Nacionalismo: el viento que viene del Este n las últimas semanas se ha convertido en insistente objeto de reflexión para los comentaristas de la política española el posible impacto de la emergencia de los nacionalismos de la Europa del Este en España. En realidad, no se ha llevado a cabo una reflexión muy detenida acerca de lo que sean esos nacionalismos y los motivos de su virulencia: simplemente lo que se ha hecho es introducir en la política española, de manera inmediata y acrítica, el logro de la independencia por parte de los países bálticos o el mero hecho de la efervescencia nacionalista para, a partir de estas realidades, tratar de influir, en un sentido o en otro, en la configuración de la España actual. Eso ha dado lugar a una discusión muy acida en la que el componente sentimental ha primado sobre el conocimiento de la realidad de los países del Este o sobre la racionalidad de una organización u otra del Estado español. Como, además, la cuestión se ha mezclado con el empleo de términos políticos de sentido frecuentemente anfibológico o, sobre todo, cambiante según las latitudes (autonomía-federalismo, nación-región...), el resultado ha sido un perfecto ejemplo de galimatías. En el deseo de solucionar, de una vez por siempre, esa dicusión, que parece reproducirse cada año a la caída del otoño, se han propuesto soluciones aparentemente drásticas, como la reforma de la Constitución, sin tener en cuenta que incluso con ese procedimiento no existe ni mucho menos la seguridad de que aquélla quede solventada, porque en el mejor de los casos se trataría de un exceso de confianza en la virtualidad de un texto legal y con ello no se despejan todos los problemas. Es preciso, pues, remitirse a la realidad de lo que ha sucedido en el Este de Europa y, nada más hacerlo, lo que llama la atención es el abismo existente entre esos países y la realidad española. El problema de la vertebración de España en comunidades autónomas fue resuelto, en términos constitucionales, gracias a un ejercicio de consenso que nacía de la existencia de una voluntad de convivencia nacida de una sólida cultura democrática. Es esta última la que está en gestación en esos países, porque una de las peores herencias de la dictadura totalitaria es precisamente dejar un páramo no sólo económico, sino también social y, sobre todo, en lo que respecta a ideario político. Ya hace mucho tienpo lo escribió Tocqueville: lo malo de un régimen ilegítimo que se impone por la fuerza reside no sólo en esta condición, sino en la corrupción que provoca en los ciudadanos por el hábito que E JAVIER TUSELL «Se ha introducido, de manera acrítica, la independencia de los Países Bálticos para tratar de influir en la configuración de la España actual Eso ha dado lugar a una discusión en la que el componente sentimental ha primado sobre la racionalidad de una organización u otra del Estado español.» engendra de obedecer a un poder del que se cree que es ilegítimo y por la obediencia impuesta a una ley que se sabe injusta. Tras una dictadura totalitaria queda el vacío y no tiene nada de extraño que, como consecuencia, exista la tendencia a identificarse con lo más elemental y primario, que es el apego a lo propio, y el hacerlo con carácter exclusivo y excluyente para los demás y no con tolerancia y voluntad de convivencia. No hay que calificar el ideal nacional con algo necesariamente retrógrado: la Nación es un hallazgo de la contemporaneidad, lo que sucede es que durante ésta ha emergido también una realidad a la que hoy damos prioridad, la de los derechos de la persona en todas las latitudes y todos los tiempos. Lo que les falta a todos esos países es precisamente esto último. Además, por si fuera poco, resulta que los años de dictadura comunista no han hecho sino dificultar la solución a largo plazo de unos problemas objetivamente muy superiores a los que se dan en España. En todos esos países, en los que la virtualidad y la real justificación del nacionalismo era mucho mayor, se ha dado la paradoja de que desde el punto de vista legal y constitucional las posibilidades de secesión eran completas y existía un federalismo teórico con unas competencias enormes, mientras que en la práctica se daba un férreo impuesto por un partido comunista único. «Tras una dictadura totalitaria centralismo Cuando éste ha desaparecido el resultado ha sido no sólo un queda el vacío, y no es extraño vacío, sino también el desatarse de unas fuerzas largamente que, como consecuencia, exista contenidas por una rígida dictadura. la tendencia a identificarse con Hay que empezar a remitirse a la realidad de lo que significan los nacionalismos tanto en la URSS como en los países de lo más elemental y primario, que Europa central y balcánica. Hace años conocí a un disidente es el apego a lo propio y el hacerlo soviético, Andrei Amalrik, que acabaría muriendo en un con carácter excluyente y no con accidente en España, y que escribió un libro que preveía la desaparición de la URSS en 1984 -la fecha de la novela de tolerancia.» Orwell- como consecuencia de las reivindicaciones nacionalistas. Parecía un ejercicio de profetismo gratuito y excesivo, pero, aunque en un plazo más largo se ha venido a demostrar que tampoco erraba tanto. La Rusia que en tiempos de los zares era una prisión de naciones y en los de Stalin había practicado el genocidio, ahora se ha convertido en una especie de volcán de los pueblos. La divisa «proletarios del mundo, unios» parece haber sido sustituida por «tribus del imperio, asesinaos». El resultado no tenía por qué ser precisamente así, pero del fundamento de -los nacionalismos no cabe la menor duda. La URSS era un auténtico imperio de naciones en donde las dificultades para el mantenimiento de la estructura política heredada eran todavía mayores que en otros países comunistas. En primer lugar, había existido, en tiempos estalinistas, una dureza en el tratamiento de los posibles problemas étnicos y nacionales como no se ha dado en Europa, salvo en el caso de Hitler. El traslado de más de una docena de entidades nacionales o étnicas a miles de kilómetros de sus asentamientos originales constituye una buena prueba del carácter del régimen: se recordará que la protesta nacionalista empezó por los tártaros de Crimea, transportados al Asia central en los años de la guerra mundial. Por otro lado, desde el punto de vista étnico, socioeconómico y cultural todo eran dificultades en 1985. Se debe recordar que en el año 2000 los rusos ya no serán la mayoría de la población, que las diferencias religiosas se ven acentuadas por el mayor crecimiento demográfico de las entidades más diferenciadas (las repúblicas musulmanas del Asia central) y que existe una diferencia entre niveles de desarrollo tan grandes que en la antigua URSS conviven el subdesarrollo y niveles de desarrollo semejantes a los países de Centroeuropa, lo que potencia todavía más las dificultades. La convivencia durante los años de la dictadura comunista ha producido movimientos migratorios cuyo resultado es que en la actualidad millones de rusos conviven en minoría con no rusos, mientras millones de no rusos viven, también como tal, en Rusia. El resultado es un mosaico abigarrado en el que si Rusia puede aparecer como hegemónica en el contexto global, al mismo tiempo los rusos son sólo minorías importantes en naciones como Georgia o Estonia. Pero importa también señalar que esta realidad, ya de por sí complicada, todavía se ha visto agravada por los repetidos errores de Gorbachev respecto de la solución a este problema. A estas alturas hay ya pocas dudas de que el planteamiento con el que enfocar el problema de las nacionalidades en la URSS debiera haber sido el que recientemente ha hecho Soljenitsyn: hubiera sido necesario partir de que los países bálticos, Transcaucasia y las repúblicas musulmanas de Asia central, eran otra realidad distinta del núcleo mayoritario y era lógico dejarlas en libertad para seguir su propio rumbo si verdaderamente se quería seguir el camino de la democracia. Por supuesto, en el caso de que otras entidades nacionales quisieran el mismo camino, había que aceptarlo, pero ese resto tendría una unidad mucho mayor y una viabilidd obvia. Hay que tener en cuenta que ninguna de estas repúblicas se ha unido de forma espontánea y voluntaria a la URSS, por lo que el caso de los países bálticos sólo añade un pasado especialmente sangrante al tratarse de una ocupación por el acuerdo entre Hitler y Stalin. Pero ésa no fue la política de Gorbachev y su tendencia a no resolver el problema, dilatar soluciones y querer mantener las mismas circunstancias esenciales del pasado no ha tenido otro resultado que el de empeorar la situación. En esto, como en tantas cosas, Gorbachev ha errado profundamente testimoniando ser un reformador perplejo que no tenía un programa claro y que ha estado a merced de las circunstancias; éstas sólo le han conducido a la solución Soljhenitsyn de forma muy tardía (tras el golpe de Estado) y parcial (tan sólo respecto a los países bálticos). Porque lo cierto es que en un primer momento Gorbachev partió de una incomprensión total respecto del nacionalismo en el interior de la URSS. Sus primeras medidas a este respecto consistieron en embestir en contra de la dirección del partido en algunas de las repúblicas musulmanas de Asia central acusándolas de inmoralidad administrativa. Su esfuerzo racionali-zador de la economía soviética, en que se basaba en su origen la perestroi-ka, no tuvo otro resultado que los primeros incidentes. El desarrollo de la glasnost multiplicó la efervescencia nacionalista y tuvo como consecuencia, ya en 1988, una «libanización» del Cáucaso tan grave que de ella no se ha salido hasta el momento presente. Lo peor del caso es que aquí el poder central demostró una absoluta incapacidad para hacer de arbitro y de moderador entre los intereses enfrentados de las nacionalidades de la región. Como en tantos otros aspectos, Gorbachev abrió la caja de Pandora, pero después de hacerlo no acabó de actuar ni en un sentido ni en otro: es cierto que no reprimió las manifestaciones nacionalistas, pero tampoco les dio solución constitucional y permitió que la violencia se instalara en la zona. Los momentos en que el poder central dio la sensación de querer intervenir se saldaron con muertos, de los que él mismo no se hizo responsable, pero tampoco exigió responsabilidades a los represores. Con los países bálticos ocurrió lo mismo, con el agravante para Gorbachev de que en ellos la unanimidad era mayor, la identificación con la democracia más clara y el deseo de evitar la violencia bien patente. Voluntarioso, el dirigente soviético acudió allí a tratar de dialogar, pero el mismo intento, demasiado tardío, testimoniaba su incomprensión de lo que sucedía: cuando, en la calle, decía a los transeúntes que un matrimonio mal avenido siempre «El caso más espectacular es el de Yugoslavia, en la que hay seis naciones, trece minorías étnicas, doce idiomas, dos alfabetos, tres religiones y tres legados históricos (los de los imperios bizantino, otomano y habsbúrgico).» debía hablar antes de separarse, le respondían: «Pero nosotros no estamos casados», algo obvio y bien patente. Sólo se le ocurrió una forma constitucional para encauzar la posible secesión en 1990 y murió antes de nacida. En consecuencia, la fragmentación del poder político prosiguió y todavía se vería facilitada por la diferencia de legitimidades. Había una situación democrática en el caso de Rusia propiamente dicha, pero no en la mayoría de las restantes repúblicas. A la existencia de un nacionalismo de sólidas raíces hay que sumar, por tanto, ese otro problema, y aún uno adicional más, como es el hecho de que los antiguos dirigentes de los partidos comunistas muy a menudo se han reciclado como líderes nacionales de las repúblicas de modo directamente proporcional a su previa identificación con el régimen comunista. Sin duda el caso de la Europa del Este resulta diferente de la URSS, en especial en esa Centroeuropa que está mucho más cercana en términos culturales de Madrid, Roma o París que de Moscú. Ésta es una realidad que hay que tener muy en cuenta en el momento actual, pues pese a todas las dificultades del proceso de transición, la realidad es que allí la instauración del régimen comunista fue sólo posible gracias a la presencia del Ejército soviético. La frase de Stalin respecto de Polonia («Es más difícil establecer el comunismo en Polonia que ensillar una vaca») es bien expresiva de la dificultad encontrada para la sumisión de sociedades que eran remisas a ese proceso. Sin embargo, la misma dureza de la imposición hizo que, con el transcurso del tiempo, pasada la peor etapa del estalinismo, se acabara por aceptar fórmulas «nacionales» de comunismo que implicaban, por ejemplo, una cierta tolerancia con respecto a las autoridades católicas o la aceptación de una agricultura no estatalizada en Polonia. Fórmulas semejantes se produjeron en Hungría durante la era Kadar, y aun así, en esos dos países, como en la Alemania del Este y Checoslovaquia, los estallidos de protesta fueron tan repetidos que ni siquiera hace falta mencionarlos. De hecho, esos países se habían vengado de la imposición del modelo estalinis-ta creando fórmulas relativamente autónomas propias; sólo por ese procedimiento consiguieron los soviéticos mantener su influencia en la zona con un nivel razonable de estabilidad y de falta de conflictividad. Los problemas económicos pueden ser graves, y algo parecido puede decirse de los políticos durante el período de transición que ahora se está viviendo, pero el nacionalismo no juega un papel ni remotamente tan decisivo como en la URSS. La razón primordial consiste en que se ha reanudado una tradición democrática (o, por lo menos, de autonomía de la sociedad civil respecto del Estado) anterior al comunismo, y eso, afortunadamente, debilita las posibilidades de un enfrentamiento violento. Pero problemas nacionalistas sin duda esas naciones los tienen tanto entre sí como en su interior, Hungría, por ejemplo, tiene un porcentaje elevadísimo de la población de su etnia no sólo más allá de sus fronteras, sino en países inmediatos, en especial en Rumania. En Checoslovaquia la tensión entre los dos componentes nacionales esenciales ha sido persistente y puede «En un primer momento reproducirse: incluso bajo el régimen comunista se produjo Gorbachov partió de una una federalización del Estado después de la revolución incomprensión total respecto del pacífica de 1968 como medio de dar respuesta, al menos a un problema interno (Dubcek es eslovaco). En nacionalismo en el interior de la aparente, definitiva, en estos dos países en la actualidad es el claro URSS. El desarrollo de la camino hacia la democracia, en que sus líderes están embarcados desde un principio, lo que explica que los glasnost multiplicó la problemas nacionalistas hayan desaparecido del pri-merísimo efervescencia nacionalista y plano de la actualidad política cotidiana. provocó la "libanización " del Pero éstos reaparecen en una tercera área geográfica. No se puede englobar con la denominación única de Europa del Este Cáucaso.» a realidades tan distintas como Centroeuropa y los Balcanes. En éstos las tradiciones democráticas son mucho menores; la revolución comunista no fue implantada por la fuerza de las armas soviéticas en un país (Yugoslavia), las dificultades económicas presentes son muy grandes y se ha producido una transición un tanto ficticia, pues aunque hayan existido elecciones (no en todos .los sitios) han perdurado los antiguos dirigentes comunistas. En todos estos países, como en la URSS, la transición está destinada a durar bastante más tiempo que en Centroeuropa y casi tanto como en Rusica, para la que no es impensable que se dilate una o dos décadas. En todos ellos, en fin, la cuestión nacionalista juega un papel de primer orden: baste con recordar el importantísimo papel que desempeña en el sistema político rumano la representación política de los magiares de Transilvania o en Bulgaria la de los turcos, mientras que el papel de minorías étnicas de estas características no se da en Centroeuropa. El caso más espectacular, sin embargo, es el de Yugoslavia, en el que hay seis naciones, tres minorías étnicas, doce idiomas, dos alfabetos, tres religiones y tres legados históricos fundamentales (los de los imperios bizantino, otomano y habsbúrgico). Lo sorprendente no es que exista un problema nacionalista en Yugoslavia, sino que ésta haya tenido viabilidad antes del derrumbamiento del comunismo. Si retrocedemos algo en el tiempo comprobaremos hasta qué punto fue difícil el mantenimiento de esa unidad incluso en un régimen comunista como el de Tito, que había triunfado espontáneamente, sin necesidad de la ayuda soviética. No hay que tener la idea de que ese régimen fue relativamente liberal en sus inicios, sino que se caracterizó precisamente por su radicalismo en la ortodoxia marxista leninista. Esa dureza y la personalidad de Tito contribuyeron al mantenimiento de la unidad, pero cuando el régimen fue evolucionando, se reprodujeron las tensiones, hasta tal punto que fueron necesarias hasta cuatro reformas constitucionales en vida de Tito. Éste sobrevivía a base de purgar sucesivamente a los comunistas de una u otra república (en 1966, a los serbios; en 1971, a los croatas), y parece haber pensado al final de su vida que todavía debiera haber actuado con mayor dureza, porque Yugoslavia se estaba convirtiendo en una unión cada día más laxa entre ocho pequeñas autarquías cada vez menos intercomunicadas, hasta el punto de resultar difícil el reclutamiento de cargos para los organismos de la Federación, puesto que los políticos preferían seguir su carrera tan sólo en el exclusivo contexto de cada república o región. Cuando se ha producido el colapso del comunismo como organización política unitaria, la dirección política del pasado ha perdurado en Serbia merced al nacionalismo sin que la democratización haya prosperado. Los casos de Croacia y Eslovenia testimonian, por su parte, que Yugoslavia tiene el inconveniente de que la frontera entre los Balcanes y Centroeuropa pasa por en medio de ella, pues las dos primeras están mucho más cerca de esta última, y han llevado a cabo una ruptura manifiesta con el régimen del pasado. Lo sorprendente no es que exista un problema nacionalista en Yugoslavia, sino que éste haya tenido viabilidad antes del derrumbamiento del comunismo. La descripción de este conjunto de problemas relacionados con «En España ni la fragmentación ni la identidad el nacionalismo en los países del Este nos descubre un abismo respecto de los que se puedan dar en España. Nada tienen que culturales son semejantes a las ver los unos con los otros: en España ni la fragmentación ni la de los países del Este, ni hay identidad culturales son semejantes, ni la desaparición del comunismo ha servido de catalizador de nuevos nacionalismos naciones cuyas libertades o de potenciador de los antiguos, ni hay en España naciones fueran suprimidas por la fuerza; cuyas libertades fueran suprimidas por la fuerza. Pero, sobre ha habido desde el principio todo, en España no se ha dado ese déficit democrático que ha voluntad de encauzar hacia la llevado en el Este a la efervescencia nacionalista, ni se han dado esos errores de planteamiento inicial que han agravado convivencia un problema grave, la cuestión hasta degenerar en guerras civiles, sino que, por el contrario, ha habido desde el principio una voluntad de pero soluble.» encauzar hacia la convivencia un problema grave, pero soluble. Como bien ha señalado el político catalán Duran i Lleida, el caso de España se parece mucho más al de Bélgica (y el de Cataluña a Flan-des) que a la URSS y la remota Lituania. No darse cuenta de ello no sólo indica una voluntad política sesgada, sino un obvio desconocimiento de la realidad de lo que es ese Este de Europa y de lo que en él está sucediendo. Héléne CARRÉRE D'ENCAUSSE: L'empire éclaté. La révolte des nations, París, Flammarion, 1978. - Le grana Frére. L'Union Soviétique et l'Europe soviétisée, París, Flammarion, 1983. - La gloire des nations ou la fin de l'empire soviétique, París, Fayard, 1990. Robert CONQUES!; The last empire. Nationality and soviet future, Hoover Institution Press, Stanford University Press, 1986. Joseph ROTHSCHILD: Return to diversity. A political History ofEast Central Europe since World warll, Oxford University Press, 1989. Alexander SOLJENITSYNE: Comment réamenager notre Russie? Réflexions dans la méssure de mesforces, París, Fayard, 1990.