Num086 004

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La década de la corrupción
l siglo termina entre considerables conmociones
políticas, económicas y sociales: se cierrra el ciclo que
se abrió con la guerra de 1914 y la revolución de 1917.
El imperio comunista ha muerto, Alemania se ha
reunificado, la Europa central y balcánica arde de
nuevo. El fracaso del socialismo real va parejo con el
triunfo de la economía de mercado y de los valores neoliberales, a la quiebra
del Welfare State sé opone la concepción de una democracia más "liberal" y
menos social. La década de los años ochenta es la de todas las sacudidas:
geopolíticas, pero también ideológicas y económicas. En este contexto de
crisis y situación incierta se inscriben los fenómenos de corrupción cuya
gravedad ha llenado de consternación los ánimos. Conviene precisar, de
entrada, que no existe una relación de causa a efecto entre las convulsiones
que acabamos de evocar y las prácticas desviadas de la política o de la
administración. Pero un contexto favorable, el del derrumbe de todos los
valores y de todos los puntos de referencia, ha permitido que se desarrollara
la corrupción y que adquiriera, especialmente en Francia, una amplitud sin
duda desconocida hasta ahora.
Este acceso de fiebre maligna en el seno del cuerpo social, y más concreta
mente en el entramado de relaciones entre lo político, lo administrativo y
lo económico, plantea problemas al observador y al ciudadano. La
corrupción que se ha desarrollado en Francia a lo largo de los años ochenta
¿es específica por sus modalidades y por su amplitud o responde a la clave
habitual, aunque sea episódica, de los "hábitos" inevitables? Dicho de
otra manera, ¿hay que inscribir los hechos delictivos de los que la prensa
ha dado cuenta con abundancia en los resbalones inevitables que la
acción política lleva siempre aparejada, o hay que verlos como la
manifestación preocupante y grave de un deterioro de las costumbres y
las prácticas políticas?
En este orden de cosas, nos surge inevitablemente otra cuestión: el
crecimiento de los casos de corupción que han salido a la luz ha coincidido en
E
YVES
MÉNY*
« El crecimiento de los
casos de corrupción que
han salido a la luz ha
coincidido en Francia —
pero también en Italia o en
España— con la llegada
al poder del partido
socialista.»
Francia —pero también en Italia o en España— con la llegada al poder del
partido socialista. ¿Puede que exista alguna particularidad del socialismo
de la Europa del Sur que le convierta en un vehículo más propicio para la
corrupción política?. ¿Se trata de una mera concomitancia casual o acaso
la propia naturaleza de las condiciones de acceso al poder y su ejercicio por
parte de la izquierda socialista la harían más vulnerable a las tentaciones de la
corrupción?
Trataremos de responder a estas dos cuestiones planteándonos en primer
lugar el interrogante acerca de la especificidad de la corrupción de la década
de los años ochenta en Francia. Pero si partimos de la hipótesis de trabajo de
que estas manifestaciones recientes de la corrupción son específicas,
también hay que decir en qué lo son y cuál es el punto de referencia que se
establece, pues, como patrón.
La Corrupción y sus fronteras .
Definir la "norma" con
relación a la cual es posible establecer un juicio es una operación
relativamente compleja, ya que, precisamente, una de las características del
sistema político francés ha sido la de instalarse en una cierta atmósfera de
vaguedad al respecto. Más que hablar de una norma habría que referirse a
una serie de valores o de opiniones en torno a los cuales se establecía el
consenso de la opinión pública en general y de las élites en particular.
¿Qué elementos la constituyen?
1. El núcleo duro, aparentemente el más sólido pero a menudo el más
frágil, lo constituyen las disposiciones represivas del Código penal o las
reglas estatutarias de la función pública. Estas sancionan la corrupción o
los delitos conexos (malversación, ingerencia, etc.) o prohiben los
comportamientos o decisiones que pudieran ser considerados contrarios a
la ética política o administrativa. A la hora de definir lo permitido y lo
prohibido, la ley traza en principio fronteras claras que permiten al hombre
público o privado, al administrador, definir sin mayores complicaciones
una línea de conducta. A falta de una ética individual o colectiva, se impone
la regla como arbitro de las opciones. O, para decirlo como Camus:
"Cuando no se tienen principios, son necesarias reglas". En ciertas
democracias y, en particular, en los Estados Unidos, este cuerpo de reglas
ocupa un puesto considerable, no sólo porque las leyes generales descienden
hasta los más nimios detalles a través de disposiciones precisas sobre la
ética pública, sino también porque estas medidas dan lugar a verdaderos
debates en la prensa, en el Congreso y en toda la vida social. El problema
no está en admirar o considerar latoso este puritanismo anglosajón. Está en
saber qué puesto ocupan estas cuestiones en el debate público y qué
consecuencias prácticas se derivan de ello. En Francia, por el contrario, el
dispositivo jurídico no da pie a casi ningún debate, muy pocas veces se
aplica a la realidad, se deja incluso directamente de lado (por amnistía)
cuando la gravedad y la multiplicidad de los hechos recriminables harían
inevitable recurrir a él. En dos palabras, más allá de los dispositivos
técnicos de represión, parece que se hubieran perdido de vista su razón de
ser y su fundamento ético. Si hiciera falta otra prueba de esta carencia de
fundamento en torno a los valores de referencia, no hay más que considerar
la actitud de la clase política en el capítulo de las incompatibilidades
parlamentarias. Lejos de estar planteadas como la plasmación jurídica y la
solución al conflicto de intereses, se manifiestan de hecho como la
reacción puntual y urgente a un escándalo político que hay que atajar
tomando medidas más estrictas para el futuro. Dicho de otra manera, la
norma penal o disciplinaria vale para poco cuando se trata de definir el
punto de referencia que permite juzgar la especificidad de la situación actual.
2. El análisis sociológico de los comportamientos puede ayudar a avanzar
en la compresión del problema: ¿cual es la actitud de los ciudadanos y, más
específicamente, de las élites respecto a la corrupción? La distinción
establecida por Heidenheimer (corrupción blanca, corrupción gris,
corrupción negra) permite explicitar aún más el carácter subjetivo y volátil
de la definición de la corrupción. La corrupción blanca haría referencia
a prácticas que no son identificadas como tales ni por la opinión pública ni
por las élites.
Dicho de otra manera, la "corrupción" está completamente integrada en
una cultura que ni siquiera percibe el problema. En esta visión culturalista,
lo que es corrupción aquí (por ejemplo en los Estados Unidos) no lo sería
allá (por ejemplo en Francia). Este relativismo cultural (espacial, temporal,
de clase) puede permitir aislar la especificidad de una situación con relación a
otra: el Watergate constituyó un escándalo mayúsculo cuya onda expansiva
se propagó durante varios años en los Estados Unidos, mientras que
prácticas semejantes (los micros de los "fontaneros" del Canard enchainé)
ni siquiera perturbaron la carrera del ministro del Interior de entonces.
La corrupción negra goza del mismo consenso pero al revés: todos,
élites y ciudadanos, están de acuerdo a la hora de estigmatizar ciertas
prácticas. La discordancia de puntos de vista aparece a la hora de opinar
sobre la versión "gris": lo que unos definen como corrupción otros no lo
consideran como tal. En esta distorsión surge el peligro del escándalo, en el
choque entre las percepciones de los unos y las prácticas de los otros, como
ha ocurrido por ejemplo en el asunto de la financiación de los partidos
políticos. La opinión pública se ha visto con-mocionada por las prácticas
poco ortodoxas de los partidos, mientras que estos últimos intentaban
justificarse apelando a las necesidades de la vida demmocrática.
Anteriormente, hasta la crisis de los años 1985-1990, pocos dirigentes
políticos se habían propuesto verdaderamente sanear unas costumbres que,
según ellos, podían excusarse al ser comunes a todos y, por ello, quedaban
exentas de culpa.
De manera general, la definición (convergente o no) de la corrupción
depende a la vez del grado (cuantitativo o simbólico) y de su repercusión
sobre el sistema. En términos monetarios, a igual corrupción la opinión
pública no tomará demasiado a mal la falta cometida por un subalterno,
pero se escandalizará del comportamiento de un alto funcionario o de un
político. Tolerará una corrupción esporádica pero reaccionará
fuertemente, llegado el caso, frente al carácter sistemático y planificado de
la corrupción. Esta volatilidad de la definición explica que, en ciertos
aspectos, la toma de conciencia por parte de la opinión pública y el
sentimiento emotivo que suscita la corrupción dependen de la coagulación
de factores extremadamente diversos: los actores políticos en liza, la
naturaleza de los hechos que se les incriminan, el papel de la prensa o de
la magistratura. La financiación oculta de los partidos era en la práctica un
secreto a voces para la mayoría de los obsevadores del sistema político
francés. Sólo se convirtió en un escándalo político de grandes
proporciones bajo ciertas condiciones: la revelación al gran público de
« La distinción establecida
por Heidenheimer
(corrupción blanca,
corrupción gris, corrupción
negra) permite explicitar aún
más el carácter subjetivo y
volátil de la definición de la
corrupción.»
hechos que no sospechaba, el auge del periodismo de investigación y de una
magistratura más independiente y, quizás y sobre todo, el contraste
flagrante entre la retórica moralista del P.S. y de su líder, por una parte,
y las prácticas ocultas del partido, por otra.
3. Otro elemento a tomar en consideración para definir la especi-fidad de
los años ochenta es de orden cuantitativo o estadístico. ¿Hay más
"asuntos" que la prensa haya sacado a la luz, se han abierto más
diligencias, dictado más sentencias o adoptado más sanciones? Digamos
de buenas a primeras que es casi imposible cualquier evaluación
cuantitativa seria y que las escasas informaciones que aportan las
estadísticas judiciales están fuertemente mutiladas o sesgadas. La
administración no indica cuáles son los funcionarios sancionados por
corrupción y las estadísticas judiciales no aclaran nada sobre la realidad:
¿acaso las pocas decenas de asuntos juzgados anualmente pueden
responder a una realidad sociológica mucho más compleja? Pues las
estadísticas de la delincuencia expresan en primer lugar y sobre todo la
voluntad y la capacidad de reprimir. Justamente son las dos
cualidades que en este terreno escasean más: la financiación oculta de las
actividades políticas se ha beneficiado de la complacencia benévola y
recíproca de todas las élites políticas incluso hasta en la ley de amnistía;
además, la corrupción, cuyo primer principio es la clades-tinidad y la
dependencia mutua de los actores, es difícil de reprimir. Los hechos
delictivos no salen a la luz más que cuando se mezclan la impudencia y la
imprudencia o cuando uno de los socios, harto de las presiones que se
ejercen sobre él, se decide a romper la "omertá" (cf. los centros Leclerc que
estigmatizaban las comisiones de urbanismo comercial presentando a
toda la plana, bajo el título "Autorización de un centro comercial", un
dosier del que se desprendían varios fajos de billetes). En resumen, echando
mano de las estadísticas criminales no se puede deducir lo específico de la
situación actual.
Los años ochenta: la corrupción trivializada.
La
originalidad de la corrupción de los años ochenta en Francia tiene que ver,
en mi opinión, con la conjunción de varios factores: 1. El primero está
ligado con la transformación y la modernización (relativas) de los
aparatos políticos. Los partidos políticos franceses han tratado con mucho
retraso de organizarse e institucionalizarse (Max Weber subraya ya en
1919 el arcaísmo de los partidos de notables franceses en relación con
los partidos modernos, como el partido social-demócrata alemán). A
excepción del P.C.F. ningún partido disponía de una estructura poderosa
de movilización política, militante y electoral. Los gaullistas, a partir de
1958, los socialistas después y tras las peripecias conocidas trataron de
poner en pie, desde 1972, una maquinaria al servicio del líder. La
financiación de estas organizaciones y de su personal necesita unos
recursos que los militantes resultan totalmente incapaces de
proporcionar: los gaullistas en el poder se beneficiaron de los fondos
reservados y del apoyo del mundo de los negocios; los socialistas, más
desprotegidos y sospechosos a los ojos de las empresas, retomaron por su
parte las técnicas ya expe-rimentadas de las "comisiones" utilizadas por el
P.C.F. con sus proveedo-res y contratantes. A partir de 1972-1973, el
entramado financiero de la S.F.I.O fue progresivamente reemplazado por una
« La financiación oculta
de los partidos era en la
práctica un secreto a voces
para la mayoría de los
obsevadores del sistema
político francés.»
«La marginación de los
partidos de izquierda de los
circuitos clásicos de
financiación
indudablemente
ha favorecido la extensión
de las prácticas de
corrupción, tanto más
cuanto, por añadidura, las
necesidades de dinero iban
en aumento.»
estructura de recaudación centralizada, la que más adelante sería la famosa
sociedad de estudios Urba.
2. El segundo factor está ligado al anterior y se deriva de la transformación
de las campañas electorales (en particular las presidenciales). La movilización de enormes recursos humanos y financieros acentúa las necesidades de
las formaciones políticas que aspiran a que su candidato resulte elegido.
Aunque, aparentemente, la izquierda y la derecha se vieran enfrentadas al
mismo problema, una vez más la diferente estructura de sus relaciones con
los recursos públicos o privados contribuyó al desarrollo de prácticas diferentes: la corrupción en la derecha adoptó formas más sofisticadas, las del
intercambio social (las contribuciones de los donantes se orientan, como es
natural, hacia el partido en el poder que ha favorecido sus intereses —por
ejemplo en el sector inmobiliario—). Por el contrario, en la izquierda, el
partido socialista se vio inicialmente obligado a recurrir a la "comisión de
oficio" en los puestos de poder (locales) que controlaba, forma edulcorada
de la extorsión e incluso del "impuesto revolucionario" que practicaban los
independentistas corsos o vascos. La marginación de los partidos de izquierda de los circuitos clásicos de financiación indudablemente ha favorecido la extensión de las prácticas de corrupción, tanto más cuanto, por añadidura, las necesidades de dinero iban en aumento. La finalidad de estas
prácticas delictivas sistemáticas, es decir, la financiación de los partidos y de
las campañas, es lo que diferencia la corrupción de los años ochenta de los
escándalos que jalonaron la República de la IIa a la Va República: en el
pasado, los casos de corrupción probada tenían mucho más que ver con la
panoplia de las técnicas de influencia (sobres a periodistas pagados durante
la IIIa República por ejemplo) o con la manipulación de los instrumentos
del poder en beneficio de individuos sin escrúpulos. Por el contrario, la
corrupción de la última década, sin eliminar las otras hipótesis, se convierte en
una forma habitual y sistemática de financiación de la actividad política. El
caso del P.S. es el más ejemplar, ya que a partir de 1981 acumulan la
doble condición de ser una organización en el estricto sentido de la palabra
y de la seguridad —la impunidad— que le confiere el poder. El mayor error
del P.S. fue conservar en el poder las técnicas fraudulentas que había puesto
en pie desde la oposición. Tenía ciertamente razones poderosas para esta
perpetuación, puesto que el P.S. podía utilizar su capacidad de influencia de
partido en el poder para eliminar las reticencias de los que manifestaban su
repugnancia a pasar bajo sus horcas caudinas. Pero esta opción le fue fatal:
la opinión pública hubiera estado dispuesta sin duda a admitir las desviaciones
el P.S. en la oposición dando por buena justificación de la fuerza mayor y del
estado de necesidad. Estando en el poder, el error se convertía en culpa y
adquiría tanto mayor relieve en cuanto que las prácticas del P.S. y de sus
líderes constrastaba con un discurso político intensamente moralista. 3. Un
tercer elemento específico es el que se deriva de la combinación, al menos
en lo fundamental, de las comisiones deducidas en la periferia y de las
colectas en beneficio de los aparatos centrales de los partidos. Mientras
que la corrupción de poca monta siempre había estado instalada a pequeña
escala en el nivel local, debido a la estructura del poder político en Francia
(poder de los notables/bajo costo de las campañas), en los años sesenta se
operó una mutación sobre la base modelo del P.C.F. Los bastiones locales
de los partidos se convertían en la principal fuente de los recursos que
necesitaban los aparatos centrales. El modelo comunista utilizaba las
dos bazas a su disposición, teniendo en cuenta su desplazamiento de los
«Si la descentralización
acentuó la corrupción, no
fue su principal
responsable: las prácticas
ocultas de la financiación
de los partidos son muy
anteriores a 1982-1984 y ya
se realizaban a nivel local;
es decir, al nivel en que se
realizan las principales
inversiones públicas
civiles.»
engranajes centrales del estado: una organización fuertemente
centralizada combinada con un dominio casi total sobre las estructuras
políticas y administrativas locales en los lugares en donde estaba
implantado. El P.S., copiaría con éxito, aunque de forma más flexible, la
fórmula del P.C., benificiándose de dos factores favorables: una fuerte y
tradicional implantación local, por una parte, y la ausencia de oposición en
las_.ciudades de treinta mil habitantes, por otra (efecto perverso de una ley
gaullista cuyo objetivo era reforzar la polarización derecha-izquierda
eliminando las alianzas M.R.P./S.F.I.O.). A partir de los años setenta, el
nuevo P.S., reorganizado a fondo bajo la batuta de F. Mitterrand, pudo
aprovecharse de esta excepcional presencia local aún más reforzada por la
oleada socialista de las municipales de 1977. Finalmente las leyes
Deferre de 1982-1984 remataron el entramado al dar completa autonomía a
los notables y aumentar el campo de intervención de las autoridades locales
(inversiones públicas, ayudas a las empresas, urbanismo, etc.) pero, si la
descentralización acentuó la corrupción, no fue su principal responsable:
las prácticas ocultas de la financiación de los partidos son muy anteriores a
1982-1984 y ya se realizaban a nivel local; es decir, al nivel en que se realizan
las principales inversiones públicas civiles. Dicho de otra manera, la
corrupción no se desarrolló a nivel local por culpa de la descentralización,
sino que se ajustó a la estructura básica del poder político en Francia, la del
poder de los notables.
Las prácticas del P.C.F., y después del nuevo partido socialista, son
particularmente significativas al respecto. Los años ochenta no aportan
especiales innovaciones en la estructura de la corrupción que adopta vías y
métodos ya muy experimentados. El cambio procede del carácter metódico de
las prácticas, de la extensión de los ámbitos que abarca la corrupción y de la
amplitud del fenómeno. Una evolución de estas características se explica a la
vez por el crecimiento de las necesidades financieras de los partidos y por
el debilitamiento de los contrapesos tradicionales (desdibujamiento de
la administración territorial del Estado que se vuelve más timorata o,
sobre todo, acepta los compromisos; ineficacia de los controles clásicos;
refuerzo de los ejecutivos asesorados por gabinetes hechos a su medida;
extensión sin precedente del cúmulo de poderes que hace de los grandes
elegidosauténticos"reyezuelos",etc.)
LA Corrupción y la izquierda.
Llegados a este punto, hay
que aclarar otro enigma: ¿es la corrupción el pecado original de la
izquierda en el poder tal como podría deducirse de la concomitancia de los
hechos de corrupción en Italia, en España o en Francia? ¿O acaso los
socialistas sólo han cometido el error de adaptarse excesivamente bien al
aire de los tiempos y al espíritu de una época en la que se han perdido sus
puntos de referencia? Plantear la cuestión así viene a ser, de alguna
manera, lo mismo que oponer un pasado puro y candido en el que la
derecha hubiera sabido hacer oídos sordos a las sirenas de la corrupción
frente a un presente en el que el gobierno de izquierda haría rima con
corrupción. El problema, obviamente, es un poco más complejo.
«Los años ochenta no
aportan especiales
innovaciones en la estructura
de la corrupción que adopta
vías y métodos ya muy
experimentados. El cambio
procede del carácter
metódico de las prácticas, de
la extensión de los ámbitos
que abarca la corrupción y
de la amplitud del
fenómeno.»
En descargo de los socialistas que han accedido recientemente al poder en
los Estados del Sur, hay que recordar, en primer lugar, que la corrupción
fue igualmente floreciente en la época de la derecha y que innumerables
escándalos jalonaron la vida política de los treinta o cuarenta últimos años:
el gaullismo inmobiliario, los chanchullos del franquismo y el malgoverno
de la democracia cristiana italiana no están tan lejos ni son de tan poca
monta que deban dejarse a beneficio de inventario. El paisaje europeo
lleva por lo demás su sello. Nunca como en los años sesenta-setenta se ha
arremetido de tal manera contra la ciudad o contra las zonas de
esparcimiento, mar y montaña. Y esta entrada a saco no se debió
únicamente a la incuria de los burócratas o a la presión de la demanda. La
colusión entre los políticos y los constructores se pudo comprobar en
múltiples asuntos, pero en los tres países ni la prensa ni la magistratura
fueron lo suficientemente fuertes para abrir brecha y comprometerse a
una política de saneamiento. Una hábil política de desmentidos, de
apagafuegos y de sacrificio de algunos segundos espadas permitía por lo
general sortear los obstáculos. Esta estrategia era tanto más fácil de llevar a
cabo cuanto que estaba inscrita en un contexto desde muchos puntos de
vista singular y protector:
1. La ausencia de una verdadera oposición creíble o, al menos, la convicción
de su carácter ilegítimo como potencial partido de gobierno. Durante
mucho tiempo, en Francia o en Italia, la derecha presente parecía carecer
de alternativa en base a la presencia de un fuerte partido comunista alejado
del poder desde 1947 mediante una informal conventio ad exdu-dendum.
La España franquista, por su lado, ni siquiera consideraba la hipotética
eventualidad de un cambio de equipo que hubiera significado un cambio
de régimen. El muy imperfecto funcionamiento de la democracia y del
Estado de derecho en esta época hacía menos vivible la corrupción. Por un
efecto casi mecánico, la corrupción se vuelve más sensible políticamente
desde el momento en que las reglas democráticas o jurídicas están más
asentadas y puestas en práctica. La corrupción es probablemente tan
importante o más en los Estados Unidos que en Francia, pero la capacidad de
reacción del sistema es allí mucho más fuerte tanto en el plano jurídico como
político en base a un marco ético y jurídico de la vida política más coactivo
que en el Hexágono.
2. La indiferencia relativa de la opinión política en un contexto
de fuerte crecimiento económico, de desarrollo sin precedentes
de la prosperidad y del Estado-providencia. Las clases medias en
particular y también el mundo rural, pese a los traumatismos del
cambio, se beneficiaron ampliamente de las Treinta Gloriosas. Los peque
ños obstáculos que aparecieron en el camino a menudo fueron relegados a
un segundo plano mientras la oposición no conseguía nunca transformar los
escándalos en problemas de gobierno.
3. La heterogeneidad de las élites dirigentes en el poder. Tanto en Francia
como en España o en Italia, la administración y los hombres políticos res
ponsables del país mostraban una fachada muy variopinta. Los apoyos polí
ticos del franquismo y del gaullismo, la composición interna de la D.C. ita
liana eran extremadamente heterogéneos, reuniendo conservadores y
"progresistas", idealistas y arribistas. Para colmo, en España y en Francia,
algunos brillantes tecnócratas modernizadores aparecían como hombres
con sentido del Estado y desinteresados. La irrupción de negocios sucios o
de escándalos que afectaban a algunas ovejas negras podía, pues, ser corre
«La colusión entre los
políticos y los constructores se
pudo comprobar en múltiples
asuntos, pero en los tres países
ni la prensa ni la magistratura
fueron lo suficientemente
fuertes para abrir brecha y
comprometerse a una política
de saneamiento»
gida fácilmente por la acción de unos hombres que estaban libres de sospe
cha, altos funcionarios o líderes carismáticos.
Sin embargo, con el tiempo, estas condiciones favorables a ocultar la
corrupción se atenuaron o desaparecieron mientras que los problemas de
la financiación de los partidos políticos y de las campañas se
agudizaban. Valéry Giscard d'Estaing primero, luego su Primer
ministro Raymond Barre intentaron insistentemente convencer al
conjunto de los partidos de que se imponían las reformas (Valéry Giscard
d'Estaing conocía de sobra, por experiencia, las dificultades de la
financiación de una campaña cuando no se controlan los fondos reservados
o no se dispone de una fuerte organización militante). Pero ni los
gaullistas ni la izquierda deseaban que la financiación pública les
obligara a una mayor transparencia de sus recursos. Así pues se
mantuvieron en los entramados desconocidos para el gran público,
"ignorados" por la prensa e indiferentes a la magistratura. Pero,
paralelamente, la cruzada de la izquierda contra la economía de mercado,
contra "el dinero que corrompe, el dinero que mata" (F. Mitterrand),
contra las altas finanzas y los especuladores, contra la explotación por parte
del capital, en dos palabras la famosa ruptura anunciada con el capitalismo
erigían a la izquierda en paladín de la virtud y de la moralidad pública. En
con traposición, el asunto de los diamantes de Bokassa iba a poner al
descubierto de una manera aún más espectacular los problemas éticos
que deben afrontar los dirigentes.
Los años setenta iban a ser, pues, el punto de convergencia de dos
fenómenos cuya conjunción era potencialmente explosiva: por una parte
importantes espectativas de alternancia y de cambio frustradas durante
varios decenios de estabilidad política en beneficio del mismo partido o
de la misma coalición y exacerbadas por la crisis económica que siguió a los
dos conflictos del petróleo: por otra parte, una creciente imbricación entre
la esfera pública y la esfera económica, tanto en lo referente a las élites
como a los procesos de decisión, la asignación de los recursos o el peso de la
colectividad pública en la actividad económica. La trampa acabaría de
cerrarse sobre los socialistas durante la década de los ochenta: por una
parte, cometerían el error de estar en el poder en las peores
circunstancias, the wrong place in the wrong time. Pero el peso de las
circunstancias no puede justificar completamente su comportamiento y
los socialistas arrastran una responsabilidad particularmente grande en
el proceso que les condujo del oprobio a la decadencia.
El peso de las cosas es suficientemente conocido para que haya que
detenerse en él: los socialistas franceses encontraron una industria
obsoleta e infra-capitalizada, una insuficiencia global de la inversión pública
y privada, una recesión general y un desempleo preocupante. En España los
socialistas se encontraron con la carga de una inmensa esperanza que era a
la vez cultural, política y económica, mientras que en Italia la integración
de los socialistas en el gobierno aparecía como el último avatar del
trasformismo peninsular; es decir, la capacidad de los gobernantes para
absorber las ideas y a los hombres de un sector de la oposición.
Pero, tal vez sea lo más importante, los socialistas del sur de Europa
llegaron al poder en un contexto internacional, económico e ideológico
cuyas transformaciones e implicaciones habían comprendido mal.
Incluso aunque los socialistas pudieran aparecer como el muro de
contención y el antídoto a las ideas neo-liberales en boga al otro lado del
Atlántico y al otro lado del Canal de la Mancha —cosa que no fueron en
absoluto—, midieron mal (al menos en Francia) el impacto
desestabilizador de la ideología triunfante del mercado ¡se apuntaba una
revolución cultural que resultaba ahogada desde sus inicios! El Estado se
arrodillaba ante el mercado, la regulación internacional se imponía cada
vez más en detrimento de los tradicionales equilibrios internos, los
valores del servicio público cedían paso a las reglas de la competi-tividad,
del rendimiento y de la eficacia. En dos palabras, retomando un
vocabulario en boga en el seno del P.C.F., ¡la izquierda reformista aparecía
como el celoso servidor del capitalismo internacional! La cuestión no está
en saber si era posible llevar a cabo una política diferente. Constatemos
simplemente que el Partido socialista francés —más aún que sus
homólogos italiano o español— no estaba preparado, ni en el plano
político ni en el plano ético, para un viraje tan radical y que no hizo
nada para debatir sobre este cambio y reflexionar acerca de sus
implicaciones. El resultado es conocido: una excelente política de gestión
en su conjunto a cambio del abandono de los valores que constituían su
patrimonio y de la pérdida de militantes desorientados. Los socialistas
españoles supieron conducir mejor su reconversión, mientras que los
socialistas de Craxi no se agobiaron nada por los principios. En lo esencial,
su participación en el poder fue una reivindicación de los puestos, de los
cargos y de las prebendas hasta entonces monopolizados por la D.C.
«La corrupción es
probablemente tan
importante o más en los
Estados Unidos que en
Francia, pero la
capacidad
de reacción del sistema es
allí mucho más fuerte
tanto en el
plano jurídico como
político.»
Las Culpas de los Socialistas . Incluso poniendo en el haber
de los socialistas estas "circunstancias atenuantes", su responsabilidad
no es menos llamativa.
1. La primera culpa, ya se ha señalado, fue el no aprovechar su acceso al
poder —disponiendo encima de una aplastante mayoría— para sanear el
asunto de la financiación de los partidos y de las campañas y para reformar
los ya conocidos canales de la corrupción: urbanismo, urbanismo
comercial, gabinetes de estudios ficticios, asociaciones fantasmas
alimentadas con fondos públicos, etc. Hasta el estallido de los
escándalos, este punto del programa del candidato Mitterrand no se
aplicó en absoluto. Las estructuras de sangría financiera del P.S. se
mantuvieron y funcionaron a pleno rendimiento no sólo en lo que afecta al
propio partido sino también y sobre todo a la elección de su antiguo
secretario. El asombro escandalizado de Mitterrand acerca de los derroteros
de Solutré fue a la vez tardío y muy singular... Dado que no se habían
realizado las reformas necesarias en la época del socialismo triunfante, la
financiación de la campaña presidencial de 1988 no podía de ninguna manera
librarse de los errores anteriores.
2.La segunda responsabilidad de los socialistas fue la de adop
tar demasiado a menudo un comportamiento propio de preda
dores. Era lógico, hasta cierto punto, que, tras su llegada al
poder, trataran de tomar el relevo de forma eficaz en la adminis
tración. Pero los métodos, el estilo y la amplitud de los cambios
dieron la impresión de que una fracción del P.S. sólo buscaba
puestos y cargos. El acceso al poder, sobre todo después de un período de
«En España, los
socialistas se encontraron
con la carga de una
inmensa esperanza que
era a la vez cultural,
política y económica,
mientras que en Italia la
integración de los
socialistas en el gobierno
aparecía como el último
avalar del trasformismo
peninsular»
fin de reinado como lo fueron los últimos meses del septenato de Giscard,
arrastra siempre consigo su lote de ambiciosos, de oportunistas, de especu
ladores, de clientelas y de nepotismo. Pero el largo alejamiento del poder,
la voluntad inicial de cambio, las aspiraciones de los militantes de base ace
leraron esta caída. Por añadidura, la evolución del sistema políticio-admi
nistrativo durante las dos o tres últimas décadas contribuyó también a acen
tuar estos defectos: los gabinetes, formados por miembros elegidos ad
hominem, se inflaron abusivamente y se hicieron extensivos a todos
los
niveles de decisión, desde el ministerio hasta la alcaldía de una ciudad gran
de; las designaciones discrecionales se acrecentaron; el trasvase de los altos
funcionarios a la empresa privada fue cada vez más impune; la concentra
ción de poder en manos de los ejecutivos (locales o nacionales) se acentuó
paralelamente bajo la doble influencia del modo presidencial en la cúspide
y mayoral en la base. Si a todos estos ingredientes se añade el hermoso ide
al o la vana esperanza de "cambiar de vida", se constata que se dan todas las
bazas para convencer a los implicados de que poco importan los medios
para llegar a fines definidos como justos y legítimos. La idea de que todo era
posible y de que los instrumentos del poder estaban a disposición de los
nuevos gobernantes permitía la extraña coexistencia, según los casos, del
más puro idealismo y del maquiavelismo más cínico. Cuando D. della Porta
definió la actitud de los recién llegados al poder en Italia señalando su
"arrogancia" era exactamente eso lo que quería decir. La arrogancia es
siempre insoportable. Pero es que además se vuelve peligrosa cuando
imbuye a los detentadores del poder la idea de que no sólo todo es posible
sino que, además, todo vale. Reglas, principios, valores deben, pues, plegarse
ante las exigencias del poder.
3. La tercera falta de los socialistas ha sido adoptar una política de
desmentido y de obstrucción frente a las críticas que se les hacían;
después, ante la probable extensión de los daños, amnistiar —al menos en
Francia— a los culpables, salvo en los casos de corrupción personal. A
diferencia de España y sobre todo de Italia, donde las investigaciones y
los procesos siguen adelante y descubren las más insospechadas
ramificaciones de la corrupción, Francia ha conseguido ahogar el
escándalo. Mientras los informes Delcroix aportaban pruebas del montaje
organizado de empresas en todo el territorio y mientras las más altas
personalidades del P.S. evidentemente estaban al tanto del tema, a menudo
implicadas en el funcionamiento de Urba, sólo algunos subalternos
pagaban con más de quince años por una corrupción sistemáticamente
organizada en provecho del partido. Las investigaciones apenas han
rozado a los partidos de derechas cuya virginidad, sin embargo, es más que
dudosa.
El toque de alerta no ha sido completamente inútil, puesto que ha
permitido reducir los abusos, instaurar las financiaciones públicas y
reducir la expansión ilimitada de los gastos partidistas y electorales. La ley
Bérégovoy de prevención de la corrupción también ha intensificado los
sumarios y los controles, lo cual, apriori, es interesante. En cualquier caso, si
la corrupción más vulgar (el sobre, el soborno) probablemente haya
disminuido como medida de elemental prudencia (mientras ciertos
recientes acontecimientos demuestran la persistencia de prácticas que se
han convertido en una especie de "segunda naturaleza"), la
corrupcióntráfico de influencias no ha desaparecido. Las condiciones de
su desarrollo y de su expansión siguen presentes: la acumulación de
responsabilidades y de funciones en una misma persona, la excesiva
concentración de los poderes, la debilidad de los controles, los
trasvasesabusivos de lo público a lo privado, el número reducido de élites
que controlan simultáneamente o sucesivamente diversas áreas
(económica, administrativa, política). Estas élites, en particular las
políticas, admiten a regañadientes las normas coactivas del estado de
derecho y las exigencias de un sistema democrático (concebido como algo
diferente de la delegación ciega). Un ejemplo. En el departamento del Var,
uno de los más afectados por la especulación inmobiliaria y la
corrupción que naturalmente se desprende de ella, 104 de sus 153
municipios cuentan con un plan de edificación del suelo (P.O.S.)
impugnable. Pero el 75% de estos P.O.S. (y la proporción es aún más alta
en la costa) están enrevisión actualmente, lo que significa, de hecho, que el
municipio pasa por alto las obligaciones del plan. En efecto, puede
introducir modificaciones ad hoc bajo la falacia de que se trata de anticipar
el futuro documento revisado. No hay que ser un experto para darse
cuenta de que estas prácticas hacen posible todo tipo de manipulaciones
que la prensa airea a veces cuando el escándalo es demasiado evidente o la
movilización colectiva es un poco menos débil que la habitual. Los
socialistas no son responsables de unas prácticas que son anteriores a
ellos y que a menudo están profundamente arraigadas en una cultura que
ignora el conflicto de intereses. Mientras la cultura anglo-sajona posee
un agudo sentido del conflicto de intereses y de la necesidad que tienen
los individuos de enfrentarse a ellos con todas sus consecuencias, la
cultura francesa descuida o ignora este problema. Exagerando un poco,
se podría afirmar incluso que nuestra cultura es una cutlura de
confusión o de mezcla de géneros, combinada aquí y allá con algunas
excepciones introducidas con motivo de ciertos escándalos o de asuntos
turbios. Los ejemplos hacen legión: la acumulación de cargos constituye
uno de los apaños más estables del sistema político francés y,
curiosamente, cuando en 1986 se puso límite a la acumulación, se hizo sobre
la base de las disfunciones que causaba una acumulación excesiva (el
absentismo parlamentario) y no por considerar el potencial conflicto
entre las funciones locales y nacionales de un cargo electo. ¡Lejos de ver
en esto un problema, la clase política lo considera una ocasión
inesperada de hacer más fácil la "síntesis"! Lo mismo ocurre con las
incompatibilidades parlamentarias que no se fundamentan en una
reflexión ética sino que reflejan, de forma poco rigurosa, los correctivos
que se aplicaron con motivo de los escándalos (asunto Stavisky, asunto de
la Garantía inmobiliaria). El rechazo de algunas reformas que tratan de
tener en cuenta los potenciales conflictos de intereses es un buen ejemplo
de estas reticencias: evidencia el fracaso de las reglas, instauradas en
1958, referentes a la incompatibilidad de las funciones ministeriales y
parlamentarias. En la función pública, el conflicto de intereses se combate
en principio por medio de sanciones penales que castigan ciertas formas
de trasvases de la actividad pública a la privada que favorecen posibles
amiguismos o probables tráficos de influencias. En cualquier caso, en la
práctica, no se aplica la regla y la circulación de los altos funcionarios
por los campos económico, cultural y político, que es moneda
corriente entre nosostros, sería motivo de escándalo en Gran Bretaña
o en los Estados Unidos, dadas sus características y su amplitud.
«Tal vez sea lo más
importante, los socialistas
del sur de Europa llegaron
al poder en un contexto
internacional, económico e
ideológico cuyas
transformaciones e
implicaciones habían
comprendido mal»
«La idea de que todo era
posible y de que los
instrumentos del poder
estaban a disposición de los
nuevos gobernantes
permitía la extraña
coexistencia, según los
casos, del más puro
idealismo y del
maquiavelismo más cínico.»
En
pocas palabras, los socialistas se han instalado en una cultura
dominante (de notables o tecnocrática) que atenúa los problemas del
conflicto de intereses y valoriza la utilidad de la confusión de las funciones
(la eficacia). La sociología del partido socialista, dominada por la
tecnocracia del Estado, por una parte, y los notables locales, por otra,
no está alejada de esto. El nuevo partido socialista, en tanto que
expresión y portavoz de las capas medias, sin cultura ni fundamento
obreros sólidos, no ha sabido resistirse a los cantos de sirena del poder y a
las tentaciones de la corrupción. El partido socialista, que se consideraba
el instrumento de la ruptura, ha quedado prisionero de los virajes del
sistema político, incluso en sus facetas más detestables. Los socialistas
arrastran la responsabilidad histórica de haber agravado estos defectos
manteniendo al mismo tiempo un discurso moralizante y de haber dejado
de lado cualquier debate de fondo sobre las relaciones entre la ética y el
derecho, entre la ética y la política. Al fin y al cabo poco importa que los
socialistas hayan sido castigados por el electorado y reemplazados por la
derecha. Pues han quedado sin resolver los problemas fundamentales del
conflicto de intereses (en política o en otros campos), de los fines y los
medios en la política, de la responsabilidad personal de los hombres
políticos. Los franceses han creído seguramente que extirpaban el
problema de la corrupción castigando a los socialistas. En realidad, sólo
han conseguido alejar de escena a sus actores inmediatos. En cualquier
caso, las raíces del problema no han desaparecido.
«A diferencia de España y
sobre todo de Italia, donde
las investigaciones y los
procesos siguen adelante y
descubren las más
insospechadas
ramificaciones de la
corrupción, Francia ha
conseguido ahogar el
escándalo.»
*Diputado en Cortes. Ex Ministro de Interior.
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