Num013 015

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José Manuel Cuenca Toribio
En el centenario del carlismo
Existen en el panorama intelectual y
político de España múltiples índices
que hacen prever que el ciento cincuenta aniversario del comienzo de
nuestras guerras civiles transcurrirá y
pasará sin suscitar una reflexión detenida y enriquecedora. Para los adictos a
las doctrinas del tradicionalismo la
conmemoración del siglo y medio del
estallido de la primera contienda carlista
será ocasión para rememorar fastos y
gestas militares, que nadie cantó mejor, y
posiblemente nadie podrá superar, que la
pluma de un escritor laico, de alma de
esteta y costumbres anárquicas. En la
guerra de los siete años se planteó la
virtualidad de un modelo de España que
no sólo la suerte de las armas, sino sobre
todo las coordenadas históricas en que la
vida hispana se inscribía y el deseo de
la mayor parte de sus estamentos y clases
más alertados y sensibles, frustraron e
hicieron imposible hasta el día de hoy.
En opinión de los «soldados de la
Causa» y de los teóricos del tradicionalismo, la derrota e inviabilidad de su
idea ha alienado el alma nacional y ha
despeñado al país por una sima de horrores y desaciertos. Sin compartir tales
planteamientos, obvio es que se pueda
admirar el derroche de entusiasmo, valentía y ardor, de generosidad, en su-
Cuenta y Razón, n.° 13
Sepíiembre-Octubre 1983
ma, que los carlistas han puesto al
servicio de sus limpias banderas a lo
largo del siglo y medio en que ellas
presenciaron —como acicate a veces
decisivo— los furores fraternos. En un
tiempo y en país propenso a los desbordamientos, nadie les aventajó en
punto a incondicionalidad y entrega a
sus valores. Con alguna excepción muy
aislada —Jaime III, Cabrera—, reyes,
generales, políticos, curas y hombres y
mujeres del pueblo no conocieron ni el
entibiamiento ni el desmayo. No es así
sorprendente que nuestros grandes
novelistas, aquellos que penetraron más
en el hondón del carácter hispano, pagasen un emotivo tributo de pasmo y
admiración hacia la inagotable capacidad
de sacrificio, de grande y rendido amor
hacia sus ideales que el carlismo
desplegó en todos los rincones y en todos momentos. Ni el mismo Blasco
Ibáñez pudo resistir a su atracción. E
incluso don Pío, de alma jacobina y un
tanto enteca, vertió en páginas, a veces
no inferiores a las vafieinclanes-cas, su
simpatía por los héroes anónimos de la
Tradición. Capítulo este, pues, que
permanecerá para siempre en nuestra
historia, al margen de la sugestión o
reluctancia que muestre su lector. La
actual ciencia historiográfica busca otros
caminos de análisis o inter-
pretación para el fenómeno carlista creyendo encontrar, no sin razón, en su
espectro sociológico algunas de las claves que nos aproximan con mayor profundidad a su comprensión. Pero para
el español medio es claro que el carlismo no se verá a la luz del
desclasa-miento de los pequeños
propietarios
campesinos
por
el
liberalismo y la desamortización. En la
visión histórica popular los carlistas
fueron ante todo gentes espiritadas y
mesiánicas que dejaron huesos y piel
para que «el rey don Gados reine en la
corte de Madrid». La sangre derramada
por sus seguidores en los campos de
batalla fue pura y su esfuerzo tenso y
recio, como correspondía, según las tesis
conservadoras sobre nuestro pasado, a
las mejores tradiciones de la raza
ibérica...
Pero si esta pintura, a horcajadas
entre la realidad y la mitificación, se
aproxima grandemente a lo justo y
exacto, nada empece para que la consideración acerca del hecho carlista se
adentre por otros terrenos más críticos, que sin ir a la búsqueda de su
vera efigie arroje un saldo provisional
de su trayectoria comprensivo de dimensiones situadas más allá de los gestos
y actitudes anímicas. Ante todo habrá
de convenirse en que pese a su versión
literalizada el carlismo tuvo también
sus momentos tristes. El saturnismo
agarró fuerte presa en los usos y
costumbres de su práctica política. En
sus cuarteles generales —ministros,
prelados y militares— menudearon las
intrigas y hasta los «contubernios». Se
dieron en su historia alianzas contra,
'natura —así las realizadas con los
republicanos durante el amadeísmo. Y
el «noble final de la escisión dinástica»
abundó en turbiedades y volatinerías.
E incluso en los campos de Marte no
faltaron las atrocidades y carnicerías que
tuvieron como responsables a sus
dirigentes castrenses. La guerra no
justifica todo.
En planos más profundos del acontecer histórico, ¿entorpeció el carlismo
la cristalización de una España moderna
en las décadas en que los pueblos de
Occidente ascendían al horizonte de la
contemporaneidad o por el contrario su
ideario permanece como reserva y
fórmula inédita de gobierno que un día la
marcha del tiempo demandará? Fuera de
sus ambientes, la interrogación no admite
más que una respuesta. El legitimismo
hispánico implicó un coste social y
político de una magnitud tal que la
colectividad
peninsular
quedó
largamente postrada por él, acarreando a
los dos pueblos —lusitano y español—
su ausencia en la forja del mundo del
siglo xx. Con la imprecisión de toda
fórmula global, dicha sentencia parece
bien fundamentada y puede resistir, en lo
esencial, los agravantes de partidismo y
unilateralidad. Si, como advirtiera
Harold Wilson, el socialismo de la
posguerra no puede encontrar inspiración
en las malvas de Highgate, donde, desde
hace una centuria, está enterrado Marx,
la sociedad tecnificada de los
pródromos del siglo xxi es difícil que
halle solución a sus problemas en las
arcádicas comunidades del Valle del
Baztán.
¿Equivale ello a convertir al carlismo
en materia museable, en cantera de
narradores y novelistas? Es muy probable que el juicio que se tenga acerca
de ello obedezca en mayor o menor
medida a la desastrada existencia que
hoy caracteriza a un carlismo
subdivi-dido ad nauseam en capillas y
gru-púsculos con el único denominador
común del odio africano hacia sus
rivales. Aun cuando es improbable que
la comunión tradicionalista sea un
motor de la vida española en un
inmediato futuro, quizá sea prematuro
estampar su finiquito en una singladura
que dentro de pocos días cumplirá su
siglo y medio. Esperando la decisión de
los dioses y alineándonos como única
acti-
tud racionalizada en el surco donde
brotaría el porvenir, nos gustaría hoy,
empero, recrear el carlismo a la manera de su adalid, el marqués de Bradomín. Con sus apuestos monarcas, sus
princesas encantadas, sus devotas mon
jas, sus enfebrecidos curas, sus intrépi-
dos caballeros y sus numantinos soldados. Como una ráfaga de idealidad y
ensueño en un mundo computarizado
y a veces, aparentemente, desalmado,
J. M. C. T. *
* Catedrático de Historia Contemporánea. Universidad de Córdoba.
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