al ser presentado como un rompecabezas emergente, sin historia —por mucho que se hubiera comenzado a hablar de él hace más de un siglo—, su calado es mucho mayor entre la población, ávida de descubrimientos recientes y noticias inéditas. 7) La aparición de ciertas situaciones difícilmente predecibles que generan gran preocupación en la sociedad (como inundaciones, largos períodos de sequía, huracanes, etc.), teóricamente más frecuentes, anormales y devastadoras que nunca —porque no se tiene en cuenta que también hay más zonas pobladas, habitadas por un mayor número de personas y que merced a los medios de comunicación tenemos constancia de su existencia al poco tiempo de haberse producido—, ha facilitado que el cambio climático deje de ser una hipótesis para convertirse en una realidad palpable poco a poco, de la que estos fenómenos serían los primeros indicios. 8) Aparte de estos motivos, también ayuda a entender la popularización y sacralización del cambio climático la actitud de varios colectivos. Así, por ejemplo, hay que tener en cuenta el papel jugado por los líderes y responsables públicos en todo este proceso. Las diversas instancias de poder (a todos los niveles, desde el mundial al local, pasando por el nacional y el regional) se han sentido relativamente cómodas ante el surgimiento de este problema; de hecho, han contribuido activamente a su propagación y han fomentado su tratamiento mediante programas de investigación financiados por varias causas. Por una parte, las consecuencias de las alteraciones producidas en la atmósfera serían tan amplias, que rebasarían sus propios ámbitos competenciales; además, siempre queda la posibilidad de culpar a ciertas empresas multinacionales o a otros gobiernos de incumplir los acuerdos internacionales en materia de protección medioambiental. Por otra, el enunciado de un tema tan general como el cambio climático evita que determinadas contrariedades o catástrofes sean achacadas a políticas concretas y, en consecuencia, ayuda a que las responsabilidades se diluyan. Por último, la existencia de este nuevo reto de base ecológica al que hacer frente contribuye a la renovación de los programas políticos al mismo tiempo que demuestra la buena voluntad de los dirigentes en su gestión. 9) No es menor el papel desempeñado por ciertas Organizaciones No Gubernamentales de corte ecologista, cuyos radicales miembros —lejos de contribuir a aclarar— no han hecho sino distorsionar la realidad, muchas veces en su propio beneficio, constituyéndose en unos de los más activos manipuladores de la difusión pública del cambio climático. 10) También los científicos tienen su parte de responsabilidad. Muchos de ellos han encontrado en el cambio climático y sus supuestos efectos derivados un campo de investigación con unas posibilidades científicas y económicas impensables hace años, y algunos se han aprovechado de ello, bien publicando cualquier cosa y dando a conocer los resultados de sus investigaciones sin que estuvieran bien comprobados, bien permitiéndose adoctrinar sobre un tema que no dominan, como ha ocurrido con numerosos especialistas de disciplinas ajenas a la meteorología y la climatología. La cosa, con ser grave, no queda ahí: muy pocos de los que desarrollan su labor con honestidad y competencia han levantado la voz y adoptado una actitud crítica frente a los que tratan el tema con ligereza. 11) Pero quizá el gran predicamento alcanzado entre la población se deba a los medios de comunicación de masas, pues desde hace unos años todos ellos al unísono —y sin que realmente existan fisuras de importancia en la unanimidad de tal postura— se han hecho eco de la existencia del cambio climático como verdad incuestionable. Gracias a la prensa, la radio, la televisión o internet, estas ideas han penetrado en todos los estratos sociales. El amplio despliegue informativo que realizan y la apariencia objetiva y científica de las noticias, que son reproducidas de manera sistemática y continuada, logran concienciar del problema al lector, oyente o telespectador, que se siente atraído por unos datos que se caracterizan también por su tono alarmista y altamente preocupante. En definitiva, han creado —o cuando menos reforzado— una imagen ficticia en nuestra mente, que muchas veces ya ni cuestionamos(12). Acuerdos y desacuerdos A la vista de lo expuesto hasta aquí, está claro que aún quedan numerosas incógnitas por resolver y que la actual hipótesis de cambio climático por incremento del efecto invernadero dista mucho de ser algo más que una teoría plenamente aceptada por la sociedad. Hemos dicho que no deja de ser una hipótesis; pero por si acaso se acabara confirmando, debería iniciarse en serio una apreciable reducción de emisiones de gases a la atmósfera. Este compromiso —dada la teórica globalidad de sus efectos— tendría que ser asumido en un gesto de solidaridad por todos los países del planeta, aunque a unos perjudicase más que a otros. Independientemente de ello, de que la reducción de la emisión de gases tenga alguna influencia sobre el cambio climático, es un objetivo siempre deseable, pues contribuye a lograr un mundo menos contaminado. Es desde esta doble perspectiva desde la que hay que valorar la reciente postura adoptada por los Estados Unidos, dando la espalda al Protocolo de Kioto —que no ha querido ratificar a pesar de haberlo firmado su presidente Clinton en noviembre de 1998 en la Cumbre del Clima de Naciones Unidas celebrada en Buenos Aires— supuestamente por amenazar su economía. Como ya dijimos, el Protocolo de Kioto se adoptó en la Tercera Conferencia de las Partes de la Convención Marco sobre el Cambio Climático, celebrada en dicha ciudad japonesa en diciembre de 1997(13). En él se estableció que los 39 países más industrializados (o Partes recogidas en el Anexo I) reducirían sus emisiones de gases de efecto invernadero para el período 2008-2012 en un 5,2% de media respecto a las de 1990, cantidad muy por debajo de lo esperado. El acuerdo, jurídicamente vinculante, aún no ha entrado en vigor porque no lo han ratificado suficientes países, pendientes de que queden definitivamente fijadas las condiciones para su cumplimiento(14). Dichas condiciones son las que se han venido discutiendo desde entonces, y muy particularmente en la Sexta Conferencia de las Partes de la Convención Marco sobre el Cambio Climático, que tuvo lugar en La Haya (Holanda) entre el 13 y el 24 de noviembre de 2000, sin que se llegara a un acuerdo. Allí se deberían haber resuelto las cuestiones que quedaron pendientes en el texto del Protocolo de Kioto, pero se saldó con un rotundo fracaso debido a la oposición, entre otros, de los Estados Unidos, el Canadá y el Japón, los gobiernos del grupo de países llamado “paraguas”. Más tarde, en el comunicado final de Trieste (norte de Italia) emitido a principios de marzo de 2001, los ocho países más industrializados del mundo (el G-8 o G-7 —Italia, Alemania, Francia, Reino Unido, EEUU, el Canadá y el Japón— más Rusia) se comprometieron a relanzar la fallida Cumbre sobre el Clima de La Haya. En aquella ocasión, la representante del recién estrenado Gobierno republicano de Bush, Catherine Whitman, demostró una sensibilidad distinta a la de Washington en relación a las cuestiones medioambientales e hizo público su empeño en reducir las emisiones de CO2, declarando que el calentamiento global era el mayor reto ambiental al que se enfrentaba la Humanidad, aunque sin mencionar en ningún momento el Protocolo de Kioto. Pero tras este espejismo se han vuelto a ver las verdaderas intenciones de los Estados Unidos, negándose en rotundo a respaldar el convenio de Kioto a pesar de los esfuerzos realizados por parte de otros países desarrollados. Ahora la nueva posición de los Estados Unidos se alza como un nubarrón muy negro sobre la continuación de la Cumbre sobre el Clima de La Haya a celebrar en Bonn (Alemania) el próximo julio, y la siguiente conferencia de las partes de la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre Cambio Climático, que se efectuará en Marraquech a finales de 2001. Mucho tendrán que reconducirse las cosas para que se pueda cumplir la declaración de intenciones de la comunidad internacional, que pretendía tener el Protocolo de Kioto aprobado en el plazo bautizado Río+10, una década después de la cumbre de la Tierra de Río. El tema se ha disparado especialmente en el último mes porque la polémica en torno al cumplimiento del Protocolo de Kioto ha coincidido con la presentación formal en Nairobi del nuevo informe del IPCC, denominado Cambio Climático 2001, cuyas tres secciones (Bases científicas; Impactos, adaptación y vulnerabilidad; y Mitigación) se han hecho públicas secuencialmente en los últimos meses(15). En su tercer informe, el IPCC evalúa en 0,6º C el aumento de la temperatura media durante el recién terminado siglo XX, lo achaca en su mayor parte a las actividades humanas y a través de cuarenta escenarios posibles prevé un calentamiento para el año 2100 —si no se toma medida alguna— de entre 1,4º y 5,8º C como media y un ascenso del nivel del mar de entre 9 y 88 cm. Así pues, nos hallamos en un momento en que, curiosamente —o no tanto—, las discrepancias entre países surgen sobre todo a la hora de adoptar medidas para corregir o mitigar las posibles consecuencias de un cambio climático y no tanto a la hora de aceptar su existencia, que parece darse por supuesta en todos los foros. Parece existir un acuerdo unánime acerca del cambio climático y en función de ello se firman acuerdos internacionales para reducir las emisiones de gases que lo generarían, pero sin embargo antes, después y en medio de ellos surgen numerosos desacuerdos. La situación se explica porque hay demasiados intereses en juego, muchos de ellos contrapuestos(16). La controversia entre los países con diferente grado de desarrollo era conocida antes de la Conferencia de Kioto y se ha puesto de manifiesto en repetidas ocasiones desde entonces, pero quizá lo más relevante ahora mismo es la existencia de importantes enfrentamientos en el seno de los desarrollados: la Unión Europea por un lado, y los Estados Unidos por otro. Examinemos con mayor detenimiento cuáles son las posturas de los principales implicados. El Protocolo de Kioto reafirmó el principio de responsabilidades comunes pero diferenciadas. Esto es decisivo, pues el compromiso de reducción de emisiones varía por país o región: dentro de los países más desarrollados, la Unión Europea —con oscilaciones entre sus miembros— se comprometió a reducir sus emisiones en al menos un 8% como promedio para el quinquenio 2008-2012, los Estados Unidos en un 7% y el Canadá en un 6%, mientras que el Japón, Rusia, Polonia, Hungría, Nueva Zelanda y Ucrania únicamente tendrían que estabilizar sus emisiones con relación a las de 1990, y algunos países como Australia e Islandia podían aumentarlas hasta un 8% y un 10% respectivamente. Para los países menos desarrollados no se fijó ningún límite. Todas ellas son medidas insignificantes e insuficientes si nos atenemos a las indicaciones del IPCC, según el cual las reducciones por debajo del 20% apenas mitigarán el llamado efecto invernadero. — Los Estados Unidos, con sólo el 4,6% de la población de la Tierra, emite actualmente el 24% del CO2 mundial (más de 20 toneladas por habitante y año mientras que la media en los países desarrollados es de 12 toneladas y en los países en desarrollo de dos), habiéndose producido un incremento del 22% entre 1990 y 1998. Como hemos mencionado, el Protocolo de Kioto obliga a los EEUU a reducir sus emisiones en sólo un 7%, cuestión que no está dispuesto a aceptar por varios motivos, fundamentalmente dos. En primer lugar, estima que tal medida daña ostensiblemente su economía, que pasa por un momento de recesión. En segundo lugar, considera que los términos del protocolo son injustos con ellos y otros países desarrollados porque eximen al 80% del mundo de su cumplimiento. Por todo ello exige una serie de cuestiones. Una de sus pretensiones es que los países en vías de desarrollo (fundamentalmente China, la India y el Brasil) también se comprometan a reducir sus emisiones en el plazo 2008-2012. Asimismo, quiere tener libertad para utilizar todos los mecanismos de flexibilidad que se aprobaron en Kioto. Mientras que la UE defiende que un gran porcentaje del recorte de emisiones se haga mediante medidas internas de cada país, EEUU no quiere barrera alguna para poder recurrir a la compra de cupos de emisión que le sobren a otras naciones, es decir, que haya un comercio de emisiones sin restricciones. También quiere que se realice el recuento de los sumideros de dióxido de carbono de la forma más beneficiosa para sus intereses, proponiendo que el carbono capturado a través de actividades agrícolas o forestales tenga el mismo valor y cuente tanto como el carbono que se deja de despedir a través de la reducción de emisiones de la actividad industrial. Además demanda que el régimen de cumplimiento del protocolo no conlleve sanciones de obligado cumplimiento para los países que no alcancen sus compromisos. E incluso está pensando en nuevas medidas para combatir su “crisis” energética, para lo cual está dispuesto a perforar Alaska en busca de petróleo o permitir la construcción de nuevas plantas nucleares por primera vez desde hace 26 años(17). — Los miembros de la Unión Europea han adoptado, en general, las posiciones más avanzadas entre los países desarrollados. La política para afrontar el problema del cambio climático está promoviendo en la Unión Europea importantes esfuerzos al más alto nivel(18). La estrategia comunitaria sobre el cambio climático se concreta básicamente en el denominado Programa Europeo del Cambio Climático (PECC), anunciado por primera vez por la Comisaria Wallström en el Parlamento Europeo en octubre de 1999, y que ha sido puesto en marcha mediante la Comunicación de la Comisión al Consejo y al Parlamento Europeo de 8 de marzo de 2000, sobre políticas y medidas comunitarias para reducir las emisiones de gases de efecto invernadero. Diferentes grupos de técnicos deberán presentar en breve plazo informes que sirvan de base a las propuestas políticas que discutirá la Comisión con el Consejo de Ministros, en campos como la energía, el transporte, los gases industriales y el intercambio de emisiones(19). Además, tras una reunión mantenida en Kiruna (norte de Suecia), los Quince están decididos a continuar sus esfuerzos, con o sin los Estados Unidos, en las direcciones que indica el acuerdo de Kioto. En este sentido hay que señalar que la Unión Europea no se opone a las exigencias de los EEUU, pero sugiere que no más del 50% de los compromisos asumidos a través del Protocolo de Kioto pueda deberse al agregado de la protección de bosques amenazados, la captura de carbono a través de actividades agrícolas o forestales, la comercialización de emisiones y la financiación de proyectos de reducción de emisiones en países del “tercer mundo”. — Entre medias se encuentran otros países desarrollados que hasta ahora se habían mostrado contrarios al acuerdo de Kioto y que recientemente parecen haber cambiado de actitud. Australia, el Japón, Nueva Zelanda o el Canadá, antes muy próximos a la postura de los Estados Unidos, no han secundado la negativa de Washington, aunque tampoco han aclarado con precisión cuál es su posición actual. — Por lo que se refiere a los países en desarrollo, éstos rechazan cualquier medida que pueda impedir su progreso, ven con preocupación las repercusiones del cambio climático en sus países —pues el IPCC ha dicho en varias ocasiones que será donde los efectos se sientan con mayor gravedad—, y en algunos casos tratan de obtener fuentes adicionales de capital a través de la venta de cupos de emisiones. Pero lo que más claro tienen es que los Estados Unidos, Europa y el Japón deben ser los que den ejemplo, por constituir la fuente principal de emisiones en la actualidad, por la capacidad técnica y financiera a su alcance y porque serían las emisiones históricas, las generadas por ellos durante la industrialización, las que habrían causado el problema del calentamiento global. Por tanto los países en desarrollo exigen que ahora paguen los platos rotos los que han creado el problema; más adelante ya harán ellos lo propio. — Existen otros colectivos implicados que deben tenerse en cuenta, como los países miembros de la OPEP (Organización de Países Exportadores de Petróleo: Irán, Irak, Indonesia, Kuwait, Nigeria, Libia, Indonesia, Arabia Saudí, Emiratos Árabes, Argelia, Qatar y Venezuela), que temen perder más de 20.000 millones de dólares en exportaciones si se tratara de cumplir la reducción de emisiones a través de la disminución en el consumo de petróleo y otros combustibles fósiles, o las grandes multinacionales de la energía y el automóvil, que, organizadas en grupos de presión como la Coalición Global del Clima (GCC) en EEUU y la Mesa Europea de Industriales (ERT) en Europa, se oponen a cualquier reducción obligatoria de emisiones sin que existan a cambio compensaciones económicas. Reflexión final En resumen, hoy en día no se dispone de datos suficientes como para concluir que nos hallamos inmersos en un cambio climático — o aumento térmico— como el que según algunos estaríamos ya padeciendo, y por supuesto tampoco para responsabilizar del mismo a la actividad humana, por más que ésta haya podido y pueda tener repercusiones atmosféricas negativas. Resultaría, sin embargo, imprudente minusvalorar el riesgo de que un cambio climático ocasionado por la potenciación del efecto invernadero pudiese, enmascarado por una serie de fluctuaciones, pasar desapercibido como tal durante largo tiempo. De ahí que, al margen de especulaciones interesadas y alarmismos histéricos, encontremos enteramente justificada la aplicación del “principio de cautela”, que permitiría tomar medidas sin la necesidad de esperar a una comprobación científica de la hipótesis. Sea como fuere, si la Humanidad no hace todo lo necesario para evitar el supuesto calentamiento por efecto invernadero y la temperatura del planeta experimenta un importante incremento en los próximos cien años, ¿sería tan catastrófico para la Tierra como quieren hacernos creer? Por otra parte parece razonable que si existe una preocupación mundial por la conservación de la naturaleza se intente evitar —como una tarea más— el deterioro de las condiciones atmosféricas, pues al fin y al cabo el clima constituye una parte fundamental de la naturaleza y determina en buena medida su propia esencia. Quizá el único aspecto positivo de la exagerada difusión que se ha hecho del cambio climático sea la llamada a la reflexión de los dirigentes mundiales para que se replanteen las bases del actual desarrollo económico, si bien no en todos los casos ha tenido igual calado. No pretendemos entrar aquí a valorar las posturas de unos y otros, pues probablemente todos tengan su parte de razón, pero tampoco quisiéramos finalizar este artículo sin emitir una breve opinión acerca del asunto que nos ha llevado a escribirlo. Puede que la decisión del presidente de los Estados Unidos refleje el sentimiento de los habitantes de ese país, que sea más lícito poner el énfasis en los problemas económicos y sociales que en los ambientales, ya que por impopular que el cambio climático resulte en las conciencias ecológicas estadounidenses, la factura energética es un problema más real e inmediato para millones de ciudadanos; hay que recordar al respecto que la subida del precio del petróleo y el gas natural en los Estados Unidos, que sobrepasó el 40% el año pasado, ha provocado fuertes alzas en las tarifas y eso hace mella en una sociedad que ha comenzado a pensar que prefiere conservar su vida actual a mejorar su calidad futura. Pero puede también que responda a intereses más personales; es posible que —como se ha especulado— los compromisos preelectorales de Bush con las compañías petroleras que presuntamente financiaron su campaña sean la causa de la posición adoptada. No es lo mismo, pero para lo que aquí nos interesa subrayar tanto da. Independientemente de que la decisión de los Estados Unidos sea o no justificada, desde luego es un mal ejemplo para todos, especialmente para los países que se encuentran en una situación opuesta, es decir, para los más pobres y menos contaminantes. Además no puede convertir en “papel mojado” lo firmado por su antecesor. Conviene ahora traer a colación las sensatas declaraciones que hizo en su momento nuestro Ministro de Medio Ambiente, Jaume Matas, recordando que los acuerdos de Estado siempre son institucionales y quedan por encima de los presidentes, se llamen como se llamen, sean del partido que sean. La nueva administración Bush ya ha recibido un claro mensaje del resto del mundo industrializado e incluso de algunos destacados miembros de su propia nación sobre la necesidad de controlar las emisiones de CO2 y otros gases contaminantes. Otra cosa no se puede hacer. Como mucho que alguien le recuerde de vez en cuando a George W. Bush el significado de tres palabras que parece haber olvidado: responsabilidad (“cargo u obligación que resulta para uno del posible yerro en cosa o asunto determinado”), compromiso (“obligación contraída, palabra dada, fe empeñada”) y solidaridad (“adhesión a la causa o empresa de otros”)(20). ¿Cambiará en algún momento la actitud de los Estados Unidos? Quizá sí, quizá no. Como todo movimiento, el ecologista tiene sus flujos y reflujos. Así, el actual reflujo de la “marea verde” en los EEUU coincide con un nuevo flujo en Europa. Las ideas del cambio climático y el efecto invernadero, que alcanzaron su mayor apogeo a comienzos de la pasada década en los EEUU, han llegado a Europa con fuerza hace unos años, y desde ella se extienden al resto del mundo. De este modo, actualmente unos parecen ser “los malos de la película” y otros han izado la bandera ecologista y se han convertido en los “salvadores del planeta”. ¿Hasta cuándo durará este reparto de papeles? Notas (1) Por citar sólo un par de ejemplos, las dos últimas novedades editoriales aparecidas en castellano en forma de libro son AA. VV., El cambio climático, Madrid, Servicio de Estudios del Banco Bilbao Vizcaya Argentaria, 2000, 470 pp. (separata de El campo de las ciencias y las artes, nº 137, 2000); y Alicia Rivera: El cambio climático: el calentamiento de la tierra, Madrid, Debate, 2000, 270 pp. En el último mes en todos los periódicos de tirada nacional y regional se le ha dedicado al cambio climático una noticia diaria más unos cuantos editoriales y artículos de opinión además de alguna portada. Asimismo, los telediarios de todas las cadenas, públicas y privadas, estatales y autonómicas, han abierto sus diferentes ediciones durante varios días consecutivos con este tema entre los titulares más destacados. (2) Cabe recordar que ya se adoptó una posición parecida, incluso desde el mismo título, en un artículo publicado en esta revista hace seis años, cuyo autor comenzaba sus comentarios con estas palabras: “No es que sea dudoso que el clima cambie. Claro está que cambia y lo ha hecho intensamente repetidas veces en todo —o casi todo— el planeta en los últimos dos millones de años [...]. Lo que no es seguro es que lo que hoy se presenta como datos de un cambio climático actual —con ciertas crecidas o sequías temporales— signifiquen realmente tal modificación ni que los datos generales manejables permiten afirmarlo de modo global ni que, necesariamente, ello nos lleve a la catástrofe”. Eduardo Martínez de Pisón, “El dudoso cambio climático”, Cuenta y Razón, nº 90, febrero-marzo 1995, pp. 15-20. (3) Aunque expuesta de forma un tanto farragosa, es sintomática de esto que decimos para la palabra “clima” la larga lista de definiciones reunida por Juan José Sanz Donaire en su artículo “La climatologie est morte! Vive la climatologie! Reflexiones sobre el cambio climático”, Estudios Geográficos, t. LX, nº 236, julioseptiembre 1999, pp. 467-486, que debe complementarse, no obstante, con el clarificador ensayo de Luis Miguel Albentosa Sánchez, “Evolución histórica del concepto del clima y métodos de estudio”, en VII Jornadas de la Asociación de Meteorólogos Españoles, Madrid, AME, 1977. Respecto a “cambio climático”, véase el capítulo de María Fernanda Pita sobre “Los cambios climáticos” contenido en el manual de José María Cuadrat y dicha autora, Climatología, Madrid, Cátedra, 1997, 496 pp. (4) Quizá no esté de más, puesto que se van a usar repetidas veces ambos términos, recordar que la troposfera es la capa de la atmósfera que se halla en contacto con el suelo y cuya altura, que oscila entre 8 y 18 km, queda delimitada por la tropopausa; mientras que la estratosfera es la capa comprendida entre la tropopausa y el nivel de 50 km aproximadamente, donde se inicia la estratopausa. (5) Mijail Ivanovich Budyko, The earth’s climate, past and future, Nueva York, London Academic Press, International Geophysics Series v. 29, 1982, 307 pp. (6) J. T. Houghton; G. J. Jenkins y J. J. Ephraum (eds.), Climate Change. First Assessment Report of the IPCC, Ginebra, WMOUNEP, 1990 (versión española: Cambio climático, Madrid, Instituto Nacional de Meteorología-Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático, 1992, 3 vols.). (7) J. T. Houghton; L. G. Meira Filho; B .A. Callander; N. Harris; A. Kattenberg y K. Maskell (eds.), Climate Change 1995. The Science of Climate Change. Second Assessment Report of the IPCC, Cambridge, Cambridge University Press, 1996. (8) A este aumento térmico se ha asociado tanto la reducción de la superficie ocupada por los glaciares de alta montaña como la de los casquetes polares. La primera parece constatarse en casi todas las regiones del mundo, mientras que la segunda no está tan clara. Según mediciones recientes, los hielos de la Antártida son estables y no disminuyen, si acaso aumentan levemente. (9) Uno de los primeros en mostrar a partir del estudio de las series térmicas que desde 1945, y especialmente desde 1960, la Tierra se estaba enfriando fue el prestigioso climatólogo británico Hubert H. Lamb. Siguiendo estos datos, la Asociación Americana para el Avance de la Ciencia alertó a los poderes públicos sobre un posible y acelerado tránsito a una nueva glaciación, aunque la idea se descartó pronto. (10) En este sentido, nos interesa traer a colación la opinión del eminente físico Carlos Sánchez del Río (“La anticipación del porvenir”, Saber Leer, nº 76, junio-julio 1994, p. 2): “[...] las previsiones de cambios climáticos a largo plazo entran de lleno en el terreno de la ciencia ficción por muchas razones. En primer lugar, porque ni siquiera entendemos los mecanismos que produjeron los cambios de clima en el pasado. Y no me refiero a las glaciaciones, sino a modificaciones climáticas más recientes de las cuales tenemos registro histórico. En segundo lugar, porque en el clima futuro no sólo intervienen la física y la química, sino también la biología, y en particular la ecología, ciencia reciente y en constante progreso, pero poco predictiva. Los adivinos del clima futuro se basan en modelos simplistas con datos inciertos. Eso sí, todo en un ordenador. No hay nada peor que un ambicioso con un computador y acceso a la prensa. Además no tiene ningún riesgo predecir lo que va a ocurrir cuando el adivino esté ya muerto. Con esto no quiero decir que los presagios de estos sabios no vayan a suceder. Pueden ocurrir cosas peores o... mejores. No lo sabemos”. (11) Manuel de Terán, “Una ética de conservación y protección de la Naturaleza”, en Homenaje al Excmo. D. Amando Melón y Ruiz de Gordejuela, Zaragoza, Instituto Juan Sebastián Elcano-Instituto de Estudios Pirenaicos (CSIC), 1966, pp. 69-76. (12) Véanse al respecto los trabajos de Ester Duce Díaz, “Incidencia y tratamiento de los cambios climáticos en la prensa: La Vanguardia, entre 1985 y 1990”, en Agustín Justicia Segovia (coord.), Perfiles actuales de la Geografía cuantitativa española. VI Coloquio de Geografía Cuantitativa, Málaga, Departamento de Geografía de la Universidad de Málaga-Grupo de Métodos Cuantitativos de la AGE, pp. 73-82; y Luis A. Escudero Gómez; Rubén C. Lois González y Alberto Martí Ezpeleta, “La cuestión del cambio climático, realidad y noticia. Una aproximación desde el territorio gallego”, Revista de Geografía, vol. XXXII-XXXIII, 1998-99, pp. 67-78, donde se analiza el tratamiento dado al tema en las páginas de La Vanguardia y La Voz de Galicia. (13) Protocolo de Kyoto de la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático (Kyoto, 11 de diciembre de 1997), [s.l.], Naciones Unidas, 1997, 31 pp. (este documento se halla disponible en varias direcciones de Internet, por ejemplo en http://www.unfccc.de/resource/docs/convkp/kpspan.pdf). (14) El Protocolo entrará en vigor noventa días después de que haya sido ratificado, aprobado o aceptado por no menos de cincuenta y cinco Partes de la Convención, cuyas emisiones conjuntas representen como poco el 55% de las emisiones totales de dióxido de carbono de las Partes del Anexo I en 1990. En la actualidad ya lo han firmado 84 países, entre ellos los EEUU y los de la UE, aunque sólo lo han ratificado 33, ninguno desarrollado. (15) Third Assessment Report: Contributions of IPCC Working Groups Summaries for Policymakers (Working Group I “Climate Change 2001: The Scientific Basis”; WG II “Climate Change 2001: Impacts, Adaptation and Vulnerability”; WG III “Climate Change 2001: Mitigation”). Este documento se halla en http://www.ipcc.ch. (16) Aunque no compartimos enteramente sus opiniones, Blanca Azcárate y Alfredo Mingorance muestran cómo el denominado “cambio climático” —un problema teóricamente global— es visto de forma diferente según el nivel de desarrollo de las distintas regiones del planeta, al mismo tiempo que evidencian la dificultad de conjugar intereses muy diversos. Véase Blanca Azcárate y Alfredo Mingorance, “Modelos de desarrollo y cambio climático”, Espacio, Tiempo y Forma (Serie VI, Geografía), t. 10, 1997, pp. 33-50. (17) Hoy en día funcionan en EEUU 103 plantas que proporcionan el 20% de la energía. Todas ellas fueron construidas antes de 1975, cuando los ecologistas y el accidente de Three Mile Island —el Chernobil americano— forzaron el parón nuclear que llega hasta nuestros días. Si no fuera por las 40.000 toneladas de residuos radiactivos provisionalmente almacenados y que siguen a la espera de un cementerio nuclear, el riesgo de escapes y accidentes o la contaminación causada por el proceso de extracción de uranio y el enriquecimiento del combustible radioactivo, parecería creíble que fueran a construirse más. (18) Un reflejo de ello se puede ver en los siguientes documentos: Comisión Europea, El cambio climático: hacia una estrategia post-Kioto, Luxemburgo, Oficina de Publicaciones Oficiales de las Comunidades Europeas, 1998, 33 pp.; Comisión Europea: Comunicación de la Comisión al Consejo y al Parlamento Europeo sobre políticas y medidas de la UE para reducir las emisiones de gases de efecto invernadero: hacia un Programa Europeo sobre el Cambio Climático (PECC), Luxemburgo, Oficina de Publicaciones Oficiales de las Comunidades Europeas, 2000, 14 pp.; M. Parry, C. Parry y M. Livermore (eds.), Valoración de los efectos potenciales del Cambio Climático en Europa (Informe ACACIA de la Comisión Europea, Resumen y Conclusiones), Toledo, Universidad de Castilla-La ManchaIberdrola, 2000, 29 pp. (19) En algunos sectores ya se ha venido trabajando anteriormente con miras a producir menos emisiones y lograr un mayor desarrollo de las fuentes de energía renovables. Una buena muestra de esta política, que se remonta a 1996, sería la puesta en marcha de una estrategia comunitaria para reducir las emisiones de CO2 producidas por los automóviles particulares y mejorar el ahorro de combustible; para alcanzar esos objetivos, se ha previsto la necesidad de acuerdos con la industria del automóvil que permitan reducir el promedio de emisiones de los turismos de nueva matriculación, a 120 gramos de CO2/km para el año 2005 o, como más tarde, para el año 2010. Otro proyecto de la Unión Europea, impulsado en la reunión de los Ministros de Medio Ambiente en la ciudad austríaca de Graz, en julio de 1998, fue la elaboración de un Libro Blanco sobre las energías renovables, que representan una importante oportunidad para alcanzar los objetivos de Kioto manteniendo los niveles de desarrollo económico; en dicha reunión se apuntó la necesidad de duplicar la utilización de este tipo de energías antes del año 2010, obteniéndose un 12% de la energía necesaria a partir de fuentes renovables para esa fecha. Para la consecución práctica de este objetivo en el marco de los compromisos de Kioto, y por impulso de los Consejos de Ministros Europeos de Energía, se consiguió dar luz verde, en diciembre de 1999, a una iniciativa de la Comisión Europea sobre la presentación de una propuesta de Directiva relativa a la producción de electricidad a partir de fuentes de energía renovables en el mercado interior de la electricidad. En diciembre de 2000, el Consejo Europeo de Energía aprobaba la propuesta de la citada Directiva. Con ella, los Estados miembros se comprometen a respetar los objetivos nacionales de consumo de electricidad producida por fuentes energéticas renovables, a instaurar un sistema de certificación de origen de la electricidad “verde” y a crear condiciones justas que favorezcan el acceso prioritario a la electricidad producida a partir de fuentes de energía renovables. Otro elemento importante de la estrategia comunitaria de reducción de las emisiones de CO2 es el Programa ALTENER, de fomento de las energías renovables, aprobado en febrero de 2000. Por otra parte, en abril de 2000 la Comisión Europea adoptó un plan de acción para mejorar la eficacia energética, tanto a nivel de la Unión Europea como al de sus Estados miembros. (20) Definiciones extraídas de la vigésima edición del , Madrid, Real Academia Española, 1984.