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Elíseo Mendoza Berrueto
Universidad y cultura
Muy poco tiempo después de la Conquista, en 1551, se establece, por
cédula real, la primera Universidad mexicana, que es también la primera
del continente. Universidad Real y Pontificia hecha a imagen y semejanza
de las Universidades españolas, en las que, por aquellos años, las ideas de
los nuevos tiempos venían a sacudir las tradiciones medievales. Universidades en las que se discutían los grandes temas de la vida y la historia, que se
asomaban con gran curiosidad a los mundos recién descubiertos y que
preservaban las riquezas que se habían heredado de la antigüedad clásica.
En esta tradición comienza la vida universitaria en México, en un momento, el Renacimiento, en el cual a las seculares preocupaciones filosóficas
se añade un intenso interés en el mundo real, que las ciencias quieren explicar
con la luz humana de la razón y donde las artes del hombre se lanzan hacia
nuevas formas y excelencias.
La Universidad Real y Pontificia, con sus galas y tradiciones, con su
esplendor y ceremonial, conectó a México con uno de los más espléndidos
frutos de la cultura occidental, que era esa comunidad del alto saber, del
libre discurrir, del riguroso pensar, donde las mentes se enfrentan, en
abierta polémica, en perenne búsqueda de la verdad.
Y si la Universidad clásica no estaba, como las modernas, muy preocupada con la vida productiva y la transformación social (conceptos que tardarán mucho en aparecer), sí está dedicada, desde un principio, a producir y
preservar los frutos de la cultura y de la inteligencia, a escribir la crónica de
la historia y a fijar los preceptos de la ley.
Los mil y tantos. doctores y los treinta mil bachilleres que la Universidad formó en sus muchos años de vida desempeñaron un papel importante
en la colosal labor de incorporar los dilatados territorios de la Nueva
España al mundo occidental.
Primer modelo y forma de la vida universitaria fue la Universidad
colonial, que heredaría a las que, a lo largo de nuestra historia, irían apareciendo como respuesta a las necesidades del país, un permanente comCuenta y Razón, n.° 13
Septiembre-Octubre 1983
promiso con la inteligencia, un amor por la cultura del hombre y una rica y
milenaria tradición.
A partir de esa noble institución, México ha desarrollado un sistema,
cada vez más amplio y más generoso, de educación superior que refleja
fielmente las condiciones y las expectativas del país.
Modelo y microcosmos de la comunidad nacional es el que forman las
instituciones de educación superior. México tiene entre sus motivos de
orgullo más legítimos la creación de una amplia y abierta comunidad universitaria.
El avance de la educación superior en México resulta espectacular si
tenemos en cuenta que al principio del movimiento revolucionario asistían a
centros de educación superior apenas 4.635 estudiantes, mientras que en la
actualidad lo hacen cerca de 1,5 millones, frente a los cuales se abre un
amplio espectro de opciones vocacionales. Un sistema universitario es de
vital importancia para el desarrollo económico y constituye además el
gran camino, a todos dispuesto, de acceso a la igualdad de oportunidades de
realización personal. No se puede dudar que las Universidades han sido en
México un efectivo medio de capilaridad social, un vigoroso recurso en el
trabajo de integración de un nuevo orden democrático e igualitario.
La Universidad ha dado a incontables mexicanos no sólo la oportunidad
de tener acceso a niveles superiores de ingreso, sino que los ha recibido en
una comunidad abierta y libre, consciente y polémica; es un espacio crítico y
un permanente experimento de convivencia y solidaridad. La Universidad ha
brindado también, en abundancia, los conocimientos pragmáticos y
profesionales, la oportunidad de coexistir con otros hombres, con otros
idearios y convicciones.
Dedicando a la educación superior una creciente porción de recursos,
México testimonia su certidumbre en la importancia de las Universidades
como elementos de transformación y dinamismo, su condición privilegiada
para integrar mexicanos provenientes de todos los orígenes en un solo y
compartido destino.
Y si la Universidad es vehículo de transformación económica y de ámbito de convivencia libre, también es el foro ideal para la transmisión de
ese gran intangible que es la cultura humana.
En México, esta posición central de la Universidad con respecto a la
cultura se manifiesta desde su fundación y nacimiento. Por la Universidad
llegan a México las corrientes culturales del viejo mundo; en especial la
gran herencia mediterránea que con tanto vigor se aclimata a las nuevas
tierras. Las lenguas clásicas, los sistemas de pensamiento, la concepción
del mundo y la expresión creativa de Europa se enseñan con gran éxito en
las aulas universitarias y centros de educación superior de Nueva España, y
pronto, muy pronto, serán mexicanos los que se expresen en esas lenguas y
enriquezcan los caudales de pensamiento y de expresión.
Si un símbolo perfecto de este florecimiento mexicano de la semilla
europea se pudiera encontrar, ése sería sin duda el de Sor Juana, mujer de
estudio y creación, curiosos ojos abiertos al orbe, testigo de lo mexicano,
voz propia en lengua universal. A través de las Universidades, México descubre el amplio mundo y se descubre a sí propio.
Todo: plantas y minerales, historia y lenguajes, ciencias y geografía,
hombres y arte; todo lo que era propio y sustantivo de México se va mirando
y admirando desde las Universidades que sirven de depósito al gradual
descubrimiento de lo nacional.
Y si hemos mencionado como símbolo del Renacimiento mexicano de
Europa a. Sor Juana quizá sea justo que recordemos el nombre de Francisco
Javier Clavijero como representante de todos los universitarios que
dedicaron su afán a mostrarle al mundo las riquezas de México.
Porque la cultura colonial mexicana, que en un principio es sólo trasplante feliz de la española, es decir, de la mediterránea, pronto tendrá características propias que la harán distinta e inconfundible.
Si de Europa se traen los dibujos generales que dictarán la forma de
los principales edificios del Virreinato, será con gusto y materiales mexicanos que esos edificios se realicen. Las canteras de México, con sus colores
y suavidades tan propias, las maderas del trópico, los metales abundantes
serán para los alarifes novohispánicos dócil materia para plasmar sus
imaginaciones desbordadas, y pronto los palacios y templos de México
—estén en Tepotzotlán, Puebla o Zacatecas— serán totalmente diferentes
de los distantes modelos españoles.
Lo mismo pasará con las pinturas y esculturas, así como con las artesanías innumerables que se traen de Europa para ser copiadas primero y
luego, inmediatamente, ser interpretadas en forma cada vez más libre.
México, punto de contacto entre España y la cultura indígena más rica
de América, es también contacto con el Oriente Lejano que deja aquí sus
formas y artes.
De la mezcla creativa de sus múltiples orígenes obtendrá el arte de la
colonia mexicana su riquísimo esplendor. En el retablo y la platería, en el
arte del yeso y la madera tallada, y dorada, en la cerámica aristocrática y
popular, en la construcción, en el fierro hecho ágil como los rasgos de una
pluma, la creatividad colonial no conoció rival.
Con voces españolas y oído indígena se desarrolla en México una de
las versiones más ricas y coloridas del castellano que hoy, por primacía
demográfica, es la más conocida y vigorosa del mundo. En ese castellano
de México se irá escribiendo poco a poco una literatura que expresa la vida
de estas tierras, donde surge también un folklore de casi infinitas variedades,
una cocina de humildes lujos y todas esas cosas pequeñas y grandes que
forman lo que podríamos llamar un estilo de vivir y que en el caso de México
ha sobrevivido y superado los más terribles asaltos de influencias extrañas.
Creo que es un compromiso de mexicanos conocer y entender más y
mejor esa cultura colonial que no está tan lejana a nosotros como pudiera
parecerlo y que resulta indispensable para comprender lo que nuestro
país es y podría ser.
Una cultura que presidió por trescientos años la Real y Pontificia
Universidad y que se refugiaba en incontables escuelas de menor fama y
ambición, en seminarios y claustros, en donde tantos mexicanos encontraron
una posibilidad de educación; si dichas instituciones resultan estrechas desde
nuestra perspectiva contemporánea, no hay que olvidar su contribución
significativa a la cultura y la vida de México.
Y muchos años después, tras del noble experimento de la Universidad
de Justo Sierra por traer a México la vanguardia del pensamiento europeo
de su. tiempo, vendrá la respuesta, generosa de la Universidad que es fruto
de la revolución y que intenta ser portavoz de un México que ha encontrado
ya su propia y poderosa identidad.
Porque es justamente en las aulas de la Universidad donde ese México
joven que surge del movimiento revolucionario puede, por primera vez,
evaluarse y redescubrirse y donde plasma, simultáneamente, los grandes
signos de su emergente nacionalismo.
Así, el más profundo de nuestros muralistas: José Clemente Orozco
realiza en un recinto universitario, la Escuela Nacional Preparatoria, un
concierto de pinturas murales que dan forma visual y encendida a los grandes
temas de la historia mexicana desde el origen de la nacionalidad en el abrazo
humano de Cortés y Marina, encuentro de dos pueblos y dos historias, hasta
ese máximo símbolo de la lucha del México moderno que es «La
Trinchera».
La Universidad que nace de la revolución es centro y núcleo vivo de
ese gran movimiento que Agustín Yáñez definió alguna vez como el «Renacimiento mexicano», esa portentosa época en la que se expresan a través
del mural, de la novela, del poema de gran aliento, del cine, de la escultura, de
la música, los grandes temas de un país que de pronto descubre sus riquezas
propias y se encuentra en situación de igualdad con sus contemporáneos.
Así, a través de la Universidad transcurren los dos movimientos dialécticos que animan toda cultura: la apertura hacia lo universal y la
orgu-llosa expresión de lo propio.
Ninguna cultura puede ser simplemente receptiva y dependiente, pues
caería en la servidumbre y la improductividad; ni puede, de ninguna manera, aislarse del mundo y de las ideas en aras de un mal comprendido
nacionalismo. La cultura es flujo y diálogo, interacción y síntesis.
Así lo comprendió ese universitario esencial que fue José Vasconcelos,
hombre de vastas curiosidades por todo lo humano, estudioso de las filosofías
de Grecia y de la India, intérprete de Buda y Quetzalcóatl, hombre de acción,
pensamiento, de luchas y meditaciones. Hombre abierto a todas las ideas, que
da el impulso generador al Renacimiento mexicano.
El equilibrio creativo entre lo universal y lo nacional ha sido el principio
de acción de la cultura de las Universidades mexicanas.
Ni la imitación extralógica de lo ajeno ni el ensimismamiento provinciano
con lo propio, sino la activa síntesis, el intercambio íecundador, el productivo enfrentamiento de las ideas y las sensibilidades.
Cultura universal y cultura nacional. Pero cabría preguntarse qué es,
justamente, esa cultura nacional de tal elusiva esencia. Y sin pretender encontrar la concluyeme definición, encontramos que toda cultura nacional
es parte y reflejo de la universal al igual que se forma e integra con voces y
expresiones regionales.
Y si esto es cierto para todo país, lo es particularmente en el caso de
México. Vasto territorio que alberga todos los climas y paisajes, México
se compone también de los más diversos grupos humanos que viven simultáneamente en alejados tiempos históricos y que, por un verdadero milagro
de cohesión nacional, se han integrado en una comunidad sorprendentemente solidaria. Y digo sorprendentemente porque México, pese a su extensión y diversidad, pese al aislamiento que por tanto tiempo padecieron
sus regiones, jamás ha sufrido la tentación del separatismo, de ese mal que
hoy, en pleno siglo xx, aqueja todavía a viejas naciones cuyas fuerzas centrífugas amenazan su estabilidad y supervivencia.
México, mosaico racial y geográfico, asamblea de selva, antiplano y cordillera, país novísimo y antiguo, ha logrado, contra todo lo esperable, una
unidad poderosa de lo diverso. Y con ello, una riqueza de voces y folklores,
de interpretaciones variantes, de tradiciones y novedades, de artesanías y
sensibilidades, las múltiples variaciones al tema central de lo mexicano.
El vigor y la riqueza de la cultura nacional depende de la diversidad y
profundidad de las culturas regionales. De ahí que un programa nacional
de apoyo a la cultura se componga, necesariamente, de un concierto de
impulsos a las expresiones creativas de cada región. De otra manera se
favorecería el crecimiento de una verdadera abstracción, de una cultura que
no tendría raíces ni representatividad, fuerza ni permanencia.
Y la historia da absoluta validez a lo anterior. Cuando contemplamos
las grandes culturas nacionales, nos damos cuenta de que se han compuesto
con la afluencia de múltiples aportaciones regionales. Y lo que llamamos,, por
ejemplo, el arte italiano no es sino la integración e interacción de las escuelas
que surgieron en Toscana, en Umbría, en Venecia o en Roma, como lo que
llamamos literatura española se construyó con lirismos gallegos,
imaginaciones andaluzas, sobriedades castellanas.
Lo mexicano es la suma algebraica de una de las diversidades más ricas
del mundo. Al hablar de la cultura precortesiana tendemos a olvidar la casi
increíble complejidad de las culturas que habitaron nuestro territorio desde
hace cinco mil años, de las grandes diferencias formales y de esencia entre,,
por ejemplo, mayas y aztecas, entre las culturas de Occidente y esas, opulentas, que surgen del golfo tropical y. pródigo.
El mundo precortesiano es, efectivamente, de una diversidad que escapa al análisis superficial. Así, los mayas se encuentran entre los grandes
matemáticos del mundo antiguo y su habilidad y sutileza en la medición
del tiempo resulta un caso único y misterioso. Los aztecas, en cambio, son
los grandes organizadores que logran por primera vez en México una unidad
territorial y administrativa que rebasa los estrechos límites de la tribu.
Estos romanos de México son, sin embargo, artistas tan profundos
como los mayas, si bien su visión del mundo es trágica y sombría y a los
refinamientos mayas oponen el insuperable vigor de su arte. Por su parte,
las culturas del golfo, comenzando con los enigmáticos olmecas, alcanzarán
una visión de la existencia y del cosmos fuerte y optimista. Frente a los
rostros atormentados del arte azteca, Veracruz ofrece la respuesta de una
sonrisa humana.
Y así podríamos ir recorriendo las diferencias entre las múltiples culturas mexicanas que dan a nuestra herencia cultural una riqueza única en el
continente. Diferencias que no impiden la existencia de fuertes lazos de
unidad y coincidencia: la concepción religiosa del mundo, la gran prioridad
dada a las artes visuales, el desarrollo notable de la matemática y astronomía
en contraste con la indiferencia al saber mecánico, la práctica de una sabia
medicina de recursos naturales, la riqueza artesanal y, sobre todo, esa
coherencia y unidad social, esa disciplina que subordina el individuo a la
familia y al grupo y que permitirá al mundo indio sobrevivir al gran golpe
de la conquista. Culturas múltiples y unificadas; separadas por el aislamiento
geográfico y a veces enfrentadas por luchas hegemónicas, pero participantes
de una cósmovisión cuyo origen se pierde en la lejanía de los siglos. Las
culturas indígenas con toda su diversidad tienen en común ese algo
indefinible y elusivo, pero innegable, de lo mexicano.
Y lo que es cierto del mundo indígena lo será también del que se forma
con el mestizaje. Pese al poder avasallador de la cultura mediterránea que
trae España a estas tierras, lo mexicano está siempre en lo que aquí se
construye, pinta o escribe. El arte colonial mexicano nunca es colonial en el
sentido peyorativo y limitante del término, sino que es, y desde un principio,
la interpretación mexicana de los temas de Europa.
La amplitud y aislamiento del territorio mexicano favorecen el crecimiento de culturas regionales de personalidades perfectamente desarrolladas. Sur y Norte, Golfo y Pacífico, penínsulas y altiplano, desierto y sierra,
selva y ciudad son escenarios de distintas conformaciones del ser nacional.
Basta revisar el folklore mexicano, las bibliografías o historias regionales,
las cocinas y los dialectos, las arquitecturas populares, para constatar esa
abundancia de México.
Y si fuéramos más allá del ámbito regional veríamos que dentro de
cada Estado de los que forman la República, alientan y permanecen diversidades y que cada rumbo, cada paisaje tiene su tradición e identidad.
La cultura nacional, cuya preservación y crecimiento es quehacer de
todos, es, pues, un organismo vivo compuesto por células regionales independientes e integradas; de su salud y vigor dependerá el futuro de la cultura
de México.
Y valdrá la pena que nos detengamos un poco en este tema, cuya importancia no puede ser descuidada, ya que vivimos una época en la cual
las culturas regionales se ven amenazadas por una serie de factores y fuerzas
de creciente efectividad.
Particularmente peligrosas para las culturas regionales resultan ser las
tendencias de concentración presentes en tantos aspectos de la vida moderna; comenzando con el movimiento demográfico hacia unos cuantos
centros urbanos que vienen a romper el equilibrio entre ciudad y campo, y
a alterar la importancia relativa de las poblaciones. En el caso de México la
concentración urbana adquiere proporciones espectaculares: en la ciudad
capital y en unos cuantos centros más vive hoy una significativa porción
de la población de México que ha abandonado sus orígenes regionales por la
uniformidad de la vida urbana.
Uniformidad que se ve reforzada por la acción de los medios masivos
de comunicación que, situados casi sin excepción en la ciudad de México,
van cambiando gradual pero eficientemente la vida de todos. La cultura se
dicta hoy desde esos poderosos medios de difusión, los cuales poco se
preocupan por la preservación de los valores regionales.
Por una lógica propia, los medios masivos de comunicación tienden a
generar una cultura en vez de reflejar la del país que los sustenta. Su poderosa posición les hace olvidar con frecuencia su papel de rescate de los
valores nacionales y caen en la tentación de un centralismo cómodo.
Por otra parte, habría que considerar la constante y creciente invasión
de influencias culturales extranjeras del más bajo nivel que encuentran en
los medios masivos su mejor portavoz. Esa invasión que se da en los
campos de lenguaje, de la música, de la plástica, de las costumbres y folklore,
parece, hasta ahora, no enfrentarse a ninguna institución que pueda
defender con éxito los valores propios.
Y tengo la convicción de que son las Universidades las instituciones
que deben aceptar este reto que amenaza las culturas regionales y del país,
que intenta colonizarnos y sujetarnos a la dependencia.
Las Universidades pueden y deben ser los organismos que rescaten,
estudien y difundan los múltiples valores de México. Un esfuerzo coordinado podrá organizar en breve tiempo una red de centros de excelencia
donde se dé ambiente adecuado a la preservación de la cultura inmediata y
nacional.
Y una serie de positivos fenómenos testimonia la creciente preocupación por preservar nuestra cultura. Así, entre tantos, podríamos mencionar
el renovado vigor de los estudios de historia regional, el interés que, en
todos los rumbos de México, se tiene por la microhistoria que rescata la
vida de una comunidad de mexicanos.
A las amplias líneas que describen la historia nacional los
historiado-des de hoy están añadiendo las incontables crónicas particulares
de la total biografía de México.
Y un similar interés se percibe en los estudios regionales en las más
diversas disciplinas. En la antropología y la ecología, en el folklore y en los
estudios literarios, en la lingüística y en la plástica, las Universidades alientan
la actividad de mexicanos que comprenden la importancia vital de estos
estudios, de estas preocupaciones.
Pero es indudable que resulta necesario dar un impulso acrecentado a
todos los trabajos que vayan al rescate y salvamento de los valores cultu-les
de cada región; que las Universidades puedan contar con los recursos
económicos y humanos para llevar a cabo esta tarea de la que tanto depende nuestra futura identidad nacional.
Y este interés por lo propio, esta revaloración de lo familiar se está
experimentando en todo un mundo preocupado por la creciente uniformidad
de la existencia. En todos los países, en todas las latitudes, alienta un espíritu
de regreso hacia aquello que da fisonomía a los hombres, a las comarcas, a
los países.
Hacia los orígenes, las raíces que sustentan cada comunidad nacional.
Todas esas formas de ser y hacer que le daban sentido a la vida diaria y que
iban marcando y significando el paso de los meses y las estaciones. Todos
los pequeños y grandes refinamientos que embellecían el trabajo, el ritual, el
reposo, los importantes momentos de la existencia. Las artesanías y el
lenguaje, la música y la danza, la tradición oral y las costumbres.
Es en un contexto de cultura universal, nacional y regional, que las Universidades llevan a cabo su vital labor de difusión; sabiendo que la cultura
es un continuum que va desde lo particular e individual hasta la básica
identidad de todos los hombres y que los únicos valores decisivos son los
de la sinceridad expresiva y la calidad técnica.
Y si las Universidades han de enfatizar en su labor difusora esa continuidad creativa también han de dar particular relieve a otra continuidad
fundamental de la cultura, que es la que une con todas las expresiones y
actividades del hombre.
Porque la cultura no es ni puede ser algo distinto de las otras formas del
saber y del quehacer humano, no puede ser una expresión privilegiada y
discriminatoria o superior sino una parte actuante de un conjunto del pensamiento y la acción de la comunidad.
La cultura, por tanto, se inscribe dentro del continuum de la existencia
de los hombres y los países y se encuentra presente en todas las manifestaciones de esa existencia, interactuando con la vida, trabajo, ideología, ciencia y
descanso; vida dentro de la vida, expresión dentro de la expresión, obra
dentro de la obra.
Por tanto, es muy difícil, imposible, definir académicamente los límites
de la cultura. ¿Dónde, por ejemplo, termina la artesanía y comienza el
arte, o dónde finaliza éste para dar lugar al diseño puramente industrial?
¿Dónde acaba la ciencia para dejar su lugar a la expresión artística o la
psicología para hacer sitio a la literatura? ¿Y dónde, desde otra perspectiva,
termina lo popular para convertirse en lo culto, el arte de las masas en el
arte de las minorías, la tradición en la vanguardia?
Y ante tantas imposibles definiciones impuestas por la compleja naturaleza del fenómeno cultural, las Universidades sólo pueden abrir sus amplios recintos, su mente y sensibilidad para dar cabida a este pluralismo
creativo de la obra del hombre. Para dar oportunidad al mayor número de
tener contacto con la vasta, infinita herencia de la cultura.
No creemos que sea innecesario acentuar que nuestra concepción de la
cultura, universal como es, no ha caído en esa engañosa e indefinible separación entre la cultura artística y la cultura científica.
Entre otras cosas, porque estamos convencidos de la alta creatividad de
la ciencia y de la esencial unidad de todos los fenómenos culturales. Unidad
que se ha integrado siempre en la cultura nacional.
La ciencia fue practicada en México desde sus principios históricos, si
bien mezclada con una concepción mágica del universo, lo que no impidió
la realización de impresionantes logros en el campo de la astronomía, de la
matemática, de la ciencia médica.
Y, una vez consumada la conquista, la ciencia europea será traída a
México como parte integral de la cultura europea. Pronto dará esa ciencia
frutos abundantes, ya sea en el ámbito de esa curiosidad antropológica que
anima, por ejemplo, los escritos de Sahagún, como en el que se dirige a las
plantas, a los animales y minerales del Nuevo Mundo. Y así surge la extraordinaria Historia Natural de Nueva España, que escribe el protomédico
general de las Indias, don Francisco Hernández.
Dos ejemplos, entre tantos, que podrían testimoniar la vida científica
de México a lo largo de su historia. Esa preparación al intenso desarrollo e
interés que el país siente en estos momentos en que se encuentra en el
umbral de grandes transformaciones sólo posibles con el dominio de la
ciencia.
Nuestra convicción en el decisivo papel que la ciencia tendrá en el futuro
de México anima la decisión de nuestras Universidades por desarrollar el
pensamiento y la actividad científica. Dentro de la revolución tecnológica
que es el signo de nuestros tiempos, de la natural transición de la ciencia
pura a ciencia aplicada, se enmarcan los planes de trabajo de las instituciones
de educación superior.
No compartimos las reservas de quienes ven en la ciencia o en la tecnología factores de deshumanización, haciendo eco al pesimismo de muchos
pensadores, puesto que tenemos la certeza de que la ciencia es simplemente
un instrumento que puede bien o mal usarse por el hombre. Y que la ciencia,
encaminada hacia la positiva transformación de la realidad puede ser,
justamente, el mayor de nuestros recursos.
La difusión de la cultura científica requiere, pues, de nosotros, una absoluta
seriedad y decisión pedagógica. No puede suplirse la disciplina y
coherencia del pensamiento científico genuino con ningún atajo demagógico.
Nuestra ciencia, nacionalista sin dejar de ser universal, será instrumento de
liberación en la medida en que sea, estricta y severamente, ciencia. La ciencia
y la creación artística, en tantas cosas colindantes y entremezcladas, de esa
cultura que la Universidad difunde junto con la diaria labor de la docencia y
el permanente trabajo de la investigación.
También tenemos la convicción de que toda política cultural que en
verdad lo sea tendrá que ser forzosamente pluralista. No cabe en la cultura el
dogmatismo intransigente de ciertos credos políticos.
México se opone a todo extremismo que desvirtúe la función y esencia
de la Universidad. Que atente contra esa esencial tolerancia con las ideas
críticas o que quiera imponer un credo político dogmático y faccioso.
Tenemos la certeza de que ninguna teoría, por totalizadora que parezca,
puede suplir a ese vasto diálogo, a esa constante revisión, a esa crítica prueba,
a esa fría e insobornable objetividad, que son las distintivas cualidades del
pensamiento libre. De ese pensamiento libre que está tras de todo avance
científico, de toda creación artística.
Frente a la Universidad de facción, que todo lo sacrifica a un dogma
intocable, México eleva la Universidad cuyo ideal es, justamente, el de la
universalidad, el de la libertad, el de la profundidad académica.
Profundidad que no puede alcanzarse por fáciles desvíos, sino que requiere un
largo, laborioso y ordenado, pero fecundo, proceso de aprendizaje. Son la
apertura, la actitud crítica, la posición de análisis insobornable, de
cuestionamiento y duda creativa, así como de cierta saludable insolencia,
notas que encontramos en muchas expresiones culturales. De ahí que sean
los regímenes autoritarios poco adeptos a toda cultura que no esté doblegada
por la servidumbre.
México, expresando el ideal constitucional, así como el abierto liberalismo de su más profunda herencia ideológica, ha sido siempre campo abierto
a toda expresión genuinamente cultural, aun cuando ésta contuviera una
actitud crítica violenta y exaltada. Baste como prueba de ello ese espléndido
conjunto de voces iracundas que componen la gran muralística de Orozco,
Rivera y Siqueiros y donde se encuentran las requisitorias más vigorosas
contra los mismos gobiernos revolucionarios que habían encomendado la
realización de los murales.
Uno en particular me viene a la mente quizá por su rotunda claridad y
violento tono. Se encuentra en un recinto universitario, en el Paraninfo de
la Universidad de Guadalajara, donde José Clemente Orozco plasmó el
grito de disidencia y la crítica más valiente y poderosa que se haya hecho
quizá a las limitaciones de la Revolución mexicana. Que ese mural exista,
en el corazón mismo de la Universidad, donde se llevan a cabo los más
importantes eventos de la vida académica, habla muy elocuentemente del
clima de libertad que México ha conquistado y que conserva como su
más valiosa herencia.
En esos muros del Paraninfo, Orozco denunció a los falsos líderes que
engañan e intentan engañar a las masas. Un doloroso contingente humano,
monstruo de mil cabezas, surge de un infierno de llamas para seguir
—o perseguir— a los líderes que blanden los libros sagrados de su falsa
liberación.
Y junto a ellos Orozco plasma dos imágenes trágicas: la de los campesinos explotados por líderes, caciques y soldados; campesinos hambrientos
y traicionados, víctimas de la tierra y del hombre.
Esta crítica de Orozco a las fallas de la revolución implican paradójicamente su fe en esa misma revolución que el artista quería que se completara
y profundizara, que se saneara y que llegara a sus últimas consecuencias.
Pero es evidente que sólo en el clima de libertad de expresión que México
había conquistado podía un artista expresar con tal fuerza su visión de la
historia.
Y si no fuera suficiente esa fulgurante imagen de Orozco como símbolo
de la libertad cultural, habría que recordar ese encuentro creativo de dos
grandes mexicanos que fueron Diego Rivera y José Vasconcelos, hombres
de las más diversas posiciones ideológicas que podamos concebir, de distintos temperamentos y formaciones, pero que podrán colaborar para dejarle
a México en los muros de la Secretaría de Educación Pública algunos de
los primeros y más bellos murales que viera este siglo.
La libertad cultural que garantiza la Constitución tiene particular vigencia
en los recintos universitarios, espacios críticos y de acrecentada libertad. En
ellos tienen hogar todas las manifestaciones del espíritu humano, que es, por
esencia, libertario e indómito. Tengo la seguridad de que ninguna ortodoxia,
ninguna intolerancia, aun aquellas que se imponen bajo el nombre de la
liberación, podrán tener cabida en las Universidades mexicanas.
A través de la Universidad la cultura podrá estar, libremente, al alcance
de todos. Esta apertura, esta voluntad de hacer llegar al mayor número los
bienes culturales no implica, sin embargo, un mal entendido populismo
cultural, es decir, que nuestras Universidades están conscientes de que la
cultura se manifiesta a muchos niveles de dificultad y elevación y de que
no todos ellos están al alcance de las mayorías.
Negar este hecho evidente sería poner en peligro el éxito de cualquier
programa realista de difusión cultural. Como todo proceso educativo, el
que lleva a la comprensión de las manifestaciones culturales debe tomar en
cuenta el carácter gradual de todo aprendizaje, el ordenamiento de dificultades que se encuentran en los niveles ascendientes de la expresión artística y el desdoblamiento de la sensibilidad preceptiva que sólo se da en el
público espectador después de un prolongado contacto con la cultura. De
ahí que todo programa de difusión cultural debe estar adecuadamente
organizado en niveles cualitativos que permitan servir a todos los estratos
de la comunidad, desde los niños que por primera vez se acercan, con percepción limpia, al mundo de la creatividad, hasta aquellas minorías que
pueden valorar las más complejas y completas manifestaciones del arte.
Como consecuencia de este enfoque de difusión, es necesario dar un
gran énfasis a los niveles medios de expresión artística, es decir, a aquellos
que tendrán un mayor auditorio y donde la relación de costo-beneficio
será la más favorable. Esto no implica que se abandonen las expresiones
minoritarias, algunas de ellas muy atractivas por razones de mal entendido
prestigio, sino que simplemente se les dé el lugar que les corresponde dentro
de un programa cultural, equilibrado y armonioso.
Es indudable que son los medios masivos de comunicación los más
aptos para auxiliar a un programa efectivo de difusión de la cultura. Las
Universidades mexicanas apenas si han explotado las múltiples posibilidades que tienen .esos medios masivos, utilizados, en su mayoría, con criterios
exclusivos de explotación comercial. Estamos seguros de que en el futuro
podrán las Universidades alcanzar, mediante los medios masivos de comunicación, una capacidad de difusión de una eficiencia hasta hoy insospechada. Lo que el libro representó para la cultura humana hace cinco
siglos podrán en un futuro ya inmediato representarlo los medios electrónicos
de comunicación de mensajes e imágenes, transformando quizá el sentido de la
cultura humana hacia nuevas formas y nuevos contenidos, hacia nuevas
maneras de aprender, de percibir, de interpretar.
Lo cierto es que debemos, arrastrados por las fuerzas siempre presentes
de la inercia, estar ajenos a esa revolución que se lleva a cabo bajo nuestros
ojos, ese cambio tecnológico que promete transformar la vida de individuos
y sociedades. Y a la enseñanza tradicional de las expresiones culturales
{escuelas de artes, de letras, de música) habrá que añadir las escuelas donde
se aprenden las nuevas artes, los nuevos oficios de la cultura.
Ignorar la revolución de los medios implica, por otra parte, un riesgo
particularmente grave al hacer, por así decirlo, poco competitiva la cultura
formal frente a la que genera, inevitablemente, la nueva tecnología. Si nos
empeñamos en sostener únicamente las formas tradicionales de difusión
cultural (la sala de exposiciones, la conferencia, el recital de música) nos
vemos rebasados por el dinamismo y seducción de los medios.
También resulta inevitable aceptar que los medios, por su naturaleza
misma, imponen una manera, un tono y un estilo que no son en absoluto
los de las expresiones culturales tradicionales. Lo que es admisible en la
sala de conferencias resulta catastrófico en la cabina de radio o en el estudio
de televisión; lo que funciona admirablemente en el libro se invalida
frecuentemente en la versión cinematográfica; la imperfección aceptable en
la sala de conciertos resulta insoportable a través de la fidelidad de la
producción electrónica. Todos estos hechos, de sobra conocidos, no pueden
ser ignorados por los que tienen la responsabilidad de promover y alentar la
cultura. Debemos prepararnos, como lo hacemos en el campo de la pro-
ductividad industrial y la tecnología que la respalda, para estar al día en un
mundo en cotidiana transformación. La difusión cultural, integrada con los
medios tradicionales y los de vanguardia, se puede convertir en uno de los
más efectivos elementos de proyección de la Universidad hacia la comunidad.
La Universidad no sólo complementará su labor educativa respecto a la
comunidad mediante las labores de difusión cultural, sino que podrá obtener,
gradualmente, una imagen más positiva y de mayor influencia.
Si resulta difícil informar a la comunidad sobre el trabajo real de las
Universidades y ciertos aspectos de la actividad universitaria permanecen
ajenos a la publicidad (la mayor parte de las labores de investigación científica no son conocidas fuera de un limitado círculo de especialistas), otros, en
cambio, son sujetos de amplia difusión.
Y nada supera a las expresiones artísticas en su capacidad de penetración e influencia en la comunidad entera. El teatro, la música, el cine club, las
muestras pictóricas, pero especialmente la radio y la televisión, pueden
mostrar a todos los estratos sociales la acción y el dinamismo de la comunidad
universitaria.
De ahí que resulte indispensable una redistribución de las prioridades
que permita a las Universidades dedicar una mayor porción de sus recursos a
la difusión cultural, tanto dentro de la Universidad misma como proyectada
hacia la comunidad que la rodea.
La Secretaría de Educación Pública apoyará con toda decisión los esfuerzos de las Universidades para generar y difundir la cultura, sabiendo
que estos esfuerzos son de importancia vital e inaplazable urgencia.
Aquí nos acercamos a un concepto, a un ideal que quizá el futuro
pueda ver realizado en su plena posibilidad, que es la Universidad abierta, es
decir, la plena proyección de la enseñanza universitaria hacia la comunidad
mediante medios efectivos de difusión.
Este concepto, aun en su etapa de experimentación y estudio, puede
revolucionar no sólo la enseñanza sino también la función de la Uni versidad, al convertirla en una presencia y un recurso al alcance de todos, al
prestarle una flexibilidad imposible de concebir en la Universidad
tradicional.
Pero volvamos a las labores estrictas de la difusión cultural que de
tanta importancia resultan en México; ya que sólo unas cuantas instituciones,
en nuestro país, tienen la responsabilidad de difundir la cultura frente a las
fuerzas de la comercialización, de la banalidad, de la imitación extra-lógica de
modas extranjeras. Frente a los vastos recursos de las fuerzas que se le
oponen, la Universidad tiene si apenas la voluntad de explotar, a fondo, las
posibilidades de la imaginación. Pero no se piense que la difusión cultural es
un trabajo lírico improvisado.
En el contexto de la Universidad moderna la difusión cultural requiere,
para su adecuada realización, un equipo de personal especializado que com-
bine en su trabajo la capacidad creativa, el conocimiento de la cultura que
deben difundir y el saber administrativo que permita llevar a cabo las múltiples labores de la difusión.
Es evidente que sólo la conjunción de realizadores y creativos puede
producir ese fenómeno complejo que es la difusión cultural bajo una coordinación que comprenda la dualidad pragmático-creativa del trabajo de
llevar, al mayor número, el mensaje de la creación.
En la enseñanza de ese organismo vivo y creciente que es la cultura, la
Universidad no puede separar tajantemente la docencia de la investigación y
la difusión. Todas estas funciones forman parte del mismo proceso de
transformación de los seres humanos, de su enriquecimiento y preparación.
Creemos que la Universidad del futuro logrará una mayor cohesión, una
mayor interdependencia entre esas tres funciones básicas que la expresan.
Una docencia constantemente referida a la labor de investigación y una
acumulación de conocimientos especializados en permanente relación con
las grandes verdades y logros de la cultura.
Y si hemos de llegar más lejos aún, podríamos decir que la Universidad, en
su plena posibilidad, integrará no solamente docencia, investigación y
cultura, sino que añadirá todas aquellas labores y vivencias indispensables
para lograr el viejo ideal griego del desarrollo equilibrado del hombre.
Así, el deporte concebido no como especialidad de unos cuantos ni mucho
menos como espectáculo comercial, sino como actividad paralela del pensamiento, de la expresión personal.
Frente a la fatídica tendencia hacia la especialización, que resta y disminuye las posibilidades del individuo, la Universidad, fiel a sus ideales de
origen, proclama el crecimiento integral del hombre y de la comunidad.
Frente a la imagen mítica de Fausto, el científico perdido en su oscuro
laboratorio e indiferente al mundo que lo rodeaba, la Universidad moder na
impone la imagen de aquellos admirables griegos que formaron los cimientos
de nuestra cultura y que lograron el milagro de pensar con claridad suprema,
de crear belleza y de participar en una vida social de una vitalidad hasta
ahora insuperable y de perseguir un ideal de salud y fuerza corporal que se
encarnaba en una perfecta estatuaria.
Este equilibrio es de nuevo un ideal moderno. El hombre total viene a
desplazar al hombre fragmentado y una nueva conciencia de armonía con el
mundo desplaza la miopía del pasado. Así, la ecología y la conciencia
ecológica vienen a dictar una nueva visión del entorno y de la supervivencia
de la raza humana.
Similarmente, se impone para el individuo una nueva concepción de la
salud y del bienestar físico que acompaña al desarrollo mental y la participación en las artes. La psicología propone el cambio de la realización
personal, y el pensamiento político propone a su vez idearios que respetan
tanto el bien común como la realización del individuo en la libertad.
No de otra manera se expresa el espíritu y la letra de la Ley Federal
de Educación, que nos habla de «promover el desarrollo armónico de la
personalidad, para que se ejerzan en plenitud las capacidades humanas».
Esta ley, que contempla también la necesidad de «enriquecer la cultura
con impulso creador y con la incorporación de ideas y valores universales»,
traduce al mandato y concisión jurídicas el pensamiento que anima a las
Universidades mexicanas, que ven en una concepción integral de conocimiento, expresión creativa, desarrollo y realización personal, solidaridad
social y lucidez de la conciencia el objetivo por alcanzar mediante un proceso
educativo que es el mejor, el insuperable medio para lograr la transformación
de la sociedad.
La educación superior, así concebida, es el empeño de todos. En nuestra
diaria actividad seguimos ese ideal pragmáticamente realizable. Ese ideal
de la transformación del hombre que es común a todos los pensadores y
maestros de lo que podríamos llamar la filosofía del humanismo y que
pertenece a todos los tiempos y a todas las culturas, y que en nuestro país se
condensa en la figura mitológica y luminosa de Quetzalcóatl, el educador, el
maestro del ser y del hacer, de las artes y de las ciencias, de la redención
del hombre por el trabajo, por el pensamiento, por la creación.
E. M. B. *
Ex Subsecretario de Educación Pública. Subsecretario de Energía. México.
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