La década de la corrupción l siglo termina entre considerables conmociones políticas, económicas y sociales: se cierrra el ciclo que se abrió con la guerra de 1914 y la revolución de 1917. El imperio comunista ha muerto, Alemania se ha reunificado, la Europa central y balcánica arde de nuevo. El fracaso del socialismo real va parejo con el triunfo de la economía de mercado y de los valores neoliberales, a la quiebra del Welfare State sé opone la concepción de una democracia más "liberal" y menos social. La década de los años ochenta es la de todas las sacudidas: geopolíticas, pero también ideológicas y económicas. En este contexto de crisis y situación incierta se inscriben los fenómenos de corrupción cuya gravedad ha llenado de consternación los ánimos. Conviene precisar, de entrada, que no existe una relación de causa a efecto entre las convulsiones que acabamos de evocar y las prácticas desviadas de la política o de la administración. Pero un contexto favorable, el del derrumbe de todos los valores y de todos los puntos de referencia, ha permitido que se desarrollara la corrupción y que adquiriera, especialmente en Francia, una amplitud sin duda desconocida hasta ahora. Este acceso de fiebre maligna en el seno del cuerpo social, y más concreta mente en el entramado de relaciones entre lo político, lo administrativo y lo económico, plantea problemas al observador y al ciudadano. La corrupción que se ha desarrollado en Francia a lo largo de los años ochenta ¿es específica por sus modalidades y por su amplitud o responde a la clave habitual, aunque sea episódica, de los "hábitos" inevitables? Dicho de otra manera, ¿hay que inscribir los hechos delictivos de los que la prensa ha dado cuenta con abundancia en los resbalones inevitables que la acción política lleva siempre aparejada, o hay que verlos como la manifestación preocupante y grave de un deterioro de las costumbres y las prácticas políticas? En este orden de cosas, nos surge inevitablemente otra cuestión: el crecimiento de los casos de corupción que han salido a la luz ha coincidido en E YVES MÉNY* « El crecimiento de los casos de corrupción que han salido a la luz ha coincidido en Francia — pero también en Italia o en España— con la llegada al poder del partido socialista.» Francia —pero también en Italia o en España— con la llegada al poder del partido socialista. ¿Puede que exista alguna particularidad del socialismo de la Europa del Sur que le convierta en un vehículo más propicio para la corrupción política?. ¿Se trata de una mera concomitancia casual o acaso la propia naturaleza de las condiciones de acceso al poder y su ejercicio por parte de la izquierda socialista la harían más vulnerable a las tentaciones de la corrupción? Trataremos de responder a estas dos cuestiones planteándonos en primer lugar el interrogante acerca de la especificidad de la corrupción de la década de los años ochenta en Francia. Pero si partimos de la hipótesis de trabajo de que estas manifestaciones recientes de la corrupción son específicas, también hay que decir en qué lo son y cuál es el punto de referencia que se establece, pues, como patrón. La Corrupción y sus fronteras . Definir la "norma" con relación a la cual es posible establecer un juicio es una operación relativamente compleja, ya que, precisamente, una de las características del sistema político francés ha sido la de instalarse en una cierta atmósfera de vaguedad al respecto. Más que hablar de una norma habría que referirse a una serie de valores o de opiniones en torno a los cuales se establecía el consenso de la opinión pública en general y de las élites en particular. ¿Qué elementos la constituyen? 1. El núcleo duro, aparentemente el más sólido pero a menudo el más frágil, lo constituyen las disposiciones represivas del Código penal o las reglas estatutarias de la función pública. Estas sancionan la corrupción o los delitos conexos (malversación, ingerencia, etc.) o prohiben los comportamientos o decisiones que pudieran ser considerados contrarios a la ética política o administrativa. A la hora de definir lo permitido y lo prohibido, la ley traza en principio fronteras claras que permiten al hombre público o privado, al administrador, definir sin mayores complicaciones una línea de conducta. A falta de una ética individual o colectiva, se impone la regla como arbitro de las opciones. O, para decirlo como Camus: "Cuando no se tienen principios, son necesarias reglas". En ciertas democracias y, en particular, en los Estados Unidos, este cuerpo de reglas ocupa un puesto considerable, no sólo porque las leyes generales descienden hasta los más nimios detalles a través de disposiciones precisas sobre la ética pública, sino también porque estas medidas dan lugar a verdaderos debates en la prensa, en el Congreso y en toda la vida social. El problema no está en admirar o considerar latoso este puritanismo anglosajón. Está en saber qué puesto ocupan estas cuestiones en el debate público y qué consecuencias prácticas se derivan de ello. En Francia, por el contrario, el dispositivo jurídico no da pie a casi ningún debate, muy pocas veces se aplica a la realidad, se deja incluso directamente de lado (por amnistía) cuando la gravedad y la multiplicidad de los hechos recriminables harían inevitable recurrir a él. En dos palabras, más allá de los dispositivos técnicos de represión, parece que se hubieran perdido de vista su razón de ser y su fundamento ético. Si hiciera falta otra prueba de esta carencia de fundamento en torno a los valores de referencia, no hay más que considerar la actitud de la clase política en el capítulo de las incompatibilidades parlamentarias. Lejos de estar planteadas como la plasmación jurídica y la solución al conflicto de intereses, se manifiestan de hecho como la reacción puntual y urgente a un escándalo político que hay que atajar tomando medidas más estrictas para el futuro. Dicho de otra manera, la norma penal o disciplinaria vale para poco cuando se trata de definir el punto de referencia que permite juzgar la especificidad de la situación actual. 2. El análisis sociológico de los comportamientos puede ayudar a avanzar en la compresión del problema: ¿cual es la actitud de los ciudadanos y, más específicamente, de las élites respecto a la corrupción? La distinción establecida por Heidenheimer (corrupción blanca, corrupción gris, corrupción negra) permite explicitar aún más el carácter subjetivo y volátil de la definición de la corrupción. La corrupción blanca haría referencia a prácticas que no son identificadas como tales ni por la opinión pública ni por las élites. Dicho de otra manera, la "corrupción" está completamente integrada en una cultura que ni siquiera percibe el problema. En esta visión culturalista, lo que es corrupción aquí (por ejemplo en los Estados Unidos) no lo sería allá (por ejemplo en Francia). Este relativismo cultural (espacial, temporal, de clase) puede permitir aislar la especificidad de una situación con relación a otra: el Watergate constituyó un escándalo mayúsculo cuya onda expansiva se propagó durante varios años en los Estados Unidos, mientras que prácticas semejantes (los micros de los "fontaneros" del Canard enchainé) ni siquiera perturbaron la carrera del ministro del Interior de entonces. La corrupción negra goza del mismo consenso pero al revés: todos, élites y ciudadanos, están de acuerdo a la hora de estigmatizar ciertas prácticas. La discordancia de puntos de vista aparece a la hora de opinar sobre la versión "gris": lo que unos definen como corrupción otros no lo consideran como tal. En esta distorsión surge el peligro del escándalo, en el choque entre las percepciones de los unos y las prácticas de los otros, como ha ocurrido por ejemplo en el asunto de la financiación de los partidos políticos. La opinión pública se ha visto con-mocionada por las prácticas poco ortodoxas de los partidos, mientras que estos últimos intentaban justificarse apelando a las necesidades de la vida demmocrática. Anteriormente, hasta la crisis de los años 1985-1990, pocos dirigentes políticos se habían propuesto verdaderamente sanear unas costumbres que, según ellos, podían excusarse al ser comunes a todos y, por ello, quedaban exentas de culpa. De manera general, la definición (convergente o no) de la corrupción depende a la vez del grado (cuantitativo o simbólico) y de su repercusión sobre el sistema. En términos monetarios, a igual corrupción la opinión pública no tomará demasiado a mal la falta cometida por un subalterno, pero se escandalizará del comportamiento de un alto funcionario o de un político. Tolerará una corrupción esporádica pero reaccionará fuertemente, llegado el caso, frente al carácter sistemático y planificado de la corrupción. Esta volatilidad de la definición explica que, en ciertos aspectos, la toma de conciencia por parte de la opinión pública y el sentimiento emotivo que suscita la corrupción dependen de la coagulación de factores extremadamente diversos: los actores políticos en liza, la naturaleza de los hechos que se les incriminan, el papel de la prensa o de la magistratura. La financiación oculta de los partidos era en la práctica un secreto a voces para la mayoría de los obsevadores del sistema político francés. Sólo se convirtió en un escándalo político de grandes proporciones bajo ciertas condiciones: la revelación al gran público de « La distinción establecida por Heidenheimer (corrupción blanca, corrupción gris, corrupción negra) permite explicitar aún más el carácter subjetivo y volátil de la definición de la corrupción.» hechos que no sospechaba, el auge del periodismo de investigación y de una magistratura más independiente y, quizás y sobre todo, el contraste flagrante entre la retórica moralista del P.S. y de su líder, por una parte, y las prácticas ocultas del partido, por otra. 3. Otro elemento a tomar en consideración para definir la especi-fidad de los años ochenta es de orden cuantitativo o estadístico. ¿Hay más "asuntos" que la prensa haya sacado a la luz, se han abierto más diligencias, dictado más sentencias o adoptado más sanciones? Digamos de buenas a primeras que es casi imposible cualquier evaluación cuantitativa seria y que las escasas informaciones que aportan las estadísticas judiciales están fuertemente mutiladas o sesgadas. La administración no indica cuáles son los funcionarios sancionados por corrupción y las estadísticas judiciales no aclaran nada sobre la realidad: ¿acaso las pocas decenas de asuntos juzgados anualmente pueden responder a una realidad sociológica mucho más compleja? Pues las estadísticas de la delincuencia expresan en primer lugar y sobre todo la voluntad y la capacidad de reprimir. Justamente son las dos cualidades que en este terreno escasean más: la financiación oculta de las actividades políticas se ha beneficiado de la complacencia benévola y recíproca de todas las élites políticas incluso hasta en la ley de amnistía; además, la corrupción, cuyo primer principio es la clades-tinidad y la dependencia mutua de los actores, es difícil de reprimir. Los hechos delictivos no salen a la luz más que cuando se mezclan la impudencia y la imprudencia o cuando uno de los socios, harto de las presiones que se ejercen sobre él, se decide a romper la "omertá" (cf. los centros Leclerc que estigmatizaban las comisiones de urbanismo comercial presentando a toda la plana, bajo el título "Autorización de un centro comercial", un dosier del que se desprendían varios fajos de billetes). En resumen, echando mano de las estadísticas criminales no se puede deducir lo específico de la situación actual. Los años ochenta: la corrupción trivializada. La originalidad de la corrupción de los años ochenta en Francia tiene que ver, en mi opinión, con la conjunción de varios factores: 1. El primero está ligado con la transformación y la modernización (relativas) de los aparatos políticos. Los partidos políticos franceses han tratado con mucho retraso de organizarse e institucionalizarse (Max Weber subraya ya en 1919 el arcaísmo de los partidos de notables franceses en relación con los partidos modernos, como el partido social-demócrata alemán). A excepción del P.C.F. ningún partido disponía de una estructura poderosa de movilización política, militante y electoral. Los gaullistas, a partir de 1958, los socialistas después y tras las peripecias conocidas trataron de poner en pie, desde 1972, una maquinaria al servicio del líder. La financiación de estas organizaciones y de su personal necesita unos recursos que los militantes resultan totalmente incapaces de proporcionar: los gaullistas en el poder se beneficiaron de los fondos reservados y del apoyo del mundo de los negocios; los socialistas, más desprotegidos y sospechosos a los ojos de las empresas, retomaron por su parte las técnicas ya expe-rimentadas de las "comisiones" utilizadas por el P.C.F. con sus proveedo-res y contratantes. A partir de 1972-1973, el entramado financiero de la S.F.I.O fue progresivamente reemplazado por una « La financiación oculta de los partidos era en la práctica un secreto a voces para la mayoría de los obsevadores del sistema político francés.» «La marginación de los partidos de izquierda de los circuitos clásicos de financiación indudablemente ha favorecido la extensión de las prácticas de corrupción, tanto más cuanto, por añadidura, las necesidades de dinero iban en aumento.» estructura de recaudación centralizada, la que más adelante sería la famosa sociedad de estudios Urba. 2. El segundo factor está ligado al anterior y se deriva de la transformación de las campañas electorales (en particular las presidenciales). La movilización de enormes recursos humanos y financieros acentúa las necesidades de las formaciones políticas que aspiran a que su candidato resulte elegido. Aunque, aparentemente, la izquierda y la derecha se vieran enfrentadas al mismo problema, una vez más la diferente estructura de sus relaciones con los recursos públicos o privados contribuyó al desarrollo de prácticas diferentes: la corrupción en la derecha adoptó formas más sofisticadas, las del intercambio social (las contribuciones de los donantes se orientan, como es natural, hacia el partido en el poder que ha favorecido sus intereses —por ejemplo en el sector inmobiliario—). Por el contrario, en la izquierda, el partido socialista se vio inicialmente obligado a recurrir a la "comisión de oficio" en los puestos de poder (locales) que controlaba, forma edulcorada de la extorsión e incluso del "impuesto revolucionario" que practicaban los independentistas corsos o vascos. La marginación de los partidos de izquierda de los circuitos clásicos de financiación indudablemente ha favorecido la extensión de las prácticas de corrupción, tanto más cuanto, por añadidura, las necesidades de dinero iban en aumento. La finalidad de estas prácticas delictivas sistemáticas, es decir, la financiación de los partidos y de las campañas, es lo que diferencia la corrupción de los años ochenta de los escándalos que jalonaron la República de la IIa a la Va República: en el pasado, los casos de corrupción probada tenían mucho más que ver con la panoplia de las técnicas de influencia (sobres a periodistas pagados durante la IIIa República por ejemplo) o con la manipulación de los instrumentos del poder en beneficio de individuos sin escrúpulos. Por el contrario, la corrupción de la última década, sin eliminar las otras hipótesis, se convierte en una forma habitual y sistemática de financiación de la actividad política. El caso del P.S. es el más ejemplar, ya que a partir de 1981 acumulan la doble condición de ser una organización en el estricto sentido de la palabra y de la seguridad —la impunidad— que le confiere el poder. El mayor error del P.S. fue conservar en el poder las técnicas fraudulentas que había puesto en pie desde la oposición. Tenía ciertamente razones poderosas para esta perpetuación, puesto que el P.S. podía utilizar su capacidad de influencia de partido en el poder para eliminar las reticencias de los que manifestaban su repugnancia a pasar bajo sus horcas caudinas. Pero esta opción le fue fatal: la opinión pública hubiera estado dispuesta sin duda a admitir las desviaciones el P.S. en la oposición dando por buena justificación de la fuerza mayor y del estado de necesidad. Estando en el poder, el error se convertía en culpa y adquiría tanto mayor relieve en cuanto que las prácticas del P.S. y de sus líderes constrastaba con un discurso político intensamente moralista. 3. Un tercer elemento específico es el que se deriva de la combinación, al menos en lo fundamental, de las comisiones deducidas en la periferia y de las colectas en beneficio de los aparatos centrales de los partidos. Mientras que la corrupción de poca monta siempre había estado instalada a pequeña escala en el nivel local, debido a la estructura del poder político en Francia (poder de los notables/bajo costo de las campañas), en los años sesenta se operó una mutación sobre la base modelo del P.C.F. Los bastiones locales de los partidos se convertían en la principal fuente de los recursos que necesitaban los aparatos centrales. El modelo comunista utilizaba las dos bazas a su disposición, teniendo en cuenta su desplazamiento de los «Si la descentralización acentuó la corrupción, no fue su principal responsable: las prácticas ocultas de la financiación de los partidos son muy anteriores a 1982-1984 y ya se realizaban a nivel local; es decir, al nivel en que se realizan las principales inversiones públicas civiles.» engranajes centrales del estado: una organización fuertemente centralizada combinada con un dominio casi total sobre las estructuras políticas y administrativas locales en los lugares en donde estaba implantado. El P.S., copiaría con éxito, aunque de forma más flexible, la fórmula del P.C., benificiándose de dos factores favorables: una fuerte y tradicional implantación local, por una parte, y la ausencia de oposición en las_.ciudades de treinta mil habitantes, por otra (efecto perverso de una ley gaullista cuyo objetivo era reforzar la polarización derecha-izquierda eliminando las alianzas M.R.P./S.F.I.O.). A partir de los años setenta, el nuevo P.S., reorganizado a fondo bajo la batuta de F. Mitterrand, pudo aprovecharse de esta excepcional presencia local aún más reforzada por la oleada socialista de las municipales de 1977. Finalmente las leyes Deferre de 1982-1984 remataron el entramado al dar completa autonomía a los notables y aumentar el campo de intervención de las autoridades locales (inversiones públicas, ayudas a las empresas, urbanismo, etc.) pero, si la descentralización acentuó la corrupción, no fue su principal responsable: las prácticas ocultas de la financiación de los partidos son muy anteriores a 1982-1984 y ya se realizaban a nivel local; es decir, al nivel en que se realizan las principales inversiones públicas civiles. Dicho de otra manera, la corrupción no se desarrolló a nivel local por culpa de la descentralización, sino que se ajustó a la estructura básica del poder político en Francia, la del poder de los notables. Las prácticas del P.C.F., y después del nuevo partido socialista, son particularmente significativas al respecto. Los años ochenta no aportan especiales innovaciones en la estructura de la corrupción que adopta vías y métodos ya muy experimentados. El cambio procede del carácter metódico de las prácticas, de la extensión de los ámbitos que abarca la corrupción y de la amplitud del fenómeno. Una evolución de estas características se explica a la vez por el crecimiento de las necesidades financieras de los partidos y por el debilitamiento de los contrapesos tradicionales (desdibujamiento de la administración territorial del Estado que se vuelve más timorata o, sobre todo, acepta los compromisos; ineficacia de los controles clásicos; refuerzo de los ejecutivos asesorados por gabinetes hechos a su medida; extensión sin precedente del cúmulo de poderes que hace de los grandes elegidosauténticos"reyezuelos",etc.) LA Corrupción y la izquierda. Llegados a este punto, hay que aclarar otro enigma: ¿es la corrupción el pecado original de la izquierda en el poder tal como podría deducirse de la concomitancia de los hechos de corrupción en Italia, en España o en Francia? ¿O acaso los socialistas sólo han cometido el error de adaptarse excesivamente bien al aire de los tiempos y al espíritu de una época en la que se han perdido sus puntos de referencia? Plantear la cuestión así viene a ser, de alguna manera, lo mismo que oponer un pasado puro y candido en el que la derecha hubiera sabido hacer oídos sordos a las sirenas de la corrupción frente a un presente en el que el gobierno de izquierda haría rima con corrupción. El problema, obviamente, es un poco más complejo. «Los años ochenta no aportan especiales innovaciones en la estructura de la corrupción que adopta vías y métodos ya muy experimentados. El cambio procede del carácter metódico de las prácticas, de la extensión de los ámbitos que abarca la corrupción y de la amplitud del fenómeno.» En descargo de los socialistas que han accedido recientemente al poder en los Estados del Sur, hay que recordar, en primer lugar, que la corrupción fue igualmente floreciente en la época de la derecha y que innumerables escándalos jalonaron la vida política de los treinta o cuarenta últimos años: el gaullismo inmobiliario, los chanchullos del franquismo y el malgoverno de la democracia cristiana italiana no están tan lejos ni son de tan poca monta que deban dejarse a beneficio de inventario. El paisaje europeo lleva por lo demás su sello. Nunca como en los años sesenta-setenta se ha arremetido de tal manera contra la ciudad o contra las zonas de esparcimiento, mar y montaña. Y esta entrada a saco no se debió únicamente a la incuria de los burócratas o a la presión de la demanda. La colusión entre los políticos y los constructores se pudo comprobar en múltiples asuntos, pero en los tres países ni la prensa ni la magistratura fueron lo suficientemente fuertes para abrir brecha y comprometerse a una política de saneamiento. Una hábil política de desmentidos, de apagafuegos y de sacrificio de algunos segundos espadas permitía por lo general sortear los obstáculos. Esta estrategia era tanto más fácil de llevar a cabo cuanto que estaba inscrita en un contexto desde muchos puntos de vista singular y protector: 1. La ausencia de una verdadera oposición creíble o, al menos, la convicción de su carácter ilegítimo como potencial partido de gobierno. Durante mucho tiempo, en Francia o en Italia, la derecha presente parecía carecer de alternativa en base a la presencia de un fuerte partido comunista alejado del poder desde 1947 mediante una informal conventio ad exdu-dendum. La España franquista, por su lado, ni siquiera consideraba la hipotética eventualidad de un cambio de equipo que hubiera significado un cambio de régimen. El muy imperfecto funcionamiento de la democracia y del Estado de derecho en esta época hacía menos vivible la corrupción. Por un efecto casi mecánico, la corrupción se vuelve más sensible políticamente desde el momento en que las reglas democráticas o jurídicas están más asentadas y puestas en práctica. La corrupción es probablemente tan importante o más en los Estados Unidos que en Francia, pero la capacidad de reacción del sistema es allí mucho más fuerte tanto en el plano jurídico como político en base a un marco ético y jurídico de la vida política más coactivo que en el Hexágono. 2. La indiferencia relativa de la opinión política en un contexto de fuerte crecimiento económico, de desarrollo sin precedentes de la prosperidad y del Estado-providencia. Las clases medias en particular y también el mundo rural, pese a los traumatismos del cambio, se beneficiaron ampliamente de las Treinta Gloriosas. Los peque ños obstáculos que aparecieron en el camino a menudo fueron relegados a un segundo plano mientras la oposición no conseguía nunca transformar los escándalos en problemas de gobierno. 3. La heterogeneidad de las élites dirigentes en el poder. Tanto en Francia como en España o en Italia, la administración y los hombres políticos res ponsables del país mostraban una fachada muy variopinta. Los apoyos polí ticos del franquismo y del gaullismo, la composición interna de la D.C. ita liana eran extremadamente heterogéneos, reuniendo conservadores y "progresistas", idealistas y arribistas. Para colmo, en España y en Francia, algunos brillantes tecnócratas modernizadores aparecían como hombres con sentido del Estado y desinteresados. La irrupción de negocios sucios o de escándalos que afectaban a algunas ovejas negras podía, pues, ser corre «La colusión entre los políticos y los constructores se pudo comprobar en múltiples asuntos, pero en los tres países ni la prensa ni la magistratura fueron lo suficientemente fuertes para abrir brecha y comprometerse a una política de saneamiento» gida fácilmente por la acción de unos hombres que estaban libres de sospe cha, altos funcionarios o líderes carismáticos. Sin embargo, con el tiempo, estas condiciones favorables a ocultar la corrupción se atenuaron o desaparecieron mientras que los problemas de la financiación de los partidos políticos y de las campañas se agudizaban. Valéry Giscard d'Estaing primero, luego su Primer ministro Raymond Barre intentaron insistentemente convencer al conjunto de los partidos de que se imponían las reformas (Valéry Giscard d'Estaing conocía de sobra, por experiencia, las dificultades de la financiación de una campaña cuando no se controlan los fondos reservados o no se dispone de una fuerte organización militante). Pero ni los gaullistas ni la izquierda deseaban que la financiación pública les obligara a una mayor transparencia de sus recursos. Así pues se mantuvieron en los entramados desconocidos para el gran público, "ignorados" por la prensa e indiferentes a la magistratura. Pero, paralelamente, la cruzada de la izquierda contra la economía de mercado, contra "el dinero que corrompe, el dinero que mata" (F. Mitterrand), contra las altas finanzas y los especuladores, contra la explotación por parte del capital, en dos palabras la famosa ruptura anunciada con el capitalismo erigían a la izquierda en paladín de la virtud y de la moralidad pública. En con traposición, el asunto de los diamantes de Bokassa iba a poner al descubierto de una manera aún más espectacular los problemas éticos que deben afrontar los dirigentes. Los años setenta iban a ser, pues, el punto de convergencia de dos fenómenos cuya conjunción era potencialmente explosiva: por una parte importantes espectativas de alternancia y de cambio frustradas durante varios decenios de estabilidad política en beneficio del mismo partido o de la misma coalición y exacerbadas por la crisis económica que siguió a los dos conflictos del petróleo: por otra parte, una creciente imbricación entre la esfera pública y la esfera económica, tanto en lo referente a las élites como a los procesos de decisión, la asignación de los recursos o el peso de la colectividad pública en la actividad económica. La trampa acabaría de cerrarse sobre los socialistas durante la década de los ochenta: por una parte, cometerían el error de estar en el poder en las peores circunstancias, the wrong place in the wrong time. Pero el peso de las circunstancias no puede justificar completamente su comportamiento y los socialistas arrastran una responsabilidad particularmente grande en el proceso que les condujo del oprobio a la decadencia. El peso de las cosas es suficientemente conocido para que haya que detenerse en él: los socialistas franceses encontraron una industria obsoleta e infra-capitalizada, una insuficiencia global de la inversión pública y privada, una recesión general y un desempleo preocupante. En España los socialistas se encontraron con la carga de una inmensa esperanza que era a la vez cultural, política y económica, mientras que en Italia la integración de los socialistas en el gobierno aparecía como el último avatar del trasformismo peninsular; es decir, la capacidad de los gobernantes para absorber las ideas y a los hombres de un sector de la oposición. Pero, tal vez sea lo más importante, los socialistas del sur de Europa llegaron al poder en un contexto internacional, económico e ideológico cuyas transformaciones e implicaciones habían comprendido mal. Incluso aunque los socialistas pudieran aparecer como el muro de contención y el antídoto a las ideas neo-liberales en boga al otro lado del Atlántico y al otro lado del Canal de la Mancha —cosa que no fueron en absoluto—, midieron mal (al menos en Francia) el impacto desestabilizador de la ideología triunfante del mercado ¡se apuntaba una revolución cultural que resultaba ahogada desde sus inicios! El Estado se arrodillaba ante el mercado, la regulación internacional se imponía cada vez más en detrimento de los tradicionales equilibrios internos, los valores del servicio público cedían paso a las reglas de la competi-tividad, del rendimiento y de la eficacia. En dos palabras, retomando un vocabulario en boga en el seno del P.C.F., ¡la izquierda reformista aparecía como el celoso servidor del capitalismo internacional! La cuestión no está en saber si era posible llevar a cabo una política diferente. Constatemos simplemente que el Partido socialista francés —más aún que sus homólogos italiano o español— no estaba preparado, ni en el plano político ni en el plano ético, para un viraje tan radical y que no hizo nada para debatir sobre este cambio y reflexionar acerca de sus implicaciones. El resultado es conocido: una excelente política de gestión en su conjunto a cambio del abandono de los valores que constituían su patrimonio y de la pérdida de militantes desorientados. Los socialistas españoles supieron conducir mejor su reconversión, mientras que los socialistas de Craxi no se agobiaron nada por los principios. En lo esencial, su participación en el poder fue una reivindicación de los puestos, de los cargos y de las prebendas hasta entonces monopolizados por la D.C. «La corrupción es probablemente tan importante o más en los Estados Unidos que en Francia, pero la capacidad de reacción del sistema es allí mucho más fuerte tanto en el plano jurídico como político.» Las Culpas de los Socialistas . Incluso poniendo en el haber de los socialistas estas "circunstancias atenuantes", su responsabilidad no es menos llamativa. 1. La primera culpa, ya se ha señalado, fue el no aprovechar su acceso al poder —disponiendo encima de una aplastante mayoría— para sanear el asunto de la financiación de los partidos y de las campañas y para reformar los ya conocidos canales de la corrupción: urbanismo, urbanismo comercial, gabinetes de estudios ficticios, asociaciones fantasmas alimentadas con fondos públicos, etc. Hasta el estallido de los escándalos, este punto del programa del candidato Mitterrand no se aplicó en absoluto. Las estructuras de sangría financiera del P.S. se mantuvieron y funcionaron a pleno rendimiento no sólo en lo que afecta al propio partido sino también y sobre todo a la elección de su antiguo secretario. El asombro escandalizado de Mitterrand acerca de los derroteros de Solutré fue a la vez tardío y muy singular... Dado que no se habían realizado las reformas necesarias en la época del socialismo triunfante, la financiación de la campaña presidencial de 1988 no podía de ninguna manera librarse de los errores anteriores. 2.La segunda responsabilidad de los socialistas fue la de adop tar demasiado a menudo un comportamiento propio de preda dores. Era lógico, hasta cierto punto, que, tras su llegada al poder, trataran de tomar el relevo de forma eficaz en la adminis tración. Pero los métodos, el estilo y la amplitud de los cambios dieron la impresión de que una fracción del P.S. sólo buscaba puestos y cargos. El acceso al poder, sobre todo después de un período de «En España, los socialistas se encontraron con la carga de una inmensa esperanza que era a la vez cultural, política y económica, mientras que en Italia la integración de los socialistas en el gobierno aparecía como el último avalar del trasformismo peninsular» fin de reinado como lo fueron los últimos meses del septenato de Giscard, arrastra siempre consigo su lote de ambiciosos, de oportunistas, de especu ladores, de clientelas y de nepotismo. Pero el largo alejamiento del poder, la voluntad inicial de cambio, las aspiraciones de los militantes de base ace leraron esta caída. Por añadidura, la evolución del sistema políticio-admi nistrativo durante las dos o tres últimas décadas contribuyó también a acen tuar estos defectos: los gabinetes, formados por miembros elegidos ad hominem, se inflaron abusivamente y se hicieron extensivos a todos los niveles de decisión, desde el ministerio hasta la alcaldía de una ciudad gran de; las designaciones discrecionales se acrecentaron; el trasvase de los altos funcionarios a la empresa privada fue cada vez más impune; la concentra ción de poder en manos de los ejecutivos (locales o nacionales) se acentuó paralelamente bajo la doble influencia del modo presidencial en la cúspide y mayoral en la base. Si a todos estos ingredientes se añade el hermoso ide al o la vana esperanza de "cambiar de vida", se constata que se dan todas las bazas para convencer a los implicados de que poco importan los medios para llegar a fines definidos como justos y legítimos. La idea de que todo era posible y de que los instrumentos del poder estaban a disposición de los nuevos gobernantes permitía la extraña coexistencia, según los casos, del más puro idealismo y del maquiavelismo más cínico. Cuando D. della Porta definió la actitud de los recién llegados al poder en Italia señalando su "arrogancia" era exactamente eso lo que quería decir. La arrogancia es siempre insoportable. Pero es que además se vuelve peligrosa cuando imbuye a los detentadores del poder la idea de que no sólo todo es posible sino que, además, todo vale. Reglas, principios, valores deben, pues, plegarse ante las exigencias del poder. 3. La tercera falta de los socialistas ha sido adoptar una política de desmentido y de obstrucción frente a las críticas que se les hacían; después, ante la probable extensión de los daños, amnistiar —al menos en Francia— a los culpables, salvo en los casos de corrupción personal. A diferencia de España y sobre todo de Italia, donde las investigaciones y los procesos siguen adelante y descubren las más insospechadas ramificaciones de la corrupción, Francia ha conseguido ahogar el escándalo. Mientras los informes Delcroix aportaban pruebas del montaje organizado de empresas en todo el territorio y mientras las más altas personalidades del P.S. evidentemente estaban al tanto del tema, a menudo implicadas en el funcionamiento de Urba, sólo algunos subalternos pagaban con más de quince años por una corrupción sistemáticamente organizada en provecho del partido. Las investigaciones apenas han rozado a los partidos de derechas cuya virginidad, sin embargo, es más que dudosa. El toque de alerta no ha sido completamente inútil, puesto que ha permitido reducir los abusos, instaurar las financiaciones públicas y reducir la expansión ilimitada de los gastos partidistas y electorales. La ley Bérégovoy de prevención de la corrupción también ha intensificado los sumarios y los controles, lo cual, apriori, es interesante. En cualquier caso, si la corrupción más vulgar (el sobre, el soborno) probablemente haya disminuido como medida de elemental prudencia (mientras ciertos recientes acontecimientos demuestran la persistencia de prácticas que se han convertido en una especie de "segunda naturaleza"), la corrupcióntráfico de influencias no ha desaparecido. Las condiciones de su desarrollo y de su expansión siguen presentes: la acumulación de responsabilidades y de funciones en una misma persona, la excesiva concentración de los poderes, la debilidad de los controles, los trasvasesabusivos de lo público a lo privado, el número reducido de élites que controlan simultáneamente o sucesivamente diversas áreas (económica, administrativa, política). Estas élites, en particular las políticas, admiten a regañadientes las normas coactivas del estado de derecho y las exigencias de un sistema democrático (concebido como algo diferente de la delegación ciega). Un ejemplo. En el departamento del Var, uno de los más afectados por la especulación inmobiliaria y la corrupción que naturalmente se desprende de ella, 104 de sus 153 municipios cuentan con un plan de edificación del suelo (P.O.S.) impugnable. Pero el 75% de estos P.O.S. (y la proporción es aún más alta en la costa) están enrevisión actualmente, lo que significa, de hecho, que el municipio pasa por alto las obligaciones del plan. En efecto, puede introducir modificaciones ad hoc bajo la falacia de que se trata de anticipar el futuro documento revisado. No hay que ser un experto para darse cuenta de que estas prácticas hacen posible todo tipo de manipulaciones que la prensa airea a veces cuando el escándalo es demasiado evidente o la movilización colectiva es un poco menos débil que la habitual. Los socialistas no son responsables de unas prácticas que son anteriores a ellos y que a menudo están profundamente arraigadas en una cultura que ignora el conflicto de intereses. Mientras la cultura anglo-sajona posee un agudo sentido del conflicto de intereses y de la necesidad que tienen los individuos de enfrentarse a ellos con todas sus consecuencias, la cultura francesa descuida o ignora este problema. Exagerando un poco, se podría afirmar incluso que nuestra cultura es una cutlura de confusión o de mezcla de géneros, combinada aquí y allá con algunas excepciones introducidas con motivo de ciertos escándalos o de asuntos turbios. Los ejemplos hacen legión: la acumulación de cargos constituye uno de los apaños más estables del sistema político francés y, curiosamente, cuando en 1986 se puso límite a la acumulación, se hizo sobre la base de las disfunciones que causaba una acumulación excesiva (el absentismo parlamentario) y no por considerar el potencial conflicto entre las funciones locales y nacionales de un cargo electo. ¡Lejos de ver en esto un problema, la clase política lo considera una ocasión inesperada de hacer más fácil la "síntesis"! Lo mismo ocurre con las incompatibilidades parlamentarias que no se fundamentan en una reflexión ética sino que reflejan, de forma poco rigurosa, los correctivos que se aplicaron con motivo de los escándalos (asunto Stavisky, asunto de la Garantía inmobiliaria). El rechazo de algunas reformas que tratan de tener en cuenta los potenciales conflictos de intereses es un buen ejemplo de estas reticencias: evidencia el fracaso de las reglas, instauradas en 1958, referentes a la incompatibilidad de las funciones ministeriales y parlamentarias. En la función pública, el conflicto de intereses se combate en principio por medio de sanciones penales que castigan ciertas formas de trasvases de la actividad pública a la privada que favorecen posibles amiguismos o probables tráficos de influencias. En cualquier caso, en la práctica, no se aplica la regla y la circulación de los altos funcionarios por los campos económico, cultural y político, que es moneda corriente entre nosostros, sería motivo de escándalo en Gran Bretaña o en los Estados Unidos, dadas sus características y su amplitud. «Tal vez sea lo más importante, los socialistas del sur de Europa llegaron al poder en un contexto internacional, económico e ideológico cuyas transformaciones e implicaciones habían comprendido mal» «La idea de que todo era posible y de que los instrumentos del poder estaban a disposición de los nuevos gobernantes permitía la extraña coexistencia, según los casos, del más puro idealismo y del maquiavelismo más cínico.» En pocas palabras, los socialistas se han instalado en una cultura dominante (de notables o tecnocrática) que atenúa los problemas del conflicto de intereses y valoriza la utilidad de la confusión de las funciones (la eficacia). La sociología del partido socialista, dominada por la tecnocracia del Estado, por una parte, y los notables locales, por otra, no está alejada de esto. El nuevo partido socialista, en tanto que expresión y portavoz de las capas medias, sin cultura ni fundamento obreros sólidos, no ha sabido resistirse a los cantos de sirena del poder y a las tentaciones de la corrupción. El partido socialista, que se consideraba el instrumento de la ruptura, ha quedado prisionero de los virajes del sistema político, incluso en sus facetas más detestables. Los socialistas arrastran la responsabilidad histórica de haber agravado estos defectos manteniendo al mismo tiempo un discurso moralizante y de haber dejado de lado cualquier debate de fondo sobre las relaciones entre la ética y el derecho, entre la ética y la política. Al fin y al cabo poco importa que los socialistas hayan sido castigados por el electorado y reemplazados por la derecha. Pues han quedado sin resolver los problemas fundamentales del conflicto de intereses (en política o en otros campos), de los fines y los medios en la política, de la responsabilidad personal de los hombres políticos. Los franceses han creído seguramente que extirpaban el problema de la corrupción castigando a los socialistas. En realidad, sólo han conseguido alejar de escena a sus actores inmediatos. En cualquier caso, las raíces del problema no han desaparecido. «A diferencia de España y sobre todo de Italia, donde las investigaciones y los procesos siguen adelante y descubren las más insospechadas ramificaciones de la corrupción, Francia ha conseguido ahogar el escándalo.» *Diputado en Cortes. Ex Ministro de Interior.